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HAY FUTURO SI HAY VERDAD
Comisión para el Esclarecimiento de la verdad, la Convivencia y la No Repetición
Informe Final
Hallazgos y recomendaciones de la Comisión de la Verdad de Colombia
Hallazgos y recomendaciones de la Comisión de la Verdad de Colombia
Hay futuro si hay verdad
Informe Final
28 de junio de 2022
Bogotá
Contenido
Introducción HAY FUTURO SI HAY VERDAD | 10 | |
I. | HALLAZGOS | 18 |
1. | LA COLOMBIA HERIDA | 19 |
1.1. | Acercarnos a la experiencia de las víctimas | 22 |
1.2. | Sobre la Colombia herida y los impactos en la vida cotidiana | 35 |
1.3. | Los impactos de la degradación de la guerra | 44 |
1.4. | Los caminos de la reconstrucción | 74 |
2. | POR UNA DEMOCRACIA SIN VIOLENCIA | 92 |
2.1. | Los tres momentos de la paz y la guerra | 96 |
2.2. | Abrir la democracia | 103 |
2.3. | Paz, constituyente y Constitución | 108 |
2.4. | El desenlace de la guerra: ¿democrático o antidemocrático? | 119 |
2.5. | La paz ¿estable y duradera? | 124 |
2.6. | Conclusiones | 127 |
3. | VIOLACIONES DE DERECHOS HUMANOS E INFRACCIONES AL DERECHO INTERNACIONAL HUMANITARIO | 133 |
3.1. | Los civiles, los más vulnerados en su derecho a la vida | 139 |
3.2. | Las masacres | 143 |
3.3. | Ejecuciones extrajudiciales y asesinatos selectivos | 146 |
3.4. | Asesinatos selectivos | 148 |
3.5. | Atentados al derecho a la vida | 151 |
3.6. | Desaparición forzada | 152 |
3.7. | La libertad personal vulnerada: las detenciones arbitrarias | 157 |
3.8. | El secuestro, la extorsión y el pillaje | 160 |
3.9. | Extorsión | 164 |
3.10 | Pillaje | 166 |
3.11. | Tortura | 168 |
3.12. | Violencias sexuales | 173 |
3.13. | Amenazas al derecho a la vida | 175 |
3.14. | Reclutamiento de niños, niñas y adolescentes y trabajo forzoso | 179 |
3.15. | Trabajo forzado | 184 |
3.16. | La violencia indiscriminada: los ataques indiscriminados | 185 |
3.17. | Ataques a bienes protegidos | 191 |
3.18. | La libertad de residir, circular y poseer: el desplazamiento forzado, el confinamiento y el despojo | 193 |
3.19. | Confinamiento | 198 |
3.20. | Despojo de tierras | 200 |
3.21. | Responsabilidades en las violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH en el conflicto armado | 205 |
4. | INSURGENCIAS | 212 |
4.1. | Contextos, transformaciones estratégicas e intensificación de la violencia | 218 |
4.2. | El punto de no retorno: financiamiento de la guerra, control territorial y deterioro de las relaciones con la población civil | 228 |
4.3. | Infracciones graves al derecho internacional humanitario y responsabilidad de las insurgencias en la crisis humanitaria | 231 |
4.4. | Órdenes violentos guerrilleros y relaciones con la población civil | 243 |
4.5. | Entramados guerrilleros, partidos políticos y movimientos sociales | 255 |
4.6. | Las guerrillas: disputas por el poder político regional y sus afectaciones a la democracia | 272 |
4.7. | Diplomacias y apoyos insurgentes | 283 |
4.8. | Dinámicas del conflicto armado posacuerdo de paz con las FARC-EP | 286 |
Bibliografía | 291 | |
5. | LOS ENTRAMADOS DEL PARAMILITARISMO | 295 |
5.1. | Transformaciones y mantenimiento del paramilitarismo | 300 |
5.2. | El marco de la doctrina del enemigo interno y la injerencia internacional | 303 |
5.3. | El paramilitarismo fue legalizado en diferentes momentos | 304 |
5.4. | Diferentes expresiones de un mismo paramilitarismo | 308 |
5.5. | El terror como estrategia | 324 |
5.6. | Las profundas alianzas de los entramados paramilitares | 333 |
5.7. | La relación con la fuerza pública | 337 |
5.8. | La parapolítica y la incursión paramilitar en las instituciones del Estado | 345 |
5.9. | El entramado con poderes económicos y la financiación de la guerra | 350 |
5.10. | El papel de la negación, los silencios y la impunidad en la persistencia del fenómeno paramilitar | 355 |
5.11. | ¿Por qué el paramilitarismo persiste? | 362 |
Bibliografía | 368 | |
6. | NARCOTRÁFICO COMO PROTAGONISTA DEL CONFLICTO ARMADO Y FACTOR DE SU PERSISTENCIA | 384 |
6.1. | Relación del narcotráfico con el conflicto armado | 387 |
6.2. | Dinámicas económicas rurales y poblaciones de las economías de la coca | 393 |
6.3. | Narcotráfico, poder político y modelo de Estado | 398 |
6.4. | El narcotráfico como actor contrainsurgente | 419 |
6.5. | La violencia en la disputa del narcotráfico | 423 |
6.6. | Relaciones entre insurgencias y economías de la coca | 428 |
6.7. | Aspersiones con glifosato: de solución pretendida a parte del problema | 435 |
6.8. | El conflicto armado y la guerra contra las drogas | 443 |
6.9. | Impacto en los territorios y las víctimas | 451 |
6.10. | Conclusiones: factores de persistencia ligados al narcotráfico | 456 |
7. | MODELO DE SEGURIDAD | 463 |
7.1. | La construcción histórica del actual modelo de seguridad y sus principales rasgos | 470 |
7.2. | El enemigo interno y cambios en la doctrina de seguridad: la consideración de la población civil y los movimientos sociales | 475 |
7.3. | Militarización, territorios y estados de excepción | 486 |
7.4. | Modelo de inteligencia y violaciones de los derechos humanos | 499 |
7.5. | Opacidad de los fueros y militarización de la justicia | 504 |
7.6. | Modelo de seguridad y relaciones con Estados Unidos | 512 |
7.7. | De los grupos civiles armados al paramilitarismo | 517 |
7.8. | Modelo de seguridad, crisis de derechos humanos, negacionismo y democracia restringida | 521 |
8. | LA IMPUNIDAD COMO FACTOR DE PERSISTENCIA DEL CONFLICTO ARMADO | 527 |
8.1. | Escasez, falta de prioridad y fragmentación | 530 |
8.2. | El bloqueo de mecanismos relevantes de investigación | 538 |
8.3. | Cooptación de la justicia | 541 |
8.4. | Los tribunales de Justicia y Paz: verdades reveladas y tareas pendientes | 544 |
8.5. | La investigación de la parapolítica: avances y bloqueos sin crisis del sistema | 550 |
8.6. | Ataques al poder judicial: jueces, Fiscalía, CTI | 551 |
8.7. | Bloqueo de las investigaciones sobre narcoparamilitarismo y ataques a la justicia | 557 |
8.8. | Ataques de la guerrilla | 560 |
8.9. | Justicias de excepción que prolongaron impunidad | 562 |
8.10. | Excepciones normalizadas | 567 |
8.11. | El impacto en las víctimas de la impunidad | 571 |
8.12. | La impunidad afecta la verdad y la reparación | 574 |
8.13. | La relación entre verdad y justicia | 577 |
8.14. | El papel de la extradición en el conflicto armado interno | 579 |
8.15. | Conclusiones | 582 |
Bibliografía | 588 | |
9. | HACIA LA PAZ TERRITORIAL | 595 |
9.1. | Contexto histórico: desigualdad, diseños institucionales y violencia | 601 |
9.2. | Frente Nacional y la guerra (contra)insurgente | 610 |
9.3. | Efectos de la apertura económica en la reconfiguración territorial | 620 |
9.4. | La irrupción del narcotráfico | 627 |
9.5. | La contra reforma agraria violenta | 631 |
9.6. | La descentralización y la disputa por el poder local | 636 |
9.7. | ¿Y la tierra para qué? | 640 |
9.8. | A modo de conclusión | 649 |
10. | LA RELACIÓN ENTRE CULTURA Y CONFLICTO ARMADO INTERNO COLOMBIANO | 657 |
10.1. | Los antecedentes: las categorías coloniales y las violencias estructurales | 661 |
10.2. | Hallazgos | 665 |
10.3. | La noción acotada que hemos construido del otro, de la otra | 665 |
10.4. | La persistencia del racismo | 667 |
10.5. | La continuidad del patriarcado y la exacerbación de la guerra | 678 |
10.6. | La desprotección a niños, niñas y jóvenes | 686 |
10.7. | La inscripción de la doctrina del enemigo interno, la estigmatización y el exterminio del adversario | 689 |
10.8. | La persistencia del conflicto armado interno contribuye a la naturalización de la violencia | 691 |
10.9. | El despojo del territorio es la destrucción de las culturas | 694 |
10.10 | Una democracia y una justicia de baja intensidad que conducen a la desconfianza y a la ilegalidad | 696 |
10.11. | Los daños culturales que profundizaron las insurgencias, el paramilitarismo y el narcotráfico | 698 |
10.12. | Las respuestas culturales al conflicto armado interno | 702 |
10.13. | Los dispositivos y discursos de reedición de la cultura que han perpetuado y o permitido superar las causas del conflicto armado: un llamado a la transformación.. | 704 |
10.14. | Un llamado a la transformación | 707 |
Bibliografía | 707 | |
11. | LOS PROCESOS DE RECONOCIMIENTO DE RESPONSABILIDADES | 712 |
11.1. | Los escenarios de un diálogo compartido | 716 |
11.2. | Complejidad y alcance de los procesos de reconocimiento | 717 |
11.3. | La verdad que emerge de los procesos de reconocimiento | 722 |
11.4. | Emocionalidad que dispone para el reconocimiento | 726 |
11.5. | Un diálogo desde la humanidad para la humanidad | 733 |
11.6. | Las lecciones y aprendizajes para la sociedad | 748 |
Bibliografía | 758 | |
12. | EPÍLOGO. DIMENSIONES INTERNACIONALES DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ EN COLOMBIA | 762 |
II. | RECOMENDACIONES | 768 |
Introducción | 769 | |
1. | Para avanzar en la construcción de paz como un proyecto nacional | 779 |
1.1. | Implementación integral del Acuerdo Final de Paz | 783 |
1.2. | Creación de un Ministerio para la Paz y la Reconciliación | 785 |
1.3. | Cooperación internacional para la paz | 786 |
1.4. | Medidas humanitarias | 786 |
1.5. | Priorización del diálogo para poner fin a la confrontación armada | 787 |
1.6. | Garantías para la reintegración efectiva de los excombatientes y para el restablecimiento de derechos de los niños, niñas y adolescentes desvinculados | 789 |
2. | PARA GARANTIZAR LA REPARACIÓN INTEGRAL, LA CONSTRUCCIÓN DE MEMORIA, LA REHABILITACIÓN Y EL RECONOCIMIENTO DE LA DIGNIDAD DE LAS VÍCTIMAS Y DE RESPONSABILIDADES | 791 |
2.1. | Reconocimientos de responsabilidad y de la dignidad de las víctimas | 797 |
2.2. | Reparación integral | 798 |
2.3. | Salud integral y atención psicosocial como medida de reparación | 802 |
2.4. | Memoria | 803 |
2.5. | Desaparición forzada | 805 |
3. | Para consolidar democracia incluyente, amplia y deliberativa | 807 |
3.1. | Pacto político nacional | 811 |
3.2. | Reforma política | 812 |
3.3. | Participación ciudadana | 813 |
3.4. | Protesta social y movilización | 814 |
3.5. | Ejercicio de la política libre de violencia | 817 |
3.6. | Inclusión de grupos históricamente excluidos | 818 |
4. | PARA ENFRENTAR LOS IMPACTOS DEL NARCOTRÁFICO Y DE LA POLÍTICA DE DROGAS | 820 |
4.1. | Transitar hacia la regulación legal estricta | 825 |
4.2. | Cooperación internacional sobre política de droga | 828 |
5. | PARA SUPERAR LA IMPUNIDAD DE GRAVES VIOLACIONES DE LOS DERECHOS HUMANOS E INFRACCIONES AL DIH, JUDICIALIZAR LOS ENTRAMADOS DE CRIMINALIDAD ORGANIZADA Y CORRUPCIÓN, Y MEJORAR EL ACCESO A LA JUSTICIA LOCAL | 829 |
5.1. | Independencia y transparencia | 834 |
5.2. | Investigación penal | 836 |
5.3. | Investigación de la criminalidad organizada y sus redes de apoyo | 837 |
5.4. | Reconocimiento de la violencia contra el sistema judicial y sus funcionarios | 838 |
5.5. | Acceso a la justicia local | 839 |
6. | PARA UNA NUEVA VISIÓN DE SEGURIDAD PARA LA PAZ | 841 |
6.1. | Nueva visión de seguridad | 846 |
6.2. | Transformación del sector con base en la nueva visión de seguridad | 847 |
6.3. | Archivos de inteligencia | 856 |
6.4. | Empresas de seguridad privada y control de armas | 858 |
6.5. | Seguridad para la ruralidad y zonas de frontera | 860 |
6.6. | Cooperación militar | 861 |
7. | PARA CONTRIBUIR A LA PAZ TERRITORIAL | 861 |
7.1. | Estrategia de desarrollo territorial sostenible para la equidad y la paz territorial | 867 |
7.2. | Descentralización, autonomía territorial y organización político-administrativa | 869 |
7.3. | Acceso equitativo, democrático y ambientalmente sostenible a la tierra y los territorios | 870 |
7.4. | Uso sostenible de tierras y territorios, y prevención y gestión de conflictos socioambientales | 873 |
7.5. | Desarrollo con enfoque territorial y provisión de bienes y servicios públicos para la ruralidad | 876 |
7.6. | Prevención y reversión del despojo de tierras y territorios, y la reparación efectiva de sus víctimas | 878 |
8. | PARA LOGRAR UNA CULTURA PARA VIVIR EN PAZ | 881 |
8.1. | Educación para la formación de sujetos que vivan en paz | 886 |
8.2. | Estrategia y promoción de la gestión cultural que permita consolidar la cultura para la paz | 888 |
8.3. | Contribuciones a la cultura para la paz desde medios de comunicación y comunidades de fe | 890 |
9. | SOBRE EL LEGADO DE LA COMISIÓN DE LA VERDAD | 891 |
BIBLIOGRAFÍA | 893 |
Introducción
HAY FUTURO SI HAY VERDAD
Hay futuro si hay verdad. Sobre esta premisa se construyó el acuerdo de paz entre el Estado Colombiano y las FARC-EP firmado en noviembre de 2016, para ponerle fin a la guerra insurgente-contrainsurgente que vivió Colombia por más de seis décadas. Este pacto ha traído transformaciones que impulsan a la sociedad hacia el siglo XXI, a unas nuevas maneras de ciudadanía y a imaginar, por fin, un porvenir en paz. Pero ni la paz ni la verdad son fáciles. La construcción de la convivencia pacífica se ha enfrentado a obstáculos muy graves, como la necesaria ampliación de la paz con el ELN, y siendo el mayor de ellos la continuación de conflictos armados localizados donde priman las dinámicas criminales, el asesinato de líderes y excombatientes, y la carencia de un clima propicio para la reconciliación y la paz grande, que involucre a toda la población colombiana.
La demanda de las víctimas por la verdad empezó a recorrer los caminos y veredas muchos años atrás. La tarea del esclarecimiento de la verdad es y seguirá siendo, un proceso de construcción lleno de desafíos. La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición quedó consignada en el Acuerdo de Paz como un organismo extrajudicial, temporal y como uno de los pilares del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, del que también hacen parte la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, UBPD. Los once comisionados fuimos seleccionados en noviembre de 2017, y la Comisión comenzó a funcionar oficialmente en mayo de 2018, cuando tomamos posesión, por un periodo de tres años[1]. Este fue extendido por la Corte Constitucional por siete meses, dados los impactos que tuvo la pandemia del covid-19 en su labor. La Comisión recibió el mandato[2] de esclarecer lo ocurrido durante el conflicto armado interno que ha vivido Colombia; promover el reconocimiento de responsabilidades, así como el diálogo social y la convivencia, todo ello en un horizonte que permitiera dejar atrás la guerra para siempre.
En los cuatro años efectivos de vida que tuvo la Comisión -y a pesar del obstáculo que significó la pandemia- se realizaron 14.000 entrevistas y se establecieron conversaciones con más de 30.000 personas de todos los sectores sociales, regiones, identidades étnicas, experiencias de vida, tanto dentro de nuestras fronteras como fuera de ellas. Adicionalmente, se recibieron más de mil informes de las instituciones públicas, de entidades privadas y de movimientos sociales. Dentro de las limitaciones de tiempo, del contexto político y de salud pública, la escucha de la Comisión fue amplia y plural, asertiva y reparadora. Se activaron conversaciones inéditas entre sectores otrora enemigos, entre víctimas y responsables, entre partes de la sociedad que piensan diferente, y que nunca antes se pudieron encontrar para un diálogo constructivo y sereno.
El proceso de escucha en sí mismo resultó transformador para todos los involucrados en él. Las víctimas de todas las condiciones fueron quienes acudieron mayoritariamente al llamado de la Comisión y para muchas de ellas ese momento se convirtió en la primera vez que una entidad del Estado las trató como ciudadanos sujetos de derechos. También se escuchó a quienes hicieron la guerra: exguerrilleros y exguerrilleras, exparamilitares, oficiales de la fuerza pública, soldados y policías. Se escuchó a los políticos que alentaron, defendieron o condujeron la guerra. A aquellos de la sociedad civil que actuaron como agentes de la violencia de diferentes maneras. A quienes defendieron los derechos humanos, acompañaron a las víctimas y lucharon por la paz en los momentos más duros de la guerra. A testigos y analistas. En realidad, a todas las personas que quisieron hacer parte de este proceso.
Para realizar su trabajo, La Comisión contó con recursos asignados por el Estado colombiano y el gobierno, y un inmenso e invaluable aporte de la comunidad internacional. Esto le permitió tener colaboradores, equipos de trabajo y presencia en todos los departamentos del país, así como personas voluntarias en otros países. Todos ellos entregaron no solo su conocimiento y experiencia sino su curiosidad, sensibilidad y amor profundo por Colombia. A todas estas personas les agradecemos profundamente la mística que pusieron en esta tarea que no hubiese sido posible de otra manera.
Una de las tareas asignadas a la Comisión de la Verdad desde el Acuerdo de Paz es la de entregar un Informe Final que dé cuenta del esclarecimiento de 13 puntos de su mandato, en toda su complejidad, y que recomiende medidas para evitar la repetición de una historia aciaga como la que ha vivido Colombia.
La Comisión adoptó un método de investigación inductivo, es decir, de la escucha y la observación abierta, al análisis y la construcción de conclusiones; a partir de una pregunta macro que orientó la búsqueda de la verdad: por qué a pesar de los múltiples acuerdos y procesos de paz el conflicto armado no logra cerrarse completamente y en cambio se recicla. Posteriormente sistematizó y decantó analíticamente sus hallazgos aunque, hay que reconocerlo, la magnitud de la información recabada y la preexistente en el país, hizo de esta etapa un desafío mayúsculo. Con el tiempo seguramente todo lo visto, escuchado, experimentado y reflexionado se sedimentará para darnos nuevas y más ricas perspectivas a todos los colombianos y colombianas.
Las verdades que los comisionados entregamos al país al finalizar el mandato son un conjunto de verdades históricas, extrajudiciales, complejas y centradas en las víctimas. Consideramos que este Informe Final se suma al conocimiento acumulado que tiene el país respecto a su conflicto. Recoge buena parte de lo producido por el Centro Nacional de Memoria Histórica; la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas; la justicia colombiana e internacional, en especial la justicia transicional; las diversas ONG y en especial las de derechos humanos, las organizaciones de víctimas y la academia; entre otros muchos aportes que desde el libro de La Violencia en Colombia en la década de los sesenta se han hecho alrededor del conflicto armado.
Procuramos alejarnos de las lecturas simplistas y binarias, para escudriñar en el entramado de actores, intereses, objetivos y prácticas que convirtieron la guerra en un escenario diferenciado dependiendo del momento y el lugar. Es importante destacar que de manera muy temprana en el análisis hecho por los comisionados emergió la evidencia de que el conflicto armado en Colombia no se reduce al enfrentamiento entre aparatos armados ni fue una guerra solamente ideológica. La definición del conflicto como un entramado de alianzas, actores e intereses, nos permite observar que las responsabilidades sobre la tragedia que este representa van más allá de quienes empuñaron las armas, y que se extiende como una responsabilidad ética y política -y en algunos casos, una responsabilidad directa- de sectores políticos (de todas las ideologías), económicos, criminales, sociales y culturales. La guerra que dejó más de nueve millones de víctimas tiene responsables directos e indirectos que deben responder por las decisiones que tomaron, pero es también una responsabilidad de todos los colombianos que hoy estamos llamados a construir una manera diferente de vivir no solo en el mismo suelo, sino también en una historia compartida.
El Informe Final de la Comisión de la Verdad contiene una parte importante de esa verdad necesaria para transitar de un pasado traumático a un porvenir civilizado, donde las diferencias se resuelvan en democracia, y se superen los factores de inequidad, corrupción e inhumanidad que nos han condenado una y otra vez a la repetición del conflicto.
El Informe consta de diez volúmenes, incluida una declaración. La declaración es el compendio de las verdades que nos interpelaron y con las que queremos, así mismo, interpelar a Colombia. El volumen de hallazgos y recomendaciones contiene esta declaración, una primera parte con la síntesis de once temas que fueron investigados en profundidad por la Comisión, muchos de ellos ampliamente sustanciados en otros volúmenes de este mismo Informe y en un notable archivo de casos. Estos once documentos se presentan de manera separada, pero en realidad corresponden a una lectura sistémica de lo que han sido las dinámicas del conflicto armado interno. Desde la herida de las víctimas que nos tocan a todos como país, pasando por la democracia, los derechos humanos, las dinámicas de la guerra, el Estado, los territorios, y la cultura. También damos cuenta de lo que se ha comenzado a mover, de ese proceso de reconocimiento de las atrocidades del pasado, para cerrar las heridas y ver con esperanza los nuevos tiempos.
Una segunda parte de este volumen contiene las recomendaciones que la Comisión le propone al país, tanto al Estado como a la sociedad civil, como herramientas para profundizar la construcción de paz y para el buen vivir. Estas fueron construidas en diálogos amplios, plurales y participativos y reflejan la voz de cientos de comunidades de todo el territorio. Pueden considerarse parte del legado que deja la Comisión para alentar los cambios necesarios para no repetir el pasado. El seguimiento y monitoreo a la implementación a este corpus de propuestas lo realizará un comité de siete personas elegidas por los comisionados por su compromiso e idoneidad, quienes han aceptado cumplir esta misión durante los próximos siete años. Para que el trabajo de este comité tenga éxito se necesita una apropiación colectiva de las recomendaciones y una labor especial de la sociedad civil organizada para que, con su incidencia, esas recomendaciones puedan hacerse realidad.
Los demás volúmenes del Informe final no tienen una jerarquía y responden a aspectos específicos del mandato que recibimos del Acuerdo de Paz. El volumen No matarás, es el relato histórico de la guerra, cuya misión es ampliar el contexto de lo ocurrido durante los últimos sesenta años. El volumen Hasta la guerra tiene límites, presenta un exhaustivo y completo panorama de lo que han sido las violaciones de los derechos humanos; las infracciones al derecho internacional humanitario, y las responsabilidades sobre estos hechos. El volumen Colombia adentro está compuesto de catorce documentos que relatan específicamente que ocurrió en las regiones y con el campesinado. El volumen Sufrir la guerra y rehacer la vida revela los impactos sufridos durante la guerra por todas las víctimas, excombatientes, comunidades y la naturaleza. El volumen Cuando los pájaros no cantaban es netamente testimonial y coral. Es una curaduría de voces que van del pasado, al porvenir, pasando por el presente. Hay cuatro volúmenes cuyo aporte específico es hacer visibles los impactos que tuvo el conflicto en sectores y grupos humanos que sufrieron de manera diferenciada la guerra y que suelen ser poco visibles en las políticas públicas, incluso las que se diseñan para implementar la paz. El volumen étnico es un aporte a la verdad de los pueblos indígenas, afrodescendientes, negros, raizales, palenqueros y rrom, y se ocupa de lo ocurrido durante el conflicto armado interno en clave histórica. El volumen Mi cuerpo es mi verdad hace visible la experiencia de las mujeres y de las personas LGTBIQ+ en los distintos momentos de la guerra y, en particular, las violencias sexuales enfrentadas. El volumen No es un mal menor recoge la experiencia de los niños, niñas y adolescentes. El volumen la Colombia fuera de Colombia es un trabajo pionero en hacer visible al millón de personas exiliadas en virtud del conflicto armado interno.
Estos volúmenes no agotan la noción de Informe Final. Este no pretende ser un ejercicio académico para engrosar las bibliotecas sino un ejercicio vivo, un proceso social, político y cultural de debate democrático sobre el pasado y la transformación del presente, sin pretensión de convertir estos textos en una «verdad oficial». Dejamos para el país el Informe como un hito importante de la reflexión sobre el pasado que hace esa sociedad que mira al futuro con esperanza.
El Legado es mucho más que este informe. La Comisión deja una plataforma transmedia donde se incluyen los mismos contenidos escritos y otras muchas experiencias en otros lenguajes y formatos como documentales, expresiones artísticas y diálogos sociales que desarrollan y enriquecen aún más la experiencia de la verdad. Cada volumen tiene su correlato digital. Pero la plataforma también es mucho más. Recoge la memoria de la Comisión: todos los reconocimientos, el diálogo social, las contribuciones públicas a la verdad. También deja para el público el más completo sistema de información sobre el conflicto armado interno que hay en Colombia. Allí reposa todo lo producido por esta institución y sus aliados.
La Comisión de la Verdad es un acontecimiento que no finaliza con la entrega del Informe ni con el cumplimiento del mandato de la institución y de sus comisionados. El acontecimiento continúa, porque la verdad es una construcción colectiva, plural, histórica, conflictiva y apasionante. La Comisión de la Verdad no es un puerto de llegada, sino uno de salida, para un viaje que lleve a la transformación que se necesita, para que ese Nunca más, no sea un deseo bien intencionado sino una política y compromiso nacional. Dejamos pues nuestro aporte para que el proceso continúe y se lo apropien esta generación y las venideras. Este es el grano de arena que la Comisión y todo su equipo de trabajo entregamos para que nuestros hijos, nietos y todas las futuras generaciones no repitan la historia de sangre y dolor que se nos han encargado reconstruir. Hay futuro porque ha llegado la hora de la verdad.
I. HALLAZGOS
1. LA COLOMBIA HERIDA
Pido la palabra a quien quiera escuchar, para alzar mi voz en medio de tanto miedo, miedo que llevo tatuado aquí en mi cuerpo, miedo a ser olvidada y olvidar. Eres como el viento que viene y que va, llevas un dolor profundo en tu vivir, soy tu vientre, soy tu arrullo, soy tu abrigo, tu primer latido, yo soy tu raíz... Vuelve a jugar con la lluvia, vuelve, para tejer conmigo un puente, un puente de esperanza[3]
Colombia ha vivido una guerra por cerca de 60 años de la que está en el camino de salida, pero que, a pesar del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, se niega a ser parte del pasado. Las víctimas del país y el propio trabajo de la Comisión reivindican el derecho a la verdad en su apuesta por la paz. Durante estas décadas se han acumulado hechos de violencia, estados de sitio, torturas, secuestros y masacres que inundaron de sangre los campos y la conciencia colectiva. Todo ello conforma una historia fragmentada que buena parte de la sociedad ha vivido como si fuera de otros, o en la que el otro se convirtió en un enemigo para eliminar, no en un adversario con el cual dialogar o negociar.
Las muchas formas en que esta eliminación del otro tomó el espacio de la política y de la vida campesina, de la organización comunitaria o del futuro para las nuevas generaciones han supuesto históricamente un trauma colectivo que acumula capas de experiencia, dolor y resistencias; el trauma colectivo de la guerra y sus consecuencias con carácter repetitivo y acumulativo, que genera una afectación transmitida entre generaciones, a través de memorias y silencios de lo sucedido, hasta constituir la identidad de un país que trata en varios momentos de construir una paz que se quedó hasta ahora en procesos fragmentados y nuevos ciclos de violencia.
Esta dimensión de catástrofe social, en la que muchas veces los vecinos o incluso familiares han sido vistos como opositores o enemigos, no se ha integrado en una visión de país compartida. En las últimas décadas, mientras la guerra se agudizó, la desprotección de millones de personas aumentó, la desigualdad, la exclusión y la discriminación se convirtieron cada vez más en un abismo, pero buena parte de la sociedad y la economía del país siguieron adelante como si nada pasara. Más aún, el mantenimiento de la guerra y su impacto social naturalizaron el uso de la violencia en las relaciones interpersonales de la vida cotidiana. Se amplió la brecha que separa las fuerzas políticas y sus seguidores, y una realidad rica en matices y colores -como la colombiana- se convirtió en una caricatura de sí misma al revestirla de una visión dualista de buenos y malos, de amigos y enemigos.
El sufrimiento emocional, la rabia por el atentado o la tortura, la vergüenza por la violencia sexual o la tristeza profunda, que incluso ha llevado a ideas suicidas y al uso de sustancias psicoactivas para tratar de olvidar son capítulos de una historia ya vivida. La rabia y el enojo social, la naturalización de la violencia o la desconfianza. El impacto no solo en los hechos, sino también en las creencias y en la cultura que penetró en la forma de ser y reaccionar de buena parte de la población. Las divisiones políticas y las actitudes ante la violencia han llevado a la sociedad a una visión dualista, en lugar de una Colombia incluyente. El país cuenta con una enorme riqueza de prácticas de resistencia, de movimientos sociales, campesinos, étnicos y de derechos humanos y con la pujanza de sus gentes, pero la población civil ha sido la mayor víctima de la guerra que ha debilitado la capacidad de la sociedad colombiana para hacer frente a la exclusión y a la guerra. El impacto de esta herida es parte de lo que se necesita cicatrizar, pero también ha sido un factor de persistencia, pese a la habilidad de resistir de la gente.
Muchas familias y comunidades han vivido durante décadas en medio del miedo: a hablar, a sufrir más violencia por denunciar, al señalamiento como guerrilleros o a la criminalización, a no tener respuestas sociales o del Estado, a ser señalados como «sapos» o «colaboradores». El negacionismo de la violencia ejercida ha hecho que esta se mantenga. Colombia ha construido memorias defensivas en las que las personas tienden a valorar o reconocer las violaciones de derechos humanos del grupo con el que se identifican y no de los que consideran contrarios, del otro lado, opositores. El nivel de terror vivido en la guerra fue posible por la deshumanización, las víctimas fueron convertidas en objeto de desprecio. Las acciones de sevicia y crueldad indiscriminadas o selectivas contra la población civil, que se dieron desde la época de La Violencia y se agudizaron en el conflicto armado, han tenido un objetivo instrumental de eliminar al otro, pero también simbólico, al paralizar las actividades y movimientos colectivos. A ellas cabría añadir una de especial alcance: la desconexión moral respecto a las víctimas que se consideran y se perciben como ajenas; la falta de empatía con ese dolor es parte de lo que Colombia necesita transformar, como una energía para la construcción de la paz.
Muchos de estos impactos, aunque a veces denunciados, han sido invisibilizados como hechos silentes y alimentan la guerra. Dada su reiteración, aumenta la insensibilidad por el sufrimiento ajeno. En contextos de arraigada y prolongada violencia colectiva como en Colombia, el desapego emocional y la desensibilización son consecuencias psicológicas que a todos nos afectan. Miles de niños, niñas y adolescentes han resultado huérfanos por la guerra, han sido testigos de hechos atroces o han vivido ataques a su propia cotidianidad en sus comunidades, en la escuela, atentados contra sus maestros o la pérdida de posibilidades de educación. También han sido involucrados en la guerra por las diferentes partes y reclutados por grupos armados ilegales. Se estima que entre 26.900 y 35.641 niños, niñas y adolescentes fueron reclutados en el periodo 1986-2017. Han tenido que enfrentar el impacto emocional y en su propio desarrollo de socializarse en la guerra, sin familiares ni vínculos afectivos determinantes para la construcción de su personalidad, o se han visto violentados por la desprotección del Estado. La falta de futuro es un impacto dramático y, a la vez, invisible en esa niñez afectada por la guerra.
Desde hace décadas, la sociedad civil se ha movilizado para lograr la paz y superar las condiciones de exclusión social y violencia. Esos esfuerzos han pasado por la participación en movimientos sociales, la lucha por la tierra del movimiento campesino, los reclamos de comunidades afrodescendientes e indígenas por su cultura y territorio, la lucha de las mujeres por una salida política al conflicto, la papeleta por la paz de los jóvenes repartida por las calles o impresa en periódicos para votar pidiendo una nueva constitución en 1990. Muchos miembros del aparato del Estado han defendido a la población, periodistas y funcionarios han llevado a cabo investigaciones de casos graves de violaciones de derechos humanos y del DIH, aun a costa de sus vidas. Sin embargo, la paz ha sido esquiva, y cada nuevo ciclo de la guerra ha distanciado las expectativas por tomarla entre las manos. La impunidad frente a tantos hechos atroces que se mantiene en el tiempo también causa impacto, no solo en las víctimas del conflicto armado, sino, además, en las representaciones y actitudes sociales de la ciudadanía frente al poder y en la pérdida del sentido de justicia. Este es apenas un boceto del tamaño de la herida.
La enorme capacidad de la gente en Colombia es lo que ha impedido que la tragedia ocasionada por el conflicto armado alcance mayores dimensiones o se convierta en una sociedad fallida. Estas heridas, además de la necesidad de elaboración individual y familiar, necesitan curarse en el marco del reconocimiento social de este desastre y de la reconstrucción de las relaciones éticas entre las personas, hasta que ninguna causa esté por encima de la vida y de la dignidad de todo ser humano. La escucha profunda realizada por la Comisión de la Verdad, que ha permitido ampliar el entendimiento de las implicaciones en el conflicto armado, se constituye en un paso hacia esa transformación.
1.1. Acercarnos a la experiencia de las víctimas
Este informe de la Comisión de la Verdad de Colombia comienza hablando de las víctimas y del impacto de la guerra en la sociedad. No lo hace desde el análisis histórico ni de otros aspectos que son profundamente relevantes y que entran en nuestro mandato. Lo hace desde la consideración de que reconocer este impacto y el respeto por la vida humana son el punto de partida para cualquier proceso de reconstrucción, diálogo social y propuesta de transformación.
1.1.1. Un impacto masivo e intolerable
El impacto acumulado de la violencia y sus profundas consecuencias en la sociedad colombiana durante décadas no frenaron la guerra. Durante mucho tiempo las víctimas fueron negadas o justificadas como consecuencia inevitable de los enfrentamientos armados entre grupos opuestos. Mientras tanto, la presencia del Estado brilló por su ausencia en muchos de los territorios en conflicto, y la sociedad civil, sobre todo la que habitaba en los núcleos urbanos, parecía mantenerse al margen de algo que sucedía fuera de sus fronteras.
En los comienzos de los años sesenta, se trataba de salir de un régimen excluyente dominado por las élites tradicionales, en una enconada lucha por el poder político y la propiedad de la tierra que tuvieron un papel decisivo en el estallido del conflicto. A pesar de los sucesivos intentos de alcanzar la paz, la voraz dinámica de la guerra extendió de manera indiscriminada su llama de violencia hasta los últimos rincones del país, cebándose de manera especial con la población campesina. De hecho, más del 90 % de las víctimas pertenecen a la población civil. Detrás de las más de mil masacres, millones de desplazamientos forzados y exilios, decenas de miles de secuestros y torturas o más de cien mil desaparecidos, hay historias rotas de personas, familias y comunidades cuyas experiencias no tienen cabida en las estadísticas del terror. Los diferentes grupos armados - -paramilitares, guerrillas, Fuerzas Armadas y Policía-, actuando frecuentemente por medio de estructuras y alianzas políticas, en muchas ocasiones en colaboración con sectores económicos y amparándose frecuentemente en la impunidad, son los máximos responsables de estos hechos. No solo se trata de la acción directa en los hechos e historias que aquí se narran, sino también en los contextos que hicieron todo esto posible.
Esta guerra no ha sido solo entre grupos armados, sino de entramados y aparatos políticos y económicos, donde se incluyen actores no armados, como civiles, sectores de la sociedad y grupos que participaron en la guerra, dinámicas del poder y en la disputa por la tierra. Mientras Colombia trataba de abrir espacios para la democracia -elecciones municipales de los años ochenta y Constitución de 1991-, y se daban procesos de paz con algunos grupos, arreciaba la guerra con otros. Los diferentes actores alentaron una dinámica de violencia que basó su imperio en el despojo a la población civil y en territorios convertidos en objetivos disputa armada y llevaron a una reconfiguración del poder local. Debajo de la parte más visible de la guerra ha habido una profunda conflictividad social que no siempre se ha dejado ver o que se ha criminalizado como si fuera parte del conflicto armado.
Más allá de la confrontación para ganar control del conflicto, la lucha por el territorio no solo ha tenido un propósito insurgente o contrainsurgente, sino que también se ha mezclado con el narcotráfico, el blanqueo de capitales y en algunos territorios, con proyectos económicos y extractivos. El despojo de tierras asociado al desplazamiento forzado ha llevado a la pérdida de modos de vida, procesos organizativos y producción agraria tradicional con el consiguiente aumento de la desigualdad y la precarización. Se calcula que, en el contexto del conflicto armado, 8 millones de hectáreas han sido despojadas de forma violenta. De acuerdo con la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, 32.812 personas[4] han declarado haber sido despojadas de sus tierras y 132.743 han declarado pérdida de bienes muebles o inmuebles asociada al conflicto armado[5]. En el mismo sentido, la Unidad de Restitución de Tierras reporta que, a corte del 31 de mayo de 2022, se habían radicado 17.543 demandas de restitución de tierras individuales ante instancias judiciales, para un total de 30.331 solicitudes por parte de las víctimas en todo el país[6].
Conforme el conflicto armado se agudizó y numerosos territorios se convirtieron en zonas de disputa entre la insurgencia y la contrainsurgencia, cada vez fue más difícil, en esos lugares, declararse población civil no involucrada. La constricción comunitaria se convirtió en una forma de presionar a líderes y comunidades, de criminalizar y estigmatizar a movimientos sociales. También fue más difícil mantener los espacios civiles, las luchas y sus propios proyectos o autonomías por fuera del conflicto armado, como lo mostraron las valientes experiencias de las Comunidades de Paz en Urabá, la Guardia Indígena en el Cauca o las experiencias comunitarias apoyadas en muchos casos por sectores importantes de las iglesias como una forma de resistencia a la guerra y protección de la población civil. Numerosos procesos organizativos de comunidades étnicas y campesinas, de sindicatos y de organizaciones sociales trataron de mantener su autonomía y demandas sociales, aunque por ello fueron frecuentemente perseguidos o señalados.
El conflicto tapó todo, fue utilizado para ocultar esos problemas o convirtió la conflictividad social subyacente, las luchas por los derechos económicos, sociales y ambientales o la propia construcción de paz, en actividades sospechosas, sometiendo a sus protagonistas a las lógicas del enemigo. Evidenciar esta conflictividad social y afrontarla desde parámetros democráticos sigue siendo una asignatura pendiente en Colombia. En esos casos, las personas y comunidades se vieron obligadas a colaborar con alguno de los grupos armados o fueron señaladas por conductas que se consideraban de apoyo al otro, aunque estuvieran motivadas por el miedo y la coacción.
Casi ninguna familia extensa colombiana ha escapado del dolor, y los impactos en sus vidas no se acaban, sino que comienzan con los hechos, prolongan sus secuelas. Las consecuencias negativas han provocado la ruptura de planes de vida durante décadas. Sin embargo, a pesar de que el impacto colectivo muestra que Colombia ha tenido pérdidas incalculables debido al enorme costo en vidas humanas y sueños colectivos, la guerra ha resultado beneficiosa para otros sectores, que acumularon tierra y propiedades, se han enriquecido con el despojo y las economías ligadas al conflicto armado y al narcotráfico o han ganado poder político. Así lo cuenta un joven, cuya biografía está cruzada por todas las contradicciones de la guerra, y que tuvo que crecer en el exilio:
«En muchos casos, haber sobrevivido físicamente no basta, hay gente que sigue metida, por todos los motivos que pueda haber, en una dinámica de guerra, en alimentar el conflicto y la violencia, por eso te digo, yo creo que víctimas somos todos, menos los que tienen interés o ganan de la guerra, que no quiere decir los que participan, sino los que tienen interés y ganan de ella»[7].
El conflicto armado supone una afectación directa al menos para el 20 % de la población colombiana que resultó víctima, lo que muestra un impacto masivo con consecuencias a largo plazo. En el conjunto de los testimonios de todo tipo de hechos y responsables de la violencia recogidos por la Comisión, las personas hablaron en general de dos o tres hechos de violencia que marcaron sus vidas de manera irreversible.
En el 42 % de los casos recogidos por la Comisión, las personas fueron víctimas de distintos hechos en varios momentos e, incluso, por diferentes grupos armados; el 20 % de las víctimas reportaron más de un perpetrador, mostrando cómo especialmente la agudización del conflicto armado llevó a la extensión del impacto en el que la población se convirtió en el objetivo y los motivos de la violencia se cruzaron muchas veces en la biografía de una misma persona y su familia.
Pero el impacto no ha sido igual ni ha llevado a generalizar el efecto sufriente sobre toda la población. La población campesina y la urbana empobrecida, los pueblos étnicos, las mujeres de sectores populares y los niños, niñas y jóvenes en áreas rurales o urbanas marginalizadas han sido los más afectados por un conflicto armado, en el que tener control sobre la población civil y el territorio se convirtió en objetivo central de la guerra[8].
El cansancio del conflicto armado, de los procesos de paz fragmentados o frustrados, de la repetición de ciclos de violencia que volvían como un mal sueño de promesas incumplidas o de discursos que ampararon la continuación de la guerra originó un estado de apatía e indiferencia en un sector de la sociedad. Mientras los discursos triunfalistas de una parte del Estado llegaron acompañados de corrupción o negación de su responsabilidad, y las proclamas de las guerrillas, con una violencia contra otros sectores económicos o políticos considerados también como enemigos, el descrédito hacia todos llevó a la desconfianza en un futuro compartido en Colombia. Frente a esa Colombia que cuenta social y políticamente, la más excluida -la Colombia rural y empobrecida, la de los pueblos étnicos y el mundo campesino-, ha sido vista solo como una fuente de recursos que se pueden explotar o de tierra que acumular, sin ser tenida en cuenta en un proyecto incluyente de país.
Una buena parte de la sociedad colombiana ha dado un paso adelante tratando de defender sus proyectos de vida, resistir a la guerra, luchar por sus derechos, hacer avanzar la democracia. La lucha contra la impunidad ha sido una demanda histórica en Colombia desde hace 60 años y, sin embargo, los casos relacionados con el conflicto armado han ido acumulándose cada vez más, y los mecanismos para enfrentarla, si bien en muchos casos han sido valientes, se han visto obstaculizados y no han sido efectivos. Muchas víctimas que llegaron a dar su testimonio a la Comisión lo hicieron porque hacerlo era una contribución a la paz y un aporte a la convivencia, pero al tiempo mostraban un profundo sentido de impotencia del que trataban de desprenderse.
«A todo el que pide, o sea, que reclame las necesidades de los campesinos, o que reclame la verdad o la justicia, lo callan de esa manera. Siempre el Estado ha hecho eso, y no es de ahorita que lo esté haciendo, sino que prácticamente eso ha venido existiendo desde muchos años atrás. Entonces eso era lo que yo quería relatar, que no solo las víctimas vienen ocurriendo de las FARC ni de nada, sino que los victimarios también son el mismo Estado y desde hace muchos años viene sucediendo eso, y son cosas que no se han esclarecido y están allá en la impunidad desde hace muchos años»[9].
1.1.2 La dignidad y la centralidad de las víctimas
Los valores como sociedad se fueron debilitando como consecuencia de una violencia persistente que lastimó lo más profundo de la dignidad y de la humanidad de las víctimas. Durante muchos años, las víctimas fueron poco consideradas, muchas veces solo defendidas por organizaciones de derechos humanos o sectores de las iglesias. Desde las víctimas de tortura en los años del Estatuto de Seguridad, o del secuestro de las guerrillas desde esa época, hasta las víctimas pertenecientes a movimientos políticos como la Unión Patriótica y otros grupos de oposición, durante décadas las víctimas no han sido visibles para el país. Solo a partir de las movilizaciones contra el secuestro o las demandas del Movimiento de Crímenes de Estado (Movice) y los procesos ante la justicia interna y el sistema interamericano empezaron a plantearse demandas de reconocimiento y reparación. Especialmente a partir del proceso de Justicia y Paz, las víctimas se presentaron a las audiencias públicas, empezaron a organizarse y salir del ostracismo y el miedo. Una multitud de grupos e iniciativas sociales, de comunidades e incluso algunas alcaldías empezaron a incorporar demandas de las víctimas y a abrir espacios de reconocimiento.
En los últimos años se han logrado avances en la legislación sobre reparación a las víctimas, actos e investigaciones de memoria -como los llevados inicialmente a cabo por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH)- y una corriente nacional e internacional que acompaña estos esfuerzos de las víctimas y las respuestas de algunas instituciones. También las víctimas han empujado los efectos democratizadores de la justicia, a través de derechos de petición o declaraciones de estados de inconstitucionalidad de pueblos étnicos, población desplazada u otros, y en algunos pocos casos[10] han logrado sentencias y respuestas administrativas del Estado para indemnizar económicamente a algunas víctimas, especialmente a partir de la aprobación de la Ley 1448 de víctimas y restitución de tierras. Haber creado la Comisión en el contexto del acuerdo de paz, en el que también participaron por primera vez las víctimas, es un logro de esas luchas. Sin embargo, persiste una enorme deuda interna de una guerra que extendió el sufrimiento colectivo hasta el desprecio máximo por la dignidad y la condición humanas.
En el trabajo adelantado por la Comisión, como parte de su tarea de contribuir al reconocimiento hacia las víctimas, la justicia ha sido vista no solo como una sanción penal, sino como reconocimiento de responsabilidades por parte de los actores que hicieron parte de la guerra. La contribución a la verdad desde el lado de los responsables, aunque a veces genera también ambivalencia y exigencia de más información sobre los hechos, ha contribuido también a un esclarecimiento de la verdad que mitiga en parte el dolor ocasionado y ayuda a la no repetición, en la medida en que los hechos son conocidos, los responsables pueden dar la cara frente a la sociedad y el país puede tomar medidas para desmantelar los dispositivos y mecanismos que lo han hecho posible y se afronten de manera pacífica sus causas.
«Ya después analizando todo lo que se había hecho, el tiempo que se transcurrió privado de la libertad, tener ese tiempo para reflexionar todos los días, para usted poder decir: “¡Hombre!, yo por qué me dejé guiar por donde no era, por qué yo me dejé convencer o...”. Me dejé, digamos, enredar en todo esto y en algún momento pude haber dicho no. Pero ya a lo hecho, pecho, como se dice, y no queda más sino como hombre, como ser humano, como padre, como hijo, como hermano, tratar de decirles a las personas que les hicimos tanto daño y todo ese terror que se les sembró, decirles “¡Hombre!, acá estoy”, no con el ánimo de ofender, sino más con el ánimo de aportar algo que ellos quieren saber y es mi forma de reparar un poquito ese daño»[11].
Re-conocer ha sido un espacio para el que nunca hubo posibilidades ni tiempo, en el que hoy, con la actuación decidida de las víctimas, es una oportunidad de depositar su dolor fuera de sí mismas, en el lugar que corresponde frente a los responsables, hacer las preguntas que han tenido muchas veces guardadas durante décadas y suspendidas en el tiempo, atravesar de nuevo ese dolor y valorar el proceso vivido como un punto de inflexión en sus vidas y en la del país. La guerra tiene una causa social y política, pero hay pocos espacios sociales de reconstrucción, porque, a veces, hablar resulta peligroso, porque se necesita un marco de sentido, porque a veces no se han dado las circunstancias para hacerlo de manera abierta o, en otros casos, porque no hay claridad respecto a su utilidad de cara a la no repetición. En muchos de los primeros encuentros organizados por la Comisión, escuchamos una demanda común de bastantes víctimas: «No queremos una verdad que cuente casos solamente, queremos, sobre todo, una verdad que explique por qué».
La Comisión no solo ha escuchado más de 14.000 testimonios de víctimas, testigos y responsables, también activó un gran diálogo con cerca de 30.000 personas que participaron en reuniones, talleres, actos de reconocimiento, encuentros privados y numerosas actividades públicas, como Encuentros por la Verdad, en la convicción de que los traumas se pueden empezar a curar con la palabra y otras formas de expresión que puedan ocupar el espacio del silencio impuesto o cruzar las barreras al otro lado del dolor y el sufrimiento.
Muchas víctimas de un determinado grupo al margen de la ley han sido capaces de hablar con víctimas de otros grupos, de escuchar y dialogar con responsables de las FARC-EP, de grupos paramilitares o de miembros del Ejército. Mientras, otra parte del Estado y de la sociedad siguen instalados en la negación de estas realidades o mantienen su propia versión cerrada de la historia, sin dejarse tocar por esta movilización colectiva. En todo esto, la superación de los estigmas del otro, el juicio descalificativo sobre distintas posiciones políticas o el señalamiento frente a quien se considera adversario y hasta enemigo, siguen alojados como obstáculos que deben superarse en el camino que hay por recorrer. Parte del proceso de cambio que necesita Colombia pasa no solo por las víctimas y los responsables, sino por los líderes políticos y sociales, así como por las instituciones que tienen que apoyar e impulsar los cambios.
El reconocimiento de las víctimas y la validación social de su sufrimiento, así como el reconocimiento de las responsabilidades por parte de quienes, de una u otra forma han participado en el conflicto, son pasos fundamentales para avanzar hacia el esclarecimiento de la verdad y la creación de condiciones estructurales para la convivencia y la no repetición. Y para superar algo que le dijo a la Comisión una comerciante de Medellín exiliada en Chile: «La víctima tiene que convencer al otro de que su verdad vale la pena». Si bien ese proceso no empezó con la Comisión, sino cuando las víctimas se negaron al olvido, se han ido activando distintas formas de participación: se ha convocado a víctimas, responsables, organizaciones y diversos sectores de la sociedad a construir procesos de reconocimiento en torno a distintos hechos que tuvieron lugar en el marco del conflicto armado y que han lacerado la dignidad de las víctimas y lesionando valores profundos de la sociedad.
«Cuando nosotros estábamos en armas, no alcanzamos a comprender esas consecuencias porque no las habíamos vivido. Pero hoy, que nosotros ya no estamos en armas, en un proceso de ya tres años, somos conscientes de la afectación que causamos cuando cultivamos una mata, cuando sabemos lo que es producir, lo que es trabajar, hoy somos conscientes. [...] Hoy tenemos la capacidad de reconocerlo, porque qué día que pasaba por Caldono, estaban hostigando y vaya vea lo que uno siente cuando no se puede proteger, cuando uno no lleva un arma y eso que siente la gente no lo dimensionamos»[12].
Las continuas pérdidas de vidas, de vínculos y redes sociales, de personas significativas para sus familias, de liderazgos clave para el país han creado continuos procesos de duelo, muchas veces fragmentados porque ni siquiera hubo tiempo para expresar el dolor o recordar a los muertos en su momento, o porque no hubo reconocimiento de los hechos que pueda ayudar a la comprensión y asimilación de lo ocurrido. Muchas veces eso ha pasado a formar parte, como algo normalizado, del imaginario colectivo limitando con ello la capacidad para recuperarse. Los testimonios, los trabajos grupales y con colectivos sociales y los Encuentros por la Verdad también han supuesto la oportunidad de hacer esos procesos para los que nunca hubo tiempo y han activado conversaciones familiares y grupales sobre lo que se iba a decir, sobre lo que surgió, sobre lo que se movilizó.
La prolongación de la guerra durante décadas ha llevado a una acumulación de hechos que no se detiene. A todo eso se le sumaron otros periodos de violencia, así como nuevas muertes y desapariciones. Para los familiares de desaparecidos, esos procesos de duelo fueron aplazados y se han visto bloqueados por la falta de verdad, de conocer cuál fue el destino y paradero de sus seres queridos, de recuperarlos, de saber la verdad sobre lo que pasó y de sus responsables, lo que las dejó suspendidas en el tiempo. Simultáneamente se llevaban a cabo movilizaciones para reivindicar justicia o permanecían en silencio en sus casas, manteniendo el plato y el lugar en la mesa familiar por si el desaparecido un día volvía. Para muchos niños y niñas que perdieron a sus padres o madres, todo ello ha supuesto enormes dificultades de hablar de lo sucedido, de reivindicar una imagen positiva de su familiar, de disponer del necesario apoyo para rehacer sus vidas.
En la escucha realizada por la Comisión de la Verdad a víctimas, responsables y otros sectores, se asoman señales de esperanza que contribuyen a avanzar en el duelo colectivo, a descubrir y comprender nuevas realidades y a reconocer en ellas las humanidades negadas. Esto es posible si los distintos sectores de la sociedad se conmueven y se conduelen con lo ocurrido y sus consecuencias, se apropian de esta realidad como parte de su identidad y no desde la distancia emocional que los ha acompañado durante décadas. La centralidad de las víctimas no consiste en darles la razón, sino en afianzar su escucha y reconocer tanto la injusticia de lo vivido, como sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación. Una política no solo para las víctimas, sino con ellas.
1.1.3. Humanización y formas de resistencia
Paralelo a esta lógica, la resistencia de las víctimas y las historias de su sobrevivencia deben ser el punto de partida, ya que sobre todo ellas saben qué implica el desafío de reconstruirse una y otra vez. Estas reflexiones son compartidas por una víctima de la Unión Patriótica (UP):
«La historia de las personas y de las organizaciones ha sido un permanente proceso de reconstrucción de su vida. Es decir, paralelamente a esa historia de crímenes, violaciones y violencias sufridas, uno encuentra que la vida de la gente ha sido una permanente reconstrucción. Hay organizaciones que tienen hoy nombres distintos, pero que son digamos la reconstrucción de la organización que fue eliminada antes»[13].
Esta resistencia se ha dado a partir de la acción política, que se refleja en la exigencia por el respeto a la defensa de los derechos humanos. Este proceso ha sido fundamental para que las personas se hagan conscientes de que, si bien la violencia las trató con desprecio por la vida, son sujetos de derechos, y esto ha llevado a reivindicar una imagen positiva de sí mismas y una autoestima que revaloriza su identidad. También ha fortalecido los procesos grupales de buscar explicaciones que van más allá de lo inmediato, para comprender sus experiencias y el contexto que originó su situación, y muchas veces las ha llevado a organizarse con otras personas que han vivido situaciones similares. Estos pasos han significado ir del sufrimiento a la reivindicación, para mitigar el dolor. Han posibilitado la creación de vínculos para reforzar la identificación mutua como una energía transformadora («lo que te pasó a ti, también me pasó a mi») y superar las frecuentes ideas negativas o estereotipos sobre las víctimas que se imponen socialmente. En el encuentro con otras víctimas las personas han podido luchar contra el aislamiento y los sentimientos de soledad, compartir experiencias y romper el silencio, al igual que comprender los diferentes ritmos de cada persona para elaborar lo sucedido, lo cual representa desafíos para los procesos colectivos.
Asumir un rol social o político ha sido una forma de responsabilidad ética que logra que cada acción desarrollada se dirija a la defensa de la vida, la de sus familiares y comunidades. En los numerosos encuentros y testimonios recogidos, la Comisión ha sido testigo de estos aportes a la rehumanización de la vida. Pero también supone asumir el riesgo de ser señalados o estigmatizados como colectivos, tener el valor de enfrentar sus propios miedos a las represalias o consecuencias propias de un contexto atravesado por la violencia armada que puede dirigirse contra quienes se atreven a transgredir los códigos del silencio, la indiferencia y el sálvense quien pueda que se han impuesto en estos escenarios, porque para los perpetradores impunes estas víctimas son una amenaza que hay que eliminar, y para el resto de la sociedad, muchas veces, algo de lo que se quiere evitar hablar o ver.
Las víctimas y los sobrevivientes en Colombia son un claro ejemplo para la sociedad de que la resistencia persiste. Sus testimonios son lecciones morales sobre la exigencia de la no repetición. Rodear a los líderes sociales y reconocer el valor de su labor son claves para la reconstrucción del tejido debilitado que tenemos como país.
«Estoy ahí en esa lucha, luchando por los derechos de las mujeres, pero también a la vez con otras mujeres de otros movimientos que, en el Parque de Berrío, a fin de mes, también hacen incidencia por todas esas niñas, y esos niños, y esas mujeres que matan, violan, que desaparecen. Entonces, yo veo que somos las mujeres las que paso a paso estamos transformando este país»[14].
Enfrentar los impactos del conflicto armado reivindica la memoria para dignificar su legado. Con ello, las víctimas y sus familiares han podido exigir saber la verdad de lo sucedido para buscar en colectivo un indicio, alguna respuesta sobre los porqués de lo acontecido; esto impulsa a los familiares a salir en cada jornada de conmemoración o fechas emblemáticas para las víctimas. Es la necesidad de reivindicar a las personas que ya no están físicamente, pero que siguen vivas en el corazón, como una forma de restablecer el buen nombre y las historias de vida que fueron truncadas. Negarse a olvidar es el primer acto de resistencia que ha concebido construir en la memoria una apuesta política personal y colectiva para las víctimas.
La integración de las víctimas en colectivos conformados por familiares o miembros de una comunidad ha posicionado en las últimas décadas los espacios para el encuentro de experiencias individuales o familiares que, al ser narradas en colectivo, adquieren el potencial político que alimenta los procesos de resistencia. Incluso en los peores escenarios, tanto los líderes como muchas mujeres de las comunidades llevaron adelante la interlocución con guerrillas, paramilitares o fuerza pública para exigirles respeto a la población civil, para impedir el reclutamiento de hijos e hijas, para recuperar los cuerpos tirados en quebradas o ríos, para exigir el derecho a la autodeterminación de la población civil en el conflicto armado. A su vez, esto se ha empleado en el marco de la soberanía de los cabildos indígenas, los consejos comunitarios afrodescendientes y las comunidades campesinas para defender su autonomía y pervivencia en el territorio.
Valores como la solidaridad y la fraternidad se fortalecieron en distintos sectores o en pequeños gestos personales en medio de la guerra y permitieron que las personas y las comunidades sobrevivieran ante las graves violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH), como soporte de sus propios vínculos. La representación está en las organizaciones, en las personas que acompañan procesos o asumen un liderazgo en defensa de los derechos humanos, o se comprometen con la transformación social, espacios en los que la solidaridad ha sido un valor que moviliza convicciones, apuestas y sueños en común.
La Comisión también ha sido testigo de esos instantes de surgimiento de la capacidad de apoyo mutuo, favorecida por la identificación con el dolor del otro, donde, mediante la empatía, se construye en colectivo. Esta es, quizá, una de las características de la base del trabajo gestado por las víctimas, como un aporte no solo a sus procesos y a su apoyo mutuo, sino una forma de memoria y verdad para la sociedad. La empatía es esa energía transformadora que las víctimas reclaman y enseñan. La mayor parte de las víctimas han mostrado en diferentes momentos del país su generosidad y fortaleza, una lección de resistencia y de humanidad para la sociedad. Los más de mil informes que las organizaciones sociales han entregado a la Comisión, su participación activa en encuentros de reconocimiento y procesos de convivencia y la producción artística de comunidades y etnias constituyen el legado que la Comisión deja al país en el reconocimiento de su protagonismo y el fortalecimiento de estos procesos, en sus recomendaciones para el futuro que Colombia necesita para dejar atrás la guerra.
1.2. Sobre la Colombia herida y los impactos en la vida cotidiana
1.2.1 Traumas colectivos: huellas de dolor en la identidad del país
El conflicto armado no solo ha afectado a millones de víctimas y sus familias, dañadas por intensas y dolorosas experiencias de violencia. También, como sociedad, Colombia se ha visto afectada por hechos traumáticos que marcan su historia y dejan profundas consecuencias. En el periodo comprendido entre 1996 y 2008, la agudización de la guerra y la violencia contra la población civil y los territorios se extendió por el país, generando aproximadamente el 75 % de las víctimas del conflicto armado según registros oficiales. La violencia indiscriminada y la propia degradación del conflicto conllevaron no solo a la extensión del miedo, el odio o las retaliaciones, sino también una relación cada vez más estrecha de la violencia política con el crimen organizado en busca de sus propios objetivos.
Los traumas colectivos son acontecimientos violentos que dejan marcas indelebles en la conciencia y en la memoria colectiva, en la historia de un pueblo, en su identidad y sentimiento de pertenencia común, hasta llegar a modificar su manera de ser y estar en el mundo y decidir su destino, por lo que se hace necesario actuar desde distintos puntos de vista sobre esas extremas experiencias y superar las fracturas a las que han dado lugar. Si bien las experiencias de violencia marcan un antes y un después en la continuidad de las vidas de las víctimas, también hay hechos que marcan la historia nacional o de determinados grupos sociales. El trauma social alude a la huella que ciertos procesos o hechos históricos dejan en la totalidad de las poblaciones afectadas[15], con una particularidad digna de ser recordada: se trata de una experiencia compartida que tiene su origen en el desorden y las disfunciones sociales causadas por la pobreza, la desigualdad, la injusticia social, la corrupción política, etc., cuyo impacto va más allá del meramente personal.
Cuando la violencia no es algo que llega de afuera, sino que se da en las propias comunidades por parte de personas pertenecientes a los grupos en conflicto; cuando la guerra no se da en un campo de batalla, sino en los escenarios y territorios de la vida cotidiana, en los ríos, ciénagas, manglares o quebradas que pertenecen al paisaje diario, el impacto traumático marca, además de lo vivido en el pasado, un presente que muchas veces lo recuerda de forma permanente. En la guerra de 60 años y sus antecedentes de violencia en Colombia, esos traumas colectivos han generado un impacto que pasa de una generación a otra durante décadas.
Desde antes del inicio del conflicto armado, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, dio paso a la violencia bipartidista que llevó a atrocidades de las que se habla solamente como una historia del pasado, como una época lejana de «La Violencia», como si no tuviera que ver con la Colombia de hoy. A partir de la Ley de Víctimas, desde 2011 el 9 de abril se conmemora como el Día de las Víctimas, pero no se ha dado lugar a una elaboración colectiva que permita enfrentar lo sucedido y sus consecuencias. El pacto del Frente Nacional fue un acuerdo de las élites políticas, desde arriba, que trajo la pacificación, pero también la exclusión de otros sectores. Las consecuencias se mantuvieron y profundizaron heridas colectivas durante mucho tiempo. La paz no se hace en esos casos solo con acuerdos políticos entre las partes enfrentadas, sino también desde abajo, abriendo espacios para la reconstrucción de procesos locales o de lazos colectivos.
Como hitos fragmentados, estos y otros hechos marcan la historia del país. Durante el periodo del Estatuto de Seguridad (1978-1982), miles de personas fueron detenidas y torturadas de forma arbitraria. El asalto al Palacio de Justicia en 1985 supuso un ataque a las altas cortes y al propio sentido de la justicia. El asesinato de candidatos presidenciales en los magnicidios de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, Luis Carlos Galán y Carlos Pizarro en el periodo 1989-1990 conllevó el cierre de las posibilidades políticas de la alternancia democrática por parte de grupos de oposición. Si bien la Constitución de 1991 fue un pacto fundacional para un nuevo tiempo, y ha tenido efectos positivos para el país y sus esfuerzos democratizadores, esas heridas no han sido suficiente ni integralmente abordadas durante décadas. A ellas se fueron añadiendo nuevos hechos, estados de conmoción interior y periodos de extensión de la guerra que han supuesto un antes y un después en la historia de diferentes sectores sociales.
Las masacres paramilitares, los años de extensión del secuestro de las FARC-EP, las tomas guerrilleras o los bombardeos de comunidades, marcaron la historia colectiva de Colombia hasta hoy, muchas veces de forma segmentada en función de las distintas sensibilidades políticas. En otros casos, los intentos de salidas negociadas al conflicto, como el Acuerdo de La Uribe que dio lugar al nacimiento de la UP (1985) y su posterior genocidio político, y el fracaso de los diálogos del Caguán en 2001, marcaron un quiebre en la esperanza de la construcción de la paz y la democratización del país.
Muchos otros hechos han tenido profundos impactos incluso en poderes del Estado, como los sufridos por el sector de la justicia, con asesinatos de jueces, amenazas y exilios en diferentes periodos, tampoco asumidos como Estado ni como sociedad. Para los pueblos indígenas y los pueblos afrodescendientes, las violencias históricas sufridas desde la colonización y la construcción del estado republicano se suman a las vividas en el contexto del conflicto armado interno, marcando sus vidas en un trauma colectivo que sigue mostrando las condiciones de falta de reconocimiento de sus experiencias como parte de una historia compartida y del derecho a sus territorios y culturas siempre bajo amenaza.
Estos traumas colectivos marcan la historia dolorida de Colombia, con impactos que se acumulan en el tiempo. La pérdida de la tierra, de la buena vida o de la relación con la naturaleza supone procesos de duelo en las comunidades afectadas, que muchas veces las víctimas ni siquiera han podido expresar en los barrios de las ciudades a las que, por millones, han llegado desplazadas violentamente por los actores armados. Por su parte, el exilio es un desgarro y a la vez una pérdida de la patria, del proyecto de vida y de los vínculos familiares. El secuestro es una muerte suspendida en el tiempo que afectó a decenas de miles de personas y sus familias. Los asesinatos de sindicalistas y la desaparición de sindicatos como consecuencia del violento ensañamiento contra ellos han dejado miles de familias afectadas, así como una herida en el propio movimiento sindical y social.
La historia de la defensa de los derechos humanos en Colombia está marcada por nombres de quienes son nuestra referencia en esa lucha por la defensa de la vida, que fueron asesinados o desaparecidos y por una amenaza que se extiende cada vez más hacia líderes comunitarios y étnicos y del movimiento de mujeres. La Comisión de la Verdad los escuchó en los territorios e hizo parte de esos duelos: desde el primer acto de reconocimiento de la Comisión -que se dirigió a las mujeres y personas LGBTIQ+ víctimas de violencia sexual y a los familiares de desaparecidos que salieron a buscar a los suyos en los territorios del miedo-, hasta el último evento nacional en reconocimiento a las madres de Soacha que dieron el paso para denunciar las ejecuciones extrajudiciales que se conocen como «falsos positivos». Fueron más de 50 Encuentros por la Verdad en reconocimiento de las comunidades indígenas y afrodescendientes, de exiliados y poblaciones en frontera, de universidades, movimientos campesinos, víctimas del secuestro y comunidades afectadas por tomas guerrilleras, víctimas de violencia sexual o buscadoras de los desaparecidos, entre otros muchos sectores y víctimas. Se han dado procesos de escucha, en una conversación nacional sobre el impacto sufrido, los mecanismos que lo hicieron posible, el reconocimiento de los responsables y la dignidad de las víctimas. Un diálogo social que no cambia solo por eso la realidad, pero que ayuda a restablecer los lazos y la confianza que se necesitan para ello.
La Comisión incluyó conversaciones sobre el presente, en los Encuentros por la No Repetición, frente al asesinato de líderes sociales y de exmiembros de las FARC-EP, así como las nuevas formas de violencia y masacres que mantienen un conflicto armado abierto, especialmente en varias regiones del país, con fuerte impacto no solo en las comunidades afectadas, sino también en la propia confianza en la paz y en las necesarias transformaciones estructurales, cumplimiento y extensión del acuerdo de paz con las FARC-EP para una paz completa.
La Comisión de la Verdad llevó adelante una extensa conversación colectiva con todos los sectores sociales, con centralidad de las víctimas, no solo para mirar hacia ese pasado, sino para transformar el presente con el convencimiento de que el futuro les pertenece a las nuevas generaciones que necesitan dejar atrás un pasado violento y dar pasos hacia un país capaz de afrontar las transformaciones necesarias y tantas veces postergadas por la guerra.
El reconocimiento de todas estas experiencias supone hablar de hechos y también de injusticias, dolores, pérdidas humanas, ataques a la dignidad. Han sido también espacios para hacer, con parte de esos procesos, un duelo colectivo, en el cual se pueda hablar sin miedo y se rescate el buen nombre de las víctimas y de los que ya no están, pero acompañan con sus presencias. Los ríos convertidos en cementerios, las iglesias donde se torturó o se bombardeó, los cementerios habitados por decenas de miles de NN, las dependencias donde permanecen muchos restos de personas rescatados de fosas comunes para su identificación, necesitan un marco social de aceptación y comprensión de lo sucedido, que resulta necesario para la reconstrucción.
Toda elaboración de esos traumas pasa por el reconocimiento de lo sucedido y de la dignidad de las víctimas, pero también por una pregunta fundamental para el país: ¿es el sufrimiento de los otros también nuestro? Las sociedades que amplían el círculo del nosotros crean la posibilidad de una reparación que evita que el trauma vuelva a suceder, aunque ese proceso se prolongue, a veces, durante generaciones. El trabajo de la Comisión de la Verdad se ha dirigido a un ejercicio de escucha amplio para generar una visión compartida del impacto y de lo intolerable de lo vivido y para ser conscientes de las consecuencias que todo ha tenido en la cultura, en los modelos de relación interpersonal e intergrupal, en los modos de hacer política o de afrontar los procesos colectivos. La herida en lo individual, lo familiar y lo colectivo que deja el conflicto armado trasciende el cuerpo y perfora el alma colectiva.
1.2.2. Las consecuencias del dolor atraviesan generaciones
La Comisión de la Verdad tomó testimonios de diferentes épocas del conflicto armado, incluso hasta después de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP. Estos hechos traumáticos -conviene recordarlo cuantas veces sea preciso- marcan la vida de sucesivas generaciones. Hijos e hijas de quienes vivieron la época de La Violencia fueron después parte de las víctimas del conflicto armado interno o miembros de grupos armados en épocas posteriores. Las segundas y terceras generaciones han sufrido también las consecuencias del desplazamiento forzado o el exilio, la pérdida de padres o madres ha llevado a la orfandad de miles de niños y niñas. El reclutamiento de menores de dieciocho años ha hecho que la niñez, todavía hoy, se vea involucrada en la guerra, en un contexto de desprotección y falta de alternativas para su propio desarrollo y el de sus comunidades.
Sucesivas generaciones están permeadas por los recuerdos y las memorias de lo sucedido que les reitera y recuerda el pasado, buscan explicación en el presente, o se vive en silencio porque hay muchas cosas de las que aún no se ha podido hablar. Las experiencias traumáticas muchas veces son difíciles de compartir, la figura del abuelo que ya no está, del padre del que se habla siempre con dolor o de la hermana que se fue a la montaña, hace que muchas familias se hayan refugiado en el silencio que duele o en el silencio protector de los otros. La experiencia de la Comisión de la Verdad supone una forma de movilización colectiva de la palabra también entre generaciones. Un espacio social para cientos de miles de experiencias individuales en las que la construcción de la identidad de sucesivas generaciones está marcada por todos estos hechos de violencia, de violaciones de derechos humanos y de crímenes de guerra y de lesa humanidad.
Preguntas banales en otros contextos -como «¿de dónde es tu familia?»- son vistas a veces como amenaza, porque hablar del Caquetá o del Tolima, de Barrancabermeja o de Urabá, puede ser visto con sospecha. La Comisión de la Verdad ha conocido casos en los que la partida de nacimiento de hijos o hijas se ha cambiado para evitar el caprichoso estigma que los va persiguiendo. El reclutamiento de niñas, niños y adolescentes ha supuesto un ciclo repetido de la guerra en muchos territorios, donde la identificación también de adolescentes con el poder de las armas o la falta de respeto por los modelos positivos, como los liderazgos sociales o las juntas de acción comunal, y la falta de condiciones para la educación, la ausencia de trabajo o perspectivas de futuro los ha llevado muchas veces a las puertas de la guerra. Como muchas lideresas de la zona de frontera con Venezuela le dijeron a la Comisión de la Verdad en un recorrido por el río Arauca: «Queremos un Estado que nos traiga la posibilidad de seguir estudiando en la escuela, agua potable, una carretera para sacar nuestros productos, no más guerra».
Mientras, Colombia sigue viviendo en lo cotidiano y se enfrenta a una paz que ha sido esquiva, la intransigencia armada y a un Estado que no responde de forma consistente a las demandas de una democracia incluyente. Sucesivas generaciones han pasado de la desesperanza a la esperanza, avivando en diferentes periodos propuestas de cambio, pero la respuesta en muchas ocasiones ha sido nuevamente la represión y la vía violenta.
La Comisión tuvo que trabajar en un contexto de conflicto armado que permanece de forma fragmentada en el país. Hablamos en pasado con referencia al presente, haciendo incidencia en estos factores de persistencia y multiplicación de víctimas todavía en la actualidad. El terror, la estigmatización, las pérdidas continuas y la impunidad fueron mecanismos utilizados por los actores armados durante el largo conflicto colombiano y décadas de violencia sociopolítica, llevando a que la violencia fuera normalizada y la población perdiera sensibilidad frente a los hechos atroces. Se experimentó en distintas generaciones, representando una herida profunda que ha permeado los diferentes niveles de relación, las maneras de vincularse, la desconfianza y las formas violentas o excluyentes de resolver los conflictos. ¿Por qué esto es importante? Porque todavía hay un condicionamiento a largo plazo en el comportamiento colectivo y social y en la propia democracia colombiana.
Cada testimonio que tomó la Comisión de la Verdad tenía detrás una historia de hechos sufridos en primera persona o por familiares o antepasados cercanos que, vistos en su conjunto, muestran violencias consecutivas y resultados sufridos por las siguientes generaciones. Pero esos impactos transgeneracionales no solo son se deben a la violencia, sino también a la impunidad y el silencio:
«Tenaz, ellos vivieron también el tiempo de la violencia porque en la casa nuestra también mataron gente. [...] ellos no vivieron esa infancia bonita que uno tuvo, ellos se criaron en ese entorno y eso pues al cabo se mira que les da casi lo mismo. Anteriormente un muerto era novedad cuando la juventud de nosotros»[16].
Sucesivas generaciones y movimientos sociales han tratado de enfrentar esa situación poniendo en el centro la defensa de los derechos humanos, la movilización por la paz, la lucha de las organizaciones de víctimas y de mujeres. Las movilizaciones sociales llevadas a cabo por la juventud en 2021 muestran la emergencia de conciencias críticas, que no aceptan más ciclos de violencia y expresan su decidida convicción para no perpetuar la historia que tuvieron que vivir o presenciar anteriores generaciones. Son un aliento de esperanza que encarna el dolor recibido, en ocasiones expresado con rabia, y la fuerza de la indignación, pero también con expresiones del arte y la denuncia.
1.2.3 El impacto en la salud mental
Las víctimas han compartido con la Comisión de la Verdad lo difícil y, en muchas ocasiones, abrumador de sus vidas y las consecuencias, que la mayor parte de las veces se viven en silencio, «como si le arrancaran a uno el alma»[17]. Muchas personas que dieron testimonio en la Comisión de la Verdad hicieron referencia al sentir con el que han tenido que lidiar desde lo cotidiano. Con profundos sentimientos de tristeza o incluso culpa por haber sobrevivido o por no haber podido hacer nada por los suyos. Los estudios sobre víctimas de la violencia política o el terrorismo muestran un aumento de los problemas de salud como consecuencia del impacto traumático de entre 3,5 a 5 veces más problemas de salud que antes de la victimización[18] y esas afectaciones incluyen limitaciones en los roles debido a enfermedades, dolor corporal y peor percepción de la salud general[19].
Parte de estas emociones que son «normales» ante las experiencias vividas, han quedado fijadas en el cuerpo, la mente y el corazón de las víctimas, y en ocasiones vuelven a experimentarse con intensidad al escuchar ruidos o ante el estrés y la zozobra que existe en sus territorios por la presencia de actores armados. Es decir, la guerra sufrida y la persistencia del riesgo latente tienen un efecto acumulativo, en especial entre aquellas víctimas que han vivido una y otra vez ciclos repetitivos de violencia o no han contado con reconocimiento ni apoyo social.
Víctimas que sufrieron torturas durante el Estatuto de Seguridad hace 40 años todavía hoy sienten muchas veces el ahogo o la angustia de los ojos vendados, la repetición de ideas desesperantes asociadas a la vivencia traumática, combinados con momentos caóticos o con el estigma de haber sido señalados de crímenes atroces. Víctimas de secuestro de varias maneras vuelven a sentir con el tiempo detalles o humillaciones que los marcaron profundamente. Familiares de desaparecidos recuerdan con dolor el lugar de los hechos, y no encuentran explicación o respuestas. Muchas de ellas reexperimentan, aun después de muchos años, angustia, ansiedad y miedo, porque el tiempo puede ayudar a encontrar maneras de enfrentar el dolor, pero otras veces lo cronifica o, como señaló un campesino que fue víctima de tortura hablando de su propia experiencia, «el tiempo cura las heridas, pero no borra cicatrices»[20].
Como país, ha resultado complejo entender las repercusiones del extenso conflicto armado. Para las víctimas, las consecuencias en su salud prolongan no solo los impactos de lo vivido, sino también la necesidad de atención en salud y acompañamiento psicosocial, lo que muchas veces choca con la incomprensión de la sociedad o la burocratización de las respuestas del Estado. Las esperanzas depositadas en las normas que reconocen, garantizan y protegen los derechos de las víctimas se frustran cuando se da un frecuente incumplimiento o dilatación de las respuestas y por las diferentes barreras que se imponen en la búsqueda de la atención y rehabilitación. Por ejemplo, la falta de continuidad en la atención psicosocial, la ausencia de un enfoque centrado en el fortalecimiento personal o colectivo o las limitaciones en el acceso a las medidas de reparación muestran la necesidad de una política de reconstrucción que englobe un conjunto de medidas y no solo respuestas puntuales a necesidades inmediatas.
Las medidas de reparación tienen hasta la actualidad un desarrollo parcial; por ejemplo, han llegado a una minoría de las víctimas (12 %, en 2021) en el acceso de indemnizaciones. Además, se le ha dado prioridad al factor económico de la indemnización en detrimento de una visión más integral y de largo plazo. En un contexto de precariedad para las víctimas, se dificulta que estos procesos puedan tener mayor impacto positivo en sus vidas. En este camino hay que resaltar que, aunque han existido valiosos procesos a pequeña escala de las agencias implicadas, no siempre han llegado acompañados con una visión estatal y social de conjunto.
1.3. Los impactos de la degradación de la guerra
1.3.1. Impacto en el comportamiento colectivo
La violencia del conflicto armado no solo ha tenido consecuencias individuales. También ha estado atravesada por mecanismos que la han hecho posible, por impactos que han tejido el comportamiento y el sentir colectivo.
Durante décadas, las víctimas sufrieron esa situación sin reconocimiento ni apoyo, lo que llevó a una vivencia de desamparo frente al Estado, de no tener a quién acudir, quedar sin salida ante crímenes que nunca tuvieron reconocimiento. Todo esto incrementó el impacto. Hoy persevera un reclamo a la justicia y al Estado. Reclamo materializado por el incesante trabajo de organizaciones de derechos humanos y de víctimas, quienes, por ejemplo, a través del litigio ante las altas cortes o el sistema interamericano de justicia, han creado espacios decisivos para garantizar la protección de los derechos humanos, visibilizar las violaciones y colaborar en la construcción de normatividad que garantice la vigencia de la justicia para las víctimas, o incluso el reconocimiento del daño sufrido.
Estos impactos han afectado a movimientos sociales y sujetos colectivos, así como a comunidades y pueblos étnicos. En estos casos, las afectaciones específicas se vinculan con los impactos en su relación con el territorio o la naturaleza, y los distintos significados que adquieren los hechos en su cultura. La muerte violenta de un chamán o un médico tradicional supone un enorme impacto colectivo, pero también amenaza la posibilidad de supervivencia comunitaria. La violencia contra el movimiento campesino llevó al despojo de tierras, de su identidad organizativa en el caso de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), de sus formas de subsistencia con cambios en sus dinámicas productivas o búsqueda de alternativas en los cultivos de coca, con consecuencias no solo para ese sector social, sino para toda la sociedad. El uso de comunidades indígenas como escudo o retaguardia, el reclutamiento de jóvenes con impacto en la transmisión cultural, el control de sus actividades y movimientos, el desplazamiento forzado o el confinamiento de comunidades afrodescendientes se expresan no solo en las estadísticas de los hechos, sino también en cambios culturales. Los suicidios, especialmente entre los jóvenes en distintos grupos étnicos, son expresión de sufrimiento social y no solo problemas o reacciones individuales.
Por su parte, el exterminio de grupos políticos y partidos de oposición, especialmente a partir de los años ochenta, a pesar de ser evidentes, se negaron o se vieron como algo inevitable y justificable, o se miró para otro lado cuando aconteció. Su consecuencia es el miedo a organizarse o el refugio en grupos de referencia en los que se mantiene una identidad colectiva, o bien han llevado a dejar esas actividades como mecanismo de protección. También esto ha tenido profundos efectos en la falta de posibilidades de su ejercicio e impactos en la democracia.
En otros casos, la amenaza o la extorsión a sectores empresariales crearon una respuesta de autoprotección y evitación en una élite aislada de otras partes de la sociedad o encerrada entre sus muros. Las afectaciones a miembros de las Fuerzas Armadas -por ejemplo, en los casos de muertes violentas y víctimas de minas con consecuencias de discapacidad, por lo cual hoy miles de víctimas integrantes de las fuerzas de seguridad y de población civil viven las penosas secuelas en sus vidas- son parte del sufrimiento colectivo que Colombia tiene que reconocer. También familiares de miembros de grupos guerrilleros fueron frecuentemente perseguidos como si hubieran cometido delitos «de sangre». En todos ellos se dio una falta de reconocimiento por parte de la sociedad o de los responsables hacia esas afectaciones.
En los momentos de mayor extensión de la guerra, las organizaciones de la sociedad civil se han mantenido activas y los mayores aportes para la construcción de la paz han venido de las experiencias propiciadas por sus actividades. La defensa de espacios colectivos civiles aun en medio de la agudización del conflicto armado, las denuncias y la búsqueda de las personas desaparecidas, las movilizaciones contra el secuestro de las guerrillas como las FARC-EP -expresiones de reclamo y exigencia desde diferentes sectores de la sociedad y, en particular, de las víctimas- constituyen muestras de una parte de la sociedad que no se conforma con ver pasar silenciosamente la historia a su lado, sino que quiere tomar parte activa en ella y cambiarla.
Sin embargo, a pesar de esa movilización social y del valor de muchas de estas formas de resistencia, de los múltiples intentos por alcanzar la paz, esta es un desafío en permanente transformación en Colombia. Muchas de estas situaciones se vieron solo como problemas que requerían ayuda humanitaria, sin tener en cuenta que se trataba de violaciones de derechos humanos y de infracciones al DIH que necesitaban una solución política.
Los medios de comunicación también fueron actores fundamentales en la narrativa del conflicto armado. A veces, las violencias nutrieron las páginas rojas, noticias de terror que aparecieron de manera fugaz en los medios, pero en muchos casos hicieron visible el horror y sirvieron como amplificador de la situación de las comunidades. Por ejemplo, la radio se constituyó en acompañante del dolor de las familias, como en el caso del secuestro. Hubo muchos hechos que no siempre formaron parte de las prioridades políticas, porque se dieron en lugares lejanos al centro del país o afectaron a poblaciones más empobrecidas y marginalizadas. Muchas violaciones de derechos humanos han sido históricamente más invisibilizadas o no reconocidas, como en los casos de violencia sexual, tortura, desaparición forzada o exilio.
Durante varias décadas la falta de visibilidad de las víctimas impidió que fueran reconocidas en su dolor y sus derechos, salvo los desarrollos generados a partir de 2011, cuando se reconoció la existencia del conflicto armado en Colombia con la Ley de Víctimas y se propuso reparar ese daño histórico, un camino en el que se han dado pasos relevantes, pero en el que queda un largo recorrido.
A partir de los años ochenta, las denuncias de desapariciones forzadas y ejecuciones llevaron a nacientes organizaciones de derechos humanos a visibilizar a las víctimas, muchas de las cuales se desplazaron, fueron asesinadas o salieron del país. Las denuncias de lo vivido generaron nuevas consecuencias para sus vidas, la de sus familias, comunidades y organizaciones. Durante años, el silencio protector, el apoyo solidario de los grupos de referencia, las respuestas colectivas basadas en la organización histórica de algunos territorios o el trabajo invisible de las mujeres en el sostenimiento de sus familias y comunidades fueron aspectos que contribuyeron a contener los efectos devastadores de la guerra.
El fortalecimiento de estos movimientos sociales y las instancias de participación propiciadas por las diferentes leyes han dado lugar a que las víctimas organizadas se apropien de estos mecanismos para la continua exigencia de sus derechos. El apoyo de otras organizaciones y de la cooperación internacional han sido fundamentales para sostener estas iniciativas, que no tuvieron en general el apoyo del Estado, y en muchos casos fueron perseguidas o criminalizadas, como en el caso de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Asfaddes) y organizaciones de familiares o grupos que se declararon en resistencia, como las Comunidades de Paz.
1.3.2. Impacto en las comunidades afectadas
En las áreas rurales con presencia o control de grupos armados, la población ha tenido que enfrentar no solo su presencia e intimidación, sino también formas de control de sus vidas, la violencia en su contra y la imposibilidad de denunciar por el riesgo que corrían. Familias y comunidades han vivido durante décadas en medio del miedo: a hablar, a sufrir más violencia por denunciar, al señalamiento como guerrilleros o colaboradores, a la criminalización, a no tener respuestas del Estado. Miedo a hablar con el otro por no saber quién es, si puede ser informante, si está «del otro lado».
El miedo ha sido en Colombia un poderoso agente de control de movimientos y reivindicaciones sociales, a la vez que ha contribuido a la invisibilización de las violaciones de derechos humanos y de las infracciones al DIH, a pesar del enorme valor de muchas víctimas y organizaciones para, aun sin condiciones de protección, hacer esas denuncias como una forma de reivindicar sus derechos y luchas por la injusticia sufrida.
«Entonces, aquí uno no podía demandar a nadie de estas personas porque si tú abrías la boca para demandarlos, tú estabas arriesgando la vida. Aquí había que volverse ciego, sordo y mudo, usted no vio, usted no escuchó, usted no habló, porque si cometía el error de hablar, usted estaba muerto o muerta, sin importar quién sea, se moría. Desde que usted hablara, usted se moría. Entonces, nosotros teníamos que aguantarnos todo eso»[21].
El miedo no solo ha marcado las vidas de las víctimas en el pasado, también las ha seguido condicionando en el presente. No solo se vivió en el momento de los hechos, sino también en la mayor parte de los testimonios recogidos, condicionando sus vidas durante años, muchas veces hasta hoy.
Desde el momento en que la Comisión abrió las puertas para el trabajo en los diferentes territorios, incluyendo distintos países, muchas de las víctimas que dieron su testimonio tuvieron miedo de hablar, pero querían hacerlo. El miedo se centró en las posibles represalias, en la preocupación por revelar la identidad de los testimoniantes, en el grado de confidencialidad de la información o en su uso posterior y su resguardo. Estos temores - expresados por numerosas víctimas, tanto del territorio colombiano como de las que están en el exilio- muestran los retos y desafíos a los que se enfrenta la construcción de esta verdad colectiva, sumados a la desconfianza con grupos armados aún presentes en sus territorios y en el Estado y extendidos hacia las diferentes estructuras sociales actuales.
Momentos vividos tras la firma del acuerdo de paz, como el asesinato de líderes o el cuestionamiento por algunos sectores políticos o del gobierno colombiano, así como de excombatientes de las FARC-EP que firmaron el acuerdo, han llevado a que estos temores se extiendan. Para la Comisión, todo esto es un llamado a la importancia que reviste consolidar y extender el proceso de paz, para poder abordar todas estas verdades en un contexto en el que hablar no sea vivido como un peligro. También son una demanda para los grupos armados aún activos y de acuerdos humanitarios que respeten la vida de la gente, así como para el conjunto de las instituciones del Estado sobre la necesaria coherencia con los compromisos adquiridos, la garantía de seguridad y el respeto con las víctimas.
El sentido otorgado al trabajo de la Comisión como parte de un proceso de paz y como respuesta a la demanda histórica de las víctimas ha sido la gran motivación para hablar con una visión de futuro: «Que este país cambie», «Que lo que ha pasado no siga sucediendo como ahora», «Que se escuche nuestra historia», «Que no se olvide», «Que por fin responda el Estado». Pero también existen con toda legitimidad motivaciones personales o familiares como parte de esta historia colectiva: «Que se reconozca el buen nombre de nuestros familiares», «Sanar esta herida», «Quitarme esa mochila de encima».
Esto ha aumentado la complejidad para comprender y asimilar lo sucedido, para entender las experiencias límite que han acompañado la vida de cientos de miles de colombianas y colombianos cuyo sufrimiento los ha puesto al borde de un abismo psicológico que muchas veces no han podido verbalizar y que todavía no tiene el reconocimiento debido. Como señaló un grupo de jóvenes en un diálogo con sus familias durante un encuentro con la Comisión de la Verdad: «Ustedes nos han contado algo de lo que pasó, pero no nos han hablado de lo que les pasó». En los miles de testimonios escuchados, de encuentros con las víctimas y de espacios de reconocimiento, la Comisión ha sido testigo de que el dolor y el trauma sufridos individual y colectivamente necesitan de estos procesos, de un lugar de escucha, reconocimiento y apoyo. Paulatinamente, el país ha ido avanzando en la reivindicación de la verdad y la memoria como pilares de la reparación simbólica para la no repetición.
Ante los ojos de los colombianos, los hechos violentos no fueron percibidos de la misma manera. Las crueles acciones ejecutadas por las FARC-EP tuvieron impacto en el relato y en las imágenes de las personas secuestradas, los ataques a comunidades y los atentados con bombas pusieron en evidencia la inhumanidad de las situaciones vividas. Las masacres y atrocidades perpetradas por grupos paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), como parte de una estrategia de terror en todo el país, en muchos casos no provocaron una indignación social o una movilización de las conciencias frente a lo intolerable. La relación del paramilitarismo con el Estado fue negada durante décadas, lo que prolongó la falta de respuesta y quitó a esas víctimas la posibilidad de que sus experiencias fueran reconocidas.
Los miles de casos de ejecuciones extrajudiciales conocidas como «falsos positivos» solo se empezaron a ver en 2008, cuando las madres de Soacha hicieron públicas las denuncias de que sus hijos habían sido reclutados por miembros del Ejército o engañados con una promesa de trabajo, y aparecieron luego como supuestos guerrilleros muertos en combate. Mientras tanto, las denuncias de los crímenes de Estado no fueron reconocidas, a pesar de los enormes esfuerzos de las víctimas y organizaciones de derechos humanos por hacerlas. Solo algunos casos, tras un tremendo esfuerzo y lucha de las víctimas, pudieron avanzar en la investigación judicial y mostraron esas verdades ocultas o distorsionadas.
La falta de reconocimiento de todos estos hechos ha dejado a las víctimas sin un marco social en el que sus experiencias sean parte de una visión colectiva. El proceso de la Comisión también ha conllevado reconocimientos en los que los responsables han dado algunos pasos para reconocer la verdad ante las víctimas y la sociedad, como parte de ese proceso de sanación colectivo. Por ejemplo, el impacto del secuestro nunca había sido reconocido por las FARC-EP, quienes en sus comunicaciones y planteamientos públicos siempre hablaron de «toma de rehenes», hasta que en un encuentro de la Comisión de la Verdad escucharon los testimonios de personas que estuvieron cautivas durante años. A raíz de ese encuentro, los líderes del partido que fueron parte del Secretariado de las FARC-EP, reconocieron en un comunicado el secuestro como tal y el impacto producido en las víctimas. De igual manera, el reconocimiento de militares de su participación en ejecuciones extrajudiciales ha supuesto desvelar los mecanismos que las hicieron posibles, como la exigencia de resultados de muertes, que había sido negada durante décadas.
Llama la atención que en Colombia las masivas violaciones de derechos humanos sucedieron en un país democrático, con elecciones libres, una estructura del Estado con división de poderes, leyes garantistas y medios de comunicación independientes. Si bien el esfuerzo del periodismo de investigación y las organizaciones de derechos humanos hicieron una contribución clave para visibilizar las atrocidades, no se dio una crisis política por la magnitud de la violencia ni una movilización colectiva más allá de las propias víctimas y de sectores cercanos y de la investigación judicial. Debido en parte al miedo y, por otro lado, a la falta de sensibilidad, el ocultamiento de las violaciones sistemáticas y la enorme crisis humanitaria, estos hechos no fueron vistos como un problema masivo de violaciones de derechos humanos en los que estaba gravemente comprometida la responsabilidad del Estado, sino como un problema representado como la «lucha contra el terrorismo». Colombia es un país en el que ha habido un reconocimiento progresivo de las violaciones de los derechos humanos y de las infracciones al DIH, que han permitido sentencias, leyes y normas garantistas; sin embargo, por diferentes razones, surgen barreras que impiden materializar medidas ordenadas. Superarlas, todavía es una asignatura pendiente en Colombia para verse como una oportunidad de cambio y no-repetición.
Esa situación, mantenida en el tiempo, ha llevado a que la guerra se cuele no solo en la relación de la población y las víctimas con el Estado, sino en las relaciones sociales entre grupos, y a que teja también los aspectos más íntimos de las relaciones interpersonales. El encuentro entre diferentes es una experiencia nueva en Colombia, con relaciones sociales que se han ido estableciendo y encapsulando cada vez más entre grupos o sectores que se identifican entre sí por la violencia vivida o las posiciones políticas contra los responsables, pero no se hablaba «con el otro lado».
La desconfianza es un duro legado de décadas de conflicto y muchas veces criminalización de quienes trataron de luchar pacíficamente por un cambio social. En Colombia, durante generaciones se ha aprendido a no hablar, a no expresar lo que se piensa porque no se sabe cuál será la reacción del otro debido al frecuente riesgo de estigmatización por el hecho de pensar diferente o tener otras posiciones políticas. Este impacto en las subjetividades y relaciones interpersonales se muestra en que del desacuerdo se pasa fácilmente a la descalificación, y esta es la antesala del desprecio por el otro. En un contexto en el que las armas y la política se han mezclado durante décadas, los señalamientos son el anticipo de la violencia y forman parte de las amenazas que han seguido condicionando y tratando de limitar las expectativas de paz y cambio social.
Estas actitudes y comportamientos son parte de lo que se necesita cambiar. La política y la transformación necesaria de Colombia pasan por un cambio cultural que promueva otros modelos de relación interpersonal e intergrupal, en los cuales se rescaten el respeto, el diálogo y la solidaridad, herramientas que han salvado muchas vidas, también en este país, y suponen el sustrato de relaciones de la democracia.
1.3.3. Polarización social y uso político del sufrimiento
La toma de conciencia del sufrimiento producido por la violencia sociopolítica y el conflicto armado llevó a que sectores de la sociedad y del Estado aceptaran que la guerra no tenía solución por la vía armada y había que terminarla por el diálogo y la negociación. Experiencias significativas como las movilizaciones por la paz, las comunidades en resistencia, el movimiento de mujeres, la guardia indígena y la cimarrona o las luchas de las víctimas llevaron a formas de reconocimiento y el diálogo con muchos sectores implicados en la lucha por la paz. Pero no fue un proyecto nacional que se sostuviera en el tiempo y que involucrara a todos los sectores. Personas con poder económico y político, gobiernos y sectores e instituciones del propio Estado no se implicaron en ello. Por el contrario, siguieron insistiendo aumentar la fuerza militar del Estado para destruir al enemigo, llegando incluso a justificar o minimizar ese sufrimiento. Algunos sectores de las insurgencias también se encargaron de obstaculizar la concreción de las negociaciones de paz.
Para la Comisión de la Verdad, esa justificación que se basa en la construcción interesada de la existencia de un enemigo al que hay que combatir con todos los medios disponibles ha permitido usar el dolor y el sufrimiento para fines políticos. El reconocimiento de los hechos y la empatía con las víctimas se han limitado a aquellas con las que un determinado sector social se identificaba, despreciando o negando la existencia del conjunto de las víctimas, o de las responsabilidades de quienes se consideraban «del propio lado».
En el reconocimiento de los impactos que ha dejado el conflicto armado, frecuentemente la defensa del Estado y del modelo económico y político se privilegió por encima de las víctimas del Estado o del entramado paramilitar, negando o justificando su responsabilidad. Por su parte, también algunos sectores contraestatales han invisibilizado las víctimas producidas por las guerrillas y las han justificado como daño colateral de la propia guerra, restando importancia a su sufrimiento por el hecho de pertenecer a los estratos socioeconómicos más acaudalados de la sociedad, o justificando esos ataques, muertes o secuestros como respuesta a situaciones de injusticia social. Nada de eso es válido para la Comisión y la falta de sensibilidad ha sido un factor de persistencia porque evita tomar conciencia de lo intolerable.
En decenas de Procesos de Reconocimiento de Responsabilidades llevados a cabo por la Comisión de la Verdad, algunos responsables directos de diferentes grupos armados y de las Fuerzas Militares han expresado públicamente su examen crítico del pasado, han reconocido el horror de las masacres o del secuestro, de la perfidia y la barbarie de las ejecuciones extrajudiciales. Todo ello muestra que el desprecio por la vida llegó en Colombia a los límites de la vergüenza y el sinsentido. Mucha gente que participó en esos encuentros ha sentido horror por lo sucedido y rabia por la falta de respuesta durante décadas y por el desprecio hacia la vida que esas acciones conllevaron, pero también ha reconocido que el camino para la reconstrucción del tejido social pasa por acciones sostenidas a lo largo del tiempo de ese reconocimiento cruzado y conjunto que ponga la dignidad de las víctimas en el centro del proceso.
El reconocimiento de la violencia y de las atrocidades cometidas tiene que separarse en Colombia de las identidades políticas. La adscripción a determinada ideología o liderazgo político no puede seguir siendo el criterio moral para juzgar la bondad o perversidad de un hecho. A lo largo de la historia del país, estas consideraciones han servido como excusa para minimizar hechos gravísimos, justificarlos o simplemente restarles la importancia que merecen. La ética subyacente a estos planteamientos hace que lo «bueno» o «malo» no sea la crítica a las violaciones de derechos humanos o del DIH, o la defensa de la dignidad humana, sino si se considera útil para la política. Este perverso uso de la razón instrumental aplicado a la guerra, el uso político del dolor y del sufrimiento, la justificación del horror contra los que están «del otro lado» o a favor del «otro bando» son parte de la transformación cultural que Colombia requiere y de la política de reconocimiento que el Estado y la sociedad tienen que asumir, y en la que el trabajo de la Comisión de la Verdad es solo una parte inicial del proceso.
Por otra parte, la victimización masiva que ha sufrido una buena parte de la población colombiana ha dado lugar a movimientos sociales, organizaciones campesinas, comunidades y pueblos étnicos que, en un contexto de negación de lo vivido, han encontrado en el reconocimiento como víctimas un espacio para que sus experiencias sean escuchadas y para defender sus derechos. Reconocerse como víctimas ha sido una forma de reivindicar la injusticia de lo vivido, el derecho a la verdad y reparación. Las víctimas son a veces ese testigo incómodo que muestra el impacto del conflicto armado que debemos mirar a los ojos, y han abierto el camino para ser escuchadas y también para convocar el grito colectivo de parar la guerra y construir la paz. Para otras muchas personas entrevistadas por la Comisión -algunas en la actualidad reconocidas en los campos de la política, el periodismo, la defensa de derechos humanos, el arte o la justicia- ha significado reconocer sus experiencias como víctimas de tortura, atentados o persecución y también reconectarse con lo vivido.
La consideración de víctimas no puede ser vista como una condición que despoja a las personas afectadas de su capacidad de recuperarse ni de su agencia política, como numerosas organizaciones han demostrado. Esto unifica a un conjunto de situaciones y sujetos políticos, despojándolos de cualquiera de sus pertenencias categoriales, incluidas las de naturaleza política, para considerarlos como seres humanos. Y si bien las formas como las víctimas y sobrevivientes se autoperciben y reconocen son diversas, todas ellas han sido importantes para la Comisión de la Verdad como parte de esta conversación colectiva incluyente. En contextos de impunidad y falta de reconocimiento, las víctimas se han fortalecido, pero también han reivindicado una condición que necesita espacio social y político específico, como las curules en el Congreso y la escucha en múltiples escenarios sociales e institucionales.
La empatia -el reconocimiento de lo sufrido, de la dimensión de sus consecuencias- forma parte también de un proceso de sanación individual y colectiva que permite una memoria compartida. El papel de esa memoria reivindicada por múltiples iniciativas de las víctimas y procesos locales en muchas comunidades no es focalizarse en el pasado, sino traerlo al presente para que pueda ser parte del proceso de reconstrucción. El largo camino pendiente de la reparación colectiva en Colombia, apenas esbozado con la Ley de Víctimas, es parte de lo que las instituciones tienen que potenciar con una agenda transformadora que llegue a las comunidades y sectores más afectados.
1.3.4. De las memorias defensivas a una verdad incluyente
No hay termómetros para medir el dolor o la profundidad del sufrimiento. Pero Colombia necesita superar el hecho de que durante décadas se exaltan unos hechos sobre otros, como una forma de ganar mayor legitimidad, o verlos como respuesta a otro conjunto de hechos y violaciones previas, en un contexto en el que cada quien encuentra justificaciones para su posición. De esa manera se desvanece cualquier posibilidad de encuentro desde la única posición común: el sufrimiento de «todas» las víctimas.
Todo esto está sujeto al análisis de las causas y dinámicas del conflicto armado y de sus factores de persistencia, que forman parte del trabajo de la Comisión de la Verdad. Pero el diálogo sobre la verdad no puede convertirse en una forma de justificación. La equiparación moral de ese sufrimiento no significa igualar los mecanismos de victimización que han hecho posibles el horror a gran escala ni equiparar las responsabilidades del Estado con las de distintos grupos armados, sino que alude, más bien, a la igualdad de derechos, a la fraternidad y sororidad en el dolor y al reconocimiento de las víctimas en su dignidad.
La victimización que han sufrido millones de personas en Colombia no les concede una especial clarividencia política ni supone un aval de racionalidad en el análisis de los problemas, pero es innegable que cargan con el peso de una herida que debe ser asumida colectivamente como país, y sus derechos deben ser tenidos en cuenta como parte de la agenda de transformación que Colombia requiere. Pero sí les da una legitimidad frente al Estado, los grupos armados y la sociedad: la de quien ha puesto todo el dolor y sufrimiento en el coste de la guerra y por ello reclama el respeto a los derechos humanos y del DIH y la superación del conflicto armado. Así lo mostraron las víctimas en el proceso de negociación de La Habana, hablándoles a las dos partes del conflicto y señalando el camino para la construcción de la paz.
En la complejidad del conflicto armado colombiano -y si bien esto solo se dio en una pequeña parte-, también algunas víctimas fueron a la vez responsables de violaciones de derechos humanos o de infracciones al DIH, se involucraron en la guerra, fueron parte de las Fuerzas Armadas, de las guerrillas o de grupos paramilitares. A veces, como forma de retaliación, de canalización de la rabia o el odio, de respuesta a la impunidad y la desprotección. La falta de justicia ha operado en muchos casos como un factor de justificación para tomarse la violencia como si fuera «justicia por propia mano», realimentando las venganzas y las interacciones violentas de la guerra. En otros casos, también la ira o el peso de la impunidad han sido utilizados políticamente para estimular el conflicto armado. Entender estas circunstancias no es justificar los hechos ni diluir las responsabilidades a las que hubiera lugar, sino una forma de comprender esas otras circunstancias y condiciones que han formado parte de las dinámicas del conflicto armado y que atraviesan una parte de las biografías de víctimas y responsables.
Algunas víctimas han sido presentadas en medios de comunicación o a través de discursos de líderes políticos como íconos del impacto en la guerra y esto ha sido utilizado para justificar la agudización del conflicto, el cierre de las iniciativas de paz o la estigmatización de diferentes colectivos. La activación de reacciones emocionales y los discursos del enemigo han llevado a veces a reforzar planteamientos políticos rígidos que no han permitido analizar lo sucedido o tener mayor capacidad de diálogo y análisis.
En los contextos de fuerte polarización social, como los que caracterizan a Colombia, la pregunta o consideración sobre de «qué lado estás» ha sustituido muchas veces a la de «qué dices». Las respuestas han estado marcadas por una fuerte reacción emocional de aceptación o rechazo que se dirige contra todo un grupo al que se identifica con los responsables. De esa forma, incluso instituciones sociales o comunitarias, como iglesias, familias, escuelas o comunidades, se han visto obligadas a posicionarse en un polo del conflicto en lugar de abrir espacios para el diálogo y la búsqueda compartida de salidas.
Esta polarización es parte de los impactos de la guerra en la sociedad y hace difícil hablar de lo sucedido, abordar las consecuencias sufridas o simplemente hablar de política, porque frecuentemente se pasa a la disputa o la descalificación del otro, de las posiciones que defiende, del grupo o los grupos a los que pertenece y, por extensión, del resto de sus miembros. Las relaciones sociales o familiares se ven así afectadas por el conflicto. El lenguaje, los estereotipos del otro o los posicionamientos de líderes políticos terminan condicionando el diálogo y hacen que muchas familias o amigos se refugien en el silencio. Como señaló un joven hijo de un dirigente del Ejército Popular de Liberación (EPL) en el exilio al regresar a Colombia y hablar con su tío, considerado uribista, quien le decía que mejor no hablaran de política en casa: «Tío, sí, hablemos; él era tu hermano, ¿cómo vamos a procesar lo vivido si no hablamos?».
Las memorias traumáticas sobre hechos de violencia sufridos o la participación de algunos familiares en grupos armados del conflicto, suponen una enorme dificultad de hablar de lo vivido, y a la vez lo hacen imprescindible, necesario en los procesos de reconstrucción de ese tejido social para desafiar los desgarros y silencios que se han mantenido durante décadas. En otros casos, las discusiones políticas sobre la actualidad llevan fácilmente a conflictos que parecen irreconciliables, a silencios como formas de evitación, o a encasillar al otro en función de sus ideas políticas en lugar de hablar con la persona o entre colectivos.
La experiencia, no solo de las víctimas, sino de toda la sociedad, está mediada por estas representaciones categoriales de las personas, y a Colombia le llevará tiempo ampliar esa comprensión de la necesaria transición hacia la paz, de forma parecida a la que han tenido que enfrentar otros países en procesos de transición política tras periodos largos de violaciones a los derechos humanos. Procesos como el que se ha dado con la Comisión de la Verdad -y que necesitan continuidad- ayudarán a enfrentar esas heridas.
1.3.5. Una representación política de la rabia y el enojo social
Las consecuencias de la guerra y la exclusión política en Colombia también han dejado profundos impactos sociales y en el clima emocional colectivo asociado al conflicto armado. La rabia es parte de las respuestas emocionales normales frente a las experiencias anormales sufridas. Pero, a veces, el deseo de venganza reactiva por lo sufrido se ha convertido en Colombia en odio al otro, al grupo al que pertenece o a las ideas que representa. La imagen estereotipada del enemigo ha sido la encargada de sustentar ese odio dotándolo de una solidez muy engañosa desde el punto de vista racional, pero muy eficaz desde el punto de vista emocional, sobre la que descansa y encuentran justificación todas las acciones en su contra, aun las más extremas.
Por ejemplo, no solo la doctrina de seguridad nacional ha considerado como enemiga a buena parte de la población civil, también el entrenamiento militar ha utilizado muchas veces esta concepción del enemigo que da un marco de sentido que termina facilitando o normalizando la agresión porque considera al otro como «no persona». En el caso de exmilitares responsables de casos de ejecuciones extrajudiciales, muchos han señalado el papel de esta dimensión emocional asociada a prácticas colectivas, entrenamiento o cánticos que suponen una normalización de la violencia extrema. En los reconocimientos llevados a cabo por miembros de las FARC-EP, la invisibilización de las víctimas en ocasiones y su consideración como alguien que representa globalmente esa idea de enemigo han sido utilizadas para justificar sus acciones.
En otro sentido, en Colombia distintos sectores sociales han vivido en enojo social como consecuencia de la guerra, que ha condicionado las respuestas frente al proceso de paz o ha sido utilizado para reforzar posiciones políticas[22]. Esta emocionalidad, en la cual el resentimiento se dirige hacia un sector o lo que puede representar, atribuye perversidad a unos y bondad o heroísmo a otros, más allá y al margen de cualquier esfuerzo por ponerse en su lugar o de hacer un análisis objetivo de la realidad. Los malos, los agresores, los victimarios del Estado o los terroristas se convierten en alguien que condensa lo destructivo ligado a su identidad, sin posibilidad de negociación o cambio, predominando las respuestas estereotipadas y acusaciones inamovibles, estáticas, limitando las oportunidades de transformación o de diálogo. Estos estereotipos han funcionado en distintos momentos como dispositivos emocionales contra la búsqueda de acuerdos de paz, como en el plebiscito sobre el acuerdo de paz con las FARC-EP.
En una perspectiva transgeneracional, hay que tener en cuenta que estas imágenes del enemigo fueron en otras épocas impulsadas incluso por sacerdotes y obispos de la Iglesia Católica que en la década de 1950 manipulaban las conciencias de los fieles en el púlpito, para empujarlos a odiar a los liberales y, en casos extremos, a matarlos. Esta herencia del odio a muerte ha permeado también actitudes sociales. También la Iglesia que le apuesta hoy a la reconciliación debe reconocer estas acciones que cimentaron el odio en otras épocas, para construir desde la verdad del daño producido un reconocimiento de su papel tan relevante en la construcción de la paz y el apoyo a las víctimas y comunidades afectadas.
La influencia acumulada de estas acciones impide un análisis o una mirada imparcial sobre las causas de la guerra, cuyo origen y dinámicas forman parte del mandato de esclarecimiento de la Comisión: enfatizando y utilizando el dolor, la exaltación de la violencia o la justificación de lo relativo a la seguridad, se evita hablar de desprotección, de la persistencia de la violencia, de la reconfiguración violenta de los territorios, del papel de la impunidad o del incumplimiento de acuerdos. Es decir, se evita hablar de algunas razones más estructurales que han favorecido el bloqueo de los distintos procesos de paz, dejando abierto un dolor y una rabia que se pueden utilizar políticamente para negar los avances o las demandas sociales. La respuesta en esas situaciones es emocional, sin pensar, sin ver lo que hay de común en diferentes posiciones y, por lo tanto, estimulando respuestas automáticas sin análisis o diálogo.
Por último, la rabia y el enojo social son también la expresión de muchos sectores en los cuales se ha dado una exclusión permanente a lo largo de la historia. El enojo en esos casos se expresa en luchas en la calle que tratan de conquistar un espacio social que les es negado, y es una puja por querer pertenecer, una demanda de inclusión social que muchas veces en Colombia ha sido respondida con criminalización de la protesta, en lugar de diálogo y negociación que escuche las demandas como lo que son y que no las vuelva a señalar como vandalismo o guerrillas, como sucedió en las movilizaciones de mayo de 2021. Las movilizaciones sociales muestran que las nuevas generaciones han ido perdiendo el miedo a expresarse, a reivindicar a las víctimas, a ocupar la calles y a movilizarse colectivamente, como también lo ha hecho desde inicios de la década de 2000 la Minga indígena, para convocar una política que plantee un futuro que no sea la reproducción de la violencia o la adaptación a la exclusión y la inequidad.
1.3.6. Naturalización para adaptarse al desastre de la guerra
Las décadas de conflicto armado y la impunidad asociada a la mayor parte de esos hechos han llevado a una naturalización de la violencia que penetra en la vida cotidiana, los conflictos políticos, las relaciones sociales o las actitudes frente a las víctimas en la sociedad. También han penetrado en la forma de ser y reaccionar de buena parte de la población, con una actitud defensiva como mecanismo de protección frente a una cotidianidad que muchas veces es percibida como amenazante y que ha tenido un impacto en las actitudes políticas.
El refugio en la familia ha sido frecuentemente una manera de proteger lo que más se quiere, pero también muchas veces una forma de no reaccionar o no tener sensibilidad frente a lo que les pasa a otros; incluso ha servido para justificar la agresión. No se trata de reacciones individuales, sino de contextos de violencia e impunidad que se necesita transformar. El hecho de que muchas de estas situaciones se hayan repetido durante décadas tiene, indudablemente, un impacto no solo en el clima emocional colectivo, sino también en la cultura («cuidado donde te metes», «por algo le habrá pasado, en algo andaría»).
La falta de investigación de los hechos y de respuesta institucional adecuada ha llevado a una normalización de lo anormal, y a veces solo se es consciente de ello cuando se sale de esas situaciones. Por ejemplo, muchas víctimas en el exilio, reevaluando su propia experiencia en la toma de testimonios, señalaron que tomaron conciencia del modo como les tocó adaptarse y normalizar la violencia en el país solo cuando salieron de él, cuando tuvieron la suficiente distancia emocional y perspectiva crítica, además de otros modelos de relación y de convivencia. De esta manera, la violencia transforma la cotidianidad y la cultura de las comunidades abarcando el pensamiento y las formas de organización social.
«Es normal uno escuchar que mataron a tres personas, que hubo una masacre, y si observamos las condiciones, en municipios como estos no hay una oficina de la Fiscalía, entonces impera la injusticia, existe una cultura de la ilegalidad, es normal mirar el contrabando, es normal ver gente armada porque hay una ausencia total del Estado, no existen instituciones para garantizar el más mínimo de los derechos fundamentales»[23].
Este mecanismo, que ha permitido la adaptación al desastre ocasionado por el conflicto armado ha llevado a diversos sectores de la sociedad a ser observadores del dolor de las víctimas a través de los medios de comunicación una y otra vez, lo cual da lugar a que se tome distancia de lo ocurrido porque «ya resulta más de lo mismo», «otra vez, ya no quiero saber». Colombia ha vivido décadas saturada con la exposición al horror, y esto ha llevado a una parálisis emocional o a un filtro frente a la percepción de la cruel realidad que predispone a no mirarla de frente, sino a mirar hacia otro lado. «Por más que uno busca, no hay quien responda; o sea, nadie tiene la culpa, nadie se da cuenta de nada, entonces no sabría cómo, es como bien complicado»[24].
Esta naturalización se ha extendido a normalizar los contextos de desprotección que han favorecido la violencia o la victimización de ciertos sectores. Por ejemplo, frente a una infancia desprotegida y víctima de tantos abusos y del impacto de la guerra en sus vidas, las respuestas institucionales han estado basadas en atención parcial del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en algunos casos, pero quien ha respondido frente a todo han sido las propias familias y comunidades que han asumido el peso de la respuesta, muchas veces sin ningún apoyo institucional. Esta desprotección y falta de respuestas es lo que contribuye también a la perpetuación de la violencia que impide que la sociedad colombiana tome conocimiento de esta parte de su trágica historia, del impacto de la orfandad de cientos de miles de niños y niñas en diferentes épocas, y del reclutamiento de menores que se ha mantenido hasta hoy debido a la falta de perspectivas de futuro y a la presión de grupos armados, lo que afecta además a un colectivo especialmente vulnerable como la niñez.
La impunidad mantenida en el tiempo en Colombia también tiene un impacto no solo en las víctimas del conflicto armado, sino en las actitudes sociales frente al poder o la justicia. La desconfianza y la impotencia tejen en gran parte las relaciones de muchas comunidades y sectores con el Estado hasta hoy en día. La falta de justicia y de una reacción estatal y social decidida contra esas violaciones ha sido un factor que las ha normalizado con el tiempo. Si se puede matar sin que se recojan siquiera los cuerpos, si no se hace una mínima investigación adecuada o si se hace, pero sin respeto a los sobrevivientes, estas prácticas se van estableciendo y normalizando sin una acción decidida en su contra.
«No pasó nada, porque yo a veces creo que como montones de casos aquí en Colombia, la justicia ahí no hace nada. No pasa nada, es como si esa persona no fuera importante. Yo digo, no son de la alta sociedad, entonces, por lo tanto, no importa. Eso fue lo que pasó, poca importancia».[25]
Este escenario ha ido configurando, para una buena parte de la población, un contexto en el que ha sido frecuente seguir a quien tiene el poder armado o a quienes transan la posibilidad de decidir por un beneficio económico inmediato, lo que ha normalizado la corrupción en todas las capas sociales. Es la convivencia en muchos territorios usualmente ligada a las economías ilegales, como el narcotráfico o la minería ilegal bajo control armado. La permanencia y el fortalecimiento en el tiempo de estos entramados económicos, sociales y políticos de alto nivel en el poder local o regional, pero también nacional, y no solo el poder de coacción de grupos armados, han tenido un impacto importante en las mentes y los corazones como legado de la violencia y la impunidad.
La caída en el abismo del vacío ético, la naturalización de la violencia o la aceptación de vivir en el modo guerra han llevado a la banalización del daño y a la degradación no solo de la guerra, sino de la sociedad; a la desvalorización de la dignidad de las víctimas y de todas las demás personas. En esta crisis en la cual la deshumanización está en todos los niveles, no hay vida, verdad, respeto o justicia que valgan. Es un territorio donde se hizo normal vivir negando la humanidad. Colombia entró con todo ello en una crisis intolerable a los ojos de la comunidad mundial.
1.3.7. Deshumanización y reconocimiento
«En un momento determinado decidimos que la guerra había que ganarla como fuera y que si -perdón la expresión- había que aliarse con el diablo, pues nos aliábamos con el diablo, y eso se presentó. Da intranquilidad que esto avance lentamente porque algunos altos mandos no quieren asumir sus responsabilidades»[26].
La evolución del conflicto armado en Colombia ha tenido diferentes momentos históricos, en los que se fue extendiendo de una forma cada vez más indiscriminada, rompiendo cualquier base del DIH, cualquier respeto por la vida hasta no tener límites frente al desprecio, como lo señala este testimonio de un exmiembro del Ejército que da cuenta de por qué se dieron hechos atroces como el de las ejecuciones extrajudiciales.
Por otro lado, la violencia guerrillera se fue extendiendo cada vez más hacia el control del tejido social: atentados que produjeron muchas víctimas civiles, asesinatos de personas consideradas informantes o que se oponían a sus proyectos, ataques con cilindros bomba contra instalaciones militares en medio de poblaciones, en una forma de desprecio por la vida de las comunidades afectadas en la cual no importaba si morían niños, personas por fuera del enfrentamiento o se atacaban infraestructuras clave, como un hospital o una escuela. Y esto llevó a prácticas inhumanas y violaciones de derechos humanos y del DIH, como el secuestro -en el cual se mantenía a personas en condiciones infrahumanas y maltratadas durante meses o años- o el reclutamiento de menores.
«La gente del área rural que no colaboraba, pues, por supuesto, se convertía en su objetivo militar y tenían que irse, abandonar sus fincas. Y quienes, de alguna manera, no hacían nada, no los condenaban ni les decían nada, pues, por lo menos ahí toleraban esa gente que, de alguna manera, era sometiéndonos a la humillación y a las órdenes que nunca, por supuesto, fueron del agrado de nadie. Todos estábamos sometidos, porque las armas, sin duda, se imponían a los azadones y a los machetes nuestros que teníamos como única arma, que era la herramienta. Pajarito sufrió unas, que yo me acuerde, unas quince tomas, donde murió gente civil, donde murieron militares del Ejército, de la Policía. Hubo mucha infraestructura caída por causa de los bombardeos con cilindros. [...] destruyeron la Caja Agraria, el centro de salud, el comando de la Policía y una cuatro o cinco casas y hubo civiles muertos; y varios agentes de la Policía, entre ellos un oficial. Siempre andábamos sometidos a las órdenes de la guerrilla. El municipio no se desinstitucionalizó, por supuesto, porque el alcalde, pues, no gobernaba bajo sus órdenes, pero tampoco pudo hacer nada contra ellos, entonces los admitían, pero con citaciones siempre al área rural y con algunos sometimientos, como que “usted no puede ayudarle a tal comunidad, solamente le puede ayudar a tal comunidad”. Y, generalmente, cumpliendo algunas órdenes que por falta de que el Estado les brindara garantías a los funcionarios, estos tuvieron que andar sometidos»[27].
Por parte de grupos paramilitares la práctica de atrocidades desde el inicio de su accionar marcó el uso del terror contra la población civil, señalada por estos grupos, y en su alianza y coordinación con la fuerza pública, como base social de la guerrilla. El terror fue un método para controlar a las comunidades, desarrollar el negocio del narcotráfico y llevar a cabo una violencia contrainsurgente masiva en el país. Esas acciones pasaban por ejecuciones públicas o crueldades siniestras, como el uso de la motosierra, las amputaciones o el terror ejemplificante de la tortura pública frente a familiares o testigos, para paralizar a comunidades enteras. Diseñaron métodos de entrenamiento para llevar a cabo matanzas y crearon escuelas de sicarios en varios lugares. Muchos lugares de las comunidades quedaron marcados por esos hechos: la cancha de fútbol, la plaza, la escuela.
El país conoció escenas de las atrocidades en la guerra, como en Buenaventura en 1996 y que se han dado también en otras zonas del país, que se llamaron "casas de pique" como lugares donde se llevaron a cabo asesinatos y desmembramientos, utilizando el cuerpo humano de sus víctimas y a veces de sus adversarios, en una forma extrema de desprecio, de ataque a la dignidad y terror donde los cuerpos asesinados fueron arrojados al lado de las carreteras, a los cauces de los ríos, o picados en costales, que mostraba no solo la sevicia y degradación de la guerra, sino también hirieron las culturas y creencias espirituales. Como señaló a la Comisión un líder afrodescendiente: «Estas prácticas no solo se dirigieron a destruir los cuerpos sino también la cultura y la espiritualidad, especialmente de los pueblos étnicos, para quienes se rompía con las creencias de que el muerto llegaría al cielo y por ende sus espíritus en ángeles de protección para ellos y ellas, esta tradición rota dejaría en los sobrevivientes una sensación de desprotección a un mayor».
«Cuando estás en la guerra o creces y dejas los valores éticos y morales a un lado, ya los medios no importan, hay que alcanzar el objetivo y mi objetivo era quitarle territorio la guerrilla. Como yo soy consciente de eso, hoy por hoy digo: la guerra deshumaniza, porque cuando para un combatiente la vida no vale nada, es porque está deshumanizado. Hoy, después de lo que me ha tocado vivir con los procesos de paz, lo entiendo, pero en ese momento uno está totalmente metido en lo que es la guerra y no piensa en nada más; estaba convencido de que era la solución al problema: o mi enemigo se muere o yo me muero, todo el que sea sospechoso es un enemigo para mí»[28].
El nivel de terror fue posible por la deshumanización de las víctimas, señaladas como «guerrilleros» o «auxiliadores» que no merecían vivir. Mensajes de desprecio, estereotipos del enemigo y cálculo del uso de crueldades para generar parálisis y terror fueron prácticas habituales en las que fueron entrenados numerosos miembros de estos grupos y donde actuaron, si no de manera abierta, con total impunidad.
«Aproximadamente ocho personas creo que fueron las que murieron ahí. Porque eso uno no... eso uno salió fue ahí, fue ventiao pa fuera apenas es que a esa gente tocó huir. [...] Es que no sabe uno, porque como había varios grupos operando entre... entre guerrilla y autodefensas, uno no sabe si podía ser verdad o podía ser mentira. [...]. Y, de repente: “que no, que una reunión aquí en la plaza pública y esas cuestiones”. Ahí en la plaza, ahí le quitaron la cédula a todo mundo y al que había, el que tenían en lista para matarlo lo iban matando de una vez y llamando por lista, y al que no, le iban entregando su cédula. Pero uno al ver esa vaina, esa situación, todo el mundo pa' fuera [...] de lo que se escuchó en la versión que se escuchó de momento, algunos que disque por sapos, otros porque no pagaban la vacuna» [29].
La cada vez mayor violencia contra la población civil y sus liderazgos tiene un componente instrumental y simbólico. Instrumental porque de esta manera se ha acabado con liderazgos y organizaciones que han sufrido directamente las consecuencias de la violencia y persecución. Simbólico, porque el asesinato del liderazgo de personas referentes, de defensores de derechos humanos o líderes políticos o religiosos supone también un impacto colectivo y aumenta la vivencia de desprotección y miedo. Evitando los ejemplos positivos, se controla no solo el presente, sino también el futuro: «Si lo han hecho contra él, qué no harán contra nosotros». De esta forma, se ha provocado una parálisis de las organizaciones, líderes o vidas personales y familiares que se identifican con quienes resultaron víctimas directas, extendiéndose muchas veces el bloqueo de la solidaridad a través del miedo.
El ataque al creciente liderazgo de las mujeres se ha dado como una forma de quebrar su capacidad de trabajo con comunidades y con organizaciones de víctimas o de liderar proyectos políticos. También esos asesinatos, amenazas o exilios tienen un impacto específico en otras mujeres que han visto a estas lideresas como referentes para superar las condiciones estructurales de discriminación que las han mantenido históricamente en una posición de subordinación frente al poder masculino. Con el desplazamiento de las mujeres se lleva a cabo el de sus familias completas, siendo un poderoso impulsor del vaciamiento de los territorios.
Así mismo, los ataques al liderazgo indígena y negro han conllevado un fuerte impacto colectivo donde el racismo en la guerra ha supuesto la exacerbación de condiciones de marginación y explotación estructurales que han estado en la base de la violencia contra esos pueblos, además de los intereses por el control de sus territorios o el desprecio por sus identidades.
La degradación se ha ensañado con los sectores excluidos socialmente, cuya deshumanización ha profundizado la discriminación histórica, el racismo contra los pueblos étnicos o los estereotipos de género y la violencia contra las mujeres, incluyendo la violencia sexual, como una forma de imposición patriarcal y de desprecio por los cuerpos y vidas de las mujeres.
«Ya mi vida era otra, porque yo ya no me atrevía a regresar [...], o sea, tenía temor porque pensaba que iban a volver a estar ahí, me iban a matar, me iban a hacer algo. Así pasó largo tiempo y yo nunca... yo pude haber denunciado, pero yo nunca me atreví a nada. ¿Por qué? Porque si una tenía la zozobra y la amenaza de que cada vez que yo... salía para alguna parte, parecía que todas las miradas iban a ser para mí, parecía que me estaban era... señalando, mirando para matarme [...], pero yo nunca dije nada»[30].
El involucramiento en violaciones de derechos humanos masivas se basa tanto en elementos ideológicos (la consideración del otro como un enemigo al que se debe eliminar, con base en una justificación ideológica compartida por la institución, la sociedad o el grupo de referencia), como en mecanismos psicológicos que permiten la disociación y la justificación de la propia conducta, basándose en la obediencia de órdenes, el uso del lenguaje para minimizar los hechos (por ejemplo, legalizar una ejecución, como hacer todo tipo de maniobras para ocultar la realidad de lo sucedido), la consideración moral de un objetivo superior («hay que hacerlo porque estamos limpiando el país de bandidos», «lo más importante es el atentado aunque haya víctimas civiles») o la dilución de la responsabilidad en una cadena de acciones en las que el funcionamiento parcial y la realización de la conducta aumenta la adhesión y lleva a facilitar el involucramiento.
«“Mi teniente, usted está muy nuevo, esto no se maneja así, a ese hijueputa toca matarlo”. Entonces yo le dije: “No, pues yo ya reporté que había un herido, una baja, ya mi coronel sabe o algo así”; me dijo: “No, no, no, eso no es así; esos hijueputas van, los llevan, los tienen un rato, los recuperan y después vuelven y así mismo nos va a dar plomo más adelante”. Yo me descuidé un momentico o algo mientras yo alistaba el cuento, cuando escuché un tiro de fusil. Yo volteé a mirar, “¡qué pasó?”. Cuando “ya, ahora sí reporte dos bajas”, me dijo el sargento. Me reservo el nombre del sargento. Ahí me empecé a dar cuenta de cómo se manejaba esta cosa, dijo: “Ya, listo, jefe: dos bajas, murió en combate”. Los soldados callados y todo. Ese sapo me lo tuve que aguantar un tiempo mientras... cuando ya la guerrilla me empezó a matar gente y cosas, ya como que el odio empezó a crecer más y ya me daba como igual, ese es como mi primer, llamémoslo, acto ilegal, porque fue ilegal, o sea, yo debí haber denunciado por homicidio a ese sargento porque de todas maneras él ya estaba indefenso, desarmado, herido, estaba en el piso. Que sí, que ellos nos cogían a nosotros y nos hacían barbaridades, pero pues la ley no nos permitía a nosotros en ese momento ni a ningún colombiano pues quitar la vida así»[31].
Por otra parte, el no confrontarse nunca con las consecuencias de las acciones violentas ha sido parte de lo que ha hecho que esa violencia se mantenga. Es así como los procesos de reconocimiento llevados a cabo tanto por la Comisión como por la Justicia Especial para la Paz (JEP), como antes lo habían hecho parcialmente y de forma más privada las audiencias de Justicia y Paz, han permitido que los responsables tengan que confrontar a las víctimas, escuchar sus testimonios y tomar conciencia del sufrimiento provocado, lo cual se constituye en claros factores de humanización y de cuestionamiento de la guerra, así como en un mecanismo potente para asumir sus responsabilidades. También muestra que solo después, cuando se sale de la guerra, se pueden ver y asumir responsabilidades personales y colectivas sobre crímenes que, mientras se estaba en ella era «naturales» o se consideraban actos heroicos premiados.
«Cuando el paramilitarismo empezó, nosotros vimos al paramilitarismo como una salvación, como una solución, donde ellos iban a hacer la parte sucia y nosotros íbamos a estar atentos a que ellos eliminaran lo que nosotros no podíamos hacer»[32].
Algunos de los procesos de reconocimiento llevados a cabo por la Comisión de la Verdad han proporcionado una evaluación crítica de los responsables, que es también una lección para la sociedad.
«Tanto así, que con la toma guerrillera terminamos afectando las construcciones aledañas a la estación de policía, e inmerso en ello la economía de su gente, dejando destruidos en medio del fuego cruzado los establecimientos comerciales que impidieron por mucho tiempo que sus dueños ejercieran sus actividades de venta como lo hacían antes de ello siendo esto la fuente de sus ingresos; de paso, afectamos a las mujeres que se dedicaban a la venta de pasteles en lo cual centraban todos sus esfuerzos, ponían su esmero y dedicación buscando cubrir las necesidades de sus hijos y familias, eran ejemplo de pujanza y sacrificio entre sus pobladores. Reconocemos una vez más las afectaciones ocasionadas al municipio en este actuar desmedido, y que trajeron efectos económicos graves y difíciles de reconstruir para sus pobladores y comerciantes, que generan recuerdos de tristeza y dolor en sus habitantes que persisten hasta hoy pasados ya casi 22 años de aquel agosto del año 2000»[33].
1.3.8. El impacto de la afectación en la naturaleza
La guerra también ha afectado a la naturaleza y su relación con las comunidades. Ríos que fueron convertidos en fosas comunes o escenarios de terror, donde los armados prohibieron recoger los cuerpos que fueron arrojados a ellos, por ejemplo, el Sumapaz, el canal del Dique, el Arauca o el Magdalena, no solamente fueron maneras de llevar a cabo desapariciones, sino que cambiaron la relación de la gente con la naturaleza:
«Le dijeron que se quedara allí, que no bajara más, pues él ya había escuchado los disparos, él dice que se metió en el medio de los esteros, lo que hay al lado del río y se retuvo allí, que él solamente escuchaba los disparos. Cuando ya él vio que los guerrilleros continuaron y le dijeron que podía seguir y él baja por el río, él dice que toda esta zona de aquí, que le llaman a veces la playa de San Luis, era roja. El agua, por lo general es verde oscuro porque hay mucha vegetación. La historia que él me decía era que todo era rojo, que se veían tripas, se veían manos, veía todo, o sea, fue una masacre espantosa. Entonces, de pronto, la compañera me decía: “No, pero esto no es con nosotros porque fue un enfrentamiento entre dos grupos armados”, pero ¿cómo me doy cuenta yo si esto ha afectado a mi familia?, ¿cómo me doy cuenta yo sí, de pronto, mis desaparecidos están allí?, ¿qué pasó? Y pues, obviamente, los cuerpos que han bajado por ese río, ¿cuándo los vamos a encontrar?»[34].
Las afectaciones a la naturaleza impactaron también lugares sagrados que fueron destruidos, como en la Sierra Nevada de Santa Marta. Además, las afectaciones a las formas de vida de las comunidades y su estrecha relación con la naturaleza se han impuesto en el conflicto armado interno, relacionándose con intereses económicos en los territorios para infraestructuras, proyectos extractivos o economías ilegales. Las lógicas de la guerra, que pasan por el control de la población y del territorio, también se han dirigido cada vez más a lo que hay debajo, a los recursos naturales cuya extracción ha estado ligada en las últimas décadas a luchas por la defensa del territorio a la vez que a un incremento de la violencia contra líderes y comunidades. Estas dinámicas del conflicto han afectado las relaciones con el territorio y la naturaleza de las comunidades campesinas y, especialmente, de los pueblos étnicos, donde la identidad colectiva está ligada al territorio, que es objeto de despojo, explotación o disputa muchas veces bajo el poder de las armas.
Las consecuencias de todo son fracturas en ecosistemas, heridas en la selva, deforestación y contaminación de ríos, donde estas afectaciones no pueden verse separadas de la guerra. Si bien durante décadas los diferentes grupos armados estaban interesados en su conservación como territorios de retaguardia o protección, cada vez más la fragmentación del conflicto, la obtención de recursos económicos a cualquier precio y el desprecio por las culturas que han hecho de la relación de las comunidades y la naturaleza un elemento central de sus vidas y del futuro de la propia humanidad están teniendo un impacto mayor, que no tiene recuperación en las próximas décadas.
Los ecosistemas se han visto afectados por economías como la de la coca y por acciones de violencia contra infraestructuras, por artefactos explosivos o por economías extractivas que no cuidan la naturaleza. Por ejemplo, en los ecosistemas se depositaron millones de litros de sustancias tóxicas usadas en la extracción con maquinaria destructiva en los lechos de los ríos, en el control de plagas exacerbadas por el desequilibrio ecológico que causan los monocultivos, en el procesamiento de la hoja de coca y en las aspersiones aéreas y fumigaciones de más de 1.300.000 hectáreas en estas décadas de la llamada «guerra contra las drogas» para disminuir las áreas cultivadas. También en esta lista se incluyen las bombas lanzadas a bosques, manglares y selvas, las activados en cilindros o las implantados como artefactos explosivos y los ataques a infraestructuras petroleras. En los suelos se crearon piscinas con residuos tóxicos de la actividad petrolera sin protección, bancos de arena y relaves mineros que contienen mezclas muy contaminantes. Aunque Colombia tiene uno de los índices de biodiversidad más altos del mundo, la diversidad biológica ha perdido espacio para mantenerse y desarrollarse, a propósito de la deforestación y el reemplazo de ecosistemas endémicos por desiertos verdes y pastos, perdiendo hábitats fundamentales para la reproducción de muchas especies de flora y fauna, incluyendo diversidad de semillas propias.
La concepción de una parte de Colombia como un país que no importa más que como fuente de recursos naturales, ha llevado a la expansión de un modelo de desarrollo basado en el extractivismo y la implantación de políticas mediante la coacción y las armas. Además, ha convertido los problemas ligados al modelo de desarrollo y la economía en parte del conflicto armado, con numerosas violaciones de derechos humanos contra líderes o comunidades que se declaran en resistencia o que tratan de proteger sus territorios del cultivo extensivo de palma o coca.
«La gente de San Antonio con la minería perdió la pesca, el río se murió. El río ya con cianuro y mercurio ya ni tampoco se podía volver a criar peces. Es que la mina aquí, oiga, fue pues... porque nosotros ya no teníamos con qué vivir, porque no teníamos con qué llenar los lagos, porque los ríos se afectaron, se afectaron los ríos con cianuro y mercurio y llegaba era puro barro con cianuro y mercurio. Eso fue una cosa brutal. Nosotros, no había sino... no veíamos sino agua-barro con cianuro y mercurio, así era»[35].
Numerosos territorios, especialmente en ciertos departamentos[36], se han visto masivamente afectados por la implantación de formas de agroindustria poco respetuosas con la naturaleza, la deforestación y la extensión de cultivos de coca, la concentración de tierras para ganadería o proyectos extractivos como minería a gran escala sin cuidado de la naturaleza que se han impuesto mediante la violencia. La minería tradicional, como la desarrollada en las cuencas del Pacífico, ha sido parte del modo de vida de muchas comunidades, mientras que la minería ilegal no cumple las mínimas normas de regulación y la minería criminal de las retroexcavadoras en las cuencas de los ríos, muchas veces manejadas por el narcotráfico y las mafias, destruye los ecosistemas.
Todas estas afectaciones, más la siembra de minas antipersona que ha convertido vastos territorios en lugares del miedo y de trampas escondidas para matar, han estado relacionadas de una u otra forma con el conflicto armado. El despojo ha sido un mecanismo para facilitar la concentración masiva de terrenos para la explotación ganadera, la acumulación de capital o el blanqueo de dinero del narcotráfico, con profunda afectación también de la naturaleza
Han sido las familias campesinas las que han soportado históricamente la carga de las violencias contra sus miembros, enfrentando otros riesgos para la familia, como nuevos desplazamientos. Todavía tras el acuerdo de paz con las FARC-EP, medio millón de personas han sido desplazadas y cerca de una cuarta parte se han mantenido confinadas en diferentes momentos. Los impactos de estas violaciones no pueden separarse de las consecuencias en la naturaleza ni de la relación de la gente con la naturaleza de la que formamos parte. Del campo proviene un gran número de víctimas de violaciones a los derechos humanos, también en las familias campesinas ha recaído el peso de la conformación de los ejércitos de las diferentes orillas políticas y armadas. La señal que se inscribe en los territorios y personas a través de la estigmatización ha sido un elemento legitimador de todas las formas de violencia contra la población, pero también de agresiones contra la naturaleza, concentración de la tierra y expulsión de la población del territorio.
La gente me contó mil cuentos. En todos había - y hay- un elemento común: el desalojo por razones políticas, pero con fines económicos. A los campesinos los acusaban los ricos de ser liberales, o conservadores, o comunistas, para expulsarlos de sus tierras y quedarse con ellas. Siempre las guerras se han pagado en Colombia con tierras. Nuestra historia es la historia de un desplazamiento incesante, solo a ratos interrumpido.[37]
Las afectaciones a comunidades fuertemente ligadas al territorio, donde la relación estrecha con la naturaleza forma parte de su identidad, muestran que no se puede pensar en los impactos que ha tenido el conflicto armado o un desarrollo excluyente basado en la coacción de las armas, sin tener en cuenta las afectaciones a la vida y la cultura de estas comunidades y sus derechos colectivos.
La naturaleza no es solo un paisaje. Es la fuente de vida y de la relación y la identidad profunda del mundo campesino y de los pueblos étnicos con la Madre Tierra. La naturaleza vista como un mundo por conquistar y someter, o considerada solo como fuente de recursos económicos que deben explotarse como sea, se ha convertido en el conflicto colombiano en un factor de destrucción y persistencia. Destrucción de modos de vida y del cuidado. Persistencia por cuanto la explotación criminal de la naturaleza ha sido un mecanismo de financiamiento de la guerra, de blanqueamiento de capitales o de contar con corredores para el narcotráfico.
Las reivindicaciones de los pueblos étnicos sobre la protección de la naturaleza no miran hacia un pasado idílico, sino al único futuro posible que tienen el país y la humanidad. La paz, que es también -y, sobre todo- territorial en Colombia, pasa por el respeto de los derechos humanos y del DIH, pero también de la naturaleza.
1.4. Los caminos de la reconstrucción
Los caminos de salida al conflicto armado que pasan por el reconocimiento de la verdad, los cambios en las relaciones intergrupales que han marcado la polarización social, la empatía y deconstrucción de las imágenes del enemigo, constituyen maneras de atender los derechos de las víctimas y los desafíos para la reconstrucción de la convivencia en un tejido social fracturado por la guerra que profundiza las exclusiones sociales ya existentes en la sociedad.
1.4.1. Políticas de reconstrucción y atención a víctimas
Es urgente dar un lugar a las heridas, comprenderlas, nombrarlas y tramitarlas como sociedad. Un sindicalista que dio su testimonio a la Comisión hizo una necesaria reflexión sobre el lugar de las verdades para poder elaborar lo que hemos vivido como sociedad y dar paso a la reconstrucción del tejido social:
«Ojalá toda esta verdad haga que todos lloremos y nos sanemos y queramos cambiar porque [...] todo se volvió como noticia, ¿no? Parte del paisaje, ¿me entiendes? Que mataron a Dilan, que mataron a tal, que hay otro por allá jodido; todos los días, no han rebajado día sin que se muera un líder social»[38].
Los procesos para la reconstrucción de los lazos comunitarios y del tejido social por décadas fracturado requieren grandes esfuerzos del conjunto de la sociedad. Quizá uno de los más necesarios sea la ética de una escucha activa hacia las víctimas, de la sociedad a sí misma y de la propia conciencia colectiva que clama contra la desvalorización humana colectiva. La sociedad ha destituido en sí misma el lugar de la dignidad hasta arrasar con lo que podía merecer valor, reconocimiento o sentido para vivir.
Una de las formas de avanzar hacia la reconstrucción del tejido social de las comunidades y de sus propias vidas pasa por reconocer y abordar los impactos en las esferas emocionales, relacionales y vinculares, para tramitar conflictos, comprender el contexto y sus intencionalidades y reconocer que no son problemas del orden individual exclusivamente y que tienen una relación con el contexto en que se han vivido.
Si bien la extensión y la existencia de millones de víctimas muestra que hay muchas cosas que no son reparables, el esfuerzo por la reparación en la sociedad es la conciencia de lo que hay que hacer para superar una deuda histórica que se ha profundizado con la guerra, especialmente en las poblaciones social y económicamente más excluidas. Las políticas de reparación económica solo han llegado después de diez años a un 12 % de las víctimas[39], mientras los proyectos de reparación colectiva que se reconocen en la ley han tenido un impacto limitado hasta ahora. Entre las víctimas entrevistadas por la Comisión solo una pequeña minoría tuvo acceso a atención psicosocial, por ejemplo, y de ellas la mayoría lo había tenido de las propias organizaciones de víctimas y apoyo mutuo, o por parte de organizaciones no gubernamentales (ONG). Solo tres de cada diez contaron con algún tipo de atención psicosocial por organismos del Estado[40].
Sin embargo, más de la mitad de las personas que recibieron apoyo psicosocial señalaron su importancia y beneficios individuales, familiares y comunitarios, aunque una parte de ellas no ha tenido acceso por diferentes barreras (ausencia de institucionalidad, distancias, costos, agendamiento de citas, desconocimiento, etc.). El reconocimiento de su importancia se hace también como un llamado urgente a entender el apoyo psicosocial y la atención a las víctimas como parte de una política más amplia de reconstrucción del tejido social y la convivencia.
La evaluación del Programa de Atención Psicosocial y Salud Integral a Víctimas (Papsivi) del 2020, mostró que los problemas administrativos, la falta de continuidad en los contratos y, por lo tanto, en la atención a las víctimas y la falta de personal cualificado fueron los problemas más importantes. Esto es urgente, más cuando se tiene en cuenta que la cobertura de atención psicosocial que ha desplegado el Ministerio de Salud es baja:
Solo 1 de cada 20 personas víctimas han accedido al proceso de atención y el 78,7 % de las personas que han recibido la atención se encuentran en zonas de cabecera, urbanas y semiurbanas, excluyendo en gran medida aquellos territorios rurales de difícil acceso y con enormes impactos psicosociales dejados por la violencia[41].
Es fundamental un enfoque comunitario y de fortalecimiento de capacidades en el marco territorial. Las experiencias más valiosas en el mundo han mostrado la importancia del trabajo con organizaciones de la sociedad civil que tienen la confianza de las víctimas y la experiencia en el acompañamiento, con los servicios de salud y de atención más general a las víctimas.
En concordancia con el conflicto de larga duración que han experimentado las poblaciones, su reparación también implica una perspectiva de largo plazo, contextualizada, sensible a las necesidades de las víctimas, sus familias y comunidades, que apueste por el reconocimiento de la particularidad de cada experiencia, lo cual, dada la persistencia de algunas dinámicas violentas, requerirá abordar la reexperimentación de nuevos hechos.
Brindar atención psicosocial en un contexto de desprotección en el que existen necesidades básicas insatisfechas en la población que participa en el proceso de atención limita el cumplimiento integral del derecho a la rehabilitación:
«Si bien yo puedo hacer la mejor atención posible y la persona puede tener la mejor disposición para ser atendida, el hecho de que [...] una persona tenga sus necesidades básicas insatisfechas no es una tierra fértil para la rehabilitación, porque una persona que no puede acceder a alimentos, a agua potable, que no tiene un techo fijo, pues si esas necesidades no están resueltas es mucho más complejo atender las otras necesidades [...]. Si la persona habita en unas condiciones de miseria, la posibilidad de la rehabilitación es mucho menor, eso tiene, por supuesto, un impacto en los profesionales también, porque entonces, a pesar de que yo haga como profesional el mejor esfuerzo y la persona tenga toda la voluntad de caminar una senda de rehabilitación o de mitigación del daño, el hecho de que viva en un contexto hostil puede facilitar que sea revictimizada»[42].
Como país, ha resultado complejo entender las repercusiones del extenso conflicto armado; la dimensión de la necesidad de atender a las víctimas choca con la burocratización de los servicios y con las instituciones implicadas, lo que supone que las esperanzas que se depositan en las normas que reconocen, garantizan y protegen los derechos de las víctimas son frustradas por su incumplimiento y su dilatación y por las diferentes barreras que se imponen en la búsqueda de la atención y rehabilitación.
En este sentido, es necesario que los programas se alejen de la estandarización de la atención psicosocial y conciban la participación y la implicación de la sociedad civil en el trabajo, como manera de restablecer los lazos de confianza. Dar importancia y un lugar en el ámbito social al dolor de las víctimas, reafirmar su capacidad para comprender lo que ha pasado y reconocer su agencia para evitar la perpetuación de los ciclos de violencia son maneras de aportar como sociedad a la reconstrucción del tejido social a través del apoyo mutuo. Poder reconocer la gravedad de los hechos de violencia y los impactos que ha dejado en la vida de las personas y entender de manera global las secuelas a largo plazo son pasos necesarios en la reconstrucción.
«Yo creo que el camino que nos queda a los colombianos es el del diálogo, es sentarnos, pero, eso sí, hay que entender de que [sic] estamos en un país y que somos diversos, que tenemos que aceptar la diversidad, que no todos podemos pensar igual. Es que eso es lo que no me parece a mí, que por el hecho que tú no pienses igual a mí, tú eres mi enemigo, podrás ser mi contradictor, en un, digamos, diálogo franco y honesto sin intereses más nada que el de Colombia, podremos sacar este país adelante, o sea, no veo otra solución [...]. Pero todos tenemos que poner, porque de pronto también coge la cátedra y decir de que sea de derecha o de izquierda, es que el universo produce diverso, o sea, no todos somos iguales, en la naturaleza, en lo que sea, y yo creo que esa es la mejor cura [...] para que esto no se repita. Lo otro, sí, contarlo, contarlo, y yo lo último que puedo decir es: no tratemos de polarizar la verdad, la verdad es la verdad y no tiene por qué tener matices ni negros, ni oscuros, ni nada; así pasó, así pasó, y no tomar eso para armar venganza, para justificar programas, no, esto fue lo que nos pasó, y esto, digamos, es el error que no podemos volver a cometer»[43].
Las políticas de reparación deben formar parte de una política de reconstrucción más amplia, en la que la reparación colectiva debe llevar a cabo acciones sostenidas en el tiempo que aborden local y regionalmente el conjunto de medidas de memoria, atención a las víctimas, garantías de seguridad y protección y reconstrucción de los entornos vitales que fueron afectados por la guerra.
Si hay algo que en todos los países ha mantenido abierta las heridas del conflicto armado o la dictadura donde se produjeron violaciones masivas de derechos humanos ha sido el impacto de la desaparición forzada. El propio proceso de paz estableció la creación de la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. La desaparición forzada no solo es un delito permanente, sino también una herida permanente que necesita una acción continua que acompañe y dé cobertura legal al reconocimiento de los esfuerzos de las familias buscadoras y sus derechos a la participación, la información, la seguridad y el apoyo para poder saber la verdad y el destino de sus seres queridos.
1.4.2. ¿Qué desafíos conlleva todo esto para la reconstrucción del tejido social y la convivencia en Colombia?
La Comisión de la Verdad ha llevado a cabo un extenso proceso de escucha a las víctimas y también a numerosos responsables del conflicto armado. Ha escuchado sobre lo que hizo posible el horror a gran escala, los patrones de victimización, de la secuencia de ciclos de violencia y de los factores de persistencia del conflicto. También ha llevado a cabo aproximadamente 50 procesos que han abierto espacios sociales de reconocimiento y desestigmatización hacia las víctimas, así como encuentros en los cuales los responsables han reconocido los hechos frente a las víctimas y la sociedad. Estas experiencias son un aprendizaje para Colombia del largo camino que queda por recorrer.
Las heridas se pueden empezar a curar con el bálsamo del respeto y a partir de la ampliación de la comprensión de las implicaciones del conflicto armado en la sociedad. Si bien estas experiencias han sido limitadas, tienen el enorme valor de generar procesos de reconstrucción y mostrar un camino. Para los responsables, eso supone mirarse en el espejo de las consecuencias de sus acciones y dejar de refugiarse en un negacionismo que ha sido parte de lo que ha hecho que el conflicto se mantenga. En ausencia de reconocimiento e investigación, muchos de estos hechos se han perpetuado en el tiempo.
Para las víctimas, el reconocimiento es una experiencia positiva, pero también dolorosa: «Enfrentarse a sus verdugos, así haya pasado tiempo, no deja de dar miedo, no deja de ser aterrador»[44]. No es un camino fácil, y no es uno en una sola dirección. Hay ires y venires, vaivenes en el manejo emocional que forman parte del proceso, pero que apuntan a un camino de reconstrucción. Para muchas víctimas, si no hay cambios en el reconocimiento oficial de los hechos o si no se transforma su propia situación, el reconocimiento parcial o por una parte de responsables directos solamente es vivido a veces como hecho simbólico relevante, pero cuyo significado real se modera. Para otras, el fuerte impacto emocional, la movilización y la efervescencia colectiva son un estímulo para recuperar el buen nombre de los suyos y fortalecer los lazos con sus comunidades o salir del silenciamiento al que se han visto sometidas durante décadas.
También la Comisión es testigo de que estos procesos son algo muy positivo, pero a la vez movilizan los sentimientos de pérdida, mientras traen el recuerdo de los que ya no están o el sufrimiento vivido, con el contraste con sus propias vidas. Muchas veces las víctimas se confrontan con versiones simplistas o genéricas, con explicaciones que no colman sus expectativas o no terminan de canalizar el malestar y la rabia acumulada. Todos estos procesos son normales, y van a seguir formando parte del camino de salida de la violencia en Colombia. No son el punto final, sino una parte del camino; necesitan un seguimiento en el futuro y potenciar los aprendizajes para otros casos, problemáticas y víctimas.
Esta dimensión de procesos también lleva a moverse de los lugares que han sido precisamente desde donde se han empujado estas luchas por la verdad y el reconocimiento. Los esfuerzos del movimiento de víctimas y de derechos humanos durante muchos años han sido parte de lo que llevó incluso a la propia creación de la Comisión de la Verdad y las instituciones del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (Sivjrnr). Las formas de organización y de memoria, que se han mantenido en pequeños grupos con una fuerte cohesión y demandas al Estado o a los responsables, han pasado en estos procesos a ser parte de una visión más amplia; ahora forman parte de una demanda social y una experiencia colectiva y se mueven también hacia adelante. Esta dimensión de proceso pasa también por generar oportunidades y programas de apoyo que acompañen a las víctimas y ayuden a integrar estas experiencias.
Una respuesta de reconocimiento del propio Estado y sus instituciones no solo es una obligación, vistas las dimensiones de la tragedia, sino que es un paso fundamental para ayudar también a las víctimas a moverse hacia adelante. Honrar una por una a cada víctima con un minuto que reivindique su nombre y su historia haría que Colombia estuviera 17 años reivindicando sus vidas. Es la totalidad del cuerpo de la sociedad la que tiene que autorreconocerse en lo intolerable de sí misma. Todo ello es un desafío nuevo para Colombia, donde los mecanismos de justicia transicional no pueden solos dar respuesta a la totalidad de las demandas de las víctimas y la necesidad de reconstrucción social, pero constituyen un aporte fundamental para ello. La política que el Estado debe implementar para ello debe contar con la implicación y las formas de participación de la sociedad.
La Comisión no tiene un modelo de reconciliación propio para el país, pero ha avanzado en un proceso en el que se pueda dialogar sobre sus diferentes sentidos, se esclarezcan verdades fundamentales para la transformación que Colombia necesita y se den pasos para la superación de las fracturas sociales producidas por la guerra y la exclusión.
1.4.3. La dimensión ética de los cambios posibles
El trabajo de la Comisión ha mostrado que aun en un contexto de enormes resistencias al cambio, se necesita transformar el pragmatismo instrumental de que lo que es bueno es lo que es útil para mis objetivos, independientemente de la ética de derechos humanos y respeto por la dignidad.
De tal manera que urge reconstruir una relación ética entre la gente, donde la vida y los acuerdos mínimos para cuidarla sean respetados por todos. Potenciar una conciencia social sobre «el bien y el mal», no mediatizada por la mentira o la complicidad. La negación o evitación ha cumplido un papel de legitimación de la guerra, ya que evita confrontarse con las consecuencias de las acciones de violencia o violaciones de los derechos humanos. Urgen cambios en la posición del Estado, de los líderes políticos y de las propias instituciones, reconociendo o asumiendo los hechos. Validar y afirmar lo que se ha vivido facilitará la posibilidad de una comunicación efectiva entre los ciudadanos.
Es imperativo que en Colombia se instauren elementos de una ética civil que tenga un referente unificador en la dignidad humana y en la armonía con la naturaleza que realce el valor de la vida, y que el reconocimiento del otro y la verdad sean pilares del diálogo democrático. Ese diálogo no dictado por sabios, sino como si fuera una ley aceptada e incorporada en la identidad misma de las ciudadanas y ciudadanos colombianos, independientemente de las etnias, el género, la religión, el agnosticismo, el ateísmo, las clases sociales y las diversidades culturales. Una ética de la responsabilidad que no se apropia solo de los actos, sino también de las consecuencias sociales de los actos, y en tal sentido es distinta de las éticas de intereses (el dinero, el poder, el prestigio) o de las éticas de principios que se ponen por encima de la gente.
La dinámica de un conflicto armado o violencia colectiva lleva fácilmente a una mentalidad que justifica las actuaciones contra el otro grupo (rigidez ideológica, deshumanización del otro, justificación basándose en un bien superior, etc.), por lo que se hace necesario romper esas justificaciones y hacer del reconocimiento un camino de recuperación colectivo. La experiencia de muchas víctimas que se han identificado entre sí por su sufrimiento y su capacidad de resistencia le muestra un camino a la sociedad que debe ser parte de la política de Estado, la educación y la prevención. Sus experiencias positivas, así como las de las comunidades que han enfrentado la guerra manteniendo su proyecto de vida y de las organizaciones sociales y de derechos humanos que han sido la punta de lanza de la defensa de la vida en Colombia, deben ser incorporadas en la educación y en un trabajo conjunto del Estado y la sociedad civil como parte de esas bases para la reconstrucción de la convivencia y el fortalecimiento de la democracia.
1.4.4. Cruzar las fronteras de la solidaridad
Este desafío de quebrar la polarización también teje las relaciones políticas, vecinales o locales. Los gestos de solidaridad de «este lado» por parte de representantes políticos, víctimas o personas «representativas», con los otros del «otro lado», muestran categorías cruzadas y la posibilidad de tener una perspectiva crítica con las violaciones de derechos humanos, aunque sea las ocurridas contra supuestos adversarios políticos o personas con otra ideología o sensibilidad política. Los gestos demostrativos de personas que son capaces de ese cruce de sensibilidades, si bien no son mayoritarios en un conflicto, se han dado también en el caso colombiano y muestran un horizonte de humanidad y una lección moral que ayudan a despolarizar las relaciones como pasos para una construcción colectiva. Estas experiencias, como la de la participación de las diferentes víctimas en la Mesa de la Habana, muestran un enorme potencial transformador que debe impulsarse en las políticas de verdad y memoria que se pongan en marcha tras la Comisión.
Muchas víctimas sienten como un agravio que sus perpetradores o quienes los apoyan políticamente no hayan reconocido el daño ni hayan rechazado la violencia. Este reconocimiento es básico para promover un cambio y tendrá que darse en algún momento de un proceso de paz que necesita profundizarse y extenderse a otros actores. El reconocimiento supone pasar «al otro lado» con un mensaje de respeto y de verdad. Un paso factible ha sido el reconocimiento por parte de quienes fueron dirigentes de las FARC-EP y de exmiembros de las AUC del dolor infligido, así como un examen crítico y un desmarque de la violencia junto al reconocimiento individual de muchos militares comparecientes ante la Comisión y la JEP. Sin embargo, se requiere también un reconocimiento institucional por parte del Estado y de los líderes políticos y económicos que apoyaron las acciones de guerra sucia y las violaciones de derechos humanos.
1.4.5. Terminar con las valoraciones morales que estimulan la guerra
La visión de la guerra incluye la lectura de diferentes planos e implica frecuentemente una valoración moral que justifica las acciones, pero cuando se contrasta con los hechos vividos (masacres, ejecuciones, desapariciones forzadas, violencia sexual), pone en evidencia muchas veces no solo la profundidad del daño, sino además la banalidad de las explicaciones. Para quienes han creído que se trataba de una guerra justa, se esperan héroes. Para quienes piensan que es una guerra injusta, se dirá probablemente que los responsables son psicópatas o terroristas. Pero hay otras lecturas frecuentes, como «ha cumplido con su deber» o «la situación lo llevó a ello». Frente a todo esto, el examen crítico del pasado y una política sostenida de reconocimiento de la verdad y memoria para la no repetición son claves para prevenir la violencia.
La falta de evaluación de las violaciones conlleva una exaltación moral de los hechos o de los perpetradores. Las acciones supuestamente heroicas del Ejército mostraron que lo presentado como resultado de la guerra era en realidad una muestra de la barbarie. Las acciones indiscriminadas de las FARC-EP no fueron errores, sino violaciones cometidas contra la población civil. Los horrores cometidos por los paramilitares no tienen justificación alguna y se extendieron mientras eran vistos por el Estado y parte de la sociedad como «un mal menor». El camino del reconocimiento impulsado por el proceso de paz de llamar a las cosas por su nombre y mirarse en el espejo de la verdad será saludable para Colombia y contribuirá a la democracia y a la despolarización.
1.4.6 Despolarizar las actitudes y creencias
El papel de los medios de comunicación ha sido clave en la investigación de las violaciones de derechos humanos y del DIH, pero también lo ha sido en la reproducción de los estereotipos que contribuyen frecuentemente a la polarización social. Las maneras de hacer esto son la representación dominante de unas violencias frente a la minimización de otras, el uso de pánicos morales («es una humillación a las víctimas», «es una traición a la patria»), la estigmatización con categorías de enemigo («no hay diálogo con terroristas») o la tergiversación de las situaciones utilizando elementos emocionales («es un engaño», «se van a tomar el poder»).
Frecuentemente los medios sobrerrepresentan dicha polarización política como si no existieran factores de cohesión social, experiencias de diálogo o de reencuentro con el otro. Y esa sobrerrepresentación tiende a plantearse como «la realidad» dado que opera socialmente y se reproduce en comentarios, opiniones, revistas y artículos, recreando la realidad como una sola o sobredimensionando algunas realidades sobre otras. Los medios tienen una enorme responsabilidad, no solo deben brindar la información fidedigna y comprobable y ofrecer distintos puntos de vista, sino también deben evitar la reproducción de tabúes (aquello de lo que no se puede hablar), el lenguaje valorativo y los prejuicios o la difusión de estereotipos del enemigo; además, deben proporcionar información sobre experiencias positivas de encuentro o reparación.
Para contribuir a la despolarización social, el cambio parte de fortalecer un compromiso de los medios de comunicación y de los ciudadanos en la comunicación directa a la que todos tenemos hoy acceso, ya sea la de los medios propios de comunicación a través del chat con personas o grupos cercanos, o con redes sociales como Facebook o Twitter por donde corren frecuentemente el odio y la estigmatización. Hay cosas que pueden cambiar muy rápido en un proceso de paz cuando cambian las condiciones y se tiene voluntad política, como pudo verse en el primer año del acuerdo de paz con las FARC-EP, pero también es fácil volver a los viejos esquemas que se han mantenido durante mucho tiempo.
1.4.7 Los procesos territoriales
Si bien una Comisión de la Verdad genera un proceso colectivo de ámbito nacional, los tiempos nacionales y locales no van al mismo ritmo, ni siguen las mismas reglas. La Comisión es testigo de cómo la situación en muchos territorios del país -después de un primer año en que las comunidades empezaron a sentir una disminución de la violencia y una mejora de su situación- empeoró sus condiciones de seguridad, por el cuestionamiento al proceso de paz, la lenta respuesta de un Estado civil para llegar a los territorios, la ausencia de una política territorial de paz de la mano de las comunidades -como es el caso de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), que deben llevarse a una política amplia en las regiones- o el quiebre de iniciativas que empujaran hacia la ampliación de la paz y mecanismos de sometimiento a la justicia. La paz es territorial o no es paz en Colombia, y esto supone un nuevo modelo de articulación del Estado, las regiones y territorios, de forma que el enorme potencial de las comunidades y del país revierta en un Estado y en un régimen político incluyentes, que son la base de la democracia.
Es fundamental tener en cuenta, por una parte, que la violencia ha afectado al tejido social local, y por la otra, las consecuencias que ha ocasionado en los recursos locales y en las actitudes personales, todo mediado por la cultura de cada lugar. Los poderes públicos deben articular espacios para la participación de las víctimas, de los movimientos sociales, de las comunidades y de los territorios para establecer políticas claras que valoricen y refuercen las experiencias positivas situadas, por ejemplo, en convivencia política y social y para ejercer un lugar pedagógico en la sociedad.
La Comisión considera imprescindible favorecer un escenario de búsqueda del fin de la violencia y de salidas políticas al conflicto y a las violencias que aún persisten, así como favorecer los procesos de reintegración de excombatientes, por un lado, y de población desplazada o exiliada, por el otro, con respeto y sensibilidad, pero fuera del marco de la confrontación y la focalización mediática.
Es probable que haya un nivel importante de conflicto político o discrepancias que se mantengan en algunas comunidades o en la propia sociedad, lo cual muestra las dificultades, pero no invalida el proceso. La (re)conciliación[45] local no va a llevar al acuerdo directo, ni al olvido o al perdón, sino más bien a la aceptación de que se puede coexistir. Colombia cuenta con un enorme potencial en las regiones y experiencias comunitarias y locales que deben ser tenidas en cuenta en el proceso de reconstrucción.
1.4.8 Del logro de la paz al camino de la (re)conciliación
Frente a los discursos de «vencedores y vencidos» que se han extendido desde la guerra hasta los intentos de construcción de paz, es importante cambiar la imagen de la realidad planteada como un proceso de suma cero (unos ganan otros pierden) por la de un acuerdo posible: todos ganan, o por la de cooperación, aun manteniendo los diferentes intereses y logros. Es decir, enfatizar el logro de la paz, el respeto a los derechos humanos y la reconstrucción de la convivencia. Los líderes políticos, gobierno, partidos, gremios económicos, sindicatos y movimientos sociales tienen una responsabilidad histórica para dar los pasos en un gran Acuerdo Nacional que ponga estos elementos en sus prioridades políticas.
Sabemos que las sociedades no siempre se (re)concilian como pueden hacerlo las personas, pero se necesitan gestos públicos y creíbles que ayuden a dignificar a las víctimas, enterrar a los muertos, buscar a los desaparecidos y superar la violencia. Los diferentes significados de esta reconciliación no pueden verse como volver a relaciones de dominación o explotación o marginación preexistentes, sino como un proceso de transformación de las relaciones y de las condiciones de exclusión existentes.
Para hacer ese camino se necesita acabar con la violencia, brindar condiciones de seguridad y distensión y tener voluntad política por parte de instituciones del Estado, los gobiernos nacional, departamentales y municipales y otras autoridades. Pero también es necesario tener la fuerza y la coherencia requeridas para superar estereotipos y actitudes excluyentes entre distintos grupos sociales o fuerzas políticas. Sin un cambio de cultura política no solo disminuyen las posibilidades de unir fuerzas que provoquen cambios sociales, sino que, además, se corre el riesgo de nuevos procesos de confrontación y división que pueden afectar gravemente el tejido social.
La agenda para el futuro que sale de la escucha, el análisis de las experiencias y los reconocimientos e investigaciones de la Comisión tiene que poner el énfasis en una política sostenida en el tiempo que active la implicación de la sociedad civil, de los movimientos sociales, de las comunidades y de diferentes sectores económicos y políticos, en una alianza transformadora que aborde los problemas estructurales que señala la Comisión de la Verdad y las dimensiones de lo que supone esa reconciliación, como rehacer la convivencia, respetar los derechos de las víctimas y construir una ideología no racista ni excluyente. Será un nuevo consenso social de respeto a los derechos humanos que se exprese en los cambios políticos que Colombia ha tratado de hacer desde hace décadas y que tiene ahora la oportunidad de llevar adelante.
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2. POR UNA DEMOCRACIA SIN VIOLENCIA[46]
La guerra que vivió Colombia desde los años sesenta del siglo pasado fue una disputa por el poder político, la democracia, el modelo de Estado, la tenencia de la tierra, el control del territorio y las rentas[47]. Esta guerra es diferente de la Violencia de mediados del siglo pasado, que era un conflicto entre los partidos políticos, y es diferente también a los conflictos armados que persisten en algunos territorios, cuyas dinámicas son una mezcla de objetivos políticos y económicos[48]. Este texto se concentrará en el problema de la democracia, y otros lo harán en los demás aspectos. La lucha alrededor de la construcción de la democracia es el aspecto central de este hallazgo de la Comisión.
Este conflicto terminó sin vencedores -aunque sí con beneficiarios- y con un saldo de víctimas de proporciones bíblicas: más de 9.000.000, de las cuales cerca de medio millón fueron asesinadas y más de 100.000 fueron objeto de desaparición forzada. Nueve de cada diez víctimas mortales eran civiles. La mayoría de estas eran habitantes del sector rural. En la guerra los campesinos, las comunidades indígenas, negras y afrocolombianas no solo perdieron la vida sino, en muchos casos, la tierra, y han tenido que luchar sin descanso para ser incluidos en el proyecto de nación.
Esta no fue, pues, una guerra entre ejércitos combatientes sino una en la que las armas apuntaron contra seres humanos en estado de indefensión. Los datos arrojan que fue una guerra de violencia selectiva y masiva, en la que primó el objetivo de destruir los apoyos - reales o imaginarios- de la contraparte, para horadar sus bases políticas. En consecuencia, el campo del «enemigo» se ensanchó a tal punto que, en el clímax de la confrontación, a finales de los años noventa, se arrasaron pueblos enteros con el objetivo de destruir los apoyos humanos, ocupar y controlar los territorios, los corredores y las rentas. El conflicto armado se ensañó contra la población civil.
Más allá de la destrucción física, esta larga guerra dejó una herida que sigue abierta en el alma colectiva. El miedo, el odio, la venganza, la rabia, el resentimiento, el dolor, la impunidad, el señalamiento y la deshumanización han lesionado la vida comunitaria y la confianza entre prójimos. Miles de familias y comunidades viven aún en duelo por sus seres queridos.
La democracia ha sido violenta. Se ha desarrollado más desde las trincheras ideológicas que buscan la destrucción física y moral del adversario, que desde el diálogo constructivo. La violencia ha sido el recurso de sectores de la derecha y de la izquierda para suprimir a los competidores. La guerra, con sus silencios, con sus estigmas, con sus mentiras, erosionó el clima de la controversia pública, a tal punto que se confunde al contradictor ideológico o político con un enemigo. Muchos líderes murieron acribillados por su pensamiento o tuvieron que salir al exilio para proteger sus libertades políticas más básicas.
Pero, así como dejó un país de víctimas, esta guerra también deja la pregunta por el campo de quiénes infligieron el daño. El conflicto armado interno, de naturaleza política, articuló diversas violencias: desde las disputas por las esmeraldas, pasando por las de las drogas ilícitas, por las de rentas del Estado, las de los conflictos laborales, urbanos o agrarios, por la tierra, hasta las de género y las más estructurales como las asociadas al racismo.
La guerra en Colombia se configuró desde el campo político y desde él se condujo la acción de la fuerza pública. Fue una guerra profundamente racional en la que el uso de la violencia se reguló o desreguló según el logro de objetivos o intereses relativos al poder. En esa medida, fue un juego de interacciones en el que los actores se moldearon mutuamente en una dialéctica incremental de impiedad. Al comienzo, consistió en el enfrentamiento de grupos marxistas o revolucionarios alzados en armas en busca del poder estatal de manera paulatina (acumulando fuerzas) o súbita (insurrección), contra un Estado en formación, dominado por sectores políticos y élites tradicionales que, a pesar de sus contradicciones internas, defendieron el statu quo a través de un reformismo acotado.
El Estado se ha construido en medio de la guerra y su carácter se ha forjado en una fuerte tensión entre legitimidad, legalidad y crimen. Probablemente no existe una descripción más exacta que la de un «orangután con sacoleva»[49]. La compleja relación entre fines y medios ha llevado a que, en ciertas coyunturas, algunas instituciones del Estado hayan cometido todo tipo de violaciones de los derechos humanos (DD. HH.) e incurrido en actos de corrupción tolerados y justificados incluso por intrincados mecanismos legales[50]. Esto explica, en parte, la oprobiosa impunidad que ha cubierto a los poderosos y a quienes han sido decisores durante la guerra.
No todo el Estado ha llegado a ese punto, sin embargo. Hay que reconocer que en esa dialéctica el sistema de pesos y contrapesos ha sido crucial para que las instituciones no naufraguen. Algunas de ellas lo han hecho y se aferran a endebles tablas de salvación en medio de la tormenta, pero muchas han servido como defensa o soporte en contra de las violencias del conflicto.
¿Y la sociedad qué papel ha desempeñado? Si bien no se puede decir que esta haya sido una guerra civil en términos de bandos significativos de la comunidad política, alzados unos contra otros, sí fue una guerra irregular que transcurrió en medio del juego de poder, representaciones e intereses de diferentes personas y grupos de la sociedad civil.
La sociedad no fue un testigo mudo e inerme. Con diferencias de tiempo, modo y lugar - y, por supuesto, capacidad de incidencia-, el papel de los ciudadanos colombianos fue determinante para elegir entre guerra o paz, entre cierre y apertura de la democracia, entre compasión e indiferencia. Lo primero que se debe reconocer es que la sociedad colombiana aprendió el ejercicio de la ciudadanía en medio de las balas. Puesto de otra manera, la democracia se fue construyendo en medio de los espacios que dejaba la guerra.
Es claro que el rol de la sociedad civil en todas sus formas ha sido determinante para ponerle fin a la guerra y lograr la paz. Primero, con el voto. El Frente Nacional, la Constitución de 1991 y luego con la defensa del Acuerdo de Paz de 2016 en las calles, cuando estuvo en riesgo de ser implementado. La política, a pesar de su decadencia, sigue siendo para los colombianos (y para el mundo) el mayor instrumento de cambio social.
Un segundo elemento ha sido la participación directa que ha impelido y empujado las reformas. La voluntad política para el cambio y la paz ha sido construida en el debate público y con la movilización social. Paulatinamente, y en idas y venidas, esa ciudadanía que se ejerce de manera directa ha logrado un espacio en la democracia.
Y un tercer factor: nunca han sido posibles la reforma ni la paz, si no concurren a los procesos de cambio, de manera dialéctica, tanto sectores de las élites como de la comunidad que buscan empoderamiento. La paz en Colombia no se ha logrado nunca desde un solo lado. Democracia y paz son dos procesos que se retroalimentan. Así lo demuestra la historia del conflicto. Por eso, para que la democracia deje de ser restringida, formal y menos imperfecta, es necesario no solo acabar con la guerra, sino con la violencia. «No matarás» debe ser el primer mandamiento de la República de Colombia.
La Comisión de la Verdad entiende la democracia como un ideal normativo como un conjunto de valores y atributos, como arreglos institucionales que hacen posible la controversia pacífica, como la representación de diversos intereses en una sociedad plural y, por tanto, como un equilibrio en el uso del poder. En Colombia, el origen de la guerra se explica, en parte, por la ausencia y disfuncionalidad de estos elementos en la práctica. Luego, la guerra incidió en el colapso relativo de estos. La violencia hirió, impidió y deformó la democracia colombiana aun cuando estaba en proceso de gestación.
La democracia no solo implica el manejo político de los conflictos y la capacidad de construir mayorías en materia de representación: presupone la inclusión de todos los ciudadanos, su igualdad de derechos y libertades, su discernimiento informado, el respeto por la diversidad, el libre ejercicio de la oposición, el respeto por las minorías y la clara preeminencia del interés público sobre el privado. En ese sentido, la democracia es un proceso y un campo de disputa.
Entiende la paz más allá de su definición negativa. La paz no es solo el silencio de los fusiles sino la creación de condiciones para la libertad humana. Es un ideal que también requiere normas, valores e instituciones y, sobre todo, el ejercicio igualitario de derechos. Y entiende la guerra como el enfrentamiento eminentemente político que busca la destrucción del enemigo usando la violencia.
Si se observan los sesenta años de conflicto armado, se puede ver que el país tuvo momentos de cierre y apertura de la democracia marcados por la interacción entre la guerra y la paz. Los momentos en que se buscó la paz promovieron la inclusión y las reformas. No obstante, de manera reiterada, hubo periodos de contrarreforma institucional o violencia, y procesos de reciclaje de los conflictos armados -casi siempre, por ausencia de una paz territorial y un proyecto de reconciliación nacional- tras esos momentos luminosos.
Con todo, en Colombia se ha ido consolidando, de manera paulatina, un proceso de democracia: de menor a mayor inclusión y de mayor a menor violencia. Es un proceso incompleto e imperfecto, pero arroja luces sobre las acciones que el Estado debe emprender para lograr una democracia pacífica en lugar de una democracia violenta como la que ha vivido. Ese proceso de democratización ha sido empujado en particular por los sectores pacifistas de la sociedad civil que estuvieron en contra de las armas como camino para el cambio social.
2.1. Los tres momentos de la paz y la guerra
La democratización ha ido de la mano con la pacificación y las reformas tendientes a la consolidación de un Estado nación. En las últimas seis décadas, ha habido varios intentos por construir una paz estable y duradera. Por lo menos tres de ellos han terminado en pactos o acuerdos: el Frente Nacional, en 1958; el proceso constituyente, que culminó en 1991; y el Acuerdo de Paz entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), en 2016. En estos momentos convergieron diversos esfuerzos y aprendizajes.
El Frente Nacional (1958-1974) fue un pacto para acabar la Violencia, y para que los dos partidos históricos, Liberal y Conservador, regresaran al poder, luego de la dictadura conservadora-militar que duró nueve años. La Violencia se originó, en gran medida, por la incapacidad de alternar el poder de los dos partidos y el asesinato del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán; por el manejo «partidista» de un Estado débil y precario, en particular, el «Estado» local y regional[51]; y por la bonanza de la renta cafetera.
El pacto entre los dos partidos se propuso la pacificación política, el reformismo social y el desarrollismo en materia económica. Y aunque logró la pacificación -incorporó a los liberales de manera definitiva en el sistema político y cimentó un Estado que, en teoría, era capaz de irrigar la renta del café y otros productos en el conjunto de la sociedad-, su reformismo fue acotado.
En particular, los frenos que las élites políticas y económicas le pusieron a los intentos de reforma agraria no solo hicieron languidecer el ímpetu desarrollista, sino que también avivaron el fuego de los conflictos agrarios. A eso se sumó que los marcos mentales de la Guerra Fría hicieron que los múltiples conflictos sociales y políticos se trataran como asuntos de orden público. Desde principios del siglo XX, los gobiernos colombianos se alinearon con las doctrinas de seguridad de Estados Unidos. Durante la Guerra Fría, el Estado actuó alineado de manera disciplinada con esos intereses.
En la coyuntura que dio origen al Frente Nacional, también se produjo la incorporación de las mujeres a la ciudadanía plena a través del derecho al sufragio. En el plebiscito realizado el primero de diciembre de 1957, que aprobó por mayoría el pacto político, las mujeres votaron por primera vez. Este acuerdo también le devolvió la legalidad al Partido Comunista Colombiano (PCC), que había sido perseguido por la dictadura de Rojas Pinilla.
En sus primeros años, este diseño institucional logró apaciguar la violencia gracias a una combinación de factores: 1) garantizó la alternancia y la milimétrica repartición del poder entre los dos partidos mayoritarios; 2) promovió la rehabilitación de los territorios y los pactos de convivencia[52]; 3) creó instituciones democráticas como las juntas de acción comunal, y 4) propuso una reforma agraria, para la que se crearon instituciones como el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora)[53].
Durante el segundo gobierno del Frente, se desarrollaron operaciones militares enmarcadas en el Plan Lazo[54], tendientes a retomar el control territorial del Estado en las regiones donde subsistía la violencia. Estas eran, a grandes rasgos, las mismas en las que persistían conflictos agrarios sin resolver o en las que existía influencia comunista. Estas operaciones -con bombardeos, detenciones y acoso a los pobladores- fueron asumidas por el PCC como el leitmotiv para iniciar una nueva guerra y dieron origen a las FARC[55], pues, para entonces, el PCC ya había definido que su estrategia de toma del poder se basaba en la combinación de todas las formas de lucha: legales e ilegales, armadas y electorales[56].
Dado que el pacto que dio origen al Frente Nacional fue excluyente con las minorías políticas, quienes quedaron por fuera conformaron un nuevo campo de acción. Sectores de la clase obrera, estudiantes, campesinos y pueblos étnicos rompieron amarras con los partidos tradicionales y se articularon a proyectos de izquierda en una amplia gama de matices que iban desde los partidos legales y electorales, como el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), la Alianza Nacional Popular (Anapo), el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR), hasta las guerrillas, que emergieron en ese contexto de democracia restringida. Las FARC, el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) tuvieron influencia en ese amplio y plural campo de la izquierda. Eran tiempos revolucionarios donde la lucha armada estaba en auge en muchos países de Latinoamérica, África y Asia.
Hasta finales de los años setenta, el conflicto fue mucho más dinámico en lo social y político que en lo armado[57]. Sin embargo, el régimen bipartidista no estuvo a la altura de las reformas que se requerían para evitar una radicalización de los sectores sociales y de algunas izquierdas. En particular, el hecho de que sectores muy influyentes de ambos partidos se hayan unido para sabotear la reforma agraria que había impulsado Carlos Lleras Restrepo, con fuerte apoyo campesino, generó la sensación de que el reformismo tenía un espacio muy limitado en el sistema colombiano y significó una gran frustración para el campesinado sin tierra.[58]
Esta nueva realidad de inconformismo social no fue resuelta de manera democrática. De hecho, los gobiernos del Frente Nacional usaron y abusaron del estado de sitio y de la represión para enfrentar el malestar de las personas. De dieciséis años que duró este acuerdo, diez transcurrieron bajo estado de excepción. Esto implicó entregarles facultades del gobierno civil al estamento militar, lo que derivó en graves violaciones de los DD. HH. La fuerza pública y organismos de inteligencia, como el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), actuaron con relativa autonomía, protegidos por el fuero y las facultades de la justicia penal militar, que incluso les permitió juzgar a los civiles.
Toda esta dinámica de los años sesenta y setenta estaba arropada por las narrativas conspirativas de la Guerra Fría, que influyeron en Colombia como en todo el continente, con su concepción del «enemigo interno». Esta doctrina contrainsurgente se expresó en la estigmatización del movimiento social y en el tratamiento militar de los conflictos políticos.
En ese mismo periodo, las izquierdas radicales, adheridas a corrientes internacionales (soviéticas, cubanas o chinas), le otorgaron a un régimen semicerrado -que lo era, aunque no herméticamente- la razón fundante de una guerra insurgente. Izquierdas armadas denostaron la ruta de las reformas, pues buscaban la toma del poder político por la vía de las armas y sustituir el régimen vigente por otro de carácter socialista, no necesariamente democrático. Así, apenas seis años después de creado el Frente Nacional, nacieron las guerrillas como expresión armada de proyectos revolucionarios. A las FARC se sumaron el ELN, que se concibió como una fuerza política y militar, y el EPL como brazo armado del Partido Comunista Marxista Leninista (PC-ML). Cada una de ellas tuvo una inserción regional diferente[59]. En los primeros diez años, estuvieron «acumulando fuerzas» usando la táctica de golpear y huir, en un esquema de «guerra popular prolongada» de largo plazo que no significó una amenaza para el régimen. Las prácticas tempranas de estas guerrillas estuvieron marcadas por el autoritarismo tanto dentro como fuera de sus filas.
La irrupción del Movimiento 19 de Abril (M-19) a mediados de los años setenta rompió la dinámica vegetativa de esas guerrillas[60]. Este grupo llevó la guerra a las ciudades y a las élites económicas y políticas. También construyó una narrativa nacionalista y democrática que atrajo a algunos sectores de las clases populares urbanas en un país que había cambiado demográfica, sociológica y políticamente. Esta fue alimentada por el fraude de las elecciones de 1970[61]. Posteriormente, el fin del Frente Nacional, y su extensión de facto con la presidencia de Alfonso López, radicalizó aún más los sectores sociales cuyas demandas de derechos no estaban satisfechas.
A finales de los años setenta se creó un escenario perfecto para el surgimiento de la insurgencia. Al menos cinco fenómenos contribuyeron a lo anterior: 1) el contexto internacional ofreció mensajes favorables para las revoluciones. Al triunfo de la Revolución cubana -que en realidad fue un caso excepcional- se sumó la derrota de Estados Unidos en Vietnam, la victoria de los sandinistas en Nicaragua y el auge de las guerrillas en Centroamérica. 2) El movimiento social se radicalizó ante la incapacidad del régimen de hacer reformas desde el Estado que generaran mayor equidad ante la realidad de que el sistema estaba conformado por redes clientelares de los partidos y las élites. 3) Las guerrillas decidieron tomar el poder por la vía armada e insurreccional, premisa que imperó en sus acciones entre 1978 y 1982, pero luego se extendió hasta 1990 (y más allá). 4) El gobierno de Julio César Turbay Ayala otorgó a la fuerza pública el poder y la libertad (acompañada de la impunidad) para frenar el campo insurgente con el Estatuto de Seguridad, lo que ocasionó graves violaciones de los DD. HH.[62]. 5) El narcotráfico irrumpió en el país como un actor político y económico, que encajó sin problemas en el sistema clientelista, con una doble articulación social: por las élites, a través del comercio de la droga y el lavado de activos; y por los sectores populares, a través de los cultivos y los ejércitos privados de violencia.
Este último factor fue quizás el más determinante de todos, dado que el cruce de caminos entre la guerra insurgente-contrainsurgente, y las guerras por y contra las drogas, es lo que explica en gran medida que el conflicto armado interno de Colombia se haya extendido por tres décadas más que los conflictos similares en el resto del continente. El narcotráfico contribuyó al escalamiento y extensión de la guerra y a la lumpenización de los ejércitos insurgentes, los paramilitares y los sectores de la fuerza pública involucrados en él.
Desde mediados de los setenta, se incrementó la violencia política, entendida como la eliminación del contradictor ideológico político. Esta aumentó ya no como el exterminio entre liberales y conservadores, sino entre aparatos armados de las izquierdas radicales y agentes del Estado (como el Ejército, la Policía y el DAS), o de las élites económicas y políticas. Las principales víctimas fueron miembros de organizaciones sociales campesinas, estudiantes y sindicalistas, que fueron asesinados en el contexto de las protestas sociales por agentes de la fuerza pública -en ocasiones, encubiertos bajo figuras como la Mano Negra, la Triple A[63], etc.- o directamente por grupos armados al servicio de gamonales locales. Muchos civiles también fueron víctimas de las guerrillas. Estas eliminaron a sus contradictores ideológicos y políticos dentro de la izquierda o a los que consideraban de la «derecha», «enemigos de clase»[64], informantes del enemigo o «sapos»[65].
La década de los setenta terminó con un gran cierre de la democracia. Las normas y políticas del Estatuto de Seguridad, dictadas por el ejecutivo, aceptadas por el poder judicial e implementadas por el sector castrense, construyeron como enemigo a los disidentes y críticos del régimen. De esa manera, se exacerbó la percepción de que, en Colombia, a pesar de que regía una democracia, los militares estaban por encima de la ley dada la alta impunidad y protección política que tuvieron sus actuaciones. Las violaciones de los DD. HH. por parte de estos -en particular la tortura, la desaparición forzada y las detenciones arbitrarias- fueron negadas o encubiertas. Estas permanecieron en la impunidad y golpearon la legitimidad del Gobierno y del Estado.
La democracia también se cerró debido a las guerrillas. Estas creyeron que, luego del paro cívico de 1977, Colombia estaba en una fase preinsurreccional y centraron todo su esfuerzo en construir ejércitos revolucionarios, radicalizar el movimiento social y generar un ambiente de ingobernabilidad que llevara a una crisis del régimen. El afán de hacer una guerra popular las llevó a que buscaran dinero a través de acciones como el secuestro, quizás la práctica más inhumana de las insurgencias. Como sucedió con las torturas cometidas por la fuerza pública, esta estrategia golpeó la legitimidad social y política de estos grupos.
2.2. Abrir la democracia
En los años ochenta, el presidente Belisario Betancur (1982-1986) diseñó por primera vez una ruta de ingreso a la democracia para quienes estaban en armas por fuera de ella. A partir de la experiencia del Frente Nacional y el contexto latinoamericano, Betancur construyó una ruta hacia la paz con varios pilares: 1) una apertura democrática que se expresó en la creación de movimientos legales para la insurgencia y sentó las bases de la descentralización con la elección popular de alcaldes y gobernadores; 2) un programa -el Plan Nacional de Rehabilitación- que construyera Estado y democracia desde los territorios, y 3) la resolución del problema de las drogas; esto es, la eliminación de los cultivos ilícitos, la desarticulación del narcotráfico a través de golpes a sus rutas y laboratorios, y la disolución de las alianzas de los capos con parte de la fuerza pública.
Una parte importante del sector económico, incluidos algunos dirigentes gremiales, estaban en contra de la paz de Betancur. Lo mismo ocurrió con la mayoría de élites políticas y económicas locales; los narcotraficantes de todos los carteles, y el estamento militar. Este último se opuso a la amnistía y la tregua impulsadas por el presidente con el argumento de que entraban en contradicción con su mandato constitucional[66].
En varios momentos, la fuerza pública creyó que era posible la derrota militar de las guerrillas y que la democracia podía y debía sacrificarse, si era necesario para lograrlo[67]. De hecho, ante las denuncias del naciente movimiento de derechos humanos en el país, algunos de los más destacados generales adujeron que los controles institucionales les impedían ganar la guerra[68].
Por su parte, las élites económicas fueron reacias a los cambios que traería la democratización del poder político, si esto implicaba compartir los espacios de poder con las izquierdas. Esto sucedió, sobre todo, en sectores vinculados a grandes latifundios y la ganadería. El miedo al cambio de un modelo de la propiedad y, por ende, la pérdida de sus privilegios se impuso a la búsqueda de la paz de Betancur. Y sin el apoyo de los sectores económicos y los militares era poco lo que se podía avanzar.
Las élites políticas regionales, cuyo papel en el mantenimiento del poder central es crucial, también formaron parte de los «enemigos agazapados de la paz»[69]. Estas sintieron amenazado su poder con la irrupción de una izquierda legal, amparada por el Gobierno en el proceso de paz, justo cuando se abrían los espacios de la descentralización política y administrativa.
Las bases de la descentralización se sentaron en 1983. Cinco años después, esta se hizo realidad con la elección popular de alcaldes, que cambió la dinámica de la democracia. En ese contexto, las izquierdas irrumpieron con relativo éxito. La Unión Patriótica (UP), en particular, ganó alcaldías en municipios muy atractivos en términos de rentas y de los juegos de poder regional y nacional. No obstante, la guerra sucia impidió que la UP gobernara allí donde se la eligió democráticamente[70].
El narcotráfico también se opuso a la paz de Betancur. En perspectiva, lo que ocurrió a partir de 1982 fue que mientras a la guerrilla se le abrían las puertas para ingresar al sistema bajo el reconocimiento como actor político, al narcotráfico, que ya hacía parte de él, se le expulsó y se le redujo, en público, a la condición de criminal -en privado, sin embargo, se mantuvieron y profundizaron esas alianzas[71]-. En lugar de una presencia directa en los cargos directivos del Estado, los narcotraficantes mantuvieron relaciones con sectores influyentes de los partidos políticos, las élites económicas y la fuerza pública.
Todos los anteriores actores se unieron en contra de la democratización que trajo el proceso de paz de Belisario Betancur. En ese contexto, el paramilitarismo surgió como una respuesta violenta al cambio que se estaba produciendo. Narcotraficantes, sectores de la fuerza pública y de las élites políticas y económicas, en particular de algunas regiones[72], participaron en esa coalición cuyo fin era acumular poder y dinero, y defender el statu quo.
El proyecto paramilitar se configuró alrededor del movimiento Muerte a Secuestradores (MAS), financiado por 200 narcotraficantes del país, luego de que el M-19 secuestrara a Martha Nieves Ochoa, hermana de algunos de los más importantes miembros del Cartel de Medellín. Este luego dio paso a un fenómeno extendido en varios departamentos, cuyo epicentro fue, primero, el Magdalena Medio y, después, la región de Urabá y Córdoba bajo la sigla de «masetos» en la que se articularon miembros destacados de la fuerza pública: oficiales del Ejército, la Policía y el DAS, así como ganaderos afectados por el secuestro y políticos.
La mayoría de las guerrillas tampoco se tomaron en serio la oferta de «democratización» de Betancur. Un sector, que incluía el ELN, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria-Patria Libre (MIR-PL), nunca acudió a la paz. Estas guerrillas se unieron para impulsar la lucha social y política «extrainstitucional» y crear un poder alterno o popular[73]. El M-19 tuvo una postura ambigua: por un lado, estaba con el diálogo nacional y la paz, y, por otro, crecía militarmente y compraba armas al por mayor. El EPL y las FARC-EP adoptaron posiciones similares. El EPL aprovechó la ventaja política del proceso sin abandonar la aspiración de imponerse por las armas. Las FARC-EP, por su parte, aunque estuvieron más cerca de llegar a un acuerdo, en la práctica mantuvieron vigente su plan de tomar el poder por las armas.
En 1984, el Gobierno y las FARC-EP firmaron el Acuerdo de La Uribe con el que se le dio vía libre a la creación de la UP como una opción legal en la política para los guerrilleros. Esta se fundó como un instrumento para la paz y evidenció un momento donde primó la confianza. El supuesto básico de la paz de Betancur era que, si la UP encontraba un espacio en la democracia, no habría motivos para que los insurgentes siguieran en el monte.
La idea no alcanzó a probarse. Apenas los primeros congresistas del partido fueron elegidos, comenzaron a ser asesinados en un exterminio político que duró más de una década. Entre tanto, las FARC-EP aprovecharon el tiempo posterior al acuerdo para hacer proselitismo político y duplicar sus frentes en armas, apuntalados con los dineros obtenidos de los impuestos a los cultivos de coca en estos años, y en otros eslabones de la cadena más adelante.
En ambos casos -Gobierno y guerrilla- hubo algo de ingenuidad y también de traición. Así como las FARC-EP incrementaron sus capacidades de combate durante la tregua, el gobierno de Betancur no contuvo las acciones de la fuerza pública, los organismos de inteligencia o los paramilitares del MAS, a pesar de que su composición quedó develada públicamente desde 1983[74] cuando el procurador general de la nación reveló la lista de 163 personas, de las cuales 59 eran militares. La guerra sucia fue un factor -no el único- que impidió en ese momento la entrada a la democracia de los grupos en armas que percibieron en este una reacción violenta al proceso. Las guerrillas tampoco habían incorporado la lucha democrática como su horizonte. Más bien libraban una lucha que les llevara a la «toma» del poder político y la construcción de otro Estado y otro régimen político. Para todos los casos, el de la extrema derecha y la extrema izquierda, la combinación de armas y política resultó nefasta.
Así pues, el presidente que había diseñado el proceso de paz con precisión de relojero y que quería adelantarse para evitar una guerra civil se fue quedando solo. Esa soledad o, incluso, ausencia de poder real se materializó en los hechos del Palacio de Justicia. El despropósito del M-19 de hacerle un juicio a Betancur, arrasando con las Cortes, y el del Gobierno de no ceder ante la inminente necesidad de un diálogo, derivaron en el triunfo de la intransigencia. Las Fuerzas Armadas impusieron la retoma del Palacio así esta devastara las altas cortes del país, otro de los pilares del Estado. Más de 100 muertos y por lo menos once desaparecidos fueron el saldo atroz de esa decisión. Entre las cenizas del palacio quedó enterrada la posibilidad de una paz temprana, que le hubiese ahorrado a Colombia cientos de miles de muertes y sufrimiento.
El Palacio de Justicia cerró el espacio político de la paz. La guerra sucia arreció y se abrieron otros frentes de violencia como la guerra de un sector del narcotráfico contra el Estado y, en particular, contra la justicia. Durante el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990), era evidente que la violencia (no solo la guerra) era el mayor mal de la sociedad colombiana. Por esto, poco a poco se fue construyendo un consenso alrededor de que era necesaria una mayor democratización como antídoto contra ella[75].
Esa democratización de la sociedad colombiana no sucedió de inmediato, sin embargo. Esta debe observarse en trayectorias de largo plazo, complejas y dialécticas. Si bien el proceso de paz iniciado por Betancur no llegó a buen término durante su administración, la descentralización fue una de las reformas más significativas de la historia política del siglo XX en Colombia. En oposición a la guerra sucia desatada por la alianza paramilitar, con cálculo político y económico; del frenesí de una ofensiva «final» de las guerrillas; y de una arremetida violenta de los narcotraficantes, hubo un proceso de apertura gracias a una sociedad civil que empujaba hacia adelante.
Los movimientos contestatarios de las décadas anteriores habían dado paso a nuevos movimientos que buscaban espacios de participación. La ciudadanía se sentía estrecha en el diseño del Estado centralista, católico y de mano fuerte, consignado en la Constitución de 1886. Así, emergieron demandas por una reforma constitucional. No obstante, y al mismo tiempo, seguía corriendo sangre. En este, como en muchos momentos posteriores, en la misma mesa se jugaban partidas diferentes y contradictorias. Mientras la guerra sucia escaló con masacres y magnicidios, el Gobierno y sectores democráticos buscaron la reforma.
En ese contexto, resultó crucial que un grupo de guerrillas -M-19, EPL, PRT y Quintín Lame- cambiaran su lectura del momento y reconocieran que la lucha armada no era el camino y que con la violencia no construirían un mundo mejor. La negociación definitiva con estas guerrillas, consolidada entre 1989 y 1991, contribuyó a que convergieran las rutas de la paz y la reforma democrática.
En la arena quedaron tendidos algunos de los mejores líderes del país, que fueron asesinados bajo el sistema de la combinación de armas y la política, y del crimen como parte de la lucha por el poder. La mayoría de ellos, pero no todos, eran miembros de la oposición política y social al régimen[76]. Hubo un genocidio de todo un partido, la UP, y para las elecciones de 1990 habían sido asesinados cuatro candidatos presidenciales, incluido Luis Carlos Galán, quien era el favorito para ganar la Presidencia; Jaime Pardo Leal; Carlos Pizarro, y Bernardo Jaramillo. Todos ellos representaban, de una manera u otra, el cambio.
2.3. Paz, constituyente y Constitución
La Constitución de 1991 fue posible porque hubo cambios de paradigmas mentales y de propósitos políticos en todos los actores involucrados en la guerra. Se pasó de la intransigencia a la concertación, y del todo o nada a la búsqueda del mejor acuerdo posible. La política volvió a tener potencial transformador. Este acuerdo de paz, derechos, pluralismo y modernidad dejó claro que en Colombia sí había un camino para las reformas. O, en otros términos, que sin el tronar de los fusiles era posible entenderse.
Si la foto del Benidorm[77] era la de los dos patriarcas de los partidos Liberal y Conservador unidos en un pacto de pacificación, perdón y olvido, la foto de la Constituyente era la de sus herederos[78], más un tercero que representaba esa izquierda que entró a la democracia a través del diálogo. La Constituyente demostró que era necesaria la concurrencia de las diferentes corrientes para lograr una paz nacional y, sobre todo, acuerdos sobre lo fundamental. La Constitución de 1991 sentó las bases para una transformación paulatina del país. Hizo que la demanda de derechos políticos, pero también económicos, sociales y culturales, dejaran de ser calificados como subversivos y se convirtieran en parte esencial de la vida digna. Y, en breve, fue el fundamento para transformar la relación del Estado con los ciudadanos y consolidar instituciones democráticas.
Los años noventa significaron el reconocimento de derechos e ingreso a la democracia social y política de los pueblos étnicos, indígenas y afrodescendientes, y en particular el reconocimiento de sus territorios, formas de gobierno, cultura y derechos. La Corte Constitucional, creada por la Constitución de 1991, no solo defendió las libertades y derechos individuales y colectivos, sino que mostró un horizonte más allá del que la propia idiosincrasia colombiana podía ver en esta materia. La tutela empoderó a los ciudadanos. La democracia participativa alentó todo tipo de iniciativas locales y permitió que emergiera una ciudadanía deliberante. Se crearon partidos y movimientos en un amplio espectro de agendas e ideologías.
Muchos de estos movimientos, especialmente de las izquierdas, rompieron ética y políticamente con la lucha armada y se fueron consolidando como una opción de poder en medio de la más atroz violencia. Entre todos, pusieron una altísima cuota de sangre. Probablemente la mayor de todas, la pusieron la UP, los campesinos, los líderes políticos de todos los partidos, los sindicalistas y un largo etcétera dependiendo de la región y el momento. En medio de esa violencia, resistieron y lograron mantener viva y activa la democracia local y nacional. A esa resistencia civil se le debe reconocer un lugar en la historia como el capital social más significativo para la paz en Colombia: su verdadera infraestructura humana.
Después de la Constitución, sin embargo, vino la gran guerra. ¿Por qué? Con la Constitución de 1991 se incorporó a una parte de las izquierdas en el sistema político, pero la consecuencia intrínseca del nuevo pacto fue la ruptura también de las hegemonías partidistas tradicionales. La idea era que, para democratizar al país, también era necesario superar el bipartidismo.
La década de los noventa comenzó, pues, con una gran fragmentación política y con un Estado que impulsó la apertura económica sin lograr una gestión incluyente de ella y con consecuencias negativas para muchos sectores sociales, especialmente para los ligados a la tierra y los sindicales. Esto profundizó la descentralización para un Estado que no conocía a fondo su propio territorio y que vivía dos bonanzas: la del petróleo y la de la coca.
Hay por lo menos cinco factores más que explican la llegada de esa gran guerra. 1) A la competencia política se le sumó una fuerte competencia por las rentas lícitas e ilícitas, lo que se reflejó en las disputas por el poder local. Las guerrillas en particular se disputaron la coca y la minería, y desde los sectores en el poder, el incremento en los costos de las campañas incentivó la corrupción. 2) El narcotráfico se consolidó como un actor político-militar que financió y articuló una coalición contra las reformas y la democratización que se derivaban de la Constitución a través del proyecto paramilitar. 3) Una parte del país y de la población continuó excluida del pacto; y las guerrillas se afincaron precisamente en esos territorios marginados para continuar con el conflicto. 4) La guerra contra las drogas avivó el fuego de la violencia. 5) Y la idea de la paz como el silencio de los fusiles, y no como un proyecto de paz territorial y reconciliación nacional, primó entre las mayorías[79].
En su momento, muchos sectores advirtieron sobre el riesgo de una paz incompleta e intentaron no solo acercar a las FARC-EP, el ELN y lo que quedaba del EPL[80], sino a los grupos paramilitares hacia el proceso constituyente[81]. Esto no se logró. Por un lado, para algunos sectores reaccionarios, la Constitución abrió demasiado la democracia, por lo que era necesario cerrarla a tiros. Por otro, para las guerrillas de las FARC-EP y el ELN, la Constitución de 1991 no cambiaba nada de fondo. Los hechos muestran que hubo cierta resignación frente a esta paz parcelada. El abandono por parte del Gobierno de los diálogos de Tlaxcala, en México, con estas guerrillas que seguían en armas[82] y medidas como la creación de la Convivir[83] avivaron el conflicto.
En ese momento, las FARC-EP y el ELN fueron marginadas y también se automarginaron de la comunidad política. Más que combinación de formas de lucha, en esta etapa lo que hicieron las guerrillas fue erosionar los vínculos con los espacios representativos de la política legal y buscar la instauración de sistemas de control autoritarios en territorios bajo su influencia. En particular, la decisión de la FARC de erradicar el Estado en sus territorios fue una de las mayores amenazas a la democracia local recién inaugurada. Una dinámica opuesta a la del narcotráfico que ingresó al «establecimiento» con un éxito incremental a través de diferentes pactos con la clase política, algunas instituciones del Estado y sectores económicos, todo bajo la sombrilla del proyecto paramilitar, que expolió las finanzas del Estado local y nacional.
Vale la pena aclarar que, en Colombia, desde su origen hasta su final, la guerra fue una disputa ideológica en torno al modelo de Estado y sociedad, política en torno a ganarse el favor de las mayorías del país, y económica en torno a la disputa por rentas legales e ilegales. No hay fines ni medios puros. Más bien, en la guerra el balance entre fines y medios terminó a favor de los segundos. Eso explica en parte la profunda deshumanización del conflicto.
La descentralización y la apertura económica, las dos principales dinámicas del régimen durante los años noventa, pusieron al «territorio» como el principal escenario de disputa. La guerra en estos años fue una confrontación política entre la extrema derecha y la extrema izquierda, una disputa feroz por el narcotráfico, el petróleo, las rentas mineras, la tierra y la contratación pública; pero también por la representación de los territorios en el proyecto de nación y por los discursos y narrativas[84]. En este escenario, los territorios étnicos y las regiones de colonización campesina se convirtieron en corredores geográficos de la confrontación.
Para las guerrillas, ejercer el poder local las llevó a destruir y obstaculizar la actuación del Estado, el sistema político y el orden social establecido en esquemas de poder dual; es decir que en algunos territorios había dos autoridades: la del Estado y la de las insurgencias. Estos poderes duales fueron particularmente «exitosos» en regiones donde pudieron controlar las rentas antes mencionadas.
Así, el ELN se consolidó en Arauca y regiones de explotación de oro (Chocó, Cauca sur de Bolívar, entre otras) en las que hicieron pactos políticos con sectores tradicionales y expoliaron rentas públicas o se sumaron a la explotación ilegal de los recursos naturales[85]. Las FARC-EP se hicieron fuertes en la Orinoquía, Amazonía, el Pacífico y en general donde se producía hoja y base de coca; en los corredores por donde esta droga se movía y en los lugares por las que se exportaba. Allí también hicieron pactos e incrementaron no solo las acciones de guerra, sino la violencia política contra representantes, funcionarios e instituciones públicas, elegidos o nombrados.
Como respuesta a la guerra integral del presidente César Gaviria (1990-1994), las FARC- EP establecieron como su enemigo al Estado integral. Así, masacraron, secuestraron y exiliaron a alcaldes, concejales, diputados y congresistas. En esta coyuntura, y durante toda la década de los noventa, también cometieron asesinatos políticos motivadas por antiguas retaliaciones[86]. El enemigo ya no era solo el combatiente armado: la noción del «enemigo» se extendió incluso a periodistas, académicos, ministros que ellos consideraban parte del establecimiento[87].
La vía de acceso al poder ya no era la «toma armada del aparato central». Es decir, no era llegar a Bogotá en carros de guerra, como lo hicieron los cubanos en La Habana o los sandinistas en Managua. Las guerrillas comprendieron que el poder local y regional es el factor determinante del poder en Colombia. Su estrategia en los años noventa fue, por tanto, acumular este poder en las regiones donde podían dominar; pelear a sangre y fuego donde había campos en disputa; e intentar colapsar la gobernabilidad donde sus fuerzas oponentes eran hegemónicas[88]. Hacer, como dijo alguna vez Laureano Gómez, invivible la nación.
Por su parte, el proyecto paramilitar se revitalizó con las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) y las AUC. Desde los más tempranos años noventa actuaron en contra de las nuevas fuerzas que se disputaban la democracia. Las ACCU fueron una secuela de los Pepes, luego de que un grupo de narcotraficantes se aliaron con el Estado para dar muerte a Pablo Escobar. Fueron un proyecto de carácter militar, político y social de extrema derecha que, aunque en principio fue regional, fue replicado en todo el país como AUC.
La violencia paramilitar no fue, en principio, indiscriminada. Esta estuvo, de hecho, racionalmente orientada a herir a las fuerzas de cambio social que emergían en el nuevo contexto de apertura democrática. En particular, se atacó a la UP, cuyo genocidio se consolidó en los años noventa, a los movimientos regionales y a las expresiones más políticas del movimiento social[89]. En Urabá, por ejemplo, el paramilitarismo logró revertir la ventaja política de la UP. Este cambio se dio en medio de la guerra entre las FARC-EP y un sector de desmovilizados del EPL que se unieron a los paramilitares de las ACCU. Este enfrentamiento facilitó un dominio hegemónico de los paramilitares, quienes pactaron con los sindicatos, algunas empresas, así como con la fuerza pública y gran parte de la sociedad civil. Para ello, usaron la violencia, el constreñimiento, la compra de conciencias y el pacto político. En el mismo sentido, en todo el Caribe, gran parte de la expansión paramilitar se hizo arrasando con los líderes de la izquierda democrática[90]. Lo mismo ocurrió en Norte de Santander, Meta, Antioquia y el Magdalena Medio, por mencionar apenas unas regiones. La disputa militar y política fueron dos caras de una misma moneda. Se entraba con las armas y se consolidaba con la política o, en contraposición, los políticos atraían a estos grupos armados para garantizar un poder sin democracia.
En esa guerra, que entre 1995 y 2005 dejó el mayor número de víctimas en el país, se consolidó una contrarreforma agraria y se revirtieron algunos de los logros de la paulatina democratización, en algunos casos de manera temporal y en otros más prolongada[91]. Hubo regiones donde la competencia electoral se hizo inviable y otras en las que los derechos políticos como la participación ciudadana, la organización social, la libertad de expresión fueron constreñidas o desaparecieron del todo. Las AUC, así como las expresiones anteriores y posteriores del paramilitarismo, han significado la mayor destrucción de los avances democráticos del país, especialmente por su contenido ultraconservador y elitista.
Para finales del siglo XX, en una porción del país se había impuesto la coalición paramilitar. Esta también había logrado imponer una narrativa justificadora de la barbarie alrededor del muy cuestionable «derecho a la defensa». También, se había consolidado desde 1994 con las Convivir como una alianza en la que el narcotráfico ponía el dinero y los aparatos armados. Algunos empresarios y políticos asentaron las redes y mecanismos de acceso al poder de las instituciones. Sectores de la fuerza pública actuaron al lado de los paramilitares aportando información, moviendo tropas para dejarles libres el camino o, incluso, en operaciones conjuntas. La justicia -la penal militar y la civil- sucumbió a la impunidad, fue infiltrada por redes criminales y atacada desde adentro. Los paramilitares construyeron un modelo de Estado y de gobierno, y moldearon una fuerza política que llegó a representar más o menos el 30 % del poder en Colombia[92].
Al igual que el incremento brutal de todas las violaciones de los DD. HH. e infracciones del derecho internacional humanitario (DIH), todo lo anterior fue posible debido a la creciente fragmentación del poder producto de la crisis de gobernabilidad durante los gobiernos de Ernesto Samper (1994-1998) y Andrés Pastrana (1998-2002). Dicha fragmentación profundizó un rasgo esencial del régimen político colombiano: los pactos no siempre virtuosos del Estado nacional con las élites políticas y económicas regionales. En esa medida, es necesario relativizar la noción de que Colombia es un país presidencialista y centralista.
Durante los gobiernos de Samper y Pastrana hubo tanto avances en pro de la democracia y la paz, como decisiones que profundizaron la guerra. Samper, por ejemplo, ratificó los protocolos adicionales de los convenios de Ginebra[93] y creó gran parte de la institucionalidad de DD. HH., incluido el acuerdo con la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Durante su gobierno, sin embargo, se crearon las Convivir y se dio rienda suelta a la promiscua relación entre la lucha contrainsurgente y la lucha contra las drogas, lo que redundó en una compleja mezcla de roles dentro de la fuerza pública. Durante el gobierno de Pastrana, por su parte, se hizo un importante esfuerzo por lograr la paz a través de conversaciones con las FARC-EP y el ELN; pero, al mismo tiempo, los paramilitares consolidaron su poder militar, económico y político por todo el país, y la política de seguridad se mantuvo bajo la tutela de Estados Unidos con el Plan Colombia. Los diálogos en El Caguán se dieron al tiempo que ambas partes se preparaban para ganar la guerra en el campo militar, lo cual quedó en evidencia para el país y se constituyó en una frustración para quienes estaban en medio del fuego cruzado.
Durante esa época, las AUC se extendieron por todo el país con la misión de acabar con las supuestas bases sociales de las guerrillas. En respuesta a lo dicho por Mao Zedong de que las guerrillas debían moverse entre el pueblo como un pez en el agua, se buscaba «quitarle el agua al pez». Esa fue, en breve, la esencia de las políticas contrainsurgentes desde los lejanos años sesenta. Los paramilitares solo excepcionalmente se enfrentaron en combates con las guerrillas; y atacaron principalmente a la población civil a pesar de que esta, en la mayoría de los casos, no configuraba esas bases sociales de las guerrillas que imaginaban -la relación de las insurgencias con las comunidades fue (y es) predominantemente autoritaria, de hecho-
Al tiempo que arreciaban contra esa supuesta agua, los paramilitares se propusieron acabar con sectores críticos como defensores de DD. HH., periodistas, investigadores judiciales, etc. De esa manera, buscaron silenciar la democracia. La estrategia pronto pasó de ser selectiva a indiscriminada, de tierra arrasada. Se cometieron las peores masacres y se produjo un éxodo hacia las ciudades y un exilio masivo que ubicó a Colombia como una nación en crisis humanitaria. El despojo y el destierro propiciaron una reconfiguración del territorio favorable a una nueva ola de concentración de la tierra y un cambio, a veces oportunista, en la vocación productiva de la tierra de la que usufructuaron élites económicas tradicionales y emergentes[94]. Las guerrillas, en particular las FARC-EP, también propiciaron desplazamientos forzados y despojos por razones de control territorial y de captación de rentas.
En los años noventa, las normas de la Constitución de 1991 se ajustaban a un modelo de democracia, pero las instituciones, y, en particular, los arreglos entre ellas y los poderes de facto no tuvieron carácter democrático. Así, se deterioraron de manera dramática los valores y la cultura política.
Los objetivos de ambos bandos (insurgencia y contrainsurgencia) eran diferentes -los unos revolucionarios y los otros contrarrevolucionarios-, pero dependían de las mismas rentas, por lo que con frecuencia sus caminos se cruzaron en los diecisiete corredores de las economías ilegales[95]. Se enfrentaron, pero también hicieron pactos espurios[96]. Con frecuencia, los combatientes pasaron de un bando al otro, con solo cambiar de insignias[97]. Se igualaron en los métodos. Moral y éticamente se borraron las diferencias.
El Estado permitió por acción y omisión este desenlace. Los paramilitares fueron una red tupida de relaciones, pero el eje estructurante de esa coalición fueron narcotraficantes y miembros de la fuerza pública y clase política. Se trató de una coalición que no fue desautorizada realmente por los gobiernos. Aún más grave, parte del establecimiento político adoptó a las AUC como un interlocutor válido para hacer pactos y concertar apuestas electorales.
¿Era posible en un contexto como este una negociación con las FARC-EP y el ELN? Andrés Pastrana lo intentó y claramente se jugó todo su capital político en El Caguán. Se rodeó de los partidos políticos, los empresarios, la Iglesia, Estados Unidos, la comunidad internacional; es decir, todos esos factores de poder que tradicionalmente toman parte de las decisiones en el país. Pero cada uno de estos actores fue abandonando el barco a medida que observó que era un momento adverso para el Estado y quizás aun favorable para la insurgencia. La arremetida paramilitar para disputar el poder local a las guerrillas y la persistencia e incremento del secuestro, incluso en formas masivas e indiscriminadas, erosionaron las posibilidades de un avance. Ambas partes, como en el pasado, se preparaban para la guerra mientras hablaban de paz. Este fue un segundo momento que dejó en evidencia que, cuando los acuerdos de paz son el plan b de una o ambas partes, es difícil que tengan éxito.
Y, sin embargo, mientras la guerra estaba en su peor momento, la sociedad civil exigía un acuerdo inmediato de paz. Ese tejido social de participación y ciudadanía que había activado la Constitución de 1991 se manifestó en lo local y nacional con iniciativas como pequeñas constituyentes, pactos locales de paz, redes humanitarias e iniciativas territoriales de protección de la vida. Muchos fueron apoyados por sectores de la Iglesia, la sociedad civil y líderes políticos, tanto de izquierda como de grupos tradicionales, que apoyaban la salida negociada al conflicto armado. Mención especial merecen las movilizaciones de las mujeres en torno al derecho a la vida y la resistencia de los pueblos indígenas y afrocolombianos que también impulsaron ejercicios comunitarios como la «neutralidad activa» de la Organización Indígena de Antioquia o las misiones humanitarias a los territorios étnicos como Atratiando en el río Atrato, así como la Guardia Indígena para la defensa del territorio, y diferentes propuestas para la salida pacífica del conflicto armado.
¿Por qué, entonces, las guerrillas no se decidieron por la paz en un momento en el que el país clamaba por ponerle fin a la guerra? Los testimonios de los dirigentes de las FARC-EP contienen varios indicios. Primero, la renta de la coca era tal que hacía inviable acabar la guerra, no solo porque el aparato guerrillero mismo sostenía la economía en las regiones, sino porque alimentó la ficción de que, con recursos económicos, que redundaron en recursos bélicos y humanos, se ganaba la guerra. Segundo, a pesar de que El Caguán fue un lugar de diálogo, las FARC-EP estaban aisladas políticamente, por lo que sus relaciones con la población se centraban en lo militar y lo económico. Tercero, creyeron que con la revolución bolivariana en Venezuela se abría un espacio para la revolución en Colombia y para ser reconocidos como un grupo beligerante. Cuarto, pensaron que podían liberar territorios y construir un pseudoestado en el sur del país. Y, quinto, consideraron que el paramilitarismo -y todo lo que este representa- no les dejaría hacer la paz.
En el caso del ELN, las conversaciones en diversos momentos (gobiernos de Samper, Pastrana, Uribe y Santos) se han quedado estancadas en el punto de la «Convención Nacional», que para esta guerrilla es un ejercicio de democracia directa en la que, a la manera de una constituyente popular, diversos sectores rediseñan el régimen y el Estado. Este es un modelo de participación social que aún requiere ser abordado con una dimensión realista, si se quiere una paz completa y con arraigo territorial.
Para 2002, el entramado paramilitar -esa coalición violenta para acumular poder y dinero, conservar el statu quo y evitar la democratización, que se expresó en las AUC- creía que ya había ganado la guerra en los territorios integrados del país. Dominaban una parte considerable de las rentas ilícitas y del Estado, y se aprestaban para entrar al sistema político y económico. Se habían firmado los pactos de parapolítica y se habían legalizado por medio de empresas algunos de los «despojos» de tierra que eran el botín de guerra.
La democracia colombiana tenía las mejores normas posibles, cuidadosamente diseñadas en la Constitución de 1991, pero las instituciones estaban en medio de la guerra y al servicio de esta. Muchas sucumbieron bajo la violencia y la corrupción o desviaron sus objetivos para favorecer los intereses de quienes apostaban por la guerra y sus réditos, especialmente desde la extrema derecha. También fueron constreñidas, violentadas y espoleadas por las guerrillas en territorios bajo su control.
Pero quizá el mayor desafío para la democracia en este periodo oscuro fue justamente el deterioro de los valores y de sus atributos propios. Si el país había votado en 1998 masivamente por la paz, para 2002 había perdido completamente la fe en ella. Hizo carrera la noción de que una solución militar, así no tuviera un desenlace democrático, era deseable. De ese modo, se impuso la idea de sacrificar, sin más, democracia por «seguridad».
2.4. El desenlace de la guerra: ¿democrático o antidemocrático?
Entre 2002 y 2010, durante el gobierno del presidente Álvaro Uribe, se produjo una disputa político-ideológica que comenzaba a mostrar a Colombia como una democracia «normal». De un lado, se configuró un campo de derecha, liderado de manera unánime por Uribe. Del otro, un campo de izquierda menos homogéneo. Sobre la correlación de fuerzas entre ambos campos es interesante observar que, en 2002, Uribe ganó la presidencia con el 54 % de los votos en primera vuelta. Al año siguiente, sin embargo, perdió por default el referendo que convocó para transformar el Estado de derecho de la Constitución de 1991 en un Estado comunitario centrado en la figura del líder carismático. Ese mismo año, la izquierda, agrupada en el Polo Democrático Alternativo ganó la Alcaldía de Bogotá y se convirtió, junto a una también amplia centro-izquierda, en la fuerza mayoritaria de la capital, que representa por lo menos la cuarta parte de los votantes del país.
Uribe concentró todo su esfuerzo de gobierno en recuperar militarmente el control territorial donde las guerrillas lo tenían y de manera negociada para el caso de las AUC. Esta estrategia le implicó abrir dos rutas: la guerra contra los insurgentes y la integración política y económica del poder de facto que acumuló la coalición violenta contrainsurgente en cabeza del narcotráfico.
Los recursos del Plan Colombia, aprobado durante el gobierno de Pastrana, fueron centrales para fortalecer a las Fuerzas Armadas y rediseñar la estrategia contrainsurgente. Uno de los supuestos de este plan era que fumigando los cultivos de coca también se debilitaría el poder territorial de las guerrillas, que también había perdido zonas de control por la incursión paramilitar.
No obstante, si se observa con detenimiento, la disputa por el poder durante los dos gobiernos de Uribe no era entre este y las guerrillas, sino entre este y la gran coalición que tuvo a su alrededor -en las que confluyeron todo tipo de poderes regionales y las más tradicionales élites nacionales- y las izquierdas civilistas que estaban ganando espacio en la política. Esto fue así porque las guerrillas no tenían apoyo político en el país. Lo habían perdido hacía tiempo ante su obstinación en la vía armada. Así pues, un efectivo mecanismo de propaganda aupado desde el gobierno, de vincular discursivamente a toda la izquierda y sectores democráticos con la insurgencia, creó un escenario de polarización, irascibilidad e intolerancia como no se había visto desde las épocas de la Violencia. Esta construcción simbólica sirvió como mecanismo para justificar detenciones arbitrarias, estigmatización y, en muchos casos, violaciones de los DD. HH.
La guerra era un obstáculo para la democratización del país por cualquier lado que se le mirara, pero también era funcional al empoderamiento y la persistencia de la coalición violenta contrainsurgente. Las guerrillas, sus motivos y sus métodos perdieron toda legitimidad entre la población (esto se ha podido observar con claridad por lo menos desde 1996). Al mismo tiempo, su existencia y la confrontación daba legitimidad relativa a las acciones militares, políticas e institucionales del gobierno Uribe. Así fue como en Colombia se modificó la Constitución para permitir la reelección presidencial[98]. Ese «articulito» que se cambió estuvo a punto de romper el delicado diseño institucional del Estado colombiano y el equilibrio de poderes.
Para 2006, aunque Uribe fue reelegido de manera contundente, la izquierda se convirtió en la segunda fuerza política del país. El bipartidismo había realmente desaparecido. Lo que ocurrió entre 2006 y 2010 debe leerse como un momento crucial para la democracia en Colombia. Para entonces, no había duda de que las guerrillas estaban siendo arrinconadas militarmente, mientras el Estado recuperaba el control de las regiones «integradas» económicamente al país. La guerra se libraba entonces en las regiones selváticas, ricas en materias primas, territorios casi siempre de los pueblos étnicos indígenas y afrodescendientes, disputadas por grupos guerrilleros y otros de carácter esencialmente criminal como los grupos residuales del paramilitarismo.
La guerra se libraba entonces, y sobre todo, en las regiones selváticas, ricas en materias primas, territorios casi siempre de los pueblos étnicos y afrodescendientes. Estos se los disputaban grupos guerrilleros y otros de carácter criminal, como las estructuras residuales del paramilitarismo. El enemigo histórico del Estado colombiano, a la defensiva, comenzaba a diluir su peligrosidad y sus opciones de llegar o tomarse el poder se esfumaban.
La disputa por el tipo de régimen político, de Estado y de democracia se estaba desarrollando en estos años en la arena institucional. La Corte Constitucional atajó en 2006 la posibilidad de que los narcotraficantes, eje de la coalición violenta contrainsurgente, pudieran ingresar al sistema político y económico investidos como delincuentes políticos luego de las negociaciones entre el gobierno y las AUC que llevaron a su desarme parcial[99]. Al tumbar la figura de la «sedición» en la Ley de Justicia y Paz, la Corte le dio una estocada al corazón del proceso de desarme y legalización de las AUC. No podrían participar en política; sus bienes, que antes se pudieron considerar parte de una renta para sostener la guerra, quedaban expósitos; y, lo más importante, los jefes paramilitares podían ser extraditados, lo que efectivamente sucedió con catorce de ellos, en mayo de 2008.
La Corte Suprema de Justicia también investigó a la tercera parte del Congreso y a alcaldes, gobernadores y otros funcionarios que formaban parte de la coalición violenta contrainsurgente. Varios paramilitares evidenciaron los nexos entre el DAS y miembros de alto rango de la fuerza pública, en esa gran acumulación de poder que se había hecho mientras se libraba la contrainsurgencia. La otra pieza que se empezó a dibujar fue la del botín de guerra del que se habían apropiado importantes élites regionales: la tierra. Se mostró, por ejemplo, que instituciones llamadas a dar cuenta de la buena fe pública, como las notarías o el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) (que había reemplazado al Incora), se habían prestado para el robo de tierras.
Durante esta primera década del milenio disminuyó la violencia -aunque hubo un pico en 2007 por las ejecuciones extrajudiciales-, pero se deterioró el clima democrático, que fue pugnaz y rico en señalamientos, persecución y estigmatización. Las instituciones quedaron afectadas por la forma en que las lógicas y los intereses de la guerra entraron en ellas o se profundizaron. Un ejemplo es el Congreso, que nunca ha logrado hacer un pare o un examen autocrítico sobre las prácticas oscuras en las que han incurrido tantos de sus miembros. Esta es hoy una de las instituciones con menos credibilidad del país. La fuerza pública, los partidos políticos y algunos tribunales que no llegaron al fondo del problema tampoco reconocieron completamente lo sucedido.
Todas las guerras se ganan o se pierden en el campo político. Cualquier triunfo es vacuo si es ilegítimo, y la legitimidad está asociada a la dialéctica entre los medios y los fines. Las FARC-EP y el ELN perdieron la legitimidad cuando usaron métodos de terror, inhumanos y criminales para obtener sus fines, a pesar de que como rebeldes se les reconocieran en algún momento sus fines altruistas. Esto es aún más grave para el caso del Estado que también perdió. Los métodos ilegítimos son doblemente condenables si los practican las instituciones legalmente constituidas porque los ciudadanos han depositado en ellas su confianza. Además, porque el Estado funciona como un engranaje de pesos y contrapesos en los que cada institución tiene roles específicos para garantizar que no se presenten abusos de autoridad ni se violen los derechos del pueblo.
Aunque en la era Uribe las fuerzas del Estado ganaron la ventaja de la guerra y rompieron el equilibrio negativo de esta al comenzar el siglo, en 2008, las ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros del Ejército se convirtieron en el epítome del juego perverso que puso los medios por encima de los fines. Más aún, fueron crímenes cometidos para sostener una farsa: la de que al enemigo se lo vencía aniquilándolo físicamente, que cada guerrillero muerto demostraba que el país tenía mayor seguridad y que el Ejército era el héroe de esa gesta.
A lo anterior se suma que miles de millones de dólares del Plan Colombia no lograron detener el narcotráfico, ni mucho menos resolver el problema del control territorial. Allí, de hecho, pulularon de nuevo redes criminales y coaliciones violentas de carácter más local. La corrupción, que en la narrativa oficial estaba solo en las regiones, alcanzó incluso la Corte Suprema de Justicia, por mencionar solo un estamento nacional. Estas realidades, sumadas a otras de orden económico e internacional, abrieron las puertas para una salida negociada del conflicto armado interno con las FARC-EP.
En ese momento crucial, que bien se puede ubicar en 2010, el presidente Uribe quiso una segunda reelección con el argumento de que la insurgencia podía ser vencida de manera definitiva con cuatro años más en el poder. La Corte Constitucional evitó que esto sucediera[100].
2.5. La paz ¿estable y duradera?
Aunque Juan Manuel Santos ganó las elecciones en 2010 con el guiño y el capital político de Álvaro Uribe, la coalición de gobierno que formó o reestructuró estuvo desde un principio pensada en la negociación con las FARC-EP y el ELN. Por ello, Santos nombró una cúpula militar afín a ese propósito y enfocó su esfuerzo en materia internacional con esto en mente.
Su siguiente paso definitivo fue reconocer que en Colombia había un conflicto armado interno y unas víctimas que tenían derecho a ser reparadas y restituidas. Este reconocimiento quedó consignado en la Ley de Víctimas que les daba a las guerrillas el carácter político que se les había negado durante los años anteriores. Esta también reconocía intrínsecamente que el Estado había sido responsable de violaciones de los DD. HH. e infracciones del DIH, pues se reconocía la existencia de víctimas de este[101].
Santos no detuvo la ofensiva militar contra las guerrillas, pero le tendió un ramo de olivo a las víctimas y, por medio de este, formó una coalición diferente a la que lo había elegido. La alianza política con la que gobernó Uribe era para ganar la guerra contra las FARC-EP y legalizar el statu quo de la coalición contrainsurgente de la que muchos habían sido parte directa o indirectamente. Al cambiar esa coalición, Santos indujo una ruptura necesaria en las élites en el poder.
En la guerra en Colombia se habían cometido tantos y tan horrorosos crímenes que Santos entendió que ninguna victoria sería legítima si no se reconocían o resarcían parte de ellos. La acumulación de tierras a partir del fraude, la corrupción y la violencia ocupaba un espacio especial en ese ramillete. En esa medida, la restitución de tierras fue un reconocimiento institucional de que ese robo sí se produjo y se produjo con sangre.
La ruptura entre Uribe y Santos no fue solo narrativa o ideológica. Esta supuso una bifurcación en el modelo de Estado, de democracia y de sociedad. Al reconocer el problema de la tierra, Santos recogió el legado de López Pumarejo y de Lleras Restrepo. Y al admitir la existencia del conflicto armado, le hizo honor a una tradición política en Colombia: la del diálogo nacional, la que iluminó momentos como la constituyente, en los que la democracia colombiana dio saltos hacia adelante. Según Santos, la negociación y el ingreso de las FARC- EP a la política permitiría que territorios en los que el Estado era fallido pudiesen incorporarse paulatina y pacíficamente a la nación. En su visión, se trataba, en definitiva, de una paz con un poco más de democracia y con un énfasis en las víctimas y los territorios.
Para 2014, sin embargo, Uribe se oponía a las políticas y el gobierno de su sucesor. Allí se produjo posiblemente el cambio más importante en el poder en Colombia del último siglo. Para ganar en segunda vuelta, Santos buscó una coalición con la izquierda, que, a pesar de tener reservas en muchos temas económicos y sociales, encontró en esa coyuntura el espacio para lo que Álvaro Gómez llamó un acuerdo sobre lo fundamental: buscar una salida política a la guerra. Había de por medio nueve millones de víctimas y una mezcla de odio, rabia, duda, pero también esperanza, alegría y contrición.
En 2016, el Acuerdo de Paz cerró un largo ciclo de idas y venidas entre la guerra y la búsqueda de la paz. El resultado final fue una inclusión a la democracia de sectores que no formaron parte de ella en el pasado en virtud de muchas razones. En particular, supuso el ingreso de las izquierdas que primero buscaron llegar al poder por las armas y que luego entendieron que al poder en Colombia debía llegarse por la ruta de la competencia política, y que la guerra es un despropósito y una iniquidad.
Hoy, al cerrar el capítulo de parte de la guerra insurgente, el país intenta superar la anomalía de una democracia violenta. El propósito de vivir en una democracia distinta aún tiene muchos retos por delante, entre otros: 1) consolidar la posibilidad de la alternancia pacífica, incluso más allá de las derechas y las izquierdas, entre diferentes alternativas de poder existentes en lo nacional, pero sobre todo en lo local; 2) sacar las armas definitivamente de la política; 3) abrir mayores espacios a las minorías y los grupos no hegemónicos; 4) seguir avanzando en la consolidación de normas e instituciones que profundicen la libertad, los derechos y el buen vivir; 5) cesar la crispación y serenar el debate público; y 6) sacar a todas las mafias -y en especial a las del narcotráfico- del poder político, las instituciones del Estado y la vida social.
Pasar la página de la guerra le permitirá a Colombia abrir los debates que necesita en torno a la relación de las regiones con el Estado y a la confianza de los ciudadanos en las instituciones; sobre la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas; resolver el problema del narcotráfico de manera autónoma como nación; establecer relaciones constructivas con la comunidad internacional; pensar en el modelo de seguridad y convivencia que requiere la construcción de una paz estable y duradera; y reconocernos como parte de una misma nación.
Los años tras el Acuerdo han sido paradójicos, en la medida en que el cese de ese conflicto ha convivido con rasgos de la vieja guerra, en especial el uso de las armas para frenar la democracia. La violencia se ha ensañado con los líderes sociales debido a que estos son el mayor capital social de las regiones, pues son necesarios para garantizar una buena gobernanza en los territorios. Lo mismo ha sucedido con los excombatientes que dejaron la armas y confiaron su protección y sus vidas a su otrora enemigo: el Estado. Ha habido, además, una represión brutal contra las protestas, y una tentación de mantener la guerra en las instituciones, recreándola y tentando su regreso con la repetición de las ejecuciones extrajudiciales de civiles, los señalamientos y las acciones militares desproporcionadas[102].
También ha habido destellos: se ha vivido el despertar de los jóvenes y de muchos sectores que sin miedo vuelven a salir a las calles. Colombia crecientemente rechaza la guerra. En el país, no hay derecho a la guerra, pero sí a participar en política, que es el lugar de la controversia y del «no matarás».
Lo que sigue es fortalecer la democracia no violenta. Faltan normas, pero, sobre todo, sacudir a las instituciones para eliminar el legado que dejan tantas décadas de violencia y corrupción. Estas deben recuperar los valores que hacen que la democracia sea vigorosa: la participación, el pluralismo, la transparencia, la diversidad, las libertades y, por supuesto, la imaginación moral de un mundo mejor.
2.6. Conclusiones
2.6.1. Una democracia herida por la guerra
La violencia política se ha ejercido de manera simbólica y física en medio de la guerra. La estigmatización y la construcción ideológica del adversario como enemigo funcionó desde los años de la hegemonía conservadora y la Violencia bipartidista, y se continuó ejerciendo en el marco de la polaridad ideológica de la Guerra Fría. La construcción de los opositores como «enemigos internos» facilitó el ejercicio de la violencia política justamente porque convirtió en subversivos e insurgentes a quienes ejercieron legítimos derechos a la protesta como sindicalistas, campesinos, estudiantes o a quienes apostaron por la competencia política legal. Por parte de las insurgencias, la narrativa espejo convirtió en blancos de la violencia a quienes en una amplia gama de definiciones ellos consideraron el «enemigo de clase»: ricos, líderes de los partidos diferentes a la izquierda, funcionarios públicos, sospechosos e incluso ciudadanos extranjeros. Esta extensión de las lógicas de la guerra -la enemistad- al campo político -los adversarios- tuvo consecuencias graves en términos de violaciones de los DD. HH. y de infracciones al DIH. En breve, se acudió al asesinato, a la amenaza, al atentado y al destierro a los competidores políticos.
En el plano puramente electoral, Colombia debe reflexionar sobre dos aspectos centrales de su sistema democrático: la larga y traumática trayectoria para aceptar la alternación del poder y el difícil camino para aceptar el pluralismo como una condición esencial del sistema político, algo que requiere de gran madurez de parte de líderes y ciudadanos.
Sobre la alternancia del poder, es importante observar que el Frente Nacional fue una fórmula para evitar la competencia debido a la violencia que esta podía desatar. En los años ochenta, esa competencia política fue aniquilada con la tortura, la desaparición y el asesinato. Los asesinatos de cuatro candidatos presidenciales para las elecciones de 1990, el genocidio contra la UP y la ofensiva criminal contra movimientos políticos como A Luchar, el Frente Popular, entre otros, son prueba de ello. La guerra de exterminio a los opositores por parte de la coalición de extrema derecha -cuyo eje fueron los narcotraficantes y la fuerza pública- se extendió hasta muy entrado el nuevo siglo. Por las balas del paramilitarismo cayeron líderes de movimientos democráticos regionales y nacionales, defensores de derechos humanos, maestros, periodistas, líderes sociales, gobernantes locales y militantes de todos los partidos.
Las guerrillas también eliminaron a sus adversarios a lo largo del conflicto. El ELN, por ejemplo, asesinó a sus críticos, como el obispo de Arauca, monseñor Jesús Emilio Jaramillo, y a Ricardo Lara Parada[103] y a quienes se negaron o abandonaron pactos voluntarios o bajo presión con esta organización. Las FARC-EP eliminaron y secuestraron a alcaldes, concejales, diputados, gobernadores, congresistas, y en Caquetá, por ejemplo, acabaron con todo vestigio de las élites políticas establecidas, en ese caso, la línea turbayista del partido liberal. Las guerrillas y paramilitares usaron las armas para agenciar intereses propios, pero también para favorecer a sus aliados políticos. Dirigentes y militantes de todos los partidos acudieron a las estructuras armadas para realizar pactos y solicitar la eliminación de sus opositores. Esta forma de actuar se normalizó, sobre todo, en el periodo entre 1997 y 2006 alrededor del proyecto paramilitar.
De hecho, la violencia como recurso para eliminar la competencia y la alternancia se extendió a los campos sociales y políticos. Guerras intestinas entre las FARC-EP y el ELN en Arauca, Catatumbo y Cauca, por mencionar solo unas regiones, terminaron en asesinatos de líderes sociales y políticos de ambos lados. En Urabá, la cruenta guerra entre las FARC- EP y los desmovilizados rearmados del EPL contribuyó al reciclaje del conflicto armado interno y a la construcción de un orden dictatorial por parte de los paramilitares en la región.
Los partidos políticos deben revisar estas historias, consignadas en miles de expedientes judiciales y en testimonios extrajudiciales, para hacer una revisión crítica de su pasado, pedir perdón y prometer al país que nunca más apelarán a la muerte, la amenaza o el exilio en la competencia por el poder político. La inmoralidad del uso de la violencia, la corrupción y la mentira han resquebrajado la democracia representativa al punto que la comunidad política actualmente busca representaciones alternas a los partidos. Esa crisis de representación de estos deviene de su propio desdén por la democracia, el diálogo y la posibilidad de construir acuerdos civilizados.
2.6.2. No hay derecho a la guerra
Si bien la historia muestra un país con una democracia restringida, imperfecta, semicerrada, con momentos oscuros donde el propio Estado usó la violencia ilegítima para detener la democratización, la guerra no ha servido para mejorar sino para profundizar las fallas de la democracia en el país. Colombia no es una dictadura y siempre han existido resquicios y espacios para ampliar la democracia e impulsar reformas de manera pacífica.
Se dirá, con razón, que los resquicios han sido estrechos, las reformas acotadas y los pactos traicionados. Después de todo, lo que se observa en la larga trayectoria del conflicto armado es que ha sido demasiado difícil conseguir la inclusión política, mantener las reformas y - aún más complicado- respetar los acuerdos. Pero la democracia no se abrió a tiros. Se abrió con el empuje de una ciudadanía que le dio la espalda a la guerra. La historia muestra que la democracia se abre con el diálogo y la construcción de acuerdos.
Hay que mencionar que, aunque la guerra político-ideológica se ha superado a pedazos - aún sobrevive el conflicto armado interno con el ELN, por ejemplo- la disputa por rentas legales e ilegales se mantiene. A eso no se le puede llamar guerra -dado que no está en juego un cambio en las estructuras del Estado y del poder político-, así sean conflictos armados vigentes de características híbridas: por políticas y/o rentas. Estos tampoco se resolverán por la vía policial o militar exclusivamente, como lo ha demostrado la larga trayectoria de combate al narcotráfico. Se requiere culminar el proceso de negociación con el ELN, profundizar la implementación del Acuerdo con las FARC-EP y fórmulas de sometimiento a la justicia que pongan en el centro a las víctimas. El crimen organizado sigue alentando la violencia porque es funcional a sus intereses. Eso debe terminar a partir de un enfoque integral del problema.
Pero esa es apenas una cara de la verdad. La otra cara es que, por esos resquicios, esos pactos y reformas, y también gracias al diálogo civilizado, sectores muy importantes del país, ignorados con frecuencia en las narrativas de la guerra, nos han legado aprendizajes democráticos muy importantes. Muchos, incluso, ofrendaron la vida para ello. La prueba de que la democracia en Colombia, con todas sus imperfecciones, nunca fue un escenario cerrado herméticamente es que las propias guerrillas, que buscaban un cambio radical del sistema, también optaron por participar de él cuando enarbolaron la combinación de todas las formas de lucha. El PCC mantuvo una relación política compleja con las FARC-EP por lo menos hasta el año 1991, pero, al mismo tiempo, participó en elecciones e influyó en la lucha social y política. Lo mismo ha hecho el ELN, que paulatinamente ha permeado instancias institucionales o del movimiento social como una manera de usar las posibilidades que da un sistema democrático para ponerlo en jaque. Este «derecho a la rebelión», reservado en la comunidad internacional para quienes se levantan contra regímenes opresores, no aplica para el caso colombiano.
Sería un largo debate decir si se aplicó en algún momento por las exclusiones que representó el Frente Nacional, por la «dictadura disfrazada» que hubo durante el Estatuto de Seguridad, o durante la guerra sucia de exterminio social y político alentada por sectores del Estado y las élites. Todo ello puede considerarse suficientemente opresivo. Sin embargo, la historia reciente prueba que la guerra no hizo más que profundizar los rasgos más autoritarios y criminales del régimen político. La violencia solo engendró más violencia. La violencia sigue engendrando violencia.
En cambio, el abandono del uso ilegítimo de las armas por parte de los dos actores fundamentales de la guerra -Estado y guerrillas; o dicho en clave política, del campo de la contrainsurgencia que representa el statu quo y la insurgencia que representa el cambio revolucionario- ha permitido los avances democráticos.
La democratización y la paz han sido empujadas por la sociedad civil, organizada y no organizada, y por una confluencia de actores, nacionales e internacionales que han apostado por la salida política. Los procesos democráticos que se cristalizaron en la Constitución de 1991 tienen detrás la agencia de movimientos sociales y políticos que, de manera democrática, empujaron tanto a la insurgencia como a sectores del establecimiento a aceptar que se necesitaba romper la exclusión heredada de la república conservadora.
En los momentos más determinantes del cambio político se han integrado sectores de todas las clases sociales, de diferentes ideologías, y de toda la nación, en su sentido más amplio. Gracias a ellos fue que se dio la Constitución de 1991 y el Acuerdo de Paz firmado en 2016. Ningún partido, ninguna élite y ningún movimiento puede lograr la paz de manera personal o unilateral. De hecho, la falta de concurrencia de sectores de las élites, el Estado o el pueblo ha significado la repetición del conflicto. Eso ocurrió en los años noventa y, una vez más, después de 2016. El conflicto se perpetúa porque la paz no es un propósito nacional. La nación necesita enfilar sus esfuerzos en cerrar para siempre el capítulo de la guerra porque el pueblo colombiano ya no la quiere ni justifica. La guerra ya no necesita doctrinas, ejércitos, programas o rebeldes. La guerra no es el camino.
2.6.3. La paz imperfecta
No basta con el silencio de los fusiles. En Colombia se han producido varios procesos de desarmes de guerrillas y paramilitares sin que ello haya significado el fin de la guerra y las violencias. Para dar paso al Frente Nacional, las guerrillas liberales y comunistas se acogieron a la amnistía, pero pronto se rearmaron ante el poco éxito de las reformas -sobre todo la agraria-, la rehabilitación y la falta de un programa sostenido de reconciliación nacional después de la guerra civil. Luego, el segundo gobierno del Frente Nacional atacó militarmente el problema, destruyendo cualquier espacio para la paz, y armó a los civiles en autodefensas anticomunistas.
En los años ochenta, gran parte de la oposición de sectores en el poder a los intentos de paz nació del recelo a aceptar que la paz requiere reformas para cambiar no solo la exclusión social y política, sino también la inequidad y la injusticia social. Si bien se logró un avance fundamental con la Constitución de 1991 en ese sentido, diversas decisiones y contextos hicieron que los territorios quedaran a merced de los intereses de grupos de poder legales e ilegales, y que se constriñera la democracia y los derechos al extremo. Lo opuesto debía haber sucedido: la presencia del Estado de derecho se debía haber fortalecido en los territorios.
Esas decisiones y contextos lograron reversar lo poco que se había hecho en materia de reforma agraria y frenar el proceso de inclusión democrática en las regiones. Todo ello porque, de nuevo, se concibió la paz simplemente como el silencio de los fusiles, y porque se dejó a merced del mercado y de un Estado precario el desarrollo regional, el modelo de seguridad y la reconciliación.
En esta nueva oportunidad que tiene la paz, el reto de que no resurja la guerra es aún mayor. En los últimos veinte años, se ha vivido un proceso de desarme de las AUC y de las FARC-EP. Al mismo tiempo, ha habido un rápido reciclaje de los grupos armados emergentes y residuales, que se superpusieron en los territorios donde estas dos macroestructuras tuvieron dominio territorial, muy a pesar de que Colombia tiene uno de los aparatos militares más grandes del continente. La paz territorial es un proyecto que requiere del concurso nacional, de todos los poderes del Estado, de la sociedad civil y de la comunidad internacional.
Lo que demuestra amargamente esta experiencia es que la paz no crece silvestre. Así como la guerra se mantuvo durante 60 años a partir de decisiones políticas de sus actores, la paz requiere decisión política y, como condición de la democracia, reglas de juego, instituciones
y valores. La paz no requiere solo concitar la voluntad política de la nación -y, por tanto, buscar un nuevo gran acuerdo nacional- y una acción más democrática por parte del Estado y sus instituciones: es necesario sanar la profunda herida que lleva Colombia en su alma colectiva, fruto de las diferentes violencias que se superponen en su cuerpo.
Como se ha visto en el pasado, la reconciliación no emerge exclusivamente de los pactos o los programas gubernamentales. Necesitamos la paz grande y la pequeña. Desarmar no solo las manos y los cuerpos, sino el lenguaje, la mente y el corazón. La paz exige construirnos como una comunidad de hermanos, en la diferencia, pero bajo el abrigo de lo que nos une. Tenemos que usar ese hilo que sutura las heridas para tejer por fin una nación diversa y pacífica. La convivencia, la no repetición y la reconciliación nacional necesitan ser un proyecto que permee todas las instituciones, los planes de gobierno, la cultura, el espacio simbólico y, sobre todo, a cada individuo, y, en especial, a los líderes. Solo así se podrá lograr construir una nación pacífica. La nación del «no matarás».
3. VIOLACIONES DE DERECHOS HUMANOS E INFRACCIONES AL DERECHO INTERNACIONAL HUMANITARIO
En Colombia no ha existido una sola generación que haya vivido en un país en paz. Como sociedad, hemos sufrido las consecuencias del conflicto armado persistente que ha dejado una estela de dolor y sufrimiento de la que tratamos de salir y una situación de exclusión y violencia histórica que necesita transformarse. Sucesivas generaciones en estos últimos sesenta años de conflicto armado han vivido con un horizonte en el que las violaciones de derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario (DIH) han formado parte de sus vidas. Este capítulo habla de todas esas vidas que ya no pudieron ser vividas, de destrucción y de hechos que han marcado a familias y a comunidades. El relato de estas violaciones muestra las formas y maneras como se llevó a cabo la guerra, la experiencia de las víctimas y sobrevivientes está en los hechos, y las estadísticas que se recogen aquí no son cifras sino historias que explican las dinámicas del conflicto armado y la realidad de lo intolerable.
Este es un conflicto armado que durante décadas ha tenido como víctima principal a la población civil, porque se ha desarrollado en medio de ella y porque controlar a la población se convirtió en la manera de tener poder sobre el territorio y el país. Conforme se fue dando la agudización del conflicto armado, la guerra fue afectando cada vez más a la población y a los territorios. Sus consecuencias no acaban cuando se frenan los picos de la violencia o cuando los hechos dejan de ser noticia. Tienen un impacto más allá, llegan hasta nuestros días. Esta es una guerra en la que las víctimas civiles han sufrido de manera simultánea múltiples violaciones de derechos humanos que se encadenaron entre sí, marcando sus vidas y las de sus familias y comunidades. Esta es una verdad de múltiples responsabilidades, en la que muchas veces las víctimas no supieron decir quién fue el responsable, quién las golpeó, quién asesinó, quién desapareció. En numerosas estadísticas aparece «autor desconocido». Por ello, la fotografía que muestra este capítulo es una historia colectiva de la que hacerse cargo.
Los actores del conflicto armado han cometido múltiples y reiteradas violaciones de derechos humanos e infracciones del derecho internacional humanitario. Sus víctimas han sido -y siguen siendo- personas vinculadas a organizaciones y procesos sociales, pero las principales víctimas del conflicto armado en Colombia son civiles del común, las personas de a pie. La mayoría han sido aquellas que, además de ser víctimas de la violencia estructural que, sobreviviendo en medio la pobreza y la miseria en territorios atravesados por múltiples violencias y carencias, han sufrido también las consecuencias del conflicto armado.
Las numerosas violaciones de derechos humanos e infracciones del DIH que se han dado en el conflicto armado muestran la intencionalidad de las violencias y el tipo de ataques sufridos por la población civil. No se recogen aquí las víctimas en combates entre grupos armados o fuerza pública que forman parte de la dinámica de un conflicto armado, aunque ellas y sus familias también han sufrido el dolor y sus consecuencias.
Dar cuenta de los hechos no es fácil, y no puede hacerse sin el análisis de lo que constituyen patrones de violaciones, es decir, las maneras como esos hechos se relacionan entre sí y muestran la intencionalidad de los autores, las estrategias de la guerra y la forma como se llevó a cabo la violencia. Así, los principales hallazgos sobre 16 violaciones de derechos humanos e infracciones del derecho internacional humanitario que se presentan en este apartado pueden revisarse con mayor profundidad en el capítulo correspondiente del informe[104].
Las violaciones e infracciones abordadas son: homicidios (masacres, ejecuciones extrajudiciales y asesinatos selectivos) y atentados al derecho a la vida; desaparición forzada; secuestro; torturas; detenciones arbitrarias; violencias sexuales; amenazas; reclutamiento de niños, niñas y adolescentes; trabajo forzoso; extorsión; ataques indiscriminados; ataques a bienes protegidos; desplazamiento forzado; confinamiento; despojo y pillaje. Muchas de estas acciones se dieron de manera conjunta, a veces en distintos momentos de la vida, y marcaron las biografías y la historia de familias y comunidades.
Estas violaciones e infracciones han sido perpetradas por los actores del conflicto en un contexto de extensión de la guerra y de buscar ganarla a toda costa. Cuando la Comisión realizó las primeras visitas a los territorios al inicio de su mandato, se reunió con muchas y diferentes víctimas y, si bien cada una quería saber de su caso, también señalaron a la Comisión que querían saber por qué pasó: una verdad que explique por qué. Las lógicas de la violencia que la Comisión ha identificado son varias. No obedecen a una única explicación. La mayor parte de las veces los combatientes actuaron orientados por una lógica del exterminio físico y simbólico de quien se consideraba enemigo por razones políticas, movimientos sociales o población civil a la que se estigmatizó desde diferentes bandos y grupos. Se trató de ganar la guerra controlando el tejido social. Una reconfiguración violenta del territorio mediante el desplazamiento forzado, el despojo de tierras, o el control de la política local y de las regiones. Las violaciones también se cometieron con la intención de obstruir la solución política del conflicto armado, como retaliaciones y respuesta a otros hechos, y también en los intentos de implementación de acuerdos de paz.
Las responsabilidades en las violaciones e infracciones han sido analizadas ya sea por la participación directa de los perpetradores, como por su colaboración o aquiescencia, en otros casos por las condiciones de desprotección o de colaboración en lo sucedido. Hay que tener en cuenta que para ello se utilizan los criterios y estándares internacionales en el análisis de violaciones de derechos humanos y del DIH, pero que además en varios casos los grupos armados fueron parte de otros entramados más amplios de redes de alianzas e intereses que hicieron posible el horror a gran escala que ha vivido Colombia y sus consecuencias hasta hoy en día. Los principales responsables identificados por la Comisión son el Estado colombiano, los grupos paramilitares, las guerrillas, el narcotráfico, los grupos posdesmovilización y los denominados terceros civiles.
Fuentes de análisis cuantitativo | |
El análisis cuantitativo de violaciones de derechos humanos pasa por diferentes bases de datos. La razón de esto es que ninguna base de datos es representativa del conflicto armado. Todas están sujetas a sesgos y subregistro. En este sentido, es necesario contrastar las fuentes que se utilizan para hacer un análisis más completo de los hechos. Además, el estudio también está sujeto a la disponibilidad de datos. En este capítulo se utiliza el siguiente criterio: para las cinco violaciones comprendidas por el proyecto JEP-CEV-HRDAG[105] (homicidios, desaparición forzada, secuestro, reclutamiento y desplazamiento forzado) se utilizan estas cifras, ya que son el resultado de la integración y análisis de 112 bases de datos[106] de la información faltante[107]. Para otras violaciones que se encuentran registradas tanto en el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) como en el Registro Único de Víctimas (RUV), se hace contrastación de estas fuentes. Por último, para las violaciones sobre las que no se encuentra información en este tipo de bases, se utiliza la base de datos de la Comisión de la Verdad. Además, esta última se utiliza para hablar de modalidades y contextos de las violaciones, ya que cuenta con información completa al respecto. |
La gráfica a continuación presenta la dimensión de cuatro violaciones analizadas por el Proyecto JEP-CEV-HRDAG en el tiempo
Gráfica. Cantidad de víctimas en el tiempo, acumulado por tipo de violencia según la integración final de datos[108]
Fuente: Fuente: proyecto JEP-CEV-HRDAG. Corte 26 de junio de 2022.
Esta gráfica muestra la magnitud de la violencia en Colombia. De las violaciones analizadas por el Proyecto JEP-CEV-HRDAG, los homicidios son la gran mayoría, seguida de la desaparición forzada, el secuestro y el reclutamiento. En su conjunto, llevan a un pico muy pronunciado de víctimas en 2002 y luego descienden constantemente hasta tener un nuevo aumento, aunque más reducido, en 2007, principalmente la desaparición forzada y los homicidios. A partir de 2010 y hasta 2016 hay un permanente y gradual descenso, aunque la violencia persiste, sobre todo en relación con los homicidios que tienen una tendencia que se mantiene en el tiempo, inclusive con un aumento para el periodo 2017-2018, fechas en que el secuestro y el reclutamiento prácticamente están reducidos a sus mínimos[109].
El perfil de las víctimas en homicidio, desaparición forzada y secuestro correspondió en su mayoría a hombres, adultos, mestizos[110]. Este patrón es diferente en desplazamiento, donde el dato de mujeres es ligeramente superior (52 %), así como la distribución entre adultos y menores de edad (prácticamente el 50 %). De las víctimas de reclutamiento, el 30 % eran niñas y el 70 % niños. El dato referido a pueblos étnicos es mayor en reclutamiento y desplazamiento (aproximadamente 20 %), respecto a los de homicidios (9 %), secuestro y desaparición forzada (14 % ambas)[111], aunque en este caso hay que tener en cuenta el % de población general que representan y otros impactos diferenciales.
3.1. Los civiles, los más vulnerados en su derecho a la vida
«[L]a fiesta se estaba haciendo con el objetivo de reunir fondos para matrículas y comprar útiles de los niños [...]. Estábamos bailando como tres, cuatro discos seguidos sin sentarnos, entonces me cansé y “¡ay, sentémonos porque estoy cansada!”. [...] cuando nos sentamos, yo veo que viene un grupo de hombres uniformados, del frente, de la carretera del frente, la principal, y empezó la gente a correr, la gente corría por todos lados, y yo, cuando la gente corrió, lo cogí a él: “¡Vamos, vamos!”. Y él me dice: “¡No, no, no, siéntate, ese es el Ejército!”. [...] pero no, esa gente no llegó como militares. Los que yo vi eran como seis, por ese lado, pero la gente después cuenta que había cuatro por todos los lados, zonas armadas. Esa gente llegó disparando de una, y yo lo que vi fue a personas tiradas, muertas, pero no eran unos muertos así, eran personas desbaratadas, y entonces yo dije: “Van a matar a mi esposo”»[112].
Cada uno de estos datos y cifras que se analizan aquí tiene una historia detrás que merece ser contada y respetada. Cientos de miles de homicidios se han dado en el conflicto armado. Eliminar al otro causándole la muerte es la expresión directa de la guerra. La mayor parte de esas muertes han sido intencionales, dirigidas contra una persona o grupo; otras han sido parte de acciones indiscriminadas, como por el uso de explosivos o minas.
Según datos existentes en el país y analizados en el Proyecto JEP-CEV-HRDAG, 450.664 personas han perdido la vida a causa del conflicto armado entre 1985 y 2018[113]. Entre 1995 y 2004, el periodo más álgido del conflicto, hubo aproximadamente la mitad de las víctimas (45 %).
Según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica, cerca del 80 % de personas muertas en el conflicto fueron civiles y el 20 % combatientes, sumando homicidios, desapariciones forzadas que fueron letales, personas muertas en el cautiverio y víctimas mortales de minas. O sea, que, de cada diez personas muertas de manera violenta en el conflicto armado, ocho eran civiles. [114] Sin embargo, esos datos del CNMH no tenían en cuenta el número de desaparecidos que se conoce actualmente de 121.000, lo que eleva la cifra a 90 % de víctimas civiles. La población civil fue la más afectada, por estar en medio del conflicto y porque fue las más involucrada y porque las violaciones e infracciones estuvieron dirigidas sobre todo contra ella.
Señalar a los responsables no ha sido fácil en Colombia, lo que ha estado mediatizado por el grado de desconfianza de con quién se habla o de la relación con instituciones. En otros casos, el modus operandi de los autores también conduce al desconocimiento de los responsables. Por ejemplo, acciones llevadas a cabo en la noche, en medio de comunidades o lugares lejanos, cuando las víctimas estaban solas, o mediante el ocultamiento intencional de los autores, entre otras circunstancias. El desconocimiento del presunto responsable también muestra el nivel de impunidad de los hechos cuando esa identificación no depende de la víctima o de un testigo, sino de una investigación de lo sucedido.
Según el estudio desarrollado por la Comisión junto con la JEP y HRDAG, los principales responsables de homicidios son los grupos paramilitares, con aproximadamente el 45 % de la responsabilidad (205.028 víctimas), las guerrillas fueron responsables del 27 % de las víctimas (122.813 víctimas) y los agentes estatales directamente del 12 % (56.094 víctimas). Del porcentaje de guerrillas, el 21 % corresponde a las FARC-EP, el 4 % al ELN y el 2 % a otras guerrillas[115].
Gráfica. Responsables de homicidios entre 1985 y 2018[116]
Fuente: JEP-CEV-HRDAG, «Proyecto conjunto de integración de datos y estimaciones estadísticas», corte del 26 de junio de 2022.
A continuación, se realiza un análisis de este conjunto de violaciones. Los homicidios son, en su mayoría, ejecuciones extrajudiciales y asesinatos. Las ejecuciones extrajudiciales son las llevadas a cabo por agentes estatales o por particulares cuando actuaron con el apoyo o aquiescencia del Estado. Los asesinatos selectivos son muertes premeditadas en contra de civiles o personas que se encontraban fuera de combate donde el responsable es un actor armado no estatal (por ejemplo, grupos guerrilleros y paramilitares o terceros no armados cuando actuaron con independencia y autonomía). Las masacres son hechos en los que se dan muertes de varias personas en un mismo lugar o tiempo. En general, suponen un ataque colectivo a toda una comunidad o grupo contra el que se dirige la acción, y en algunas ocasiones se trató de actos masivos, junto con crueldades y atrocidades[117].
Los departamentos más afectados son Antioquia con 125.980 víctimas (28 %), Valle del Cauca con 41.201 víctimas (9,1 %), Norte de Santander con 21.418 víctimas (4,8 % %), Cauca con 19.473 víctimas (4,3 %) y Cesar con 16.728 víctimas (3,7 %).
3.2. Las masacres
Las masacres demostraron que la violencia en Colombia no tenía límites. Desde las indiscriminadas hasta las más crueles, fueron usadas como forma de control social o de vaciamiento del territorio, y también para simplemente provocar terror entre las comunidades.
«[...] entonces un compañero, un trabajador, se fue a sacar la maleta a la finca. Él arrancó para allá y ahí mismo ese man lo mató al frente de nosotros, y al momentico el man nos soltó una ráfaga así en los pies y nos dijo que nos daba tanto tiempo, o, si no, éramos objetivo militar. Al ver eso, a todo el mundo nos tocó salir corriendo hacia afuera, dejando las casas solas y todo, los bienes y todo, y nos fuimos de ahí para arriba por el camino, y eso una zozobra, porque comenzamos a encontrar muertos en un lado, en otro, y eso la sangre corría por el camino. Fue una cosa muy horrible»[118].
En esta masacre que refiere el testigo en abril de 2001, conocida como la masacre del Naya, fueron asesinadas 60 personas por paramilitares del Bloque Calima, de las AUC. En la masacre de El Salado, en febrero de 2000, fueron asesinadas 60 personas y fue llevada a cabo por el Bloque Norte y el Bloque Héroes de los Montes de María, de las AUC. Ambos hechos contaron con el apoyo de miembros de las Fuerzas Militares y, en El Salado, con apoyo de helicópteros. La masacre de Bojayá fue perpetrada por el Frente José María Córdoba, de las FARC-EP, al lanzar un cilindro bomba que cayó en una iglesia en la que los pobladores se refugiaban del enfrentamiento de este grupo con el Bloque Élmer Cárdenas de las AUC. Las víctimas fueron 81 personas, 47 de ellas eran niñas, niños y adolescentes[119].
Si bien algunas masacres ocurrieron antes, su extensión en el tiempo y en la geografía del país se dio con la agudización del conflicto armado desde mediados de los años noventa hasta los primeros años del siglo XXI. Fue parte de una estrategia de terror en paralelo con la época de mayor expansión y confrontación territorial de los grupos armados, y especialmente del paramilitarismo. Entre 1958 y 2019, de acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica, se registraron al menos 4.237 masacres, y entre 1998 y 2002 ocurrió el mayor número. Se presentaron en el 62 %[120] de los municipios del país y han cobrado la vida de 24.600 personas. La gráfica siguiente muestra la evolución de las masacres en el tiempo.
Gráfica. Masacres y número de víctimas por año (1958-2019)
Fuente: Elaboración de la Comisión de la Verdad, con datos del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Después de la firma del Acuerdo de paz, según datos de Indepaz[121], entre 2020 y 2022[122] se registraron 231 masacres en el país, en las que han muerto 877 personas. La desmovilización de las FARC-EP y la ocupación de los territorios por parte de grupos posdemosvilización y disidencias de la guerrilla agravó el escenario de seguridad. Estos hechos se han concentrado en Cauca, Norte de Santander y Antioquia y en contra de campesinos y desmovilizados.
Las masacres extendieron el terror por el país; han tenido un fuerte impacto en la paralización de grupos y de organizaciones y han desatado un mayor sentimiento de amenaza y de vulnerabilidad. Además, conllevaron un enorme impacto colectivo, alterando la cohesión comunitaria y aumentando el miedo y la desconfianza en las comunidades afectadas, además de la frecuencia con que se asociaron al desplazamiento forzado masivo, el despojo y las amenazas colectivas[123].
3.3. Ejecuciones extrajudiciales y asesinatos selectivos
La eliminación del opositor a como diera lugar fue una de las motivaciones centrales por las cuales se presentó tan alto número de ejecuciones extrajudiciales y asesinatos selectivos. Ganar la guerra, a cualquier costo, favoreció el crecimiento de muertes violentas para presentar civiles como si hubiesen pertenecido a grupos armados ilegales muertos en combate, muertes violentas dentro de los propios grupos guerrilleros, muertes violentas de modo individual de civiles vinculados con los partidos políticos y movimientos sociales y muertes hasta de ciudadanos del común, cuya investigación de los motivos solo le corresponde a la justicia.
«En el 2012 me mataron al hijo; ese sí lo mataron acá. Él tenía 28 añitos, ya tenía esposa e hijos. Iba en una moto de parrillero y le hicieron el pare al señor, y el señor no quiso parar. I va un soldado y lo mató; le pegó un tiro por la espalda. No, eso desde ahí mi vida se acabó. Se acabó mi hogar, se acabó todo [...]. A la salida de Gaitania estaba tirado como si fuera un perro, y el Ejército ahí, porque decían que dizque... en la emisora salía que habían matado a un cabecilla de la guerrilla»[124].
Las ejecuciones extrajudiciales privan de la vida a personas civiles o combatientes por agentes del Estado o particulares con su apoyo o aquiescencia que estaban en condiciones de indefensión. Según la información del CNMH, en el 56 % de los municipios del país se registró al menos una ejecución extrajudicial en los últimos treinta años como parte del conflicto armado.
En algunos casos las ejecuciones se planearon con un alto grado de sofisticación, y existían aparatos criminales para perpetrarlas, como en el caso de las ejecuciones extrajudiciales cometidas por la fuerza pública, bajo la modalidad de presentar a civiles como si fuesen miembros de grupos armados ilegales muertos en combate. Estas se llevaron a cabo con un grado de organización que implicaba la planeación cuidadosa y una distribución de funciones en una estructura de mando. Los autores se sirvieron de la complicidad de paramilitares y algunos civiles y, para ocultar los crímenes, de la colaboración de algunos funcionarios del Estado (como de la Fiscalía, de la Justicia Penal Militar y de Medicina Legal). La JEP determinó que entre 2002 y 2008 se registraron por lo menos 6.402 víctimas de ejecuciones extrajudiciales en 31 departamentos del país, perpetradas bajo esta modalidad. A pesar de que existe un subregistro de épocas anteriores, según la JEP, ese periodo agrupa el 78 % del total de las ejecuciones extrajudiciales de las que hay registro en el periodo comprendido entre 1978 y 2016 (8.208 personas asesinadas en ese tipo de acciones).
El año en que más casos ocurrieron fue 2007, mientras que en 2008 disminuyeron de forma drástica, después de la destitución de 17 generales y mandos y de una investigación interna en el Ejército ante las denuncias de muchas familias, que habían sido negadas hasta entonces.
El contraste entre estos hechos y las masacres citadas muestra que mientras entre 2001 y 2007 las víctimas de masacres se redujeron de manera considerable debido a la desmovilización de las AUC, las ejecuciones extrajudiciales, durante esos mismos años, presentaron su mayor aumento.
Gráfica. Víctimas de masacres y ejecuciones extrajudiciales entre 1985 y 2019
Fuente: Comisión de la Verdad, «Catálogo de microdatos». Centro Nacional de Memoria Histórica, noviembre de 2021.
3.4. Asesinatos selectivos
La eliminación de quienes han sido considerados como «enemigos» fue el modo más extendido de hacer la guerra en Colombia. Se trata de la muerte directa, intencional, debido a la concepción del otro como un enemigo que hay que eliminar por motivos ideológicos o políticos o, simplemente, porque es un obstáculo para lograr el control del grupo armado, al considerarlo sospechoso o simpatizante del bando contrario o, en otros casos, incluso, con base en estigmas por su condición de género o por la situación de exclusión o marginación social. Las acusaciones de «guerrillero» o «sapo» antecedieron a muchos de ellos.
Un sector contra el que se cometieron muchos de estos asesinatos fue el de los líderes comunitarios o políticos, como una forma de acabar con su resistencia, forzar la colaboración o producir una parálisis colectiva. Cuando los territorios de Colombia pasaron a ser escenarios de disputa entre grupos opuestos, en donde entraban y salían en diferentes momentos, la violencia contra la población civil aumentó y los asesinatos se extendieron bajo las acusaciones de que las víctimas habían colaborado con el otro bando, eran informantes o simplemente cruzaron las fronteras de esos territorios visitando otras comunidades u otros barrios, o desplazándose para comprar o hacer gestiones o por motivos de su trabajo; todas estas fueron con frecuencia causa de esos asesinatos. En menor medida, también lo fueron formas de control interno dentro de las organizaciones armadas, como asesinatos de integrantes de los mismos grupos armados que no acataron las reglas internas, tuvieron diferencias políticas o ideológicas con el grupo o intentaron desertar, lo que habitualmente se refiere como «ajusticiamientos» en una forma abusiva.
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, desde 1958 hasta 2021 se registraron 179.076 víctimas de asesinatos selectivos cometidos por grupos paramilitares, grupos guerrilleros y la fuerza pública[125]. Tras la firma del acuerdo de paz con las FARC-EP, aumentaron los asesinatos de líderes sociales y excombatientes de esa organización. Según el informe de abril de 2022 de la Misión de Verificación de la ONU en Colombia, desde la firma del Acuerdo de Paz hasta el 25 de marzo de 2022, 315 excombatientes de FARC-EP fueron asesinados y 27 desaparecidos forzosamente[126]. Por otra parte, Indepaz reporta que desde la firma del Acuerdo de Paz hasta marzo de 2022 han sido asesinadas 1.327 personas que ejercen el liderazgo social o la defensa de derechos humanos. Por su parte, el Programa Somos Defensores asegura que las personas que ejercen el liderazgo social o la defensa de derechos humanos asesinadas desde 2017 hasta 2021 son 723[127]. Las diferencias en estas cifras no ocultan la grave realidad y su impacto en las comunidades afectadas y el propio proceso de paz.
De los registros existentes del CNMH sobre asesinatos selectivos, el 42 % de los asesinatos se les atribuye a grupos paramilitares, seguido de las guerrillas con 16 % y agentes del Estado con 3 %. Sin embargo, casi en cuatro de cada diez casos se desconoce la autoría (35 %), ya sea por señalar que fueron «hombres armados», a veces sin distintivos, que actuaron de noche tratando de confundir su identidad, en momentos en que actuaron a la vez dos o más grupos, o por el miedo a señalar a los culpables o por falta de confianza[128].
Los asesinatos selectivos fueron parte de la violencia de distintos grupos armados, pero en algunas ocasiones se concentraron en cierto tipo de víctimas y territorios que se trataba de paralizar o conquistar. En algunos casos, especialmente contra organizaciones y sectores de oposición política, también formaron parte de una estrategia de exterminio. En el caso del partido político Unión Patriótica (UP), órganos judiciales en los ámbitos nacional e internacional, la JEP y la Comisión han establecido que hechos como la persecución[129], los atentados, los hostigamientos, las desapariciones forzadas y otros hechos de violencia registran por lo menos 8.300 víctimas[130]; 5.733 de estos casos son asesinatos y desapariciones forzadas entre militantes y simpatizantes de la UP.[131].
El análisis del caso de la UP muestra que se trató de un plan sistemático y generalizado de exterminio como ha sido señalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos[132] que configuró un «genocidio de carácter político»[133]. Los hechos se produjeron como un intento de disminuir la incidencia del poder del partido que suponía una esperanza de cambio, en el contexto de un incipiente acuerdo de paz con las FARC-EP en 1985, limitando sus posibilidades de acción y participación democrática, atacando sus bases organizativas y eliminando sus liderazgos en cabeza de alcaldes, concejales, congresistas, senadores y hasta dos candidatos presidenciales, además de militantes y familiares. Si bien hubo violencia de las propias guerrillas, en algunos ataques contra víctimas de la UP, según la información del proyecto integrado de datos JEP-CEV-HRDAG, en el 69 % de los casos se identificó la responsabilidad paramilitar y/o militar y/o de agentes del Estado.
3.5. Atentados al derecho a la vida
«[...] en el caso mío del atentado en Aguachica [Cesar] finalizando el 93, también todos esos antecedentes de denuncia que habíamos hecho de la ONG Minga en el Catatumbo, hoy en día considero que eso también hizo que esas fuerzas armadas de este país de extrema derecha nos ubicaran más rápido, y casi todos los que hicimos denuncia en esa época, cantidad de gente, pues todos fueron masacrados, asesinados, desaparecidos»[134].
Los atentados al derecho a la vida son en realidad un asesinato fallido o no consumado, muchas personas quedaron heridas e incluso algunas resultaron ilesas, pero con una fuerte y larga afectación posterior. A pesar del subregistro -porque muchas veces los sobrevivientes no denunciaron-, implican también planes, disponibilidad de recursos y esfuerzos orientados a la eliminación física de las víctimas. Como en el caso de muchos asesinatos, perpetrar un atentado requiere en general conocer a la víctima y sus rutinas, acciones de inteligencia o seguimientos. Varios casos de conocidos defensores de derechos humanos, por ejemplo, algunos de ellos murieron después en nuevas acciones tras haber sobrevivido a un atentado o sufrieron atentados que los llevaron al exilio,
3.6. Desaparición forzada
La mayoría de esas personas fueron desaparecidas intencionalmente por lo que representaban para las partes en conflicto. La vinculación política o social fue uno de los motivos más determinantes que justificó esta violación. Una parte de víctimas lo fueron por ejercer liderazgos en un partido de izquierda o en un sindicato o trabajar en la defensa de los derechos humanos. Además de que, con el ocultamiento del destino y paradero de los desaparecidos, se enviaba un mensaje de terror tanto a los sectores a los que pertenecían estas víctimas como a sus familias.
«A las personas las cogían, las mataban, las amarraban, las tiraban en el río. A veces les amarraban piedras o algo pesado para que las personas se fueran a las profundidades. Otros los tiraban al río y el mensaje era “el que los coja se muere”; en principio yo sé y tengo conocimiento. Yo soy de acá del campo. Algunas personas de nuestra comunidad y, por el significado de lo que representaba la persona humana, en muchos casos se recogían en las comunidades. Pero llegó un momento en que ya nadie lo podía hacer, porque el mensaje era “el que lo coja se muere”. Y muchas personas desaparecidas, que no se consiguieron jamás, posiblemente quedaron en los más profundo del río Atrato»[135].
La desaparición forzada de personas supone una violación del derecho a la vida que sustrae a la persona de su medio social y familiar, no se conoce qué pasó con ella, y los responsables no dan cuenta de lo sucedido, ocultan su destino, su muerte o lo que pasó. Para los familiares supone una herida abierta y el duelo permanece abierto debido a la imposibilidad de saber lo sucedido. En los casos de desapariciones forzadas donde se da la participación de agentes del Estado o de grupos con su aquiescencia, como los grupos paramilitares, al desconocimiento del destino se une el ocultamiento de la realidad o de las pruebas o la negación de información a los familiares. Otros muchos desaparecidos lo han sido tras ser reclutados, o personas secuestradas que murieron durante su cautividad, o que fueron asesinadas sobre todo por las guerrillas y de las cuales los familiares desconocen su destino
La práctica de la desaparición forzada ha estado asociada en Colombia a finales de los años setenta y ochenta con la implementación del Estatuto de Seguridad del gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), cuando la desaparición forzada empezó a llevarse a cabo como una práctica contrainsurgente por parte de miembros de la institucionalidad armada[136]. En los años noventa, los grupos paramilitares usaron esta práctica, y en la década de 2000 de forma a veces masiva. A partir de 1995 inicia un crecimiento sostenido hasta llegar a su nivel más alto en 2002, para luego descender hasta 2006 y tener un nuevo aumento en 2007.
Gráfica. Víctimas de desaparición forzada por año, según la integración final de datos (1985-2016)
Fuente: Proyecto JEP-CEV-HRDAG.
Por una parte, fue usada como una forma de terror, por otra para ocultar los hechos que estaban siendo muy visibles y de conocimiento público en esa época. El silencio teje una niebla en los familiares y la búsqueda se convierte en una lucha y un sentido para poder saber qué pasó y asimilar la pérdida o buscar justicia. Las atrocidades, como realizar mutilaciones de cuerpos, tirar sus restos a ríos, o quemarlos en hornos crematorios en otros momentos del conflicto armado, muestran la extensión de la deshumanización y del horror a gran escala. Dichas prácticas eran parte de sus escuelas de formación de grupos paramilitares.
La investigación de los casos de personas desaparecidas está sometida a muchas dificultades, porque se incluye en registros poco sistemáticos, se hacen denuncias ante diferentes instituciones u organizaciones y por el modus operandi de las mismas. Por ejemplo, personas de las que se denunció el reclutamiento y no se supo más de ellas, o las épocas en que no se registraban como personas desaparecidas sino como secuestradas. Según la integración de datos realizada por el Proyecto CEV-JEP-HRDAG, la Comisión puede afirmar que, en Colombia hay, alrededor de 121.768 personas fueron desaparecidas forzadamente en el marco del conflicto armado, en el periodo entre 1985 y 2016[137].
El Centro Nacional de Memoria Histórica, en el año 2016, encontró que 15 subregiones del país registraron niveles críticos de desaparición forzada entre 1970 y 2015, presentando más de mil víctimas a lo largo del periodo. Muchas de estas regiones coinciden con los hallazgos hechos por la Comisión. Entre ellos se encuentra: Oriente antioqueño y Valle de Aburrá, Urabá, Alto Sinú y San Jorge, Bajo Cauca antioqueño y Suroeste antioqueño, Sur del Valle del Cauca, Andén Pacífico Sur, Piedemonte Llanero y Catatumbo[138]. Según los informes entregados a la Comisión, en estos departamentos es diciente el hallazgo de cientos de cuerpos de personas no identificadas en fosas comunes, así como de cementerios municipales con numerosos restos de personas sin identificar[139]. Las dificultades de los procesos de búsqueda, falta de coordinación de instituciones y fragmentación de las investigaciones conllevan una enorme dificultad de estos procesos, además de la falta de acceso a información considerada reservada por parte de cuerpos de seguridad y del Ejército. La Comisión conoció numerosos relatos de que cientos de personas desaparecidas que fueron arrojadas al Canal del Dique (Caribe).
La desaparición forzada ha sido una práctica sistemática perpetrada por la fuerza pública y por los grupos paramilitares, como lo determinaron los tribunales de Justicia y Paz entre 1999 y 2006. Las guerrillas, particularmente las FARC-EP y el ELN, también son responsables de la desaparición de personas reclutadas, secuestradas o asesinadas sobre las que no se ha proporcionado información de su destino o lugares de entierro, cuyas familias han demandado durante años que proporcionen información. Los momentos en que se tiene mayor registro de desapariciones forzadas se corresponden con los de ejecuciones extrajudiciales. Es decir, se dieron en los mismos tiempos y con tendencias similares. Según declaraciones de líderes paramilitares, en algunos momentos del conflicto recibieron indicaciones de que había que tratar de desaparecer a las personas, porque los cuerpos que podían verse en calles o caminos llamaban mucho la atención y era conveniente ocultarlos. Lo que muestra una práctica deliberada de ocultamiento de los hechos como parte de su modo de operación.
La configuración de los impactos de la desaparición forzada se comprende mejor por esta conexión con otras violaciones de derechos humanos. Los familiares de la persona desaparecida no solo enfrentan la incertidumbre sobre el paradero de sus seres queridos - ¿dónde están?- sino también sobre el estado en el que se encuentran o cuáles habrán sido sus sufrimientos. Estas consideraciones no solo son parte del relato de los hechos o las víctimas, la desaparición forzada incluye en general la tortura como parte del modus operandi de los autores, y supone también no solo una herida permanente, sino un delito continuo, que sigue perpetrándose mientras se desconoce o no se proporciona información de los desaparecidos.
La enorme cantidad de casos, la extensión en el tiempo y las consecuencias en las vidas de los familiares, así como la permanente búsqueda, caracterizan a las familias afectadas y suponen para el país, también, la imposibilidad de cerrar estos casos o los tiempos en que se pueden llevar a cabo las búsquedas. Si bien la creación de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) ha supuesto un mecanismo clave para aglutinar estos esfuerzos, se necesita superar la fragmentación y la falta de coordinación de las instituciones, en un tiempo que sigue pasando y en el que las dificultades de los procesos de búsqueda irán en aumento. La situación es preocupante para la Comisión, que considera que se necesitan estrategias de alto impacto que incluyan el cotejo de los restos ya existentes de cerca de 25.000 personas, el censo de los lugares, la coordinación por medio de la UBPD y la colaboración de las instituciones para llevar a cabo dichas acciones.
Si bien existe una alta incertidumbre sobre la autoría (54 % desconocido), a partir de los datos existentes el principal responsable son los grupos paramilitares, con 63.029 víctimas (el 52 %). Seguidos de las FARC-EP con 29.410 víctimas desaparecidas (el 24 %). En tercer lugar, se encuentra la categoría de responsables «múltiple», con 10.448 víctimas (el 9 %), mientras que los agentes estatales son responsables del 8 %, es decir, 9.359 víctimas[140].
Además, según estos mismos datos, el departamento más afectado es Antioquia, con 28.029 víctimas (23 %), seguido de Valle del Cauca con 8.626 víctimas (7 %), Meta con 8.542 víctimas (7 %), Bogotá con 5.565 víctimas (5 %) y Norte de Santander con 5207 víctimas (4 %).
3.7. La libertad personal vulnerada: las detenciones arbitrarias
Las detenciones arbitrarias en el conflicto armado fueron llevadas a cabo por agentes del Estado bajo acusaciones sin pruebas de pertenecer a un grupo armado ilegal, por sospecha de que saben algo, o con el fin de desestructurar organizaciones sociales, atemorizar a sus integrantes, u obstaculizar procesos sociales. Fueron usadas como antesala de otras violaciones como la tortura, violencias sexuales, la desaparición forzada o las ejecuciones extrajudiciales.
«Llegaron y empezaron a estigmatizar muchísimo a la gente. Se nos paraban y nos decían hasta de qué nos íbamos a morir, nos gritaban, nos amenazaban: “guerrilleros yo no sé qué, guerrillero sí sé más”. Eran demasiado arbitrarios. Empezaron a invitar a reuniones. Un día cualquiera llegaron a invitar a una reunión a toda la comunidad... que era una reunión con fines de bien comunitario y que teníamos que llevar la cédula. Nosotros caímos en ese jueguito y nos fuimos con eso en la mano y llegamos al colegio -porque allá fue adonde nos llevaron-. Fuimos y como eso es cerrado, pues cerraron. Había un quiosco y nos hicieron formar en fila. Allá en el quiosco había unos tipos encapuchados y empezaron a señalar: “Este sí, este no”, y empezaron a hacer la captura. Me parece que fueron 22 personas las que se llevaron esa vez»[141].
Las detenciones arbitrarias han sido usadas en el contexto de la estrategia contrainsurgente que desplegó el Estado por medio de la fuerza pública, y se implementaron (con diferentes intensidades según la época) para enfrentar los conflictos sociales y políticos. Desde 1958 diversas normas, sumadas a los estados de sitio o de excepción, han facilitado las detenciones, limitando las garantías judiciales y muchas veces cobijando detenciones arbitrarias masivas. El Estatuto de Seguridad (1978-1982) o los años de inicio de la Política de Seguridad Democrática entre 2002 y 2004 se dieron de forma mucho más masiva.
La Comisión entiende las detenciones arbitrarias como aquellas privaciones de la libertad efectuadas por agentes estatales, por razones y/o mediante procedimientos no contemplados en la ley. La arbitrariedad se manifiesta cuando a una persona detenida no se le ofrecen las garantías para llevar a cabo un debido proceso por un tribunal competente, independiente e imparcial, o cuando no existe una orden escrita de autoridad judicial competente ni hay captura en flagrancia, o cuando es llevada a cabo por agentes del Estado que no tienen la facultad para hacerlo, entre otras circunstancias. Durante las detenciones la víctima puede ser sometida a incomunicación o detención prolongada. El poder ejecutivo, una autoridad judicial o una administrativa ordenaron detenciones arbitrarias que no contaban con acusaciones o investigaciones previas, o se hacían bajo competencias de estados de sitio o conmoción, pero sin garantías legales para las personas detenidas; y otras fueron practicadas sin fundamento legal.
Se registraron detenciones masivas arbitrarias en un periodo álgido del conflicto armado entre 2002 y 2008, en lugares como Arauca, Bolívar, Santander, Medellín, Eje Cafetero y Huila, entre otros. Las detenciones masivas no se respaldaron en evidencia, sino que fueron formas de criminalizar a sectores de la sociedad civil, bajo el estigma de enemigo interno. El Estado capturó a cientos de personas sin pruebas y las sometió a interrogatorios y procesos para buscar información u obtener autoinculpaciones. En las detenciones arbitrarias la fabricación de pruebas falsas y la falta de independencia en la evaluación de los casos hacen parte del proceso, y la mayoría de personas detenidas quedan en libertad por la debilidad de las pruebas; muchas personas duran detenidas varios años hasta que los abogados demuestran la falsedad de las pruebas y consiguen su libertad. Sin embargo, la estigmatización continúa afectando a las víctimas, así se demuestre su inocencia.
Buena parte de las detenciones arbitrarias se dan en contextos de desprotección, tienen un grave impacto familiar y social, representan pérdida de trabajo o señalamientos posteriores, y en otros casos se asocian con malos tratos y torturas. De los 831 hechos de detención arbitraria documentados en testimonios de la Comisión[142], se dio con torturas en el 16 % de los casos y amenazas en el 3 %. Además, hubo ocasiones en las que se encadenaron tres violencias o más, como en el de detención con la tortura y la amenaza (5 %), o de la tortura y la violencia sexual (1 %).
La Comisión recibió informes de la sociedad civil que muestran algunas cifras de detenciones arbitrarias. Sin embargo, al no contar con fuentes de información oficiales, se presenta un significativo subregistro. Esto repercute en la imposibilidad de obtener una cifra total y unas tendencias claras. Según datos del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado, el periodo del Estatuto de Seguridad (1978-1982) es donde más detenciones arbitrarias se registraron, con un total de 16.000 víctimas. El Centro de Investigación y Educación Popular registró que, entre 1990 y 2002 hubo 10.732 víctimas, situación que estaría relacionada con el Estado de sitio a comienzos de la década de los noventa y el Estado de conmoción que se vivió a partir de agosto de 2002. La Comisión Colombiana de Juristas plantea que desde 1990 hasta el año 2016 se registraron 5.985 detenciones arbitrarias. En contraste, el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos entre 2002 y 2004 registró 6.590 víctimas. Además, conviene resaltar el esfuerzo que se ha hecho desde el Centro de Cooperación al Indígena (Cecoin) por referenciar a las víctimas indígenas que han sufrido de esta violación y que evidencia cómo esta población ha sido especialmente victimizada. Registrando un total de 2.493 víctimas entre 1974 y 2004[143]. Solo en el departamento del Tolima, en el marco de la recuperación de tierras, entre 1974 y 1984, cuando se tituló el primer resguardo, más de 280 indígenas fueron detenidos arbitrariamente[144].
3.8. El secuestro, la extorsión y el pillaje
«El secuestro no tiene fecha de vencimiento, es decir, el secuestro no se acaba el día de la liberación. El secuestro es una realidad que se vuelve genética -si se quiere, del secuestrado-y que va a cambiar totalmente su manera de ser, su manera de ver la realidad, de comunicarse»[145].
El secuestro o toma de rehenes, como lo denomina el DIH, es un crimen reconocido y repudiado por la sociedad colombiana. Supone la privación de la libertad de una o más personas por parte de un actor armado bajo intimidación, amenaza u otros medios, que condiciona la liberación o la seguridad e integridad personal de las víctimas a la satisfacción de exigencias económicas, políticas, militares y de control territorial, entre otras. Si bien la Corte Constitucional ha señalado que la toma de rehenes se configura en escenarios bélicos y que el secuestro extorsivo se establece en otros contextos, en la guerra el secuestro ha tenido finalidades políticas, extorsivas y militares.
Según el Proyecto JEP-CEV-HRDAG, alrededor de 50.770 fueron víctimas de secuestro y toma de rehenes en el marco del conflicto armado entre 1990 y 2018[146].
Los secuestros y la toma de rehenes han sido sobre todo llevados a cabo por las organizaciones guerrilleras y muchas veces durante muchos meses o años. Los mayores responsables fueron las FARC-EP con 40 % de los casos (20.223 víctimas), los grupos paramilitares con el 24 % (10.538 víctimas) y el ELN con 19 % (9.538).[147] También los secuestros fueron llevados a cabo en un número considerable por otros grupos (9 %)[148]. En algunos casos también fueron cometidos por agentes del Estado.
Esta violación se presentó durante los diferentes periodos del conflicto armado, en la década de los sesenta sobre todo por el M-19, y en las décadas de los ochenta y noventa principalmente por las FARC-EP y el ELN. De 1995 a 2004 se incrementó el número de casos de manera vertiginosa: Se calcula que en esos 10 años hubo aproximadamente 38.926 víctimas (77 % del total de secuestros) y que solo entre 2002 y 2003 fueron 11.643 (23 % del total). Estas cifras demuestran la masividad de estos hechos, lo que permite calificarla como una práctica generalizada desde mitad de los años noventa hasta 2004, cuando empieza a descender sustantivamente.
Gráfica. Víctimas de secuestro por año, según la integración final de datos
Fuente: Proyecto de integración de datos JEP-CEV-HDRAG. Junio de 2021
Al comienzo de la década de los setenta las guerrillas recurrieron al secuestro económico y político; el primero era una de sus fuentes financieras más importantes y, el segundo, buscaba lograr objetivos que favorecieran su poder de negociación, coacción o confrontación. Las pretensiones económicas y/o políticas fueron una constante, el secuestro afectó primero a empresarios y miembros de las élites económicas y políticas del país y, posteriormente, su extensión e indiscriminación afectó a amplios sectores de la población. Esta es una práctica intencional y extendida en la que el desprecio por la vida y el sufrimiento de las víctimas y sus familias revelan el grado de deshumanización del conflicto armado.
Según los datos integrados por el Proyecto CEV-JEP-HRDAG, el 78 % de las víctimas eran hombres y el 22 % mujeres. De las mujeres entrevistadas por la Comisión[149], el 22 % expresó que sufrió violencias sexuales durante su cautiverio. Muchas víctimas entrevistadas lo refirieron como una «muerte suspendida», en la que vivieron una situación dura con fuertes restricciones y con la amenaza permanente de la muerte. Los familiares tuvieron incluso que participar en las negociaciones, siendo sometidos a una enorme presión e incertidumbre, además de una completa alteración de sus vidas e impacto durante meses, y en algunos casos durante los años que duró el secuestro. Una parte de ellos terminó con la muerte en cautiverio o con el homicidio de la víctima.
Los departamentos más afectados por esta violación son Antioquia con 9.308 víctimas (20 %), Cesar con 3.353 víctimas (7 %), Norte de Santander con 2.949 víctimas (6 %), Bolívar con 2.611 víctimas (6 %) y Nariño con 2.513 víctimas (5 %).
La mercantilización y deshumanización de la víctima por parte de los responsables la convierten en objeto de cambio, su vida se cambia por dinero o peticiones y si el objetivo no se logra, la víctima es asesinada. El pago del rescate no garantiza la vida de las personas secuestradas. Se registran casos en los que el grupo armado cobró el rescate varias veces y no entregaron a las personas ni vivas ni muertas, además de casos de personas muertas en cautiverio de los que no se entregaron sus restos. El secuestro por motivos políticos también cosificó a las víctimas, supuso una enorme presión sobre sus vidas que se convirtieron en objeto de coacción y desprecio, y que además quedaron en manos de sus captores y de situaciones políticas o económicas impredecibles, objeto de cambio, con el que esas exigencias y respuestas transan con su vida.
La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) abordó este crimen bajo el caso 01 (toma de rehenes, graves privaciones de la libertad y otros crímenes concurrentes cometidos por las Farc-EP). La JEP imputó al antiguo secretariado de las FARC-EP crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra por los secuestros que cometieron. Durante las audiencias de reconocimiento de sus crímenes, los miembros del secretariado de las FARC-EP reconocieron que durante el secuestro de las víctimas también se presentaron violencias sexuales, desapariciones forzadas, asesinatos, tratos crueles y degradantes, así como la imposición de trabajos forzados contra ellas. Las víctimas continúan padeciendo consecuencias en su salud física y mental.
3.9. Extorsión
«Estando yo en uno de los restaurantes que en ese momento tomaba en arriendo, empezaron a entrar las llamadas a las cuales estábamos acostumbradas, las llamadas extorsivas. Pero en ese caso no fue para mí, sino para la dueña del inmueble. Como la señora se negó a pagar la extorsión solicitada, nos pusieron una bomba. Nos mataron a la empleada que estaba en la cocina»[150].
La extorsión es una política de los grupos armados no solo para recaudar dinero, sino para controlar los territorios; la víctima es forzada a un pago para poder trabajar y vivir. La extorsión es la imposición de una contribución patrimonial arbitraria a una persona por parte de un actor del conflicto armado. En algunas ocasiones se denominan «vacunas», «cuotas», «impuestos de guerra» o «contribuciones». Estas fueron cobradas tanto a multinacionales, grandes empresarios y ganaderos, como a pequeños productores, docentes, tenderos, taxistas, vendedores ambulantes o a cualquier persona con alguna actividad económica. Se trató de un mecanismo que permitió obtener una fuente de ingresos tanto a las guerrillas como a los grupos paramilitares.
En las primeras décadas del conflicto armado fue sobre todo un cobro exclusivo para aquellos a quienes las guerrillas y paramilitares consideraban tenían un abundante patrimonio o poder, muchas veces con la amenaza de secuestro o asesinato. Con el tiempo se fue convirtiendo en una práctica impuesta a casi todos los habitantes que tuviesen una actividad económica sin importar sus ingresos, quienes fueron obligados a pagar cuotas, aportes o «vacunas». Mediante la extorsión los responsables desarticulan a las comunidades, las estigmatizan y las convierten en un eslabón de la financiación de grupos armados, y a veces por ello han sido acusadas por cada bando de ser colaboradoras del contrario. Destruye proyectos de vida, al obligar a quienes no pueden pagar a desistir de sus actividades productivas y económicas, cerrar sus negocios y abandonar sus tierras, a trasladarse de lugar y desempeñar actividades distintas, es frecuente que los responsables asesinen a quienes se resisten al pago forzado. Y hacerse parte de un control de la vida social y la ilegalidad armada, y muchas veces sin que el Estado ejerza un papel protector frente a esas dinámicas extendidas. En algunos territorios ha funcionado como un mecanismo de control, como un «cobro de impuestos». Estas redes no son clandestinas ni se dan en la actualidad en territorios donde no exista presencia del Estado.
La Comisión en su propio ejercicio de escucha, documentó 824 hechos de extorsión entre 1985 y 2018. La Comisión registró hechos en particular entre 1998 y 2005, periodo en el que tanto las guerrillas como los grupos paramilitares consolidaron su control en diversas zonas del país. Si bien el registro de estos hechos ha disminuido en la actualidad, se mantienen constantes en muchas regiones donde el control de grupos paramilitares posdesmovilización, narcotráfico o grupos guerrilleros aún activos tienen fuerte presencia territorial. Los pagos por extorsión normalizados como «impuestos» por dichos grupos son un indicador del control territorial que tienen en diferentes regiones del país.
La Comisión documentó el mayor número de hechos en el año 2000, durante los diálogos de paz entre la guerrilla de las FARC-EP y el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) en San Vicente del Caguán. Ese año se creó la Ley 002 en el marco del pleno del Estado Mayor Central de las FARC-EP, desarrollado entre el 21 y el 25 de marzo en Yarí, Caquetá. Con dicha ley se acordó el cobro del impuesto para la paz, el cual representaban, aproximadamente, el 10 % de las ganancias de las empresas[151].
Con estos cobros de extorsión, tanto grupos guerrilleros como paramilitares, podían regular los precios de las mercancías, manejar instituciones de salud, escuelas y profesores, permitir el paso de víveres y la construcción de infraestructura, así como controlar diversas actividades de la comunidad. Los grupos armados ilegales impusieron diferentes castigos por el incumplimiento en estos pagos, que fueron desde el aumento del valor de las cuotas, la prohibición de entrada de productos de primera necesidad, el cierre de las escuelas, el despido de profesores, hasta el desplazamiento forzado, la persecución, la desaparición y la muerte.
Las extorsiones han desarticulado a las comunidades y las han involucrado forzadamente con recursos utilizados por los grupos en disputa; las han estigmatizado y convertido en objetivo militar, al ser acusadas por cada bando de ser colaboradores del contrario. Y han destruido sus proyectos de vida, al obligar a quienes no podían pagar a desistir de sus actividades productivas y económicas, cerrar sus negocios y abandonar sus tierras, a trasladarse de lugar y a cambiar sus modos de vida.
3.10 Pillaje
«Yo trabajo, el trabajo mío era pescar y empezaron a llegar los paracos al Chocó, nosotros salíamos a pescar y cuando nosotros veníamos entrando ellos estaban esquiniados y lo mejor que traíamos de producción, [dijeron:] “venga, traigan eso para acá que nosotros necesitamos escoger qué es lo que llevan ahí para nosotros comer”, y sin nosotros poderles decir nada. Y una parte por eso me vine de allá del Chocó, porque yo a mi esa gente no me cayó bien, y dije yo, no, yo me voy para otro lado, y en esos tenía a mi papá acá y él me dijo: “mijo, por qué no se viene para acá y nos estamos por acá unos días”. Me vine yo del Chocó porque en realidad que nosotros no podíamos llegar de pescar porque ellos escogían lo mejor»[152].
Esta víctima de pillaje de grupos paramilitares, afrocolombiana, pescador artesanal en Tadó, Chocó, relata que en 1988 el robo constante tuvo un impacto en su forma de vida y ocasionó su desplazamiento forzado. El pillaje es la apropiación o robo de bienes muebles de propiedad de una persona, organización o institución sin su consentimiento, efectuada por algún actor del conflicto armado. El robo de animales o enseres ha sido una forma de quedarse con objetos de las víctimas y propiedades para financiamiento o mantenimiento de los combatientes. También suponen una forma de estimular la violencia por parte de la tropa de diferentes actores armados. El robo opera como un estímulo de la violencia con un beneficio personal o para el grupo.
Puede ser una manera de reforzar el control territorial en zonas consolidadas, aunque en general se da más en territorios en disputa como forma de ataque a la población considerada enemiga. Sus víctimas pertenecen a un espectro amplio de personas, en realidad, todo el que tuviera alguna posesión corría riesgo de ser víctima de pillaje, especialmente en momentos de agudización de la guerra. En otras ocasiones el pillaje se ha dado como respuesta al no pago de vacunas o extorsiones. Han sido víctimas la población campesina minifundista y pequeños comerciantes; pero también grandes latifundistas o entidades bancarias. El pillaje se realiza bajo modalidades definidas que siguen lógicas económicas, simbólicas y militares. Se usa para financiar estructuras armadas, como un método de castigo contra simpatizantes o auxiliadores del bando contrario o como un aprovechamiento inmediato de alimentos y otras mercancías a partir de la apropiación. Algunas prácticas de pillaje han quedado normalizadas en la cotidianidad de los territorios, como si se tratase de cargas menores que la población civil debe soportar. Es reiterado que los combatientes se coman el ganado de las fincas por donde van pasando o pidan mercancías en las tiendas y no las paguen; las víctimas se ven obligadas a acceder porque son los victimarios quienes imponen la ley.
La Comisión es una de las pocas fuentes que ha registrado el pillaje en Colombia. Aunque sea una muestra pequeña, en el ejercicio de escucha se documentaron 751 hechos de pillaje, en el que los paramilitares fueron responsables del 46 % de los hechos, las guerrillas del 33 % y la fuerza pública del 17 %. Fue precisamente entre 1998 y 2002 -periodo en que la Comisión documentó el mayor número de actos de pillaje- cuando se incrementaron las zonas en disputa y las incursiones a territorios controlados por los bandos «enemigos».
Entre los 751 actos de pillaje que documentó la Comisión el 72 % se cometieron de manera conjunta con otras violaciones de derechos humanos, como amenazas, tortura y desplazamiento forzado. En el caso del desplazamiento masivo, los actores armados sacaron ventaja de la ausencia de las víctimas para hurtar sus pertenencias al entrar a sus casas y saquearlas.
El pillaje tiene impactos en el proyecto de vida de las víctimas, afecta el patrimonio de las personas y puede eliminar el producto del trabajo de toda una vida o agotar las formas y medios de subsistencia. El pillaje ahoga economías locales y proyectos productivos, y reduce las opciones laborales de las poblaciones que en algunos casos son forzadas a hacer parte de economías ilegales, como los cultivos de uso ilícito.
3.11. Tortura
La tortura se explica no solo como forma de obtener información o confesión, sino como modalidades de castigo, de represalia o venganza y hasta formas de discriminación.
«Empezaron a patearnos y empezaron a preguntarnos cosas que uno no sabía, o sea, nos preguntaban por unos nombres, [...] que si conocíamos a fulano, que si conocíamos unos nombres y apellidos. [...] Nos hacían preguntas referentes al obispo, de lo que conocíamos del obispo [...] o nos preguntaban que si recibía dinero, que si él daba dinero. Nos decían unos nombres de unas personas; no conocíamos, no sabíamos del asunto. Ahí nos pegaban, nos pegaban por la cabeza, por la cara y decían que estábamos mintiendo [...] Luego llegó otro y dice: “No, estos maricones vamos a hacerlos hablar”. Entonces nos cogieron, nos tiraron al suelo, nos empezaron a quitar la ropa, y yo escuchaba a mis compañeros cómo gritaban. Ya luego [...] empiezan a abusar de uno [...]. Desde el primer día [...] supimos que eran paramilitares porque ellos se identificaron como tal»[153].
La tortura se refiere a actos y omisiones que causan intencionalmente dolor o sufrimientos graves, físicos o mentales, a una persona, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o confesión, castigarla por un acto cometido o intimidar o coaccionar a esa o a otras personas, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación o con un fin ilegítimo por actores armados durante en el conflicto. La tortura utiliza métodos para anular la personalidad de la víctima o producir un quiebre en su identidad, constituyendo una grave violación de los derechos humanos y un crimen bajo el derecho penal internacional. Cuando se comete de forma sistemática o a gran escala, constituye un crimen de lesa humanidad, o un crimen de guerra cuando la practican los grupos armados.
La tortura se ha dado en Colombia principalmente en cuatro tipos de situaciones: 1) en detenciones llevadas a cabo por policías y militares, muchas veces en contextos de estados de excepción que permitieron mantener al detenido durante días sin ninguna supervisión, y en instalaciones incluso con medios preparados para ello. 2) en masacres y ataques a comunidades o ejecuciones ejemplarizantes, donde los hechos se dieron ante la comunidad como atrocidades como crueldades o mutilaciones, la mayor parte de las veces llevadas a cabo por grupos paramilitares, 3) en las ejecuciones extrajudiciales y asesinatos, cuyos cuerpos aparecieron con señales de tortura por parte de diferentes autores, y 4) durante secuestros realizados por las FARC-EP donde sometieron a los secuestrados a humillaciones, encadenamientos, amenazas y prácticas inhumanas.
La mayor parte de las veces se lleva a cabo en condiciones de total indefensión y ocultamiento de los hechos, en contextos donde el responsable controla toda la situación de la víctima, especialmente en capturas ya sea en lugares remotos o centros de detención o cuarteles. Los sobrevivientes son presa del miedo a la denuncia y por la desconfianza en las instituciones, o son cuestionados en sus testimonios señalando que tienen que «probar» la tortura, cuando esta se ha realizado en condiciones de total indefensión y quienes la ejecutan muchas veces utilizan formas sofisticadas para no dejar huellas. En ocasiones, el asesinato de las víctimas o la dificultad para probar los hechos ocultan la verdadera magnitud de la violación.
La gráfica siguiente compara las tendencias temporales de los 2.589 hechos de tortura documentados en el proceso de escucha de la Comisión, con la de los 7.571 registros del RUV, y muestra que coinciden en los principales periodos con un aumento exponencial a partir de 1995 y dos picos en 2000 y 2002[154]. La Comisión, a diferencia del RUV que tiene datos solamente a partir de 1985, pudo documentar también el uso de la tortura de parte de miembros de la fuerza pública en el periodo del Estatuto de Seguridad, entre 1978 y 1982.
Gráfica. Proporción de víctimas de tortura por año, según datos de la Comisión y del RUV (1970-2019)
Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del RUV y de las entrevistas realizadas por la Comisión de la Verdad.
La Comisión identificó, a partir de testimonios, tres periodos críticos: 1) de 1978 a 1982, cuando estuvo vigente el Estatuto de Seguridad[155]; 2) de 1985 a 1989, en medio de las rupturas de los diálogos y procesos de paz, el escalamiento de la confrontación militar y el auge de la llamada «guerra sucia», especialmente contra la UP y otros grupos y 3) desde mediados de la década de 1990 hasta 2005, con el proceso de expansión y consolidación territorial de los grupos paramilitares en varias regiones del país y la extensión del secuestro.
Dado el subregistro en las fuentes oficiales, sobre todo en hechos cuyo responsable es la fuerza pública, la Comisión revisó las fuentes disponibles y elaboró una base de datos de víctimas de tortura entre 1978 y 1982[156]. Allí se registraron 1.340 casos de tortura, correspondientes a 1.322 víctimas. De acuerdo con esa base de datos, con la expedición del Estatuto de Seguridad y durante su vigencia, la tortura perpetrada por agentes del Estado se agudizó[157]. Los informes de Amnistía Internacional o el de la primera visita de la CIDH a Colombia, dieron cuenta de una práctica sistemática de torturas a detenidos. La práctica de la tortura durante esos años, debido a la generalidad y sistematicidad de los casos, supone un crimen de lesa humanidad.
Durante el Estatuto de Seguridad, las facultades de policía judicial otorgadas a las Fuerzas Militares, el juzgamiento de civiles por tribunales militares y las «detenciones administrativas» de potenciales opositores políticos o sociales, ordenadas en uso de poderes de excepción, fueron los principales escenarios en que se practicó la tortura. Por lo general, las torturas estuvieron precedidas por una captura ejecutada por la fuerza pública. Hubo víctimas que fueron detenidas en más de una ocasión. Los lugares de tortura registrados en las denuncias en ese periodo, son principalmente instalaciones militares. En esos años, las instalaciones militares se constituyeron en espacios donde se desplegaron las prácticas de tortura. Uno de los lugares más mencionados en las denuncias conocidas por la Comisión fue la Escuela de Caballería de Usaquén, en Bogotá.
Durante la década de los noventa la tortura se incrementó exponencialmente como una modalidad de violencia enmarcada en el despliegue de algunas masacres perpetradas por los grupos paramilitares. Estos grupos llevaron a cabo prácticas de sevicia como el desmembramiento, mutilación, decapitación, colgamiento, descargas eléctricas, quemaduras y heridas, violaciones y abusos sexuales, ataques con animales, entre otras. Durante las masacres era frecuente que las torturas se hicieran de manera pública y los paramilitares forzaban a las personas a presenciar las torturas de miembros de su comunidad. Estas prácticas eran enseñadas en las escuelas de entrenamiento, en donde las propias crueldades fueron parte del mismo.
La tortura se practica de múltiples formas, puede ser física y/o psicológica. La tortura física ha sido la que mayor visibilidad ha tenido por el impacto sobre los cuerpos con golpes, descargas eléctricas o colgamientos. Otras modalidades incluyen las que dejan menos marcas visibles, como las maniobras de asfixia (bolsa y bañera), privar de alimentación a los detenidos o usar drogas. La tortura se ha dado, además, en esos contextos de detenciones e instalaciones militares especialmente con el uso de instrumentos, lugares que se utilizaron en múltiples ocasiones, como se señaló en el Cantón Norte en Bogotá, sobre el que la Comisión recogió testimonios de casos durante al menos una década (1978-1988), donde las caballerizas se utilizaron como lugares que contaban con piletas, barras de colgamientos y otras infraestructuras. Las víctimas estuvieron en condiciones de indefensión, de control total por los victimarios, de imposibilidad muchas veces de denunciar y con las secuelas físicas y psicológicas que deja la tortura. Algunas víctimas entrevistadas tuvieron muchas dificultades para hablar de lo sucedido, a pesar de que habían pasado más de 40 años del hecho, se quebraron en las entrevistas o no quisieron hablar de detalles de lo vivido, por el impacto del recuerdo.
La tortura física incluyó golpes, con y sin instrumentos, colgamientos, descargas eléctricas, maniobras de asfixia, privaciones físicas, entre otras. La tortura psicológica buscaba el sometimiento mediante insultos, amenazas, privación de sueño. Presenciar la tortura de otras personas, el daño o las calumnias de familiares o personas cercanas hizo que las víctimas vivieran con miedo en sus territorios o tomaran la decisión de abandonarlo como un mecanismo de protección. Los señalamientos y acusaciones de ser parte de algún grupo armado fueron una práctica recurrente en el contexto de la tortura psicológica. La fuerza pública fue el actor que más los usó para estigmatizar a determinados grupos sociales o a poblaciones en contextos de exterminio del opositor, represión de la protesta social o de operaciones contrainsurgentes. Las prácticas de tortura se derivaron en afectaciones psicológicas y físicas en un mismo evento violento, y tuvieron impactos individuales y colectivos.
3.12. Violencias sexuales
«En el retén yo iba caminando y se me acerca una camioneta, que “niña”, que “venga móntese”, que “¿pa donde va?”. Y yo: “No, no, no; ya llegué, muchas gracias, muchas gracias”. “No, venga, venga yo la llevo”. Cuando menos pensé fue que se bajó ese tipo de esa camioneta, me arrinconó y me puso un arma en la cabeza, ay [miedo] Dios mío, bueno. Entonces, yo forcejeé con él y bueno, que tal, y pum!, me pegó un cachazo y yo caí al piso. Se me tiró encima [..] y abusó sexualmente [...], me amenazó, me dijo que él era un paramilitar que conocía a mi mamá, a mis hermanas, todo [...], que, si yo me ponía a denunciar o algo, me mataban a mí y a mi familia y se fue»[158].
Es la narración de una mujer, víctima del Bloque Metro de las AUC en 1997 cuando tenía 18 años, en el municipio de Guarne, Antioquia. Desde la Comisión se reconocen diversas modalidades de violencias sexuales que se cometieron durante el conflicto armado. Hacen parte de las violencias sexuales tanto las violaciones sexuales, la esclavitud sexual, como las amenazas de violación, el acoso sexual, el desnudo forzado y las prácticas denigrantes como humillaciones sexuales.
Las violencias sexuales han sido cometidas por los distintos actores del conflicto armado, en diferente medida y patrones de victimización. Este tipo de actos se cometieron casi en su totalidad por hombres. Sobre todo, se dirigen contra las mujeres en tres tipos de situaciones: los contextos de indefensión como capturas o detenciones; en el escenario de control territorial en las comunidades; o en el contexto de operativos y masacres. Las violencias sexuales en el conflicto armado son una expresión del poder sobre la vida y el cuerpo de las mujeres; ellas son marcadas por la posesión y el sometimiento de sus cuerpos y mentes. El ataque a su dignidad, su intimidad y su sexualidad constituyen una amenaza permanente sobre sus vidas y es una práctica de control de la población y de muchas veces de anulación de ejercicios de liderazgo de las mujeres.
Entre sus formas de violencias sexuales, los grupos paramilitares incluyeron mutilaciones o heridas en los cuerpos de sus víctimas, en ocasiones de manera pública. Así lo relató un hombre habitante de Vistahermosa, Meta, acerca de lo sucedido a inicios de los años noventa con la entrada del paramilitarismo a la región: «Había una muchacha que era novia de un comandante o mujer de un comandante [de las FARC-EP] y que la amarraron en plena plaza, desnuda, y que le quitaron los senos para sembrar el terror en la región»[159].
En el caso de las FARC-EP, se dieron especialmente violencias reproductivas, entre las que están la anticoncepción forzada, la esterilización forzada y el aborto forzado. Aunque las FARC-EP penalizaron en sus filas la violación sexual, incluso con «ajusticiamientos», la Comisión también recogió testimonios de violencias sexuales intrafilas y testimonios de mujeres víctimas civiles que sufrieron violaciones sexuales por miembros de este grupo.
En el caso de la fuerza pública, se registraron menos casos, pero existen registros de violación sexual documentada desde la época del Estatuto de Seguridad (1978 a 1982) en el contexto de detenciones y torturas, principalmente contra mujeres acusadas de guerrilleras o que formaban parte de grupos armados y que fueron detenidas. También la Comisión documentó casos de hombres que sufrieron violación sexual como parte de la tortura en esas circunstancias de detenciones. Debemos tener en cuenta que también las violencias sexuales fueron perpetradas contra mujeres y hombres en contextos de detenciones arbitrarias, torturas y ejecuciones extrajudiciales en las que se registraron prácticas de mutilación de los genitales de las víctimas, como formas de castigo y humillación.
En las violencias sexuales se presenta un gran subregistro por la falta de mecanismos adecuados y de garantías para la denuncia, por el estigma asociado de la violación, por las implicaciones subjetivas y familiares que acarrea, por la reiterada exposición de su intimidad y por la desprotección de las víctimas. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas (RUV), en Colombia al menos 32.446 personas han sido víctimas de actos en contra de la libertad y la integridad sexual. Las mujeres y niñas fueron ampliamente las más afectadas, el 92 % del total de víctimas, particularmente las que habitan áreas rurales. Los mayores registros de las violencias sexuales asociadas a las propias dinámicas del conflicto armado se encuentran entre 1997 y 2005, años en los que también se perpetraron otros tipos de violaciones de derechos humanos en el contexto de agudización y extensión de la guerra, de manera particular en las áreas rurales.
La modalidad de violencia sexual más utilizada por grupos paramilitares, grupos guerrilleros y fuerza pública, según los hechos documentados en los testimonios recogidos por la Comisión. Esta gráfica no pretende demostrar la magnitud de las responsabilidades de cada actor o cuál cometió este crimen con más frecuencia. Por un lado, ilustra que tanto paramilitares como la guerrilla y la fuerza pública, la violación sexual fue la modalidad registrada como más frecuente, aún en diferente medida.
La violencia sexual y la violencia reproductiva al interior de los grupos armados aumentaron en el periodo de mayor agudización de la guerra, entre 1996 y 2007. Por ejemplo, las FARC impusieron, en algunos de sus bloques, la planificación y el aborto para las combatientes sin importar las graves consecuencias físicas y psicológicas que padecieron las mujeres[160].
3.13. Amenazas al derecho a la vida
Las amenazas al derecho a la vida y a la integridad personal son una de las violaciones de derechos humanos más frecuentes, y que se relacionan con el conjunto de hechos de violencia. Con frecuencia la víctima de amenazas de muerte las recibe de manera reiterada. Las amenazas son, por lo general, la primera de una serie de violaciones; ellas se encadenan con el desplazamiento forzado, el exilio, el confinamiento, los atentados y homicidios, extorsiones, trabajos forzados, violencias sexuales y la tortura. Algunos de sus objetivos son la imposición de una relación de dominación sobre determinados sectores poblacionales, mantener el control territorial por medio del terror, fracturar organizaciones, frenar procesos y acallar denuncias.
«La última vez que tuve un inconveniente con los llamados paramilitares (...) fue hace tres años en Barrancabermeja ya como líder social haciendo mi labor de capacitación en derechos sexuales y reproductivos. Muy amablemente me pidieron el favor que me fuera a menos que yo quisiera salir de ahí en un cajón, entonces, nuevamente duré bastante tiempo sin regresar a Barranca [...] ya estando acá en el área metropolitana, en Girón, ya por el tema de la orientación sexual, el rezago, el reducto que queda de paramilitares y esta gente que estaba aliada con los policías hizo que tuviéramos, nos hicieran varias amenazas por parte de los policías principalmente y algunos militares en Girón en el 2001, pero no fui el único, también muchas mujeres trans, por el tema de orientación»[161].
En los testimonios recogidos por la Comisión las tendencias de las amenazas se relacionan con el desplazamiento forzado, con el 2002 como año de máximo registro y una reducción posterior. Por su parte, el Registro Único de Víctimas registra 588.484 hechos y muestra un aumento álgido en 2000 y en 2002, momentos que coinciden con el fin del proceso del Caguán, la extensión de las masacres paramilitares, el secuestro y la agudización del conflicto armado. Si bien después el registro de amenazas disminuyó, de nuevo aumentó considerablemente en 2012, cuando se duplicaron los casos, comparado a una década antes[162]. Luego esta tendencia se mantiene hasta 2014 y en 2017 el aumento de nuevo de las amenazas coincide con el periodo posterior a la firma del acuerdo de paz.
La combinación de las dos bases de datos muestra la persistencia de las amenazas durante los últimos 20 años de conflicto armado. Hay que tener en cuenta que el mantenimiento en el tiempo de las amenazas conlleva también un impacto por la historia previa vivida. Las amenazas se dan en un contexto donde se llevaron a cabo masacres, asesinatos o desapariciones forzadas, por lo que su acción no puede verse de forma aislada sino como parte de la continuación del terror vivido, y sus consecuencias se relacionan con ese impacto acumulativo.
Gráfica. Registro de amenazas según el RUV y las fichas de entrevistas de la Comisión, comparación de tendencia en el tiempo (1985-2018)
Fuente: Comisión de la Verdad y Registro Único de Víctimas (RUV).
La mayor parte de las veces, las amenazas no se dan de forma aislada. El miedo y la parálisis que pretenden producir, el condicionamiento de la conducta o la voluntad de expulsión del territorio, hacen que se relacionen con otras violaciones. El propio contexto de violencia en muchas comunidades, hace que las amenazas no sean solo una acción como violación de derechos humanos, sino un contexto amenazante, al que se enfrentan las víctimas, y cuyos impactos se prolongan después del «hecho» a una vida que se hace más vulnerable, donde las personas conviven con la necesidad de prevención, de cambios en su comportamiento, de alteración de la vida familiar o del trabajo, para tratar de manejar el riesgo. Las víctimas de amenazas sufren, de manera simultánea, hechos de desplazamiento forzado, tortura, despojo, extorsión, secuestro, violencias sexuales y atentados. Como puede verse en la gráfica, la mayor parte de las veces, las amenazas son parte del desplazamiento forzado, lo que muestra no solo una asociación de consecuencias, sino muchas veces, una intencionalidad. De la misma manera que con las amenazas relacionadas al exilio. En varios casos la amenaza también es el hecho inmediatamente previo al homicidio.
Gráfica. Cadenas de violencias asociadas a las amenazas[163]
Fuente: Base de datos de entrevistas a víctimas, familiares y testigos recogidas por la Comisión de la verdad.
Las amenazas de muerte se llevan a cabo en general mediante medios que invisibilizan a los autores, lo que forma parte del contexto que las vuelve más siniestras. Pueden ser mediante llamadas telefónicas, panfletos, listas, cartas, o mensajes por correo electrónico y redes sociales que se pueden volver virales con facilidad.
La amenaza no es una violación fortuita ni accidental, por el contrario, es un acto planeado en el cual el victimario tiene claro a quién va a dirigir la amenaza, el método y el medio a elegir, las palabras que va a usar, las exigencias que va a llevar a cabo y los resultados esperados. En general, se dirigen a la parálisis de la acción, a la expulsión del territorio o al exilio de la víctima. También tienen un componente colectivo cuando se trata de liderazgos sociales, étnicos o de grupos políticos, con impactos también colectivos. Y se orientan, con frecuencia, a quebrar el sentido de solidaridad, dado que hacen que la respuesta o el entorno social se vuelva más amenazante. Como señalaron algunos líderes amenazados que tuvieron que salir desplazados: «sentí que me convertí en un peligro para otros»; «nadie quería ya venir a mi casa».
3.14. Reclutamiento de niños, niñas y adolescentes y trabajo forzoso
«[Mi mamá] se puso a llorar y me abrazó, dijo que no hiciera eso, que mejor ayudara a papá y yo le dije: “no, mamá, yo no aguanto más eso, yo quiero ayudarlos”. [...] Me gané 500.000 pesos y el comandante me mandó a llamar, me dijo que si quería sacar a mi familia adelante que me metiera con ellos. Yo le dije que no sabía si fuera capaz, no sabía si aguantaría con el fusil, la maleta y toda esa vaina, me dijo que solamente era de miliciano»[164].
El reclutamiento de niños, niñas y adolescentes menores de 15 años es un crimen de guerra prohibido por el DIH. Esta práctica común y generalizada se ha dado desde hace décadas y persiste en la actualidad. También se presentó al interior de la fuerza pública en una época (tuvo personas menores de 18 años incorporadas al menos hasta 1996, cuando era legal) con registros de informes, denuncias y testimonios sobre acciones cívico-militares o de infiltración e inteligencia, en las que involucran en actividades militares a niños y niñas.
Entendemos por reclutamiento «cualquier modalidad de vinculación o involucramiento de niños, niñas y adolescentes en actividades de los grupos armados tanto legales (Fuerzas Militares) como ilegales (guerrillas y paramilitares) en el conflicto armado interno, ya sea que dicha participación sea directa o indirecta en las hostilidades. Las acciones o roles que se incluyen dentro de las formas de utilización son acciones bélicas, actividades de vigilancia e inteligencia, actividades logísticas o administrativas, actividades relacionadas con el narcotráfico y financiación u obtención de recursos para el actor armado».
Las actividades que les impusieron fueron aquellas en las que los combatientes consideraban que podrían desempeñarse con mayor eficacia. Esto incluye combates, actividades de soporte, uso como guías, tareas de logística, abastecimiento o guardia de personas secuestradas. Además de la estrategia de reclutamiento de estos grupos, la falta de oportunidades y la desprotección social han sido parte del contexto favorecedor de la permanencia del reclutamiento en la actualidad[165]. Algunas condiciones que propician el reclutamiento son los contextos de violencia, pobreza, miseria, exclusión social y ausencia, violencia o abandono familiar. Aumentó el reclutamiento y uso de niños, niñas y adolescentes durante los periodos de mayor confrontación o de desdoblamiento de frentes.
La vinculación nombra las distintas formas en que las niñas, niños y adolescentes pueden ser instrumentalizados, llevados a cumplir una tarea o asumir algún rol a favor de un actor armado, y se puede ejecutar mediante el uso y la utilización. La utilización no implica la participación directa en hostilidades, pero es igualmente victimizante porque vulnera derechos de la niñez y adolescencia, además del principio de distinción. La normatividad prohíbe cualquier forma de instrumentalización, relación, aproximación o abordaje por parte de los grupos armados, con la que pretendan beneficiarse de niñas, niños y adolescentes, más aún si pretenden que desempeñen cualquier función a su favor.
Dentro de las actividades más recurrentes están las de informante, infiltrado y mensajero; otros niños, niñas y adolescentes menores de 18 años participaron en combates y muchos murieron. El deseo de venganza por el asesinato de seres queridos también se mencionó como motivo de ingreso en el grupo. En ocasiones la imposición es ejercida con violencia, amenazando a las víctimas y a sus familiares. También existen registros algunas acciones cívico-militares que pusieron en riesgo o utilizaron niños y niñas, de interrogatorios e imposición de patrullajes conjuntos con niñas, niños y adolescentes desvinculados de grupos armados, de la utilización de niñas y niños como informantes y de la infiltración de menores de edad en filas de grupos armados por parte de la fuerza pública. Cualquier tipo de vinculación de niños, niñas y adolescentes al conflicto armado los expone a condiciones que incrementan el riesgo de sufrir otras violaciones tales como la muerte y desaparición forzada, trabajos forzados, las amenazas, las violencias sexuales y el desplazamiento forzado. Este crimen tuvo un fuerte impacto no solo en las niñas, niños y adolescentes, sino en sus familias.
Los momentos de expansión territorial de los actores armados y de multiplicación de sus estructuras, así como los periodos de mayor conflicto entre actores armados influyen en la necesidad de tener más combatientes y potencian la intensidad de reclutamiento, así como la flexibilización de las normas que lo rigen.
Según la integración final de datos del proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, desde 1990 hasta 2017 se registraron 16.238 casos de reclutamiento, de niños, niñas y adolescentes a lo largo del país. Además, teniendo en cuenta el potencial subregistro.[166] La mayor intensidad de reclutamiento se registró en los departamentos de Meta, con 2.977 víctimas (18 %), seguida de Antioquia, con 2.346 víctimas (14 %), Guaviare. con 1.105 víctimas (7 %), Caquetá, con 1.063 víctimas (6 %) y Cauca, con 838 víctimas (5 %).
La siguiente gráfica muestra un ascenso del reclutamiento entre 1995 y 2000, año en el que se observa la frecuencia más alta, con 1320 víctimas. Es en esos años se observa un aumento de la actividad militar de grupos guerrilleros, sobre todo las FARC-EP, es el periodo de máxima expansión de los grupos paramilitares y de incremento de operaciones militares de la fuerza pública. Las FARC-EP atacaron varias bases militares del Ejército Nacional[167], y sostuvieron fuertes enfrentamientos con los paramilitares del Bloque Centauros en el Meta; al final de este periodo empezaron los diálogos del Caguán entre el Estado colombiano y las FARC-EP. Otros dos años con un alto número de casos de reclutamiento se presentan entre 2002 (1.305 víctimas) y 2003 (1.253 víctimas) cuando se terminaron los diálogos de paz del Caguán y el conflicto entró en una nueva etapa de la confrontación. Datos relevantes en 2007 (661 víctimas) y en 2013 (477 víctimas), periodo en que comienzan los acercamientos paulatinos para una salida política y termina con el inicio de los diálogos que dieron origen al proceso de paz entre este grupo y el Estado.
Gráfica. Víctimas de reclutamiento por año (1990-2017), según la integración final de datos
Fuente: Proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG.
Después del acuerdo de paz, si bien se siguen dando varios casos de reclutamiento de niños, niñas y adolescentes, y constituye una grave infracción al DIH en el contexto de persistencia del conflicto. Informes de Naciones Unidas, Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo e informes de organizaciones de la sociedad civil advierten que esta infracción persiste. El Observatorio de Niñez y Conflicto Armado de la Coalico (ONCA) afirma que entre 2016 y el primer semestre de 2021 se han registrado 269 hechos de reclutamiento de niñas, niños y adolescentes[168].
Según datos del Proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, el grupo que más niñas, niños y adolescentes reclutó entre 1990 y 2017 fueron las FARC-EP con 12.038 víctimas (75 % del total), seguido de los paramilitares con 2.038 víctimas (13 %) y el ELN con 1.391 víctimas (9 %)[169] [170]. Según el Proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, 4 de 10 víctimas de reclutamiento eran menores de 15 años (43 %).
El reclutamiento y uso de los niños, niñas y adolescentes desarticula a sus familias y comunidades, tiene consecuencias especialmente graves en comunidades indígenas, donde la socialización bélica de los adolescentes provocó afectaciones comunitarias en la autonomía, autoridad o transmisión cultural. Además, familiares y comunidades pueden ser víctimas de actos de retaliación y estigmatización por otros grupos armados que consideran como parte del enemigo a los familiares de menores reclutados. Trunca el libre desarrollo de niñas y niños al privarlos de su niñez, una etapa fundamental para su desarrollo humano y su crecimiento. Las víctimas quedan inmersas en una violencia extrema y son expuestas a tratos crueles, a prácticas de guerra traumáticas, a daños físicos y emocionales graves y hasta a la muerte.
Los grupos armados ilegales y la fuerza pública han involucrado a los niños, niños y adolescentes a una guerra que muy pocos comprenden y los fuerzan a tomar parte en acciones que los ponen en riesgo. Para los niños y niñas, durante su etapa formativa el contexto y las dinámicas de cohesión grupal suponen un refuerzo de su permanencia. A la vez, la dureza de la vida de los combatientes en el conflicto y las situaciones de violencia sufridas llevan a que muchos quieran salir del grupo. Los que lo han logrado debieron superar graves dificultades, muchos de los que no lo lograron fueron asesinados o torturados, también han sido asesinados algunos de quienes salieron de los grupos para ellos más que para nadie la guerra es un camino del que, a pesar de lo que se les prometió muchas veces, no tuvo vuelta atrás.
3.15. Trabajo forzado
«Cualquier vaina no les gustaba, de que de pronto no les vendieran algo, o que de pronto se negaran a... de estar por ahí, prestarles una olla, o cualquier favor que ellos pidieran. Últimamente, a la gente del campo la tenían como esclavitud a ellos; que pa donde ellos los mandaran, tenían que [...]. “Vaya y me trae un mercado”. Allá al pueblo tocaba ir, y si no iba uno, pues. en esa época tocaba, cuando duró toda esa época de presencia de esa gente, tocaba cuando ellos dijeran: “Váyase del pueblo”, “Me trae un mercado”, “Me trae unas botas”, “Me trae tal, bueno, medias”, “Váyase usted”»[171].
Así lo relata la señora recordando cuando Frente David Suarez del ELN en Paya, Boyacá, en el año 2003imponía el trabajo forzado a las víctimas como retaliación por negarse a obedecer órdenes o requerimientos.
El trabajo forzado es una violación e infracción invisibilizada por el Estado, sus víctimas no tienen reconocimiento ni reparación ya que no se encuentra ni dentro de las líneas de investigación de la Fiscalía General de la Nación ni como hecho victimizante en la ley de víctimas. No se cuenta con información cuantitativa al respecto, sin embargo, la Comisión documentó 383 hechos de trabajo forzado. En estos relatos, las víctimas mencionan como responsables a las guerrillas y a los grupos paramilitares y, en menor medida, al Ejército Nacional. El trabajo forzado pone en peligro a su víctima ya que los grupos armados la identifican como colaboradora o parte del grupo contrario; muchas han sido obligadas a realizar las mismas labores para distintos grupos armados, lo que incrementó su vulnerabilidad. También ha sido perpetrado como paso previo al reclutamiento forzado.
Se entiende por trabajo forzado y esclavitud como todos aquellos actos en que un grupo armado ejerce de facto un derecho de propiedad sobre una persona, pudiendo venderla, intercambiarla o someterla a trabajos no remunerados en contra de su voluntad. Según el convenio 29 de 1930 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), esta violación se entiende como «todo trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente».
Los combatientes lo imponen en ocasiones a modo de castigo ejemplarizante, como forma de reforzar el control de la población y forzar a las víctimas a realizar actividades útiles para el grupo armado o terceros beneficiarios (lavar, cocinar, cultivar, transportar materiales, mercancías o información, apoyo logístico). Muchos de esos trabajos forzados son de carácter público y se imponen a la vista de las comunidades.
En algunos casos, la imposición duró unos pocos días, pero en otros se repitió durante varios años. Las modalidades del trabajo forzado identificadas en las entrevistas de la Comisión fueron: 1) trabajos dirigidos al mantenimiento o servicio de los actores armados y/o al cuidado de sus propiedades o propiedades de terceros; 2) tareas para la existencia, el sostenimiento y beneficio de los actores armados; 3) construcción y mantenimiento de infraestructuras como caminos o carreteras; y 4) acciones propias del personal sanitario.
El trabajo forzado se registra con mayor fuerza cuando los combatientes tienen mayor control del territorio. Esta práctica tiene un impacto considerable en mujeres y niñas y en comunidades afrodescendientes e indígenas. El sector más numeroso de víctimas de esta violación es la población dedicada a labores agrícolas, el campesinado y la población civil en condición de vulnerabilidad económica. El trabajo forzado se relaciona en cadenas de violaciones con el reclutamiento forzado, la violencia sexual, las torturas y las amenazas.
3.16. La violencia indiscriminada: los ataques indiscriminados
«Yo les digo a mis amigos: “el helicóptero nos está tirando papeles”. No termino de decir esa frase cuando en el momento lo que siento es una explosión gigantesca. Escucho ya a mis amigos llorar, pedir auxilio; observo a mi alrededor, observo a algunos que estaban conmigo, muertos, destrozados por las bombas [...] como a 300 metros del pueblo. Vuelve el helicóptero nos rafaguea, nos impide salir del pueblo viendo que íbamos población civil, heridos, entonces el finado Ángel saca su camisa blanca y la bate al helicóptero, y así nos dieron vía libre para salir a Tame. Mi papá se reencontró con nosotros y quedó atónito de ver su pueblo destruido y a sus hijas heridas. Muchos murieron desangrados en el camino»[172].
Los ataques indiscriminados son aquellas acciones bélicas que no están dirigidas de forma precisa contra otros actores armados o un objetivo militar y que, en consecuencia, ponen en riesgo o afectan a la población civil y a los bienes protegidos. Este tipo de ataques pueden darse porque se emplean armas o métodos de carácter masivo como explosivos; ejecutan ataques sin dirigirlos a objetivos militares concretos o los despliegan de forma indistinta contra objetivos militares, personas civiles y bienes protegidos.
Si bien algunas de estas acciones han sido en general parte de acciones bélicas de enfrentamiento o ataques entre grupos armados enfrentados, en estos casos las acciones se dieron en medio de comunidades, ciudades o lugares donde vive la población civil, que se convirtió de esta manera en parte de las víctimas. Entre esta acciones, destacan, por su notoriedad y su impacto sobre la población y bienes civiles, los combates abiertos y los bombardeos desde aeronaves en inmediaciones de centros poblados o viviendas rurales, la detonación de bombas y otros artefactos explosivos en lugares con presencia de población civil, las tomas armadas de poblaciones en las que se emplearon armas con efectos indiscriminados como bombas y artefactos explosivos improvisados, y también se registra la instalación de minas antipersona o el abandono de munición sin detonar. Todos ellas afectaron a civiles y a bienes protegidos, y en este último caso en 6 de cada 10 casos las víctimas fueron miembros de la fuerza pública.
Los grupos armados, principalmente las guerrillas, emplearon armas explosivas en espacios públicos, contra instalaciones militares o policiales en pueblos o ciudades y también contra bienes civiles, como escuelas, hospitales, iglesias, buses, empresas y negocios, ya fuera con una intencionalidad como parte de acciones de intimidación o ataques a sectores específicos o bien como ataques a instalaciones militares o convoyes que tuvieron este carácter indiscriminado. Los ataques incrementan el terror en las regiones, llevan a la quiebra a las víctimas, ocasionan desplazamiento forzado y dejan secuelas físicas y psicológicas en las víctimas sobrevivientes.
Las comunidades se vieron afectadas por los ataques aéreos sobre zonas con presencia de viviendas campesinas o en inmediaciones de centros poblados; en otros casos por ataques con explosivos dentro de las poblaciones con el uso de carros, motos, bicicletas o animales cargados de explosivos ubicados en calles y parques. Con el uso de este tipo de armas, los responsables aseguran un impacto masivo en sus acciones. Estos ataques también pueden configurar actos de perfidia, en los que los autores simulan una falsa condición de civiles para acercar las bombas a sus objetivos. Este tipo de ataques han afectado durante décadas a pueblos en zonas de conflicto.
Especialmente, las guerrillas emplearon artefactos explosivos para atacar objetivos militares, pero también para atentar directamente contra personas y bienes civiles. La base de datos de «atentados terroristas» del CNMH distingue estos ataques indiscriminados entre los dirigidos contra objetivos militares y los dirigidos contra personas y bienes civiles173, a los que se suman aquellos casos en los que no se pudo establecer el presunto objetivo. De las 676 víctimas civiles registradas en esa base, 77 % se dio en ataques a personas o bienes civiles, 21 % en ataques a objetivos militares y el 2 % restante contra objetivos no establecidos.
Según estos datos, los momentos más álgidos de estas acciones se presentaron a finales de los años ochenta y los primeros años del siglo XXI, durante los periodos de expansión y consolidación de los grupos armados ilegales y la fuerza pública. Es durante este periodo cuando se llevan a cabo las tomas de poblaciones y bases militares por parte de las guerrillas. Así mismo la fuerza pública aumenta los ametrallamientos y bombardeos en ocasiones para retomar las poblaciones tomadas por las guerrillas.
A pesar del evidente subregistro, se puede observar en el número de civiles fallecidos y heridos relacionados con el número de combatientes muertos. Entre 1985 y 2021, en los ataques contra objetivos militares registrados, murieron 143 civiles y 59 combatientes; es decir, aproximadamente tres de cada cuatro víctimas fueron civiles, lo que evidencia las consecuencias de estas acciones indiscriminadas, en las que quienes son responsables disminuyen su propia vulnerabilidad a costa de aumentar de forma extrema la de la población. La responsabilidad mayoritaria en estos actos se atribuye a las FARC-EP. El uso de artefactos explosivos contra objetivos militares fue un medio de guerra empleado por las guerrillas, con responsabilidad del 93 % de las víctimas civiles registradas por el CNMH[174].
En el caso de la fuerza pública, se registran bombardeos y ametrallamientos desde el aire que también han tenido efectos indiscriminados sobre la población civil y sus bienes. También se registran bombardeos directos de la Fuerza Aérea contra la población civil, como en el caso de Santo Domingo, en Tame, Arauca, que el 13 de diciembre de 1998 causó la muerte de 17 civiles, entre ellos seis niños, y 21 heridos, y la destrucción de las viviendas. Otros bombardeos y ametrallamientos han tenido como víctimas a niños, niñas y adolescentes víctimas de reclutamiento por los grupos armados.
En la categoría de ataques indiscriminados también se incluyen las explosiones de minas antipersona, cuyo uso por las FARC-EP y el ELN fue generalizada a partir de 2001 hasta 2009, como parte de sus estrategias de guerra para proteger territorios bajo su control o controlar pasos o acceso a zonas a la par de los repliegues estratégicos de esas estructuras causados por la iniciativa militar de la fuerza pública y la expansión paramilitar de las AUC.
Gráfica. Casos de minas antipersona y municiones sin explotar, por fuente (1980-2022)
Fuente: Registro de información de afectación por MAP y MUSE y Centro Nacional de Memoria Histórica.
Este tipo de armas se emplea sobre todo en las zonas en disputa, contiguas a las retaguardias de las guerrillas y en regiones con presencia de cultivos de uso ilícito, y pone en riesgo a las poblaciones en las zonas disputadas. Su carácter indiscriminado y su instalación en zonas cercanas a comunidades, sembradíos o rutas, afecta la vida de las comunidades instalando en ellas el miedo y la incertidumbre. El miedo a las minas antipersonales y otros artefactos explosivos ha ocasionado el confinamiento de las comunidades y la falta de acceso a sus sitios de siembra, caza o pesca, afectando su seguridad alimentaria. Respecto a los testimonios tomados por la Comisión, y si bien en la responsabilidad, existe un desconocimiento alto de la autoría (47,6 %), el patrón del resto de los casos muestra que la responsabilidad fue especialmente de las FARC-EP (42,1 %) y el ELN (7,2 %).
Las minas antipersona causan lesiones, mutilaciones y muertes a adultos y a niños, niñas y adolescentes, principalmente en áreas rurales. De acuerdo con el Registro MAP MUSE de la Acción Integral Contra Minas Antipersonal (AICMA)[175] entre 1990 y 2022 se registraron 4.884 víctimas civiles, de las cuales 3.997 civiles fueron heridos y 887 murieron como consecuencia de la explosión de minas antipersona. De los heridos, 1.013 eran menores de edad, de los cuales 259 murieron. También se han registrado 7.286 víctimas de la fuerza pública con 5.832 heridos y 1.454 muertos por la explosión de minas antipersona. Es decir, del conjunto de víctimas por el uso de estos artefactos, tanto en muertos como heridos, alrededor del 40 % de las víctimas fueron civiles y el 60 % miembros de la fuerza pública. Del total de víctimas de las que se tiene conocimiento, alrededor del 20 % resultaron muertas y el 80 % resultaron heridas.
Un relato de un militar que cayó en un campo minado instalado por el Frente 14 de las FARC-EP en La Unión Peneya, Montañita (Caquetá), el 2 de septiembre de 2004, muestra el impacto en varias víctimas, con mutilaciones y discapacidad posterior durante toda su vida.
«Ahí resultó el soldado Gato, herido, perdió su pierna izquierda. Yo, inicialmente, perdí mi pierna izquierda también, a la altura de la rodilla; la derecha quedó con múltiples fracturas. Y atrás quedó El Flaco Arenas, el perdió todo el maxilar inferior, todo esto se lo voló la mina; y el cabo que iba atrás, el quedó con perforaciones en su cuerpo, eso después le causo la pérdida de un pulmón, un riñón y que sus intestinos fueran reemplazados por mangueras»[176].
Los sufrimientos que producen ese tipo de armas se extienden el tiempo y las vidas de los sobrevivientes al causar graves heridas y discapacidades por la pérdida de extremidades o afectaciones especialmente a los sentidos y suponen un enorme impacto además en las familias y sistemas de cuidado, necesidades de salud (operaciones posteriores, prótesis a reemplazar) e interferencias en la integración social y familiar (discapacidades, dependencia, entre otras).
3.17. Ataques a bienes protegidos
«Mi casa me la quemó ese militar, me quemó con toda mi ropita, quedé yo con una mano adelante, otra atrás, la ropa de mis hijos, ellos... ropa de mis sobrinos y de mis hijos, porque yo tenía unos sobrinos huérfanos, ropa de niño, y me quemaron mi casa[177]».
Es el relato de una víctima indígena, que ejerce el liderazgo social en su comunidad. Relata cómo, en 2007 en el Valle del Guamuéz, Putumayo, un suboficial del Ejército quemó su casa por haber organizado una marcha contra el Ejército por las agresiones constantes de las que eran víctimas y por el asesinato de seis civiles. Los bienes que según el DIH no pueden constituir objetivos militares, como los elementos indispensables para la supervivencia de la población civil, las unidades y los medios de transporte sanitarios, los bienes culturales y los lugares de culto, los espacios educativos como escuelas, han sido objeto de ataques indiscriminados o han sido usados en enfrentamientos armados en diferentes momentos del conflicto armado.
A medida que se agudizaron las confrontaciones, las guerrillas, los paramilitares y la fuerza pública llevaron a cabo ataques en que buscaron ventajas militares en territorios donde las comunidades fueron el espacio de disputa y enfrentamiento. Los ataques generan daños graves sobre casas, iglesias, escuelas, centros de salud y hospitales. Sumado al daño físico, los ataques transformaron modos de vida, afectan estructuras dedicadas a la educación o la religión, el trabajo municipal o la recreación. Dejan a las víctimas con sentimientos de desprotección e impotencia por la violación de los espacios colectivos o de protección comunitaria. Se registra de manera recurrente el uso deliberado de esos bienes protegidos como escudos en medio de los combates, o su ocupación para fines bélicos.
De acuerdo con los datos del CNMH, entre 1985 y 2021 se registraron 21.197 hechos de ataques a bienes protegidos[178], de los que fueron víctimas 6.772 civiles.
Gráfica. Hechos y civiles heridos en ataques a bienes protegidos (1985-2021)
Fuente: Comisión de la Verdad y Centro Nacional de Memoria Histórica.
La destrucción de centros poblados en medio de estrategias de arrasamiento son la forma más violenta de esas prácticas; fueron llevadas a cabo principalmente por los paramilitares y las guerrillas. Los ataques involucran otras violaciones o infracciones, como las masacres o las desapariciones forzadas. Las FARC-EP realizaron numerosas tomas de cascos urbanos para atacar puestos de policía, bases militares o sedes de entidades públicas, en las que el uso de armas indiscriminadas como bombas, cilindros u otras llevaron a destrucción de casas, instalaciones o incluso cuadras enteras.
Entre los ataques a bienes protegidos se incluyen ataques a lugares de culto, ataques a bienes sanitarios, ataques a bienes culturales, ataques a la infraestructura energética y eléctrica, y finalmente ataques a oleoductos. Todos ellos con graves afectaciones para la vida de las comunidades afectadas y muchos de ellos con afectaciones para la naturaleza e incluso se registran víctimas que murieron en medio del fuego provocado como en el caso de Machuca en un atentado del ELN contra el oleoducto Central de Colombia el 18 de octubre de 1998.
3.18. La libertad de residir, circular y poseer: el desplazamiento forzado, el confinamiento y el despojo
Expulsar, encerrar y desplazar fue la práctica más frecuente en las que se vulneraron valores más importantes del ser humano: su residencia, su territorio, su libre circulación, sus propiedades. El control del espacio y de la riqueza con propósitos vinculados con el conflicto armado, se hizo más fácil sacando a la gente de sus hogares o de sus sitios habituales de trabajo o limitando su movilidad, o simplemente quitándole sus tierras. Huir se convirtió en una fórmula denigrante de salvar la vida perdiendo cosas y valores y, a veces, quedarse inmóvil por la fuerza representó también una coerción a la libertad, uno de los derechos más preciados del ser humano.
«En el momento del desplazamiento yo salí con mi marido y mi niño que me acompañaba y los otros muchachos que ya estaban grandes. Nos fuimos para Mapiripán en una embarcación, una canoa. Nos mandaron una falca para que nos recogieran, pa que nos llevaran pa Mapiripán. Allá estaban todos y los que iban con nosotros, íbamos como 95 personas y nos hicimos en una casa. Después, como a las dos de la mañana, nos tocaron la puerta, pero nosotros no quisimos abrir. Nos quedamos quieticos, no contestamos ni nada. De todas maneras, el susto fue tremendo. Nos sacaron en avioneta, en ese avión de carga que entraban la remesa por ahí, porque allá no entran carros. Nosotros, asustados, nos fuimos para Bogotá... allá también aguantando hambre, por allá con miles de necesidades, sin tener la forma de vivir por dejar por allá todo botado. Y todavía seguimos, por lo mismo y estamos así, quién sabe hasta cuándo nos tendrán así con las necesidades»[179].
El desplazamiento forzado es una de las heridas más extensas y con un profundo impacto social, de reconfiguración territorial y de modos de vida del conflicto armado. Según la integración de datos[180] del proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, entre 1985 y 2019 se registraron 7.752.964 víctimas de desplazamiento forzado dado que se trata de las víctimas con mayor identificación[181]. El RUV por su parte presenta la cifra de 8.273.562, con corte al 31 de mayo de 2022[182]. Los efectos colectivos y sociales del desplazamiento son masivos.
El desplazamiento forzado se presenta cuando personas o grupos de personas se han visto obligadas a salir por la fuerza o intimidación de su residencia o de su sitio habitual de trabajo, como resultado de un acto realizado por los actores del conflicto armado, o por una violación de derechos humanos o una infracción al derecho humanitario o para evitar los efectos propios del conflicto armado, siempre y cuando no hayan cruzado una frontera estatal internacionalmente reconocida.
El desplazamiento forzado provoca el rompimiento del modo de vida de las víctimas, quienes deben volver a empezar y reconstruir su vida muchas veces en barrios marginales de ciudades o en zonas de conflicto armado, en condiciones de desprotección. La pérdida de modos de vida, identidades fundamentalmente campesinas, posibilidades productivas y dinámicas culturales ha sido una catástrofe que si bien ha sido conocida en el país, es silente especialmente en cuanto sus efectos sociales. El desplazamiento forzado no solo está asociado a amenazas o hechos directos de violencia como homicidios de familiares y masacres, también tiene relación con un entramado de intereses que incluyen actores armados, políticos y económicos en el control y usufructo de los territorios a distinta escala. Estas dinámicas del desplazamiento en la disputa por la tierra y en su consecuente despojo, explican la consolidación de poderes locales, el reciclaje del conflicto armado y la persistencia del desplazamiento en regiones como el Urabá antioqueño, el Darién chocoano o el suroccidente del país.
La población sufrió un desplazamiento igualmente masivo durante el periodo de la Violencia (1946-1958), y luego un nuevo ciclo de desplazamiento forzado masivo durante el conflicto armado de grandes proporciones, en el que a partir de 1995 y hasta 2002 tuvo su crecimiento mayor. En ese año se registra la cifra más elevada, con 730.904 víctimas[183]. Esta situación agravó la crisis humanitaria en los territorios y ciudades. Después del aumento mencionado, hasta 2008 se mantuvo en niveles cercanos a las 400.000 víctimas anuales, para bajar y mantenerse hasta 2014 a cifras alrededor de las 250.000 víctimas y desde ahí ver una disminución sustancial que coincidió con la firma del Acuerdo de Paz en 2016.
Gráfica. Número de desplazamientos forzados por año (1985-2019)
Fuente: Proyecto de integración de datos JEP-CEV-HRDAG. Corte a 26 de junio de 2022.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz, a pesar de la disminución, siguió la persistencia del desplazamiento forzado, con más de 100 mil víctimas por año, tanto individuales, como familiares y colectivos. De acuerdo con la información de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) se registraron entre 2017 y 2021 más de 223.366 víctimas solamente entre los desplazamientos forzados masivos. Las regiones más afectadas en estos hechos a partir de 2017 han sido la región del Pacífico, principalmente Chocó y Nariño, seguida de la región fronteriza de Norte de Santander, la región Caribe y la región Andina, principalmente Antioquia. El 2021 en particular fue el año en que esos desplazamientos masivos han registrado su dato más llamativo: 82.846 víctimas[184].
Según el proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, en 67 % de los hechos de desplazamiento no se identifica a los responsables del desplazamiento forzado o aparece autor desconocido y, al ser tan pocos los datos a disposición, las cifras observables son poco confiables[185]. Los grupos guerrilleros, paramilitares y posdesmovilización, así como la fuerza pública[186], cometieron violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH que traen como consecuencia que poblaciones enteras tengan como única salida huir de sus territorios.
Según el proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, el departamento más afectado fue Antioquia, con 1.480.596 víctimas (19 %), seguido de Bolívar con 631.276 víctimas (8 %), Magdalena con 478.009 víctimas (6 %), Nariño con 442.695 (6 %) y Valle del Cauca con 435.455 víctimas (6 %).
Si bien el desplazamiento forzado se da en contextos de amenaza para la vida de personas y familias, los testimonios recogidos por la Comisión indican que el desplazamiento forzado estuvo acompañado también de otras violaciones de derechos humanos. Al menos 37 % de los 12.190 hechos de desplazamiento documentados por la Comisión se presentó en conjunto con amenazas, despojo, tortura, atentados, ataques indiscriminados, violencias sexuales y reclutamiento.
Gráfica. Hechos de desplazamiento forzado con otros tipos de violaciones de derechos humanos[187]
Fuente: Base de datos Comisión de la verdad.
3.19. Confinamiento
«Que, si usted va a recoger la cosecha, le dicen: “Usted por ahí no puede transitar y no puede salir”. Entonces usted está preso, ya no tiene ni derecho a cultivar porque no tienes el permiso [...], yo también me relaciono con los presidentes de las juntas de acción comunal, en estos momentos ellos también manifiestan lo mismo, que si van a recoger: “No, porque por acá no venga porque no respondemos, no sabemos qué puede pasar”»[188].
El confinamiento se presenta en regiones en las que los actores armados ejercen control territorial. Esta violación ha sido perpetrada por las guerrillas, los paramilitares y la fuerza pública; restringe la movilidad de personas consideradas como las bases del enemigo o como testigos tránsitos de personas y mercancías que no deben ser vistos. El confinamiento es impuesto buscando la ventaja en la disputa territorial, el control poblacional, la restricción de movimientos o la represalia contra sectores sociales, personas o familias. A pesar de que algunas oficinas de la ONU como Acnur y OCHA han documentado esta violación, es difícil establecer la verdadera dimensión de este crimen, debido a que ha ocurrido en lugares distantes de la geografía nacional, a las restricciones de movimiento propias de la infracción que dificultan las denuncias y a la ausencia de registros históricos continuos sobre este tipo de hechos.
El confinamiento es la restricción de la movilidad impuesta a una persona o personas por actores del conflicto armado que les impiden salir de su entorno, ya sea personal, familiar o comunitario. A diferencia del desplazamiento forzado, el confinamiento no tiene un impacto poblacional directo en los centros económicos y políticos del país; suele darse en zonas disputadas por los actores armados durante periodos específicos y abarca distintas prácticas de control poblacional y territorial, circunstancias que impactan en la visibilidad, el reconocimiento y la comprensión de esta violación de derechos humanos.
Los confinamientos documentados en las entrevistas de la Comisión se concentran sobre todo entre 1997 y 2005, sus responsables hacen parte de grupos guerrilleros, paramilitares y de la fuerza pública. Fue durante esos años en que las FARC-EP concentraron parte de su fuerza armada en la zona de distensión, durante los diálogos de paz entre el Gobierno y dicha guerrilla en el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) y la disputa de los territorios sobre los que habían ejercido influencia los grupos paramilitares posteriormente. De igual forma, en ese lapso se consolidaron y expandieron las AUC hasta 2005; la fuerza pública se modernizó tecnológica y operacionalmente por la puesta en marcha del Plan Colombia.
El confinamiento también se relacionó con amenazas, desplazamiento forzado, tortura y ataques indiscriminados. De acuerdo con los testimonios recogidos por la Comisión, entre los 807 hechos[189] documentados, aproximadamente el 62 % fue cometido de manera conjunta con otras violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH cómo las amenazas (10 %), el desplazamiento forzado (5 %) y ataques indiscriminados (4 %).
Esta es otra infracción al DIH que no cesa. Según información de Acnur, entre enero de 2019 y marzo de 2022 han sido confinadas al menos 183.702 personas, de las cuales la mayoría son afrocolombianas, campesinas e indígenas[190]. Los territorios afectados son aquellos en los que los actores armados tienen un alto nivel de control territorial. El uso de minas antipersona condujo a confinamientos de la población civil que vio restringida a espacios cada vez más limitados y no pudo transitar por aquellas zonas sobre las que había certeza o sospecha de la existencia de minas.
3.20. Despojo de tierras
«Perdimos las tierras, perdimos todo, debido a eso mi papá y mi mamá se entristecieron, dejaron sus tierritas, se vinieron para Aguachica y a una persona campesina en el pueblo le va mal, se entristece porque la vida de uno es el campo, la vida de uno es estar pegado a las matas, checheriando con los animales, esa es la vida del campesino, el campesino en el pueblo sufre»[191].
El despojo está en la mayoría de los casos ligado al desplazamiento forzado. El despojo de tierras y territorios es un crimen que con fines económicos y militares motiva otras graves violaciones de los derechos humanos. La tierra, territorios y recursos naturales son un botín de guerra para entramados compuestos por diversos actores armados legales e ilegales. Estos han expulsado a las comunidades rurales de sus territorios, mediante el uso de mecanismos violentos, políticos, administrativos y judiciales para facilitar el proceso de acumulación de tierra en pocas manos, agravando la desigualdad y la problemática agraria.
Pese a que no es una práctica nueva y se ha perpetrado de manera masiva, no existen bases de datos que muestren la verdadera magnitud del despojo o que diferencien entre tierras despojadas y tierras abandonadas por la fuerza. Tampoco existe en la ley penal el delito de despojo. El despojo de tierras se puede vincular como eslabón en cadenas de violencia relacionadas con las amenazas, el homicidio y sobre todo con el desplazamiento forzado.
La Ley 1448 de 2011 (ley de víctimas y de restitución de tierras) definió el despojo como «la acción por medio de la cual, aprovechándose de la situación de violencia, se priva arbitrariamente a una persona de su propiedad, posesión u ocupación, ya sea de hecho, mediante negocio jurídico, acto administrativo, sentencia, o mediante la comisión de delitos asociados a la situación de violencia». La ley de víctimas concibe como responsables del despojo tanto a «[...] la persona que priva del derecho de propiedad, posesión, ocupación o tenencia del inmueble, como [...] quien realiza las amenazas o los actos de violencia, según fuere el caso». Sin embargo, los responsables del despojo gozan por lo general de impunidad, en parte porque no existe el delito de despojo en la legislación penal colombiana.
El despojo es una empresa criminal mediante la cual fueron arrebatadas propiedades y territorios a personas y comunidades durante el conflicto armado, y posibilitó o condujo a su apropiación por parte de terceros que se beneficiaron de la violencia y el sufrimiento causado a las víctimas. El despojo de tierras y territorios junto a la usurpación ilegítima de bienes comunes, estuvo mediado por la participación, en diferentes niveles, de grupos armados ilegales, políticos, servidores públicos civiles, élites locales económicas y empresariales, además de narcotrafi cantes. Estos consolidaron un complejo de alianzas con el propósito común de controlar la tierra en distintas regiones estratégicas en lo económico o lo militar. También se llevó a cabo para asegurar y robustecer actividades empresariales en zonas de conflicto armado; controlar las economías ilícitas; concentrar y acumular la tierra en manos de pocos propietarios mediante el uso de mecanismos violentos, políticos, administrativos y judiciales y así para acrecentar sus capitales. Este entramado de alianzas para el despojo, produjo una contrarreforma agraria impulsada por graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos.
La Encuesta Nacional de Víctimas de la Contraloría de 2013 muestra que más de 537.503 familias de civiles que han sido despojadas de sus tierras o las han tenido que abandonar a la fuerza entre 1985 y 2013[192] y, según la misma fuente, más de ocho millones de hectáreas despojadas o abandonadas entre 1995 y 2004, equivalentes al tamaño de países como Austria o a 50 veces la superficie de Bogotá. Estos datos permiten evidenciar el carácter generalizado de esta violación. Casi la totalidad de las víctimas queda condenada a sobrevivir en condiciones de desarraigo y pobreza, además de la pérdida de vínculos e identidad que supone para la población campesina y étnica, y la base material de su sustento.
El despojo tampoco es un hecho aleatorio, accidental o circunstancial, las tierras quedaron desocupadas por causa del desplazamiento forzado o en menor medida por motivos diferentes. Factores como la concentración de la propiedad y la especulación con la tierra, las disputas por los territorios estratégicos para el negocio del narcotráfico o para el beneficio de proyectos minero energéticos, agroindustriales, de infraestructura y de ganadería extensiva, propician estas dinámicas del despojo de tierras. En él pueden intervenir los grupos armados que desplazan forzadamente a la población, los beneficiarios que despojan a las víctimas mediante el robo, el engaño o la compra a precios irrisorios, y algunos funcionarios de instituciones como notarías y oficinas de registro de instrumentos públicos que legalizan el despojo, ayudadas por los vacíos normativos o mediante la violación de las leyes.
La ONG Forjando Futuros, que realiza seguimiento a las sentencias de restitución de tierras, indica que a la fecha han sido restituidas 532.498 hectáreas despojadas durante el conflicto, de las cuales 276 mil fueron usurpadas por acciones de grupos paramilitares y 106 mil por acciones de grupos guerrilleros, principalmente. Las demás, las otras 149 mil hectáreas, fueron abandonadas forzosamente en su mayoría tras enfrentamientos provocados por actores armados[193].
En menor proporción, pero no menos grave, otros agentes del Estado también han sido responsables de esta violación por forjar alianzas con grupos paramilitares y ser cómplices del despojo desde sus puestos de poder, o por tener comportamientos omisivos que conducen al éxodo masivo de poblaciones enteras y al despojo de sus tierras y territorios. Tal como ocurrió en la región de Urabá, donde la fuerza pública participó en la creación de las Convivir, además de tejer alianzas con empresarios, narcotraficantes y ganaderos que se apropiaron de tierras rurales y territorios étnicos para la expansión de sus proyectos productivos.
La gráfica siguiente muestra la serie temporal de registros de despojo del RUV y del desplazamiento conjuntamente. La gráfica muestra que el despojo empieza a crecer desde 1991 hasta 2002, año en el que alcanza su pico máximo, de manera similar al comportamiento del desplazamiento forzado. Esta época coincide con el fracaso de los diálogos del Caguán con las FARC-EP (1998-2002) y de Maguncia con el ELN (1998), y con el proceso de expansión de los grupos paramilitares bajo la estrategia de «pueblos arrasados»[194] y su disputa con los grupos guerrilleros por el control territorial y la apropiación de los recursos medioambientales[195].
El despojo de tierras tiene referencias inclusive anteriores a los datos conocidos y coincide con un proceso en el que se incrementa la concentración de la tierra en pocas manos: entre 1984 y 2003 las propiedades de más de 500 hectáreas pasaron de representar 32,7 % (1984) al 62,6 % (2003), mientras que la superficie de los predios de menos de veinte hectáreas se redujeron de 14,6 % a 8,8 %[196]. Lo anterior indica que tanto el despojo como el desplazamiento forzado agravaron la inequitativa distribución de la tierra en Colombia.
El despojo cayó de manera drástica a partir de 2004, periodo que coincide, entre otros hechos, con la aprobación de la Ley de Justicia y Paz en 2005 y la desmovilización parcial de las AUC, y se fue reduciendo progresivamente hasta alcanzar su punto más bajo en 2017, con los diálogos, firma y lenta implementación del Acuerdo Final de Paz con las FARC-EP.
Gráfica. Víctimas de desplazamiento forzado y despojo a nivel nacional (1985-2021)
Fuente: Registro Único de Víctimas. Corte a 1 de enero de 2022.
A pesar de la estrecha vinculación entre desplazamiento y despojo, en la gráfica anterior se observa una caída del registro de despojo, mientras que el desplazamiento forzado se mantuvo en el tiempo. Esto se explica con varios factores: por un lado, haya disminuido la denuncia del despojo, o que las comunidades desplazadas están retornando a su territorio después de ser desplazadas por la fuerza, también puede deberse a que las personas desplazadas no hayan sido propietarias o tenedoras de tierras u otros bienes.
El desplazamiento forzado y el despojo no son violaciones que golpean solo a comunidades rurales. Ambos afectan también a comunidades que habitan barrios marginales de centros poblados intermedios y cabeceras departamentales. Ciudades capitales como Medellín, Bogotá, Cúcuta, Cartagena y Quibdó, entre otras, y ciudades intermedias como Buenaventura, Tumaco, Soacha, son a la vez centros receptores y expulsores de población desplazada. La urbanización del conflicto armado, 1997-2005, fue el periodo de mayor intensidad en el desplazamiento forzado desde las ciudades. Sus principales víctimas son personas desplazadas de áreas rurales que llegan a las ciudades pensando que son lugares seguros, pero son revictimizadas por grupos armados y bandas delincuenciales que ejercen poder en esos barrios, en ocasiones obligándolas a nuevos desplazamientos y pérdidas.
3.21. Responsabilidades en las violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH en el conflicto armado
Estas violaciones e infracciones de las que ha sido testigo la propia Comisión en su trabajo por el país y en el exilio, muestra el enorme impacto de la herida de Colombia. La guerra ha dejado muchas cicatrices en el tejido social, las biografías personales, las historias familiares y comunitarias, que recorren las geografías del conflicto en distintas épocas. Muchos de estos hechos traumáticos, violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH permanecen en la memoria de las víctimas y de la sociedad, como muestras de lo intolerable. La violencia tiene un carácter intencional en el contexto del conflicto armado, orientada a tener control, ganar fuerza, paralizar, destruir al enemigo y así conquistar objetivos políticos o militares, cambios y transformaciones, seguridad y mantenimiento del status quo. Pero las dimensiones del conflicto muestran también responsabilidades éticas, históricas y políticas, desde el punto de vista y mandato extrajudicial de la Comisión.
Un aspecto crucial relacionado con la violencia ocurrida en el contexto del conflicto armado son las responsabilidades de los diferentes actores que han participado en él. Agentes e instituciones estatales, grupos paramilitares y grupos guerrilleros, así como otros civiles o grupos que tuvieron diferentes tipos y grados de responsabilidad en las graves violaciones de derechos humanos y de graves infracciones al DIH.
Son múltiples las responsabilidades en el conflicto armado y no se refieren solo a los autores materiales o la relación directa de responsable-víctima. Además, el esclarecimiento de las dinámicas del conflicto armado muestra que no solo se trata de “actores” o grupos armados, o personas que participaron directamente en las hostilidades. De diferentes maneras, los grupos paramilitares, los grupos guerrilleros, las entidades estatales y terceros civiles del sector económico, político y élites regionales, han tejido y actuado mediante alianzas, en redes en donde confluyen mayores y menores niveles de responsabilidad.
Si bien las responsabilidades penales se refieren a personas concretas frente a hechos específicos, demostrando en un juicio, con derecho a defensa y un contexto adversarial, esas circunstancias de responsabilidad penal les corresponden a los jueces. El mandato de la Comisión de la Verdad incluye esclarecer las responsabilidades colectivas extrajudiciales conforme al mandato del numeral 2, del artículo 2o del Decreto 588 de 2017: «responsabilidades colectivas del Estado, incluyendo del Gobierno y los demás poderes públicos, de las FARC-EP, de los paramilitares, así como de cualquier otro grupo, organización». La Comisión tiene, pues, un mandato para señalar las responsabilidades[197] de carácter extrajudicial que pueden ser entendidas como históricas, éticas, políticas y sociales de un hecho perpetrado por quienes participaron de manera directa o indirecta en el conflicto armado.
El enfrentamiento inicial entre la fuerza pública y las guerrillas, posteriormente agravada con la participación paulatina de los grupos paramilitares y también de otros agentes del Estado y sectores civiles, hace que estos actores sean responsables de ese universo de víctimas que, según el resultado final de la integración de bases de datos del proyecto JEP- CEV-HRDAG, corresponde a 450.666 muertos, 121.768 desaparecidos de manera forzada, 50.770 secuestrados, 16.238 niños, niñas y adolescentes reclutados y alrededor de 8 millones de desplazados. Asimismo, de acuerdo con los registros oficiales y el estudio realizado por la Comisión junto con el Acnur para el periodo entre 1982 a 2020, más de un millón de personas que tuvieron que salir del país, buscar protección internacional con diferentes estatus o reconocimiento a diferentes países. Aunque existen muchas zonas grises en estas atribuciones de responsabilidad, y las cadenas de víctimas y responsables se mezclan en ocasiones, esa situación demuestra que establecer esas responsabilidades es algo complejo, pero no confuso. Tantas víctimas producto de tantas violaciones e infracciones perpetradas por tantos actores armados y con tantos intereses políticos y económicos, incluso con tan altas tasas de impunidad, no logran ocultar dichas responsabilidades.
La responsabilidad del Estado en el conflicto armado, que debe respetar y garantizar los derechos de los colombianos y colombianas y de cualquier persona sujeta a su jurisdicción, se configura tanto por su participación directa en violaciones graves de derechos humanos e infracciones al DIH por miembros de las instituciones, como por su falta de prevención, investigación y sanción de dichas violaciones e infracciones. Dicha responsabilidad no se limita exclusivamente a la fuerza pública en su rol de garante de velar por la seguridad e integridad de los ciudadanos, sino también se extiende a otros agentes del Estado. En la JEP se encuentran más de 500 comparecientes miembros del ejército responsables de participar en las ejecuciones extrajudiciales de civiles presentadas de manera fraudulenta como «muertes en combate», especialmente entre 2002-2008, y la Comisión señala que no se trata de casos aislados o responsabilidades individuales de un número elevado de militares, sino que incluye también responsabilidad institucional de las Fuerzas Armadas en esos casos. También existe responsabilidad institucional en algunos magnicidios y atentados en su nexo con el accionar de grupos paramilitares, además, se destacan las responsabilidades de otras autoridades públicas, como aquellos que entorpecieron precisamente la investigación y sanción de graves violaciones e infracciones.
La impunidad ha favorecido, entre otros efectos, la persistencia de violaciones de derechos humanos, así como de crímenes de guerra y de lesa humanidad. La Fiscalía General de la Nación en no pocas ocasiones ha sido omisiva en la investigación y acusación de graves violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH de los que se han beneficiado actores armados, algunas empresas nacionales, multinacionales, actores políticos y terceros. Por el momento, la investigación y judicialización contra sus responsables se limita a algunas investigaciones archivadas, estancadas o refundidas, o a algunas sentencias dictadas por la justicia ordinaria o justicia transicional.
Son preocupantes los ataques a los procesos de esclarecimiento de los crímenes cometidos en el marco del conflicto armado, al amenazar o asesinar a los comparecientes y sus familiares por la verdad que han contado al país. También el asesinato de líderes tras la firma del acuerdo de paz con las FARC-EP. Esto limita el acceso a la verdad, la reconciliación genuina de la sociedad y las garantías de no repetición.
El Estado colombiano también compromete su responsabilidad por la existencia del paramilitarismo y por el accionar de estos grupos. Aunque hasta finales de la década de los ochenta los grupos paramilitares actuaron como agentes del Estado, en razón de las autorizaciones legales existentes para su conformación y funcionamiento, así como contaron con cobertura legal entre 1995-1997 con el funcionamiento de las Convivir. A partir de finales de la década de los noventa y en dos mil que algunos miembros de la fuerza pública actuaron conjuntamente con grupos paramilitares en supuestas operaciones contrainsurgentes que generaron graves violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH. A pesar de la cantidad de denuncias que trataron de enfrentar los hechos, el negacionismo de esta realidad se convirtió en un factor de la persistencia del paramilitarismo y su extensión en el país.
El paramilitarismo no se trató de simples grupos armados ilegales o ejércitos privados. Fue un entramado de relaciones estrechas entre diversos sectores del narcotráfico, la economía legal e ilegal, el Estado y sectores políticos y empresariales de la sociedad civil, desde el orden regional y nacional, que contribuyeron en su creación, funcionamiento y expansión, con diferentes propósitos como la lucha antisubversiva y el control de economías lícitas e ilícitas. Los vínculos entre los grupos paramilitares y la fuerza pública fueron más evidentes de lo que se sabía, y nunca fueron reconocidos. La relación de sectores de las Fuerzas Militares con las autodefensas y paramilitares fue determinante tanto para la creación de estas, como para su expansión y consolidación. Las Fuerzas Militares y los gobiernos tienen una corresponsabilidad con el paramilitarismo en lo que ello ha supuesto para las víctimas y el país.
El paramilitarismo empleó formas de violencia cada vez más crueles y de forma más masiva, no solo para combatir a las guerrillas y atacar a quienes consideraba sus bases sociales, sino que controló el narcotráfico para beneficio propio y de muchas personas, incluyendo políticos, empresarios y agentes del Estado. Los narcotraficantes se han introducido en la política al acceder incluso a cargos públicos de elección popular. La «parapolítica» dio a entender que fueron los políticos quienes buscaron a los paramilitares, con el aliciente del narcotráfico de por medio. No solo los recursos del narcotráfico han servido para financiar numerosas campañas electorales, sino que han beneficiado a muchos políticos en el ámbito local, departamental y nacional. La economía del país no se explica sin el narcotráfico y esto involucra una responsabilidad colectiva e institucional. La gravedad de esta alianza explica en buena parte la persistencia del conflicto armado.
Un mayor nivel de complejidad y distribución coordinada de roles son las redes con intereses económicos, que han financiado y patrocinado a diferentes actores armados. Algunas organizaciones, élites políticas y empresas terminaron lucrándose y beneficiándose de la guerra, en ciertos casos siendo no sólo cómplices, sino promotores de graves violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH. También los terceros han asumido diversos roles, desde papeles directos (instigar, patrocinar, cooperar) hasta dar apoyos pasivos (tolerar y omitir una debida diligencia) beneficiándose de la guerra.
Las diferentes organizaciones guerrilleras cometieron graves infracciones del DIH y abusos de derechos humanos de forma extensiva. Las guerrillas son responsables, en primer lugar, por haber tomado decisiones de orden político y estratégico que llevaron a un crecimiento y expansión de su violencia en el territorio nacional con un gran impacto en la población civil. Aún con sus diferencias, todas las guerrillas consideraron en algún momento que se estaban dando las condiciones para una insurrección general de las mayorías en Colombia, y fue esta argumentación la que terminó justificando y encubriendo las afectaciones cada vez más amplias que sufrió la sociedad colombiana por causa de su violencia. Entre esas decisiones, resalta la política implementada por las FARC-EP a partir del año 1997 de secuestrar a policías y militares, para presionar un canje por guerrilleros recluidos en las cárceles del país y también de secuestrar y/o asesinar a líderes políticos, congresistas, gobernadores, alcaldes, y miembros de asambleas departamentales y concejos municipales. La vida, la libertad, y la dignidad humana fueron subordinadas a la guerra.
En segundo lugar, son responsables por haber supeditado su relación con la población civil al cumplimiento de resultados en el campo militar. Bajo ese marco, convirtieron barrios, veredas y comunidades en espacios de guerra o lugares de reclutamiento. El “todo vale” para ganar la guerra llevó al involucramiento con el narcotráfico y donde el desprecio por la vida de la gente considerada parte del enemigo fue parte de su modus operandi.
En tercer lugar, son responsables porque, a pesar de la masividad y sistematicidad de la violencia guerrillera, no tomaron decisiones ni implementaron políticas que frenaran y previnieran de manera efectiva la comisión de graves infracciones al DIH. En los años de mayor confrontación armada, las guerrillas, pero especialmente las FARC-EP y el ELN, usaron métodos y medios prohibidos como minas antipersonales o los llamados cilindros bomba que terminaron afectando indistintamente a civiles y combatientes con muertes de pobladores de todas las edades. Cometieron asesinatos de personas puestas fuera de combate, mantuvieron a las personas secuestradas en condiciones que constituyen torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, y en varios casos las asesinaron por querer escapar o ante la inminencia de un rescate por las Fuerzas Militares; reclutaron niñas y niños que no estaban en condiciones de decidir sobre reclutamiento y se encontraban en condiciones de vulnerabilidad y grave desprotección social del Estado y la sociedad. Practicaron fusilamientos en contra de la población civil o de sus propios miembros acusados de pertenecer al bando enemigo. Por otra parte, las guerrillas fueron responsables también de extorsiones y la captura de rentas del Estado y el control del poder político en las zonas en que han tenido una presencia durante décadas, atacando incluso a los responsables políticos elegidos, lo que supone un ataque a la democracia.
Finalmente, se destacan las responsabilidades de los grupos armados posdesmovilización en infracciones graves al DIH. Las disidencias de las FARC-EP, la Segunda Marquetalia, la guerrilla del ELN, son responsables de la continuidad de la guerra en muchos territorios con un enorme impacto en la población civil. Las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia es el grupo más comprometido en esta violencia, que van desde el reclutamiento de niñas, niños y adolescentes, pasando por el desplazamiento forzado de comunidades campesinas y étnicas, hasta el asesinato de excombatientes de las FARC-EP y el asesinato de líderes sociales. La frustración de las expectativas de paz son un enorme riesgo para Colombia, una demanda de la sociedad que debe ser respondida de manera diferente por dichos grupos para la consolidación y extensión de la paz y la democracia.
Tener tantas violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH, durante tantos años, en casi todos los rincones del país, realizadas por los diferentes actores del conflicto, contra millones de personas, hizo que Colombia fuese reconocida como una de las democracias más violentas del mundo. Qué paradoja que un país que se jacta de tener una de las democracias más antiguas del continente americano sea una sociedad que se haya atacado a sí misma con semejantes niveles de violencia. Y no fue una violencia cualquiera. Fueron miles y miles de hechos que afectaron durante décadas sobre todo a civiles, en la gran mayoría de los casos en absoluta indefensión, que no eran partícipes directos en las hostilidades. El irrespeto a las leyes de la guerra fue acompañado de prácticas inhumanas donde la sevicia y la crueldad no tuvieron ningún límite. Sufrió la niña y el anciano, la mujer y la persona LGTBIQ+, el campesino y el habitante urbano, la población indígena y la afrocolombiana, la costeña y la paisa, todas y todos sin ninguna contemplación. ¿Qué hizo posible estas violaciones e infracciones? Precisamente este Informe Final intenta ofrecer algunas explicaciones. Esta profunda herida a la democracia en Colombia se empieza a sanar con verdad, justicia, reparación y con garantías de no repetición.
4. INSURGENCIAS
Los grupos insurgentes, desde sus orígenes en los años sesenta y setenta, estuvieron ligados al campesinado y a los colonos que huían de la violencia partidista de mediados del siglo XX hacia las zonas de colonización. Luego, en los años ochenta, en el contexto de su enfrentamiento con el Estado y su persistencia en la lucha contra un régimen político al que calificaron de excluyente, se expandieron territorialmente a regiones donde el Estado no había resuelto las demandas y conflictos por la tenencia de la tierra. Estas situaciones fueron decisivas para el escalamiento del conflicto armado, que se hizo mucho más ostensible a partir de los años noventa, cuando la guerrilla, los grupos paramilitares y la fuerza pública fueron responsables del agravamiento de la crisis humanitaria que padeció el país durante más de sesenta años.
Algunas guerrillas se desmovilizaron alrededor de la aprobación de la Constitución de 1991, como el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento 19 de abril (M-19) y el Quintín Lame, entre otras. Mientras las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) permanecieron en el alzamiento armado y son responsables de mantener a toda costa la organización político-militar como un objetivo prioritario. En su insistencia en la lucha armada como medio para lograr sus fines políticos, ejecutaron graves infracciones al derecho internacional humanitario (DIH), y su presencia y actuación tuvieron implicaciones negativas en el desarrollo de importantes regiones del país, afectaron el buen vivir de las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes en las regiones donde hicieron presencia y, de igual forma, impidieron la consolidación de fuerzas alternativas civiles e impactaron la participación política.
Esa persistencia de la guerra insurgente se explica no solo por la decisión de los miembros de la guerrilla de mantener el alzamiento armado, sino también por la permanencia de los factores objetivos que han alimentado la reproducción incesante del conflicto armado, que han sido básicamente dos. De un lado, el modelo económico imperante, que ha favorecido los intereses económicos de las élites y desprotegido a los sectores más vulnerables, como los campesinos, las comunidades étnicas y los pobladores urbanos sometidos a altos niveles de pobreza, informalidad económica y carencia de bienes públicos; y de otro lado, la ausencia de consolidación de una democracia con mayor participación y representación política de importantes sectores de la población, más allá de la clase política tradicional.
Colombia ha vivido el conflicto armado más largo de América Latina, con un número importante de movimientos guerrilleros con características distintas en cada caso. La Comisión de la Verdad ha identificado los siguientes seis hallazgos relacionados con la persistencia de los grupos insurgentes en el país:
1) Los grupos insurgentes, en desarrollo de sus objetivos políticos y militares, ejecutaron graves infracciones al derecho internacional humanitario que afectaron a diversos sectores de la sociedad colombiana y a las comunidades de las zonas donde hacían presencia. Dichas afectaciones se hicieron cada vez más agudas en el marco de la prolongación de la confrontación.
2) Los grupos insurgentes buscaron en diferentes momentos una salida al conflicto armado a través de procesos de negociación y acuerdos con los respectivos Gobiernos, los cuales tuvieron resultados y desenlaces contrastantes: desde el exitoso proceso de acuerdos con el M-19, el EPL y otras agrupaciones guerrilleras en el contexto del proceso de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, pasando por los frustrados diálogos y acuerdos logrados en el gobierno de Belisario Betancur a mediados de los años ochenta o las infructuosas negociaciones con el ELN y las FARC-EP durante el gobierno de Andrés Pastrana Arango (1998-2002), que no lograron sentar las bases de una paz estable y duradera y, por el contrario, tras ellos aumentó la confrontación armada y se mantuvieron los factores de persistencia que explican la larga duración del conflicto armado colombiano, hasta el Acuerdo de Paz con las FARC-EP, un hito nuevo y determinante de un escenario de transición política y construcción de la paz que debe ampliarse.
3) Los grupos insurgentes, en desarrollo de sus objetivos de control del territorio y la población, construyeron diferentes formas de relacionarse con sectores de la población civil que llevaron a formas de control y órdenes violentos basados en la coacción de las armas y el autoritarismo en las regiones donde tuvieron fuerte presencia. Esto fue posible por la confluencia en estas regiones de factores como la ausencia de una presencia integral del Estado, cuyas fallas en la necesidad de regulación de los pobladores fue sustituida por las guerrillas, y por la marginalidad en la vida económica y política a la que fueron sometidos estos territorios y sus habitantes.
4) Los grupos insurgentes, a través del relacionamiento con los movimientos sociales y la izquierda política legal, y la infiltración y los intentos de instrumentalización de los mismos, trataron de crear, mantener y consolidar una incidencia en la vida política nacional, regional y local. Todo ello generó dificultades para mantener proyectos autónomos y cerró el espacio para alternativas civiles en un contexto de agudización de la guerra y de sus secuelas posteriores. También fue utilizado para atacar expresiones políticas que trataban de abrir un espacio para la democracia y la paz, como el caso de la Unión Patriótica (UP), partido al que se acusó de supuesta identidad con la guerrilla mientras se llevaba a cabo su exterminio.
5) Para el desarrollo de sus objetivos militares y políticos, las guerrillas fueron actores centrales en las disputas por el poder político local y regional en sus zonas de presencia; en algunos momentos impusieron su poder armado y en otros atacaron directamente a representantes políticos, afectando, por ende, la precaria democracia colombiana. La extensión de estos ataques, especialmente a partir de finales de los años noventa, supuso un enorme impacto también en la población civil, que vio como sus representantes eran objeto de amenazas, atentados e incluso, en algunos casos, masacres.
6) Finalmente, la solución a los problemas estructurales no fue la guerra, al contrario, los problemas se acrecentaron con el conflicto armado interno.
Las guerrillas colombianas surgieron en la década de 1960 con la expectativa de tomar el poder, basándose en el discurso de superar la exclusión política y cambiar las situaciones de desigualdad y pobreza dominantes. Mientras en la mayor parte de los países de América Latina esos conflictos armados tuvieron una menor duración, en Colombia la acción de las guerrillas y el conflicto armado con el Estado se ha extendido durante sesenta años, hasta la actualidad. En Colombia han existido y persistido diferentes tipos de organizaciones insurgentes, como guerrillas de orientación foquista, inspiradas en la Revolución cubana como el ELN, o las FARC-EP, que en sus orígenes fue una guerrilla campesina y partisana, y que con el tiempo se transformó en un poderoso grupo armado y el mayor reto militar para el Estado y las Fuerzas Militares. También guerrillas de orientación maoísta, como el EPL, que tras varios momentos de crisis y recomposición se terminó desmovilizando a comienzos de la década de los noventa[198]. Así mismo surgieron guerrillas de origen urbano, de corte nacionalista, con visión democrática de la revolución y objetivos menos radicales que las anteriores, como el M-19, nacido del fraude electoral de 1970[199] y que fue uno de los grupos insurgentes de mayor protagonismo en los años ochenta. Tanto el M-19 como el EPL, tras varios reveses militares y replanteamientos políticos se desmovilizaron y se incorporaron a la vida política legal para participar en el proceso de la Asamblea Nacional Constituyente y en la formulación de la Constitución de 1991[200].
En cuanto a sus estrategias militares, todas las guerrillas usaron el secuestro como forma de financiamiento o presión política, y cometieron atentados y asesinatos contra personas que representaban diferentes sectores de poder económico y político que señalaron como enemigos. A partir de los años noventa, la extensión e indiscriminación de sus objetivos fueron cada vez mayores, así como las afectaciones a la población civil. También sufrieron numerosas bajas en combate y muertes en otras circunstancias, con alto costo en vidas humanas que no han sido, por lo general, consideradas.
El desarrollo de una guerra irregular contra el Estado afectó y victimizó a diferentes sectores de la sociedad, dependiendo del momento histórico y el territorio. En los lugares donde las guerrillas tuvieron fuerte presencia impusieron formas de control sobre la población civil y el territorio, mediante el ejercicio de violencia y coacción armada, cometiendo numerosas infracciones al derecho internacional humanitario que afectaron a la población civil y la vida comunitaria.
En esa dirección, desarrollaron acciones violentas contra las élites políticas y económicas, servidores públicos e integrantes y familiares de miembros de la fuerza pública, grupos paramilitares y ex miembros de grupos guerrilleros. A su vez, las guerrillas han buscado incidir o forzar las acciones de organizaciones sociales, partidos y movimientos políticos, tratando de limitar su autonomía para ganar poder, deslegitimar al Estado, aumentar su incidencia política o fortalecer su presencia territorial. Sin embargo, los movimientos sociales y políticos de izquierda, así como numerosas experiencias comunitarias y pueblos étnicos, han mantenido sus agendas y demandas sociales que reclaman autonomía ante las tentativas de cooptación por parte de las guerrillas y un contexto de ataques y persecución de otros sectores.
La inicial utopía armada de estos grupos en los años sesenta y setenta se basaba en que la combinación entre lucha armada, movilización social y formación de la «conciencia de clase» de obreros, campesinos, estudiantes y sectores de la clase media, dirigida por una vanguardia militar y política, llegaría a hacer la revolución. Estos planteamientos se transformaron con el tiempo en una guerra cada vez más indiscriminada y contradictoria en sus proclamas, que hizo más imposibles sus objetivos iniciales, con enorme impacto sobre la población civil, en ocasiones por las violaciones cometidas por las guerrillas, en otras por la vulnerabilidad en que quedaron las comunidades y los estigmas y señalamientos de la contrainsurgencia.
Desde los años ochenta, los grupos insurgentes fueron organizando y ampliando sus actuaciones en su intento de toma del poder o como retaguardia de apoyo a las luchas civiles. Sin embargo, lejos de lograr los objetivos que pretendían, la agudización y la extensión de las dinámicas del conflicto armado contribuyeron de forma intolerable al sufrimiento de las víctimas y a la imposibilidad de alternativas democráticas no violentas a través de la organización, la movilización social, el diálogo y la política. En esos años, el intento de crear un proceso de paz con las FARC-EP, mediante el experimento de la UP, fracasó por el exterminio al que fue sometido este grupo político, lo que reforzó de nuevo el cierre político y la agudización de la opción armada.
En una estrategia de intensificación de la confrontación armada, a partir de los años noventa, las FARC-EP y el ELN, que no se desmovilizaron tras los procesos de paz con el EPL, el Quintin Lame, el M-19 y la CRS llevaron la guerra a todos los escenarios sociales, es decir, salieron de los territorios donde había estado concentrada la confrontación - especialmente en el sur del país- y trataron de llevarla a las ciudades y centros de poder político o económico. La predominancia de la dimensión militar del conflicto armado y de las estrategias de fortalecimiento en armas, dinero y efectivos, y una mayor influencia de la economía de la coca y el narcotráfico, llevaron a una política de crecimiento de frentes y presencia de las guerrillas en buena parte del país, con planteamientos cada vez más autoritarios y aumento de la violencia por parte de sus mandos, a través de homicidios selectivos contra la política local, tomas guerrilleras, uso de armas no convencionales contra la población, secuestros, reclutamiento forzado, entre otros.
La agudización y las estrategias cada vez más indiscriminadas de las guerrillas implicaron la consideración de lo militar por encima de cualquier otro principio y la negación de la humanidad del otro, así como la invisibilización de los impactos en la población. El planteamiento unívoco de que se trataba de una guerra contra el Estado en la que todo valía, llevó no solo a un enorme sufrimiento colectivo, sino también a retardar los cambios sociales mediante las armas, debido al fortalecimiento de alternativas autoritarias y violentas como el paramilitarismo y la lucha contrainsurgente, que, en el enfrentamiento contra las guerrillas, consideró a ciertos sectores de la población civil como enemigos a eliminar.
4.1. Contextos, transformaciones estratégicas e intensificación de la violencia
En desarrollo de sus objetivos revolucionarios en los años sesenta, las guerrillas buscaron relaciones y apoyos en distintas partes del país. Esta inserción los llevó a considerar regiones como «sus» territorios. Específicamente, las FARC se asentaron e insertaron en las zonas altas y medias de las cordilleras andinas en Sumapaz, El Pato y El Guayabero, y en el norte del Cauca, así como en el sur del Tolima, donde quedaba Marquetalia, cuyo bombardeo, ataque y ocupación por parte del Ejército en 1964 se convirtió en el hecho fundacional de las guerrillas de las FARC[201]. El EPL se insertó en las partes altas y medias de los ríos Sinú y San Jorge, en el sur de Córdoba, en el contexto de la lucha por la tierra entre el campesinado y los terratenientes. El ELN lo hizo en el Magdalena Medio santandereano, en la serranía de los Yariguíes, desde donde incursionó hacia el nordeste antioqueño y el sur de Bolívar en la serranía de San Lucas. Desde mediados de los años setenta, el M-19 hizo presencia en zonas urbanas como Bogotá y Cali, y luego en el sur del piedemonte de Caquetá, en Putumayo y en el norte del Cauca, en el marco de las disputas por la tierra entre indígenas y terratenientes[202].
Los años iniciales del ELN, entre 1964 y hasta la gran crisis de 1977, estuvieron marcados por muchas vicisitudes, tensiones y problemas internos. Muchas de estas tensiones fueron dirimidas a través de purgas, fusilamientos intrafilas o asesinatos a disidentes, que llevaron al grupo a una coyuntura crítica y a la casi extinción del proyecto armado. Este momento explica la trayectoria organizacional futura del ELN y sus formas de relacionamiento con la población civil, pues fue dejado de lado el liderazgo caudillista y draconiano de Fabio Vásquez Castaño por otro estilo de organización más federada y deliberativa en la toma de decisiones. En los años ochenta, los relevos de liderazgos llevaron a la federalización del ELN y colegiaron el mando, cambiaron de estrategia armada, se abrieron más a las organizaciones sociales y reformaron el discurso político, al punto de que fue la guerrilla que más creció en pie de fuerza y en presencia territorial en esa década[203]. En ese momento, en sus planteamientos pasaron de considerarse una vanguardia que buscaba tomar el poder, a una retaguardia que acompañaba al «pueblo» en la toma de este a través de una democracia directa. Una transformación que sintetizaron en lo que denominaron la construcción del poder popular.
Entre 1964 y 1977, las FARC pueden ser caracterizadas como una guerrilla partisana, defensiva en lo militar, con un lento crecimiento territorial y organizativo, y prácticamente confinada en los territorios de colonización armada donde lograron la construcción de fuertes lazos de identidad política y comunitaria con la población civil. Luego, entre 1978 y 1991, las FARC decidieron pasar a una fase de guerrilla ofensiva y se dotaron de un plan estratégico hacia la toma del poder que quedó plasmado en la Séptima Conferencia, realizada en 1982, año que también añadieron a su nombre el epíteto de Ejército del Pueblo (EP). A su vez, comenzó su inserción gradual en las economías regionales de la coca, lo cual transformó de manera radical las relaciones que había establecido esta guerrilla con los pobladores en sus zonas de influencia.
En los ochenta, el auge del narcotráfico y la consolidación y expansión del paramilitarismo promovieron transformaciones decisivas en el conflicto. Del conflicto binario típico de la Guerra Fría que enfrentaba a dos contendientes con sus respectivas narrativas políticas, Colombia pasó a un conflicto complejo insurgente-contrainsurgente de múltiples actores y violencias. En adelante, el país comenzó a afrontar múltiples guerras y dinámicas de violencia articuladas con el conflicto armado: la guerra contra el narcotráfico, la guerra entre carteles, la guerra contra las guerrillas y la guerra que, en su momento, se denominó sucia, desatada por los grupos paramilitares contra los habitantes de las zonas de influencia de los grupos guerrilleros y, en particular, contra los movimientos sociales y políticos de oposición.
Si bien el paramilitarismo fue auspiciado por el Estado desde inicios de los años sesenta, desde finales de los años setenta y durante la década de los ochenta, con la intensificación del conflicto en varias regiones del país, especialmente por las acciones guerrilleras contra ganaderos y la clase política regional en regiones como el Magdalena Medio, sur de Córdoba, Urabá y en menor medida en los llanos orientales, fue reforzado con el auspicio de las Fuerzas Militares y en defensa, según su narrativa, de los sectores económicos y políticos más afectados por la violencia guerrillera. Una parte de dichos sectores se alió con el narcotráfico para la creación del grupo Muerte A Secuestradores (MAS) en 1981, Este grupo y la evolución posterior de las diferentes organizaciones es analizada en otros capítulos de este informe.
La expansión de las FARC-EP en los años ochenta no tuvo solamente un componente de crecimiento militar, sino también una apuesta por la inserción en la política a través del acuerdo de La Uribe y la creación e impulso de la UP[204] como parte de una salida política al conflicto en el contexto de los diálogos con el presidente Belisario Betancur a mediados de esa década. Sin embargo, la estigmatización de los miembros de la UP por parte del Estado y de los grupos paramilitares, así como su oposición a la existencia de una alternativa política al bipartidismo, llevó al exterminio del naciente partido, lo cual implicó el repliegue militar de la guerrilla y su persistencia en la guerra. Adicionalmente, esto supuso la mayor radicalización de las FARC-EP y el inicio de su autonomización política en relación con el Partido Comunista.
Para mediados de la década de los noventa, las FARC-EP llegaron a estar en condiciones militares, financieras, logísticas y organizativas suficientemente fuertes para insertarse en importantes regiones del país que rebasaban su antigua presencia en las zonas de colonización, y se expandieron hacia áreas de desarrollo intermedio, con redes de milicias en Medellín, Bogotá y Cali. En la Octava Conferencia de las FARC-EP, desarrollada en 1993, se realizaron ajustes a su Plan Estratégico de 1982 que permiten entender su trayectoria de organización armada. Por ejemplo, la decisión de conformar un ejército capaz de perpetrar golpes contra las Fuerzas Militares con alto valor estratégico o el propósito de urbanizar el conflicto armado y volcar la estrategia militar a la presencia en las ciudades, con prioridad en Bogotá, que condujo a impulsar las Milicias Bolivarianas[205]. También se formalizó el distanciamiento con el Partido Comunista, que se expresó en la creación del Partido Comunista Clandestino, con un pensamiento político autónomo, plasmado en lo que denominaron «Plataforma para un nuevo Gobierno de reconciliación y reconstrucción nacional»[206].
Por su parte, el ELN para los años noventa mostró todos los pesos y limitaciones que le acarrearon tener la estructura organizativa que desarrolló en los años ochenta. Al retroceso territorial y social derivado de la expansión paramilitar en sus zonas de influencia, se sumó el deterioro de su imagen ante la opinión pública por los ataques a la infraestructura petrolera, las campañas extorsivas a las empresas y los secuestros masivos. El 18 de octubre de 1998, en el corregimiento de Machuca, en Segovia, Antioquia, un atentado del ELN a un tramo del Oleoducto Central de Colombia generó una explosión que produjo 84 muertos. El impacto directo lo recibió una comunidad olvidada y en graves condiciones de pobreza en la actualidad, como pudo constatar la Comisión. Ese suceso marcó una nueva ruptura en los intentos de conversación entre el Estado y el ELN.
Las acciones del ELN, además de atentados a infraestructuras o ataques a la fuerza pública, también llevaron al control y fuerte influencia en importantes zonas del nororiente del país, que se mantuvieron en especial a partir de acciones como secuestros, extorsiones, boleteos. La manera como dicha guerrilla se insertó en determinados territorios, incidiendo en la población campesina, con procesos de colonización como el de Arauca, y convirtiéndose en una forma de autoridad local, es lo que le ha permitido tener un grado importante de control social, presencia en dichos territorios, influencia en los políticos y autoridades para la negociación de presupuestos o políticas, así como incidencia en las dinámicas y lógicas del conflicto armado.
En la etapa de mayor intensificación y expansión territorial del conflicto armado, entre 1992 y 2002, se produjeron importantes cambios en los patrones espaciales de las dinámicas del conflicto. De un lado, las guerrillas se expandieron a zonas más articuladas a la economía nacional e incluso hicieron presencia en regiones centrales para el desarrollo económico; y, por otra parte, los grupos paramilitares lograron consolidarse en el norte del país y comenzaron a disputar el control del territorio, la población y las economías cocaleras que las guerrillas mantenían en sus retaguardias, en las zonas de colonización en la Orinoquía y la Amazonía, para el caso de las FARC-EP[207].
A partir de 1997, los grupos paramilitares, con la aquiescencia de las Fuerzas Militares, arreciaron su ofensiva en el norte del país para disputar el control del territorio y la población a las guerrillas de las FARC-EP y el ELN en las siguientes regiones del Caribe: los Montes de María y las sabanas de Córdoba y Sucre, la zona bananera del Magdalena, la Sierra Nevada de Santa Marta, el sur de La Guajira y la serranía del Perijá. Mientras, la situación en el sur del país fue muy diferente: las FARC-EP se extendieron y consolidaron su retaguardia estratégica en la Orinoquía y la Amazonía, teniendo como centro de ese despliegue la posterior zona de distensión en la que se desarrollarían los diálogos del Caguán con el presidente Andrés Pastrana (1998-2002). Todo ello no solo marcó las dinámicas de grupos armados, sino que tuvo un profundo impacto en la población civil.
Esa situación implicó la consolidación de corredores estratégicos en función de las dinámicas militares que comprometieron buena parte de la geografía nacional y que compartían las siguientes características: eran centrales para la movilidad propia de la guerra insurgente y contrainsurgente, así como para los objetivos estratégicos, tácticos y operacionales de las Fuerzas Militares y los grupos armados. Eran vitales para la consecución de los recursos necesarios para el desarrollo de la guerra, lo que implicaba el control de las economías ilegales, especialmente el narcotráfico y la minería ilegal. Y lo más importante, ante el hecho de que el Estado no había logrado ganar la legitimidad y confianza de sus pobladores frente a las conflictividades sociales, políticas, económicas e incluso ambientales, allí la regulación armada y el control violento fueron asumidos por los grupos armados.
Por otra parte, en esa época las FARC-EP llevaron a cabo grandes operativos militares contra bases del Ejército o la Policía, como el ataque a Patascoy (Nariño), Las Delicias (Putumayo), la base antinarcóticos de la Policía en Miraflores (Guaviare) o el ataque a Mitú (Vaupés), entre otros. Un cambio de la guerra de guerrillas a una movilización de fuertes contingentes de guerrilleros y enfrentamientos bélicos con cientos de efectivos. La intensificación del conflicto y su expansión territorial tuvieron fuertes consecuencias sobre el desarrollo económico nacional y de algunas regiones. Los empresarios ponen esto en evidencia en su informe «Empresa y conflicto armado en Colombia», en el que afirman: «El conflicto armado generó daños graves a la infraestructura y a la actividad económica en algunas regiones y tuvo un efecto destructivo sobre la economía contrarrestado, quizás, por la preservación del orden democrático, la gestión macroeconómica y la adaptación empresarial»[208].
El informe pone el acento en el impacto generado específicamente por parte de las guerrillas, a quienes destaca como protagonistas de la afectación a las empresas[209]. Los impactos no fueron homogéneos, hubo sectores y regiones afectados de forma más acentuada, con efectos diferenciados, donde se destacan zonas en las que el Estado no garantizaba la protección:
[L]os sectores que se consideraron más afectados fueron el agropecuario, el minero-energético, el turismo y el transporte, y las principales variables explicativas que se señalaron fueron la ubicación geográfica de las empresas, la importancia estratégica de estas para los actores del conflicto y la baja capacidad del Estado. En otras palabras, la ubicación en regiones distantes donde el Estado no era capaz de ofrecer protección era un factor muy importante de vulnerabilidad. Los sectores más afectados que coinciden con los datos de secuestro, por ejemplo, tienen en común su ubicación geográfica y el uso intensivo de la precaria red vial nacional, que fue fácil presa de la interferencia violenta de los distintos grupos armados ilegales[210].
A finales de la década de 1990 y comienzos de la de 2000, en el contexto de los diálogos del Caguán, mientras el Gobierno desarrollaba los diálogos con las FARC-EP y el ELN, se produjo la mayor intensificación del conflicto con expansión territorial de los grupos armados y los grupos paramilitares. A sangre y fuego contra la población civil, pretendiendo ser reconocidos como tercer actor en el conflicto armado. Todo esto llevó a que alcanzaran los mayores niveles de violaciones de los derechos humanos e infracciones graves al derecho internacional humanitario: secuestros, masacres, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, violencias sexuales, en las que la población civil fue la mayor víctima.
En esa etapa, las partes en contienda, al tiempo que se sentaban en la mesa de negociación, no renunciaron a sus objetivos militares y políticos de derrotar al adversario. De un lado, las FARC-EP prosiguieron con su expansión territorial y fortalecimiento de las estructuras decididas en desarrollo de su Plan Estratégico para la toma del poder, y, de otro lado, el Gobierno no descartó la derrota militar de los grupos insurgentes, lo cual se plasmó en el Plan Colombia. Entre tanto, los grupos paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) llevaron adelante una campaña de terror que obstaculizó el intento de avanzar en los diálogos de paz.
La combinación ambigua, durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), entre la retórica de la paz y los hechos de guerra, y entre la lógica militar y la política, los abusos de las FARC-EP en la zona de despeje, la oposición al proceso de paz de sectores de la fuerza pública y la arremetida paramilitar, hicieron incierta la agenda de negociación, bloquearon de manera directa el desarrollo de los diálogos y, finalmente, lo llevaron a su fracaso a comienzos de 2002.
Esa situación cambió con la política de defensa y seguridad democrática, que marcó un punto de inflexión importante en el conflicto armado interno. En efecto, durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), al tiempo que se desarrollaron las negociaciones con las AUC, se implementó el mayor esfuerzo bélico y militar para derrotar a las guerrillas. La arremetida contra las guerrillas se concretó en el Plan Colombia y el Plan Patriota, e implicó el repliegue guerrillero hacia zonas de retaguardia. Según el hoy general retirado Carlos Alberto Ospina Ovalle, el objetivo era lograr afectar la logística, las redes de apoyo, la estructura y las líneas de comunicación de esa guerrilla, así como neutralizar los planes militares de las FARC-EP[211]. La política de seguridad democrática, en conjunto con el despliegue de los grupos paramilitares, implicó el repliegue de las guerrillas a zonas de retaguardia históricas y la consolidación de la disputa por las zonas fronterizas, especialmente en la franja fronteriza nororiental del país (Catatumbo y piedemonte araucano) y el Pacífico.
Mientras, en los campos político, militar y estratégico, el jefe máximo de las FARC-EP, Manuel Marulanda Vélez, desarrolló una dimensión complementaria al Plan Estratégico en diciembre de 2002 en torno a la construcción del Nuevo Poder. Su propuesta consistió en ejercer el gobierno de las FARC-EP en las zonas que estaban bajo su dominio, en la lógica de acumular fuerzas para la toma generalizada del poder y la construcción de un nuevo Estado. Marulanda afirmó en un documento interno de las FARC-EP lo siguiente:
Cuando se logra consolidar dichos territorios, las autoridades del estado no pueden seguir gobernando, tienen que ser reemplazadas por las FARC como un nuevo poder sin suplantar las organizaciones populares de masas, para cubrirlas de la acción violenta del enemigo cuando trate nuevamente de recuperar el poder perdido, para que ellas puedan mantener la legalidad y nos sirvan de fuente de apoyo, naturalmente las no perseguidas por el enemigo porque no conocen sus actividades y las perseguidas se pondrán a paz y salvo al lado de las FARC o el partido clandestino. En estas regiones se crean bases económicas consistentes en ganadería, caña, plátano, yuca, maíz, cerdos y aves[212].
Por su parte, entre 1999 y 2009, el ELN se replegó a sus territorios de retaguardia (Catatumbo, el sur de Bolívar, Cauca, Bajo Cauca, Cesar y Chocó) para evadir el desgaste militar que suponía la campaña contrainsurgente estatal de la política de seguridad democrática y la expansión paramilitar. Esta situación contrastó con Arauca, donde el Frente Domingo Laín se había consolidado, pues su forma de inserción le permitió el afianzamiento de apoyos sociales bastante fuertes en región del Sarare, que a la postre le dieron la oportunidad de incidir no solo en los procesos organizativos, sino también en el tipo de orden social y político, e incluso en la emergencia de las élites políticas y económicas de la región y la génesis del Estado local.
La situación de ofensiva militar y la negación de la existencia de un conflicto armado alejaron cualquier posibilidad de iniciar un proceso de negociación con las guerrillas en los tiempos de Álvaro Uribe en el Ejecutivo, pero la situación se transformó con la llegada de Juan Manuel Santos (2010-2018) al poder. En efecto, los acuerdos de La Habana alcanzados bajo su Gobierno trazaron una hoja de ruta de corto, mediano y largo plazo para superar los factores que explican la persistencia del conflicto armado. Los acuerdos fundamentales giran, pues, en torno al problema del desarrollo rural y de la concentración de la tenencia de la tierra; la cuestión del narcotráfico y los cultivos de uso ilícito; la participación política y la reincorporación a la vida civil de los excombatientes; y, finalmente, la verdad, justicia y reparación para alcanzar por fin la reconciliación entre los colombianos y las colombianas y lograr una paz estable y duradera.
Durante el último año de negociación y los primeros años de implementación del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, fue evidente el descenso de los indicadores de violencia en distintas regiones del país. Un panorama positivo que, como en el pasado con otros procesos de paz y acuerdos con las guerrillas, fue aprovechado por el movimiento social como oportunidad para tramitar sus demandas sociales represadas por la vía pacífica.
Pronto este esfuerzo de resistencia y de valor comenzaría a ser revertido. El desarrollo de las negociaciones, sus contenidos y su implementación se enfrentaron a problemas como las fallas en la comunicación para promocionar los beneficios de la paz; la incapacidad del Estado en los niveles locales y sublocales para hacer una presencia integral; la resistencia de los poderes locales y regionales a las reformas y los diálogos; la desconfianza y el escepticismo de una parte importante de la población; y la hostilidad de algunos medios de comunicación y sectores políticos para con el acuerdo de paz con las FARC-EP[213].
El triunfo del «No», por una diferencia de 60.000 votos y con una abstención del 62 % en la refrendación del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto en Colombia, facilitó el escenario de polarización y deslegitimación de lo pactado en La Habana y determinó los límites en la implementación de dicho acuerdo, favoreciendo con ello la persistencia del conflicto armado. Ese resultado minó la confianza, alimentó la estigmatización y condicionó el proceso de reincorporación política, económica y social de los excombatientes de las FARC-EP, situación agravada por la división interna de las FARC-EP y la emergencia de disidencias que se han convertido en un factor directo de inseguridad para los excombatientes.[214] El Estado no cumplió con la promesa de atender las demandas en los territorios que desocuparon las FARC-EP. A partir de 2018, la oposición del Ejecutivo y el partido de gobierno a asumir el acuerdo y el cuestionamiento de algunas de las instituciones del Sistema Integral para la Paz, enmarcaron el posicionamiento de un discurso que ha desestimado las dimensiones políticas del acuerdo con las FARC-EP.
Por otro lado, el ELN emprendió en este contexto de implementación un proceso de expansión territorial, dentro de una nueva trayectoria militar y organizacional[215]. Este reacomodo, si bien antecedió al Acuerdo de Paz con las FARC-EP, fue facilitado por su repunte militar y la diversificación de sus fuentes de recursos. En años recientes, el ELN aumentó su pie de fuerza: para 2016 contaba con 2.972 integrantes (entre hombres y mujeres en armas y redes de apoyo), en 2019 pasó a 4.879 y en 2021 llegó a 5.187 miembros (2.570 hombres y mujeres en armas), según el Ministerio de Defensa[216].
Este proceso se caracterizó por una expansión que, más que abarcar nuevas zonas del territorio nacional, es decir, arribar a áreas donde no había tenido presencia, como Caquetá, Putumayo o la costa Caribe, se consolidó o intenta hacerlo en las zonas adyacentes a sus áreas de dominio, en particular en antiguos espacios de control fariano, como en los casos de regiones como Antioquia, Chocó, Catatumbo, Arauca, sur de Bolívar y Cauca, entre otros. En todas estas áreas se han fortalecido militar, política y socialmente, bajo una particularidad: es una insurgencia más enfrascada en luchas territoriales -en algunas zonas en disputa por diferentes etapas de producción del narcotráfico (cultivo, producción y comercialización), la minería y otras rentas- que en desafiar directamente al Estado colombiano[217]. Esto muestra una guerrilla más robusta en términos militares y presencia territorial, pero apostada en los márgenes del país y en dinámicas y lógicas que no desafían directamente el poder del Estado, aunque sí plantean retos en materia de seguridad y orden público por los graves impactos humanitarios que arrojan sus acciones armadas o ataques realizados contra instalaciones militares, así como los realizados en Bogotá contra la escuela de Policía o en Cúcuta.
4.2. El punto de no retorno: financiamiento de la guerra, control territorial y deterioro de las relaciones con la población civil
Los grandes pilares de financiación de las FARC-EP a partir de los años noventa, en el escalonamiento de la violencia, que llevaron al crecimiento militar durante este periodo, fueron el involucramiento en el narcotráfico y el secuestro. Durante esos años se dio cada vez más una mayor participación de las FARC-EP en las diferentes etapas de las economías regionales de la coca. Al comienzo de los años ochenta, en el sur del país, las FARC-EP se opusieron a la siembra de marihuana y coca por parte de los colonos, pero esa posición inicial cambió en la Séptima Conferencia, cuando adoptaron la política del cobro de impuesto a los compradores de pasta base de coca y, finalmente, se involucraron de forma creciente en otras etapas de la cadena productiva del narcotráfico.
La avidez por la consecución de recursos para desarrollar sus objetivos militares y estratégicos de los años noventa y dos mil llevó a las FARC-EP, en varias de las zonas productoras de coca en el suroriente, a dar el paso a progresivamente controlar el mercado, es decir, imponer precios a la pasta básica de cocaína e intermediar con los carteles para su salida. Investigaciones previas señalan que el narcotráfico representaba cerca del 41 % de los ingresos de la organización guerrillera para este periodo, que a su vez coincide con el pico de secuestros[218]. Esto les permitió la obtención de mayores recursos y posibilitó el crecimiento de efectivos, armamento y la mejora sustancial de su infraestructura militar.
Este involucramiento de las FARC-EP en los eslabones de producción de coca en los territorios no permite concluir que esta guerrilla se transformó en un cartel o que perdiera definitivamente sus objetivos políticos, pero tampoco se pueden desdeñar los impactos que tuvo este involucramiento en sus dinámicas organizativas y los problemas de mando y control que generó, específicamente dentro de mandos medios[219], como violencia contra la población civil y contra la tropa, no acatamiento de las orientaciones de las Conferencias y del Secretariado, deserciones con dinero de finanzas, enriquecimiento personal y disposición de algunos frentes al servicio de narcotraficantes. Esto cambió la relación con la población de las regiones cocaleras hacia un control cada vez más autoritario, y donde el poder del dinero y la protección del negocio se convirtieron en objetivos estratégicos con conflictos permanentes por la producción, con amenazas, desplazamiento forzado y, en general, el endurecimiento en las relaciones con la población civil.
El vínculo del ELN con la economía cocalera presenta una trayectoria distinta a la de las FARC-EP por dos razones. Primero, porque la asunción de la comandancia de una postura moralista y prohibicionista respecto a las formas legítimas de consecución de recursos para la lucha armada y la revolución produjo una vinculación tardía y diferenciada espacial y temporalmente. Este giro en el terreno concreto se debió a presiones tanto externas como internas en la organización que explican en el presente una brecha entre el discurso de la organización nacional y la realidad concreta de sus frentes.
Entre las presiones externas hay que señalar las demandas y peticiones de las comunidades donde esta insurgencia tenía presencia para que se permitiera la introducción y desarrollo de cultivos ilícitos, como sucedió en el Cauca a finales de los años noventa, debido a la ausencia de alternativas económicas para muchas comunidades campesinas. Dentro de las presiones internas hay que destacar la emergencia y ascenso de una nueva generación de cuadros medios que se valieron de la coca para aumentar sus bases sociales y pie de fuerza gracias a los recursos provenientes de dicha economía.
El tardío arribo del ELN a la economía cocalera y la condición federada de esta guerrilla explican las diferentes formas de inserción en esa economía. El Domingo Laín en Arauca mantuvo su postura prohibicionista y radical de no involucrarse con la coca, en lo cual tuvo que ver la disputa armada con el Frente 10 de las FARC-EP, entre 2005 y 2010. Después de 2006 están los casos de los frentes del Chocó, Cauca y sur de Bolívar, que con el cobro del gramaje se empezaron a relacionar de manera tangencial, y de acuerdo a sus posibilidades y alianzas, con otros grupos armados. Finalmente, están las estructuras de Cauca, Nariño y Catatumbo, que se metieron de lleno en el narcotráfico después de 2008, tanto en los cultivos como en las etapas de transformación, ofreciendo seguridad a las rutas de Nariño y Catatumbo. La única excepción sigue siendo el Frente de Guerra Oriental, donde no hay cultivos y se cobra por el paso de droga hacia Venezuela.
Pero también se debe señalar que el ELN sí se vinculó con otras economías ilegales. En el caso de la minería, la relación es de larga data, particularmente desde los años ochenta, cuando algunas de sus estructuras empezaron a regular y dar trámite a las explotaciones de minas auríferas artesanales y legales de aluvión en las zonas donde tenían presencia. Por ejemplo, en los yacimientos del sur de Bolívar, el Bajo Cauca, Cauca y Chocó. Para los años noventa, también se vinculó con dinámicas productivas ilegales y criminales, con la introducción de maquinaria pesada para la extracción del mineral. Esto le generó fricciones al ELN en ciertas zonas del país, porque los explotadores tradicionales y artesanales se vieron marginados y afectados. En algunos casos, por esas fricciones, el ELN perdió el control de ciertos distritos mineros a lo largo de los años. Por ejemplo, en el Bajo Cauca, con la expansión paramilitar, o en tiempo reciente con las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) en áreas del San Juan en Chocó.
En el caso tanto del ELN como de las FARC-EP, la priorización de los objetivos militares y un mayor involucramiento en la regulación de los mercados derivados de las economías ilegales, como el narcotráfico y la minería ilegal implicaron un quiebre definitivo de las relaciones iniciales con la población civil, en las que anteriormente fue central lo que los grupos guerrilleros denominaron el trabajo político y de organización de los pobladores en los territorios donde hicieron presencia.
Todas estas dinámicas han conllevado asimismo desafíos en los procesos de negociación hacia la paz con estos movimientos guerrilleros. En el caso de las FARC-EP, la consideración en la negociación del delito político y conexos, que incluyó el narcotráfico, fue determinante para poder avanzar en el proceso. En el caso del ELN, sus condiciones de control económico y político en varias regiones conllevan nuevos modelos y reivindicaciones para un eventual proceso de paz. En todos los casos, el mantenimiento de estas economías ilegales acarrea mayores impactos para la población civil, a la vez que supone una mayor centralidad para el mantenimiento de la guerrilla y su relación con modelos productivos locales, ligados a numerosas formas de violencia.
4.3. Infracciones graves al derecho internacional humanitario y responsabilidad de las insurgencias en la crisis humanitaria
La guerra se dio en medio de la población civil, a la que se trató de involucrar y contra la que se actuó de diferentes maneras. Las guerrillas utilizaron entre sus estrategias de guerra el secuestro y los asesinatos selectivos, además de los ataques a infraestructuras, incluyendo aquellas que estaban en las comunidades o en las ciudades, así como las tomas guerrilleras, orientadas a destruir instalaciones militares u otras, con enorme afectación a las propias comunidades por combates en las comunidades, con afectación, entre otras, a las escuelas, o el uso de cilindros-bomba y otras armas indiscriminadas como minas antipersona, que convirtieron los territorios y las comunidades en escenarios de violencia donde no había ningún respeto por la población civil.
Los grupos guerrilleros, en desarrollo de sus objetivos militares y de control del territorio y la población, victimizaron a la población civil, en particular a determinados sectores políticos y económicos a los que declararon objetivo militar. Si bien en todo conflicto armado es consustancial al mismo la consideración del otro bando como enemigo, en el caso de las guerrillas la extensión de la noción de enemigo incluyó la consideración de los sectores económicos o políticos dominantes como parte del «enemigo de clase», interpretación extendida a los políticos, a la élite y, en general, a cualquier persona adinerada o detentadora de poder público. Al tiempo que esos sectores fueron considerados enemigos, fueron la fuente de financiación y personas que podían utilizar para presionar a los aliados de clase y al Estado para conseguir réditos políticos y propagandísticos. Esa visión extendió la práctica de la extorsión y el secuestro. Ampliar la noción del enemigo a quien se opusiera a su proyecto armado conllevó una acción cada vez más indiscriminada e incierta. Cualquiera podía convertirse en objetivo de un secuestro en una carretera, padecer una toma en la comunidad o ser atacado por estar en contra del proyecto guerrillero o ser considerado un obstáculo.
4.3.1. La muerte suspendida del secuestro
El secuestro es, sin duda, una de las modalidades de violencia que expresa los niveles de deshumanización que alcanzó el conflicto armado colombiano. Muchos secuestrados y sus familias describieron a la Comisión esos meses y muchas veces años en que se prolongó su cautiverio, especialmente en el caso de las FARC-EP, el cual sufrieron como una muerte en vida, como una muerte suspendida en el tiempo, vivida en paralelo entre quienes permanecían secuestrados y sus familias. La sociedad colombiana conoció su drama en programas de radio, se hicieron manifestaciones públicas de rechazo, se multiplicaron las imágenes en televisión para mostrar las condiciones en que muchos civiles, militares o policías se encontraban, contribuyendo enormemente al rechazo público y a la consideración de la falta de humanidad de los captores.
Sin embargo, a pesar del rechazo social, los grupos guerrilleros convirtieron el secuestro en uno de sus principales patrones de violencia. Los secuestros y la toma de rehenes han sido sobre todo llevados a cabo por las organizaciones guerrilleras y muchas veces durante muchos meses o años. Los mayores responsables fueron las FARC-EP con 40 % de los casos (20.223 víctimas), los grupos paramilitares con el 24 % (10.538 víctimas) y el ELN con 19 % (9.5 3 8).[220] También los secuestros fueron llevados a cabo en un número considerable por otros grupos (9 %)[221]. En algunos casos también fueron cometidos por agentes del Estado.
Como medio de financiación, o como mecanismo de presión al Gobierno y a la sociedad para obtener reconocimiento o liberar a detenidos, se usó la capacidad de producir sufrimiento en los secuestrados y familiares. Como una balanza en una agenda de negociación, o una forma de mantener el poder, recursos económicos y capacidad de control a través de la violencia en muchas regiones del país. La crueldad, la masividad de su ocurrencia y su persistencia a lo largo del tiempo y la prolongación de la condición de secuestrados durante años, así como los episodios de matar a secuestrados en casos de confrontación armada o ante intentos de liberación, convirtieron a esta práctica en una de las más despiadadas cometidas por las guerrillas.
Como parte de su trabajo, la Comisión de la Verdad ha llevado a cabo numerosos actos de reconocimiento del secuestro, como un acto de justicia y respeto por la dignidad de las víctimas, a la vez que un reconocimiento social de una práctica que conllevó un sentimiento general de repudio de la población colombiana; el testimonio del nivel de amenaza que vivieron muchos por habitar en ciertos lugares, tener un negocio o transitar en determinadas carreteras. Un excombatiente de las FARC-EP reconoció:
«Las palabras no sanan ni reparan la pérdida de sus seres queridos, porque es muy duro y uno no tiene palabras para expresar en una situación tan dura... Esto fue por una lucha, pero me pongo en el lugar de las familias y... muy duro... Hay un mayor reconocimiento de que las FARC no debieron usar el secuestro “como arma para lograr un fin político” [...]. Hemos entendido que no es cierto que en la guerra se puede hacer de todo o todo es válido [.]. Tenemos que decir que esto nunca debió haber pasado»[222].
El secuestro se convirtió en uno de los temas y nudos centrales en las diferentes negociaciones que se han desarrollado con los grupos guerrilleros, ya sea para avanzar en la agenda o como hecho que motivó su definitiva ruptura. No cabe duda que la masificación del secuestro por parte de las insurgencias fue uno de los aspectos que más contribuyó al deterioro de la pretensión de legitimidad de su lucha a nivel nacional e internacional. El secuestro pone en evidencia las paradojas a las que se llega en una guerra que se prolonga, pues las guerrillas en su narrativa insisten en que su lucha armada se justificaba ante la injusticia y desigualdad del orden capitalista, pero mediante la masificación del secuestro convirtieron a las personas secuestradas en una mercancía, es decir, en la máxima expresión de la cosificación del tipo de sociedad y Estado que decían estar combatiendo.
El secuestro implicó malos tratos y torturas, muchas veces por las condiciones en las que estuvieron las personas secuestradas. El siguiente testimonio de un secuestrado es ilustrativo de cómo las guerrillas convirtieron la vida y la libertad de sus víctimas en una mercancía y una extorsión afectiva y económica a las familias:
«Mi secuestro fue... llegamos a un acuerdo, fue de 180 millones de pesos en el año 2003 -una cifra exageradísima-, de los cuales entregamos 140 millones de pesos y les quedé debiendo 40 millones de pesos. Esos 140 millones de pesos yo creo que ha sido el Teletón más grande que ha habido en Magangué de los amigos, porque yo no tenía la plata, sino que se hizo una recolecta importante. A mi señora le tocó vender parte de los semovientes que teníamos en la finca. Y, además de eso, nos tocó acudir a unos créditos»[223].
En el contexto a que se hecho mención se desbordaron los secuestros por parte de las FARC-EP, que alcanzaron su mayor frecuencia en 2002, si bien empezaron a aumentar contra miembros de la fuerza pública en 1998, tras masivos golpes de mano a militares realizados desde la transición del Gobierno de Ernesto Samper al de Andrés Pastrana. En resumen, hay que resaltar que el secuestro es, indudablemente, uno de los patrones de violencia de las FARC-EP. Al comienzo dirigido contra ganaderos, comerciantes y notables locales con el objetivo de financiar la organización armada; y luego, sin abandonar los secuestros por motivos económicos, para sumar la toma de rehenes de miembros de la fuerza pública y los secuestros de políticos con el objetivo de presionar el canje humanitario, es decir, el intercambio de secuestrados por guerrilleros detenidos.
Por todo lo anterior, la Comisión de Verdad puede afirmar que el secuestro de civiles por parte de las organizaciones guerrilleras constituyó un crimen de guerra. La privación de libertad de una persona dentro del marco del conflicto armado, seguida de la formulación de una exigencia para garantizar su libertad o seguridad, es una toma de rehenes, según el derecho internacional humanitario. Pero, además, las condiciones infrahumanas en que se dieron dichas detenciones, así como los tratos inhumanos que sufrieron muchas personas, deben ser calificados como torturas.
4.3.2. El crecimiento militar y el agravamiento de la crisis humanitaria: tomas, arrasamiento de pueblos, uso indiscriminado de armas no convencionales y minas antipersona
El proceso de mayor afectación a población civil se produjo cuando se generalizaron las tomas de poblados y las guerrillas pasaron a utilizar armas como explosivos, cilindros-bomba u otros artefactos con gran poder de destrucción y capacidad de producir víctimas indiscriminadas. Los ataques a infraestructuras militares, policiales y civiles llevaron a una violencia que afectó de forma masiva a la población civil. Un ejemplo ocurrió el 7 de febrero de 2003 con el atentado al Club El Nogal, en Bogotá, un lugar de esparcimiento, encuentros y deporte de numerosas personas de alto estatus económico, atacado por las FARC-EP al ser considerado como un espacio de contactos y reuniones de miembros del Gobierno con líderes paramilitares. Convertido en objetivo militar para las FARC-EP, el ataque con un carro-bomba causó la muerte de 36 personas y más de 100 heridos, muchos de ellos de extrema gravedad, y representó simbólicamente un ataque al sentido de seguridad colectivo en la capital del país, y no solo de las élites que ahí se reunían. Otras acciones indiscriminadas realizadas por la guerrilla fueron: atentados con animales como portadores de explosivos, carros-bomba en lugares de paso o de vivienda de la población civil y ataques con cilindros- bomba contra instalaciones militares o policiales, situadas en medio de pueblos o ciudades.
Todas esas formas de llevar y extender la guerra generaron muchas víctimas civiles y supusieron un desprecio por la población civil. Simplemente, la capacidad de hacer daño o la visión del otro como un enemigo a eliminar pasaron por encima de cualquier consideración. Un pescador sobreviviente de la toma de Simití, Bolívar, perpetrada por el ELN en 1999, relató así ese impacto:
«Las dos tomas guerrilleras que se dieron en el municipio de Simití a cargo del Ejército de Liberación Nacional, ELN, afectaron duramente a mi familia, la afectaron psicológicamente. Yo era un pescador que me encontraba en la ciénaga, nos tocó salir huyendo porque desafortunadamente los bombazos, las ráfagas, y todo se escuchaba clarito en el gran complejo cenagoso que tenemos. Nos tocó refugiarnos en fincas aledañas y todavía no encontramos la reparación sobre estas dos tomas guerrilleras»[224].
El uso de explosivos improvisados jugó un papel determinante en la estrategia de ataque. Muchas tomas guerrilleras se dieron con el uso de los cilindros-bomba y otras armas construidas de forma artesanal como granadas de mortero, cohetes e incluso minas antipersona. Debido a sus características -imprecisión, volatilidad, inestabilidad-, estas armas no convencionales no solamente afectaron las estaciones de Policía, sino también viviendas y otros bienes protegidos como escuelas, centros de salud e iglesias. El caso de Caldono, Cauca, ilustra esta situación respecto a las tomas:
«Entre el 97 y el 99 hubo unas cuentas que, si me agarro a enumerarlas, no acabamos hoy. Pero duele porque este barrio, que es el barrio El Jardín y el barrio de La Plaza, quedaron casi destruidos. No solamente tumbaron la escuela, sino todas las viviendas que había, porque los cilindros eran de cuarenta libras o de cien libras. Cuando caía un cilindro de cuarenta libras, tumbaba veinte casas»[225].
Asimismo, el uso de minas antipersona por parte de la guerrilla como forma de defensa de sus territorios o campamentos produjo muchas víctimas civiles, así como la extensión de la amenaza a los territorios de vida de las comunidades. Igualmente, produjo numerosas víctimas entre las Fuerzas Militares, la mayor parte de ellas soldados que vieron amputadas sus vidas y sufrieron numerosos problemas de salud, adaptación y las consecuencias de esto sobre sus familias. De 12.170 víctimas de minas de las que existe registro, 20 % resultaron muertas y 80 % heridas. Y del conjunto de las víctimas, 60 % fueron militares y un 40 % civiles.
4.3.3. Reclutamiento forzado de menores
Otro elemento de creciente impacto en la población civil fue el reclutamiento de menores. La Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas (SRVR) de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que estudia el caso 007, «Reclutamiento y utilización de niñas y niños en el conflicto armado», aborda este fenómeno siguiendo la Declaración de Principios de Ciudad del Cabo del 30 de abril de 1997, que entiende por niño o niña reclutado:
[t]oda persona menor de 18 [años], que forma parte de cualquier tipo de fuerza o grupo armado regular o irregular en cualquier función distinta a la de ser únicamente un miembro de familia. Esto incluye a los cocineros, cargadores, mensajeros y a los que acompañen a dichos grupos, además de las niñas reclutadas para propósitos sexuales. Por tanto, no solo se refiere a un niño que está portando o ha portado armas[226].
Las FARC-EP, especialmente, pero también el ELN, pasaron a considerar el reclutamiento de menores en sus filas como una forma de fortalecimiento militar extensiva. Niños y niñas sin la capacidad de decidir por su edad y condiciones sociales, sin posibilidades de salir de la guerra, utilizando la propia desprotección del Estado como un mecanismo para facilitar su reclutamiento, o estimulando la participación de menores que a su vez habían sido víctimas o habían perdido familiares a manos del Ejército o los grupos paramilitares, sin tener en cuenta los impactos que todo ello iba a suponer. El reclutamiento conllevó mayor sufrimiento para muchas familias que vieron cómo sus hijos eran llevados en medio de formas de estímulo, utilización o seducción para formar parte de la guerra, y sobre quienes ejercían coacción y control interno cuando se querían salir del grupo.
En el informe «Las heridas de las FARC-EP»[227] se puede observar que esta guerrilla fue el grupo armado que más incurrió en esta violación del derecho internacional humanitario. Según la integración final de datos del proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, desde 1990 hasta 2017 se registraron 16.238 casos de reclutamiento, de niños, niñas y adolescentes a lo largo del país, aunque las estimaciones teniendo en cuenta el potencial subregistro son mayores. La mayor intensidad de reclutamiento se registró en los departamentos de Meta, Antioquia, Guaviare, Caquetá y Cauca.
En los tres departamentos se registraron cerca de 4.700 reclutamientos de menores de edad, donde municipios como Vistahermosa, La Uribe, San José del Guaviare, San Vicente del Caguán, Mesetas y Miraflores fueron los más afectados por el crimen de lesa humanidad.
Todos estos municipios fueron zonas donde las FARC-EP tuvieron un amplio control territorial, específicamente del Bloque Oriental y Sur, los dos bloques con mayor número de combatientes de las FARC-EP. Asimismo, es evidente que el departamento de Antioquia también fue gravemente afectado por las políticas de reclutamiento de las FARC-EP[228].
Este fenómeno de reclutamiento a gran escala en las regiones históricamente controladas por las FARC-EP se mantuvo como una dinámica constante para el fortalecimiento de la guerrilla. Los años de mayor reclutamiento fue el último de los Diálogos de El Caguán, (año 2000, con 1320 víctimas), así como los inmediatamente posteriores de 2002 (1.305 víctimas) y 2003 (1.253 víctimas) cuando el conflicto entró en una nueva etapa de la confrontación.
En el caso de las FARC-EP, el reclutamiento y la utilización de niñas y niños hizo parte de las decisiones que tomó la guerrilla en la Séptima Conferencia, con la finalidad de cumplir sus objetivos de crecimiento. Si bien las normativas internas definían los límites entre los quince y los treinta años, reconocieron la autonomía de los bloques y frentes en cuanto a las formas de incrementar su pie de fuerza y fortalecerse económicamente. Se le abrió así la puerta a que se dieran procesos «irregulares» de reclutamiento forzado de menores a lo largo y ancho del territorio nacional, con el objetivo de cumplir con el despliegue de frentes en nuevos territorios. De esta manera, junto con otras violaciones del derecho internacional humanitario, se laceró la relación entre la población civil y las FARC-EP, que fueron perdiendo las bases sociales sobre las que se sostenían militar y económicamente, así como cualquier legitimidad frente a la opinión pública mayoritaria del país, que repudió este reclutamiento.
Relatos obtenidos por la Comisión dan muestra de la heterogeneidad del reclutamiento de menores, que no siempre se produjo por las mismas razones. En algunos lugares de la Amazonía, por ejemplo, el aumento del reclutamiento se basó en que la guerrilla logró hacer sentir acogidos a los menores, en un contexto de fuerte desprotección. Mientras que, en la Provincia de Rionegro, en Cundinamarca, las técnicas implicaron la persuasión o la seducción, que devenían luego en el reclutamiento forzado propiamente dicho. Estas tácticas fueron frecuentes y consistieron en encomendar a jóvenes guerrilleros y guerrilleras, considerados atractivos, vincular adolescentes. La estrategia fue corroborada por excombatientes: «si había posibilidades de reclutar había que hacerlo [...] la que más se usa es ese tema del enamoramiento»[229]. También es importante considerar que el reclutamiento tuvo impacto en otros hechos de violencia como el desplazamiento, en la medida en que las familias de las zonas de influencia guerrillera como los Llanos, Putumayo, Caquetá, Vichada y Guaviare decidieron abandonar sus tierras para evitar el reclutamiento de sus hijos e hijas.
4.3.4. Purgas y disputas entre guerrillas
El concepto de enemigo también fue utilizado por las guerrillas como una forma de acabar con disidencias internas o señalar a quienes desertaron, a quienes se desencantaron de sus planteamientos, se cansaron de la guerra o decidieron que la solución no eran las armas, quienes frecuentemente fueron tratados como traidores y vendidos, y señalados para irse o morir. Algunas situaciones extremas se dieron cuando en las guerrillas se llevaron a cabo purgas por paranoia, riesgo de infiltración o por conflictos con otros grupos por motivos de control del territorio o disputas sobre recursos.
Como ya se señaló, los años iniciales del ELN estuvieron marcados por muchas tensiones y problemas internos, que fueron dirimidos a través de purgas que llevaron al grupo a una coyuntura crítica y a casi a la extinción de su proyecto armado. Igualmente, según los testimonios recopilados por la Comisión, entre noviembre de 1985 y enero de 1986, el Frente Ricardo Franco, grupo guerrillero disidente de las FARC-EP, comandado por José Fedor Rey, alias Javier Delgado, y Hernando Pizarro, asesinó a 164 combatientes que hacían parte de la organización, en un contexto de alta infiltración por parte de las Fuerzas Militares. Los testimonios señalan asimismo que las víctimas fueron torturadas, asesinadas con armas cortopunzantes y, en muchas ocasiones, enterradas vivas[230], acusadas de ser infiltradas del Ejército.
También ilustran esa violencia las intrafilas o purgas ocurridas en 1988 en el Magdalena Medio, donde tuvo lugar una de las más grandes de un grupo guerrillero en la historia del conflicto armado en Colombia. En los departamentos de Santander, Bolívar y Norte de Santander, donde se ubicaban los frentes 4, 11, 12, 20, 23, 24 y 33, el Secretariado de las FARC-EP dio la orden de conformar el Bloque Magdalena Medio. Para cumplir con este fin, los jefes del grupo guerrillero enviaron a un elegido representante de la UP a la Cámara por Cundinamarca para el periodo 1986-1990, que, ante el comienzo del genocidio contra el partido y amenazas contra su vida, había decidido volver a las filas guerrilleras. Según los testimonios aportados por los sobrevivientes de la masacre, asumió la comandancia del Frente 11 debido a los cambios internos por una supuesta red de infiltración ordenada por organismos de inteligencia del Estado, lo que llevó a numerosos ajusticiamientos.
Además de estas disputas internas violentas y la práctica de ajusticiamientos, los enfrentamientos entre guerrillas han tenido en algunos periodos históricos un alto costo en víctimas de la población civil. Por ejemplo, en Arauca y el Catatumbo, que sufrieron el impacto de la guerra entre las FARC-EP, el ELN y las disidencias del EPL (los Pelusos). Esta situación afectó a la población civil y a las organizaciones comunitarias, las cuales fueron señaladas de ser colaboradoras del grupo contrario. En Arauca, entre 2005 y 2010, el conflicto entre el ELN y las FARC-EP se agudizó al punto de que se presentó un alto índice de desplazamiento y homicidios. Este caso impactó, consternó y resquebrajó a las comunidades, y creó en ellas una suspicacia que, por iniciativa de estas mismas, a través de organizaciones civiles y sociales, con ayuda de la Iglesia católica, llevó a que se organizaran para reclamar el fin de la violencia en sus territorios. Es así como entre 2008 y 2010 se inició una comisión de paz que condujo a unos pactos de convivencia y paz en la región[231]. Allí, el papel del petróleo, la frontera, así como la cooptación de la vida política y de la organización social han sido determinantes para la comprensión del conflicto armado[232].
La lógica de enfrentamientos entre grupos guerrilleros por el control del territorio se replica desde 2017 hasta la actualidad en las disputas de las disidencias de las FARC-EP, tanto las que sostienen entre ellas -hasta hace poco lideradas por Gentil Duarte versus la Segunda Marquetalia- como las que libran contra el ELN, especialmente en Arauca y la frontera con Venezuela. Aunque también tienen lugar en Cauca y Nariño. Los llamados a acuerdos humanitarios y la protección de la población civil suponen no solo una demanda para detener la violencia contra la población, sino una apuesta por la no continuación de la guerra en el país.
4.3.5. Violaciones de los derechos humanos contra combatientes, sus familias y sus entornos
Finalmente, la guerra también jugó en contra de muchos guerrilleros, o personas sospechosas de serlo, que fueron objeto ejecuciones extrajudiciales fuera de combate, torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, regularmente en el marco de detenciones, bien fueran estas legales o ilegales. El estudio «Violencia contrainsurgente. Informe sobre violaciones a los derechos humanos atribuibles al Estado» analiza estos casos y establece tres tipos de modalidades:
En primer lugar, las torturas ejecutadas por actores no estatales que actuaban en connivencia con el Estado; en segundo lugar, las realizadas por agentes estatales durante el proceso de captura y retención o al interior de los establecimientos carcelarios; y, en tercer lugar, aquellas conductas que, aunque su catalogación como tortura puede ser dudosa, representan por lo menos tratos crueles, inhumanos o degradantes, perpetrados por agentes estatales durante el procedimiento de captura y retención o al interior de los establecimientos de reclusión[233].
El siguiente es un relato por parte de un guerrillero capturado:
Me desnudaron de pies a manos y me colgaron como cuando cuelgan un marrano, con la cabeza hacia abajo totalmente desnudo me amarraron de los pies; ahí llegó un policía bajito y me dijo: «Bueno, hermano, comenzó la terapia. Habla o habla». Me dijo: «Aquí los más hombres han hablado»; me pone una toalla en la cabeza y comienza a ensayar boxeo conmigo ahí amarrado. Calculo que la toalla la colocaban para que no quedara marcado, después de eso el hijueputa trae unas agujas y comienza a metérmelas por la cabeza[234].
Familiares de miembros del Secretariado de las FARC-EP fueron también objeto de amenazas, desapariciones forzadas y torturas, como expresaron en el siguiente testimonio:
«Pero con nosotros sí se utilizaron estrategias, secuestraron nuestros familiares, asesinaron los familiares utilizando paramilitares, y varios de los que estamos aquí sentados tenemos historias que contar de que, bueno, que por el simple hecho de ser familiares nuestros los mataron, a Timo [alias Timochenko]le mataron un hermano, varios familiares, a mí me asesinaron y descuartizaron mi hermana, que no tenía nada que ver con esto»[235].
4.4. Órdenes violentos guerrilleros y relaciones con la población civil
En el caso colombiano, el Estado ha mostrado una incapacidad o limitación a la hora de integrar ciertos territorios y poblaciones, y sus políticas de integración o presencia han sido selectivas con ciertos territorios conflictivos, y muchas veces limitadas al poder militar. Los grupos armados, aprovechando en muchos casos esta situación, controlaron, impusieron normas, regularon la vida social a través de sus principios y su capacidad de coacción y violencia en sus zonas de influencia, lo que implicó que en algunos territorios reemplazaran, sustituyeran o suplantaran las funciones del Estado.
Para que eso fuera posible, desde sus orígenes en los años sesenta y setenta y en la década de los ochenta, trataron de canalizar las demandas sociales de las poblaciones donde lograron insertarse o sintonizar con ellas. Los testimonios recogidos por la Comisión dan cuenta de vínculos políticos y sociales con la población y las organizaciones sociales en zonas de su influencia. En ese momento, los grupos guerrilleros se introdujeron y se asentaron en aquellos territorios donde convergieron los siguientes factores: el sentimiento de agravio de los campesinos y colonos derivado de los conflictos por la desigualdad en el acceso, uso y tenencia de la tierra y la inseguridad en los títulos de propiedad; y problemas de exclusión política y de estigmatización que pesaban sobre esas regiones y sus pobladores, por cuanto sus identidades y preferencias políticas no cabían en el acuerdo bipartidista que le dio fundamento al Frente Nacional.
Por su parte, los respectivos Gobiernos del Frente Nacional, las Fuerzas Militares y las élites políticas y económicas llevaron la lógica y la doctrina del enemigo interno y del «peligro comunista» hasta sus últimas consecuencias. En ese contexto, se les dio el tratamiento de «zonas rojas» a las regiones en las que se asentaron los grupos guerrilleros, considerando a la población civil como enemigo. En estas zonas, bajo la justificación de la lucha contrainsurgente, los derechos más elementales de sus pobladores se vieron suspendidos y sus habitantes fueron objeto de prácticas sistemáticas de violaciones de los derechos humanos e infracciones graves al derecho internacional humanitario, todo con el fin de acabar en los territorios con el apoyo, supuesto o real, a la guerrilla donde esta hacía presencia.
El control territorial y social, incluyendo las relaciones con la población civil que las FARC-EP configuraron en las regiones, se puede caracterizar en tres tipos. Primero, de relación cotidiana e identidad política, especialmente en aquellas regiones donde la presencia de esa guerrilla fue histórica desde los años sesenta y setenta, como, por ejemplo, el valle del río Cimitarra y la zona sur del Magdalena Medio, o en ciertas zonas de Urabá[236], el alto Ariari, El Pato y El Caguán, en los departamentos de Caquetá y Meta. En estas zonas, la guerrilla logró tener presencia y control donde convergían las identidades políticas, veredales y territoriales con las redes familiares.
Segundo, en otras regiones, de relación motivada por el pragmatismo y el oportunismo, especialmente donde hicieron presencia tardía y la relación se basó en control territorial y regulación de economías ilegales, especialmente de la coca, como, por ejemplo, en la frontera con Brasil, el bajo y medio Putumayo y en el Pacífico nariñense. Y, finalmente, de relación de oposición y rechazo frente a la presencia de la guerrilla, que fue evidente en aquellas regiones donde hicieron presencia en función de su expansión militar de mediados de los años noventa y comienzos de los dos mil. Por ejemplo, el oriente antioqueño y el occidente de Cundinamarca, entre otras muchas donde la extensión de la guerra llevó a niveles crecientes de control y violencia contra la población civil y comunidades étnicas en muchos casos.
En cuanto al EPL, siguiendo sus principios maoístas ligados a la guerra popular y prolongada, decidió insertarse en el sur de Córdoba, donde las disputas por la tierra generaban inconformidad en los campesinos, que facilitaban su trabajo político y social[237]. Por su parte, el control territorial y social del ELN también tuvo variaciones. Con el cambio de rumbo y la nueva dirección en los años ochenta, en cabeza de Manuel Pérez y Nicolás Rodríguez, alias Gabino, las estrategias de articulación con la población civil pasaron por la vinculación, infiltración o cooptación de las agendas reivindicativas de los pobladores en torno al incumplimiento estatal de ciertas políticas y las demandas de integración y reconocimiento de estos, que contrastaba con las enormes dificultades de la etapa fundacional. Luego de esta vinculación más o menos pacífica en los años ochenta, se pasó a momentos de alta tensión y quiebre en los años noventa, por cuenta de los objetivos armados del ELN y las formas de explotación de recursos de sus estructuras.
La construcción de esas formas de presencia armada y control sobre la población y el territorio implicó la regulación de las actividades económicas de las comunidades, además de la injerencia en la resolución de los conflictos de la vida comunitaria. Todo ello afianzó el modo militarista de afrontar los problemas y la imposición de las armas, a veces de forma brutal con castigos o ejecuciones. El caso del municipio de Topaipí en el occidente de Cundinamarca, donde hizo presencia el Frente 22 de las FARC-EP desde los años ochenta, es ilustrativo de la rápida transformación de un orden, al principio aceptado, pero que luego sería rechazado por los abusos de la guerrilla. Un habitante de la región, en su testimonio ante la Comisión, afirmó:
«[E]llos explicaban todo eso de la revolución y todo eso que por qué venían, si nos parecía bien esto que estaba haciendo el Gobierno, los grandes terratenientes que explotaban a la gente, que todo eso, [...] pero después no, ya no, yo ya me vine de allá y ahí se fueron como expandiendo y así a los grandes finqueros y eso, empezaron a hacer pagar a la gente un salario, y los sábados y los domingos que no se pagaban [...] reconocerle la semana completa y como hacerle reconocer los derechos. [...]
»[El conflicto empezó] porque la gente ya se empezó a cansar, ya empezaron los abusos, a pedir plata por todo, por ejemplo, ya se paraban a la entrada del pueblo y que, si usted traía una carga de naranja, de caña o de panela, entonces tocaba darles la mitad a ellos, que si ganado, que los que tuvieran carro les tocaba dar una cuota que por el transporte, y que tenían que colaborar»[238].
En la construcción de estas formas de presencia y control violento fueron frecuentes altos niveles de violencia y constreñimiento. En el sur del país, un colono relató así las amenazas de que fue víctima por no querer involucrarse con la coca:
«Me dijeron la guerrilla que sembrar coca [...]. Digo: “No, yo no estoy acostumbrado a eso”. Dijo: “Vos salís cargado de dos racimos de plátano, llegas sudadito al pueblo pa' vendérselo [...]”. “Y vos sembrás coca” decía. “Si acaso un kilo lo llevas en un talego ahí”, dijo. “Lo llevas ahí en la mano y vas a recibir dos millones, tres millones de pesos. Le dije: “No, señor, [...] yo me gusta trabajar lícitamente, no”. Porque si yo salgo al mercado con la arroba de yuca o arroba de maíz no tengo peligro, pero si salgo con coca me cogen, me voy a la cárcel, se queda mi familia sola. Entonces me dijo: “[...] si no vas a obedecer, te vuelas de aquí ya. Y al hijo tuyo lo llevamos al lado de nosotros, y ustedes quedan por ahí tirados”. [...] Entonces nosotros dijimos: “¿Cómo vamos a hacer eso? Que se quede todo y mejor vámonos”. Así fue que estábamos, no teníamos plata [...] cogimos en un canasto unas ocho gallinas y nos volamos, y la ropita no más. [...] Nosotros pa' que no se vaya el hijo a la guerrilla, salimos»[239].
Para entender la permanencia en el tiempo de las guerrillas en sus zonas de influencia, conviene analizar las estrategias que adoptaron, por ejemplo, las FARC-EP, para interactuar con civiles, los procesos organizativos, sus reivindicaciones y el tipo de presencia estatal[240]. La presencia y control armado más consolidados fueron instaurados en zonas de colonización y marginales en las que los lazos sociales empezaban a tejerse y no había estructuras de autoridad definidas. Por el contrario, en zonas donde ya había autoridad, bien sea estatal o de comunidades étnicas, y una cohesión comunitaria, la instauración de un orden violento insurgente se dificultó, como sucedió en el Cauca. Tal fue el caso de la Asociación de Consejos Comunitarios del Norte del Cauca, donde la población ya tenía establecidas formas de regulación y autoridades autónomas, por lo que la inserción de los grupos insurgentes implicó daños económicos y culturales a las comunidades:
La presencia de las FARC-EP y la confrontación armada por más de tres décadas contra el Estado en diversas regiones del norte del Cauca ocasionó daños en la estructura económica y cultural de las comunidades negras. Bajo el fragor armado se fracturaron los ciclos de producción para la subsistencia, establecidos por la agricultura, la pesca y la minería. Asimismo, se produjeron rupturas del tejido social de los territorios colectivos y sus formas organizativas propias, volviéndonos más vulnerables a influencias foráneas y alterando sus costumbres ancestrales[241].
La forma de insertarse inicialmente fue a través de la presencia por la preocupación por temas de la gente, luego imposición de las órdenes sociales con fusil en mano y la imposición militar obligando a la población a hacer tareas funcionales a su guerra, exponiendo a la gente frente a sus contrarios. Esto se pudo hacer más fácil por falta de presencia del Estado. La tensión entre los intentos de cooptación de las organizaciones sociales y el reclamo de estas de su autonomía, con lo cual eran considerados como gente poco fiables o enemigos, fue muy frecuente con las comunidades indígenas.
4.4.1. Casos ilustrativos: entendiendo la inserción local
Cuatro casos son ilustrativos de las diferencias entre los órdenes violentos de las guerrillas y de los diversos niveles de legitimidad y coacción que alcanzaron, según los momentos de la guerra y las dinámicas territoriales: i) la colonización cocalera de los años ochenta, que permitió la inserción, asentamiento y expansión de las FARC-EP en el medio y bajo Caguán; ii) la inserción de las FARC-EP en los años noventa en Taraira, en la frontera con Brasil, donde la presencia de esa guerrilla fue más esporádica y estuvo más bien en función de sus objetivos militares; iii) el orden violento que establecieron las FARC-EP con la población civil antes y durante la zona de distensión en el contexto de los diálogos del Caguán; y iv), el caso de la presencia histórica del ELN en la región del Sarare en Arauca.
Caracterizar estas formas de presencia y relación es importante para entender los retos de la reconstrucción de la convivencia en muchas regiones, así como para comprender los mecanismos que muestran esta influencia y los desafíos para impulsar la construcción de paz desde diferentes territorios. En estas regiones donde la influencia fuerte se dio desde hace décadas, en contextos de baja presencia estatal, especialmente de un Estado social y civil que entendiera los problemas de la región y las comunidades, y donde la respuesta del Estado fue en general mayor militarización, con violencia que afectó a la población civil, se dio mayor distancia y desconfianza con las autoridades.
Colonización cocalera en el medio y bajo Caguán
En Peñas Coloradas, un pueblo que se estableció en 1983 en el bajo Caguán por familias provenientes de Huila, Tolima, Cauca, Valle y Santander que venían huyendo del hambre y de la Violencia, las FARC-EP lograron consolidar un orden contraestatal y se insertaron de manera efectiva en el territorio. En efecto, para los pobladores de Peñas Coloradas, la configuración de ese orden violento guerrillero fue el resultado del abandono estatal y el interés de la guerrilla en consolidarse como la autoridad de la región. La autoridad en Peñas Coloradas y en otros centros poblados de Cartagena del Chairá fue detentada por dos instancias: la primera, las juntas de acción comunal, como en otros territorios del país, y la guerrilla como máxima instancia de decisión. Así, algunos asuntos eran resueltos por la junta, pero de todas maneras la última y máxima autoridad era la guerrilla.
Al ser una zona cocalera, las FARC-EP se financiaban allí a partir del cobro de un impuesto a los compradores de pasta base de coca. La actividad reguladora de la guerrilla permitió impulsar un proceso de reorganización del mercado que consistió en la eliminación de la intermediación de los compradores, conocidos como lavaperros, que evadían el pago del impuesto, promovían la prostitución de niñas y estafaban a los campesinos. Este proceso aseguró a la guerrilla la favorabilidad de la población, ya que permitió un mayor margen de ganancia para la organización y los campesinos, y favoreció el mejoramiento de condiciones de vida a partir de la construcción de infraestructura e incentivos a la ganadería. Para esto último, la guerrilla estableció un acuerdo con la población según el cual un porcentaje del dinero recolectado sería destinado a obras que beneficiaran a la región: carreteras, infraestructura educativa y de salud y promoción de la economía ganadera.
Inserción de las FARC-EP en Taraira
En contraste, la economía de Taraira -que giraba en torno a la minería (yacimientos de oro), la pesca y la explotación forestal- y su poblamiento estuvieron marcados por la economía extractivista minera, que atraía trabajadores y trabajadoras masivamente. La llegada de las FARC-EP al territorio se dio en el marco de la expansión de frentes en desarrollo del Plan Estratégico. El control ejercido en Taraira tuvo un énfasis económico con el establecimiento del impuesto que se efectuaba en oro, de acuerdo con la producción general. Un poblador señaló: «Ellos tenían creo que un tope, creo que era por cada minero que había, que trabajaba, cobraban como 40 o 50 gramos de oro mensual, y habíamos más de 500 mineros, claro, era muchos mineros»[242].
Desde el comienzo la guerrilla trató de imponer las normas de convivencia, ya que la falta de orden y control característica de las zonas de colonización que escapan a la regulación estatal, implicaba que los conflictos fueran resueltos de forma violenta: «Todos llegaban armados, pero esto lo controla rápidamente las FARC, que les quita las armas y monopoliza el uso de las armas»[243]. Las normas incluían la prohibición de peleas, robos, consumo de drogas, estafas. Esto daba sensación de seguridad a la población, por eso había un sentido de agradecimiento hacia la guerrilla: «Sí, ellos tenían el orden, ellos nos protegían... hacían también reuniones de nada de robo, nada de estar robando a nadie, porque el que robaba.»[244].
La situación cambió hacia 2002, cuando las FARC-EP impusieron un tipo de relación con la administración municipal a través de la cual se apropiaban de manera ilegal, de buena parte del presupuesto. Según una entrevista colectiva realizada por la Comisión de la Verdad, la guerrilla obligaba al alcalde a darle contratos y ponía a trabajar a los pobladores en la construcción de obras civiles como canchas, adecuaciones de la pista, puentes, pero se quedaba con el dinero asignado por la alcaldía para el pago a los trabajadores[245]. Más grave aún, entre 2002 y 2003, la guerrilla impidió que los concejales pudieran aspirar a las elecciones y expulsaron a los funcionarios del gobierno municipal y quemaron las urnas. En Taraira fue clara la transformación del orden guerrillero: durante la primera etapa, la autoridad guerrillera tenía legitimidad entre la población por su aporte a la seguridad y la reducción de la violencia; pero en la segunda etapa hubo comportamientos autoritarios rechazados, como la imposición de trabajo sin remuneración en obras civiles y, posteriormente, agresiones contra algunos pobladores y la restricción de las actividades políticas.
Orden violento en la zona de despeje del Caguán
Los diálogos del Caguán terminaron por imponer drásticos cambios en la presencia y relación de las FARC-EP con la población y los territorios. La creación de la zona de despeje -San Vicente del Caguán en Caquetá, y La Uribe, Mesetas, La Macarena y Vistahermosa en Meta - en 1998 implicó el retiro de la presencia judicial y militar en los municipios allí ubicados para brindar garantías y condiciones para el diálogo y facilitar la negociación con las FARC- EP. Pero hay que resaltar que, desde antes, la guerrilla era ya parte del paisaje y para muchos de los testimoniantes ante la Comisión de la Verdad, cuando comenzó el despeje, «ya estábamos despejados»[246]. Estos municipios eran su retaguardia estratégica, sus territorios liberados y autónomos[247].
Sin embargo, también es importante tener en cuenta que ni la guerrilla tenía consolidada la región que fue despejada ni tampoco el orden estatal fue hegemónico. Durante los tres años que duraron los diálogos, los pobladores de la zona se vieron sometidos a vivir en medio de una regulación de las instituciones estatales precaria y del orden de la guerra impuesto sobre el territorio por las FARC-EP. Las fronteras de la zona se ampliaron con los «despejes paralelos», pues en Lejanías, El Castillo, Puerto Lleras y Puerto Rico, en Meta, así como en Cartagena del Chairá y Puerto Rico, en Caquetá, se redujo la presencia militar. Incluso en El Retorno, Calamar y Miraflores, en Guaviare, territorios de fuerte presencia de las FARC-EP, se trató de crear el experimento piloto de la idea de un Estado dual, por cuanto allí se crearon las Asambleas de Poder Popular en cada barrio, vereda, localidad y municipio, que contaban con responsabilidades de organización de la población, propaganda, recreación, cultura y deporte, finanzas, obras y desarrollo, educación, control y registro, transporte e infraestructura vial y defensa[248].
Pero la decisión de impedir cualquier presencia o actuación de las autoridades estatales, incluidas las locales y regionales, implicó el aumento de las tensiones con los pobladores, ya que para los habitantes de esas zonas una de sus reivindicaciones centrales era la presencia más efectiva del Estado y su incorporación en igualdad de derechos a la vida política y económica del país. Estas reivindicaciones chocaban con la idea de las FARC-EP, que ahora enfatizaban en un control más militar de los territorios, donde la presencia de programas o autoridades estatales no era pertinente para su relacionamiento con la población y su control del territorio. Por ejemplo, en municipios como Vistahermosa, en donde no había hegemonía de la guerrilla ni del orden estatal inicialmente[249], el vacío dejado por las instituciones del Estado facilitó el afianzamiento del control insurgente. En numerosos testimonios se muestra la relación entre el orden impuesto y los castigos severos, incluso la muerte, para quienes violaran las reglas.
«Yo pude identificar que la relación entre guerrilla y civiles es buena aquí en Vistahermosa [...] Se tomaba mucho, pero ellos tenían unos horarios y tenían que respetarse, y sobre todo en esas veredas no se podía agredir a otro, los negocios tenían que respetarse como se pactaban, no se podía robar, quien se robara un animal era la muerte, lo desaparecían, lo mataban, lo botaban al río, no había un violador, no se podía ir a abusar de un niño, todas esas normas las tenía la guerrilla. Porque si algo había y yo doy fe de eso, es que usted como mujer podía quedarse sola en el monte, en una finca ocho, quince, veinte días, y nadie se atrevía a tocarla, o con una niña, eso no existía porque se sabía que el que atentara contra eso se moría».[250]
Numerosas formas de violencia contra la población se dieron en ese escenario y las perspectivas que los pobladores tienen de lo acontecido son diferentes. Así, para una pobladora de Vistahermosa: «Eso fue un secuestro, es que yo siempre he dicho que Vistahermosa debe ser reparada colectivamente por haber sido secuestrados, no podíamos hacer nada sin autorización de la guerrilla»[251].
Las condiciones políticas y las tensiones a raíz de las características político-militares de la ocupación de las FARC-EP de los territorios que conformaron la zona de despeje se vieron especialmente reflejadas en la expulsión de funcionarios públicos y judiciales, así como en la reiterada negativa de esa guerrilla a la presencia del Estado en las regiones bajo su control. Tras el fin del despeje, la intensificación del conflicto en la zona impactó en las dinámicas cotidianas de las comunidades y el funcionamiento de los gobiernos locales.
«Sí. Demasiado impacto: le tocó irse a la administración de aquí. Eso después del despeje, pues metieron una bomba. Se metieron por ahí por la orilla del río, por la alcantarilla metieron una bomba y tumbaron la Alcaldía. Entonces, al tumbar la Alcaldía, pues la mayoría de los funcionarios se fueron para Florencia. La única que me quedé trabajando acá fui yo, aquí. Aquí en esta casita trabajé en la parte educativa porque yo era la coordinadora de educación, y aquí manejaba a todos los maestros: hacían una fila allá abajo, por donde me mandaban los cheques, y me tocaba entregárselos a ellos ahí, pero desde aquí manejamos la educación. Y pues yo fui la única que no me fui por lo que, a pesar de los problemas que había tenido la Alcaldía, no tuve problemas así que digamos. Por la forma mía de ser, con la gente misma, o sea, con mis compañeros de trabajo, no hubo problema»[252].
Los diálogos del Caguán se convirtieron en un importante punto de inflexión para la transformación de los órdenes violentos que las FARC-EP habían construido en sus zonas de retaguardia en el sur del país, por dos factores principales: de un lado, por las acciones desmedidas de esa guerrilla en la zona de distensión y sus regiones contiguas; y de otro lado, por la decisión del Estado de recuperar a sangre y fuego la zona despejada y la incursión de grupos paramilitares.
La presencia histórica del ELN en el Sarare
El ELN, desde los años setenta y comienzos de los ochenta, logró consolidarse en Arauca y establecer un orden autoritario alternativo al del Estado en el contexto de las movilizaciones campesinas ante los incumplimientos del Estado frente a las políticas de parcelación[253]. Este proceso no se puede entender sin la dinámica de configuración territorial del Sarare, con la acción colonizadora que se dio a partir de 1956, con acento en las zonas de lo que hoy son los municipios de Saravena, Tame, Arauquita y Fortul. En su mayoría, los colonos provenían de Norte de Santander, huyendo de la violencia bipartidista y en busca de tierra[254].
En el Sarare, el Estado incentivó en esa época el proceso de colonización, dirigida, primero, por la Caja Agraria (1956), y luego por el Instituto Colombiano de la Reforma Rural (Incora), con el apoyo del Banco Mundial[255], bajo el proyecto denominado Arauca 1. Los liderazgos formados en este proceso, sumados a la respuesta represiva estatal, enmarcan los inicios del Domingo Laín y posteriormente del Frente de Guerra Oriental. Esta estructura insurgente crece y se entrama con las necesidades del territorio y la población civil[256].
Este contexto permitió al ELN ofertar y regular formas de tramitación y control a los habitantes rurales y de los nacientes cascos urbanos del Sarare[257]. Estas normas fueron legitimadas con la creación -algunas veces de forma consensuada con las comunidades y otras no- de manuales de convivencia que estandarizaron las faltas y castigos de acuerdo con la infracción. Este poder social, más el descubrimiento del petróleo y la elección popular de alcaldes en los años ochenta de la mano de algunas redes políticas liberales, le permitieron al ELN tener la hegemonía en el Sarare y configurar un entramado de alianzas que se reforzó entre sí: su relación con las comunidades se vio potencializada con el poder político (redes liberales) y económico (petróleo), y, a su vez, estos dos últimos ámbitos reforzaban su papel, al irrigar y beneficiar a las comunidades con las rentas petroleras «como cualquier otra maquinaria política del bipartidismo tradicional»[258] [259].
Algo parecido hizo esta guerrilla en otras zonas del país. En el Bajo Cauca influenciaron y regularon las explotaciones y organizaciones de campesinos y colonos mineros[260]. En Cauca trabajaron de la mano del campesinado andino que se fue asentando en el piedemonte y que estaba en tensión con las comunidades negras e indígenas[261]. En el Cesar y La Guajira buscaron incidir en los pliegos de peticiones de los trabajadores palmeros, de los campesinos expropiados por El Cerrejón y sobre las comunidades indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta[262]. En Catatumbo buscaron tener incidencia en las demandas de las familias colonas, de los obreros petroleros y de la gente que huyó del mundo andino por la Violencia[263], Las demandas eran por la formalización de las propiedades, un trato menos militarizado y la provisión de una mejor infraestructura y servicios básicos. Finalmente, en el caso del sur del Bolívar, tuvo un papel relevante organizando el proceso colonizador y la explotación aurífera[264].
En conclusión, la inserción de los grupos guerrilleros en los territorios a que se ha hecho mención y la posibilidad que tuvieron de mantener su presencia y posteriormente configurar órdenes violentos se debió, además de su propia capacidad organizativa y control armado, sobre todo a la incapacidad del Estado para ganarse la confianza de los pobladores y ser considerado legítimo, para tramitar por la vía pacífica los conflictos sociales, políticos, económicos y ambientales de esas comunidades. Esta situación de escasa legitimidad y capacidad de regulación ha sido un factor de persistencia del conflicto que explica la posibilidad de que grupos armados distintos al Estado hayan podido suplir sus funciones en algunos territorios.
4.5. Entramados guerrilleros, partidos políticos y movimientos sociales
La guerra en Colombia no se ha dado solo entre los aparatos armados, sino que también ha involucrado a diferentes sectores de la población. Para las guerrillas, tener relación con diferentes sectores de la población civil ha sido parte central de su modo de actuación y de sus estrategias. Para ello configuraron redes de relaciones más o menos estables que involucraron a diferentes sectores sociales, económicos y políticos, ya fuera que compartieran el proyecto revolucionario, se sintonizaran con los reclamos sociales de las comunidades o se relacionaran a través de la coacción y el compromiso en vínculos estables funcionales a la guerra.
En sus orígenes, las guerrillas se sumaron a demandas sociales existentes y, en otros casos, trataron de influir en el campesinado y sectores populares; también, por su misma composición y concepción política, procuraron entablar lazos políticos con las organizaciones sociales y las comunidades. En general, conforme se extendió y se alargó en el tiempo el conflicto armado, estas relaciones se fueron haciendo cada vez más autoritarias y devinieron en numerosas ocasiones en confrontación y disputas cuando se quisieron imponer por la fuerza de las armas.
Estas dinámicas han sido bastante cambiantes de acuerdo con los tiempos de la guerra, pero también variaron de organización a organización, en función del territorio y de acuerdo con diversos procesos en distintas escalas (internacional, nacional y local). En términos ideológicos, las guerrillas han tratado también de aumentar su influencia no solo mediante las dinámicas militares, sino políticas y sociales, buscando influenciar a diferentes movimientos sociales, comunidades o pueblos, ya sea por compartir elementos ideológicos, por reivindicar luchas sociales o imponiendo órdenes violentos.
Entender esta superposición de luchas no significa identificar a los sectores que hacen demandas sociales con las guerrillas ni establecer un vínculo entre ellos, cuestión determinante para estigmatizar a los movimientos sociales o políticos, o a los sectores de diferentes comunidades campesinas y étnicas, fundamentalmente. Este señalamiento, de hecho, ha llevado a recurrentes violaciones de derechos humanos, persecución, masacres, ejecuciones extrajudiciales, en una visión del enemigo interno que ha criminalizado por décadas a los movimientos y organizaciones sociales. La falta de entendimiento de esta cuestión ha llevado a la búsqueda de soluciones militares que constituyeron una forma de reforzar la dinámica del conflicto armado.
Las guerrillas han intentado cooptar organizaciones para tener apoyo, recursos o influir en sus demandas para ganar poder político. Estas dinámicas han sido distintas en diferentes momentos históricos o grupos armados y han estado sometidas a múltiples contradicciones políticas o étnicas. Mientras algunas guerrillas intentaron a través de su actuación militar tener legitimidad social con golpes de efecto audaces o ataques contra sectores económicos importantes en áreas urbanas, como el M-19 en los años setenta y ochenta -que también fue autor del asalto armado al Palacio de Justicia en 1985-, otras como las FARC-EP, el ELN o el EPL desarrollaron sus bases de trabajo en áreas rurales más desprotegidas, donde mantuvieron durante años una relación estrecha con la población y el territorio, justamente debido a su presencia cotidiana.
Los cambios de las relaciones entre la movilización social y las insurgencias tuvieron momentos, lugares y maneras distintas de expresarse de acuerdo con los involucrados: no siempre se dio por imposición, ni tampoco hubo una relación simbiótica. Hubo debates, tensiones y también muchas resistencias en las relaciones de partidos políticos de izquierda, movimientos políticos o sociales, procesos comunitarios y organizaciones de base con las insurgencias frente a los intentos de influencia, todo por mantener su espacio y trabajo civil fuera de la guerra. Por ejemplo, el M-19 secuestró a Raquel Mercado en 1976 y lo asesinó después de un supuesto «juicio popular», mostrando injerencia autoritaria y crueldad en un intento de bloquear opositores y controlar movimientos sociales. Si bien ese no fue su patrón de actuación y reconocieron este hecho posteriormente, muestra tendencias autoritarias de movimientos guerrilleros que llevaron a cabo numerosas acciones mezclando las armas en las luchas políticas, lo que llevó a mayor violencia y prolongación de la guerra a través de múltiples mecanismos e interacciones.
La inicial simpatía e incluso apoyo de algunas organizaciones sociales y estudiantiles y partidos de izquierda legal hacia la lucha armada, resultado de la exclusión social y política, y la identidad de algunas comunidades campesinas con los grupos insurgentes, se fueron transformando en distanciamiento, reclamo de autonomía y abierta crítica a las armas conforme se intensificó la confrontación. Mientras el llamado de las organizaciones y comunidades era a sacar la guerra de la vida cotidiana y sus luchas sociales, la acción de las guerrillas para intensificar el conflicto se dirigió en sentido contrario, lo que aumentó los enfrentamientos y la violencia contra la población civil. A partir de la década de los ochenta, los lazos políticos de las guerrillas con las organizaciones sociales y las comunidades se transformaron en imposición, amenazas e intentos de control mediante violencia. En especial a partir de mediados de los años noventa, la actuación de las guerrillas se dirigió no solo a combates con las Fuerzas Militares o grupos paramilitares, sino que llevó a la destrucción de infraestructura pública y de pueblos, y luego a la victimización de los movimientos y organizaciones sociales que se opusieron a su control.
Conforme se dio una agudización del conflicto armado, los movimientos sociales, los partidos políticos y la movilización de la sociedad civil afirmaron su independencia y autonomía, exigiendo, de forma cada vez más explícita, no ser involucrados en las hostilidades. El respeto de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, la búsqueda de la paz y la presión para que los respectivos Gobiernos y las guerrillas se sentaran a buscar una salida política y negociada al conflicto armado han sido parte de las banderas de las organizaciones de la sociedad civil, comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, movimientos de mujeres, sindicatos y otros muchos grupos. La falta de comprensión por parte del Estado y la fuerza pública de estas agendas ha llevado a que todos esos grupos sean señalados como parte de ese enemigo interno y acusados de tener influencia de los grupos armados. Las violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH no han hecho más que generar desconfianza de la población y las organizaciones. Entender estas relaciones y llevar a cabo políticas que amplíen el espacio civil incluso en medio del conflicto, fueron y siguen siendo en la actualidad apuestas clave para la construcción de la paz.
La negación de la autonomía de movimientos y luchas sociales y los intentos de control por parte de guerrillas han sido en parte utilizados para justificar los ataques por parte de agentes del Estado o de los paramilitares, y también estas respuestas utilizadas para reforzar el intento de control de las guerrillas. La Comisión insiste en que las afinidades políticas y simpatías ideológicas no significan pertenencia ni subordinación a las estructuras guerrilleras, y que no hay justificación alguna para la estigmatización, la persecución o la eliminación de los miembros de movimientos políticos y sociales. El Estado de derecho funciona investigando las posibles conductas delictivas, según estándares internacionales, la propia Constitución y las leyes y jurisprudencia de las altas cortes, por lo que es el derecho y no los actores de la guerra quien tiene el deber de investigar acusaciones o señalamientos. La restauración de la confianza y la convivencia en los territorios todavía pasa por estas premisas en la actualidad.
Del lado de las guerrillas, la persistente intención de infiltrar, influir o instrumentalizar la movilización social y la protesta ciudadana para ponerla en función de sus objetivos políticos y militares fue parte de su modus operandi, pero también volvió vulnerables los procesos sociales y aumentó los desafíos que tuvo que enfrentar el movimiento social para exigir sus derechos en medio del conflicto armado. La Comisión hace un llamado a este reconocimiento y a que se respete por parte de los diferentes grupos insurgentes aún activos esta independencia, así como las demandas y propuestas desde las víctimas, las comunidades afectadas y los movimientos sociales.
Varios ejemplos dan cuenta de esas dinámicas contra los movimientos sociales en diferentes épocas. En primer lugar, los paros del nororiente en 1987 y 1988 promovidos por varias organizaciones sindicales, campesinas y políticas agrupadas en la Coordinadora Popular del Nororiente, que, en un escenario de estigmatización, represión y militarización de la protesta social por parte del Estado, de expansión de los grupos paramilitares e infiltración e instrumentalización por parte de los grupos guerrilleros, terminaron en los hechos conocidos como las masacres de La Fortuna y Llana Caliente, ilustrativos de la complejidad de las relaciones que se establecieron entre la movilización social, las dinámicas del conflicto armado y los retos a los que se enfrentó el movimiento social para reclamar su autonomía y no terminar siendo víctima de la violencia en medio del conflicto armado.
Sobre el primer hecho, el 24 de mayo de 1988, en la Inspección de Policía Departamental La Fortuna, del municipio de San Vicente de Chucurí, Santander, donde el día anterior en horas de la madrugada habían sido bloqueados por tropas del Batallón Nueva Granada unos cinco mil campesinos que se disponían a marchar hacia Bucaramanga, los manifestantes fueron atacados. Murieron asesinados seis campesinos, entre ellos una niña de seis años. También resultaron desaparecidos seis campesinos más y cerca de 200 fueron detenidos[265]. En los hechos también perdieron la vida un cabo segundo y un soldado del Ejército.
La segunda masacre se presentó en el sitio de Llana Caliente, en San Vicente de Chucurí el 28 de mayo de 1988, donde las unidades militares impidieron el paso hacia Bucaramanga bloqueando desde el 23 de mayo la vía con palos, alambradas y cercas eléctricas a cerca de cien buses que transportaban alrededor de 3.000 campesinos provenientes de diferentes veredas de San Vicente y El Carmen. Esta movilización fue impulsada por ¡A Luchar![266]. Aunque el saldo de las víctimas sigue siendo indeterminado, es claro que se presentaron decenas de heridos, mutilados, desaparecidos y varios muertos. Gracias a información entregada a la Comisión de la Verdad[267], se pudo establecer el asesinato de por lo menos trece campesinos y ocho miembros del Ejército, entre ellos el teniente coronel Rogelio Correa Campos, cuyo nombre fue retomado por unas estructuras paramilitares que actuaron posteriormente en la región de Chucurí y por un desertor de la guerrilla.
En segundo lugar, también son ilustrativos de la victimización del movimiento social en medio del conflicto los dramáticos hechos acaecidos en el eje bananero en Urabá a comienzos de la década de los noventa. Allí se desató una guerra, barrio por barrio, finca por finca, que enfrentó a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá (ACCU) -con fuerte control de Córdoba y parte de Antioquia que se extendía ahora a Urabá- con los milicianos de las FARC-EP y los comandos del EPL en una disputa en la que se imbrican la lucha por el territorio y el control de la población, y el enfrentamiento por el control de los sindicatos y de la política local y regional.
El resultado y desenlace de esa disputa entre las FARC-EP y el EPL y de la implantación paramilitar liderada por el narcotraficante Fidel Castaño no pudo ser más negativo para la democracia y el movimiento social: se produjo el desvertebramiento de lo que fue, en su momento, el mayor movimiento sindical agrario de Colombia, que pasó de una actitud contestataria a un sindicato corporativo, mientras en Urabá se consolidó el control narco-paramilitar, se atacó a la UP con la reversión electoral de la izquierda y se paralizaron las movilizaciones sociales en medio de un clima de terror y control.
Otro ejemplo de ataque a los movimientos sociales lo constituyen las multitudinarias marchas de los colonos cocaleros en el sur del país de 1996, que enfrentaron la represión estatal y el intento de instrumentalización de las guerrillas. Las marchas campesinas cocaleras condensaron los problemas de larga duración que el país ha acumulado en la Amazonía occidental: básicamente, el problema agrario no resuelto en la región Andina que se intentó solucionar con la colonización y que encontró en la coca la solución a la constante precariedad de las economías colonas. Precisamente en ese malestar acumulado se insertan las FARC-EP como el actor capaz de regular la economía cocalera. Sin embargo, una cosa eran los objetivos de los campesinos al demandar mayor integración al Estado, desde su propia autonomía y proyecto colectivo, y otra las pretensiones de las FARC-EP de construir un orden contraestatal aprovechando las movilizaciones.
La discusión sobre estas marchas planteó el debate nacional del lugar del campesino cocalero en el conflicto armado. Por un lado, en medio de la polarización y el riesgo que tienen esos señalamientos, por algunos se concibió toda movilización campesina como un instrumento de las FARC-EP. Por otro lado, se ha negado la incidencia de las FARC-EP en dichas movilizaciones. En esos momentos surgieron voces que mostraron la complejidad de la situación, como la de Alfredo Molano, quien en un debate que se realizó en el Congreso de la República a propósito de las marchas en 1996 manifestó:
La gente tiene una vieja relación con la guerrilla, la guerrilla fue una institución de orden, es una institución de autoridad, que se beneficia naturalmente del cultivo de la coca, todos sabemos que la guerrilla cobra un gramaje a los comerciantes de coca y los campesinos cuando los precios están altos. La guerrilla tiene intereses políticos en la movilización, pero me niego a pensar, me niego a creer que viendo los campesinos y los colonos que están siendo atacados en sus intereses legales o ilegales, no importa, pero son sus intereses, necesitan un organizador de ese movimiento; ese movimiento en realidad responde a aspiraciones legítimas no importa si son legales o ilegales en este momento, pero son aspiraciones e intereses legítimos de la gente. La guerrilla está ahí, la guerrilla apoya, pero la guerrilla no se puede oponer tampoco [...] Si la gente sale a las manifestaciones es incapaz de oponerse, como fue incapaz de imponerse al cultivo de la Coca[268].
La Comisión de Verdad enfatiza que, más que la discusión sobre la infiltración de las FARC- EP en las marchas cocaleras de 1996, se trató más bien de la emergencia de un sujeto político representado por los colonos cocaleros que demandaban un tratamiento diferente al punitivo que el Estado le ha dado al problema de los cultivos de uso ilícito, situación de estigmatización y represión que aún persiste, como lo evidencian los siguientes casos: la masacre de siete campesinos cocaleros a manos de miembros de la fuerza pública en medio de una protesta contra las acciones de erradicación forzada en El Tandil, Tumaco, en el departamento de Nariño, el 5 de octubre de 2017; los enfrentamientos entre fuerza pública y campesinos cocaleros en el Guaviare y Catatumbo en los años 2021 y 2022; así como la reciente masacre de once personas, entre campesinos e indígenas cocaleros, realizada por las Fuerzas Militares en medio de un bazar comunitario en la vereda Alto Remanso de Puerto Leguízamo, Putumayo, en abril de 2022, sobre la que las autoridades señalaron inicialmente que se trató de un enfrentamiento armado contra disidencias de las FARC-EP.
4.5.1. Izquierda política y guerrillas: más allá de la llamada combinación de todas las formas de lucha
En su gobierno, el presidente Belisario Betancur (1982-1986) puso en marcha un proceso de paz que reconoció las causas objetivas de la violencia, impulsó el diálogo con las guerrillas y admitió la necesidad de importantes reformas políticas como la elección popular de alcaldes. Sin embargo, enfrentó la más fuerte resistencia y oposición de los poderes locales y regionales, los gremios, los mandos militares y sectores de la clase política. En ese contexto, como parte de los acuerdos de Uribe con las FARC-EP, se creó la Unión Patriótica (UP), que logró elegir catorce congresistas y dieciocho diputados en once asambleas departamentales, y 335 concejales en 187 concejos. La UP protagonizó un importante éxito electoral, directamente proporcional a la violencia que los diferentes grupos paramilitares con las Fuerzas Militares, los narcotraficantes y las élites locales ejercieron contra esta agrupación política, especialmente en regiones como Urabá, Magdalena Medio y los departamentos del Meta y Caquetá, así como en el nordeste antioqueño, entre otras zonas, donde el nuevo partido amenazaba las mayorías electorales de los poderes políticos establecidos[269].
La Comisión de la Verdad y la Justicia Especial para la Paz (JEP) determinaron 8.300 víctimas de todas las violaciones, incluyendo atentados, torturas, desplazamiento forzado, amenazas o violencia sexual, entre otras, que tuvieron la intención de destruir a la UP. De ellas, 5.733 fueron muertos y desaparecidos, es decir, el 60 % de las violaciones cometidas contra miembros o simpatizantes de dicho partido, lo que muestra una proporción de violencia letal orientada a acabar con el grupo político. No hay en la historia de Colombia ni en el mundo otro partido que haya sufrido un nivel de victimización similar. La violencia perpetrada contra los miembros de la Unión Patriótica fue un genocidio político y fue determinante para el regreso de las FARC-EP a la lucha armada y el refuerzo de la guerra durante las siguientes décadas.
El Partido Comunista y las FARC-EP jugaron un rol central en la conformación del nuevo movimiento, como parte de una salida política al conflicto armado. La UP estuvo conformada inicialmente por guerrilleros en tránsito a la vida civil, miembros del Partido Comunista e integrantes de otros partidos y grupos políticos diversos. En la contienda electoral y la lucha política, sus alcaldes, concejales, congresistas y senadores hicieron política, y, como señaló Rita Ivon Tobón, exalcaldesa por la UP de Segovia, Antioquia, donde ocurrió una de las masacres de mayor resonancia en 1988:
«No éramos ingenuos, creíamos en la democracia, simplemente. Como ciudadanos creíamos en la democracia y en que en el resto del país los detentadores del poder iban a respetar la decisión de la democracia mediante las urnas [...]. Ejercieron sobre nosotros presión y tortura psicológica, enviándonos amenazas constantes en las que nos daban 72s horas para abandonar el país o, si no, nos mataban o asesinaban a nuestros hijos. Esto llevó a que me recluyera en mi casa y no volviera a salir hasta el momento de la posesión. Recuerdo que ocho días antes las amenazas fueron peores: hombres armados circulaban por todo el pueblo amenazando, creando una tensión en la población. El mismo cura párroco se desplazó varias veces a mi casa disfrazado, para que no lo reconocieran, para decirme: “No vaya a salir que hay mucha gente en las dos esquinas de su cuadra”»[270].
El debate público y académico sobre la llamada combinación de todas las formas de lucha ha sido un tema enconado. Para unos sectores se trata del «pecado capital» de los comunistas colombianos y enfatizan en la responsabilidad histórica y política que le cabe a las FARC- EP y al Partido Comunista por desarrollar dichos planteamientos.[271]. Con esta excusa, algunos sectores políticos, las Fuerzas Militares y el paramilitarismo justificaron el genocidio de la UP.
Mientras, para el Partido Comunista y las FARC-EP, la combinación de todas las formas de lucha, que implicaba el desarrollo simultáneo de la acción política legal del partido y la lucha armada de las FARC-EP, fue la adecuación de los postulados ideológicos y doctrinales del marxismo-leninismo a las condiciones particulares de Colombia; por eso, afirmaban que fue una respuesta a la violencia estatal, paraestatal y de las clases dirigentes que se han opuesto históricamente a cualquier posibilidad de cambio del régimen político y del modelo económico.
El asunto de la combinación de todas las formas de lucha es más complejo de lo que estas dos posiciones extremas reflejan y, sin duda, tiene más zonas grises que deben ser consideradas. En primer lugar, se puede afirmar que, a diferencia del Partido Comunista de Colombia-Marxista Leninista (PCC-ML) y el EPL, el Partido Comunista no era el brazo político de las FARC-EP ni tampoco las FARC-EP fueron el brazo armado del partido. Más bien se trataba de dos experiencias sociales, políticas y culturales distintas que tuvieron orígenes diferentes (el partido en los años veinte y treinta, y las FARC en los años sesenta), que si bien compartían la misma orientación ideológica y la misma matriz cognitiva de carácter comunista tuvieron trayectorias y desenlaces distintos.
En esa dirección, se puede afirmar que la denominada combinación de todas las formas de lucha fue una formulación mediante la cual se intentó dirimir el balance precario entre quienes, al interior de la tendencia comunista, se inclinaban por la salida negociada al conflicto armado, llamaban la atención sobre la deriva e inviabilidad de la lucha armada y enfatizaban en el campo político legal. Posición muy distinta a la de quienes se inclinaron por enfatizar en la lucha armada, en la acumulación del poder militar de la organización guerrillera, al lado del trabajo de la organización social y política de los sectores populares para ir creando las condiciones de la insurrección popular y la toma del poder.
Incluso desde los años cincuenta y sesenta fueron claros los apoyos y a la vez los desencuentros entre la experiencia del Partido Comunista y la experiencia social específica del movimiento de autodefensas campesinas, en particular a propósito del papel de la lucha armada.[272]. En los años sesenta, durante la transición de la Violencia al Frente Nacional, fue evidente la insistencia del Partido Comunista en detener los impulsos militares y ofensivos de las autodefensas campesinas en el norte del Huila, sur del Tolima, Sumapaz, El Pato y El Guayabero, en el Caquetá, pero también su ambigüedad frente a la lucha armada cuando en su congreso había formulado el principio de la combinación de las formas de lucha. Tanto así que a nivel regional se hizo público el debate entre algunos miembros de la dirección regional comunista del Tolima, entre ellos Martín Camargo y Hugo Parga, y el mando militar campesino de las autodefensas. Específicamente, la discusión giró en torno a qué posición tomar en la transición y frente a los llamados de paz y reconciliación del Gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962). El punto de debate fue la orientación del octavo congreso del Partido Comunista de que las guerrillas debían acogerse sin más a la amnistía de Lleras y participar activamente en el plan nacional de rehabilitación que él se proponía[273].
Para los dirigentes urbanos del partido, la guerrilla y la lucha armada fueron un factor de negociación y de presión de cara al establecimiento político; para los dirigentes de las FARC, por el contrario, la guerrilla fue en sí misma un fin que debía constituirse en un factor de poder, con autonomía incluso de las orientaciones del Partido Comunista. Sobre esta relación, se pueden señalar tres fases: i) Hasta mediados de los años setenta cuando los farianos fueron funcionales a los planes del PCC; ii) desde mediados de los setenta hasta mediados de los ochenta cuando afloraron los primeros quiebres dada la expansión territorial y la actividad militar fariana que perjudicó la militancia y el trabajo del PCC en las zonas donde habitualmente efectuaban proselitismo legal, a más de la creación de los «núcleos solidarios farianos» que significaron una forma de organización alterna al PCC; y iii) desde mediados de los ochenta hasta comienzos de los noventa cuando el PCC se escindió en torno de la Unión Patriótica (UP), entre los adeptos de continuar la lucha armada y los que no, el impacto de la Perestroika, el desgaste electoral, la salida de cuadros políticos y el asesinato de militantes en el marco de la guerra sucia[274].
El impacto que tuvo la represión hacia la UP en el ámbito rural y en el urbano llevó a muchos de sus militantes a tomar la decisión de ingresar a las FARC-EP o «subirse», como coloquialmente le llamaban. En el ámbito rural, un ejemplo es alias Omar Gadafi, quien pasó de ser sindicalista de empresas bananeras en Urabá a ingresar a las FARC-EP en 1987:
«Conocemos la historia de la Unión Patriótica, con un rosario de muertos de más de 6.000 militantes, entre dirigentes y la base, un partido que fue exterminado. Esas pocas oportunidades de seguir la lucha social reivindicativa y buscar mejoras por la vida política es que en mi caso me obligan a tomar la decisión, ¿qué hacer?, ¿esconderme?, ¿aislarme?, ¿o irme al monte?, fue la decisión que me quedó a mí, ¿qué hacer?, yo me incliné por llegar al monte»[275].
Desde el contexto urbano, alias Andrés París, excombatiente de las FARC-EP, narra: «es la violencia del Estado de Turbay Ayala que significó la tortura y el asesinato de mucha gente, que hizo que muchos se fueran para el proyecto armado», pues se veía como la única opción de guardar la vida. Sumado a esto, la represión durante este periodo no solo la vivieron los militantes del partido sino también sus familias:
«Este Gobierno de Turbay Ayala, que uno recuerde desde que inició la militancia en la Juventud Comunista, que se vino a dar en 1970, es el periodo más represivo y violento. Hasta ese momento en el discurso de uno la represión era como elemento del pasado, era la violencia liberal-conservadora independientemente que se viviera, pero que yo la sintiera y la familia fue en este periodo [...]. Esa violencia y esos allanamientos, esa persecución era por la vinculación mía a la Juventud Comunista»[276].
Esas tensiones y posiciones diferentes al interior de la familia comunista se hicieron más evidentes durante la fallida negociación con el presidente Betancur (1982-1986). Las FARC- EP, al mismo tiempo que desarrollaron su estrategia hacia la toma del poder que forjó un cuerpo organizativo, político y militar en la Sexta y Séptima Conferencia, buscaron de manera incesante la paz. Pero, como ya se indicó, esa decisión de pasar a la ofensiva por parte de las FARC-EP contrastó con la determinación del XIII Congreso del PCC de impulsar la apertura democrática a través de los diálogos con las guerrillas.
El Partido le apostaba a la Apertura Democrática» (erigida en su XIII Congreso), criticaba el secuestro, algunos sectores de la lucha armada, y entendía a las Farc-EP, según ratificó Gilberto Vieira, como una reserva estratégica ante “previsibles enfrentamientos decisivos contra la represión oligárquica y la posible intervención militar directa del imperialismo yanqui en la culminación de la crisis del sistema paritario”; mientras que los farianos proyectaban el Plan Estratégico, confirmando “la ruta de la lucha armada como forma principal de lucha”, conminando al PCC a unirse a este propósito durante el XVI Congreso comunista de 1991 pero, al tiempo, cuestionando, pues consideraban que se burocratizó, se corrompió y se enredó en la lógica electoral[277].
En la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condena al Estado por el asesinato del senador Manuel Cepeda, y que determina que violó los derechos a la vida e integridad personal, a las garantías judiciales y protección judicial de la honra y la dignidad, la libertad de pensamiento y expresión, la libertad de asociación y los derechos políticos, el Estado había alegado esta cuestión:
El Estado sostuvo que ciertos sectores de la población tenían la percepción de que el PCC era «un partido que no desarrollaba una actividad política exclusivamente, sino como un partido que desarrollaba [dicha actividad] en función del fortalecimiento de la lucha armada revolucionaria, particularmente de las FARC». Además, señaló que esta situación generó una ambigüedad ideológica en la percepción de la UP, lo cual, sumado a la aplicación de la tesis de «la combinación de todas las formas de lucha», a sus orígenes en los acuerdos de La Uribe y las actividades militares de las FARC-EP, «necesariamente lo pusieron [a Manuel Cepeda] en una situación de vulnerabilidad»[278].
Esas contradicciones y diferentes posiciones sobre el papel de la lucha armada al interior de la familia comunista no siempre se desarrollaron a través de debates políticos. Es el caso del dirigente comunista José Cardona Hoyos, quien con vehemencia se opuso a la lucha armada, y, según su familia, fue asesinado por las FARC-EP. Ese crimen ilustra que también esas diferencias se resolvieron mediante la violencia y la eliminación física del contrincante político[279]. Las FARC-EP nunca han reconocido este hecho.
La ruptura oficial de la tregua en 1987, la incesante violencia contra la UP y sus dramáticas consecuencias implicaron que se hicieran más protuberantes las diferencias y el debate sobre el papel de la lucha armada al interior de la familia comunista.
Esta ola de asesinatos impulsó al V Plenum de la UP (abril de 1987) para que votara la ruptura con las FARC-EP en un intento por frenar el genocidio. Bernardo Jaramillo Ossa, que recogió las banderas de [Jaime] Pardo Leal, declaró en 1988: «Las FARC habían retomado su camino a la lucha armada, mientras que la UP había iniciado un camino propio, de independencia»[280].
Para finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, la experiencia del genocidio de la UP, que contrastaba con el proceso de desmovilización y participación del M-19 y el EPL en la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) de 1991, implicó varias rupturas al interior de la tendencia comunista. De un lado, inclinó la balanza y, según su opinión, llenó de razones a quienes enfatizaban en la lucha armada como respuesta a la violencia paramilitar y al fracaso de los diálogos[281]. Incluso, propusieron como única opción la clandestinidad y llamaban al resto a unirse a las FARC-EP, tal como lo sugirieron Jacobo Arenas y Manuel Marulanda. De otro lado, produjo que un sector de los dirigentes de la UP, liderado entre otros por Bernardo Jaramillo Ossa, Angelino Garzón y Diego Montaña Cuéllar, insistiera en la definitiva ruptura con la lucha armada y el total deslinde con las FARC-EP, y llamaba a esta guerrilla a desmovilizarse y a participar activamente en la lucha política, legal y electoral, al igual que lo estaban haciendo el M-19 y el EPL.
En ese momento, el Gobierno de César Gaviria (1990-1994) rechazó la propuesta realizada por la Coordinadora Nacional Guerrillera Simón Bolívar (CNGSB) de que algunos de sus miembros participaran en la Constituyente como parte del proceso de negociación. La negativa no pudo ser más contundente y cargada de simbolismos: el 9 de diciembre, día en que se elegiría a los representantes de la ANC, se realizó el bombardeo del campamento de Casa Verde contra la dirigencia de las FARC-EP. De manera retrospectiva, Rodrigo Londoño Echeverri, excomandante de las FARC-EP, manifestó lo siguiente sobre ese momento:
«Llega Gaviria y, desafortunadamente, no sé quién lo convenció de que se la jugara por la salida militar, después de que manda una comisión a explorar allá. Ahí está el comunicado público, establece que sí hay voluntad, además en unas circunstancias mucho más favorables para el país y para todo. Entonces, desafortunadamente, Gaviria no recoge ese sentir de la posibilidad de avanzar en el diálogo y se la juega por la solución militar, solución militar que ¿qué produjo en nosotros?, pues que nos hubiéramos dedicado mucho a ese plan estratégico, y que, a raíz de eso, pues toda la gente que estaba concentrada en la región que llamaban Casa Verde se despliega por toda la región del Llano, y comienza a sentirse ya más accionar militar que antes no se conocía»[282].
La experiencia de la UP y el papel inicial que jugaron los miembros de las FARC-EP implicaron el comienzo de dos transformaciones centrales en su relación con el campo político en los años noventa: en primer lugar, ese encuentro con la política local permitió a los comandantes y a los mandos medios tomar conciencia de la importancia del juego político regional para sus objetivos. En segundo lugar, fue el escenario donde las FARC-EP aprendieron, de manera concreta y práctica, que podían participar e influir en las arenas políticas sin la tutela del Partido Comunista. Para las víctimas del genocidio de la UP y las comunidades y bases sociales del partido, supuso el exterminio físico, la persecución permanente, la ausencia de protección del Estado y el fin de una esperanza de transformación y participación política. Otras expresiones políticas posteriores, como el caso de Marcha Patriótica, han sufrido también el impacto de los intentos de frenar la participación política con base en los mismos estigmas de enemigo interno aún durante el tiempo de trabajo de la Comisión.
De otro lado, la relación del ELN con la izquierda política legal y los movimientos sociales tuvo una trayectoria distinta. En la primera etapa (1964-1977), marcada por el inicio fundacional del proyecto armado, esta guerrilla tuvo dos vasos comunicantes con el mundo social, bastante diferenciados. Uno en sus zonas de presencia en los espacios rurales y otro con procesos organizativos en el mundo urbano. En cada uno de ellos las tensiones fueron visibles y los contrastes bastante marcados. Más adelante, en la segunda etapa (1978-1990), en pleno proceso de recomposición y expansión del proyecto armado, el ELN estuvo marcado por matices: en algunos lugares estableció fuertes articulaciones con la movilización social, en otros hubo una relación mucho más pragmática y finalmente formas más caracterizadas por un trato militarizado. Esta coyuntura estuvo marcada por una política estatal de represión y la emergencia de la denominada guerra sucia que empezaron a desatar agentes del Estado y los paramilitares, hecho que enmarca la decisión de ciertos líderes sociales de ingresar a la lucha armada. En ese momento se produjo la estigmatización del movimiento ¡A Luchar!, objeto de la violencia ejercida por grupos paramilitares y las Fuerzas Militares, con la justificación de que sus miembros eran integrantes del ELN.
En efecto, el informe entregado a la Comisión de la Verdad por el Colectivo por la Recuperación de la Memoria de ¡A Luchar! revela que para el periodo entre 1984 y 1992 se registraron más de 700 hechos violentos contra más de 500 personas, la mayoría de ellos hombres y 55 mujeres[283]; también de líderes del paro del Nororiente, siendo el más representativo el asesinato de Hernando de Jesús Sanguino, dirigente del magisterio[284]. Este antecedente marcó en la siguiente década el camino a las nacientes AUC de cómo atacar y erosionar lo que consideraban apoyos sociales del ELN:
En aquella época hubo una gran epopeya de la lucha de masas, que se juntó también con la lucha militar guerrillera [...] cuando se juntaron las marchas del nororiente colombiano impulsadas por ¡A Luchar! con el ELN. Allí se pensaba que ambas acciones debían dirigirse en un mismo sentido; esto... pudiéramos decir, dirección o codirección. o unificación, llevó, pues, a emparentar estrechamente el movimiento social, político-social, dirigido hacia las guerrillas, con las mismas guerrillas[285].
En la tercera etapa (1991-2002) se produjo una ruptura del ELN con la movilización social, resultado de sus estrategias políticas y armadas para fortalecerse militarmente, lo cual implicó una militarización de las relaciones con la población y un mayor intento de control de las agendas y formas de reivindicación que llevaron a un quiebre entre insurgencias y movimientos sociales en sus zonas de influencia, situación que se vio agravada por la estrategia de guerra sucia del proyecto paramilitar. Estos dos factores enmarcan la caída en la movilización y la protesta social.
4.6. Las guerrillas: disputas por el poder político regional y sus afectaciones a la democracia
La reforma política y la descentralización desde finales de los años ochenta y, posteriormente, con la Constitución de 1991, pretendían promover la democracia y la autonomía local, pero determinaron el reforzamiento y la mayor imbricación del conflicto armado y las disputas por los poderes locales y regionales. En este contexto, los grupos armados, tanto guerrillas como paramilitares, aumentaron su injerencia en el sistema político[286]. En 1988 se llevó a cabo la primera elección popular de alcaldes, y en las elecciones subsiguientes, en un intento de frenar la democracia y el fortalecimiento de la UP especialmente, el patrón de violencia contra los actores institucionales y no institucionales estuvo fuertemente ligado al desarrollo de elecciones de mandatarios en el ámbito local[287].
A mediados de los años noventa, principalmente, tanto grupos paramilitares como grupos guerrilleros intentaron influir en los procesos políticos y electorales, bien fuera afectando su desarrollo o estableciendo un control sobre los actores políticos locales. Una primera estrategia de relación fue la intimidación y el uso de las armas (amenazas, asesinatos y acciones contra eventos electorales) para sabotear elecciones o impedir el ejercicio del Gobierno, de alcaldes, de concejales u otros dirigentes políticos. Por otro lado, los actores armados buscaron influencia sobre la gestión, bien fuera incidiendo externamente por medio de presión a las administraciones municipales o actuando al interior del aparato municipal mediante el uso de instrumentos de diversa índole como la realización de pactos y alianzas, la intermediación a través de funcionarios, entre otras.[288]
En medio de estas afectaciones, las guerrillas realizaron acciones paralelas con las que incurrieron en violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario que afectaron negativamente el desarrollo de fuerzas políticas locales que disputaban por las vías pacíficas la transformación del Estado colombiano. Declarar como objetivo militar a funcionarios o políticos de las campañas electorales, perpetrar asesinatos selectivos, secuestros y masacres fueron algunas de las acciones que las guerrillas realizaron para amedrentar a los políticos locales desde la década de 1990. Otras acciones violentas que se desarrollaron en este contexto fueron desplazamientos para impedir votaciones, violaciones a la libertad de prensa y las afectaciones colaterales producidas por las confrontaciones armadas entre grupos ilegales o contra la fuerza pública[289].
Se identificó que, en particular, en el sur del país las acciones violentas de las FARC-EP se focalizaron contra los concejales en varias elecciones, configurándose un patrón de violencia territorial contra los procesos democráticos locales por disputarse el poder a esta escala[290], en una zona donde mantenían una fuerte presencia y control territorial históricos. Como consecuencia, estas acciones provocaron la reducción de apoyos sociales y el aumento de las tensiones con los pobladores y los políticos locales, ya que para los habitantes de esas zonas una de sus reivindicaciones centrales había sido precisamente la presencia más efectiva del Estado y su incorporación en igualdad de derechos a la vida política y económica del país.
Un caso que ilustra con claridad el ataque a la política tradicional es el ocurrido al liberalismo hegemónico de la familia Turbay en Huila y Caquetá. Las FARC-EP emplearon un amplio abanico de formas de violencia contra miembros de esa familia y de sus partidarios entre 1988 y 2001 por distintas motivaciones: la retaliación por la muerte de miembros de la UP, la acusación de llevar el paramilitarismo a la región, la competencia por la simpatía de los pobladores y la intención de la insurgencia de intervenir en política como árbitro de la contienda local. Dentro de los ataques se cuenta el secuestro de Rodrigo Turbay el 16 de junio de 1995, la masacre de varios miembros de su familia el 29 de diciembre de 2000 y el secuestro de Jorge Eduardo Gechem Turbay el 20 de febrero de 2002.
En Huila y Caquetá, como en otras regiones del sur del país, la posición de las FARC-EP frente al proceso electoral fue contrastante: mientras en 1997 sabotearon de forma violenta las elecciones de alcaldes y gobernadores, para 1998, por ejemplo, en la región del Caguán de manera abierta o soterrada, hubo constreñimiento a los electores a votar por Andrés Pastrana para presidente en la segunda vuelta. En 2004 arreciaron los homicidios a líderes políticos en el departamento del Huila: el 1 de mayo fue asesinado Federico Hermosa, tres meses después fue asesinado el alcalde de Rivera, Humberto Trujillo, del partido de la UP: «Prácticamente ese periodo arrasó con todo, porque antes de asesinar a los concejales ya habían masacrado a otros dos concejales, y pues al alcalde de la época también»[291].
En su intento de controlar a sangre y fuego la política local en sus zonas de influencia, las FARC-EP llevaron a cabo masacres como las del 18 de octubre de 2002 y el 10 de julio de 2005 por la Columna Móvil Teófilo Forero del Bloque Sur, ambas en el municipio de Campoalegre, Huila, contra los concejales de la época. La primera ocurrió en la vereda El Esmero, ubicada a cuatro kilómetros de Campoalegre, en la que murieron Luis Antonio Mota Falla, alcalde del municipio, John Jairo Carvajal, sobrino del alcalde, y los concejales Jorge Silva Andrade y Joaquín Perdomo Rojas[292]. Tres años más tarde, la segunda se perpetró en el casco urbano del municipio, puntualmente en el restaurante Puerta del Sol, según documentó el portal periodístico Rutas del Conflicto[293]. En este hecho murieron el concejal Jairo Rodríguez Culma, su secretario Miltiliano Silva, Xiomara Silva Ramírez, hija del secretario y menor de edad, y María Angélica Cardozo, esposa del presidente del cabildo Libardo Carvajal, quien fue herido.
El 27 de febrero de 2006, a veinte días de las elecciones al Congreso, los concejales del municipio de Rivera, Huila, por el periodo de 2004-2007, Desiderio Suárez, Arfail Arias, Célfides Fernández, Moisés Ortiz Cabrera, Aníbal Azuero Paredes, Luis Ernesto Ibarra Ramírez, Jaime Andrés Perdomo Losada (Convergencia Ciudadana), Octavio Escobar Gonzales y Héctor Iván Tovar Polanía, que se encontraban deliberando en el hotel Los Gabrieles, fueron asesinados por la Columna Móvil Teófilo Forero del Bloque Sur de las FARC-EP, al mando de Hernán Darío Velásquez Saldarriaga, conocido como el Paisa, entre otros. Quedaron vivos otros dos concejales[294]. Las FARC-EP no solo persiguieron a diputados departamentales a través del secuestro, con esta masacre mostraron el desprecio por la vida. Un ataque a un grupo de políticos locales que se encontraba reunido e indefenso, que, como relatan los familiares de los concejales, estaba dirigido supuestamente a golpear al Gobierno nacional:
«Ese guerrillero... ellos siempre han manifestado que la masacre fue, según ellos, por hacerle ver al presidente que la política de seguridad democrática no servía para nada. Y nosotros siempre hemos preguntado que por qué existiendo tantas corporaciones en el país, decidieron que fuera Rivera. Lo que ellos manifiestan como respuesta es que Rivera era un pueblo muy vulnerable, primero que todo porque había una cantidad de policías mínima y lo segundo porque no había seguridad de nada. Y la otra situación que ellos manifiestan que tuvieron en cuenta fue las vías de acceso, podían entrar y salir por cualquier parte, fuera por la montaña, por lo pavimentado, por La Ulloa, por el lado del Salado de la montaña, por cualquier parte»[295].
Este ataque es un ejemplo de los niveles de deshumanización a los que llegó esta organización insurgente. En Caquetá también se presentó esta modalidad de violencia, así:
A las 2:45 de la tarde del 24 de mayo de 2005, guerrilleros de la Columna Móvil Teófilo Forero atacaron la sede del Concejo Municipal de Puerto Rico, Caquetá. El cabildo estaba en plena sesión cuando ingresaron los subversivos y asesinaron a seis concejales y al secretario de la entidad[296].
Igualmente, uno de los casos más ilustrativos de la ofensiva de las FARC-EP a la política regional fue el caso del secuestro y posterior asesinato de los diputados del Valle. En la mañana del 11 de abril de 2002, un comando de dieciocho guerrilleros entró por la puerta principal de la Asamblea Departamental del Valle haciéndose pasar por la unidad antiexplosivos del Batallón Primero Numancia, y se llevó secuestrados a los diputados Ramiro Echeverry, Jairo Hoyos, Alberto Quintero, Rufino Varela, Nacianceno Orozco, Héctor Fabio Arismendy, Edison Pérez, Francisco Giraldo, Carlos Alberto Barragán, Silvio Valencia, Carlos Alberto Charry, su hermana Gloria Charry, y Sigifredo López, junto con el entonces presidente de la Asamblea, Juan Carlos Narváez, el subsecretario de rentas de la Gobernación, Juan Muñoz, y la asistente del presidente de la Asamblea, Doris Hernández.
El 18 de junio de 2007, cinco años después del secuestro, se conoció la noticia de la muerte de los diputados en medio del supuesto fuego cruzado con un grupo no identificado. El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) recibió las coordenadas con la ubicación de los cuerpos e inició la búsqueda en el área rural de Cumbitara, Nariño, y «el domingo 9 de septiembre, después de 5 años, 148 días de haber sido secuestrados y 80 días de haber sido asesinados llegaron los cuerpos a Cali»[297]. Cuatro días antes del asesinato de los diputados, Sigifredo López, único sobreviviente, relató que lo separaron de sus compañeros por mal comportamiento; el 5 de febrero de 2009, luego de seis años y diez meses de secuestro, fue liberado y entregado por las FARC-EP a la entonces senadora Piedad Córdoba en zona rural del municipio de Guapi, Cauca.
Las dinámicas de relación con el poder local y las autoridades subnacionales cambiaron por parte de las FARC-EP desde finales de los ochenta y mediados de los noventa, cuando pasaron de una pretensión de proyectarse políticamente a través del Partido Comunista y la propuesta política de la Unión Patriótica, a ejercer control y vigilancia sobre las autoridades locales, así fuera de otros partidos, en los años noventa, para finalmente intentar construir zonas de autoridad y «poder dual» para «desalojar totalmente al Estado» en la década de 2000.
Este cambio fue de la mano de una militarización de sus acciones armadas con la toma de pueblos y otras acciones militares que fueron en detrimento de la participación política y la democracia regional. En efecto, el crecimiento militar y la expansión territorial y su consolidación en las retaguardias estratégicas del suroriente del país en desarrollo de su Plan Estratégico, reforzado en la Octava Conferencia en 1993, hicieron creer a las FARC-EP que estaban dadas las condiciones para crear un supuesto Estado dual en dichas zonas.
En tal sentido, en algunos municipios y departamentos, los gobernantes locales debían consultar o pedir permisos a las FARC-EP para desarrollar sus iniciativas, sin importar si eran o no partidarios u opositores de la guerrilla. Un exfuncionario, por ejemplo, explica cómo tuvo que reunirse con un comandante, a pesar de que era ilegal, para poder implementar una medida ambiental:
«[Q]ueríamos implementar una medida de control de pesca en las ciénagas, para permitir la subienda, y alguno de los funcionarios me dijo: “No, director, hay que hablar con el comandante de las FARC allá, porque o si no nunca vamos a implementar esa medida”.
Entonces, en esa época, me tocó ir hasta el no... en ese tiempo, lo que yo hice era ilegal, porque se supone que un funcionario no debería hacer ese tipo de cosas, pero les digo que era la mentira más grande, porque en esas zonas, para poder ejercer algún tipo de función pública, usted tenía que entrar en ese tipo de diálogos con actores armados»[298].
En las regiones donde hacían presencia, las FARC-EP trataron de controlar la figura legal de participación comunitaria de las juntas de acción comunal (JAC)[299], en desarrollo de su política de organización de masas. Los excomandantes del Secretariado indicaron en entrevista colectiva que utilizaban la figura de las JAC para impulsar el trabajo de construcción de carreteras, escuelas, centros de salud, entre otros:
«Las FARC éramos una guerrilla muy institucionalista, porque donde llegábamos lo primero que hacíamos era constituir una junta de acción comunal, porque ¿cómo se hacía el camino?, ¿cómo se hacía la escuela?, ¿cómo se construía el centro de salud?, ¿cómo se construían después las carreteras?, todas las carreteras de Colombia han sido construidas en la ilegalidad, investiguen eso, todas... las inversiones... no hay ninguna inversión que diga para carretera, dice para mejoramiento de camino, y eso todavía, porque la mayoría de los territorios están ley segunda, o sea no pueden... [...] ni la autoridad ambiental lo deja hacer o cae en un problema legal»[300].
Además, las FARC-EP también recurrieron a la influencia interna dentro de la gestión del poder local como una vía para la consecución de recursos que pudieran financiar la lucha política que realizaban en los municipios. En un ambiente de constreñimientos crecientes, algunos funcionarios dentro de administraciones locales terminaron influyendo en decisiones municipales y manejo de recursos para el financiamiento de la guerrilla. Sin embargo, muchos de esos dineros no llegaron completos a las FARC-EP por desvío de los mismos funcionarios que tenían a su favor[301]. En medio de esas transformaciones y contradicciones, las relaciones de las FARC-EP con la población civil se fueron deteriorando, mientras el recrudecimiento del conflicto y las afectaciones a la población civil iban en aumento.
La Comisión ha constatado en su trabajo que la presión ejercida sobre las autoridades locales, especialmente alcaldes y concejales, impidió el ejercicio de las responsabilidades de estos funcionarios, que se vieron obligados a alejarse de sus cargos debido a amenazas colectivas. Uno de los testimonios de concejales que vivieron esta situación explica cómo funcionaba este rol coercitivo de la guerrilla en Vistahermosa, Meta:
«[En] la época de concejal sí fuimos amenazados, pero eso fue colectivo, eso fue todo el Concejo Municipal y la alcaldesa de entonces, teníamos una mujer de alcalde y fue una amenaza generalizada para todos... De parte de las FARC... Eso fue en el año 98... pues lo primero que recibimos fue un escrito, un pasquín que llegó al Concejo Municipal y a la Alcaldía, en donde nos declaraban objetivo militar si seguíamos haciendo la labor correspondiente, o sea, la alcaldesa como jefe de la administración y nosotros como concejo municipal quedábamos. Y, posteriormente, hubo varias amenazas de tipo personal; a mí, por ejemplo, en esa época estaba el comandante Efred, allá en el 27 Frente, él personalmente me amenazó, hasta me hizo una observación que me dijo: “Usted es demasiado buena gente para que vaya y se meta allá y nos toque matarlo”, esas fueron sus palabras. Entonces, obviamente, nosotros no pudimos volver a recinto del Concejo ni nada, la alcaldesa terminó su administración despachando desde Villavicencio en el año 98. Y los concejales pues nos dispersamos»[302].
Así como las FARC-EP no tuvieron una relación lineal ni exenta de cambio con las redes políticas de sus zonas de influencia, el ELN también mostró una trayectoria cambiante de acuerdo con sus apuestas armadas, las realidades territoriales y los momentos de la confrontación armada. En un primer momento, la pretensión del ELN era mantener una posición abstencionista y antisistema de no participar de ninguna manera en las elecciones. En un segundo momento buscó tener conexión con redes políticas locales y regionales, como en el caso de Arauca. Finalmente, sufrió un momento de ruptura, como sucedió en algunas zonas de influencia como en el sur de Bolívar.
En la primera etapa (1964-1977), tanto los líderes como los integrantes de la estructura armada se marginaron y declararon una postura abstencionista, debido a que consideraban ilegítimo el sistema político colombiano. De hecho, el lema del ELN, «el que escruta elige», retrata la visión que tenían de la democracia colombiana y los partidos políticos existentes. En la segunda etapa (1978-1990), en pleno proceso de recomposición y expansión del proyecto armado, el ELN amplió su nicho y vasos comunicantes con ciertas redes políticas a pesar de que la comandancia seguía profesando una postura abstencionista. Y, finalmente, en la tercera etapa (1991-2002), siguiendo la exitosa estrategia del Sarare, intentaron replicarla en zonas como el sur de Bolívar. No obstante, como ya se mencionó, los intentos de fiscalización de la vida política por parte del ELN, la extracción de recursos y su actuación armada, y el proceso expansivo paramilitar en amplias zonas de su influencia llevaron a un quiebre de las relaciones entre las redes políticas locales y los comandantes guerrilleros. Esto mismo sucedió en áreas del país como Sucre, Cesar y Cauca, donde las relaciones se debilitaron, aunque no en Arauca.
La excepcionalidad araucana se explica por la fuerte raigambre social, política y económica desarrollada por esta guerrilla, como se señaló atrás. Un dato importante para entender este entramado fue que, más o menos en 1988, el Domingo Laín empezó a inmiscuirse en las dinámicas políticas a través de su respaldo a la facción conocida como los liberales de Saravena. Con este vínculo, los comandantes guerrilleros obtuvieron acceso a los presupuestos municipales, a cambio de los votos que suministraban gracias a su control de las juntas de acción comunal en el piedemonte[303]. La estrategia «fue expandirse por las juntas y los gremios para multiplicarse en sus proyectos políticos»[304] y seguir ampliando su radio de influencia social y política.
Lo métodos utilizados no fueron nada pacíficos, pues fueron asesinados dirigentes políticos que se opusieron a la injerencia insurgente en la vida política local y a la manera como la guerrilla intermediaba y destinaba los recursos del oro negro[305]. Esto no implicó, sin embargo, que todos los políticos liberales estuvieran alineados con el ELN por medio de la violencia. El reto que representaba la UP afianzó las alianzas entre el ELN y los liberales. Esto le permitió al Frente Domingo Laín erigirse como un actor estructurante del territorio al incidir no solo en los procesos organizativos[306] sino también en el tipo de orden político e incluso en la emergencia de las élites políticas y económicas, y en el desarrollo del Estado local[307].
El caso del departamento de Arauca muestra la estrecha relación que hubo entre grupos armados y redes políticas, particularmente entre el ELN y las redes políticas liberales. En el Sarare, tanto insurgencia como redes políticas se vieron beneficiadas de estas conexiones activas, dinámicas y cambiantes. En el caso del ELN, pudo acceder a mayores recursos, a la vez que fortaleció su anclaje social al direccionar los recursos estatales y la formación de la institucionalidad local. Las redes políticas liberales se hicieron hegemónicas en el escenario político local y regional, a costa del Partido Conservador y de la emergencia de fuerzas políticas alternativas como la UP.
Después de Arauca, el sur de Bolívar fue otra de las regiones donde el ELN construyó un fuerte entramado social, político y económico. Sin embargo, la forma como militarizó las relaciones con algunos sectores de la población, su campaña de extracción de recursos y la manera como buscó fiscalizar mediante el control violento la vida política explican el retroceso de esta guerrilla.
Tal retroceso se debió a cambios en su rol en el proceso de configuración del orden local armado paralelo al regional y nacional, atestiguado por moradores de la zona, que hoy destacan que más allá del aspecto puramente militar, el trabajo político y organizativo de las comunidades propició procesos sociales y de desarrollo socioeconómico, redes de intercambio económico y de cooperativas[308]. No obstante, a inicios de los años noventa, el ELN empezó con su pretensión de monopolizar la vida política local y regional[309] y ejercer mayor control de la vida cotidiana y la economía[310]; además, la campaña de secuestros y mayores vacunas generaron un descontento que se ahondó.
Como agravante, el ELN no solo aumentó la extracción de recursos, también interfirió en las elecciones locales (1997) para crear un vacío de poder en sus regiones de influencia. Esto lo lograron ordenando la renuncia de todos los jurados de votación y de todos los candidatos locales para las alcaldías y concejos[311], profundizando con ello mucho más las diferencias entre estos dos actores, a tal punto que la población y los poderes locales terminaron por inclinarse a favor de la entrada paramilitar.
Para el año de 1997, el ELN había secuestrado a más de 50 políticos locales del sur de Bolívar, entre los que figuraban concejales, alcaldes y candidatos, con el objeto de hacerlos rendir cuentas sobre sus gestiones administrativas y políticas. Dicha situación le abrió las puertas a las AUC, que incursionaron en la zona y asestaron duros golpes a sus frentes, dejando tras de sí gran impacto humanitario a través de masacres, desapariciones forzadas, ejecuciones, desplazamiento forzado y ataques a la población civil[312]. La consolidación paramilitar y el quiebre del ELN con ciertos sectores sociales y políticos facilitaron la emergencia del Movimiento de No al Despeje, que se opuso a la posibilidad, durante el gobierno de Andrés Pastrana, de una zona de despeje en el sur de Bolívar tal y como se había hecho en el Caguán[313].
Los grupos insurgentes en desarrollo del conflicto mantuvieron su objetivo estratégico de tomar el poder por vía de las armas para, según su narrativa, transformar el Estado y el régimen político. Y, al mismo tiempo que se mantuvieron en su alzamiento armado, intentaron una mayor apertura política del régimen político y del sistema de partidos a través de acuerdos y procesos de negociación con diferentes Gobiernos. Para lograr ese propósito buscaron tener influencia en la vida política nacional mediante acciones que afectaron la precaria democracia colombiana, la competencia política electoral y la gobernabilidad de las autoridades nacionales, regionales y locales. Más específicamente, según el momento histórico y las dinámicas territoriales del conflicto, impidieron y sabotearon las elecciones a nivel nacional, regional y local e incidieron a través de la violencia en los resultados electorales. También declararon objetivo militar a destacados dirigentes de la élite política y a miembros de los partidos políticos tradicionales en el ámbito regional y local, contra quienes ejecutaron diferentes infracciones al derecho internacional humanitario, e incluso realizaron actos de violencia contra las opciones políticas alternativas que se opusieron a la violencia y a las propuestas políticas de los grupos guerrilleros.
Con la prolongación del conflicto armado, los grupos guerrilleros reforzaron varias de las características más negativas de la vida política nacional: la incesante combinación entre armas política y votos, ya que en algunas regiones las FARC-EP, por ejemplo, se convirtieron en árbitro violento de las disputas por el poder local y regional; o en otras regiones se transformaron en intermediarios entre el Estado, los territorios y sus pobladores, a través de los mismos mecanismos y prácticas clientelistas que le criticaban a la clase política tradicional, como fue el caso del ELN en Arauca.
4.7. Diplomacias y apoyos insurgentes
Durante el conflicto armado la insurgencia tuvo diferentes tipos y momentos de conexiones con el extranjero. La primera etapa, tuvo lugar en contexto de la Guerra Fría, y se basó en la solidaridad de los países socialistas con los nacientes movimientos de izquierda. Aunque es difícil establecer una injerencia de los países del bloque comunista sobre Colombia, es posible hablar de una influencia y apoyos políticos, al menos de parte de la URSS y de China.
La URSS brindaba fundamentalmente apoyo político, ideológico y cultural -el llamado poder blando-, con el que pretendió influenciar líderes y formar cuadros para expandir la revolución, pero sin apoyo militar o contraprestaciones económicas. Para el caso de Colombia, este apoyo iba dirigido estrictamente al PCC y a la JUCO, no a las guerrillas, y aunque la mayoría no lo hizo, algunos de quienes participaron en estas escuelas decidieron dejar el partido y levantarse en armas.
Con la Revolución cubana y un apoyo más decidido desde este país, se da paso a un segundo momento de conexión de las guerrillas colombianas con el extranjero. En particular, Cuba brinda apoyo al ELN, al M-19 y en menor medida a las FARC. En el caso de los países que lideraban las luchas del tercer mundo por la liberación nacional, como Libia, Vietnam y Cuba, no solo hubo apoyo político, en los años setenta también brindaron asistencia logística, es decir, entrenamientos militares y entrega de armas. Estos apoyos fueron también vistos como parte de la misma Guerra Fría reforzando el Estado su idea del enemigo interno y el apoyo de los Estados Unidos que se desarrollaba desde los años 60 en la lucha contrainsurgente. El resultado, fue la escalada del conflicto y, sobre todo, la victimización de la población civil.
La caída del Muro de Berlín, la internacionalización del conflicto armado colombiano y la convergencia entre narcotráfico y guerra contrainsurgente, marcan el tercer momento de conexión, caracterizada por la intensificación del conflicto armado en el marco de la guerra contra las drogas y contra el terrorismo. De esta forma, los ojos de la comunidad internacional miraron con detenimiento a Colombia, pues desde inicios de los años 90 se hicieron los primeros llamados de atención frente a las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado y los grupos paramilitares. Por su parte Human Rigth Watch hizo los primeros informes denunciando las violaciones al DIH de las FARC-EP. Por otra parte, desde esa época, la posición de Cuba cambió a posicionarse en contra del secuestro y la posición favorable a la opción política como estrategia para la salida al conflicto armado. Mientras se daba la agudización de la guerra, diferentes iniciativas por una salida política al conflicto se dieron especialmente en el escenario de El Caguán en 1998-2001.
En el contexto de la ruptura de esos diálogos, el Estado utilizó el discurso de las «narcoguerrillas» y a responsabilizarlas de la crisis humanitaria que vivía el país, para obtener apoyo político y militar para la guerra, lo que se materializó primero en el Plan Colombia, que había nacido como un plan de desarrollo hacia el apoyo militar, y posteriormente el Plan Patriota. Por su parte, la guerrilla, en medio de la agudización de la guerra, en su punto más alto de su iniciativa milita, las FARC-EP recurrieron al interés y la preocupación internacional porque el DIH rigiera en Colombia y, por tanto, con un trabajo internacional concentrado en la búsqueda de reconocimiento del estatus de beligerancia. Sin embargo, la ruptura de los diálogos de El Caguán llevó a un mayor aislamiento internacional y a convertir su trabajo político en más clandestino. Tras el atentado de las Torres Gemelas en septiembre de 2001, las FARC-EP fueron incluidas en el listado de organizaciones terroristas por EE.UU. y la UE.
Posteriormente, en un escenario cada vez más hostil y paralizado, se dieron nuevos intentos de generar diálogos a partir de tres elementos importantes: la cercanía política que se empieza a construir entre el entonces presidente venezolano Hugo Chávez y las FARC- EP; las tensiones dentro de las izquierdas latinoamericanas, que van a prolongarse durante la siguiente década, y donde las FARC-EP, que querían tener presencia en foros internacionales, terminaron creando su propio movimiento bolivariano cercano al Partido Comunista Clandestino; y finalmente, una fuerte posición diplomática de Cuba para facilitar conversaciones y posteriormente el acuerdo de paz con las FARC-EP. Como señaló un exintegrante de la fuerza pública colombiana: «En 1998 Fidel dice: “No a la guerra revolucionaria”. Mejor dicho, la guerra armada no es vigente en el tercer Foro de Sao Paulo. [...] él dice: “No, la guerra armada ya no es vigente”. O sea, eso es anacrónico»[314].
La búsqueda de salidas políticas al conflicto armado fue parte de la nueva agenda del gobierno colombiano a partir de 2009 que encontró finalmente una coincidencia estratégica entre diferentes actores internacionales cercanos o en apoyo a los dos bandos en conflicto, lo que finalmente dio lugar al proceso de los Acuerdos de la Habana con las FARC-EP. Y una esperanza de salida para Colombia.
4.8. Dinámicas del conflicto armado posacuerdo de paz con las FARC-EP
La Comisión de la Verdad se ha centrado en su mandato en las dinámicas del conflicto armado interno y las violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario hasta la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP. Sin embargo, la continuidad del conflicto armado posteriormente, la necesidad de ampliar y profundizar el acuerdo y la necesaria reconstrucción de la convivencia en los territorios también han hecho que analice lo que ha denominado factores de persistencia en la actualidad.
El contexto del posacuerdo de paz con las FARC-EP se enfrentó a distintos problemas como la escasa voluntad mostrada por el gobierno colombiano e incluso iniciativas en contra del mismo; la falta de presencia de un estado que ocupase los lugares dejados por las FARC- EP que han sido ocupados por otros grupos armados y delincuenciales; la escasa inversión social en las zonas PDET y que una buena parte del capítulo étnico que no se ha cumplido, donde la guerra hoy sigue con un marcado interés económico.
En el presente, las disputas por el control de los territorios y la población civil, y la imposición de órdenes violentos se mantienen a pesar de los acuerdos de La Habana. Esto es un indicador del abandono estatal y de la imposibilidad de recuperar las zonas que estuvieron bajo el dominio fariano, que a su vez se expresan en las dificultades que ha tenido la implementación del Acuerdo de Paz. Varios factores explican este difícil momento del proceso. Entre ellos, la llegada al poder del partido opositor al Acuerdo en 2018 y su cambio en el enfoque de la implementación, así como los problemas internos del partido los Comunes nacido de las antiguas FARC-EP[315].
Respecto a la instauración de órdenes violentos, el caso más emblemático pueden ser algunas localidades del Caquetá como Solano y zonas del Caguán, donde las disidencias, antes lideradas por alias Gentil Duarte, tomaron el control en 2019 de zonas dominadas de forma hegemónica por las extintas FARC-EP[316]. Para mantener ese control han establecido retenes y puntos de vigilancia, así como restricciones horarias (después de las 6 p. m. no se puede transitar ni por vía acuática y terrestre), normas sobre ciertas actividades económicas (coca, madera, ganadería) y tributación a comerciantes de ganado, queso y leche, a las compraventas, al comercio local, la hoja de coca y el oro. Adicionalmente, se mantiene la delegación de los asuntos en las instancias organizativas, gracias al legado y la experiencia fariana. Estas capacidades de autogestión se sustentan en el reciclaje de los manuales de convivencia impuestos por las FARC-EP y asumidos por las comunidades a tal punto que muchas reglas y normas de las actuales disidencias emulan las de la extinta guerrilla.
Arauca es el polo opuesto del Caquetá. Las disidencias de los frentes 10 y 28 de las FARC- EP se han mostrado menos interesadas en regular la vida social y más en promover actividades económicas que les brinden los medios suficientes para su subsistencia[317]. Esta ha redundado en que el orden violento construido ha sido percibido como predatorio e ineficiente y enmarca las fuertes disputas entre estructuras del Frente de Guerra Oriental del ELN y las disidencias en el piedemonte araucano. Luego de una fuerte y rápida ola de violencia caracterizada por masacres, ataques con artefactos explosivos a bienes civiles, etc., el desenlace de esta confrontación fue la hegemonización del ELN, al poner «la casa en orden», ya que el ordenamiento cimentado por las disidencias fue percibido como muy militarizado y predatorio por los habitantes locales.
En el Pacífico nariñense, las disidencias que han hecho presencia han sido del Frente Oliver Sinisterra (FOS) y las Guerrillas Unidas del Pacífico (GUP) en 2017. Han impuesto un tipo de control del territorio y la población abocado a la economía cocalera y otras actividades económicas susceptibles de regulación[318]. Los grupos armados se disputan las rutas y espacios para el movimiento de droga, y estas disputas han sido el contexto de homicidios de excombatientes y líderes en Tumaco. Las reglas no son claras para los habitantes, los líderes y lideresas, ni los gestores sociales y ambientales, quienes no tienen certeza de cómo y con quién interlocutar[319]. Además, a diferencia de las extintas FARC-EP, el Frente Oliver Sinisterra y las Guerrillas Unidas del Pacífico están poco interesados en regular los aspectos de la vida social, bien sea por desinterés o por incapacidad. Sus reglas se limitan a horarios para la movilidad, decreto de confinamientos, restricciones a los espacios de sociabilidad y regulación de la economía cocalera[320].
El Catatumbo muestra una trayectoria similar al Pacífico nariñense, en términos de la fragmentación de los grupos armados y sus dominios, que implicó disputas violentas entre en el ELN y el EPL entre 2017 y 2020, pero que disminuyó a partir de ese año[321]. Las disidencias del antiguo Frente 33 regulan el ingreso y desplazamiento de personas en sus áreas de influencia, también tramitan y resuelven problemas asociados con la convivencia, relaciones sentimentales, la vida nocturna y los prostíbulos. En la dimensión económica definen linderos y dan claridad a las transacciones de la coca. A pesar de estas capacidades regulatorias hay ciertas rupturas con el pasado y las extintas FARC-EP, como que las instancias y formas de tramitación abarcan menos dimensiones de la vida cotidiana, son menos claras y la violencia para sostener las reglas es más letal.
En cuanto a las disidencias del Cauca, el Frente Carlos Patiño, actualmente al mando de alias Mocho, un exintegrante de las FARC-EP rechazado por las mismas, basó su influencia en el conocimiento de las redes logísticas y económicas, y los antiguos combatientes fueron los acumulados sobre los que apalancó su estructura. Bajo ese legado busca influir y controlar a los habitantes. Esta disidencia muestra una trayectoria distinta a las demás, pues ha tenido una consolidación violenta debido a la presencia del ELN. En el norte del Cauca, el Carlos Patiño ganó fácilmente la guerra, pero en el centro se ha venido desarrollando una confrontación por algunos eslabones de la coca y las poblaciones vinculadas a ella. La balanza se ha inclinado a favor de la disidencia del Carlos Patiño por una radicalización del ELN con los habitantes locales y su acción de militarización, así como por mayor capacidad de las disidencias de dar orden y claridad a la economía cocalera. Este último punto incide en que las reglas y normas que abarcan la vida social se hayan vuelto más impositivas, las dosis de violencia sean más letales para hacerlas cumplir y mantener su vigencia, y que los repertorios violentos utilizados sean más indiscriminados[322].
En este sentido, los tipos de órdenes violentos descritos de las diversas disidencias de las FARC-EP resultan ilustrativos de una dinámica más general propia de conflictos armados fragmentados con consecuencias sobre los formatos organizacionales que implementan las partes involucradas. Las brechas de gobernanza, a veces llenadas por los consejos comunitarios y resguardos indígenas, también las han llenado los grupos armados ilegales para ganar cierta legitimidad. Una lideresa de la zona, señala que «la población civil puede usarlos [a los grupos armados] para resolver intereses particulares. La gente aprovecha a los grupos para eso».[323]
Estos hechos demuestran por qué en poco tiempo el país ha pasado de la esperanza que despertaron los acuerdos de La Habana a la pesadumbre que produce la inminencia de un nuevo ciclo de violencia. Ante la persistencia del conflicto y la reconfiguración de los grupos armados en determinadas regiones, surgen las preguntas: ¿qué tanto tiene el nuevo escenario de ruptura o de continuidad con las etapas anteriores?, ¿se puede afirmar que sigue existiendo un conflicto armado con características políticas o definitivamente son estructuras criminales de gran escala? Con todo, el mayor reto de la nación está pendiente: sacar definitivamente la violencia de las relaciones sociales y dejar de usarla como un medio para dirimir los diversos intereses políticos y económicos o para resolver por esa vía las diferentes conflictividades sociales, económicas y ambientales derivadas de un modelo de desarrollo desigual y excluyente.
Hay que insistir en que la persistencia y focalización de la violencia y el conflicto armado en determinadas regiones es un problema que no se agota con la salida militar o con los procesos de negociación y diálogo, entendidos solamente como la desmovilización de las estructuras armadas. Sin duda, se trata de un problema estructural, que puede sintetizarse en la siguiente formulación final: en Colombia pasamos de una lucha por la tierra y por la apertura del sistema político en los años sesenta y setenta, a una disputa territorial por las economías de la guerra en condiciones de una permanente crisis de representación del orden político.
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5. LOS ENTRAMADOS DEL PARAMILITARISMO
En la década del dos mil, los grupos paramilitares alcanzaron dimensiones sin precedentes: 39 estructuras con múltiples frentes y facciones armadas[324], más de 35.000 integrantes y efectos directos en la escalada de violencia que vivió el país: son el principal responsable, con el 47 % de las víctimas letales y desaparecidos del conflicto armado en Colombia, constituyendo en el actor armado más violento. El paramilitarismo en Colombia ha causado heridas que siguen hoy sin sanar, marcadas por el terror y las acciones violentas concentradas, principalmente, en asesinatos selectivos, masacres y desapariciones forzadas. Los procesos que pusieron en marcha y los entramados que se tejieron en torno al paramilitarismo no acabaron con la desmovilización de los ejércitos de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); aún hoy son un gran obstáculo para la no repetición que claman las víctimas sobrevivientes y sus familias en medio de una guerra que se resiste a ser pasado.
Sobre la definición, así como sobre la manera de caracterizar y de periodizar el paramilitarismo, han surgido diversos debates: los grupos denominados «de defensa civil», siguiendo doctrinas militares incorporadas en decretos y leyes; los grupos de narcotráfico y miembros de la fuerza pública que dieron origen al Muerte a Secuestradores (MAS), los grupos como las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), que unieron narcotráfico y contrainsurgencia, y otras experiencias como formas de vigilantismo o como grupos paraestatales[325]. Cada una de estas experiencias y organizaciones enfatiza distintos aspectos de estas estructuras: algunas hacen referencia a parte de su carácter reactivo[326] a las acciones de la insurgencia o a su relación directa con el Estado y sus instituciones. Además, el paramilitarismo colombiano ha sido altamente inestable y cambiante[327] y ha tenido diversos actores, motivaciones y formas de actuación, lo cual deriva en dificultades a la hora de intentar una definición estática.
La Comisión de la Verdad encontró que la dinámica paramilitar trasciende la dimensión más visible del fenómeno (los aparatos armados) y visibiliza el telón de fondo, aquello que lo sustenta y facilita su permanencia. La Comisión de la Verdad ha encontrado aspectos de la dinámica paramilitar que, por un lado, trascienden la dimensión más visible del fenómeno (los aparatos armados) y visibilizan el telón de fondo del paramilitarismo: aquello que lo sustenta y permite su permanencia. Por otro lado, son elementos que se mantienen a pesar de la diversidad de expresiones armadas regionales que ha tenido el paramilitarismo y sus transformaciones a lo largo de los años y que, en consecuencia, constituyen factores de persistencia y posibles claves hacia la No Repetición.
El paramilitarismo no es solo un actor armado -entendido como ejércitos privados con estrategias de terror contra la población civil-, sino más un entramado de intereses y alianzas también asociado a proyectos económicos, sociales y políticos que logró la imposición de controles territoriales armados por medio del uso del terror y la violencia, y también a través de mecanismos de legitimación, establecimiento de normas y reglas.
La investigación de la Comisión muestra que el paramilitarismo ha estado vinculado históricamente con decisiones de gobierno e instituciones del Estado[328] ancladas a la tendencia estatal a la delegación de la seguridad pública, la coerción y las armas en grupos de civiles armados y agencias encargadas de proporcionar seguridad de manera privada bajo el objetivo de la seguridad y la defensa nacionales.
Así, la Comisión encuentra que el paramilitarismo ha sido una estrategia armada y paraestatal, defensiva y ofensiva, con diversas expresiones regionales y cambios en el tiempo, que se ha consolidado a partir de una coalición de poderes e intereses económicos, políticos y militares que operan en la ambigüedad entre lo legal y lo ilegal, que incluye grupos narcotraficantes y que se sumó a la respuesta a una amenaza persistente: la insurgencia y la población civil señalada como su apoyo. Pero los fines comunes de los actores del entramado han trascendido la contrainsurgencia, entendida como una lucha contra la guerrilla, que es solo una capa del conjunto de motivaciones que se conectan en la disputa por el poder político y económico.
Mientras tanto, predominó durante décadas la negación del fenómeno por parte de las Fuerzas Militares, así como su minimización o justificación en la lucha contrainsurgente, lo que contribuyó a su expansión y fortalecimiento. Sin reconocimiento de estos hechos ni la puesta en marcha de los mecanismos institucionales, económicos y políticos para su desmantelamiento, el paramilitarismo seguirá siendo un factor fundamental de violencia. Parte de lo que queda por desmantelar son, precisamente, los profundos entramados de las alianzas.
Esta disputa se convirtió en una guerra con miles de víctimas, librada principalmente contra civiles desarmados y que ha llevado a una degradación cada vez más profunda, no únicamente en términos del número de víctimas, sino también en formas que escalaron los niveles de horror y crueldad. El actuar de los grupos paramilitares, lejos de desarrollarse en un campo de batalla dedicado a la confrontación armada entre ejércitos, ha estado definido por acciones contra la población civil desarmada, que fue el objetivo estratégico y el centro del enfrentamiento bajo la justificación contrainsurgente de «quitarle el agua al pez»[329].
El conflicto armado fue el contexto que fortaleció el paramilitarismo de tal modo que no podría haber alcanzado las magnitudes que tuvo en un país sin guerra. Así, leer el paramilitarismo en el marco del conflicto armado permite entenderlo, en el conjunto de acciones, reacciones y enlaces entre los distintos actores de la guerra y el escalamiento de la violencia que esto produjo. Por ejemplo, tránsitos intergrupales han sido uno de los factores de agudización, degradación, prolongación de la guerra. Algunos casos que los demuestran son el tránsito de combatientes del Frente 11 de las FARC a grupos paramilitares en el Magdalena Medio a mediados de los ochenta; y los tránsitos de excombatientes del EPL, posteriormente disidentes de esta guerrilla e integrantes de los denominados Comandos Populares, que se reconfiguraron una y otra vez, hasta conformar las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o Clan del Golfo1.
Como parte de estos cambios en el liderazgo y uso de los ejércitos paramilitares, desde finales de los años setenta, y al menos durante las últimas cinco décadas, el narcotráfico ha sido parte medular y motor del entramado de intereses, relaciones y proyectos que se anudan y protegen en el paramilitarismo.
La Comisión ha encontrado que, en la década de los ochenta, el narcotráfico y las mafias entraron a la escena del conflicto armado y del sistema político colombiano por vía contrainsurgente, constituyendo los grupos paramilitares. El tránsito del grupo Muerte a Secuestradores (MAS) y de Los Masetos a Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes), luego a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) y, posteriormente, a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), devela la extensión del entramado paramilitar y su imbricación con el narcotráfico. Así mismo, en la fase actual del paramilitarismo, que ha tenido desarrollo con posterioridad a la desmovilización colectiva de las AUC, el nudo está en la relación con el narcotráfico.
En los años ochenta el brazo armado del paramilitarismo se especializó en el uso del terror y la muerte bajo la dirección, la inyección de recursos y los intereses asociados al narcotráfico: la protección de laboratorios, la producción y comercialización de droga y la protección y expansión de las propiedades derivadas de ese negocio. Pero, además del brazo armado, que ha sido la parte más visible, el fenómeno paramilitar ha mantenido una participación de componentes del Estado como la fuerza pública, entidades de seguridad y de inteligencia, órganos estatales colegiados (Congreso, asambleas y concejos), instituciones judiciales y organismos de control, así como sectores económicos agroindustriales, extractivos y de infraestructura y empleados públicos y candidatos a cargos de elección popular. Además, se ha permeado a sectores de la Iglesia y de los medios de comunicación. Sin la articulación estrecha de este conjunto de sectores en la vía armada paramilitar, este fenómeno no habría desencadenado las profundas heridas que causó ni habría sido persistente.
Las motivaciones de los actores que han confluido en el paramilitarismo han sido cambiantes: van desde la voluntad de participación hasta la coacción para tener apoyo, y desde la protección de sus propiedades hasta la acumulación de nuevos intereses como tierras o poder. Sin embargo, los siguientes intereses han sido claros impulsos al paramilitarismo: la defensa del statu quo a través del mantenimiento de privilegios económicos, políticos y sociales; la protección del patrimonio y la ampliación de la propiedad privada y de la renta mediante el acaparamiento de tierras; la consolidación del control territorial por medio del exterminio de grupos armados rivales y la imposición de formas de control social violento; la usurpación de recursos económicos de la contratación pública, o la obtención de estos mediante economías extractivas, tierras y narcotráfico; el exterminio de rivales políticos; y la cooptación de instituciones estatales y del sistema político y electoral.
Esta confluencia de actores e intereses permitió su consolidación desde los años ochenta como una red tupida de alianzas, razón por la cual su disolución se hace tan difícil. La negación del fenómeno, así como su minimización o justificación en la lucha contrainsurgente han contribuido a su expansión y fortalecimiento. Sin un reconocimiento de estos hechos y la puesta en marcha de los mecanismos institucionales, económicos y políticos para su desmantelamiento, el paramilitarismo seguirá siendo un factor fundamental de violencia constante en nuestro presente.
5.1. Transformaciones y mantenimiento del paramilitarismo
Si bien el entramado paramilitar se consolidó en la década de los ochenta, ligado a las dinámicas del narcotráfico y la confrontación de la expansión guerrillera de ese momento, el paramilitarismo es un fenómeno de más larga data. Su anclaje histórico y las razones de su persistencia están vinculados a prácticas estatales históricas e institucionalizadas de privatización de la seguridad pública y de delegación[330] de las armas en grupos de civiles armados y agencias encargadas de proporcionar seguridad de manera privada.
Más concretamente, el paramilitarismo encontró su origen y una de las causas de su persistencia en el uso o creación de grupos de civiles armados por parte de poderes locales, políticos y gobiernos en varias regiones del país, desde principios del siglo XX, de lo cual son muestra grupos armados conformados por civiles, en la violencia bipartidista tras el asesinato de Gaitán en 1948, como Los Pájaros, Los Chulavitas y, en la década del sesenta, Los Limpios.
Entre las prácticas institucionales de privatización y delegación del monopolio de la violencia, se encuentran las medidas militares y legislativas que hicieron viable la creación de unidades civiles de autodefensa, juntas de autodefensa o la Defensa Civil, entre varias denominaciones identificadas en la normatividad que las avaló desde la década de los sesenta. Las unidades civiles de autodefensa fueron creadas por el Ejército Nacional con un objetivo defensivo interno ante la persistencia del «bandolerismo», a comienzos de los sesenta y ante las dificultades de cubrir de manera eficiente el territorio para garantizar la seguridad de la población[331]. Estos fueron grupos creados por las Fuerzas Militares y se encontraban bajo su orientación y tutela. Sin embargo, al respecto el Ejército Nacional plantea lo siguiente:
La conformación de estas organizaciones de seguridad privada legalmente sustentadas en el acto legislativo del Decreto 3398 y la posterior Ley 48 de 1968, que permitía la creación de ejércitos privados, marca el surgimiento del fenómeno conocido como autodefensas, lo cual con el transcurso de los años constituiría en el desarrollo de organizaciones que brindaban protección a quien pudiese pagarla y su accionar se regía por intereses propios de sus integrantes mientras se expone una bandera de lucha contra las organizaciones guerrilleras[332].
Las unidades civiles de autodefensa seguían siendo legales durante el violento desarrollo de lo que se ha denominado la «primera generación paramilitar», durante la década de los ochenta[333], en medio del conflicto armado interno creciente. Además de los grupos que se originaron o articularon con las políticas contrainsurgentes, hubo grupos que no estaban ligados a las Fuerzas Armadas, pero sí eran cercanos a otros sectores, como poderes económicos locales; también hubo grupos de habitantes que se organizaban para su seguridad o grupos armados bajo la denominación de «bandoleros» y cuadrillas[334]. A principios de la década de 1960 solo en el Eje Cafetero, Valle y Tolima había 90 grupos armados con la participación directa de 181 personas, según datos de la Policía Nacional[335].
Otro factor de continuidad del paramilitarismo ha sido la propensión a institucionalizar grupos que ofrecen seguridad privada, al servicio de sectores de las élites políticas y económicas regionales y locales.
La continuidad entre las prácticas de las «policías subnacionales» de la primera mitad del siglo XX y los paramilitares de finales de ese mismo siglo, con su caudal de violencia homicida y sus ciclos de destrucción y venganza, evidencian la presencia histórica de prácticas orientadas a la captura sustancial de la función de la Policía y a la privatización de las agencias encargadas de proporcionar seguridad[336].
De esta manera, el uso o creación de grupos de civiles armados por parte de poderes regionales y locales desde principios del siglo XX son raíz del entramado paramilitar, que en principio vinculó de diferentes maneras al Ejército, la Policía Nacional, autoridades civiles, exmilitares y expolicías, élites locales (en lo económico, lo político y lo social), alrededor de motivaciones complementarias como la contrainsurgencia y el mantenimiento del statu quo, reclamando su derecho a la legítima defensa.
La articulación entre estos actores se gestó por medio de mecanismos como los comités cívico-militares, parte de la acción cívico-militar (en adelante, entendida como los programas interinstitucionales de intervención social y económica liderados por las Fuerzas Militares), así como la integración de las unidades civiles de autodefensa a las fuerzas de seguridad de distintas unidades militares para fines de inteligencia y de control de la población y el territorio. Estos antecedentes permiten establecer continuidades del entramado paramilitar en décadas posteriores.
De fondo, la delegación de la seguridad pública al conformar grupos de civiles y dotarlos con armas de uso privativo para apoyar las labores de defensa y seguridad pública que corresponden a las fuerzas estatales implica al menos los siguientes aspectos que profundizan, prolongan y degradan la guerra: imposibilita cualquier regulación y control de su accionar; rompe con la distinción entre civiles y combatientes y aumenta el riesgo de la población civil a sufrir violaciones de sus derechos; legaliza y legitima los órdenes armados alternos al Estado, el clientelismo y la exclusión; y, por último, impide la identificación de las responsabilidades asociadas a las comisión de crímenes y violaciones de derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario y aumenta la impunidad, pues crea una zona difusa que en el terreno hace difícil determinar cuándo el militar o policía operó en nombre de un grupo estatal o como parte de las acciones de grupos paramilitares.
5.2. El marco de la doctrina del enemigo interno y la injerencia internacional
El paramilitarismo no es originario de Colombia. Para el 2022, según Global Firepower (GPF), existen 142 grupos paramilitares en el mundo[337]. El surgimiento y desarrollo de políticas contrainsurgentes implementadas en el Plan Lazo, entre 1962 y 1964, en combinación con las recomendaciones del informe del brigadier general William P. Yarborough[338], fueron antesala del paramilitarismo: primero, estipularon la creación de unidades civiles de autodefensa que contaran con la participación de militares activos, exmilitares, policías y poderes locales, con el beneplácito del Comité Cívico Militar, integrado por autoridades civiles y personas influyentes de la población. Segundo, con el Plan se conjugaron las motivaciones de los actores de la contrainsurgencia: la pacificación y el mantenimiento del statu quo político y económico de los poderes locales, algo que venía, por lo menos desde la década de 1920.
Las recomendaciones de misiones estadounidenses que visitaron el país en el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962) derivaron en el Decreto 1381 de 1963[339], el Decreto 3398 de 1965 y la Ley 48 de 1968 de Defensa Nacional, a través de los cuales se institucionalizó la vinculación de civiles al conflicto armado[340]. Estas normas fueron el sustento legal que amparó la proliferación de grupos paramilitares en el marco de las estrategias de seguridad y defensa del Estado. A partir de esta normatividad, en el campo operativo se crearon reglamentos de combate y manuales específicos del Ejército en los que se clasificó la población en categorías de acuerdo con sus supuestas posiciones frente a los bandos en conflicto y se reglamentaron las autodefensas que ya existían[341].
De esta manera, si bien no todos los grupos de seguridad privada legalizados en los años sesenta tuvieron una relación directa con los grupos paramilitares consolidados una década más tarde, es posible encontrar relaciones en la persistencia del uso y en el involucramiento de civiles en grupos de seguridad privada, bajo la delegación del monopolio de la seguridad y el uso de las armas, con una fuerte injerencia internacional desde la doctrina contrainsurgente.
5.3. El paramilitarismo fue legalizado en diferentes momentos
La aprobación de normas ha sido una de las vías para otorgar estatus legal a grupos armados en el ámbito de la defensa privada y la contrainsurgencia. Los extensos periodos de legalidad, de la que han estado revestidos los grupos de seguridad privada, se constituyen en un factor central de su sostenimiento y supervivencia. Las autodefensas civiles fueron promovidas y declaradas legales durante 27 años, hasta 1989, cuando el gobierno de Virgilio Barco suspendió la legalidad del paramilitarismo y se plantearon medidas para combatirlo[342]. Sin embargo, en la década de los noventa, la creación de las cooperativas de vigilancia y seguridad privada Convivir[343] sirvió como incentivo institucional y legal para que, en la práctica, los grupos paramilitares tuvieran, además, financiación y expandieran su influencia, amparados en la línea difusa entre legalidad e ilegalidad.
Así, la institucionalización -a través de distintos gobiernos de turno- de grupos armados al servicio de intereses privados por vía legal, así como su legitimación política desde la década de los sesenta, dan cuenta no solo de la tolerancia, sino también del impulso del Estado a la delegación de la seguridad pública. La cobertura legal y la legitimación política han permitido el sostenimiento y expansión del paramilitarismo, estructuras que fueron cooptadas por jefes paramilitares de estructuras del Magdalena Medio, los Llanos Orientales, Córdoba y Urabá. Esto lo relata el mismo excomandante paramilitar Salvatore Mancuso:
[En Magdalena] Todos esos grupos los absorbió las autodefensas y los que no, se combatieron, porque allí había grupos que se habían desdoblado y habían empezado a secuestrar, a extorsionar, delincuencia común. Entonces la mayoría fueron absorbidos y algunos pocos se combatieron. Así empezó esa creación de autodefensas, Convivir y miembros de la fuerza pública e instituciones del Estado, de manera conjunta.[344]
En el caso de las Convivir, creadas en 1994, se da la legitimación del uso privado de armas por parte de civiles bajo los argumentos de la legítima defensa y el apoyo a la seguridad y la defensa nacionales, se vinculan con la fuerza pública dado que, por un lado, se les entregan armas y otros elementos de uso militar y, por el otro, se habilita la realización de operaciones conjuntas, el cumplimiento de funciones de inteligencia y la operación militar por parte de civiles. Por ejemplo, como lo constatan datos oficiales de 1996, cuando estas estructuras empezaron a expandirse por todo el país:
Como consta en las actas del Comité Consultor de la Superintendencia, de enero a diciembre de 1996 esta entidad aprobó para las Convivir la compra de 422 subametralladoras, 373 pistolas 9 mm, 217 escopetas de repetición, 17 ametralladoras Mini-Uzi, 70 fusiles, 109 revólveres 38 largo y 41 armas de uso restringido -que pueden ir desde fusiles Galil hasta ametralladoras M- 60, lanzacohetes, granadas de fragmentación, rockets y morteros-.[345]
La creación de las Convivir llevó a que actuaran bajo criterios laxos, sin una regulación específica, y que tuvieran acceso a armamento de uso privativo de las Fuerzas Militares[346]. Entre 1995 y 1996, diferentes grupos paramilitares que operaban en el país fueron registrados ante la Superintendencia de Seguridad y Vigilancia privada bajo la figura de las Convivir[347]. Por tal motivo, entre quienes fungieron como sus representantes legales o fundadores se encontraban reconocidos paramilitares que operaban en la zona[348], entre estos Salvatore Mancuso, Rodrigo Tovar Pupo, 'Jorge 40', Edward Cobo Téllez, 'Diego Vecino', Úber Enrique Bánquez, 'Juancho Dique' y Rodrigo Mercado Pelufo, 'Cadena',[349] la mayoría comandantes luego de las AUC. Entre tanto, para 1996 fueron creadas 60 de estas organizaciones[350], mayoritariamente en Antioquia, cifra que al año siguiente aumentó a 398 en todo el país[351]. Así mismo, en regiones como el sur y el centro del Tolima, el sur del Cesar, Ocaña (Norte de Santander) y la Sierra Nevada de Santa Marta, grupos armados con fines anticomunistas y contrainsurgentes se transformaron en Convivir[352].
La plataforma legal de las Convivir también sirvió para articular las diferentes formas de contrainsurgencia y seguridad privada, al tiempo que se ampliaron las redes de alianzas con más actores para funciones como la obtención de recursos y armamento y la construcción de información estratégica. Sobre esto, Mancuso afirmó a la Comisión de la Verdad: «La Convivir nos servía de bisagra para ello porque como no había ningún impedimento para que la Convivir ingresara al Ejército, a la Policía, al DAS, a la Fiscalía a buscar, llevar información o lo que requiriera»[353].
El papel de las Convivir fue central para el entramado paramilitar porque sirvieron de articulación entre sectores del empresariado, el Estado y los grupos paramilitares, lo que posibilitó la legitimidad y la financiación de estos, por vías legales[354]. Al respecto, Hébert Veloza, alias 'HH', excomandante del Bloque Calima, refirió que la finalidad de las Convivir fue «recaudar unos fondos de forma legal para que las empresas no tuvieran problemas jurídicos, que pudieran sacar de sus cuentas y que fuera legal la salida de esos dineros»[355]. De acuerdo con las investigaciones realizadas por la justicia colombiana, especialmente por los Tribunales de Justicia y Paz[356], el papel de las Convivir fue central en la consolidación de las relaciones entre importantes empresarios bananeros (se destaca Chiquita Brands[357]), ganaderos y comerciantes con grupos paramilitares, tanto en Urabá como en el sur de Córdoba.
Este marco de desarrollo permitió, además, el encubrimiento de violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH cometidas en articulación con la fuerza pública y grupos paramilitares. De acuerdo con sentencias de Justicia y Paz, las Convivir «fueron una fuente o cantera de los grupos paramilitares y un mecanismo para encubrir su actividad [...], [donde] participaron amplios sectores del Estado y la sociedad civil, con la complacencia o tolerancia de los demás sectores del Gobierno nacional»[358]. Eso mismo concluye la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, señalando la responsabilidad del Estado colombiano en las violaciones de derechos humanos cometidas por las Convivir:
La Comisión también ha recibido numerosas quejas que indican que la figura legal de las Convivir ha sido utilizada por los grupos paramilitares como escudo en contra de sus actividades violentas. La Comisión considera que mediante la creación de las Convivir sin un mecanismo para su adecuado control por parte de una autoridad supervisora, el Estado ha creado las condiciones que permiten este tipo de abusos[359].
Pero los marcos normativos que han habilitado o tolerado expresiones del paramilitarismo no son un asunto del pasado. Sobreviven en contextos recientes, como en la Ley 2197 de 2022 o Ley de Seguridad Ciudadana de 2022[360], en el concepto de «legítima defensa privilegiada»[361], lo que muestra una reticencia institucional a establecer un nuevo modelo de seguridad pública basado en el respeto y el cuidado de las personas y sus organizaciones, que supere el modelo predominante de seguridad privada.
5.4. Diferentes expresiones de un mismo paramilitarismo
El paramilitarismo es una dinámica inestable y cambiante, que en las últimas cinco décadas se ha adaptado y reconfigurado en múltiples ocasiones en las que el fenómeno ha resurgido después de que se creía desactivado. Algunas evidencias de la reconfiguración del entramado paramilitar son la conformación y crisis de la Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores del Magdalena Medio (Acdegam), expresión del semillero de alianzas que tuvo como núcleo Puerto Boyacá, en los años ochenta; con las mutaciones del entramado que llevaron a un cambio del eje hacia Córdoba y Urabá con la conformación de las ACCU en los años noventa; y luego la expansión nacional de este proyecto a través de las AUC a partir de 1997. El universo de expresiones armadas paramilitares que surgieron con posterioridad a la desmovilización colectiva de las AUC en el 2003-2006, suma, entre otras, a Los Rastrojos, Los Pachenca, Los Caparrapos o Caparros y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o Clan del Golfo, y sus diversas células y facciones.
Esto revela una de las características del entramado paramilitar: se ha mantenido por los puntos de cohesión entre los diversos intereses de las partes que lo componen, por eso las alianzas han permanecido a pesar de las crisis, disputas violentas entre los actores y desmovilizaciones de sus 'brazos armados'[362]. Esta capacidad de reconfiguración se constituye en un reto enorme a la hora de pensar las continuidades del conflicto armado y los grupos posdesmovilización de las AUC a partir de 2006.
A principios de los años ochenta, el municipio de Puerto Boyacá fue conocido como «la capital antisubversiva de Colombia». Con este municipio como epicentro, se comenzaron a tejer alianzas paramilitares con el narcotráfico y se puso en marcha la profesionalización de los ejércitos privados por medio de las escuelas de entrenamiento, grupos que luego serían exportados al resto del país a través de las ACCU y posteriormente las AUC. Así, la experiencia del Magdalena Medio se convirtió en uno de los referentes de múltiples grupos paramilitares posteriores: se conjugaron expresiones armadas, políticas, económicas, sociales y dineros del narcotráfico; se perpetraron varias de las primeras grandes masacres paramilitares; y se institucionalizó el terror en su actuación. Lo sucedido en el Magdalena Medio fue percibido, según relata uno de los informes entregados a la Comisión por parte de exparamilitares del Bloque Central Bolívar de las AUC, como el diseño de una estrategia novedosa:
Con Acdegam agregamos un esquema muy novedoso para acercar a la gente al tema de autodefensas, al tema paramilitar [...]. Y entonces iniciamos la ofensiva, ¿cómo quitarle población civil a la guerrilla? ¿Cómo convertir a la población campesina en los primeros enemigos de las FARC y el ELN? [...] entonces empezamos a operar en varios frentes. Uno, frente de salud, construimos una clínica, en esa clínica se prestaba servicios absolutamente gratuitos a los campesinos, todo lo subvencionaban los ganaderos, los agricultores y comerciantes [...]. Dos, tema de educación, construimos 52 escuelas rurales, y Acdegam nombró los maestros, con ese tema de los maestros teníamos una enorme ventaja, porque ellos manejan los niños y los jóvenes, y a esos eran a los que les teníamos que llevar el mensaje claro, anticomunista, contraguerrillero, el mensaje de autodefensas como una organización militar dispuesta a liberar a Colombia de las FARC y del ELN [...]. El Magdalena Medio colombiano tenía un eje central que era Acdegam, que era de los paramilitares, era la fachada social y política.[363]
Esta coalición regional contrainsurgente, violenta y expansiva, se dio en paralelo a la expansión de las organizaciones guerrilleras, principalmente las FARC-EP y el ELN, que utilizaron los secuestros y las extorsiones como sus «principales bases financieras»[364]' Eran los tiempos de los intentos de apertura democrática y políticas de paz del gobierno de Belisario Betancur (1982-1986). En este marco, el entramado paramilitar desde Puerto Boyacá buscó contener los intentos de democratización y de paz a través de acciones de violencia sistemática (persecución, exterminio y destierro) contra miembros de grupos políticos de izquierda, como la Unión Patriótica y el Partido Comunista, sindicalistas y líderes sociales. Comenzó en municipios como Cimitarra y Barrancabermeja (Santander), Puerto Boyacá (Boyacá) y Puerto Berrío, Yondó y Puerto Nare (Antioquia), y se propagó hacia zonas del país como Urabá, los Llanos Orientales y el Nordeste antioqueño.
La coalición contrainsurgente involucró a todo tipo de sectores. En principio, distintos grupos económicos que buscaban defender su patrimonio en un entorno de zozobra por la violencia guerrillera; los narcotraficantes buscaban expandir sus negocios ilegales y protegerse de las presiones extorsivas o conflictos con estos mismos grupos. La fuerza pública y los organismos de seguridad e inteligencia tenían como objetivo la contrainsurgencia, en un espectro difuso entre lo «militar» y aquello que consideraban como «quitarle el agua al pez». Por su parte, los políticos regionales tenían el interés de eliminar los actores que amenazaban con arrebatarles el poder que ostentaban. Por medio de Acdegam se canalizaron los recursos necesarios para el acondicionamiento de centros de entrenamiento e instrucción de los integrantes de las estructuras paramilitares, el pago de sueldos, las armas y sus municiones[365]. Su influencia se traduciría en lo que el mayor (r) del Ejército Óscar de Jesús Echandía afirmó en diciembre de 1982: «una Puerto Boyacá limpia de guerrilla»[366].
Estas frases con las que justificaban el proyecto fueron una apología a la guerra contra la población civil que se consolidó desde 1983 y cuyo saldo fue al menos 18 masacres y miles de desplazados. Esta estrategia se dio en paralelo con la ofensiva del MAS o Los Masetos, que, bajo la etiqueta del movimiento antisubversivo original (Muerte a Secuestradores)[367], actuaba encubierto para ejecutar asesinatos selectivos. El MAS estaba formado y financiado por narcotraficantes e integrado también por 59 miembros del Ejército, como lo reveló el procurador Carlos Jiménez Gómez en 1983. En este proyecto tuvieron participación mercenarios extranjeros[368] que fueron instructores en las escuelas de entrenamiento en el Magdalena Medio, uno de ellos, Yair Klein, quien llegó auspiciado por sectores de la fuerza pública y empresas como Uniban[369], según testimonios entregados a la Comisión:
«[Klein] era quien los instruía y quien, más o menos, que tenían que hacer un curso y que se graduaban cuando podían matar y descuartizar un hombre en cinco minutos. Era algo terrible, para mí... Era algo terrible, algo que hería la sensibilidad de cualquier persona. Yo recuerdo que, para mí, fue devastador escuchar todo esto. Comentaba que, en el Magdalena Medio, los paramilitares tenían cárceles, porque allí juzgaban a la gente que ellos consideraban que estaban incurriendo en delitos y, si los condenaban, los condenaban a morirse al aire, a la intemperie, al sol y al agua. No les daban comida.[370]
Estos cursos tuvieron un papel importante en el horror venidero, pues capacitaron a un personal que cometió atentados con explosivos, con manejo libre de armas y la práctica de torturas y atrocidades. Se dieron a conocer en grandes masacres paramilitares en las fincas Honduras y La Negra, del corregimiento de Nueva Colonia, en el municipio de Turbo[371]. Las escuelas de entrenamiento y los eventos de capacitación que se realizaron llegaron a ser tan notorios que, desde el Urabá, enviaban jóvenes de las familias de empresarios a «paseos» para recorrerlas, entre los que estuvo Raúl Hasbún Mendoza, quien luego comandó estructuras de las AUC bajo el alias de 'Pedro Bonito'[372].
En 1988 un informe del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) incriminó a diferentes autoridades con el paramilitarismo, lo cual -sumado a otros hechos como los magnicidios cometidos por grupos paramilitares y las masacres que salieron a la luz pública, como la de La Rochela- desembocó posteriormente en la ilegalización del paramilitarismo a través del Decreto 815 de 1989. Según ese informe:
Algunas autoridades con jurisdicción en el Magdalena Medio colaboran con Acdegam, destacándose las siguientes: 1) Procurador Regional de Honda (Tolima). 2) Comandante y Subcomandante de la Base Militar de Puerto Calderón. 3) Comandante de la Policía en La Dorada (Caldas). 4) Comandante de la Policía en Puerto Boyacá (Boyacá). 5) Luis Rubio, Alcalde de Puerto Boyacá (Boyacá), de quien se dice, recibe la suma de $2 millones mensuales de los narcotraficantes[373].
Pero en el periodo de 1991-1994, a pesar de la desmovilización de las Autodefensas de Puerto Boyacá en 1991, el paramilitarismo entró en una dinámica de crecimiento que llegó a escala nacional en una vorágine de violencia que usó el terror a gran escala. Esto fue posible gracias a que la experiencia de Puerto Boyacá creció y marcó un modelo replicable en otras regiones del país, construyendo sus escuelas de entrenamiento y enviando avanzadas paramilitares a diferentes territorios, que terminaron influyendo en la conformación de grupos locales o el entrenamiento de los existentes, en un crecimiento paralelo al de las FARC-EP y el ELN. Esa desmovilización de las Autodefensas de Puerto Boyacá en 1991, sumado al desarme parcial del grupo Los Tangueros, del narcotraficante y posterior líder paramilitar Fidel Castaño, fueron leídos por algunos sectores como una solución al fenómeno del paramilitarismo y como un triunfo en la desactivación de estas estructuras.
Sin embargo, entre 1989 y 1994 ya se estaban consolidando otros grupos paramilitares. Es el caso de la aparición de Los Carranceros y de los grupos previos a las Autodefensas Campesinas de Meta y Vichada (ACMV), creados en sinergia entre mandos medios de las Autodefensas de Puerto Boyacá y los intereses, hombres y capital de Víctor Carranza, importante esmeraldero con negocios en el narcotráfico[374]. Así, mientras el país celebraba el triunfo de la Constituyente de 1991, los grupos paramilitares se reconfiguraban en procesos de fusión, crecimiento y profundización de alianzas en sus regiones.
La red de colaboración que significó el grupo Los Pepes y especialmente tras el asesinato de Pablo Escobar en 1993, donde participaron los hermanos Castaño aliados con el Cartel de Cali, el Bloque de Búsqueda de la Policía y el apoyo de la Administración de Control de Drogas (DEA), de Estados Unidos, generó un escalamiento de esas alianzas en todo el país. Los hermanos Castaño, para quienes la guerra contra Escobar por el control del narcotráfico consistió en una pausa en su proyecto regional contrainsurgente[375], salieron fortalecidos: regresaron al sur de Córdoba con nuevo armamento e hicieron contactos con el Cartel de Cali y diferentes personajes del poder nacional, especialmente de las Fuerzas Militares. Llegaron a Córdoba con un agradecimiento implícito de los gobiernos, como señala un empresario testigo de los hechos, quien les permitió consolidar las ACCU:
«Valencia, Tierra Alta, Canalete y San Pedro. Ahí cerca de Montería, arriba de Montería, eso es una zona franca paramilitar, el gobierno toleró, no estoy diciendo que se las entregó ningún gobierno, pero sí que se los toleró, tanto el gobierno de Andrés Pastrana como el de Samper. Es que yo creo que eso era una contraprestación por el servicio que habían prestado con Los Pepes [...]. Y tú sabes muchas cosas sobreentendidas, que no necesitan acuerdos firmados ni pactos ni nada, sino “tú no me hagas duro y yo tampoco te hago duro, yo me meto aquí y tu volteas pal otro lado”, ese tipo de comportamientos permisivos»[376].
Con ello, empezó el proyecto de unificación de los múltiples grupos armados privados, ejércitos narcotraficantes e iniciativas contrainsurgentes que se encontraban en la región[377] y que tenían un carácter más local. Entre 1994 y 1995, Carlos Castaño; Vicente Castaño, alias el Profe; Carlos Mauricio García, alias Doblecero; Diego Fernando Murillo Bejarano, alias 'Don Berna', y Salvatore Mancuso, alias 'Mono Mancuso' o 'Triplecero', lideraron la estrategia de cooptación y capacitación de estos grupos para el proyecto de retoma del Urabá, para el cual absorbieron a los Comandos Populares, estructuras de rearmados del antiguo Ejército Popular de Liberación (EPL) surgidas luego de la desmovilización de esta guerrilla.
Urabá era un territorio clave para el narcotráfico y, además, para el control contrainsurgente, dada la fuerte presencia de las FARC-EP y la desmovilización del EPL. Pero también un territorio con una clase económica que había sido impactada por la violencia guerrillera que se intensificó en la década de los noventa y que impulsó la vinculación de empresarios de la zona con los grupos paramilitares. La Comisión recibió testimonios que describen la crueldad de la violencia guerrillera hacia sectores medios y altos en la región, que dejaron una estela de centenares de muertos, negocios quebrados y un abandono de la zona movido por el miedo, en una región fuertemente golpeada por el genocidio de la UP por parte de dichos grupos paramilitares.
Pero el proyecto expansivo y de retoma a gran escala de territorios fue central para que las nacientes ACCU ganaran capacidad militar y poder suficiente para la unificación de los grupos antisubversivos regionales. La conformación de las ACCU muestra la compleja naturaleza del paramilitarismo, ya que surgieron de la confluencia entre sectores de la Policía Nacional, el DAS, el Cartel de Cali y el grupo de los Castaño con alianzas dentro de los sectores bananero y ganadero, los grupos armados que constituían las Convivir y sectores del Ejército Nacional, donde se integraron algunos exguerrilleros y exmiembros de los Comandos Populares que surgieron del EPL.
Este conjunto de acciones, además del propósito contrainsurgente, fue funcional para diversos fines: detener las demandas del movimiento social y sindical -incluyendo la participación democrática de la UP-, ampliar el latifundio para ganadería extensiva y proyectos agroindustriales, aumentar el dominio sobre el narcotráfico, garantizar la operación de las empresas (como las grandes bananeras) que tenían presencia en la región, impedir los procesos de recuperación de tierra y las exigencias de reforma en la distribución de la tierra y tener control absoluto del corredor del nudo de Paramillo al golfo de Urabá con la salida al mar para el tráfico de armas y drogas.
Esta organización no tuvo una estructura jerárquica única, aunque argumentaba tener comandancias y roles definidos, sino un aparato militar híbrido que respondía a una red de directrices y actores que no se agotaban en sus líderes militares, ni en las figuras de los hermanos Castaño.
Una vez fusionados los grupos de la zona de Urabá, para 1995 comenzaron a enviarse paramilitares al suroeste antioqueño, al tiempo que, en el noroccidente del mismo departamento, un hacendado, Hernán Darío Moreno Calle, pedía a las ACCU que le suministrara personal y armamento para crear su propio grupo[378]. De la misma forma ocurrió en varios municipios en toda la región, en los que los grupos paramilitares, constituidos en bloques, fueron creados o capacitados por orden de los comandantes de las ACCU y liderados por Doblecero, pero «atendiendo el llamado de algunos empresarios, comerciantes y transportadores de la región»[379]. Desde allí se extendieron al Cesar, Magdalena, Sucre y La Guajira de la mano de Salvatore Mancuso, y enviaron grupos al Meta. Todos estos desplazamientos estuvieron marcados por masacres contra comunidades y el uso sistemático del horror.
Para 1997, las ACCU ya habían consolidado un aparato militar, económico y político en amplias zonas de Córdoba y Antioquia, así como frentes dispersos y en crecimiento en múltiples zonas del territorio nacional, sumados a los grupos armados legalizados bajo la figura de las Convivir.
Estos factores fueron el contexto y antecedente de la conformación de las AUC, otro salto organizativo del paramilitarismo que les permitiría expandir sus actividades. El 18 de abril de 1997, los hermanos Vicente y Carlos Castaño convocaron a los comandantes de las Autodefensas Campesinas de Puerto Boyacá, de las Autodefensas de Ramón Isaza y de las Autodefensas de los Llanos Orientales a una conferencia con el fin de unificar política y militarmente estas estructuras bajo la denominación Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En una segunda conferencia, llevada a cabo entre el 16 y el 18 de mayo de 1998 en la finca La 24 o Tulapa (ubicada en Urabá), se sumaron formalmente tres nuevas organizaciones: las Autodefensas de Santander y el Sur del Cesar (Ausac), las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC) y las Autodefensas de Cundinamarca. Así mismo, en el 2000 se creó el Bloque Central Bolívar (BCB), que desde su dominio armado en el Bajo Cauca, el Magdalena Medio y el nordeste antioqueño incursionó en territorios de Nariño, Caquetá y el Eje Cafetero, entre otros.
Las AUC se convirtieron en la etiqueta para escalar proyectos de cooptación estatal, ampliar sus alianzas con los actores civiles, políticos y empresariales y profundizar el control territorial. De esto son muestra las revelaciones sobre la «parapolítica» y la «paraeconomía» (entendidas como los entramados con lo político y lo económico), así como los casos de despojo de tierras que ha documentado esta Comisión. También los nexos de la Fiscalía con el paramilitarismo. Estas redes políticas y económicas se consolidaron al tiempo en que las AUC se presentaban como un actor político en el conflicto armado, que exigía reconocimiento como interlocutor ante el Estado y preparaba las bases para una posible desmovilización, pensando en mecanismos de amnistía.
Las AUC se constituyeron en la máxima expresión de articulación del paramilitarismo, un proyecto federado de estructuras y entramados anclados territorialmente bajo la apología de ser un movimiento político-militar de carácter nacional, antisubversivo y civil[380]. Ninguna declaración de sus mismos participantes reconoce esa estructura como narcotrafi cante. El propósito era, según Mancuso «unir fuerzas independientes, pero con un norte político, social y de capacidad de respuesta en caso de fuego en la guerra»[381].
En la interacción con diversos sectores, los diferentes grupos armados no fueron ajenos a la población civil, sino que impusieron un control social violento en los territorios, administraron conflictos y «justicia», y se relacionaron con la población a través de la cooperación voluntaria o por coacción: un proyecto paraestatal con dimensiones políticas, económicas, culturales y morales basado en una interpretación propia de la ineficacia del Estado nacional[382] y articulado con la fuerza pública y sectores políticos y económicos que dejaría improntas en estos territorios que sobrevivieron a la desaparición de esta organización federada.
5.4.1. Relación con el narcotráfico: el motor
El entramado no podría haber alcanzado las dimensiones que ha tenido sin la participación de los dineros del narcotráfico. En los años ochenta el paramilitarismo dio un giro fundamental para convertirse en un ejército impulsado por las economías de la droga, que estuvo en múltiples ocasiones al servicio del narcotráfico. Este punto de inflexión en el paramilitarismo significó la entrada del narcotráfico al conflicto armado por vía contrainsurgente.
Desde los tiempos de Acdegam en Puerto Boyacá, para Henry Pérez la alianza con el narcotráfico fue central para sostener económicamente la ofensiva que estaba realizando la organización ilegal. En 1984, los narcotraficantes Gonzalo Rodríguez Gacha, alias 'el Mexicano'[383] y Pablo Escobar decidieron estrechar relaciones con el paramilitarismo, en cabeza de Gonzalo Pérez, tras el ataque de las FARC-EP a los laboratorios de 'el Mexicano' en llanos del Yarí (entre Caquetá y Meta), el robo de 200 kilos de cocaína y el incumplimiento de pactos sobre la construcción y uso de otros laboratorios[384].
Desde 1985, varios de los integrantes y aliados de esta estructura, incluido Henry Pérez, comenzaron a expandirse al Meta, Caquetá, Putumayo, Córdoba, Boyacá y regiones del nordeste, Bajo Cauca y Urabá en Antioquia[385]. Así, el componente contrainsurgente se entrecruzó con el interés por el exterminio y expulsión de sectores sociales y políticos contrarios al orden paramilitar; y con las motivaciones de expandir el negocio de las drogas a través del despeje de rutas de contrabando en sitios estratégicos del territorio nacional.
De ahí en adelante, esta relación se estrechó cada vez más hasta generar en los propios grupos paramilitares cismas y guerras internas por la preponderancia o por el control del narcotráfico, como lo fueron los enfrentamientos entre carteles que terminaron con la guerra total contra Pablo Escobar. Los Pepes acercaron a diferentes sectores nacionales de la fuerza pública, a organismos de seguridad e inteligencia del Estado colombiano, a agencias de inteligencia estadounidenses, como la DEA, al Cartel de Cali y a grupos paramilitares[386], que se coordinaron para dar muerte a Pablo Escobar. Una parte de ellos se convirtieron luego en aliados funcionales para el proyecto paramilitar:
«Triunfa ese sector del narcotráfico, el de Los Pepes, cuando matan a Pablo Escobar en diciembre del 93, y es casi que inmediatamente que ese sector aliado del Estado en la guerra contra el enemigo común, ese mismo sector es el que luego financia las campañas al Congreso de la República y a Presidencia en marzo de 1994. Es decir, tres o cuatro meses después, esos socios son los que financian la campaña política del año siguiente. [...] Las armas de Los Pepes son regaladas a los Castaño en Urabá. Las relaciones establecidas entre ese grupo de criminales con agentes del Estado probablemente son las que también sirven en lo sucesivo para continuar con esas relaciones, con ese trabajo conjunto; pero ya enfocado no en esta ala del narcotráfico, sino en las acciones del paramilitarismo contra la población»[387].
El rol central del narcotráfico es explicado por un exparamilitar del Bloque Centauros de esta estructura: «La financiación de los grupos se inicia con plata del narcotráfico. Ahora, usted no puede pelear una guerra contra la guerrilla si usted no tiene armamento y hombres, [...] ahí es donde inicia el narcotráfico»[388]. Bajo este argumento se comenzó a entrar aún más directamente en las actividades de la producción de estupefacientes, sobre todo de pasta de coca, donde los paramilitares llegaron a estar involucrados en todo el proceso dentro de esta economía.
Por ejemplo, en la localidad bogotana de Ciudad Bolívar, en los 2000, los paramilitares ejercían control sobre los expendios de droga, así como en varios sectores de la economía informal. Como lo relata un exparamilitar que estuvo implicado:
«Si pagaba impuesto el que vendía cigarrillos, imagínese el que vendía bazuco, coca, pepas, todo eso. Todo el mundo pagaba impuesto. Nosotros garantizábamos que la Policía no llegara, le pagábamos a la Policía, ganábamos y todo estaba controlado. Si usted llegaba a consumir y no pagaba, nosotros nos encargábamos de eso. Era un control total sobre toda la sociedad, sobre negocios ilegales y legales. Es que el control que ejerció el Bloque Centauros fue tremendo en la zona»[389].
En el marco de la desmovilización de las AUC, también fueron notorias las acusaciones de la venta de franquicias a reconocidos narcotraficantes, lo cual fue confirmado por investigadores del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) entrevistados por la Comisión y que tuvieron que salir al exilio. Según el Tribunal Superior de Bogotá:
El fenómeno de la venta de «franquicias» no se puede pasar por alto, pues precisamente, esto demuestra cómo Carlos y Vicente Castaño les vendieron a narcotraficantes una cantidad elevada de armas y hombres entrenados militarmente, para que estos de manera autónoma los manejaran en sus territorios. Y así, muchos narcotraficantes terminaron beneficiándose jurídicamente del acuerdo de paz que devino en la promulgación de la Ley 975 de 2005. En ese contexto, se puede entender que las AUC puedan ser caracterizadas de mejor manera como una alianza coyuntural de señores de la guerra y narcotraficantes, que por separado terminaron negociando con el comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, su tránsito a la legalidad.[390]
Así, terminaron entrando narcotraficantes como Francisco Javier Zuluaga Lindo, alias Gordolindo, sobre quien «en las investigaciones realizadas por la Fiscalía se estableció que alias Gordolindo no cumplía los requisitos para estar en el proceso de Justicia y Paz, por no pertenecer a las estructuras financieras, políticas o militares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)»[391]. Según el Tribunal Superior de Medellín:
Varios narcotraficantes pasaron a ser comandantes de algunos bloques a través de la «venta de franquicias», como Carlos Mario Jiménez Naranjo, alias 'Macaco', quien se convirtió en el comandante del Bloque Central Bolívar, los hermanos Mejía Múnera, conocidos como Los Mellizos, comandantes del Bloque Vencedores de Arauca, Miguel Arroyave, comandante del Bloque Centauros, Diego Montoya y Hernando Gómez Bustamante, alias 'Rasguño' del Bloque Calima y Francisco Javier Zuluaga Lindo del Bloque Pacífico.[392]
Esta cercanía constante de los grupos paramilitares al narcotráfico, del que hicieron parte misma de su núcleo, también les abrió la puerta de las instituciones cooptadas por el paramilitarismo a diversos comandantes y miembros que ejercían además como narcotraficantes.
5.4.2. La desmovilización colectiva y el tránsito hacia organizaciones sucesoras del paramilitarismo
Años después, luego de diversas guerras entre las mismas estructuras paramilitares y una crisis en la organización que amenazaba con deshacerla, pero con la mayor presencia y control de territorios en su historia, las AUC se desmovilizaron. El proceso de desmovilización colectiva adelantado entre 2003 y 2006, entre el Gobierno nacional y las AUC, logró desescalar la violencia paramilitar y desarmar parte importante del control territorial y de la legitimación social que tenían esta organización y sus líderes. Sin embargo, se caracterizó por falta de transparencia y de participación ciudadana y de las víctimas.
Lo que inicialmente se mostró como un proceso de negociación con estructuras paramilitares cuyo contenido no se conoce, poco a poco se fue convirtiendo en un sometimiento a la justicia través de la Ley de Justicia y Paz; después, los principales comandantes paramilitares fueron extraditados a Estados Unidos. Estos obstáculos en el proceso fueron señalados como una traición por los exparamilitares, que se vieron envueltos en largos procesos jurídicos y administrativos que les impiden aún hoy una reintegración completa y que ocasionaron el desamparo de sus víctimas debido a la extradición, en sus exigencias de verdad especialmente.
Los términos pactados en el Acuerdo de Ralito nunca se conocieron, de manera formal, más allá del documento de tres páginas que fue presentado públicamente[393]. Esto ha minado la legitimidad y efectividad del proceso de negociación y desmovilización colectiva de las AUC y ha tenido efectos en el surgimiento de grupos sucesores del paramilitarismo. Por ejemplo, la Comisión de la Verdad[394] ha documentado el tránsito intergrupal espontáneo o inducido de combatientes del EPL a las ACCU, luego a las AUC y, en la actualidad, a las AGC.
Los grupos sucesores del paramilitarismo conformaron una compleja constelación de estructuras que ha tenido distintos momentos de alianzas y guerras, reflejados en un incremento de la violencia en las zonas en las que han operado y en un repunte del conflicto en varias regiones del país. Los nombres han cambiado mucho en 40 años y después de la desmovilización colectiva de las AUC, también se han empleado etiquetas y nombres, como Águilas Negras, que se han convertido en una «marca» de terror para perpetuar las amenazas, extorsiones y otras acciones violentas de manera indiscriminada[395].
Las relaciones con el Estado y las instituciones se han transformado, así como han cambiado también algunos de los escenarios y dinámicas del conflicto. Si bien muchos eslabones del entramado paramilitar permanecen intactos gracias a los privilegios concedidos a sus participantes, muchas de aquellas redes se desarticularon o cambiaron de actores concretos. Por parte de los entes de investigación, han existido procesos como los desarrollados por la Fiscalía en su Unidad de Análisis y Contexto[396], pese a la corta duración que tuvo, que no permitió esclarecer las responsabilidades de los terceros implicados; por la Unidad Especial de Investigación de la misma institución, nacida del Acuerdo de Paz de La Habana[397]; y por la Dirección de Justicia Transicional, que actualmente desarrolla una investigación sobre complicidad empresarial.
Como señalaron varios líderes de las entonces AUC en una reunión con la Comisión: «Las AUC desaparecieron, pero el paramilitarismo sigue». Las organizaciones que siguieron a la desmovilización de las AUC -como Los Rastrojos, Los Pachenca, Los Caparrapos o Caparros y el Clan del Golfo (autodenominado AGC), las Águilas Negras y sus células y facciones- son todavía parte del problema central de la reconstrucción de la convivencia y la paz en Colombia. Así mismo, la presencia y acciones de grupos de civiles que dispararon contra personas que participaron en las marchas del 2019 al 2021 son reflejo de este riesgo latente del fenómeno paramilitar y una prueba de la pervivencia de diferentes lógicas y estrategias propias de un pensamiento de que la guerra que siguen en pie.
5.5. El terror como estrategia
En esta guerra, el paramilitarismo dejó el mayor saldo de víctimas, con impactos profundos en la población y en los territorios donde actuó. La marca del terror paramilitar fue signada a través de modalidades de violencia que se caracterizaron por el uso de la crueldad y la sevicia, como masacres, asesinatos selectivos y desapariciones forzadas, así como la imposición de órdenes sociales violentos y las estrategias de legitimación en las comunidades donde han tenido presencia. Son innumerables los testimonios entregados a la Comisión de la Verdad que resaltaron la barbarie que implicó la incursión de estos grupos armados a un territorio y las posteriores imposiciones de control y regulación violenta a la vida de sus pobladores. De acuerdo con la información disponible en la base de datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, el 61,6 % del total de víctimas civiles letales en Colombia entre 1958 y 2018 (140.642[398] personas), fueron causadas por grupos paramilitares.
Las estructuras paramilitares cometieron las mayores violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH). Según los datos del CNMH, el 91,5 % de las víctimas de los paramilitares fueron objeto de asesinatos selectivos, masacres y desaparición forzada, dentro de la siguiente distribución: asesinatos selectivos (61,44 % de su total de violaciones a los derechos humanos), desapariciones forzadas (20,51 %), masacres (9,54 %), violencia sexual (4,37 %), secuestro (2,89 %) y reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes (1,23 %)[399].
Este actor, de la mano del Estado, tiene una responsabilidad central en el agravamiento de la crisis humanitaria y en la escalada de violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH ocurridas durante este periodo, que alcanzaron un pico en 2002 con cifras sin precedentes en el marco de la historia de Colombia. Según estos mismos datos, los grupos paramilitares no únicamente generaron el mayor número de víctimas civiles en el marco del conflicto armado, sino que el 98,52 % de las víctimas fueron civiles, frente al 1,48” % de víctimas no civiles[400], lo que evidencia una estrategia común dentro de las diferentes estructuras paramilitares desde los años ochenta. En medio de la guerra irregular que llevaron a cabo, los paramilitares operaron a través del terror contra la población desarmada como estrategia premeditada para el control de la población y el territorio, el despoblamiento y el despojo.
Además, el paramilitarismo combinó las estrategias de violencia generalizada en paralelo con planes de consolidación de los territorios a través de la imposición de formas de control social que estuvieron mediadas por la crueldad y la extensión del terror, pero también por prácticas de legitimación social. Según un excomandante de las AUC, el despliegue de terror dentro de esta estrategia de arrasamiento era funcional a sus objetivos, en la medida en que desocupaba los territorios por medio de desplazamientos forzados masivos y el uso de atrocidades como forma de paralizar mediante el terror a comunidades y movimientos sociales considerados como parte del enemigo[401]:
Si generábamos terror y lográbamos que nos tuvieran el mismo miedo que a la guerrilla, esa comunidad no le iba a «copiar» a la guerrilla, por eso se usaban decapitaciones, descuartizamientos, era una táctica orientada por 'Doblecero', la aplicábamos también como una forma de sobrevivencia porque éramos muy pocos hombres. Otra de las tácticas utilizadas y de las más efectivas era el desplazamiento, así le quitábamos el apoyo y el suministro de alimentos, medicinas e información a la guerrilla que estaba en zonas rurales, les decíamos [a los campesinos] que si no abandonaban las zonas íbamos a matar a los que no se fueran, quienes se quedaban, para nosotros eran guerrilleros y a esos los matábamos, era una táctica para debilitar al enemigo militarmente, porque los controlábamos.[402]
Desde la década de los ochenta, con las Autodefensas de Puerto Boyacá en el Magdalena Medio, las escuelas paramilitares tuvieron un papel determinante en el entrenamiento en el horror que se extendió a partir de entonces a todo el país[403]. Uno de los responsables del adiestramiento militar en el sur del Magdalena Medio en los años ochenta relató en su testimonio cómo el estímulo de la barbarie era una medida de quién pretendía ganar la guerra:
«A lo último se llegó a la conclusión de que el que más barbaries cometiera, ese era el que iba a ganar. Porque nosotros en ese entonces -y no lo puedo negar, eso es cierto- decíamos: “Pues si la guerrilla es capaz de matar, pues nosotros también. Pa qué nos enseñaron, vamos a ver quién mata más. Quién hace más barbarie. Vamos a ver si ellos hacen masacres y todas esas cosas. Vamos a ver...”. Entonces ahí comenzó fue la guerra a ver quién es capaz de hacer más cagadas que el otro para poder atemorizar más a la gente. O sea, eso se hacía era con el fin de ganar como respeto, de atemorizar más a la gente»[404].
La obsesión paramilitar de eliminar a quienes consideraban enemigos -en su lógica de la doctrina contrainsurgente-, los intereses superpuestos de los actores del entramado paramilitar y la violación del principio de distinción entre combatientes y población civil llevaron a una guerra de exterminio. Según la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín:
El fin último era eliminar las ideas, las enseñanzas, las relaciones y frustrar la acción colectiva de las comunidades y las distintas formas de asociación, que quedaban totalmente atemorizadas y subyugadas. La comisión sistemática y generalizada de homicidios y desapariciones forzadas impuso la muerte como instrumento para el sometimiento y la sumisión de la población y por esta vía, el silenciamiento y/o la destrucción de procesos sociales de identificación, reconocimiento y reivindicación de derechos.[405]
Según un exasesor de paz del gobierno colombiano en su testimonio a la Comisión de la Verdad:
«Eso nos lo dijo Castaño a nosotros en la reunión, que [...] habían cambiado la estrategia, que no había que atacar a los familiares de los guerrilleros, sino a los colaboradores de la guerrilla, porque había que quitarle el agua al pez. Y empezaron a matar a los peluqueros, a los que los motilaban, a los que vendían drogas en las farmacias, a los que daban servicios de transporte, a todos lo que consideraban que tenían alguna vinculación menor, a las novias, a los familiares de las novias empezaron a matarlos»[406].
La forma más visible de perpetración paramilitar fue la masacre. Esto no fue accidental. Con las AUC, las masacres se convirtieron en un patrón generalizado en medio de la disputa por el control del territorio. A ese despliegue máximo de terror y sevicia se llegó por la concurrencia de dos factores: la mentalidad de la guerra total contra la guerrilla, proveniente de las Fuerzas Armadas, y las prácticas atroces de deshumanización de las víctimas, generalizadas a lo largo de las décadas de conflicto armado y por las escuelas de entrenamiento paramilitar. La idea de este tipo de masacres es la visibilidad total, la representación de la barbarie, donde a las escenas del horror se suman grafitis o carteles sobre las víctimas con letreros como «guerrillero», «sapo» o «drogadicto».
Todo lo anterior derivó en una degradación cada vez mayor de la guerra, que no únicamente se manifestó en las acciones violentas, sino también en nuevas motivaciones y modos de hacer y justificar la guerra. Esta degradación asociada al terror paramilitar se extendió a casi la totalidad del país entre 1997 y 2002, como lo muestran los mapas 1 y 2 elaborados con el registro de acciones violentas cometidas por estos grupos. Los mapas indican los lugares donde se dieron los hechos, aunque la intensidad en los lugares no fue similar.
Mapa 1. Distribución territorial de las acciones violentas de las AUC en 1997
Fuente: elaboración propia con datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH.
Mapa 2. Distribución territorial de las acciones violentas de las AUC en 2002[407]
Fuente: elaboración propia con datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH.
Además de las estrategias que buscaban engendrar terror y dar visibilidad a su violencia, los grupos paramilitares trataron de moldear o generar formas de control social autoritarias, en función de las diferentes fases de la guerra o de los territorios del país adonde llegaron o se afianzaron. Si bien durante una fase del conflicto sus estrategias fueron los ataques directos para generar parálisis en las comunidades, su estrategia se dirigió también hacia nuevas formas de control social basadas en su poder de coacción o en la normalización de accionar.
Por ejemplo, se dio la creación de los Promotores de Desarrollo Social (PDS) en el Bloque Élmer Cárdenas de las AUC para intentar crear una suerte de institucionalización de los programas sociales del grupo paramilitar[408]. Estas formas de control social, según una sentencia de Justicia y Paz, llegaron a monopolizar mecanismos de participación ciudadana que quedaron bajo su control:
Con esta estrategia, el Bloque copó buena parte de la vida social de la zona sobre la que ejercía influencia, monopolizando los mecanismos de participación ciudadana, con las juntas de acción comunal, formadas por el mismo Bloque, como con la Asociación Comunitaria del Norte de Urabá y Occidente de Córdoba, que recibía recursos de cooperación extranjera, como con el apoyo a los representantes de la región en los órganos colegiados nacionales; así como con las alcaldías y concejos municipales[409].
Esta convivencia de control paramilitar en zonas donde funciona una institucionalidad aparentemente normal, con presencia de instituciones del Estado, entre ellas la fuerza pública, es un desafío actual para la construcción de la democracia en Colombia porque aún hoy estos fenómenos siguen dándose. Las comunidades reguladas por el paramilitarismo han visto restringidos sus derechos sociales y políticos, con el constreñimiento radical sobre cuestiones como entrar o salir de su comunidad, hablar de temas vetados por su poder de coacción, visitar lugares públicos, reunirse o comerciar, también en las formas de amar, especialmente contra personas del colectivo LGBTIQ+. Las formas de supervivencia, permanencia o resistencia de la población han pasado por el silencio, la aceptación, la omisión y la tolerancia, y en otros casos por el respaldo. El apoyo a las formas de resistencia y reconocimiento de este papel activo de numerosas comunidades, así como el desmantelamiento de estos mecanismos de control, sigue siendo una tarea pendiente para la construcción de la paz.
5.6. Las profundas alianzas de los entramados paramilitares
A pesar de la desmovilización colectiva de las AUC (2003-2006), en la que distintas estructuras paramilitares entregaron armas e iniciaron un proceso de reintegración a la vida civil, el paramilitarismo no es un problema del pasado. Al contrario, es un fenómeno que sigue vigente y que, alimentado por una multitud de factores, se constituye en uno de los obstáculos centrales para avanzar hacia un proyecto nacional de paz.
Diversas medidas que se han tomado para desactivar el fenómeno paramilitar han sido saboteadas o han resultado insuficientes porque han estado dirigidas, de manera limitada, a la desarticulación del brazo armado a través de procesos de desarme y desmovilización. Sin embargo, se ha obviado que el fenómeno paramilitar desde los años ochenta se consolidó como una estrategia sostenida por una red de relaciones y alianzas entre diversos sectores políticos, económicos, militares y sociales, en un entramado del cual hay avances insuficientes en la investigación que se hizo sobre terceros implicados que se beneficiaron de las acciones paramilitares.
El ejemplo de esta conformación de alianzas fue precisamente uno de los hitos fundadores del paramilitarismo a mediados de los años ochenta: la coalición regional contrainsurgente que se formó con centro en Puerto Boyacá, en la zona sur del Magdalena Medio. En el afán de frenar las medidas de amnistía del gobierno de Belisario Betancur, se conjugaron los intereses de militares, dueños de la tierra, políticos regionales y locales, integrantes de las mafias asociadas al negocio de las esmeraldas y narcotraficantes del Cartel de Medellín.
La figura 1 muestra, en términos muy amplios, los principales sectores e intereses que tejieron la alianza en Acdegam. Como se puede ver, el «brazo armado» o la tropa paramilitar propiamente dicha fue solo una parte de una red mucho más amplia.
Figura 1. Alianzas en la conformación de Acdegam
Fuente: elaboración propia con base en información testimonial, sentencias e informes entregados a la Comisión.
Aún hoy, la profundidad de las alianzas no ha sido completamente esclarecida, y sobre esta verdad pesa un amplio manto de negación que ha sido parte de las estrategias de este entramado paramilitar para mantener los privilegios y el poder que ganó a costa de la muerte.
El entramado paramilitar ha incluido actores del Estado, sectores de las Fuerzas Militares y la Policía, organismos de seguridad e inteligencia (como el DAS), órganos estatales colegiados (Congreso, asambleas y concejos), instituciones judiciales (como la Fiscalía General de la Nación), organismos de control, entidades como el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) y notarías. También sectores económicos agroindustriales, extractivos y de infraestructura y otros, como empleados públicos, altas esferas y candidatos a cargos de elección popular; también ha permeado a sectores de la Iglesia y de los medios de comunicación.
La participación de estos distintos sectores no fue uniforme. Asumieron diversos roles, desde dar apoyos pasivos (tolerancia, omisión de debida diligencia y beneficio) hasta directos (patrocinador, cooperante, beneficiario, socio e instigador). Así mismo, las interacciones fueron multidireccionales, los sectores ilegales del entramado incursionaron en los ámbitos político y estatal, y los sectores estatal y empresarial instrumentalizaron a los grupos armados ilegales para consolidar su poder. Hubo una «captura invertida del Estado»[410].
De igual manera, en cada uno de estos sectores la Comisión encontró personas detractoras de esta participación, muchas de las cuales sufrieron consecuencias precisamente por ello. Sobre esto es diciente el caso del coronel (r) Julio César Prieto, quien se atrevió a adelantar operativos contra los paramilitares en un contexto de profunda cooptación, lo que llevó a intimidaciones y traslados:
«Le entrego el informe, le explico todo, le explico que el gobernador había sido elegido por los paracos, que los senadores tal, que los alcaldes tal, que todo, todo, y mi general me dice: “Mire, Prieto, usted se ha convertido en una papa caliente la berraca, hermano; el presidente de la república, Álvaro Uribe Vélez, me ha dado tres veces la orden de relevarlo a usted”»[411].
«Coronel, usted es un tipo muy joven, usted es inmaduro, usted todavía no conoce la vida. No se meta con esa gente -refiriéndose a los paramilitares-. Usted es una ficha de ajedrez y lo pueden mover. ¡No joda tanto!». Esa petición del entonces secretario de Gobierno departamental me mostró los tentáculos que tenían los paramilitares en diversas autoridades del orden ya departamental, no solamente municipal como lo había percibido en otras autoridades[412].
En palabras de uno de los excomandantes de las AUC, esta articulación como parte de un entramado ha estado ligada a su pervivencia en el tiempo:
«Usted sabe que las Autodefensas -llámense ACCU, llámese AUC- son grupos que, si se quiere trabajar y quiere que todo le salga bien, tiene que tener participación en esa mesa ya sea de personal del Ejército, personal de la Policía, hasta la misma Fiscalía, alcaldías, para poder trabajar y hacer un papel en el cual todos salgan beneficiados y que ese proyecto no se vaya a caer, porque si uno trabaja como delincuente o como un grupo al margen de la ley, por rueda suelta, téngalo por seguro que se cae y se desbarata rápido»[413].
Esta lógica de entramado significó un ejercicio continuado y permanente de construcción de alianzas por parte de los paramilitares que se dio de múltiples formas. Alianzas que ocurrieron en doble vía, no únicamente propiciadas por los grupos armados, sino también por políticos, empresarios, funcionarios y civiles que buscaron a los grupos paramilitares. Una de las formas en las que se creaban los vínculos y pactos era por medio de una estructura de compartimentación de las comunicaciones, que además ayudaba a proteger a los involucrados. Según uno de los encargados de estas alianzas por parte de unidades del Ejército:
«Ustedes se preguntarán: “Venga ¿y cómo actuaban estos manes para que no los pillaran?, ¿tanto tiempo sin que los pillaran?”. Entonces yo les digo: “Miren, está el general, está el gobernador, entre estos dos se hablan y la relación es oficial, normal, y está el pecador, que puedo ser yo u otro, otra estructura, y entran aquí”. La primera reunión se hace, el gobernador saca al general para que hable con el pecador, en este caso somos tres interactuando, y ya quedo yo conectado con el general, o el general me saca al gobernador, pero ellos dicen: “La compartimentación”. ¿Qué es la compartimentación? Que la mano derecha no sepa lo que hace la mano izquierda; entonces ustedes ponen a un hombre de confianza, a partir del momento se entienden con este man, porque este es el seguro de vida del general o del gobernador, y este es el que maneja todo, y si algo se revienta ustedes dos pueden... que fue lo que me pasó a mí, yo fui este [hombre de confianza] para mucha gente, se hicieron cosas y el peso de todo eso lo he recibido yo, ¿ven? Ese es el engranaje, y todo va engranado»[414].
La magnitud de este entramado ha sido revelada a la Comisión de la Verdad en multiplicidad de testimonios, informes, sentencias y declaraciones de responsables paramilitares. Se trata de una evidencia amplia y contundente de estas relaciones.
5.7. La relación con la fuerza pública
El origen y la expansión paramilitar contó con el apoyo directo de directivos de la fuerza pública colombiana, entre los que se encuentran altos cargos del Ejército, aunque solo algunos de ellos han sido investigados y condenados por sus alianzas con el paramilitarismo.
Sentencias de la Corte Interamericana contra Colombia, muestran la existencia de vínculos entre miembros de la fuerza pública y el paramilitarismo en operaciones conjuntas, apoyo y coordinación, así como omisiones de integrantes de la fuerza pública. Las sentencias que se han logrado expedir por parte de tribunales nacionales e internacionales son una muestra de la profundidad de estas alianzas operacionales e ideológicas, como en la masacre de La Rochela (1989[415]), la ejecución extrajudicial del exsenador de la Unión Patriótica Manuel Cepeda Vargas[416] (agosto de 1994), las masacres de Ituango[417] (junio de 1996, La Granja; y octubre de 1997, El Aro), la masacre de Mapiripán (1997[418]) y la operación Génesis[419], en sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
También numerosos militares y exmilitares han dado su testimonio ante la Comisión confirmando estas estrechas relaciones en muchos casos de ejecuciones extrajudiciales presentadas como muertes en combate, los llamados «falsos positivos».
Hubo omisiones intencionales, como el levantamiento de retenes del Ejército para permitir la movilidad de los ejércitos paramilitares y la inacción frente a las denuncias de las personas con respecto a la amenaza paramilitar. Por ejemplo, en el caso de la masacre de La Gabarra, una mujer víctima narró a la Comisión de la Verdad:
«La Policía se había salido una semana antes de la masacre y lo más triste fue que el Ejército estaba pasando el puente, hay un puente que pasa, atraviesa el río y llega a la base del Ejército y de ahí para allá siguen muchas fincas, y pues el Ejército realmente no salió a combatir ni nada, se quedó encerrado en la base»[420].
De igual manera, un exoficial del Ejército que era uno de los encargados de una unidad militar presente en la zona, relató a la Comisión la manera como simuló un ataque a la base que tenía encargada para justificar la ausencia de la fuerza pública en el corregimiento de La Gabarra, Tibú, cuando fue cometida la segunda masacre por parte de paramilitares en dicho lugar, en mayo de 1999. Cuando las autoridades investigaron, mintió sobre los hechos:
«Yo dije: “No tenía conocimiento, nos hostigaron, nos atacaron, estaba lloviendo, se fue la luz”. O sea, tratando como de emplear todos los medios disponibles para mi defensa. Claro, yo les dije inicialmente: “No, esto no”. Y lógicamente todo el batallón pues estaba, no con un libreto, sino que realmente ocurrió eso, con ficción, pero ocurrió. Atacaron, hostigamiento, tiros, o sea, todo fue aparentemente “real” bajo una fachada»[421].
Por hechos asociados con la masacre de La Gabarra, el capitán Luis Fernando Campuzano, excomandante del Batallón Contraguerrilla n.° 46, fue condenado a 40 años de prisión, a través de sentencia de la Corte Suprema de Justicia del 12 de septiembre de 2007.
Por otro lado, hubo colaboraciones activas entre miembros de la fuerza pública y paramilitares, entre estas entrenamiento, entrega de armamento y municiones, como ocurrió con las escuelas de entrenamiento de Puerto Boyacá, financiadas a través de Acdegam y en las que el Ejército facilitó armamento y material de intendencia. También intercambios de información y de listas de personas señaladas como simpatizantes o miembros de grupos de guerrillas. Así lo relató una víctima de desplazamiento de la región de La Trocha Ganadera en su testimonio ante la Comisión de la Verdad:
«El 13 nos llegó la noticia a ese rincón de esa avenida La Esperanza de que nos teníamos que presentar donde el capitán Terán del [batallón] Joaquín París, porque así decía la escarapela “Ejército Nacional”. El 14 nos presentamos acá a escucharle sus mensajes. [...]. Le dijo a un soldado que estaba con él, le dijo que le pasara un cuaderno, el soldado le alcanzó el cuaderno y lo colocó encima de una pierna del mismo capitán y lo golpeó así y dijo: “Este cuaderno es donde traigo el listado para saber quién es quién”. Entonces yo le dije: “Bueno, ¿qué significa eso, capitán?”. “Es colaborador, o es miliciano, o es guerrillero”. “¿Y qué pasa ahí, capitán?”, y dijo: “Todo el que resulte aquí, va de una pal río”. Esa fue la nota [...]. Nos dijo otra cosa: “Ahora no es que vayan a decir que yo estoy enlazado con los paramilitares”. Nos recomendó eso. Resulta que, en ese caso, todo lo que mirábamos, todo lo que yo miré de para acá, todos los anillos de seguridad que tenían para él, todos decían “AUC”. El único que decía “Ejército Nacional” era el capitán y un soldado que estaba con él.»[422].
La colaboración entre fuerza pública y grupos paramilitares se dio, igualmente, en el desarrollo de operaciones conjuntas en las cuales se cometieron violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH. Sobre esto se ha pronunciado la Corte Interamericana de Derechos Humanos en sentencias como la expedida en 2004, en la que la Corte estableció la responsabilidad internacional del Estado colombiano por la retención ilegal y desaparición forzada de diecinueve comerciantes[423] por parte de paramilitares de Puerto Boyacá, bajo el mando de Henry Pérez, en vínculo con altos mandos de la fuerza pública[424]. Así mismo, se establecieron responsabilidades en las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre la masacre de Mapiripán, en la cual la inacción de la fuerza pública es dramática, y en la masacre de La Rochela. Así señaló a la Comisión, desde el exilio, un testigo de los hechos de Mapiripán:
«Eran dos grupos. Los de Carranza y esos que yo no sabía que existían, los del Bloque Centauros de las Autodefensas en la cooperativa, y los otros, los que entraron por río, eran los que venían de Urabá y ellos entraron por San José del Guaviare, por eso resultaron implicados Rito Alejo del Río y los otros oficiales del Ejército para esa época. Los paramilitares llegaron a San José del Guaviare por el aeropuerto en un avión»[425].
Otros vínculos de apoyo tienen que ver con la coordinación, guía y movilidad en terreno entre Ejército y grupos paramilitares; préstamo de instalaciones militares y alojamiento de integrantes de grupos paramilitares. Sobre esto, la Comisión conoció también la manera como la investigación sobre el caso de la masacre cometida en 1988 en las fincas de Honduras y La Negra, hoy corregimiento de Nueva Colonia, municipio de Turbo, en Antioquia, reveló los nexos entre miembros del Ejército, grupos paramilitares, narcotraficantes y mercenarios israelíes[426].
El general Luis Bohórquez[427], entonces director de inteligencia del Batallón Voltígeros de Turbo, Antioquia, habría alojado en las instalaciones del batallón a los paramilitares bajo el mando de Fidel Castaño, narcotraficante responsable de las masacres mencionadas, al igual que otras posteriores, como los 43 desaparecidos de Pueblo Bello. La investigación develó la amalgama de alianzas entre narcotraficantes como Pablo Escobar y Rodríguez Gacha, militares y paramilitares.
También hubo acciones en las que miembros de la fuerza pública alertaron a los grupos paramilitares de posibles acciones en su contra. La colaboración directa y aquiescencia llegó hasta el punto de que un excomandante de las AUC describió así dichos vínculos ante la Comisión: «Lo he dicho en diligencias y no me da temor decirlo: ninguna vuelta, en el argot nuestro, ninguna vuelta que se fuera a hacer era posible si no era coordinada con la fuerza pública»[428].
Según un exoficial de las Fuerzas Militares que tuvo participación directa en las sangrientas incursiones paramilitares, donde varios generales se reunieron con Carlos Castaño y con 'Doblecero', que era el capitán García Fernández, y ellos planearon y dijeron qué zonas había que liberar de la guerrilla.
« Existía un contubernio total y absoluto, y de eso no tengo la menor duda, porque es que era un patrocinio, digámoslo así y quienes miraron las cartas, planearon todas las incursiones en diferentes partes del país, como ustedes conocen y todo mundo sabe, fueron los generales, los que se sentaron con el alto mando, digámoslo así, de las autodefensas. [...] Y resulta que no ha pasado nada porque, como se dice vulgarmente, son vacas sagradas»[429].
Cabe aclarar que, a pesar de las acusaciones de parte de exparamilitares, no existen sentencias contra varios de estos generales relacionadas con sus presuntos vínculos con el paramilitarismo. Pero no únicamente era un asunto del Ejército, ni de sus altos mandos, sino que llegó a ser una articulación cotidiana de las actividades de ambos grupos legales e ilegales. Dichas colaboraciones estuvieron lejos de ser fruto de unas manzanas podridas, entendidas como responsables individuales sin una implicación de las instituciones. Al contrario, las alianzas fueron centrales en la conformación de estos ejércitos ilegales y se hicieron múltiples y continuadas en el tiempo, ocasionando operaciones contrainsurgentes conjuntas entre unidades militares y paramilitares, consecución de resultados falsos a través de ejecuciones extrajudiciales y otros mecanismos criminales, participación directa de militares (activos y retirados) en las filas paramilitares y contubernios para el entrenamiento de tropa, entre otras interacciones que prueban su cercanía.
En la zona de los llanos, donde operaron las Autodefensas Campesinas del Casanare, un exparamilitar relató en su testimonio:
«Allí no se salvaba era nadie. Que me diga un miembro de la Policía desde 1993 hasta el 2004 que es que “yo me paré y que no hice eso” es una mentira, porque cada homicidio, cada desaparición, cada cosa que yo hiciera, siempre se coordinaba con la estación de la Policía y si no, no se hacía nada. Cuando iba a suceder algo, ahí ellos sí decían “bueno, nosotros vamos a estar pa tal parte y nosotros hacemos eso”»[430].
Este entramado incluyó también a las agencias de inteligencia del Estado colombiano, como el entonces DAS. Según otro exparamilitar, «el DAS lo manejábamos nosotros al derecho y al revés. Entonces, este Benavides, que era un corrupto que estaba investigado en ese momento, lo hicimos nombrar director. Por algún motivo lo desnombran y lo volvimos a hacer nombrar»[431]. Un exoficial del Ejército corroboró esta información y añadió en su testimonio ante la Comisión: «Esto aquí es otro bloque de las autodefensas [...]. El DAS suministraba información muy confidencial sobre quiénes en el momento estaban siendo perseguidos, sobre todo de los jefes paramilitares de cada una de las regiones, [...] organizaban procesos para cerrar procesos con la Fiscalía, que no existieran antecedentes, etc. Todo eso ellos se encargaban de borrar absolutamente todo»[432].
En distintos territorios fueron de tal tamaño la articulación y la operación conjunta de grupos paramilitares y unidades militares, que en algunas regiones la población civil no distinguía entre unos y otros y se acostumbraron a reconocerlos como parte del mismo Estado. Los exparamilitares lo han relatado en múltiples testimonios:
«Nos cuidamos unos a los otros [...] queríamos acabar juntos con el conflicto armado, nosotros teníamos [el plan de combatir a] los grupos pequeños, informantes, expendedores de vicio, queríamos golpear con objetivos específicos. [...] Nos teníamos que repartir esos recursos con los militares porque ellos eran conscientes de que era una necesidad y que con esa plata, que no era mucha, podríamos subsistir»[433].
Incluso, según otro exoficial del Ejército, las colaboraciones iban mucho más allá del silencio frente a las operaciones paramilitares y la coordinación de golpes: implicaban prácticas de ejecuciones extrajudiciales para presentar como resultados a los superiores dentro del Ejército y otras prácticas de terror por parte de la tropa de la fuerza pública, como la siguiente:
«en la noche yo no era oficial de inteligencia, yo me hacía pasar como autodefensas [...] la gente se intimidaba al pensar que le estaban hablando como un hombre de las autodefensas y no como agente del Estado, porque al agente del Estado no le dicen nada, pero al hombre de las autodefensas sí porque al hombre de las autodefensas si usted le miente, lo mata»[434].
El jefe paramilitar Salvatore Mancuso Gómez reveló en los tribunales de Justicia y Paz la relación de dichas escuelas con mandos militares:
«Miembros de la fuerza pública dictaron cursos de instrucción; uniformados que retirados de los estamentos militares por problemas judiciales eran reclutados por las AUC; la labor que se les asignaba inicialmente era la de impartir instrucción militar y seguidamente eran ascendidos con la delegación de mando, como aconteció con Armando Pérez Betancourt, alias 'Camilo', integrante del Bloque Catatumbo»[435].
Así, por ejemplo, en 1997, José Miguel Narváez Martínez, que entonces era académico de la Escuela Superior de Guerra[436] y quien en 2005 fue nombrado subdirector del DAS, impartía cursos en las escuelas paramilitares La 35 y La Acuarela, entre otras[437]. Según un excomandante de las AUC, uno de sus cursos se titulaba «¿Por qué es lícito matar comunistas en Colombia?»[438]. Otro jefe paramilitar, Freddy Rendón Herrera, alias 'el Alemán', quien asistió a uno de esos cursos, señaló ante la Fiscalía General de la Nación:
«Él [Narváez] nos puso a tomar nota a los que habíamos [sic] en ese curso que eran por ahí 50 o 60 personas, de a quiénes había que matar, así lo decía crudamente, cuáles ONG había que atacar, y nos dio direcciones, nos dio nombres y demás [...] la lista fue grandísima»[439].
Se aclara que, en su testimonio ante la Comisión de la Verdad, José Miguel Narváez Martínez negó esta información.
En el marco de los espacios de reconocimiento de la Comisión de la Verdad, el exjefe Salvatore Mancuso afirmó que los paramilitares tuvieron responsabilidades directas en el caso del exterminio político de la Unión Patriótica, pero que, más allá de la autoridad material, representantes del Estado y sectores económicos fueron los que estuvieron detrás de esas órdenes:
«Cuando la guerrilla decide conformar la UP y empieza su vinculación con su vida política y a hacer campañas y participación en las elecciones democráticas y logra acceder a concejos, alcaldías, gobernaciones, etc., la preocupación enorme viene de las instituciones de seguridad del Estado, de los gremios económicos, industriales, y quiero decirle algo en este momento: la UP no fue exterminada por las autodefensas, su gran victimario fue el Estado colombiano. Nosotros, como autodefensas, tuvimos unas responsabilidades, por supuesto que sí, y aquellos que estaban cumpliendo una función que se señalaba por parte de los informes que recibíamos de inteligencia, que tenían una vinculación directa con el brazo armado de la guerrilla que daba la información para que quitaran del camino a aquellas personas que se oponían a la instauración de ese modelo ideológico y político que ellos tenían en su mente, a sangre y fuego. Empezó por parte del Estado a ejecutar acciones contra la UP. A nosotros nos endilgan infinidad de responsabilidades en el caso de la UP [...]. Esa gran responsabilidad no es nuestra, sino del Estado»[440].
Esta participación directa de la fuerza pública con los grupos paramilitares llegó a ser tan profunda en los casos en los que se dio, que los oficiales de las Fuerzas Militares que la denunciaban eran saboteados y amenazados, como lo mostró el testimonio del coronel (r) Prieto, anteriormente citado.
5.8. La parapolítica y la incursión paramilitar en las instituciones del Estado
Políticos y funcionarios públicos fueron otro de los sectores ampliamente implicados dentro del plan paramilitar de «penetrar todo el poder político: alcaldes, concejales, diputados, gobernadores, congresistas de las zonas que manejábamos [...] en últimas, poderes regionales que en suma garantizarían para las autodefensas un poder nacional»[441]. Las relaciones entre política y paramilitarismo también fueron en doble vía, pues muchos políticos y funcionarios a su vez buscaron a los comandantes de los grupos paramilitares para beneficiarse de su poder armado. La profundidad y continuidad de estas alianzas llegó hasta el punto de que uno de los máximos responsables de las AUC, Vicente Castaño, afirmaba:
Hay una amistad con los políticos en las zonas en donde operamos. Hay relaciones directas entre los comandantes y los políticos y se forman alianzas que son innegables. Las autodefensas les dan consejos a muchos de ellos y hay comandantes que tienen sus amigos candidatos a las corporaciones y a las alcaldías [...]. Creo que podemos afirmar que tenemos más del 35 por ciento de amigos en el Congreso. Y para las próximas elecciones[442] vamos a aumentar ese porcentaje de amigos[443].
Declaraciones como estas, también por parte de Salvatore Mancuso, uno de los principales comandantes de las AUC, detonaron denuncias y solicitudes de investigación que fueron el inicio de las investigaciones de la llamada «parapolítica». Estas investigaciones llevaron a develar esta parte del entramado paramilitar que operaba sistemáticamente y cuyos objetivos eran legalizar el despojo producto del desplazamiento masivo, tener control de recursos económicos, obtener control político de las instituciones públicas y otros fines de beneficio personal de paramilitares, políticos y terceros. Estos mecanismos terminaron pervirtiendo los poderes públicos, como el Congreso y la política, y consolidaron diversas formas de clientelismo y corrupción.
Para varias de las regiones de presencia histórica del paramilitarismo, como lo afirmó la Corte Suprema de Justicia en su momento, la implicación de estos sectores fue determinante para el control del poder político paramilitar:
[...] la adhesión de los dirigentes políticos a ese proyecto de las autodefensas no operó por temor, miedo, reverencia o coacción, sino que fue el fruto de un contubernio consciente y voluntario con la finalidad de conservar, consolidar o adquirir el poder político y en ese propósito se llegó a cooptar con las autodefensas el poder público que dimanaba de las diferentes alcaldías y gobernaciones cuyo control por parte del grupo ilegal armado fue total en los departamentos de Córdoba y Sucre[444].
Esto implicó también la infiltración y penetración a instituciones públicas, incluyendo el robo de recursos públicos para financiar grupos armados, empresas o redes de colaboración. Así sucedió con entidades de salud -como múltiples hospitales del Caribe[445] o la EPS indígena Manexka[446]-, con diferentes ONG -como Asocomún[447]-, con instituciones educativas - como la Universidad de Córdoba[448]- y, en general, con un gran abanico de estamentos públicos, como secretarías municipales y departamentales de Hacienda, Educación, Salud y contratos de infraestructura, entre otros. A la vez, se cometieron asesinatos y desapariciones contra quienes denunciaban estos hechos y fueron estigmatizados como parte de la subversión.
La cooptación e infiltración de las instituciones no fue la única estrategia por parte de las AUC. A finales de los años noventa comenzaron a diseñar proyectos políticos que ya no pasaban por los partidos más tradicionales, sino por la consolidación de lo que percibían como un «acumulado solidario comunitario»[449] en las regiones donde tenían actividades más allá de las militares. Así nacieron proyectos como «Por una provincia unida», del Bloque Norte; «Por una Urabá Unida, Grande y en Paz», del Bloque Élmer Cárdenas; y el Movimiento Alternativo Regional (MAR) o Clamor Campesino Caribe, del Bloque Central Bolívar. Dentro de este giro hacia una actividad electoral propia, que no dependiera directamente de sus aliados, se hizo toda una serie de reuniones y se firmaron pactos y acuerdos regionales con políticos y candidatos, en los que tuvieron participación empresarios, poderes locales y narcotraficantes.
Entre los pactos, quizá el más emblemático ocurrió en junio del 2001 y fue conocido como el (primer) Pacto de Ralito[450]. Los firmantes de este documento se comprometen a defender la independencia nacional, el derecho de propiedad y la unidad de la nación, así como otros derechos que citan de la Constitución de 1991. En los fragmentos más sonados está el llamado a la «irrenunciable tarea de refundar nuestra patria» y «firmar un nuevo contrato social». Sin embargo, hubo más pactos que no recibieron el foco mediático: el de la reunión de la Finca Las Margaritas, el de la cumbre de Caramelo, el de Chivolo, el de Granadazo, el de El Cañito, el de San Ángel, el de El Difícil, el de Granada, el de Puerto Berrío, el de San Rafael de Lebrija, el de la Lorena, el del Chocó, el de Singapur, el de Urabá, el de El Sindicato y el de Pivijay, entre otros que probablemente no tuvieron nombre[451].
Hasta el 2021, el análisis de la Comisión de la Verdad -a partir de 87 sentencias condenatorias hacia senadores, representantes a la Cámara y gobernadores condenados por estas relaciones y por pactos con las AUC- muestra la implicación comprobada y juzgada de 35 senadores y 37 representantes a la Cámara, así como 15 gobernadores en 18 de los 32 departamentos del país[452]. Los senadores, representantes a la Cámara y gobernadores condenados por sus relaciones, acuerdos y alianzas con estructuras paramilitares asociadas a las AUC pertenecieron a doce partidos y movimientos políticos[453], algunos de los cuales tuvieron un papel protagónico en la persistencia de las alianzas. Estos hechos suponen un cuestionamiento profundo a la responsabilidad del Estado. Nada de esto se produjo en la clandestinidad, sino a plena luz del día y con las instituciones del Estado funcionando con supuesta normalidad.
Sin embargo, las investigaciones continúan y muchas de ellas han permanecido congeladas debido a los mecanismos de impunidad que la misma cooptación institucional garantizó, a través de la infiltración en instituciones responsables de las investigaciones en su momento, como la propia Fiscalía y por medio de la coacción, amenazas y asesinatos de funcionarios valientes comprometidos con el Estado de Derecho quienes sí han emprendido los caminos del esclarecimiento. Según un informe interno de la propia Fiscalía en el marco de su estrategia de paz, en solo uno de los casos de cooptación de su propia institución:
En Córdoba se estableció una red de cooperación y corrupción en los organismos de inteligencia y de administración de justicia que allanó el camino para que los crímenes cometidos por los grupos paramilitares se mantuvieran en la impunidad. Esto, se logró mediante la designación de fiscales que no daban impulso a los procesos u obstaculizaban y obstruían su desarrollo; o les entregaban información a los miembros del Bloque Córdoba (...). Así mismo, los miembros del Bloque Córdoba establecieron vínculos con algunos funcionarios de la Defensoría del Pueblo, pues estos [...] se encargaban de asignar los abogados a quienes caían presos, con el fin no solo de tramitarles libertades y representarlos judicialmente sino para asegurar que no se supiera que aquellos eran miembros de las autodefensas[454].
El esclarecimiento de la parte del entramado paramilitar que va más allá del brazo armado es una tarea pendiente para el país, y sin ella no existe la posibilidad de una verdadera construcción de la democracia. Como lamenta el mismo exmagistrado de la Corte en la investigación sobre parapolítica:
«No se pudo avanzar en lo que tendría que haber sido la conclusión. Después, esto simplemente languideció. Después del 2012, las investigaciones de la parapolítica languidecieron... En la Corte, sí, todavía estamos investigando a tal congresista, a tal excongresista, pero sin proyecto, sin comisión, en el trabajo individual, como antes, con un apoyo todavía del CTI, pero sin la perspectiva. Entonces, no sé... Lo que debía ser la conclusión de una gran investigación de parapolítica que, inclusive, pudiera presentar su informe final que revelara, por todas las relaciones con la Fiscalía en las investigaciones de otros funcionarios de otro nivel, cómo eran las redes de apoyo, las estructuras políticas vinculadas con las organizaciones paramilitares. Todo eso quedó frustrado»[455].
5.9. El entramado con poderes económicos y la financiación de la guerra
Los políticos no fueron los únicos actores involucrados en las alianzas con el paramilitarismo. En su testimonio a la Comisión, un exparamilitar del Bloque Centauros describió la implicación de distintos sectores del empresariado como parte determinante de dicho entramado:
«El paramilitarismo no nació del narcotráfico, nació de la clase empresarial en Colombia. Es decir, son las personas que tienen sus propiedades en las distintas zonas del país, que se veían acosados por la guerrilla, con recursos y tenían, además, poder. Porque es que en Colombia la riqueza está paralela a la política. Usted no puede desplegar ninguna de estas actividades si no tiene conocidos tanto en las Fuerzas Militares como en la política. O sea, eso que la gente cree que las autodefensas eran 'Macaco' y 'Don Berna' y Vicente Castaño, eso es la mentira más grande. Esa era la punta del iceberg, debajo de esa gente hay un sector empresarial muy fuerte, como por ejemplo las bananeras, que sin excepción fueron las grandes colaboradoras del paramilitarismo en la costa»[456].
Los actores económicos fueron parte fundamental del entramado paramilitar. Algunos empresarios nacionales e internacionales, poderes económicos locales y regionales y sectores productivos lo apoyaron de diferentes maneras porque tenían intereses en la guerra[457]. Otros sufrieron de manera directa la violencia armada y otros se vieron presionados a colaborar en medio de los órdenes armados en los territorios para poder operar.
Dentro del empresariado, como un sector muy diverso, hubo diferentes posiciones frente a los paramilitares, muchos de ellos no colaboraron o se opusieron, pero los apoyos y la participación directa de los actores económicos que sí hicieron parte fueron un impulso fundamental para explicar las dimensiones que alcanzó. Desde el inicio, las alianzas dentro de los entramados paramilitares tuvieron como una de sus motivaciones la protección de la propiedad privada, y ha sido constante el uso de los aparatos armados con fines de acumulación y expansión de la riqueza por medios violentos, desposesión y despeje de territorios estratégicos. Por esto, algunos miembros del sector económico con participación en el paramilitarismo han sido parte integral del fenómeno y fueron más allá de ser «terceros» involucrados, pues se beneficiaron de la limitación de derechos de los trabajadores y de las poblaciones donde estaban ubicadas sus empresas, del ataque a los sindicatos, del acceso privilegiado a recursos, de la amenaza a su competencia o eliminación de esta y de la degradación de la violencia asociada al conflicto que, en distintas ocasiones, les permitió pescar en río revuelto para hacer crecer sus negocios.
En 35 sentencias del proceso de Justicia y Paz proferidas por los tribunales entre 2011 y 2015 fueron mencionados 439 actores empresariales[458]. En las sentencias de restitución de tierras hay referencias a estos actores en 3.000 casos[459], la mayoría relacionados con el sector ganadero, agroindustrial (banano y palma) y extractivo (carbón y petróleo). El interés económico en los territorios, en la acumulación de la propiedad y en el uso de la tierra ha sido uno de los móviles del conflicto armado; por ello, algunas empresas han tenido un papel activo al inducir a otros a que cometan delitos o participando de manera directa en su comisión.
La magnitud del enriquecimiento ilícito asociado al paramilitarismo fue tan grande que, del conjunto de medidas cautelares decretadas por Justicia y Paz para la extinción de bienes adquiridos a través del paramilitarismo, en lo que ha avanzado desde su expedición, solo el 14 % (605) tienen sentencia de extinción de dominio, lo que corresponde a $145.275.058.653; además, 847 bienes tienen solicitud de extinción de dominio ($178.882.485.603). El valor de los bienes con medida cautelar de extinción de dominio decretada es de $991.591.701.079[460]. Incluso así, hay versiones que denuncian que los bienes son muchos más y continúan actualmente en manos de testaferros.
Otro excomandante de las AUC, Raúl Emilio Hasbún, que tuvo un papel central en el diseño de las estrategias de financiación para la guerra, relató para el caso de Urabá la penetración de este entramado en la economía:
A los empresarios nunca les han arrancado procesos. No ha empezado la paraeconomía. En la paraeconomía en Urabá yo involucro a 4.000 personas como poquito. [...]. Lo que pasa es que hay varias personas demasiado importantes dentro de lo político y lo económico. Yo entregué unos listados a la Fiscalía con 270 bananeros, 400 ganaderos y podrían ser unos miles de comerciantes. La Fiscalía no tiene la capacidad para investigar lo que pasó en Urabá, pero tampoco hay voluntad política. Acabarían con el quinto renglón de la economía nacional que alimenta el PIB, que es el banano[461].
Allí mismo, el empresario Mario Zuluaga, uno de los actores que gestionaron la incursión de empresarios bananeros, le manifestó al país en uno de los Encuentros por la Verdad:
«[Nosotros] contribuimos a financiar esos grupos paramilitares, y fue cuando ocurrió la masacre de Punta Coquitos, la masacre de Honduras y La Negra. Entonces dijimos: “Bueno, o ellos o nosotros”. Tomamos la decisión entre varios bananeros de que nosotros en ningún momento íbamos a permitir que la guerrilla se apoderara de la zona, entonces llamamos a estos grupos y entraron a operar. Fueron decisiones que no se debieron de haber tomado, porque ahí sabíamos que iba a morir mucha gente inocente. [...] Hubo una participación directa en esas masacres, porque cuando llegaron los grupos paramilitares, todos participamos... O cuando llegaron no, sino que nosotros mismos contribuimos para que estos grupos entraran, a poner en orden las cosas»[462].
Según el proceso judicial estadounidense contra la empresa Chiquita Brands, citado por la Fiscalía General de la Nación, «el valor aportado hasta 2004 por Banadex, filial de la comercializadora Chiquita Brands International INC, a las Convivir, fue de 1,7 millones de dólares»[463]. Sin embargo, una fiscalía especializada de Medellín decidió precluir la investigación por tales hechos, que hacían parte de una serie de hechos que explican el grado de la participación de los empresarios bananeros:
[...] este aporte a los grupos paramilitares fue decidido por todo el gremio de productores de banano en la zona del Urabá, más concretamente en el eje bananero, y si alguno se negaba a reconocerlo [a aportar], las comercializadoras no le compraban el banano. Como consecuencia de ello, la productora llegaba a la quiebra y debía vender el negocio, que luego era adquirido por una de las grandes empresas productoras de banano en la región[464].
Urabá no es el único caso. Quien se desempeñó como emisario en Bogotá de Miguel Arroyave, excomandante paramilitar del Bloque Centauros de la AUC, relató a la Comisión de la Verdad que él atendía los asuntos de ese bloque desde un reconocido café ubicado en el centro comercial Andino en Bogotá o desde una estación de gasolina que existía en una de las entradas del centro comercial Unicentro, adonde personas de los estratos más altos acudían para obtener el apoyo de Miguel Arroyave:
«Desde el año 2001, hasta el 2004, eso todo el mundo vivía loco por hablar con él [Miguel Arroyave]: los floricultores, los de la leche, todo el mundo buscando la oportunidad de poder hablar con él [...], los que llevaban las prepagos, el político que necesitaba el apoyo en la zona, el empresario que tenía un problema con otro empresario y quería arreglarlo porque no se quería ir a un juicio, sino que quería esa mediación, el traqueto al que se le habían caído mil kilos y quería cuadrar la vuelta, eso era todo el mundo allá»[465].
Otro paramilitar también mencionó a gremios enteros del agro relacionados con el paramilitarismo y el despojo de tierras de algunos empresarios palmicultores:
«Los palmicultores casi que replican el tema de las fincas bananeras. Digamos que toman ese mismo modelo, que es el desplazamiento de los pequeños propietarios de tierras para así lograr la expansión de esas fincas. Eso solo se lograba bajo una presión violenta. Entonces, los grupos de autodefensas han sido un instrumento armado de la clase empresarial en Colombia»[466].
Así mismo, múltiples paramilitares del Bloque Central Bolívar de las AUC mencionan el gran tamaño de la economía que montaron alrededor de la gasolina robada a la infraestructura de Ecopetrol, como lo revela el siguiente testimonio recibido por la Comisión de la Verdad:
«Yo tengo más o menos estas cifras promedio y dicen: en total estuvimos 54 meses con el hurto del combustible. Hablamos más o menos de 32 millones de galones. Número total promedio galones mensuales, 593.703. Esto le pongo un valor promedio de 2.000 pesos. Para un total de estos 54 meses de 64.120 millones de pesos [...]. En el año 2001, por ejemplo, sacó un promedio de 1.187 millones de galones, por 12 meses son 14.244 millones, y así sucesivamente»[467].
Los paramilitares también dieron amplias dádivas a distintos niveles de la empresa, a sus contratistas y a la fuerza pública, que les permitía operar con plena tranquilidad, además de brindarles cierta protección. La situación llegó hasta el punto en que uno de los comandantes financieros de las AUC afirmó su relación con funcionarios que trabajaban en la empresa Ecopetrol:
«Yo ingresaba directamente a Ecopetrol a hablar con las empresas, o con los encargados, con los ingenieros residentes, de la obra dentro de Ecopetrol [...]. Y muchos de los muchachos de las Autodefensas tenían carné de esas empresas, si los iban a capturar, pues se mostraba que se pertenecía a esa empresa y que no había ningún problema. Entonces se entraba a Ecopetrol sin ninguna restricción porque se portaba el carné de empleado de esa época»[468].
5.10. El papel de la negación, los silencios y la impunidad en la persistencia del fenómeno paramilitar
La expansión del paramilitarismo y la consolidación de las alianzas que lo sostuvieron ocurrieron ante la mirada de los organismos de control del Estado, como la Procuraduría, la Contraloría y la Fiscalía, instituciones que por distintos motivos no garantizaron un control dentro de sus áreas: estaban controladas o infiltradas, no tenían los medios para hacer efectivas sus responsabilidades o sus denuncias; fueron blanco de amenazas o sus denuncias no fueron tomadas en cuenta. La Comisión de la Verdad recibió diversos testimonios de personas en el exilio que muestran la dimensión de las afectaciones a la justicia por parte del entramado paramilitar.
El caso de la Fiscalía General de la Nación entre 2001-2005, bajo la dirección de Luis Camilo Osorio, es diciente de los obstáculos que ha tenido la justicia para operar cuando ha sido infiltrada” o cooptada. Bajo esta Fiscalía se archivó la investigación contra el general (r ) Rito Alejo del Río, se expidió auto inhibitorio en el caso de las investigaciones contra Salvador Arana, exgobernador de Sucre, por masacres cometidas por los paramilitares en ese departamento y, después de cuatro años de prisión (1997-2001), quedó en libertad Víctor Carranza, quien estaba investigado por vínculos con el paramilitarismo. También fue desmantelada la Unidad de DDHH de la Fiscalía y muchos de sus funcionarios fueron perseguidos y exiliados por adelantar investigaciones[469] [470]. Por los presuntos nexos del Fiscal con el paramilitarismo se abrió una investigación, por parte de la Comisión de Acusaciones, en 2012[471]. Así mismo, la jefe de Fiscalías en Cúcuta, Ana María Flórez, fue condenada por nexos con el paramilitarismo.
Todo esto derivó en que las responsabilidades de sectores empresariales en los entramados paramilitares no hayan sido completamente esclarecidas, lo que ha contribuido a la impunidad y al mantenimiento del paramilitarismo.
El impacto de la parapolítica no llevó a ninguna acción del gobierno que abordara esa realidad, ni se cuestionó la legitimidad de estas instituciones. Esa realidad permaneció en los juzgados y, en ocasiones, en el periodismo, pero su impacto fue tratado de controlar por las autoridades gubernamentales e instituciones como el DAS, que sometieron a los jueces de la Corte Suprema, a numerosos defensores de derechos humanos y a algunos políticos a un proceso de espionaje y presiones para que renunciaran a la búsqueda de justicia.
Las repercusiones y la existencia de las complicidades del paramilitarismo no han sido un secreto para el conjunto de la sociedad, pese a los mecanismos de negación al respecto. Sin embargo, las investigaciones que se han abierto evidencian obstáculos a la hora de individualizar e identificar los actores militares y económicos, que promueven o apoyan a los grupos paramilitares, así como falta de enfoques de contexto que analicen estas redes más allá de las investigaciones penales con enfoques centrados en responsabilidades individuales.
Esto ocurre en paralelo con múltiples trabas y dilaciones en las investigaciones, que han hecho que los esfuerzos emprendidos se hayan suspendido o que, incluso, no se hayan podido mantener, como señala un estudio sobre los resultados de Justicia y Paz:
[...] dado que Justicia y Paz no tiene competencia para judicializar actores distintos de los desmovilizados de grupos armados al margen de la ley, estos señalamientos constituyen la base para que los magistrados de Justicia y Paz compulsen copias a la justicia ordinaria, que será la que decida si adelanta investigaciones contra aquellos actores.[472]
De aquí nacieron las compulsas de copias, que sistematizan las menciones de los postulados en los procesos judiciales que aún hoy están pendientes de investigación. Según la Fiscalía, con corte en 2019, de las 16.772 copias que recibió de los tribunales, filtradas en 16.134, se identificaron 311 terceros civiles, 835 agentes del Estado no combatientes y 417 agentes del Estado combatientes[473]. La Dirección de Justicia Transicional de la Fiscalía desarrolla actualmente una investigación sobre complicidad empresarial, que lleva procesos judiciales contra 18 empresarios bananeros implicados en el Bloque Bananero de las AUC, contra la empresa Drummond por su implicación en el Bloque Norte y contra azucareros del Valle por su implicación en el Bloque Calima, entre otras responsabilidades que aparecieron en el proceso de Justicia y Paz. Según su director:
Tenemos una estrategia [...]. Quiénes fueron aquellos que pusieron a funcionar el paramilitarismo en Colombia. Estamos trabajando en ello. La dirección que yo lidero tiene unos procesos que son muy importantes, sobre ese punto, mire, en la historia de la implementación del proceso de Justicia y Paz no se habían presentado esas decisiones [...]. Los 18 empresarios bananeros que usted acabó de enunciar son los empresarios bananeros más importantes del golfo del Urabá, que permitieron que algunos recursos terminaran finalmente en el Bloque Bananero de las Autodefensas y así, usted citaba el Bloque Norte de las autodefensas y la empresa Drummond[474].
Sin embargo, estas investigaciones han presentado considerables demoras y, por lo tanto, no se han logrado desarticular las complicidades que se dieron frente a las AUC[475], lo cual ha suscitado frustración e incredulidad en las víctimas, así como un cuestionamiento sobre la Fiscalía y sobre el funcionamiento de la justicia en un caso de extrema gravedad. Los mismos excomandantes de la estructura han denunciado la inoperancia de las investigaciones: «Miles de otras verdades reposan en los anaqueles empolvados de la Fiscalía General de la Nación, ¡o se perdieron! [...] A ver, ¿qué pasó? Hemos denunciado generales, coroneles, gente de la política... Solamente cae a la cárcel el político que queda en desgracia»[476].
Así mismo, en sucesivos gobiernos las relaciones de la fuerza pública con el paramilitarismo han sido oficialmente negadas, minimizadas y derivadas exclusivamente a algunos agentes del Estado, lo que ha contribuido a su fortalecimiento, a un marco de impunidad y a su persistencia. Al menos en tres aspectos se hace evidente el negacionismo transversal al paramilitarismo: en las denominaciones del fenómeno; en la clandestinidad y falta de rostro de quienes lo integran; y en las decisiones institucionales, legales y de legitimación de los grupos paramilitares. Mientras para miles de víctimas, organizaciones de los territorios, pueblos étnicos que hicieron denuncias públicas o ante organismos del Estado la evidencia de dicha colaboración es abrumadora, la actitud de las autoridades y de las propias Fuerzas Armadas ha sido minimizar el fenómeno, negar su participación o cualquier tipo de responsabilidad estatal. Si bien exmiembros del Ejército han reconocido su relación y articulación con el paramilitarismo en los casos de ejecuciones extrajudiciales presentadas como muertes en combate, el reconocimiento por parte de la fuerza pública de sus responsabilidades y de la veracidad de estos hechos es una asignatura pendiente y una necesidad para superar el negacionismo que ha alimentado hasta hoy el paramilitarismo.
Ya en febrero de 1983[477], el procurador general de la Nación, Carlos Jiménez, hizo parcialmente público el «Informe sobre el MAS»[478], en el cual sindicaba con nombres y apellidos a 163 personas de ser integrantes de esa agrupación paramilitar: 59 eran oficiales y suboficiales del Ejército y de la Policía Nacional. En lugar de investigar estas responsabilidades, el ministro de Defensa, general Fernando Landazábal Reyes, ordenó retener un día de sueldo a todos los miembros de las Fuerzas Armadas para pagar los abogados defensores de los militares y policías nombrados en el Informe. La Asociación Nacional de Industriales, hoy Asociación Nacional de Empresarios (ANDI), y otros gremios publicaron un comunicado de respaldo a los uniformados: «El MAS no existe sino en mentes enfermizas de malos colombianos, las Fuerzas Armadas saldrán airosas»[479]. Estas reacciones no solo escondieron la naturaleza de entramado de alianzas del narcotráfico con el paramilitarismo y la participación de miembros de la fuerza pública, sino que contribuyeron a la impunidad y a tratar de difuminar las responsabilidades del apoyo estatal al paramilitarismo que eran evidentes.
En un debate en la Plenaria de la Cámara de Representantes del 19 de octubre de 1988, se formularon preguntas sobre el avance en los combates de los 130 grupos paramilitares: «¿Cuántos de 138 “grupos paramilitares” cuya existencia y zonas de operaciones reveló el señor ministro en la sesión plenaria de la honorable Cámara de Representantes el 30 de septiembre de 1987 han sido desarticulados por acción del Gobierno?» A lo que se respondió lo siguiente:
El Ministerio de Defensa no tiene en su poder información concreta respecto de la existencia de esos 138 «grupos paramilitares». Sin embargo, las Fuerzas Armadas han capturado, a partir de agosto de 1986, 470 sicarios, posiblemente pertenecientes a alguna de esas organizaciones delictivas y dado de baja a 73 más[480].
Más adelante, los intentos de llevar a cabo investigaciones sobre el entramado paramilitar fueron socavados en distintas ocasiones, a través de acciones violentas contra investigadores judiciales, fiscales y jueces que fueron amenazados, sufrieron atentados contra su vida o las de sus familiares y tuvieron que exiliarse. Entre estos casos, se encuentra el testimonio de una exfiscal de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía:
«¿Por qué me trasladan? Porque en el año 2002 para el mes de marzo, más o menos, abril... marzo, creo yo, nos informa una funcionaria del CTI que Vicente Castaño había dado la orden de que nos mataran. Carlos le había dicho que no, que no tenían por qué matarnos estando en la Fiscalía, porque eso era mucha bulla, que lo que tenía que buscar era que nos trasladaran de Unidad, que nos sacaran de la Fiscalía y después sí, darnos de baja, diciendo que había sido por algún torcido o por alguna cuestión irregular [...]. Durante el tiempo que estuvimos trabajando en la Unidad, en el año 98 exactamente [...] bueno desde el principio dentro de la Unidad había amenazas hacia los funcionarios de la Unidad de Derechos Humanos, y entonces yo empecé a hacer una carpeta con la información que me llegaba, lo primero que llegó fue este documento[481] que lo voy a dejar en la base, con otras copias de documentos que han llegado [...]: una nómina completa de la Unidad de Derechos Humanos entre secretaria, fiscales y funcionarios, algunos funcionarios del CTI [...]»[482].
Finalmente, la persistencia del fenómeno también se ha soportado en la inacción y los obstáculos frente a la persecución del paramilitarismo, sobre todo en momentos en los que ha existido la posibilidad de desmantelar el entramado. El desborde territorial de las ACCU se pudo haber impedido gracias a los resultados del allanamiento al parqueadero Padilla en Medellín, donde operaba la oficina financiera de la estructura, que centralizaba todos los aportes de terceros, la comunicación entre frentes y los soportes de compras y pagos de nómina. Este hallazgo de la Dirección Regional de Fiscalías de Antioquia y de la Dirección del CTI en Medellín[483] reveló el gran tamaño que tenía la estructura. Uno de los funcionarios de aquel entonces contó:
«Efectivamente, habíamos obtenido toda la información contable, no solo en libros, sino también en CD. Es decir, toda la información, material, física y digital. No solo respecto del financiamiento, sino también de la integración de los grupos, porque aparecían cuadros, las nóminas del paramilitarismo. [...] Entonces, por ejemplo, un señor del occidente de Antioquia, Luis Arnulfo Tuberquia, 'Memín', entonces había un cuadro que decía: “Occidente” y “Memín”, cuánto se le pagaba, cuánto se le retenía, una planilla, una planilla de pagos, cuánto era en las escalas»[484].
Sin embargo, estas investigaciones no prosperaron debido a la persecución y asesinato de múltiples investigadores, y a cargos dentro de la Fiscalía que lograron desviar o dilatar los procesos. Según Diego Fernando Murillo, alias 'Don Berna', los comandantes de las ACCU vieron con mucha preocupación el hecho de que el CTI tuviera esta información, por lo que usaron un funcionario de la misma institución para obtener la lista de investigadores del caso y recuperar los discos que fuera posible[485].
«[Este funcionario] logró sacar o recuperar alguna información, se cambiaron CD de la información de las autodefensas por otros que no tenían información [...] cuando Carlos [Castaño] la recupera, él le dijo al postulado ['Don Berna']: “Se salvaron las Autodefensas”. Era una información muy importante, ya que había los nombres de los colaboradores de las autodefensas, nombres de generales y de gente importante; había de todo. Esa información volvió a quedar en manos de las autodefensas y luego fue destruida»[486].
Además de esta operación de recuperación, Carlos Castaño dio la orden de asesinar a los investigadores que trabajaban en dicho expediente, el 34.986 del 30 de abril de 1998, de la Fiscalía de Medellín. El proceso de investigación fue trasladado a Bogotá debido a ese asesinato y a la complejidad del caso, a través de una Resolución del 8 de septiembre de 1998. Sin embargo, en 1999 fue reasignado nuevamente, y una vez más fue reasignado a Medellín en el 2001. Debido a estos trámites la investigación se fue dilatando. Según uno de los investigadores del caso, el proceso «ni siquiera estaba terminado, eran unos pocos incidentes los que apenas estábamos empezando a explotar, había mucho trabajo por hacer, muchas cosas por estudiar, muchas otras ciudades por visitar, pero con los días el expediente fue archivado en un anaquel»[487]. Según el relato de un exmagistrado de la Corte Suprema que investigó el caso:
«La primera anotación que había en el libro, en uno de los dos libros de contabilidad que se incautaron, era la compra de un barco para... me parece que era Mancuso. Esos libros de contabilidad se desaparecieron. Preguntaba por las relaciones de las estructuras paramilitares, dónde está. Porque había también en físico... No, no llegó a Medellín. Es decir, un expediente realmente mutilado»[488].
En síntesis, la falta de reconocimiento estatal y legal del fenómeno paramilitar, los múltiples obstáculos y límites que se han impuesto a la justicia y la omisión e inacción en momentos en los que se habría podido avanzar de manera definitiva en el desmantelamiento del paramilitarismo han derivado en una alta impunidad frente a las violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH asociadas al paramilitarismo y, de fondo, en la persistencia de esta dinámica que se sigue reproduciendo en el país, con graves consecuencias humanitarias, sobre el tránsito hacia la paz y sobre la democracia.
5.11. ¿Por qué el paramilitarismo persiste?
Un factor clave de persistencia del paramilitarismo ha sido el negacionismo de su relación con las Fuerzas Armadas y todo un entramado de alianzas con sectores políticos y económicos en Colombia. Sin un reconocimiento estatal y social de la verdad sobre el paramilitarismo, que rompa con esa negación, no es posible la puesta en marcha de los mecanismos institucionales, económicos y políticos eficaces para su desmantelamiento. Sin acciones contundentes al respecto, el paramilitarismo seguirá siendo un factor fundamental de violencia y, por lo tanto, la confianza ciudadana en las instituciones del Estado, principalmente en las encargadas de impartir justicia y de representar políticamente a la población, estará socavada. Igualmente, es una deuda con las víctimas a quienes no se les ha ofrecido un reconocimiento de esta verdad.
Este proceso debe identificar y crear acciones respecto a los profundos entramados de alianzas paramilitares que han persistido y que se han adaptado a los intentos de transitar a la paz; en varias ocasiones han bloqueado los esfuerzos de Colombia por llevar a cabo procesos de paz, con las crisis y reconfiguraciones de las estructuras armadas.
Los siguientes son factores que -sumados al manto de negación oficial y pública y a la persistente impunidad- dan continuidad hoy al paramilitarismo y muestran que este no es un fenómeno del pasado, sino que está presente de nuevas maneras y constituye un obstáculo permanente para un proyecto de paz grande en Colombia:
1) Los procesos de desarme de los grupos paramilitares, como el de las AUC, pese a todos sus alcances, no han significado el desmonte de las alianzas dentro las de que operaban las distintas estructuras armadas. Así, actores que fueron centrales en el proyecto paramilitar y tuvieron participación directa no fueron identificados ni investigados, y una parte importante de los entramados regionales sobrevivieron a los procesos de desmovilización de las organizaciones[489]. Los procesos incompletos de integración de territorios y poblaciones que estuvieron bajo el control paramilitar y la falta de consideración en el proceso de desmovilización, así como de un enfoque centrado no solo en los desmovilizados, sino en las estructuras de estos entramados paramilitares, han implicado su reconfiguración territorial. Así mismo, la falta de implementación de las políticas públicas con enfoque territorial que se encuentran en los acuerdos de paz obstaculiza los intentos del mismo Estado por detener las acciones de los grupos armados, entre ellos los sucesores del paramilitarismo.
2) Los orígenes, la consolidación y la pervivencia del entramado paramilitar en diversas regiones no pueden explicarse por fuera de los procesos de construcción estatal, social, económica y cultural del país. Estas historias regionales no son un simple antecedente, sino contextos que favorecieron el surgimiento de órdenes armados simultáneos y aliados al Estado, entre estos los órdenes paramilitares[490], que establecieron formas de control y regulación sobre la población y el territorio a través de la vía violenta. La noción de delegación de la seguridad a estos grupos en diferentes momentos ha ido en detrimento de la seguridad pública y de las comunidades y ha sido causa de una buena parte de la violencia masiva en el país. Según los cálculos de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), para el 2017 había 706.210 armas legales en posesión de particulares, mientras que las armas ilegales en posesión de particulares llegaban a 4.267.790[491]. Hoy persiste la insistencia en la promulgación de normas que crean ambigüedades y vacíos legales, que en el pasado han fomentado la proliferación de grupos paramilitares.
3) El paramilitarismo ha sido impulsado por medio de la legitimación social y política que ha tenido por parte de distintos sectores, movidos por beneficios directos o indirectos de la acción paramilitar, desde la protección frente a las acciones guerrilleras, hasta la conservación de privilegios económicos y políticos. Esta legitimación blinda los entramados paramilitares y los sectores involucrados, que buscaban objetivos más allá de la contrainsurgencia. Al mismo tiempo, minimiza las enormes e indiscriminadas violaciones a los derechos humanos e infracciones al DIH cometidas por estos grupos, clasificándolas como «males necesarios». Esta defensa, a su vez, justifica la existencia del paramilitarismo, contribuye a su sistemática negación y a la continuación de la impunidad, al impedir una identificación real de las responsabilidades asociadas al paramilitarismo[492].
4) Parte de los poderes políticos y económicos que se formaron bajo el orden paramilitar han continuado vigentes o fueron heredados por nuevos actores cercanos. En el caso de la parapolítica, varios de los implicados continuaron con el control territorial que tenían con las organizaciones paramilitares y mantuvieron sus redes clientelistas a través de colaboradores o familiares. Así mismo, el desmonte de las AUC no ha significado la desarticulación de las lógicas clientelistas y excluyentes de diversas clases políticas regionales, ni de los poderes o privilegios de grupos políticos que usaron a los grupos paramilitares para deshacerse de su competencia electoral.
5) En el caso de los poderes económicos legales, también se mantienen parte de sus privilegios en materia de capital o de acceso a recursos (como la tierra despojada o el acceso privilegiado a fondos públicos) de empresarios y propietarios que participaron, en diversas escalas, en la violencia paramilitar y que no han sido investigados o condenados. Incluso dentro de procesos judiciales, el uso de los testaferros para el ocultamiento de bienes no ha permitido que esas propiedades puedan ser totalmente identificadas y, como consecuencia, no pueden usarse para la restitución a las víctimas. La falta de investigación en profundidad de estas redes de alianzas es un factor de persistencia en la actualidad, y los mecanismos impulsados por el propio Acuerdo de Paz no han sido efectivos y necesitan un refuerzo y un replanteamiento de su acción a la luz de estos hallazgos.
6) Las economías ligadas al narcotráfico siguen siendo un motor central para los grupos armados posdesmovilización de las AUC, pese a las diversas iniciativas y esfuerzos que han buscado desarticular esta enorme industria de los estupefacientes. Los incentivos para participar en este negocio siguen siendo extremadamente altos, debido a las ganancias que produce, a los capitales y sectores involucrados y al nivel de enraizamiento que tiene en la vida cotidiana de muchos territorios, que a su vez son los territorios con amplia presencia de actores armados. Sin embargo, según exmiembros de las AUC, se han invisibilizado otras fuentes de financiación de estos grupos armados, como las rentas obtenidas del erario por corrupción, por robo de combustibles de los oleoductos y por extorsiones que siguen produciéndose en dichas regiones[493].
7) Las décadas de guerra y terror han llevado a la banalización de la violencia y a su instalación en múltiples esferas de la vida cotidiana en las que el paramilitarismo se ha convertido en un referente de «autoridad» y de control en ciertas regiones[494]. Así mismo, se ha construido una visión en la cual unas vidas importan más que otras, con mecanismos que son, a su vez, factores de persistencia, como la sospecha permanente entre ciudadanos (con declaraciones como «por algo sería»), el señalamiento y la estigmatización guiados por nociones heredadas de las ideas de enemigo. Además, en diversas poblaciones desde la década de los noventa, la participación o vinculación a grupos armados ha sido vista como una fuente de empleo, que se ha convertido en otra de las muchas formas de supervivencia y de ganar recursos para tener una vida en la cual sean satisfechas sus necesidades básicas[495].
8) La prolongada duración del conflicto armado interno en Colombia ha fomentado los continuos tránsitos de combatientes entre grupos del mismo bando o de bandos contrarios, lo cual ha dado lugar a la construcción de identidades y relaciones sociales alrededor del «oficio de la guerra», lo que deriva en un proceso de «reciclaje» de las experiencias de la guerra. Estas dinámicas han llevado, incluso, a nuevas retaliaciones y reciclajes de la violencia, dado que hasta 2015, según la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia (MAPP) de la Organización de Estados Americanos (OEA), 3.820 desmovilizados habían muerto de forma violenta[496]. Esto se suma a las grandes dificultades en las rutas de reintegración de los excombatientes que, pese al apoyo institucional, no facilitan que los exparamilitares se integren a la sociedad en campos diferentes de lo armado y tampoco garantizan su formalización laboral, su inserción social y, ni siquiera, su propia vida. La falta de garantías de reintegración y de programas diferenciados debilita los procesos de paz y es un combustible para nuevos ciclos de violencia.
9) La investigación en profundidad del entramado paramilitar y sus responsabilidades sigue siendo una necesidad pendiente de abordar en Colombia. Se debe ampliar la revelación de las verdades que aún tienen líderes paramilitares, la investigación de las compulsas de copias de los tribunales de Justicia y Paz, las revelaciones de empresarios o políticos y exmiembros de dichos grupos ante la JEP y el sistema de justicia, tanto para otorgar seguridad jurídica a los responsables, como verdad a las víctimas y la sociedad. Además, es necesario proporcionar información relevante que ayude a desmantelar estos mecanismos y sus entramados de poder. Igualmente, el Estado tiene una deuda con las víctimas del paramilitarismo, en el reconocimiento de su responsabilidad en esta victimización. El ocultamiento y la minimización operaron como mecanismos de persistencia, pero no se trata solo de hechos, responsabilidades y mecanismos, sino de personas: las víctimas son ciudadanos colombianos que necesitan esa verdad.
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6. NARCOTRÁFICO COMO PROTAGONISTA DEL CONFLICTO ARMADO Y FACTOR DE SU PERSISTENCIA
El narcotráfico se ha considerado habitualmente como un problema de criminalidad organizada que tiene poca relación con el conflicto armado. La salvedad se hace en lo relativo a la financiación de grupos ilegales, específicamente cuyo ejemplo más reiterado son las guerrillas y los paramilitares. Menos atención tiene el vínculo entre las políticas de lucha contra las drogas y el conflicto armado, el cual generalmente se ha medido a partir del aumento de las hectáreas con cultivos de coca, cuya persistencia muestra el fracaso de la llamada «guerra contra las drogas». Una visión que se ha convertido en parte del problema que espolea la violencia, en especial contra el campesinado y las comunidades étnicas en las regiones.
Para la Comisión de la Verdad, el narcotráfico debe verse como un protagonista del conflicto armado colombiano y como un factor de persistencia del mismo[497], pero también como una fuerte influencia sobre la política y la economía del país, debido a que reproduce un modo de acumulación mafioso (usa la violencia) de riqueza y poder, a partir de una economía ilegalizada por el prohibicionismo, la cual necesita ser legalizada después por medio del sistema económico nacional e internacional.
Todos los actores involucrados en el conflicto armado de manera directa o indirecta han tenido relaciones con el narcotráfico y estas relaciones han sido determinantes en el rumbo de la guerra, su degradación y desenlaces, y especialmente en su continuación. Cada actor armado participó de manera diferenciada en ese proceso en distintas épocas. A partir del creciente involucramiento de las FARC-EP en distintos eslabones de la cadena del narcotráfico para el financiamiento de la guerra, esto cambió la relación entre dicha guerrilla y las comunidades, y llevó a un aumento de la violencia y el control.
Entre tanto, el paramilitarismo construyó una relación orgánica con el narcotráfico y lo convirtió en una bisagra entre el crimen y el poder, con el fin de defender sus intereses y cooptar las etapas más rentables del negocio. Las redes de protección política y económica del narcotráfico contribuyeron a estructurar los entramados de la guerra. Por ejemplo, para obtener legitimidad, los narcotraficantes buscaron convertirse en parte fundamental de la contrainsurgencia. Sin embargo, la conformación de estas estructuras no fue progresiva ni estable, sino que condujo permanentemente a alianzas frágiles, inestabilidad y enfrentamientos entre antiguos aliados.
El narcotráfico y su contraparte, la «guerra contra las drogas», formaron parte de las dinámicas del conflicto armado y contribuyeron a la extensión y degradación de la guerra donde «todo se vale» para derrotar a la insurgencia, servir a los intereses del despojo o, por otro lado, para enfrentar al Estado. El Estado le declaró la guerra al narcotráfico bajo la influencia de las políticas estadounidenses desde los años ochenta, y esta fue una de las razones por las que se convirtió en actor de la confrontación. Primero, con las disputas por el control del negocio entre los carteles y, después, integrándose en la lucha contrainsurgente.
La política antidrogas se ha entendido como una guerra en la que los enemigos son la «narcoguerrilla» y el campesino cocalero, señalado de ser un «narcocultivador». Mientras tanto, los narcotraficantes, a pesar de que algunos han ido siendo capturados y algunas organizaciones descabezadas, han actuado en conjunto con una parte de la clase política y con sectores económicos importantes, y se han constituido de facto como miembros de algunas élites, lo que ha conducido a una recomposición de estas en el ámbito local, regional y nacional.
Por último, el narcotráfico ha tenido en Colombia un profundo impacto en la estructura de la tenencia y el uso de la tierra, en el impacto en la naturaleza y en la estigmatización de las poblaciones asociadas al cultivo. Colombia debe asumir la profundidad de este fenómeno y sus efectos sobre la construcción de la economía y del Estado, pero también sobre la cultura, dimensión en la que ha tenido un impacto muy relevante dada la degradación del conflicto. Estos efectos han anulado la convivencia como parte de una cotidianidad que, tanto en los territorios como en el sistema político, está fuertemente marcada por la ilegalidad.
La Comisión evidenció cuatro aspectos centrales que se sustentan en este capítulo:
1) El narcotráfico promueve un modelo de acumulación de riqueza y poder, que se sostiene sobre la violencia y ha permeado tanto a algunas élites como a diferentes sectores de la sociedad, en toda la cadena de producción y comercialización, desde los cultivos de coca y marihuana hasta el lavado de activos y la participación en la demanda agregada de la economía legal. Este modelo criminal se imbricó con el conflicto armado colombiano y reforzó prácticas criminales y degradadas.
2) Las dimensiones políticas del narcotráfico y su vínculo con amplios sectores del poder político ha sido un obstáculo para la democratización del país. El narcotráfico no solo financió la guerra de los grupos armados, sino que ingresó de manera directa a la disputa por el poder político local y nacional, financiando campañas y distorsionando las posibilidades de una verdadera competencia, así como con la captura de instituciones públicas para el beneficio de sus intereses.
3) El actual paradigma de la guerra contra las drogas ha sido un fracaso. No produjo resultados efectivos para desmontar el narcotráfico como sistema político y económico, y no solo su manifestación criminal, y además sumó un número enorme de víctimas en el marco del conflicto armado interno. El prohibicionismo activó narrativas de criminalización sobre poblaciones y territorios que justificaron operaciones violentas, la aspersión con glifosato generó impactos en la vida de las comunidades y la naturaleza, y las estrategias de sustitución voluntaria, aunque han funcionado de forma mucho más efectiva, no han sido sostenibles en el tiempo porque no se han implementado a la par con procesos de desarrollo rural transformadores.
4) El narcotráfico es un factor fundamental de la persistencia porque mientras siga siendo ilegalizado proveerá los recursos suficientes para seguir haciendo la guerra, corromper las instituciones encargadas de combatirlo y financiar ejércitos privados para la protección violenta de sus intereses, por lo que, si no se cambia el paradigma y se afronta el problema de manera integral con un enfoque de regulación, seremos testigos de un reciclaje permanente de los conflictos armados.
6.1. Relación del narcotráfico con el conflicto armado
El narcotráfico está en el centro de los debates más importantes, no solo sobre la guerra, sino también sobre la paz. Ante la Comisión, el expresidente Juan Manuel Santos (2010-2018) se refirió a esta relación como la de una «flecha envenenada»:
«El precio que hemos pagado y lo que ha significado para el conflicto el negocio del narcotráfico es inmenso. Y lo he podido comprobar en todas las impresiones, porque en todo lo que se diga de una u otra forma hay una relación con el narcotráfico, en todo sentido. Eso es transversal a todo el conflicto. Es como una flecha envenenada que atraviesa todo»[498].
La economía colombiana tiene una relación orgánica y estructurante con las rentas del tráfico de cocaína y marihuana, y aunque se ha mantenido así durante décadas, el fenómeno no ha recibido la atención suficiente para que se comprenda su influencia en la historia económica colombiana[499]. A su vez, el conflicto armado también se relaciona con la violencia de estos mercados ilegalizados, pero no en todos los actores por igual ni en todas las épocas o lugares.
Por otra parte, las medidas represivas para el control de las drogas ilegalizadas que atacan a los cultivadores y a los elementos más bajos de la cadena de producción, y, más ampliamente, las políticas para controlar el mercado ilegal y el consumo mundial[500] han sido un fracaso a pesar de los enormes esfuerzos que, además, han dejado centenares/miles de víctimas en el país. A pesar de la captura sucesiva de narcotraficantes, esto no ha llevado a desmontar el negocio sino a otras formas de reciclaje del mismo en nuevas estructuras organizativas.
Colombia ha sufrido las consecuencias de todo ello. Desde los años setenta, varios países crearon y aumentaron las penas por producción, tráfico y consumo de sustancias psicoactivas en el contexto de la guerra contra las drogas[501]. Progresivamente, las Fuerzas Armadas se transformaron e incluyeron entre sus tareas la persecución del narcotráfico y los cultivos, mientras la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc, por sus siglas en inglés) reconoció por primera vez que esta política había ocasionado «consecuencias negativas no previstas»[502].
El narcotráfico y su relación con el conflicto armado muestran que no solo se habla de grupos armados al servicio de un negocio ilegal, sino de un modelo de acumulación de capital, una economía que se sostiene a partir de la reproducción y el escalamiento del conflicto, de la ilegalización y del enquistamiento de prácticas mafiosas de poder. Varios estudios han considerado el peso de la economía de la cocaína en el producto interno bruto (PIB) del país. Si bien existen distintas metodologías de análisis, los ingresos del tráfico de cocaína en la economía nacional representan, según diferentes autores, entre el 1 y 4 % del PIB[503].
Estos datos muestran el impacto económico del narcotráfico al PIB nacional en comparación con el de la agricultura. La desagrarización del país se evidencia en la caída del aporte de la economía agrícola al PIB, que pasó del 27,3 % en 1965 al 5,3 % en 2013, su nivel más bajo. La caída de la participación fue de cinco puntos porcentuales en solo un año, cuando entre 1999 y 2000 pasó del 13 al 8,3 %[504]. Sin embargo, los datos del mercado de la cocaína son aproximaciones e intentos valiosos de medir algo que parece un fantasma dado el carácter ilegal de esta actividad. No hay en Colombia una cifra oficial que dé cuenta de ello[505].
Colombia es el principal productor de cocaína en el mundo, para un mercado que se estima entre 19 y 20 millones de usuarios[506]. Aproximadamente 250 mil hectáreas, distribuidas entre tres países andinos (Colombia, Bolivia y Perú), se encargan de proveerla. Y en 2020, solo en Colombia, 160 mil hectáreas eran apenas la quinta parte de las áreas de café[507].
Las economías de la cocaína y la marihuana se desenvuelven en contextos de ilegalidad y violencia, pero en ellas también hay espacios de seguridad. Hay grupos que detentan el poder de ejercerlas, como los traficantes, quienes lavan el dinero y comercializan los insumos, entre los cuales hay 33 sustancias químicas reguladas y legales[508].
Por otro lado, el narcotráfico en Colombia se caracteriza por la intensidad de su violencia contra los más vulnerables, por lo que afecta de manera diferenciada a campesinas y campesinos; pueblos étnicos; mujeres y jóvenes vinculados al cultivo, a las estructuras de microtráfico, y a los usuarios de drogas[509]. La creación de grupos de seguridad y ejércitos privados patrocinados por narcotraficantes, así como la instalación de reglas sobre precios, compradores, pagos, impuestos e insumos determinados y controlados por actores armados ha tenido influencia cada vez mayor en el conflicto armado interno. La financiación de grupos armados, el involucramiento de sectores del Estado, de la economía y de la política, el desarrollo del paramilitarismo y el financiamiento e involucramiento de grupos guerrilleros es parte de la explicación sobre la persistencia y agravamiento del conflicto en diferentes épocas hasta la actualidad.
También lo es la impunidad y la corrupción, puesto que los mecanismos para frenar el negocio desde los órganos de la ejercer justicia, no han sido del todo efectivos. Por su parte, la extensión durante décadas de la figura de la extradición de narcotraficantes, que empezó en un contexto de ataques a la justicia a finales de los años ochenta, se fue haciendo cada vez más automática y limitó la capacidad de investigar el fenómeno en Colombia, así como de utilizar esas rentas para la reparación a las víctimas, lo que le dio cada vez más importancia al papel de los EE. UU.
Un trabajador del sector judicial afiliado a Asonal en el Valle del Cauca le describió a la Comisión la avanzada violenta del narcotráfico sobre la justicia en la década del ochenta. Mientras los jueces exigían al Estado una protección que nunca llegó, la acción decidida contra el narcotráfico detonó las «amenazas reiterativas, la mortandad de compañeros; es que fueron muchos los compañeros que mataron en esa época». Era una pelea solitaria: «No contaban con el respaldo de nadie, de absolutamente nadie. Me refiero a nivel institucional alto». El testimoniante también señaló que de manera paralela hubo varios magistrados del Tribunal de Cali que participaron en fiestas organizadas por los hermanos Rodríguez Orejuela[510].
En Colombia, el blanqueo de capitales en el sistema financiero, la compra de tierras o la contratación de obras públicas se ha dado a través de diferentes formas de financiamiento con la política, como lo mostró el caso del Bloque Centauros en los Llanos Orientales[511]. Sin embargo, la Superintendencia Financiera de Colombia en los últimos veinte años ha abierto apenas 82 casos (3,7 % del total de investigaciones) como categoría «Lavado de activos - SIPLA - SARLAF - Financiación del Terrorismo e incumplimiento de normas para prevención de actividades delictivas»[512].
Instituciones como la Unidad de Investigación de Activos Financieros (UIAF) señalan que una parte del blanqueo de capitales se da utilizando legalizaciones a través de notarías[513],de sectores como el de la minería de oro, el financiero y el inmobiliario. En el sector notarial los mecanismos fueron, principalmente, escriturar inmuebles a terceros (testaferrato) y la reiterada compraventa de inmuebles por la misma persona, entre otros[514]. En cuanto al sector inmobiliario, este también es vulnerable a la entrada de flujos ilegales mediante la creación de fachadas, el uso de testaferros y la venta de bienes inmuebles en efectivo o de empresas inmobiliarias que presentan un incremento patrimonial injustificado[515]. La compra de tierras, asociada al despojo y desplazamiento forzado por el conflicto armado, también ha sido otra forma de blanquear capitales por el narcotráfico y asegurar rutas para su desarrollo y exportación. Un ejemplo es el de Víctor Carranza, quien adquirió hatos en los Llanos Orientales que fueron legalizados por la adjudicación del Incoder[516], lo que significó la expansión del paramilitarismo en esa región.
En la revisión de 104 casos estructurados y archivados por la UIAF sobre narcotráfico conectados con los carteles, las Autodefensas Unidas de Colombia, el Cartel del Norte del Valle, las FARC-EP, el EPL y el ELN, se encontró que en todos hay una referencia a entramados con empresas comerciales o de transporte, bienes raíces o contratación pública. Por ejemplo, se abrió un caso de investigación de 25 empresas en Colombia, España y Países Bajos, y el de 179 predios de una constructora en Tumaco, Nariño, ambos con nexos con el narcotráfico en 2010 y 2017[517]. Las empresas petroleras y asociadas a esta economía como transportistas también tienen una implicación particular. Por lo menos cuatro casos que investigó la UIAF se refieren a empresas que utilizaron el sector petrolero para lavar dinero en conexión con paraísos fiscales y narcotraficantes[518], y dos casos se referían a blanqueo de fondos relacionados con despojo de tierras[519].
También la financiación de campañas electorales, la corrupción o el control de la política se han convertido en Colombia en mecanismos tanto para lavar dinero como para detentar una forma clientelista y mafiosa de poder, en desmedro de la democracia y controlando el funcionamiento del Estado en diferentes niveles: local, regional o nacional.
6.2. Dinámicas económicas rurales y poblaciones de las economías de la coca
El Acuerdo de Paz con las FARC-EP abordó explícitamente el tema de los cultivos ilícitos y los ligó a la crisis del desarrollo rural[520]. Aunque se han dado pasos para el trabajo conjunto con las comunidades cocaleras en la erradicación manual voluntaria, el alcance de la transformación rural integral incluida en el Acuerdo está lejos de lograrse. El alcance se ha reducido por la baja inversión y la falta de prioridad política, al tiempo que se han evidenciado las limitaciones de lo firmado: es necesario un contexto de impulso político más amplio, la transformación integral estructural del campo y un cambio en la regulación legal.
La crisis en el desarrollo rural y la soberanía alimentaria y el freno sistemático a los intentos de reforma agraria en Colombia explican la expansión de los cultivos de coca en el país[521]. La coca también les ha permitido a sectores campesinos tener acceso a recursos económicos o a mejorar su situación económica y el acceso a otros recursos educativos o sociales, lo que habitualmente no ocurre con el trabajo en el campo en ciertas regiones del país. No obstante, también es el sector más violentado, el que se agrede, hostiga y persigue con más intensidad. Desde los años sesenta y setenta, la falta de una política agraria incluyente, que girara alrededor de una clara y equilibrada agenda de acceso a la tierra para los campesinos[522], y la pérdida de la soberanía alimentaria, provocaron que en muchos lugares la coca se convirtiera en una alternativa productiva del campesinado.
La falta de carreteras que permitan conectar veredas de producción agrícola con centros de comercio, la precaria asistencia técnica para el desarrollo campesino, la incertidumbre en la formalización de la tierra en áreas estratégicas de colonización, las zonas de protección especial o la delimitación de Parques Naturales Nacionales y las escasas oportunidades de comercio de productos campesinos le han quitado competitividad al campo colombiano y han sido un aliciente para la acogida de la hoja de coca. Desde el inicio de los cultivos hasta la actualidad, el relato de los campesinos de diversas regiones da cuenta de las condiciones de precariedad para comercializar sus productos y conectarse a los mercados agrícolas:
«En un punto, a La Gabarra [municipio de Tibú, Norte de Santander] se le acabó la carretera; usted fácilmente podía gastarse de Tibú a La Gabarra... ¿qué le digo yo?, se podía demorar hasta una semana. Es que los carros se enterraban, nadie los sacaba de ahí. Ya eso era inviable -como en los ochenta- para el campesino sacar los productos agrícolas; todo se perdía, el plátano se perdía, el maíz se perdía, porque no había quién los comprara. Además las cargas de eso eran tan pesadas que los camiones se enterraban más de lo normal, eso tocaba tirar toda la carga de plátano, maíz, todo lo que se transportaba por esas trochas»[523].
La Comisión ha escuchado testimonios similares de campesinos cocaleros en Guaviare, Cauca, Nariño y otras regiones del país. La vida económica de muchas regiones depende de la coca, como afirmó un campesino de Llorente, Nariño, a la Comisión: «la coca es un romboy [glorieta]: sale de aquí y ella gira, la plata ahorita la tengo aquí, mañana la tiene él, la tiene el carnicero, la tiene el verdulero, la tiene el supermercado, la tienen los que venden celulares. la misma economía de la coca hace que infunda trabajo aquí. Y no solamente aquí en Llorente, esto es a nivel nacional»[524].
La expansión de este modelo de acumulación también tuvo impactos en la vida cotidiana de la población en estas regiones. Un campesino relata cómo se vivía con esta fuente de entradas monetarias para las familias:
«Lo cierto es que el que cultivaba coca tenía mejores ingresos que los que no. Esos campesinos sacaban a su familia a estudiar a otros departamentos, compraban los mejores caballos y mejoraron su nivel económico. Pero a la par se creció el consumo de alcohol, les alcanzaba para una borrachera de tres días y eso era cada ocho días, uno sabía que si alguien estaba enfiestado era porque había logrado vender algo de coca; montaron muchas tiendas y muchos billares. La inmensa mayoría de familias cambiaron su estilo de vida»[525].
Las economías regionales de la cocaína han tenido una importancia relevante en el desarrollo regional y municipal de distintas zonas del país. Muchos pueblos de Colombia han surgido y son relevantes debido a que estuvieron en contacto con el narcotráfico. Pueblos cercanos a Tumaco, en Nariño, o en Urabá, Antioquia, o San José del Guaviare, en Guaviare, entre otros, pudieron enfrentar una escasa presencia del Estado con los recursos y las dinámicas surgidos alrededor del narcotráfico.
Estas circunstancias han sido particularmente difíciles para las mujeres. Las economías regionales de la cocaína fueron una oportunidad de trabajo, pero también conllevaron formas de explotación, violencia y desigualdad. La expansión de la prostitución fue uno de los reflejos más claros de este negocio[526]. Por otra parte, la vida campesina se vio alterada por la entrada de los narcotraficantes. En el Magdalena Medio, por ejemplo, los campesinos relatan que, en áreas de laboratorios y presencia de traficantes para tareas en las fincas, se les ofrecían pagos mucho mejores de lo que un campesino le podía ofrecer a un trabajador[527]. Al principio, con la llegada de las guerrillas a la región, hubo algunas que se opusieron al cultivo exclusivo de coca, como en el caso de las FARC-EP, el ELN o el M-19.
«Esta guerrilla [M-19] comenzó a ordenar a la gente y decirles que no podían sembrar solo coca, que debían sembrar otros cultivos para la alimentación. Tiempo después, del 90 al 92 fue el sembradío de coca más grande porque la gente llegó a tumbar monte y sembrar, pero del 94 al 96 fue el apogeo del cultivo de coca. Y yo recuerdo que muchos jóvenes en esa época nos fuimos a trabajar a los cultivos de coca como raspadores de hoja y eso nos sirvió para continuar nuestros estudios. Es que yo sí le digo que gracias a ese cultivo muchos pudimos estudiar porque el Estado solo les daba educación a los ricos»[528].
Los pueblos étnicos también han sufrido un impacto específico. La Comisión pudo evidenciar que existen diecisiete macroterritorios interétnicos[529] de resguardos, territorios indígenas, territorios colectivos de comunidades negras, afrodescendientes, palenqueras y raizales en los que se han establecido diferentes grupos armados y donde se han disputado el control de la población y las rentas para el desarrollo de la coca o de economías extractivas. En el 2020, en 148 de los 767 resguardos existentes en Colombia había cultivos de coca. Y de los 200 consejos comunitarios reconocidos en el país, 100 presentaron afectación por cultivos de coca[530]. Sin embargo, también con mucha resistencia de gobernadores o líderes que incluso han sido asesinados por ello.
San Andrés y Providencia, territorios que se han visto alejados del conflicto armado interno, se convirtieron en lugares de paso estratégico de muchos narcotraficantes que debían acceder al Caribe e involucraron a población que supiera de navegación. Los raizales, jóvenes pescadores y la gente diestra en el mar terminaron involucrados en estas tareas que también detonaron violencias[531]. Un informe entregado a la Comisión da cuenta de 700 muertos en los últimos diez años, 250 desaparecidos y cientos de hombres encarcelados en Colombia y en Estados Unidos pertenecientes a este archipiélago[532]. La UIAF también sospecha lavado de activos en esta región por su carácter de zona aduanera especial[533].
Finalmente, es importante señalar el impacto económico de la política antidrogas sobre la dinámica económica de las regiones con cultivos ilegalizados. La Comisión, en un ejercicio econométrico, mostró que hay choques a la economía formal nacional cuando se desarrollan algunas estrategias de interdicción de drogas en los territorios. Específicamente, los ejercicios de regresión nos muestran que la destrucción de laboratorios de pasta base tienen efectos negativos en las transacciones en efectivo realizadas en esos municipios del país[534]. De alguna forma, estos resultados exponen una contradicción en la política pública, en tanto parece que entran en conflicto dos intereses nacionales: por un lado, la política antidrogas, al intentar acabar con el negocio de la cocaína, afecta especialmente las dinámicas económicas de las regiones; y, por otro, los objetivos de desarrollo económico que demandan una ampliación de la formalización e inclusión de los hogares colombianos a los mercados y sectores formales, por ejemplo, el financiero, se afectan. Los análisis realizados muestran que lo primero tiene consecuencias negativas sobre lo segundo[535].
Otro estudio evidencia que entre 2000 y 2012 la destrucción de laboratorios provocó el aumento de los enfrentamientos entre guerrillas y paramilitares en los municipios que fueron objeto de tal destrucción[536]. Así, al análisis del impacto sobre el desarrollo regional también se le debe sumar el impacto sobre la seguridad de las zonas.
6.3. Narcotráfico, poder político y modelo de Estado
La investigación de la Comisión de la Verdad muestra que el narcotráfico ha estado imbricado con la economía de Colombia y el poder político desde los años sesenta[537]. En los setenta, el narcotráfico alcanzó dimensiones internacionales y relaciones con algunas élites de la economía formal que aprovecharon infraestructuras, contactos y redes existentes (tales élites, además, crearon nuevas infraestructuras, como pistas para aviones que transportaban la droga y se hicieron al control de los puertos marítimos, buscando las rutas hacia los Estados Unidos principalmente[538]). De este modo se dio una adaptación al tipo de negocio que suponía la droga ilegalizada, ya fuera con la incorporación de las élites económicas al negocio-dedicadas antes, por ejemplo, al banano, el algodón y el café- o en otros casos se constituyeron nuevas élites a partir de los carteles, los clanes o las familias locales basadas en negocios ilícitos. En algunas familias de la élite regional caribeña, la marihuana fue un eslabón clave en su consolidación estamental[539].
La presencia de traficantes internacionales en Colombia se dio tempranamente; así, se constituyeron redes entre traficantes chilenos, cubanos y colombianos centradas en Estados Unidos. El general José Joaquín Matallana, en 1974, denunció en un memorando de la Dirección de Aduanas Nacionales (DIAN) que había un «cinturón de marihuana» en el que participaban extranjeros, personas de la Florida y Texas, así como mafias italianas e israelíes[540]. La Comisión de la Verdad logró establecer que Estados Unidos fue el segundo lugar de registro de aeronaves en la Aerocivil entre 1975 y 1986, especialmente en los estados de Florida, California, Kansas y Texas[541].Años después, dos informes anuales de la Procuraduría General de la Nación sobre la interdicción de drogas ilícitas informaron de un número significativo de capturados estadounidenses por la policía judicial[542]. Investigaciones del Congreso de Estados Unidos han confirmado el uso del transporte marítimo desde inicios de los años setenta[543].
6.3.1. La entrada del narcotráfico a la política
La relación de la política con el narcotráfico ha sido motivo de preocupación y disputas entre partidos políticos. Desde mediados de los años setenta se adelantaron debates en la prensa y en oficinas del Estado sobre la infiltración de contrabandistas y traficantes de drogas ilegalizadas en el Congreso de la República, en la Dirección de Aduanas Nacionales (DIAN) y en el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) -promovidos por algunas agencias de los Estados Unidos-[544]. Desde los años setenta, varias campañas presidenciales han sido señaladas de estar financiadas con dineros provenientes de traficantes de drogas ilegalizadas, lo que ha levantado un manto de ilegitimidad sobre el primer cargo público de la nación. De este modo, la primera articulación del narcotráfico fue con el régimen político, antes que con la violencia del conflicto armado.
Si bien el proceso 8.000 puso en evidencia la financiación de la campaña presidencial de Ernesto Samper (1994-1998) con dineros del Cartel de Cali, dicho fenómeno, tanto en lo regional como nacional, se insinuaba en casi todas las campañas y los candidatos se señalaban entre ellos. Desde 1977, en los cables enviados por su embajada al gobierno de los Estados Unidos, se informaba de los posibles relacionamientos con narcotrafi cantes de campañas presidenciales de periodos anteriores y se planteaba que la corrupción que estaba en todos los sectores y estamentos del gobierno era la principal amenaza para «la sobrevivencia de las instituciones democráticas»[545]. Sin embargo, en muchos de esos cables es claro que la preocupación de Estados Unidos estaba relacionada con el compromiso de colaboración de Colombia con las agendas de dicho país (como las políticas de presencia de sus pilotos en operaciones antidrogas, los programas de desarrollo alternativo, la erradicación con herbicidas y la extradición[546]). Mientras tanto, algunos políticos denunciaban que estos señalamientos eran solo rumores[547].
Según los testimonios recogidos por la Comisión, la entrada de dinero del narcotráfico en las campañas presidenciales fue una de las formas en que el narcotráfico obtuvo poder y control político. En el periodo de la configuración de los carteles de Medellín y Cali, el tema central de disputa política fue la extradición. La Comisión tuvo acceso a documentos del gobierno estadounidense[548] donde representantes y agencias mostraban serias preocupaciones por el nivel de penetración que podían llegar a tener estos dineros en las campañas de 1974, ganada por Alfonso López Michelsen; la de 1978, ganada por Julio César Turbay Ayala; y la de 1982, donde López Michelsen intentó ser reelegido. Es difícil precisar quién financió a quién, pero es claro que el sistema político y electoral ha sabido promover el clientelismo y una creciente corrupción electoral que ha minado la transparencia democrática -sobre todo a nivel regional- y ha incentivado la tolerancia frente a la circulación de recursos de dudosa transparencia como base del ejercicio político[549].
Los señalamientos por el involucramiento del narcotráfico en la política han salido de los propios narcotraficantes. En julio de 1984, el expresidente Alfonso López Michelsen (19741978) se entrevistó con narcotraficantes en Panamá, donde dijo que ellos «[c]onfirmaron rumores que circulan acerca de cheques que comprometían a funcionarios públicos, recibidos durante la pasada campaña presidencial»[550]. La Comisión de la Verdad entrevistó a conocidos narcotraficantes del Cartel de Cali, que confirmaron una frecuente relación y apoyo económico a diferentes políticos, particularmente miembros del Congreso, Senadores y Representantes de quienes entregaron a la Comisión los nombres.
Frente a estas denuncias, el Estado colombiano no ha establecido una estrategia de control contundente de capitales en las campañas políticas. Por el contrario, en la década del noventa, el despliegue del narcotráfico y el paramilitarismo detonó en dos procesos fundamentales que terminaron de quebrar la legitimidad del régimen político e inauguraron una nueva etapa donde el clientelismo y la corrupción aumentaron. El primero fue el proceso 8000: en él, la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, aduciendo falta de pruebas, sobre la responsabilidad del presidente Samper en la infiltración, ciertamente comprobada de dineros del Cartel de Cali en su campaña[551], ordenó el archivo del proceso que se adelantaba contra el presidente Samper por infiltración de dineros del narcotráfico en su campaña. El proceso deterioró las relaciones de Colombia con Estados Unidos, situación que puso en juego la estabilidad institucional del país. En este periodo, a pesar de que el Cartel de Cali se desmanteló, floreció con fuerza el Cartel del Norte del Valle[552].
El segundo proceso ocurrió en la historia política más reciente. El excomandante paramilitar Salvatore Mancuso, en el marco de la ley de justicia y paz que facilitó el proceso de desmovilización de paramilitares en Colombia, reveló que en 2005 el 35 % del Congreso había sido elegido gracias al paramilitarismo, dado que ese porcentaje correspondía a representantes de zonas de influencia paramilitar donde los dineros del narcotráfico habían sido fundamentales para las campañas[553].
El escándalo de la parapolítica evidenció que el dinero que financió la política regional y nacional también coadyuvó al agravamiento de la guerra y a la corrupción del régimen político colombiano[554]. Se profundizó el daño a las reglas del juego de la democracia y a las maneras de hacer política, debido a la distorsión de una competencia transparente y democrática, y a la captura de instituciones públicas para el beneficio de sus intereses, entre otras. Por ejemplo, Salvatore Mancuso estableció una red de alianzas con los actores políticos de Córdoba que contó con la decisión y voluntad de los mismos, sin ejercer la presión de las armas. En la misma región, como le explicó a la Comisión de la Verdad una excongresista acusada de tener nexos con los paramilitares, candidatos al Congreso que no tenían un peso relevante en la política local, tras la inyección del dinero del narcotráfico y el apoyo de los ejércitos privados paramilitares, lograron más votación que los políticos tradicionales, como «Eleonora [que] salió con 82.000 votos en Córdoba que era una locura. O sea, para una muchacha que acababa de ser concejal de Tierralta con 400 votos»[555].
El principal investigador de la parapolítica le relató a la Comisión que una de las pistas que develó la infiltración del narcoparamilitarismo en las elecciones fue la distribución de las votaciones en los distritos electorales de una manera tan estricta que causó sospechas: «O sea, esto no puede ser disciplina electoral, no puede ser que los partidos son tan fuertes y que les atienden tanto las bases que dicen: “Aquí solo votan por Pedro y al lado solo votan por Juan”, y la gente cumple. Esto tiene que ver con algo más»[556].
A pesar del escándalo y las investigaciones de la parapolítica, no hubo una transformación significativa de la cultura o del sistema político del país que desmontara la relación del narcotráfico y el régimen político, vinculación que aún pervive[557]. De estos dos procesos quedaron varios impactos. Por un lado, con el proceso 8.000 los Estados Unidos utilizaron la coyuntura para incidir en la agenda antidrogas del país; y, por otro, en el caso de la parapolítica, emergió una crisis de legitimidad, y aunque 44 congresistas estuvieron en la cárcel, no se ha investigado suficientemente las redes del sistema político que la hicieron posible, ni los partidos que fueron influenciados o cooptados.
La Comisión de la Verdad considera que la penetración del narcotráfico obedece a un entramado de relaciones, coaliciones y vínculos entre diferentes actores políticos, económicos, armados o militares, que se funda en el beneficio y la acumulación de capital, pero también en redes clientelistas y relaciones familiares. Tales redes y relaciones, aunque son conocidas de manera informal o se han evidenciado en escándalos sucesivos[558], no han sido investigadas en profundidad ni desmanteladas.
Estos vínculos son rastreables en Magdalena, Tolima, Córdoba, Cundinamarca, Bolívar, Meta, Boyacá, Sucre, Cesar, Valle del Cauca, Antioquia, La Guajira, Nariño, Chocó y Santander, lo que evidencia que no solo las periferias, sino también los centros de poder político, han sido decisivos en la consolidación del poder del narcotráfico. En algunos casos, parte de la impunidad y la corrupción se concentraron en el poder del Congreso, donde se dan los principales debates sobre la agenda antidrogas y la extradición, que determinan el rumbo de la misma. Lo que ha permanecido en el régimen político es una estructura constituida bajo las dinámicas de financiación de campañas, pactos locales y nacionales irradiados o convergentes en el Congreso, y complicidades explícitas entre el narcotráfico, la contratación pública y la representación política. La falta de investigación a profundidad del caso del Parqueadero Padilla, de la Oficina de Unicentro y de Funpazcor[559] son ejemplos de cómo no se alteraron las estructuras financieras ni de poder del narcoparamilitarismo en el país[560].
La función pública ha sido utilizada por el narcotráfico de dos formas. Por una parte, para asegurar la impunidad en la logística ilegal de la operación del narcotráfico, lo que muestra el entramado paramilitar ya descrito por la Comisión y su influencia en el propio sistema de investigación judicial en diferentes momentos de las últimas décadas. Y por otro, para lavar el dinero a través de la contratación pública o de la compra de tierras (esta compra muchas veces ha estado ligada al despojo de población campesina víctima del conflicto armado y en tal despojo han estado involucrados diferentes niveles de organismos e instituciones del Estado, como algunas notarías[561]).
Es importante prestar atención a la impunidad junto con la corrupción en la reproducción y el escalamiento de las violencias del conflicto armado y el narcotráfico, dado que no ha habido mecanismos efectivos para ejercer justicia frente a la violencia que se desató. Como advirtió en su tiempo el procurador Carlos Jiménez Gómez cuando investigó el grupo Muerte a los Secuestradores (MAS), «nuestra misión no era escribir un informe, sino trabajar contra la impunidad»[562]. La arremetida violenta de la alianza de políticos y narcotraficantes tuvo un tremendo impacto negativo en la fortaleza judicial del país.
Una forma usada por el narcotráfico para crear alianzas con la política ha sido mediante la influencia en el nombramiento de cargos públicos de especial relevancia. Hay varios ejemplos al respecto. José Miguel Narváez, exsubdirector del extinto DAS (2001-2005), mantuvo relaciones estrechas con el jefe paramilitar Carlos Castaño, a quien indujo a asesinar al humorista Jaime Garzón el 13 de agosto de 1999[563]. Un exgobernador del Cauca, elegido para el periodo 2004-2008, se vio involucrado en relaciones con los narcoparamilitares del Bloque Calima, quienes incidieron en su elección como gobernador del departamento y en las elecciones a Congreso, también patrocinadas por el paramilitarismo. Jorge Noguera, exdirector del DAS (2002-2005), condenado a 25 años de prisión, tuvo relaciones cercanas con jefes paramilitares de la Costa Caribe como Hernán Giraldo y alias Jorge 40, a quienes pasaba información confidencial si había alguna operación en su contra o en contra de los intereses del narcotráfico (le alertó a Giraldo sobre una investigación que se estaba llevando en su contra por lavado de activos[564]).
Aunque estas prácticas se han hecho habituales en diferentes regiones del país como parte de la política colombiana, numerosos testimonios presentados a la Comisión muestran un deterioro en la manera como la población percibe la función pública y el papel del Estado. Por ejemplo, en algunos pueblos los alcaldes son vistos como funcionarios comprometidos con el narcotráfico, al ofrecer conciertos y eventos públicos: «con eso mantiene como empendejado el pueblo mientras convierte el municipio en un berraco lavadero»[565]. Esta percepción del narcotráfico se mantiene en muchos lugares, como en Buenaventura, Valle del Cauca, y en Barranquilla[566], Atlántico, donde una buena parte de la ciudadanía considera que la política está orgánicamente relacionada con el narcotráfico[567].
En los casos de la UIAF se relacionan solamente cuatro investigaciones sobre lavado de activos y narcotráfico sobre políticos y funcionarios públicos entre 2015 y 2020[568]. Esta influencia del narcotráfico en la política, sea directa o indirecta, y las formas de legalizar los dineros del narcotráfico a través de las contrataciones públicas, no solo han profundizado la corrupción estructural, sino que han obstaculizado la posibilidad de una apertura democrática. Así, las élites colombianas han tenido un doble discurso frente al narcotráfico con la «guerra contra las drogas», focalizándose en las guerrillas y el campesinado cocalero, mientras mantienen relaciones con los traficantes de cocaína. El modelo de acumulación de capitales a partir de la cocaína ha sido amplio en el país y, en algunos casos, tan frecuente y profundo, que se ha convertido en un atentado a la democracia y a la independencia de las instituciones.
La sospecha que cunde sobre la política colombiana ha dado pie a la preeminencia de las agendas de los Estados Unidos, que se han impuesto o negociado con facilidad. La relación de la política con el narcotráfico ha sido motivo de preocupación y disputas entre actores políticos nacionales e internacionales. La Comisión encontró que si bien el tema de la corrupción del narcotráfico en la política fue un tema ético que afectó la legitimidad de la autoridad estatal, también fue utilizado para negociar agendas por parte de Estados Unidos. Mientras este país construía un discurso sobre el «flagelo del narcotráfico» que propiciaba un aparente consenso nacional, aumentaba la presencia de la DEA en Colombia y se reconfiguraba el Estado en función de la «lucha contra las drogas. Los Estados Unidos lograron alinear al gobierno colombiano en temas claves como militarización de regiones, empezando por la Campaña de La Guajira en 1978[569]. La Comisión de la Verdad encontró que en medio de estas conversaciones hubo un pico de transferencia de apoyos presupuestales de los Estados Unidos a Colombia a finales de los setenta, cuando se instauró el Estatuto de Seguridad (1978-1982)[570].
6.3.2 Limitaciones de las instituciones encargadas de la investigación del dinero y los medios del narcotráfico
Las instituciones del Estado encargadas de enfrentar el problema del narcotráfico han tenido respuestas parciales para un fenómeno que se ha ido extendiendo y entretejiendo con el poder político y las élites económicas en Colombia. Numerosos traficantes de cocaína han sido detenidos y muchas veces extraditados, pero esto no ha permitido acabar con el negocio, dado que aquellos se han fragmentado en nuevos grupos y jerarquías que han conservado muchas veces sus redes e influencias.
La estructura institucional de control de drogas también ha sido objeto de disputa entre diversos actores políticos en complicidad con el narcotráfico. Varias instituciones centrales en las políticas antidrogas como el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE), la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), la Dirección de la Aeronáutica Civil (DAAC) y las áreas encargadas de los bienes en extinción de dominio, así como la Policía Antinarcóticos, han sido protagonistas de importantes escándalos y algunos de sus directores y funcionarios han sido procesados por corrupción, violencia o narcotráfico.
Adicionalmente, el dinero recuperado en la extinción de dominio no ha servido hasta el momento para adelantar procesos de restitución de tierras o reparación de víctimas. Las actas del CNE muestran que una parte significativa del dinero y de los bienes se ha transferido a la Policía Nacional y al antiguo Departamento Administrativo de Seguridad (DAS)[571]. Con el dinero se financió el programa Familias Guardabosques[572], se construyeron cárceles en la época de la seguridad democrática[573] y se mejoró la infraestructura militar[574]. Es decir, la mayoría de esos recursos no han llegado a las víctimas del narcotráfico, sino que han financiado mecanismos relacionados con el sistema de seguridad y punitivo[575].
A pesar de que el transporte aeronáutico fue el más usado para el narcotráfico, la suspensión de registros solo se dio entre 1983 y 1986 y, en menor medida, entre 1988 y 1990. Entre 1983 y 1990, se suspendieron 113 aeronaves por solicitud de una autoridad competente como juzgados, el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE), etc.[576]
El ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla (1982-1984) entendió la importancia del Consejo Nacional de Estupefacientes y, junto al coronel Jaime Ramírez, se esforzó en apelar a ella como una herramienta para atacar el narcotráfico. Durante el periodo ministerial de Lara Bonilla se dio un aumento significativo de suspensiones. Un caso importante fue la confiscación y el allanamiento de aeronaves en la Hacienda Nápoles. Desde el Congreso, varios senadores acusaron al ministerio de Justicia y al coronel de abuso de autoridad, prevaricato y abuso de función pública por haber incautado siete aeronaves, y les exigieron devolverlas a sus dueños y reconocer la Hacienda Nápoles como lugar de recreación. Tanto el ministro como el coronel fueron asesinados posteriormente[577].
Los escándalos con las instituciones que investigan el narcotráfico se han dado en diferentes momentos. El último de ellos fue el del director del Departamento Administrativo de Aeronáutica Civil (DAAC) entre 2005 y 2010: actualmente hace parte de un proceso judicial que busca determinar si tenía un laboratorio de clorhidrato de cocaína en su finca, mientras se desempeñaba como embajador de Colombia en Uruguay, en cercanías al aeropuerto El Dorado de Bogotá[578].
6.3.3. Relación de la fuerza pública con el narcotráfico
Un último elemento para analizar la penetración del narcotráfico en las instituciones del Estado tiene que ver con las fracturas ocurridas al interior de las Fuerzas Armadas por el involucramiento de algunos de sus miembros en ese negocio ilegal". Testimonios tomados por la Comisión relatan cómo algunos grupos del Ejército, la Policía, Fuerza Aérea, Armada y DAS se enriquecieron con el narcotráfico[579] y permitieron el movimiento de insumos químicos. A finales de los ochenta y la década de los noventa, uno de los lugares más disputados por los militares o policías para ser trasladados fue el aeropuerto de Medellín. Un teniente coronel de la Policía Nacional, retirado, le relató a la Comisión lo que significaba para los policías trabajar en los aeropuertos y por qué eran lugares tan apetecidos:
«Cuando estaba en la Dijin nos mandaban en comisión de tres meses al aeropuerto; yo nunca fui a esa comisión. Pero entre los policías de la Dijin todo el mundo quería ir al aeropuerto... ¿por qué se iba a esos tres meses en el aeropuerto? Porque por allí había la salida del narcotráfico, entonces el policía fácilmente podía llegar y manipular y obtener información de los narcotraficantes y le pagaban. Entonces todo el mundo iba al aeropuerto a ese servicio, porque sabía que en esos tres meses podía. en términos policiales, la cultura en ese momento era: “se le puede aparecer la Virgen”. ¿Y qué era ese “se le puede aparecer la Virgen”? O sea: “se le apareció el dinero»[580].
En cuanto a las instituciones encargadas de la seguridad, tanto la Policía como el Ejército han cumplido en distintos momentos con tareas en la lucha contra las drogas. Mientras en los años ochenta la desconfianza en el Ejército llevó a que se concentrara la capacidad y el apoyo en la Policía, a finales de los noventa el Ejército se involucró directamente en la lucha contra el narcotráfico a partir de la consideración de las FARC-EP como un grupo «narcoterrorista», lo que permitió que se utilizaran fondos de la lucha contra las drogas para la lucha contrainsurgente. No obstante, también hubo un involucramiento mayor de algunos mandos del Ejército con el narcotráfico.
Esto se experimentó en cuatro momentos a lo largo del conflicto armado y estuvo influido por el quiebre de los roles de la Policía y las Fuerzas Militares en las tareas de cada institución en lo relacionado con el orden público y la persecución al narcotráfico. Desde los años setenta y ochenta hubo una articulación entre narcotraficantes y miembros de la Policía; incluso hubo transfuguismo desde las Fuerzas Armadas hacia los ejércitos privados del narcotráfico. El gobierno de Estados Unidos sospechó de lo que estaba ocurriendo. Esta alianza se profundizó con la formación de carteles como el del norte del Valle[581]; la consolidación del grupo Muerte a Secuestradores (MAS),en el que participaron 59 miembros del servicio activo de las fuerzas militares[582]; o en el modelo paramilitar del Magdalena Medio, donde hubo un cruce entre esmeralderos y narcotraficantes. El intercambio de conocimientos sobre la violencia empezó un camino de ida y de venida entre los grupos de seguridad de los narcotraficantes y la fuerza pública para favorecer los intereses privados de unos y de contrainsurgencia de los otros.
A finales de los años ochenta se adelantó una campaña de terror del Cartel de Medellín contra el Estado, en la que murieron cientos de policías y hubo atentados masivos con carros bomba, a la vez que los carteles se fracturaron. Una parte del Cartel de Medellín, junto al de Cali, se alió contra Pablo Escobar; en tal alianza participaron agentes de la DEA e instituciones del gobierno colombiano como el Bloque de Búsqueda de la Policía. De esas alianzas surgió una red autodenominada los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), en la que participaron Fidel y Carlos Castaño, exmiembros del Cartel de Medellín.
De esta forma, el narcotráfico trató de influir y consolidarse en el poder político y, además, estrechar alianzas con miembros de la fuerza pública. En la rendición de testimonio ante la justicia de los Estados Unidos del narcotraficante Luis Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño, se afirmó que el «80 % de los comandantes que habían llegado al Valle del Cauca y el 80 % de los comandantes de la Policía Nacional estuvieron al servicio del narcotráfico». Lo mismo ocurrió, según el testimonio, con el DAS: «también vinculado al narcotráfico»[583].
El testimonio de un mayor retirado del Ejército que ofició como lugarteniente de alias Don Diego, capo del Cartel del Norte del Valle, y que fungió como jefe de la banda Los Machos, afirmó que, tras los ataques contra cuarteles militares cometidos por las FARC-EP -como el de La Carpa, El Billar y Patascoy-, los narcotraficantes decidieron afianzar sus vínculos con los paramilitares en los Llanos. Esto también ocurrió a raíz de la presión del gobierno por tener resultados y de su sistema de recompensas. Un exmilitar se refirió a las misiones antinarcóticos en el Putumayo a principios de la década del dos mil:
«No, es que los gringos necesitan el muerto ahí, el filo de coca en el bolsillo, a diez pasos la cocina y a cincuenta metros el laboratorio para justificar que las FARC no se estaban viendo beneficiados del gramaje, sino que las FARC eran narcoterroristas, tenían todo el complejo y toda la cadena de sembrado, procesamiento y exportación de la hoja de coca, para justificar los dineros que estaban entrando del Plan Colombia»[584].
La participación de sectores del Ejército en el narcotráfico también se hizo evidente en el caso de la masacre de Jamundí en 2006. El investigador de ese caso, un exfuncionario del CTI que se encuentra en el exilio, investigó lo que parecía un enfrentamiento fortuito con «fuego amigo» por parte de una patrulla del Ejército, supuestamente por haber confundido a policías con narcotraficantes, cuando en realidad se trató de un «falso positivo». Su investigación le costó amenazas, el traslado a otros lugares de forma forzada, se le privó de su protección y, tras sufrir un atentado, tuvo que salir del país[585]. Así, en diferentes momentos ha habido fracturas críticas en instituciones de seguridad del Estado e incluso durante el trabajo de la Comisión ha habido generales del Ejército denunciados por tener alianzas con grupos armados y narcotraficantes[586].
Los grupos narcotraficantes se han adaptado históricamente a diferentes situaciones y han hecho diversas alianzas; así, han entablado relaciones con todos los actores que les han permitido la venta de la cocaína, lo que también incluye personal militar de alto rango. Como le confirmó a la Comisión un excoronel del ejército que operó en el Cauca, los traficantes de cocaína les pagaban a los militares para que les permitieran pasar cemento y combustibles. El excoronel también se refirió a la importancia estratégica de los ríos del Pacífico, las carreteras terciarias y la cordillera Occidental para la producción y el tráfico de cocaína, y a cómo hubo militares y políticos que coludieron en la región para controlarla y enriquecerse: «y ahora los políticos del Cauca entienden su sistema del Cauca y ellos, pues, básicamente hicieron, están haciendo, lo que hicieron los políticos de los Montes de María» [587].
Además de algunos altos mandos, otros sectores del Ejército se han involucrado con grupos de narcotráfico; así lo declaró un indígena de Nariño:
«[...] por abajo hay un grupo de tal batallón que está apoyando a tal grupo, el de batallón de acá apoyando este grupo y no sé si los coroneles lo sabrán o no, pero eso es lo que sigue en los territorios, se tiran diez, quince hombres, veinte hombres del Ejército junto con los grupos a darse plomo con los de allá y de allá también vienen los mismos quince, diez, veinte a darse plomo entre ellos mismos»[588].
6.3.4 Modelo de Estado y capturas de rentas narcoparamilitares
El financiamiento y la captura de rentas por parte de los grupos paramilitares se ha dado principalmente a través de tres mecanismos: 1) el control de la producción y las rutas del narcotráfico, 2) la relación/articulación con sectores empresariales o terratenientes que han financiado sus ejércitos. 3) La cooptación de la contratación estatal local.
Vicente Castaño escribió en una de sus comunicaciones que las AUC «dominaban el impuesto a los cultivos ilícitos en un 50 por ciento»[589], lo que redundó en el despliegue de estrategias para controlar precios, insumos, cultivos y los procesamientos de la cocaína. De otro lado, dos excomandantes paramilitares -uno con presencia en la región Caribe y el otro en el sur de Bolívar- describieron las directrices del recaudo de recursos de las AUC para el sostenimiento de la guerra como una estrategia de descentralización adaptada a las realidades regionales, donde la directriz fue cooptar rentas de la economía regional legal o ilegal[590] e insertarse en las principales economías de cada región[591]. Estas orientaciones dependieron de la ubicación geográfica y las redes políticas. Un exmiembro de la fuerza pública le dijo a la Comisión: «Mis amigos los paracos tocó perseguirlos porque estaban entregados a cuerpo y alma al narcotráfico»[592].
La lucha contra la guerrilla se inició por la conquista de territorios donde se producía coca, para apropiarse del negocio, como ocurrió en el Yarí (entre Meta y Caquetá), y en el Azul (en Putumayo) durante la década de los ochenta. Dos testimonios de excomandantes paramilitares exponen esta relación inicial entre paramilitares y narcotraficantes que se estableció en la década de los ochenta cuando se unieron Henry Pérez y Gonzalo Rodríguez Gacha para combatir las FARC-EP[593]:
«Para el 87, las autodefensas habían ya tenido un cambio en su financiación. Empezamos financiados por el aparato productivo local y regional, y posteriormente iniciamos la financiación del narcotráfico, donde fueron muy activos Gacha y Escobar»[594].
Entre el fin de los grandes carteles y la llegada de los grupos paramilitares como nuevas cabezas de la economía del narcotráfico hubo un proceso constante de victimización de la institucionalidad: representantes del Estado o cercanos a este -como jueces, políticos, ministros o periodistas- se «jugaron» su integridad, su vida, por denunciar las implicaciones del narcotráfico tanto en el sistema político como en la sociedad y la cultura colombiana.
Al aparecer la nueva generación paramilitar bajo la figura de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en el escenario nacional del conflicto y, particularmente, en los territorios de histórica presencia guerrillera como Meta, Caquetá, Putumayo y Catatumbo, las comunidades campesinas y étnicas sufrieron una nueva violencia por cuenta de la disputa emprendida por estos ejércitos para controlar la producción, compra de la pasta base, seguridad en los cristalizaderos, los peajes en las rutas de tráfico y la lucha contrainsurgente y territorial contra las FARC-EP y el ELN.
Algunas de las masacres más emblemáticas perpetradas por el paramilitarismo en su afán por capturar las rentas de las economías de la cocaína y llevar adelante la lucha contrainsurgente fueron las de Mapiripán, Meta, en 1997; El Placer, Putumayo, en 1998; y La Gabarra, Norte de Santander, en 1999. Estas tres masacres tuvieron dos factores comunes. El primero de ellos es la responsabilidad de miembros de la fuerza pública en ellas, tanto por acción como por omisión. Con relación a la masacre de Mapiripán, la justicia colombiana ha documentado la participación de altos mandos militares en la acción conjunta realizada con los paramilitares, algunos como el General (R) Jaime Humberto Uscátegui, condenado a 37 años de prisión por estos hechos.[595] En la masacre de El Placer, paramilitares le han relatado a Justicia y Paz que los militares sabían de su ingreso a la región y su objetivo de entrar asangre y fuego al corregimiento, sin que estos hicieran nada para evitar su accionar[596]. En la de La Gabarra ocurrió lo mismo: los militares participaron facilitando la entrada paramilitar; por tales hechos, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca condenó al Estado colombiano y le impuso la sanción de pagar 45 mil millones de pesos a un grupo de 120 víctimas de esta 597 masacre[597].
Como han mostrado varias investigaciones, existe un relacionamiento directo entre el fortalecimiento del paramilitarismo y el narcotráfico, pues «al superponer el mapa de cultivos y rutas sobre la senda de la expansión paramilitar, la conclusión salta a la vista»[598]. Esto no dista de lo relatado a la Comisión de la Verdad por parte de un exasesor de las AUC; según él, Vicente Castaño le recalcó a su hermano, Carlos, que la guerra se hacía controlando el narcotráfico y que el camino contrainsurgente iba en contravía del camino económico y de la riqueza[599].
Estos mecanismos de financiación no fueron clandestinos. Las armas, los combatientes y las rentas de la guerra se organizaron con un flujo de dinero que permitiera convertir los recursos del narcotráfico en dinero legal en los ejércitos paramilitares. Por ejemplo, el interés por abrir el campo para la empresa criminal en los Llanos Orientales se explica por las ventajas comparativas en términos de explotación del narcotráfico y de otras fuentes de rentas, como lo explica un exmiembro de la organización, financiero del Bloque Centauros:
«[...] recuerden ustedes que la Orinoquía es el 50 % del país y que con ese 50 % se pueden hacer finanzas importantes en términos de ganaderos, que realmente son irrelevantes, en términos de contratación, que son muy importantes, y en términos del control del narcotráfico. No existe una zona del país donde para la época hubiera más pistas clandestinas, laboratorios de cocaína y había que hacer finanzas en esos términos. La principal motivación fue de carácter financiero. Y el tubo [extracción ilegal de gasolina del oleoducto], por ejemplo, el tubo es un negocio que da plata en efectivo todos los días»[600].
Estos mismos intereses de expansión justificada por el acaparamiento de rentas, particularmente del narcotráfico, deja ver el caso del Cartel del Norte del Valle y la creación del Bloque Calima en cabeza de Diego León Montoya[601]. Cuando relató lo que ocurrió con la ACCU y el narcotráfico, Vicente Castaño señaló estos lazos con el empresariado en el Valle del Cauca:
«Un gran número de personas influyentes del Valle desfilaron más de dos años por los corredores de las ACCU implorando la presencia de las Autodefensas en ese departamento. Este grupo de industriales prometió el oro y el moro al Estado Mayor de las ACCU [...] La negativa de las ACCU de incursionar en el Valle se debía al temor de entrar en confrontación con capos del narcotráfico asentados en dicha región [...] Debido a este problema de finanzas y para no abortar el proyecto se hicieron varias reuniones para reestructurar la financiación obteniendo pocos resultados, luego apareció un nuevo grupo de empresarios, entre ellos [alias] Gordo Lindo, quien ayudó a las finanzas y la expansión del Bloque Calima dando origen al frente Libertadores del Cauca»[602].
Estos dineros significaron la degradación de la guerra a través de la compra de bloques, armas y hombres. Los bloques se vendían y compraban, como ocurrió con el Bloque Centauros, lo que explica hechos como la jefatura de Miguel Arroyave, procesado por tráfico de insumos para el narcotráfico, o la transferencia de Los Pájaros para Cuco Vanoy o el traslado de desertores de las FARC-EP del Urabá para la Orinoquía a finales de la década de los noventa: «El primero que empezó a vender franquicias y hombres fue Vicente. Como Vicente era propietario del Bloque, en un 50 %, lo que hizo fue generar como una sucursal en el Meta y generaba hombres»[603]. Dichas «ventas de franquicias» en 2001 para hacerse pasar por paramilitares contrainsurgentes fueron investigadas por la Fiscalía y el CTI, una de cuyas responsables tuvo que salir por ello al exilio:
«También mencioné en mis informes que lo que él estaba haciendo era vender franquicias a los narcotraficantes, entre ellos Los Mellizos: Miguel Ángel y Víctor Manuel Mejía Múnera, para que ellos aparecieran como supuestos miembros de las autodefensas y jefes de bloques de algunas zonas. Fue así como él le vendió una franquicia a uno de Los Mellizos para que fuera el jefe de la zona de Arauca»[604].
En el caso del Bloque Centauros, los testimonios entregados a la Comisión de la Verdad señalan que a principios de los años dos mil, su operación costaba 1 billón de pesos mensuales y todo eso se hacía con dinero del narcotráfico, las vacunas y del «tubo» (extracción ilegal de gasolina del oleoducto que se hizo merced a la corrupción en Ecopetrol[605]). Estos recursos para fortalecer la organización tenían como objetivo llegar a Vicente Castaño, pues el Bloque era «una sociedad» en la que, según un relato, se ajustaban las bonificaciones pagadas a los subordinados. Esto estuvo acompañado por extorsiones a dueños de ganado, de cultivos de coca y a empresas de transporte, según un miembro de este bloque[606]. Un exintegrante del Ejército que trabajó con los grupos de traficantes de cocaína le contó a la Comisión cómo la relación con el negocio del narcotráfico afectó a todos los actores del conflicto armado:
«Como esas bandas cobran, en el momento de hacer negocios todos son amigos, ¿por qué? Porque va a dar un container con una tonelada, dos toneladas, yo voy a montar 500, el otro va a montar 200, el otro 300, y eso es FARC, ELN, narcotráfico, hasta el Ejército y la Policía van ahí, los que son corruptos y mandan sus cosas y tienen sus líneas, porque esto es todo un proceso, es delicado y tienen que tener el conocimiento del transporte y la ubicación en puerto»[607].
Estos casos de narcotráfico y enriquecimiento personal de mandos y sus entornos en los grupos paramilitares no han pasado desapercibidos para la UIAF[608]. También hay investigaciones abiertas en contra de comandantes de las AUC por lavado de activos en el que participaron sus familias, redes de testaferros, cooptación de recursos públicos de la salud y de universidades regionales, y la explotación de predios despojados, entre otros[609]. También se sospecha del involucramiento de oficinas del Estado en el negocio del narcotráfico: se abrió un caso por los desembolsos que recibió de Finagro la esposa de Salvatore Mancuso, según solicitudes de pago de una entidad regional entre 2000 y 2006[610]. La Oficina de Envigado también tiene casos de lavado de dinero en ganadería y transacciones, 590 predios y giros postales[611]. En su matriz de casos, la UIAF tiene investigaciones al Cartel del Norte del Valle[612] y sus facciones[613]. En la lista también están el Clan Úsuga o el Clan del Golfo, y Los Caparrapos[614]. En la Orinoquía se hay una investigación sobre una red de Martín Llanos y una red de apoyo entre la ciudad de Bogotá y el municipio de San Martín, Meta, del ERPAC[615].
6.4. El narcotráfico como actor contrainsurgente
En los orígenes del narcotráfico hay una violencia propia de la actividad ilegal que se relaciona con la protección del negocio y del mercado frente a potenciales competidores y ajustes de cuenta, pero que no se relacionada con el conflicto armado. Desde finales de los años setenta y principios de los ochenta, los narcotraficantes devienen en ejércitos con poder territorial. En la dinámica del conflicto armado, esta mutación de actor narcotraficante a ejército narcoparamilitar explica la extensión de la guerra, su degradación y el impacto del terror en el conflicto.
El paramilitarismo como grupo armado nació como una suma de ejércitos del narcotráfico articulados con sectores de la fuerza pública, a partir del momento de la creación del MAS en 1981 y 1982. Muchas investigaciones sobre estos vínculos quedaron impunes[616].Entre 1985 y 1993 se experimentó la transición del MAS a los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar) con impactos en el conflicto armado. El liderazgo de los Pepes fue asumido por Fidel Castaño Gil, en compañía de su hermano Carlos, a quien Estados Unidos, como se expresa en el siguiente cable de la Embajada, reconocía como un narcotraficante, anticomunista y paramilitar:
A estas alturas, Fidel Castaño, después de haber derrotado ya al EPL, tiene 2.000 paramilitares trabajando para él en las regiones de Córdoba y Urabá. Diciendo «ya basta», volvió su mirada contra Pablo Escobar, su ex narco-asociado, y se convirtió en el líder militar de Los Pepes, los Perseguidos por Pablo Escobar (el hermano menor Carlos, ahora jefe de las ACCU, se desempeñó como jefe de inteligencia de los Pepes). Todos trabajaban con los Pepes dijeron los tres a Poloff: las autodefensas, la Policía, el Ejército, la DEA, dos mercenarios reclutados a través de la revista “Soldado de la fortuna”, todos. Fidel Castaño volvió en su contra las reglas de Escobar, declarando una moratoria en la asistencia a Escobar: «Cualquiera que pague impuestos a Escobar, yo lo mato». Con la ayuda de la Policía, Fidel acabó con todos los narcos relacionados con Escobar en Montería y Córdoba[617].
La relación del gobierno colombiano y los paramilitares liderados por Fidel Castaño Gil empezó a depender de su rol contrainsurgente. Posteriormente, esas alianzas se dieron con las Cooperativas de Seguridad Privada (Convivir)[618] que permitieron, de nuevo, la legalización de grupos armados civiles en el territorio colombiano, dado que varios integrantes de Los Pepes-ACCU y de quienes integrarían posteriormente las AUC tuvieron su Convivir particular[619].
Según investigaciones previas y el testimonio de algunos protagonistas, las alianzas de Los Pepes para acabar con Pablo Escobar se hicieron entre el Estado y un sector de los traficantes de drogas, tanto con una fracción del Cartel de Medellín como con el Cartel de Cali y agencias de inteligencia como la DEA, el FBI, los Navy Seals; además, Los Pepes contaban con protección del DAS[620]. Los Pepes asesinaron a sicarios, abogados, antiguos empleados y trabajadores de Pablo Escobar[621]. Escobar denunció la alianza que el Estado colombiano había hecho con Fidel Castaño en el asesinato de militantes de la UP y en masacres en la región de Urabá.
Después del asesinato de Escobar, en seis meses se capturó y extraditó a parte del Cartel de Cali, principalmente a sus jefes (Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela). Su lugar fue ocupado por el otro actor que determinó el rumbo del conflicto armado: el Cartel del Norte del Valle, a partir de la articulación de este con el grupo de narcotraficantes de los hermanos Castaño y con las redes políticas y militares que se constituyeron a su alrededor. La CIA investigó en 1993 el grado de implicación del cartel de Cali en las entidades del Estado, en la fuerza pública y con las otras agencias, pero estos archivos aún no han sido desclasificados[622].
El proyecto paramilitar se consolidó con las AUC en 1997, que llegó al acuerdo de Santa Fe de Ralito en 2003 como parte de la negociación del expresidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). El texto concreto del acuerdo concreto y la negociación que buscó su desmovilización se desconocen. Tras el acuerdo, los jefes de este proyecto se dividieron entre quienes querían el fortalecimiento de su proyecto político y quienes se decantaron por mantener el control de las economías de la cocaína, lo cual se resolvió a favor de esta segunda visión, lo que derivó en traiciones y asesinatos entre la cúpula de la organización[623].
Entre 1998 y 2003, el objetivo de las AUC fue convertirse en un actor político mediante la guerra contrainsurgente, pero dicho intento fracasó por esta victoria interna del sector narcotraficante y porque, al menos en parte, se reveló el escándalo de la parapolítica en 2006. El gobierno de Álvaro Uribe Vélez que dio prioridad fundamental a la lucha de las Fuerzas Armadas contra las FARC, capitalizó en Ralito, la lucha contrainsurgente de los paramilitares narcotraficantes que actuaron con el apoyo de militares y políticos. Los paramilitares se sometieron primero a Justicia y Paz y luego varios de ellos fueron extraditados.
El narcotráfico ha sido, entonces, una bisagra entre el crimen y el poder, un actor comodín que ha actuado bajo distintas lógicas. Su rol va desde la formación de grupos que tenían tareas de cuenta de cobros y roles justicieros y de seguridad, por medio inicialmente de combos y pandillas, hasta nuevos escenarios que tuvieron como base grupos de delincuencia común que posteriormente van a seguir alimentando a los ejércitos paramilitares, como lo que ocurrió con el llamado “Departamento de Seguridad y Control” que devino posteriormente en la Oficina de Envigado. Una de sus cabezas, Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, es un ejemplo de cómo los actores del crimen, el narcotráfico y la política tienen un papel en el conflicto armado.
Un síntoma de persistencia y degradación de la guerra es la forma en que los procesos de desmovilización y reincorporación de estos grupos han concluido. La intersección entre crimen, narcotráfico y política ha derivado en grupos que van más allá de la concepción clásica de «carteles»; ahora se trata de grupos híbridos, algunos con sus características propias (como La Cordillera o el Clan del Golfo).
La búsqueda de representación política a nivel nacional por parte de los narcotraficantes es uno de los factores de persistencia que ha causado el cruce del narcotráfico con el conflicto armado. La parapolítica fue una expresión de ello y, hasta la actualidad, algunos casos relacionados con ella aparecen frecuentemente ligados a escándalos que muestran un profundo enraizamiento en el país, la política y la economía. Sin embargo, en el periodo posdesmovilización, esto ha cambiado. Estos grupos híbridos han desembocado en formas de gobernanzas político-territoriales como el Clan del Golfo, y se han convertido a nivel regional en un actor central del poder político y económico,[624] en la definición de candidaturas locales, financiación de campañas y acuerdos con gobernantes para captura de rentas a través de la contratación pública.
6.5. La violencia en la disputa del narcotráfico
Las relaciones establecidas entre guerrillas y grupos paramilitares con el narcotráfico no fueron iguales. Mientras los grupos paramilitares han tenido una relación orgánica con el narcotráfico, dada la sofisticación de los esquemas de seguridad privados de traficantes de cocaína convertidos en ejércitos funcionales para la contrainsurgencia y el enriquecimiento personal, el tránsito de las guerrillas ha tenido predominantemente una trayectoria propia, y se ha basado en conseguir recursos para desarrollar su accionar y fortalecerse militar y económicamente.
También hay diferencias significativas respecto a la inversión de recursos y el blanqueo de los dineros. Una de las diferencias primordiales, como le contó a la Comisión un exfuncionario de la UIAF y del Ministerio de Justicia, fue dónde se invertía el dinero conseguido: las FARC-EP lo hicieron en fincas o estaciones de gasolina y otros negocios locales, y los paramilitares en bancos extranjeros o en inversiones en bienes fuera del país, dado que controlaban las rutas internacionales[625].
En diferentes épocas del conflicto armado, uno de los móviles de los enfrentamientos armados, incluso a veces en el propio «bando», ha sido el control del narcotráfico. Y en diferentes momentos los grupos armados han hecho negocios a través del tráfico de drogas o de armas. Las rutas de salida, las zonas de cultivo, los laboratorios y los pasajes de frontera han ocasionado un deterioro en distintos lugares del país y los territorios donde hay persistencia del conflicto armado están mediados por el control del narcotráfico y otras economías ilegales como la minería ilegal. Como señaló alias Otoniel en entrevista con la Comisión, «[e]l Estado dice que está contra el narcotráfico, pero mire lo que pasa ahora en Urabá. Un campesino tiene diez hectáreas con coca, el Estado erradica una y negocia con el cultivador las otras nueve. Gana plata con el cultivo y con la erradicación. Gana por un lado y por el otro»[626].
Negocio del narcotráfico y persistencia en territorios | |
Hay territorios del país que desde hace décadas se han destacado en el cultivo de coca y la producción de cocaína. Catatumbo, en Norte Santander, Putumayo, Caquetá, Nariño y Cauca tienen un largo historial en este sentido. En particular, la trayectoria pasa por los enclaves cocaleros y la persistencia de los cultivos de coca. Cauca y Nariño, junto a la región del Catatumbo, han gozado históricamente de una ubicación estratégica que articula cultivos, procesamiento y tráfico, y se han posicionado hoy en día como centros fundamentales del narcotráfico[627]. Según el último reporte de monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos de la Undoc, las zonas estratégicas de presencia de cultivos son Tibú, Sardinata, El Tarra y Teorama[628]. Se mantienen los enclaves productivos identificados en Argelia, Nariño; El Tambo, Cauca; El Charco-Olaya Herrera, Nariño; El Naya, Valle del Cauca; y Frontera, en Tumaco (Nariño). Respecto a los precios, según la información disponible, en Argelia, Cauca, y El Tambo se mueven 73 millones de dólares en el mercado de la hoja de coca, 50 en el mercado de pasta básica de cocaína (PBC) y 171 en el mercado de cocaína[629]. En la región de Catatumbo, Norte de Santander, se mueven 2,6 millones de dólares por la hoja de coca, 136 por PBC y 299 por cocaína[630]. Estos territorios cocaleros actualmente son protagonistas del resurgir de la guerra y la Comisión de la Verdad encuentra que parte de la reactivación del conflicto descansa en la persistencia del narcotráfico. |
Las disputas por el control de las economías regionales de la cocaína es uno de los factores de persistencia del conflicto armado interno. Al ser un mercado ilegalizado, los actores armados y los entramados que han entrado en la pugna por controlarlo han sido tanto ilegales (insurgencias, paramilitares y narcotraficantes) como agentes de la fuerza pública involucrados en el negocio. Las propias leyes de prohibición aumentan el beneficio de la elaboración y el tráfico en cada eslabón de la cadena.
La Comisión de la Verdad, realizó un análisis comparativo territorial sobre las violencias que se presentan entre municipios con coca y sin coca, y pudo constatar que los niveles de violencia, sin duda, fueron más altos en lugares con presencia de cultivos de coca; ya lo había afirmado Vicente Castaño: «la guerra se hace controlando el narcotráfico»[631].
La tasa de ocurrencia de asesinatos selectivos, desplazamiento forzado, masacres y violencia sexual por cada 10.000 habitantes es mucho mayor en territorios cocaleros, como puede verse en las gráficas siguientes, que muestran la relación entre la frecuencia de estas violencias en los municipios con y sin presencia de cultivos de coca.
Gráfica 1. Asesinatos selectivos en municipios con y sin presencia de cultivos de coca. 19992016
Fuente: Comisión de la Verdad con base en datos del Observatorio de Drogas de Colombia, Centro Nacional de Memoria Histórica y proyecciones de población del DANE.
Gráfica 2. Desplazamiento Forzado en municipios con y sin presencia de cultivos de coca. 1999-2016
Fuente: Comisión de la Verdad con base en datos del Observatorio de Drogas de Colombia, Centro Nacional de Memoria Histórica y proyecciones de población del DANE.
Gráfica 3. Masacres en municipios con y sin presencia de cultivos de coca. 1999-2016
Fuente: Comisión de la Verdad con base en datos del Observatorio de Drogas de Colombia, Centro Nacional de Memoria Histórica y proyecciones de población del DANE.
Gráfica 4. Violencia Sexual en municipios con y sin presencia de cultivos de coca. 19992016
Fuente: Comisión de la Verdad con base en datos del Observatorio de Drogas de Colombia, Centro Nacional de Memoria Histórica y proyecciones de población del DANE.
Ciertos elementos de la economía política tienen un efecto espejo entre los actores armados, en el sentido de que fenómenos como el narcotráfico, por ejemplo, cuentan con la participación de todos los actores, lo que hace que el comportamiento de unos sea el reflejo especular de otros. El caso de la economía del narcotráfico es palpable en este sentido, pues las colisiones por el control de cultivos, los medios de producción, los laboratorios de procesamiento, las rutas de movilidad de insumos y los productos, por ejemplo, dan lugar a reacciones de ataque por parte de los distintos actores o a la búsqueda conveniente de alianzas para distribuir el dominio sobre ciertas etapas, generando múltiples violencias en los territorios de disputa.
6.6. Relaciones entre insurgencias y economías de la coca
La mayor información que ha recopilado la Comisión sobre actores armados ha sido de las extintas FARC-EP, ya que fueron las protagonistas del Acuerdo de Paz que dio vida al sistema de justicia transicional que opera actualmente en el país. Ese proceso ha permitido que sus excombatientes hablen de sus responsabilidades en el conflicto armado colombiano y de sus relaciones con las economías regionales de la cocaína. La información sobre narcotráfico y guerrillas ha estado más disponible respecto a las FARC-EP que a otras insurgencias desmovilizadas hace tres décadas como el M-19, el EPL o el PRT.
El debate sobre la participación de las guerrillas en el narcotráfico se ha centrado en dos posturas. Una asume que las insurgencias se convirtieron en un cartel más del tráfico de drogas[632]y la otra afirma que las insurgencias no tuvieron ningún involucramiento significativo con los mercados de la cocaína, como sostienen los grupos guerrilleros[633]. El esclarecimiento de esta relación[634] alimenta el debate sobre la conexidad del narcotráfico con el delito político que viene dándose en Colombia desde los primeros acercamientos de paz y que, probablemente, afectará al futuro de otros procesos de paz, pero en todo caso, además de la disputa por el poder político, es indiscutible que la guerra colombiana también tuvo en el centro la disputa por la riqueza y las rentas.
6.6.1. FARC-EP y narcotráfico
En los años setenta, las políticas guerrilleras sobre la aceptación de cultivos de coca o marihuana en sus zonas de presencia fueron prohibicionistas. En los años ochenta empezaron a incluir en sus fuentes de financiación las economías de la cocaína y marihuana. Así lo expresó un campesino del Guaviare que vivió este cambio de políticas sobre los cultivos de coca por parte de las FARC-EP en el territorio:
«[...] cuando empezó el cultivo de marihuana y coca, las FARC se opusieron a que el campesinado sembrara eso. Esa persecución y prohibición de las FARC contra la coca se dio, más o menos, hasta 1979, porque ya entre 1980 y 1981 en adelante la guerrilla relajó sus posturas sobre estos cultivos y los campesinos que la cultivábamos»[635].
Esto fue un proceso por etapas; ante la violencia de los compradores de pasta base contra los campesinos, las FARC-EP empezaron a mediar en la regulación de pagos, precios y compromisos. Ante la oportunidad de captar rentas, iniciaron cobrando un impuesto a la producción de pasta base de coca al comprador y, en algunos casos, a los campesinos[636]. Posteriormente, transitaron a ocupar el rol de intermediario entre campesino y traficante, comprándoles la producción de pasta base a las comunidades y vendiéndosela a los traficantes de cocaína, quienes finalmente la procesaban en clorhidrato de cocaína. En algunas regiones y estructuras tuvieron cristalizaderos para vendérsela a narcotraficantes[637] o cobraron impuestos por ello. También instalaron cobros, como peajes, en los lugares donde tenían presencia y por donde aseguraban el paso en ríos, trochas o carreteras de la mercancía[638].
Al interior de las FARC-EP, algunos grupos se especializaron y se dedicaron a la producción e intermediación de la cocaína para recabar dinero, tal fue el caso de los alias Negro Acacio o John 40, según le relató a la Comisión un exfinanciero del Bloque Oriental[639].
A partir de la Octava Conferencia de las FARC-EP (1993), la guerrilla comenzó a encargarse del funcionamiento del mercado de la coca, lo cual implicó el control del cultivo, la producción y la comercialización, lo que llevó a la insurgencia a tratar de controlar la violencia que se ejercía por parte de los narcotraficantes, pero también a imponerse en estas funciones de regulación de la cadena de producción y comercialización y a ejercer las suyas propias. Sin embargo, la situación en los años ochenta, antes de este involucramiento, era otra:
«Había mucha matazón de gente, o sea, Los Pájaros mataban a los trabajadores, mataban mucha gente por orden de los patrones, porque no le pagaban a uno y si le pagaban lo pelaban. Pero entonces, ya entrando la guerrilla, eso se compuso. Ya no hubieron más muertes, desarmaron a todo el mundo, nadie cargaba un arma, todo el mundo era desarmado»[640].
La influencia del narcotráfico en la guerrilla trajo consecuencias evidentes en el cambio de la relación con las comunidades y los campesinos cocaleros. Aumentó el control social y los conflictos con la producción o el dinero derivaron en una mayor violencia contra campesinos o comunidades que no permitían imposiciones o rechazaban dicho control. La búsqueda de recursos a cualquier precio, incluido el secuestro, causó un nuevo impacto en la población.
Un excombatiente de las FARC-EP que durante la guerra hizo parte del Bloque Oriental relató que, con la avanzada paramilitar a finales de los noventa, el control de la guerrilla sobre compradores y personas que entraban a trabajar como «raspachines» a estos territorios se volvió más riguroso, ya que, según su versión, “varios de ellos eran paramilitares infiltrados que recogían la información para cometer masacres y otras victimizaciones contra las comunidades”[641]. Así ocurrió en la masacre de La Gabarra, Norte de Santander, en 2004, contra un grupo de raspachines o cosechadores de hoja de coca, llevada a cabo por las FARC- EP en la que fueron asesinadas con crueldad 34 personas, después de que este territorio ya había padecido otra masacre perpetrada por los paramilitares en 1999. Un caso sobre el que la Comisión llevó a cabo un difícil proceso de reconocimiento, entre los ex miembros de las FARC-EP y las víctimas.
Los cálculos sobre cuánto recaudaron las FARC-EP para su financiación por cuenta del narcotráfico han estado sometidos a diferentes especulaciones y contradicciones, y han dependido más de coyunturas políticas que de estudios rigurosos. En la década de 1990, para el financiamiento de los diferentes frentes y la compra de armas, un cable de la Embajada de los Estados Unidos, de septiembre de 1994, señaló las redes que permitieron que esos recursos administrados por personas externas fueran adquiriendo propiedades, carros, negocios y hasta estableciendo cuentas bancarias[642]. Un estudio de inteligencia de los Estados Unidos de 1996 concluyó que, por la participación de las FARC-EP en el comercio de cocaína, sus ganancias anuales eran de «cientos de millones de dólares». El informe menciona que estas ganancias provenían de los impuestos que las FARC-EP establecieron en sus áreas de control por la protección de laboratorios, pistas y cultivos[643].
El Ministerio de Defensa de Colombia, a través del Informe Génesis, señaló que para 2003 el 76 % de los frentes se dedicaban a actividades de narcotráfico y que obtenían más de 456 mil millones de pesos como producto del negocio. En 2005, la UIAF estimó que el porcentaje de dinero captado por cuenta del gramaje por parte de las FARC-EP representaba cerca de un 30 % de sus ingresos totales.
El manejo del dinero al interior de las FARC-EP fue central en la estructuración de esta guerrilla y estuvo en medio de intensos debates hasta que llegó al proceso de centralización entre la Séptima y Octava Conferencia, cuando se organizaron las finanzas entre el secretariado y los frentes. Esto llevó a que una parte de las finanzas se dirigieran al secretariado e implicó que la apropiación de recursos para el funcionamiento de los frentes se realizara según las condiciones territoriales, Así, se articularon la extorsión, el secuestro y el impuesto o ganancias de la regulación de las economías de la cocaína en dichas zonas[644].
Un excombatiente de las FARC-EP le dijo a la Comisión: «el narcotráfico lo miramos de una forma bien y mal. Era un mal necesario a la vez»[645]. El testimonio del otrora comandante del Frente 14 del Bloque Sur de las FARC-EP que operó en Caquetá también dio cuenta de la manera como la guerrilla se dotó de armamento para el escalamiento de la guerra:
«Eso le da combustible a todo en este país, no solamente a la guerra, eso hay que dejarlo claro, a la política en Colombia, a la economía en Colombia, todo eso dejó para eso, a la guerra también, y sigue dejando si no le ponen juicio a eso, ¿claro? Pues de a dónde más, el apoyo de una persona no alcanza para comprar un fusil, si eso se puso caro, un fusil llegó a costar hasta 30 millones de pesos, un sencillo fusil, una ametralladora 80 millones llegó a costar, una M60, una.50, pues se pasaba los 100 millones de pesos, un misil, por ejemplo, llegó a costar casi 400 millones de pesos»[646].
Un exfinanciero del Frente 43 del Bloque Oriental de las FARC-EP también confirmó ante la Comisión que el narcotráfico financió la compra de armas en el contexto de los crecientes enfrentamientos con el Ejército[647].
Tras la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP y su desmovilización, el negocio del narcotráfico y la violencia en los territorios han sufrido cambios. Por ejemplo, un excombatiente del Bloque Magdalena Medio, que operó por la región del Bajo Cauca antioqueño, en el municipio de El Bagre en 2016, le refirió al Grupo de Atención Humanitaria al Desmovilizado del Ministerio de Defensa Nacional la forma en que se hacían transacciones entre las FARC-EP y Los Urabeños: «era una transacción en la que las FARC les vendía a Los Urabeños la pasta base con un porcentaje de ganancia de 200 mil pesos por kilo”[648].
Por otro lado, un exguerrillero del ELN le habló a la Comisión de los pagos que, para 2019, le hacía el Clan del Golfo a esta guerrilla por dejar transitar droga hacia Venezuela, mientras estas mismas organizaciones mantenían enfrentamientos intensos y con altos costos para las comunidades rurales en Chocó y el Sur de Bolívar, enfrentamientos que aún persisten.[649] Actualmente, y con otros grupos armados que controlan los territorios como las disidencias de las antiguas FARC-EP, se han constituido enclaves[650] que son focos donde se concentra por primera vez el cultivo, procesamiento y tránsito. De ahí que las fronteras - como las del Catatumbo con Venezuela, Putumayo con Ecuador y Nariño, y Valle del Cauca y Chocó con el Pacífico- se hayan convertido en los escenarios actuales de producción y conflicto en el país[651].
6.6.2. ELN y narcotráfico
El ELN declaró formalmente su deslinde del narcotráfico en su Segundo Congreso, Poder Popular y Nuevo Gobierno, en noviembre de 1989, así como el apoyo a las políticas de sustitución, restricción del comercio y rehabilitación de consumidores, entre otros aspectos[652]. En 2022, un comunicado del Frente de Guerra Oriental y el Frente Internacional Milton Hernández, ambos del ELN, dirigido a la comunidad regional, nacional e internacional, ratificó la posición adoptada en 1989.
Sin embargo, estas directrices internas se han visto rebasadas por las realidades territoriales donde operan las estructuras guerrilleras del ELN. Así, los vínculos del ELN con la economía de la cocaína tienen varias características: se centra en cobrar impuestos a compradores de pasta base y traficantes, ofrecer seguridad a cultivos y cristalizaderos que se encuentran en sus zonas de control, y participa en los eslabones clave de la economía de la cocaína y la marihuana como el cultivo, procesamiento y tránsito de la droga al interior de las fronteras, así como en las transacciones sobre las fronteras de droga por armas o por dinero.
Un informe del Ejército colombiano de 1993, reseñado en un cable de la Embajada de los Estados Unidos[653], identifica estructuras del ELN con algún grado de involucramiento con el narcotráfico. Parte del informe reconoce que hay unas directrices nacionales de la guerrilla del ELN que determinan romper cualquier relación con el comercio de drogas, pero también que algunas estructuras participan prestando seguridad a cultivos, laboratorios y pistas clandestinas.
Adicionalmente, múltiples testimonios entregados a la Comisión de la Verdad, dan cuenta que el ELN se ha enfrentado recientemente a otras guerrillas, particularmente las disidencias de las antiguas FARC-EP, en Arauca, Perijá, el Sur de Bolívar y Cauca, entre otras regiones, y con el EPL en el Catatumbo, por el control de territorios cocaleros. A pesar de ello, en un comunicado emitido en noviembre de 2020, el ELN invitó al Departamento de Estado de los Estados Unidos y a la ONU a conformar una comisión de verificación en los territorios donde hay presencia del grupo guerrillero para constatar que este «no tiene ningún involucramiento, en ninguna fase, con las economías regionales de la cocaína».
Voces de excombatientes desmovilizados del ELN y acogidos por el Grupo de Atención Humanitaria al Desmovilizado del Ministerio de Defensa han detallado cómo las estructuras del ELN apelan al cobro de impuestos a la compra de pasta base de coca en sus zonas de control para financiar su proyecto político-militar. En muchos territorios del país, las víctimas le han señalado a la Comisión cómo se da esa relación en diferentes regiones. La UIAF no tiene ningún caso abierto de narcotráfico o lavado del ELN.
En síntesis, el ELN hasta los años 90 mantuvo una decisión de prohibición frente al narcotráfico. Con el tiempo, algunos frentes comenzaron a involucrarse, especialmente los del pacífico y el sur del país, porque era una manera de competir en recursos con grupos paramilitares y con las FARC-EP. En Arauca, la posición del Frente Domingo Laín de cobrar por las la rutas de tránsito, pero no permitir cultivos, es distinta con respecto a la imposición que ejercen sobre las comunidades para que cultiven y procesen la coca, los frentes en el Chocó, Cauca y Catatumbo.
6.7. Aspersiones con glifosato: de solución pretendida a parte del problema
[...] que el lunes pasó una avioneta, iba a fumigar, y por fumigar la coca, fumigó mi «papachinal», páguenme mi papachinal, gobierno de Uribe, quiero mi papachinal, Estados Unidos quiero mi papachinal, ese glifosato.
Mujer, víctima[654]
Un capítulo particular en el conflicto armado tiene que ver con la aspersión aérea con glifosato. Las fumigaciones de cultivos de coca se han usado repetidamente en el país, a pesar de los efectos negativos sobre la salud humana, la seguridad alimentaria y los impactos en la naturaleza. El debate sobre las fumigaciones ha estado mediado por las estrategias de lucha contra las FARC-EP, especialmente, en las zonas bajo su control o con una fuerte presencia en el sur de Colombia (gráfica 5).
Gráfica 5. Presncia cultivos de coca, erradicación manual y glifosato. 1999-2016
Fuente: Elaboración Analítica SIM con base en datos del Observatorio de Drogas de Colombia.
Las fumigaciones masivas que se dieron desde mediados de los años noventa fueron negociadas con Estados Unidos y defendidas por gobiernos colombianos. Además de las consecuencias que esto tuvo en las poblaciones afectadas, en los campesinos cocaleros y los territorios, también influyó en el rumbo de la guerra. Por ejemplo, después de las fumigaciones en Putumayo a finales de esa década, los cultivos se desplazaron hacia Nariño, donde aparecieron nuevas formas de colonización y despojo.
Desde su inicio en 1980, las fumigaciones despertaron fuertes debates internos en el Estado, porque los derechos a la salud o a un ambiente sano se enfrentaron con las estrategias de seguridad nacional. Diversas instituciones se declararon a favor y en contra de las fumigaciones. En un lado estuvieron la Policía y la fuerza pública y en el otro el Ministerio de Salud y Ambiente o el Inderena[655]. Más adelante entraron en conflicto instituciones como el Ministerio de Salud y de Ambiente con la Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional o el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE)[656]. A principios de los ochenta se desarrollaron las misiones colombianas para la evaluación de la aspersión aérea con herbicidas en México y Colombia, cuyas conclusiones fueron diferentes para los enviados de la Policía y los científicos de los ministerios: unos estuvieron a favor y otros en contra[657]. El CNE aprobó su uso días después del asesinato del ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, el 30 de abril de 1984658. La decisión de asperjar se tomó bajo la presión de los Estados Unidos, pese a la falta de información concluyente sobre su eficacia y las serias dudas sobre los posibles daños a la salud y al ecosistema[659].
Esto volvió a repetirse en la década de los noventa cuando se apeló al término «narcoguerrilla» y los cultivadores de coca se convirtieron en un eje de disputa. Tras las marchas campesinas en 1996 hubo visitas del gobierno de los Estados Unidos junto a miembros de la fuerza pública colombiana a las bases de Villagarzón, Putumayo, y Larandia, Caquetá, para adecuarlas como bases para la fumigación aérea. A pesar de las movilizaciones campesinas que demandaban la cancelación de esta política al gobierno colombiano, este siguió con su estrategia[660]. Es más, el gobierno de los Estados Unidos, en la estrategia del Plan Colombia, consideró una partida presupuestal de Usaid que cubría el pago de reparación de daños por la aspersión, incluido el desplazamiento [661].
Al final del periodo presidencial de Andrés Pastrana Arango (1998-2002) y la implementación de la política de «seguridad democrática» del presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), las actas del CNE muestran que este ente desestimó las quejas y los argumentos científicos acerca de los daños de la aspersión en Putumayo[662]. Además, el Estado colombiano incumplió el compromiso con la sustitución que había sido acordado con los campesinos cocaleros del sur del país[663]. Por el contrario, la dirección del Plan Colombia arremetió contra los campesinos y generó tensiones y afectaciones al proyecto de los «Laboratorios de Paz»[664], y a quienes se oponían a las fumigaciones. La directora del Plan Colombia de ese momento señaló: “La decisión de gobierno a ese respecto es muy clara y las fumigaciones no se van a suspender”[665]. Esto quedó consignado en el acta así:
«El presidente del Consejo Nacional de Estupefacientes dispuso que los organismos de seguridad del Estado deben hacerles un seguimiento a esas organizaciones y mantener informado al Ministerio del Interior y de Justicia permanentemente»[666].
La relación de esta estrategia con el conflicto armado la sintetizó el general Euclides Sánchez Vargas, jefe del Estado Mayor Conjunto, cuando dio cuenta de las operaciones en Peñas Coloradas y Cartagena del Chairá, Caquetá, en 2002:
«[...] que es fundamental lograr por parte del Estado el control territorial para la erradicación, pues quien controla el campo controla la nación. En este sentido la doctora Sandra Suárez informa que los alcaldes del Putumayo solicitan colaboración de la fuerza pública para facilitar la erradicación»[667].
Un lugar geoestratégico del conflicto armado fueron los Parques Naturales Nacionales (PNN). Así, por ejemplo, la región de La Macarena, Meta, en el sur del país, sufrió una ofensiva militar porque era una zona de presencia histórica de las FARC-EP. El uso de la aspersión aérea implicó un proceso sancionatorio de la Unidad de Parques Nacionales Naturales y el Ministerio de Ambiente contra la Policía Antinarcóticos y la Dirección Nacional de Estupefacientes[668]. La aspersión en el parque implicó una división institucional en las decisiones sobre la información requerida, que resultó en el desconocimiento de la presencia de grupos indígenas y la falta de planes ambientales por parte de la fuerza pública[669].
A pesar de que el general de la Policía, Óscar Naranjo, advirtió que «al principio no había ciencia cierta que contradijera esta apreciación de que el glifosato no hacía daño»[670], desde la década de los ochenta hay alarmas sobre las afectaciones de esta estrategia. Por ejemplo, a mediados de los noventa se publicaron los primeros reportes médicos de daños en salud a la población, y entre 1998 y 2002, las comunidades del Putumayo advirtieron sobre los daños y exigieron un seguimiento técnico y científico[671].
Numerosos testimonios recogidos tras campañas de fumigación señalan fuertes impactos en la salud, además de la pérdida de cosechas de pancoger y mayor pobreza de las comunidades afectadas[672].
Los impactos de las fumigaciones en los cultivos y la salud | |
Las afectaciones por las aspersiones aéreas han sido recogidas por la Defensoría del Pueblo e informadas a diversas instituciones del país[673]. Entre las afectaciones se cuentan problemas dermatológicos, abortos y una especial afectación sobre las mujeres, los niños y las niñas, incluyendo malformaciones asociadas a dicho uso[674]. Numerosas denuncias de problemas de salud graves que no se daban antes y la realización de diferentes estudios, tanto en Colombia como en Ecuador, han señalado el grave riesgo para la salud por las fumigaciones y han conllevado conflictos entre ambos países por las implicaciones de estas fumigaciones en territorio ecuatoriano. En 2001, en un estudio realizado con las poblaciones de la provincia de Sucumbíos, en la frontera entre Ecuador y Colombia, se mencionaron afectaciones sufridas por las comunidades como intoxicación aguda, intensidad de padecimientos en zonas próximas a las fumigaciones, niños enfermos, fiebres, diarreas y vómitos[675]. También se destacaron las afectaciones digestivas, dolores de cabeza, dermatitis y conjuntivitis. En el caso de los animales, los campesinos reportaron que hubo muchos abortos bovinos, los caballos quedaban sin pelo y se redujo el número de pollos nacidos vivos[676]. En otro estudio realizado en Ecuador solo con mujeres, se concluyó que la totalidad de ellas en áreas asperjadas sufrieron síntomas de intoxicación y lesiones en el 36 % de células examinadas, lo que se relacionó con un aumento del riesgo de cáncer, lesiones y mutaciones genéticas[677]. Por otra parte, las fumigaciones llevaron a la contaminación de fuentes de agua y a la pérdida cultivos de pancoger y plantas medicinales. La pobreza extrema se hizo visible en esas zonas, como lo relató una mujer a la Comisión: «una pobreza que solamente uno que lo vivió lo puede entender y sentir las cosas que fueron; o sea, es muy horrible»[678]. Cuando las fumigaciones se dieron de forma repetida o varias veces al año, se produjo una grave crisis de salud y alimentaria en las comunidades afectadas. Además, numerosos testimonios de población campesina señalan que a la tierra le costó reiniciar la vida productiva y quedó afectada severamente, se volvió infértil o solo sirvió, paradójicamente, para la siembra de coca[679]. Entre 2003 y septiembre de 2015 se asperjaron 1.308.071 hectáreas[680]. |
Estas afectaciones han puesto en tensión a las comunidades y su relación con el Estado colombiano. Así sucedió, por ejemplo, por los daños de la aspersión de territorios sin coca, que desde 1998 hasta el presente ha ocurrido en 26 municipios del país[681] y que aún no tienen reparación; tal fue el caso de la destrucción de cultivos legales de la organización Asocazul en el Sur de Bolívar, donde, después de que hicieran una inversión significativa y se endeudaran para transitar a la economía del cacao, la región empezó a ser asperjada con glifosato desde 2003[682]. Esto llevó a que pagar los créditos fuera imposible, se embargaron las cuentas y el futuro de muchos se vio truncado. Ante esto, cerca de dos mil personas afectadas por la fumigación de cinco municipios en el Sur de Bolívar se organizaron para demandar al Estado por daños y perjuicios[683]. En este momento, su caso está siendo escuchado en audiencia de observación por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
La aspersión implicó el desplazamiento de los territorios, como ocurrió en el Sur de Bolívar, donde quedaron fincas abandonadas, y en Arauca, donde «la gente se fue alejando porque igual no había trabajo y no había otro tipo de economía»[684]. Numerosos testimonios de víctimas de esos hechos le señalaron a la Comisión que las alternativas para paliar sus efectos fueron precarias y no tuvieron mayor impacto en su situación. Un gobernador awá lo recordó así:
«La fumiga afectó mucho. Le digo sinceramente que nosotros pedíamos ayuda, ese tiempo el presidente nos dijo... el Estado, ¿qué hizo el Estado? Nos mandó a regalar unas vacas viejas, unas gallinas viejas, que parecían de no sé cuántos años serían. A cada uno nos dio una vaquita, una vaquita que ni leche dio esa vaca. De ver que tantos pedíamos auxilio y eso fue... que nos daban contentillo, y unas semillas que no sirvieron»[685].
A todo lo anterior, se suma que las fumigaciones fueron, sobre todo, ineficaces. Esta solo ha tenido éxito en la reducción del cultivo en momentos determinados y territorios específicos. La Comisión coincide con varios expertos que ponen en evidencia que con las fumigaciones los cultivos se trasladaron hacia otras zonas del país donde estas no se realizaban, por ejemplo, cuando iniciaron las fumigaciones en el Putumayo en el marco del Plan Colombia, los cultivos se movieron hacia regiones como Nariño y el Pacífico. En ese mismo contexto, se dieron los picos más altos de las fumigaciones entre el 2002 y el 2006, periodo en el que se fumigaron más de 320.000 hectáreas. Sin embargo:
“En 2007, el gobierno estadounidense midió casi la misma cantidad de cultivos de coca en Colombia que en 2001, el peor año de la historia. Desde el 2005 hasta el 2007 fue un periodo de aumentos constantes en el cultivo de coca. Fue durante este periodo que un informe de la Oficina de Control y Fiscalización del gobierno de Estados Unidos (Government Accountability Office, GAO) encontró que el Plan Colombia se fue convirtiendo en una estrategia exitosa de seguridad -la violencia guerrillera estaba disminuyendo- pero no tenía tanto éxito como una estrategia de lucha contra las drogas”[686].
El expresidente Ernesto Samper le dijo a la Comisión de la Verdad:
«Pero ahora me he vuelto a reconvencer de que fue un error las fumigaciones, con las cifras que se han conocido recientemente y que yo comparto totalmente, de que el principal problema de la fumigación aérea, e inclusive de la fumigación vía mano militar, es que estimula las resiembras. Los cultivos que se destruían con la fumigación aérea se estaban resembrando en un 90 %. Y está demostrado ahora, con casos recientes, como el del Catatumbo o Tumaco, que los cultivos que se destruyen militarmente se resiembran en un 70 %, mientras que los cultivos que se están sustituyendo socialmente, el grado de resiembra no pasa del 5 %».[687]
6.8. El conflicto armado y la guerra contra las drogas
Los discursos de la lucha contra las drogas han cambiado la forma en que el país entiende el conflicto armado y el enemigo interno. La narrativa de la guerra incluye su propia justificación y define cómo se comprende y argumenta lo que se disputa en la guerra. La representación de la guerra contra las drogas como la lucha contra las FARC-EP se dio especialmente a partir de mediados de los años noventa y no puso en suficiente evidencia que los grupos paramilitares eran aliados del Estado en la lucha contrainsurgente y que estaban orgánicamente asociados al negocio del narcotráfico. Esto redundó en la criminalización del campesino cocalero, al considerarlo base social de la guerrilla y principal responsable del narcotráfico, lo que ha servido para mantener de manera más intensa la violencia contra los eslabones más débiles y diluir la responsabilidad de los actores políticos o institucionales, quienes son los principales beneficiarios de los réditos del negocio.
En el caso del Ejército Nacional, a comienzos de los años noventa se dio una reinterpretación del enemigo que pasó de ser el subversivo al narcotraficante. Es decir, desde el discurso oficial, las FARC-EP empezaron a ser consideradas una organización narcoterrorista, lo que justificaba la guerra y el acopio de los recursos internacionales de la lucha contra las drogas, que en realidad servían para la lucha contrainsurgente. Esto en un contexto en el cual las FARC-EP habían decidido, desde la Octava Conferencia en 1993, asumir el control de los cultivos, producción y comercialización como una estrategia para su financiamiento. Mientras, a su vez, el narcotráfico buscaba reconocimiento por medio de la vía contrainsurgente del paramilitarismo. La Comisión ha denominado este doble rasero como un «péndulo moral»; en otras palabras, mientras se señalaban unas cosas como inmorales -tales como el financiamiento de la guerrilla- se minimizaba esta misma acción del Estado y del entramado paramilitar, los cuales también se lucraban del narcotráfico.[688]
El «péndulo moral» ha permitido no solo criminalizar poblaciones, grupos u organizaciones, sino ocultar complicidades. Mientras esto se daba durante el periodo de la Seguridad Democrática el presidente Álvaro Uribe Vélez y el gobierno de los Estados Unidos desconocieron la naturaleza política del conflicto negando su existencia y argumentando que lo que ha vivido Colombia es una amenaza narcoterrorista[689]. Como antecedente, las FARC- EP habían sido incorporadas a la lista de organizaciones terroristas del Departamento de Estado de los Estados Unidos en 1997,[690] y las AUC lo fueron hasta el 2001.
6.8.1. La construcción del discurso sobre las FARC-EP como «narcoguerrilla»
Desde la época del gobierno Samper, algunos oficiales, como el comandante de las Fuerzas Armadas general Harold Bedoya Pizarro, tenían su propia interpretación del fenómeno alejada muchas veces de la posición oficial del gobierno[691]. Es así como en este periodo se van a retomar y fortalecer categorías como el «cartel de las FARC», «narcoguerrilla» y «narcosubversión», las cuales atizarán de manera muy intensa el conflicto armado. La llegada del general Bedoya a la comandancia del Ejército y después a las Fuerzas Armadas, entre 1994 y 1996, impulsó la doctrina del «aniquilamiento del enemigo»[692], basada en que las FARC-EP eran unos «gánsteres con ruana» y que, tras la destrucción de los carteles del narcotráfico, estas eran el último actor que quedaba por eliminar[693].
A mediados de los años noventa, detrás del uso del concepto «narcoguerrilla»[694], hubo un cambio en el discurso e interpretación de las dinámicas internas del conflicto armado. De esta manera, se presentaron situaciones paradójicas. Por ejemplo, aunque las agencias gubernamentales norteamericanas asumieron que los grupos paramilitares tenían el mayor porcentaje del negocio del narcotráfico después de la desaparición de los carteles de Cali y Medellín[695], el discurso que se reforzó fue el de la narcoguerrilla.
Históricamente, la lucha contra el narcotráfico le correspondió a la Policía Nacional con apoyo de la DEA[696]. Sin embargo, desde la segunda mitad de los años ochenta, el gobierno estadounidense buscó involucrar de una manera más directa a las Fuerzas Militares de la región y las colombianas no fueron la excepción. Por este motivo se dieron operaciones contra el narcotráfico en las cuales el Ejército Nacional tuvo alguna clase de coordinación con otras fuerzas, como la Policía[697]. Esta tensión entre militares y policías frente a la lucha contra las drogas trajo un debate interno definitivo sobre el modo de operar, como lo expresó el general Jorge Enrique Mora Rangel,
Los ejércitos se preparan, se entrenan, se organizan para la guerra. Esa es su misión. Un Ejército es una fuerza armada para cumplir unas misiones como defensa del país, soberanía [...] Porque cuando usted habla del orden público, para un militar tiene muy poco significado. La concepción de orden público es más del lado de la Policía, de la ciudadanía, la seguridad ciudadana. A los militares nos tocó enfrentar ese concepto de orden público y adaptar la formación a la estructura, la capacitación, el entrenamiento, a un conflicto interno que tenía matices muy diferentes a lo que es una fuerza militar. Terminamos cuidando pueblos, campesinos, carreteras; manejando secuestros [...], circunstancias que hicieron que los militares colombianos se adaptaran a un conflicto interno[698].
En la segunda mitad de los ochenta, la oficialidad militar estaba en desacuerdo con involucrar a la institución en el tema del narcotráfico[699]. Una posición que se modificó a mediados de la década de los noventa, cuando sectores clave de la comandancia estuvieron de acuerdo en tener una mayor participación[700]. Esto también significó la búsqueda de mayores recursos económicos que permitieran un proceso de reingeniería institucional en las Fuerzas Armadas, pues en esa década los ingresos habían sido absorbidos principalmente por la Policía Nacional.[701]
En el contexto en que las FARC-EP habían proporcionado golpes militares importantes a las Fuerzas Militares en zonas con una fuerte presencia de la guerrilla, y donde además interfirieron en la movilización y transporte por carretera en varias regiones del país, algunos sectores plantearon que Colombia estaba a punto de ser un Estado fallido[702], lo que fortaleció el lobby para las negociaciones que darían como resultado el Plan Colombia. El objetivo de esta política era desarrollar la guerra contra las drogas; una que se orientaría a la lucha contrainsurgente en las zonas de control de las FARC-EP y que conduciría al fortalecimiento de la capacidad militar del Estado para combatir a las guerrillas, pero que también redundaría en una mayor militarización de esas regiones del país.
6.8.2. El péndulo moral de la estigmatización de las familias campesinas cocaleras
Las marchas cocaleras desarrolladas a mediados de 1996 en el país reflejaron la criminalización de las familias campesinas cocaleras. Esta se constituyó en la primera movilización campesina que reivindicaba medidas de desarrollo para tener alternativas a la coca, para detener las aspersiones aéreas y reflejaron el surgimiento de este campesino como un sujeto político en disputa en el conflicto armado y que reivindicaba una negociación con el Estado.
Sin embargo, algunas fuerzas del Estado estigmatizaron la movilización. En el debate de la Cámara de Representantes en septiembre de 1996 sobre las movilizaciones, el general Ospina Valle -comandante de la Brigada Móvil n.° 2 ubicada en Guaviare- señaló a las FARC-EP de ser los motivadores, organizadores y cabeza de las marchas[703]. A su vez, el director de la Policía Antinarcóticos, coronel Leonardo Gallego, dijo que los campesinos no estaban preocupados por el efecto de las fumigaciones y negó los impactos del glifosato[704]. Diversos relatos de comandantes de las FARC-EP a la Comisión reafirman su papel en las marchas, pero los campesinos entrevistados matizan estas afirmaciones al mostrar sus discusiones con esta guerrilla, sin negar que su influencia fue importante[705]. En una audiencia en la Cámara de Representantes en 1996, tras las marchas campesinas, el comisionado Alfredo Molano (q. e. p. d.) defendió que «ese movimiento en realidad responde a aspiraciones legítimas, no importa si son legales o ilegales en este momento, pero son aspiraciones e intereses legítimos de la gente. La guerrilla está ahí, la guerrilla apoya, pero la guerrilla no se puede oponer tampoco. Si la gente sale a las manifestaciones, estas son incapaces de oponerse, como fue incapaz de oponerse al cultivo de la coca»[706].
Las Zonas Especiales de Orden Público se convirtieron en otra propuesta del modelo de administración militar de territorios considerados estratégicos en el conflicto armado, debido a que se veían como fortines sociales y económicos de la guerrilla. No obstante, en el gobierno de Ernesto Samper hubo opiniones discordantes con las miradas militaristas. Varios funcionarios, como Horacio Serpa, ministro del Interior para ese entonces, o Eduardo Díaz, que fue ministro de salud, buscaron mediar políticamente y no replicar dichas fórmulas. Esas múltiples caras del Estado influyeron en los resultados de las marchas y, en los distintos lugares de movilización, llegaron a compromisos diversos. En algunos, se promovió la salida política y hubo avances en términos de inversión, pero en otros, como Putumayo y Caquetá, la represión fue contundente[707].
Estas respuestas del Estado, que aumentó la militarización de las comunidades o la criminalización de la protesta social, son parte de las tendencias que se han dado más ampliamente en otros momentos y en otras regiones. Por ejemplo, estas percepciones también han sido recolectadas por la Comisión, en San Andrés y Providencia:
«El narcotráfico justifica la militarización de las islas. Si a alguien le ha servido el narcotráfico, precisamente es al Estado, para justificar su presencia cada vez más fuerte, independientemente de lo útil que eso resulte en las islas. Y para mí el tema de la militarización es muy claro y las islas se han ido militarizando cada vez más, ha ido aumentando el pie de fuerza, ha ido aumentando los espacios que ellos tienen, que les “pertenecen” entre comillas, donde tienen sus bases, donde tienen sus cuarteles y sus vainas»[708].
La representación del conflicto como producto de una amenaza interna provocó la estigmatización de los campesinos cocaleros y justificó la represión de las marchas campesinas, el ataque a sus liderazgos y la normalización de las aspersiones con glifosato. Los líderes de esas marchas, incluso los mediadores, fueron posteriormente víctimas de todos los actores, en particular de los grupos paramilitares, aunque también de las FARC-EP[709].
El Plan Colombia | |
El gobierno de los Estados Unidos acordó con el gobierno colombiano, como estrategia fundamental para enfrentar a las FARC-EP, en el periodo de diálogos del Caguán en 1998, una profunda profesionalización del Ejército. Así lo planteó un memorando del Departamento de Estado en septiembre de 1998 en el que se asumía que era posible separar a la guerrilla de «su alianza con los narcotraficantes» y se hablaba de la «necesidad de modernizar y profesionalizar a los militares colombianos», asuntos que tendrían un costo económico considerable[710]. Para los Estados Unidos, el tema del narcotráfico rebasaba las fronteras de Colombia y por ello se debía diseñar un paquete de ayuda cívico-militar en el cual, sin embargo, las iniciativas de programas de entrenamiento militar existentes debían mantenerse alejadas del conflicto armado, pero a su vez era necesario que participaran en los esfuerzos de la «lucha contra las drogas»[711]. En los inicios del gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), una de las recomendaciones que hizo la Embajada estadounidense en Bogotá, momentos previos al inicio de la elaboración del Plan, era mantener la postura tradicional de apoyar las distintas iniciativas antinarcóticos en el territorio, pero evitando a toda costa involucrarse en el lucha antisubversiva, ya que, para ellos, no se podía afirmar que la lucha antisubversiva repercutiera de forma clara en la consecución de las metas planteadas en la «lucha contra las drogas»[712]. El embajador William Brownfield[713] insistió en la necesidad de no mezclar objetivos, buscando equilibrar la asistencia antidrogas «dura» con el apoyo «suave» como el del desarrollo alternativo[714]. En el plan original o primer borrador del Plan Colombia, el Putumayo era visto como una región-laboratorio desde la que, tras un primer año de experimentación, se debía llegar a un proceso de expansión de las políticas del Plan a otras regiones del país[715]. Sin embargo, la aplicación del Plan se dio al mismo tiempo que la avanzada paramilitar en este departamento y al inicio de las aspersiones aéreas masivas en él. El Plan Colombia supuso una inversión de 10.000 millones de dólares en los siguientes años y, aunque tuvo otros componentes sociales, la mayor parte de su asistencia estuvo relacionada con las áreas militar, tecnológica y de armamento; con base en este tipo de visión bélica, se implantaría en las zonas donde se encontraban las FARC-EP. El Plan Colombia y el Plan Patriota -que le dio continuidad a buena parte de sus directrices- se justificaron al señalarse a las FARC-EP como el enemigo público número uno por tratarse de una organización «narcoguerrillera». Esta política constituyó un antes y un después en el conflicto armado colombiano. |
6.9. Impacto en los territorios y las víctimas
La guerra contra las drogas ha conllevado un enorme impacto en las poblaciones rurales y urbanas más empobrecidas, los campesinos, los usuarios de drogas y los pueblos étnicos. Es posible identificar tres formas de victimización anejas a tal política: la del narcotráfico, la de la política de drogas prohibicionista con su consiguiente militarización y la del modelo de acumulación del mercado de la cocaína basado en la violencia.
Es imposible trazar una clara línea divisoria entre las víctimas del narcotráfico y las del conflicto armado y, si bien hay zonas grises en el carácter de esa violencia, de acuerdo con la relación entre crimen y política establecida por el análisis de la Comisión, muchas de ellas requieren un reconocimiento que las incluya en el análisis del conflicto. Por ejemplo, 107 personas murieron en el atentado al avión de Avianca el 27 de noviembre de 1989, llevado a cabo por el Cartel de Medellín. Muchas de las víctimas del avión y, en general, del narcotráfico y el narcoterrorismo, han carecido de la verdad y a sus victimarios los ha cobijado la impunidad; las víctimas consideran que la histórica invisibilización y negación a las que han sido sometidas por el Estado sigue vigente[716].
Durante los ochenta, muchos jueces del país fueron asesinados o tuvieron que exiliarse al recibir amenazas de narcotraficantes. Sus vidas se vieron truncadas porque llevaban procesos contra la mafia o contra entramados paramilitares ligados al narcotráfico. Un secretario penal del circuito de Medellín le contó a la Comisión que, en 1984, después de la muerte del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, Pablo Escobar inició una campaña para sobornar jueces con el fin de desaparecer los procesos en su contra que estaban a punto de salir a la luz pública. Quienes no aceptaron el soborno fueron asesinados.
«[...] los jueces no aceptaron dinero, aquí se pararon en la raya, y ahí fue donde empezaron a matar funcionarios de la rama judicial, mataron una juez de instrucción criminal que se llamaba Ceci Cartagena, después otro Mayer Marín, a una juez Mariela Espinosa, ella fue magistrada, a ella la mataron siendo magistrada, cuando era juez de circuito le quemaron el juzgado, porque en el juzgado de ella había un proceso contra él, entonces quemaron el juzgado, le pusieron una bomba por la ventana, eso pasó, esa fue la guerra, y aquí no había cómo proteger a los jueces, no había forma de protegerlos»[717].
La disputa por el Estado también se dio en el campo de la función pública con un profundo impacto en la democracia y la institucionalidad cuando sectores militares hicieron alianzas con el narcotráfico. La impunidad y el peligro rondaron las investigaciones de la masacre de la finca Honduras y La Negra[718] (Turbo, Antioquia), el rol central del narcotráfico y paramilitarismo en el exterminio contra la UP[719], el embate de los carteles de Medellín y de Cali contra los jueces[720] y la escuela de sicarios del Magdalena Medio, del Yarí en Meta y Caquetá, y de El Azul en Putumayo[721]. Este entramado de actores legales e ilegales detonaron persecuciones, amenazas y asesinatos. En todos estos casos hubo un sector en el Estado (fuerza pública y agencias de inteligencia) que fungió como defensor y beneficiario de estas alianzas.
El sistema judicial y la oposición política fueron los sectores más victimizados. Un testigo de la destrucción de un sindicato judicial en el Valle por parte de las redes de protección constituidas por el Cartel de Cali le relató a la Comisión lo vivido en la década del ochenta «Y eso era una cosa de vox populi, se sabía, pero como siempre, se calla todo»[722]. Más de 30 años después, una fiscal le relató a la Comisión otros hechos recientes que la llevaron al exilio, como las graves amenazas a toda su familia por parte de una estructura del Cartel del Norte del Valle: «Es que para mí los paramilitares no se han acabado»[723].
Desde mediados de los años ochenta, al menos, los cultivadores y pobladores de territorios con coca y marihuana han sufrido la violencia de los choques entre los distintos grupos armados que han tratado tanto de controlar el mercado de la cocaína como de llevar a cabo una guerra insurgente-contrainsurgente en la que la población civil ha sido afectada en primer término. La disputa e imposición a través de la violencia, la consideración de la población como enemigo por los diferentes grupos y las respuestas violentas ante las resistencias frente a la imposición han producido miles de víctimas, especialmente entre la población campesina y los pueblos étnicos.
Crímenes contra usuarios de drogas | |
Otro patrón de victimización es el de los crímenes por discriminación contra los usuarios de drogas en el marco del conflicto armado[724]. Esto conjugó una mirada estigmatizante promovida por el discurso global imperante que instaló en Colombia la idea del consumidor como alguien que debía y podría ser eliminado de la sociedad. En las FARC-EP fue un tema de control de sus combatientes[725] y el ELN consideró que «los narcodependientes son enfermos»[726]. El control del consumo y el microtráfico está basado en la estigmatización de la sociedad en muchas áreas rurales de control de las FARC-EP. Donde se promovió con mayor vehemencia la violencia contra los consumidores de drogas fue en aquellas regiones con presencia paramilitar. Por ejemplo, desde 1998 las AUC llegaron al Valle del Cauca a combatir a la guerrilla, que había establecido su control sobre las rutas del narcotráfico en la región[727]; para ganar legitimidad entre la población, los paramilitares dijeron que iban a «combatir a los drogadictos», pero contradictoriamente, como señala el relato de una trabajadora en prevención de consumo, eran ellos quienes habían promovido el consumo de droga, regalándola: «como el ejercicio inicial, el trabajo inicial de establecimiento»[728]. En la guerra contra las drogas, los consumidores se convirtieron en objetivo militar, ya fuera por esas acciones de eliminación de población considerada marginal o, en otros casos, para disminuir el riesgo de denuncias como en el caso de algunas ejecuciones extrajudiciales, denominadas «falsos positivos». De acuerdo con los testimonios y documentos recogidos por la Sala de Reconocimiento de la JEP, entre el 21 de enero de 2007 y el 25 de agosto de 2008, miembros del Ejército acantonados en la región del Catatumbo, Norte de Santander, asesinaron a consumidores de drogas[729], una situación de suma vulnerabilidad en la que se encuentran muchos usuarios[730]. |
La Comisión reconoce, entonces, que buena parte de las víctimas de la llamada «guerra contra las drogas y del narcotráfico» lo son como parte del conflicto armado y que la continuidad de estas violencias atraviesa la cotidianidad de numerosas comunidades.
El empeoramiento de la seguridad en muchos territorios durante el tiempo de trabajo de la Comisión llevó a que varios líderes de los procesos de sustitución de cultivos fueron asesinados por diferentes grupos armados opuestos a tal sustitución. Una gobernadora nasa fue asesinada en Cauca y en la vereda El Tandil, municipio de Tumaco (Nariño), siete campesinos fueron muertos por la fuerza pública el 5 de octubre de 2017, en medio de una protesta cocalera para evitar la erradicación forzada y pedir su ingreso al programa de sustitución del Acuerdo de Paz[731]. Los civiles y policías que han sido parte de la operaciones de erradicación también han sido víctimas de estas confrontaciones y de minas; muchos de ellos carecen de atención médica, psicosocial y reparación[732].
Actualmente, muchas de las víctimas en las regiones están relacionadas con el incumplimiento de los acuerdos de paz en torno a la reforma rural integral y a la solución al problema de las drogas ilícitas. Su liderazgo ha sido castigado, como ocurrió con Antonio «el Mono» Rivera, cultivador del Plateado, Cauca, asesinado el 30 de diciembre del 2020 y que le había relatado a la Comisión poco antes:
«Yo creo que aumentó más la hoja de coca, porque legalmente el Gobierno nacional no ha cumplido con los acuerdos de La Habana, por lo que el campesino sigue cultivando coca, ya que no les han dado otros presupuestos para otra producción, por eso no han crecido otros cultivos, por el abandono estatal del Gobierno nacional, no del Ejército, no de los militares, los campesinos no necesitamos Fuerzas Militares en la zona, necesitamos presupuesto para los propios cultivos de pancoger de nuestras regiones»[733].
El impacto en los pueblos étnicos | |
Este complejo entramado de la economía política del conflicto ha conducido a la acumulación de capital y de poder de los actores armados en detrimento de las prácticas agropecuarias ancestrales y del equilibrio o armonía de los pueblos étnicos. Además, l as violaciones de derechos humanos en los territorios indígenas o afrodescendientes se han incrementado, incluso en medio de las fronteras de control pactadas, por ejemplo, entre guerrillas y grupos posdesmovilización de las AUC. En muchos lugares, a las comunidades y los territorios de pueblos indígenas y afrocolombianos se les impuso no solamente la siembra de cultivos de uso ilícito, sino también todas las formas de vida social y cultural que encierra el modelo mafioso. Esto tuvo como consecuencia, además de la violencia a través de asesinatos de jóvenes y líderes comunitarios étnicos, la destrucción del tejido social de las comunidades y de sus redes culturales y familiares, desestructurando los procesos organizativos y las reivindicaciones por los derechos colectivos a la tierra, el territorio y la defensa del ambiente. Los efectos destructivos del narcotráfico y su relación con el conflicto armado en los territorios y las reivindicaciones étnicas suponen un daño específico en sus formas de vida y su cultura. |
6.10. Conclusiones: factores de persistencia ligados al narcotráfico
El narcotráfico es un grave problema económico, social y político, de nivel internacional, no es solo un asunto delictivo o de carácter militar, y ha condicionado históricamente la relación entre Colombia y Estados Unidos desde los setenta. El narcotráfico penetró de diferentes maneras una parte de la política y se convirtió en un actor de la confrontación armada; al pasar a ser parte de la contrainsurgencia, se consolidó como un factor de degradación del conflicto armado y se convirtió en financiador de los grupos armados paramilitares y de las guerrillas en diferentes eslabones de la cadena. También se unió a sectores de la fuerza pública que se han enriquecido con él.
La economía de Colombia depende en gran parte del narcotráfico, que ha sido un regulador de la economía tanto para los sectores populares y campesinos como para la macroeconomía del país y los sectores económicos dominantes. La forma en la que se enfrenta el narcotráfico (como si fuera una guerra), la visión militar de perseguir los eslabones más débiles de la cadena, la militarización de los territorios e, incluso, las políticas criminales de detenciones sucesivas de capos durante décadas, no han resuelto el problema. Más bien ha ocurrido lo contrario: la representación de que se trata de una «guerra» lo convierte en factor fundamental de la persistencia.
Si Colombia no encuentra, como sociedad, una solución de fondo y negociada nacional e internacionalmente al problema del narcotráfico, el conflicto armado continuará. La Comisión considera que se necesita reconocer y replantear el problema del narcotráfico y encontrar los caminos políticos, económicos, éticos y jurídicos de salida en debates de fondo y procesos de concertación que permitan la comprensión, regulación e integración económica, social y política de esa actividad.
6.10.1. Relación del narcotráfico con el modelo económico y la exclusión social
El narcotráfico, al ser un modo de acumulación de capital y de poder, ha tenido una relación con la economía nacional y ha impactado los conflictos sociales producidos por las relaciones históricas entre el Estado y los modos de acumulación de riqueza. El dinero producido por el narcotráfico ha estabilizado la economía nacional, que aparece dependiente de este. Las relaciones entre el narcotráfico y los proyectos o sectores económicos legales son muestra de ello.
El narcotráfico ha impactado de diversas formas los conflictos históricos por la tierra, y la histórica exclusión política y social. El narcotráfico, a partir de la extensión de los cultivos de coca, reemplazó la reforma agraria y se ha convertido en una forma de ascenso social. De alguna manera, el narcotráfico ha servido de «entrada al sistema» a sectores excluidos que, sin caminos para acceder legalmente a la distribución de la riqueza y el poder, lo hacen de manera ilegal. Al mismo tiempo, les ha facilitado a sectores de las élites conservar el statu quo, porque cumple con un papel estabilizador en la economía del país. El mayor beneficio se ha concentrado en quien controla los eslabones más altos de la cadena, incluyendo el lavado de activos, la compra de tierras, el expolio de las arcas públicas y el acceso al poder político para controlar el negocio o blanquear el dinero.
Frente al narcotráfico, los grupos de poder político-económico y militar del país siguen adoptando una doble moral que propicia el ocultamiento, el provecho por parte de algunos sectores (como el financiero), la estigmatización y persecución de otros (como los campesinos cultivadores de coca), y la imposibilidad de hacer justicia.
Mientras aumentan las características autoritarias de la cultura y se promueve la masificación del «todo vale» y la obtención de dinero rápido a través de la ilegalidad y la violencia, Colombia se ha convertido en una sociedad propensa a tolerar los comportamientos ilegales porque nunca ha habido un acuerdo ciudadano en un Estado vigoroso que ponga la ley para todos y que acabe con la impunidad.
6.10.2. Desmilitarizar la guerra contra las drogas
El problema del narcotráfico no puede ser atendido como una guerra. Las consecuencias de este planteamiento concertado y en gran parte impulsado por Estados Unidos muestra que los sucesivos intentos de abordar el problema mediante las mismas fórmulas (no abordar su naturaleza económica y política, sino centrarse en su ilegalización; atacar los puntos más débiles de la cadena; basarse en el prohibicionismo; utilizar las fumigaciones y eliminar o extraditar las cabezas ilegales del negocio) no ha llevado a superar la situación, sino que se ha llegado a un callejón sin salida. Esta guerra ha producido la militarización de los territorios, la criminalización de la relación del Estado con sectores de la ciudadanía (los campesinos cocaleros y pueblos étnicos) y un endurecimiento del conflicto en el que la población civil ha sido la principal víctima.
La guerra contra las drogas llegó incluso a reemplazar la política de seguridad del Estado colombiano. Este enfoque para abordar el problema, centrado en atacar militarmente las partes más visibles y débiles de la cadena y no atender las relaciones del narcotráfico con la política y la economía, ha facilitado su permanencia en el tiempo. La persecución de la gente en lugar de la persecución del dinero y de los mecanismos de blanqueo debe tener tanto una dimensión nacional como internacional.
La desmilitarización de las políticas pasa también por avanzar en el modelo de regulación y legalización de la cocaína, dado el fracaso de las políticas prohibicionistas y el altísimo costo que Colombia ha pagado por el narcotráfico, donde la propia guerra contra las drogas se ha convertido en un factor de persistencia del conflicto.
6.10.3. Persistencia del conflicto armado y papel del narcotráfico
La persistencia actual del conflicto tras el Acuerdo de Paz con las FARC-EP ha llevado a un escenario donde el narcotráfico aparece como un factor clave, debido a las ganancias monetarias que no se obtienen con ningún otro producto. No hay punto de comparación entre las ganancias del narcotráfico y las de otros negocios ilegales (salvo la minería de oro en algunos lugares).
En el control del negocio se pelean la producción, la transformación y las plusvalías, y también los pagos a los campesinos y la distribución de las ganancias entre quienes controlan el mercado. La violencia se ejerce especialmente contra la población civil y las comunidades que se oponen a los cultivos, o incluso los líderes de los procesos de sustitución. En la relación entre narcotráfico y conflicto armado se han involucrado las guerrillas, la economía y la política, las élites nacionales y regionales, los sectores militares y los grupos paramilitares
El narcotráfico les ofrece mucho dinero a muchas personas y fomenta la corrupción de un sinnúmero de funcionarios públicos, desde la policía de carreteras o miembros del Ejército en ciertas zonas que permiten el traslado de armas e insumos químicos y protege la movilidad de los narcotraficantes, pasando por notarios y registradores que legalizan sus bienes y propiedades, hasta alcaldes y gobernadores que otorgan importantes rubros de la contratación pública a narcotraficantes, así como políticos que tienen vínculos con unos y otros. El narcotráfico provee recursos para seguir haciendo la guerra, por lo que, si no se integran salidas efectivas a este problema en el proceso de construcción de paz, los conflictos armados que persisten serán probablemente insolubles.
6.10.4. Investigación, desmantelamiento de estructuras y justicia transicional
La forma en que se ha abordado el narcotráfico, centrado en la investigación de responsabilidades individuales y dirigiendo las investigaciones contra narcotraficantes a los que se ha tratado de detener y extraditar a los Estados Unidos no ha solucionado el problema.
Actualmente, Colombia tiene la capacidad de llevar a cabo investigaciones y procesos judiciales -a diferencia de lo que ocurría en los años ochenta-, pero la extradición se ha convertido en un mecanismo que le expropia al país los resultados de la investigación judicial y evita desmantelar los entramados que hacen posible esta economía ilícita. Además, la extradición obstruye el derecho a la verdad de las víctimas, como sucedió con la extradición de los líderes de las AUC o, recientemente, con la de Darío Antonio Úsuga, alias Otoniel, en 2022.
En Colombia hay, desde hace 40 años, instituciones encargadas del control de estupefacientes y del lavado de activos que han sido poco efectivas enfrentando el problema. El grado de desconocimiento en las propias instituciones del Estado es enorme; todo se sabe, porque el fenómeno es evidente, pero hay poca información consolidada. Entes de control como las superintendencias de industria y bancaria, y otras con competencias como la Contraloría, la UIAF o la Unidad de Lavado de la Fiscalía, han adelantado investigaciones, desde su creación en la Constitución del 91, sobre lavado de activos o la relación de sectores económicos y narcotráfico, pero no han contado con una estrategia sistemática de investigación para la judicialización.
El impacto de la corrupción, los ataques al sector judicial, las presiones políticas y la ausencia de mecanismos efectivos de investigación son parte del fenómeno. La fragmentación de todas esas investigaciones -muchas veces sin tener en cuenta los elementos del contexto, el análisis de las redes criminales y la relación de las investigaciones penales con las de estupefacientes o la Unidad de Delitos Financieros- ha creado numerosos espacios para la impunidad. La persecución de capos del narcotráfico, en lugar de a las redes, así como la ausencia de investigación del recorrido del dinero y las responsabilidades institucionales hacen que Colombia cuente con una institucionalidad que aparentemente funciona, pero que ha arrojado escasos resultados.
Colombia necesita encontrar mecanismos alternativos para enfrentar el problema de la verdad y la justicia, desarrollando y fortaleciendo mecanismos de investigación que les permitan al Estado y a la sociedad conocer a profundidad el sistema de relaciones, alianzas e intereses involucrados en el narcotráfico.
Estos mecanismos pasan por la investigación de los entramados políticos, financieros y armados que hacen posible el narcotráfico y, además, por diseñar un modelo de justicia transicional que aborde el conjunto de los actores armados que aún persisten, sus relaciones con el negocio y el sometimiento a la ley de estos grupos. Los mecanismos de la justicia transicional ofrecen posibilidades que deben ser exploradas, incluyendo los acuerdos para el desmantelamiento de las redes, la contribución a la verdad y las penas restaurativas.
6.10.5. Narcotráfico y conflicto armado: la consideración de las víctimas
A pesar de lo dicho, las víctimas del narcotráfico no han sido consideradas en Colombia como víctimas del conflicto armado. La Comisión ha dado cuenta de cómo a partir de los ochenta, especialmente, los ejércitos del narcotráfico se incorporaron a la lucha contrainsurgente. Numerosos hechos vistos desde la lógica contrainsurgente han tenido también una lógica de control del narcotráfico.
Miembros de comunidades campesinas y étnicas, pobladores de los barrios populares, fueron víctimas de grupos posdesmovilización de las AUC considerados como «bandas criminales». A la par, jueces, fiscales, agentes del CTI o investigadores fueron asesinados o tuvieron que salir al exilio por investigar estos casos de estrecha relación entre el conflicto armado y el narcotráfico. Adicionalmente, muchos ciudadanos fueron asesinados en atentados o en múltiples acciones del narcotráfico contra el Estado y la población civil en los años ochenta y noventa. Estos ejemplos muestran la importancia de darle una mirada distinta al narcotráfico, incluso a las zonas grises de la relación entre el crimen y la política en el caso del conflicto armado.
Por último, las cárceles colombianas están copadas en buena parte con personas detenidas por delitos ligados al consumo o tráfico a pequeña escala. Una parte importante de los colombianos detenidos en otros países también lo están por haberse involucrado en el narcotráfico. En general, se trata de personas de escasos recursos. Se trata de una situación que necesita ser abordada con medidas que faciliten la prevención, educación y el trabajo en las comunidades de origen más afectadas.
6.10.6. Desarrollo rural y cumplimiento del Acuerdo de Paz
En el contexto de la negociación del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, el tema del narcotráfico fue un elemento central para destrabar el avance de las negociaciones, al considerarse el financiamiento en conexidad con el delito político. Sin embargo, tras la puesta en marcha del Acuerdo de Paz, los problemas en el cumplimiento de las medidas de desarrollo rural, la falta de atención del Estado de una forma integral a las zonas donde las FARC-EP tenían control y el mantenimiento de los grupos armados ilegales está llevando a una reconfiguración del conflicto armado.
Como se ha mostrado, parte de la explicación de la persistencia del conflicto relacionada con el mercado de la cocaína es la disputa por el control de esta economía en los territorios. Tras la salida de las FARC-EP del escenario de la guerra en muchos territorios, ha habido un aumento en la violencia en esos lugares por la disputa de los armados que pretenden ocupar las zonas[734].
Los cambios actuales en los grupos armados y sus reglas de juego, la movilidad de estos, su número y la confrontación múltiple entre ellos incrementa la zozobra y el riesgo para la población campesina. En paralelo, los reclamos de la población rural organizada persisten: se exige el cumplimiento del Acuerdo, con particularidades referidas al cumplimiento de los acuerdos individuales y colectivos del Plan de Atención Inmediata (PAI) del Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS). Si bien el cumplimiento integral del Acuerdo de Paz es una base fundamental que hasta ahora no se ha desarrollado en gran parte, en este campo las alternativas deben extenderse no solo a los planes individuales o familiares, sino a establecer las condiciones locales y en dichos contextos para hacer que esas medidas no solo sean posibles, sino sostenibles en el tiempo.
Las recomendaciones de la Comisión van dirigidas a un cambio de paradigma que supere el prohibicionismo y permita transitar a otras formas de comprender y convivir con las drogas, pasando a una regulación de forma estricta y bajo unos principios específicos y de mercado justo para las comunidades rurales, un tratamiento de salud pública a los consumidores y una prevención social y educativa.
Se debe separar la política del narcotráfico y el modelo de Estado que ha construido nuestro país. Se necesita superar la visión de la guerra que lleva a buscar soluciones militares desde hace décadas y que ha llevado a considerar a los campesinos cocaleros como enemigos y no ciudadanos. Se necesita una regulación pacífica donde los ingresos de este negocio vayan al Estado y no a la conformación y el fortalecimiento de ejércitos o grupos armados, dentro o fuera de la ley.
La Comisión invita a reconocer y replantear el problema del narcotráfico y a encontrar los caminos políticos, económicos, éticos y jurídicos de salida en debates de fondo y procesos de concertación que permitan la comprensión, regulación e integración económica, social y política del narcotráfico.
7. MODELO DE SEGURIDAD
La guerra conllevó en Colombia un enorme sufrimiento social y humano durante décadas. No trajo a Colombia tranquilidad ni seguridad. No fue el camino para unir territorios ni para recuperar la confianza colectiva, tampoco generó los cambios hacia la igualdad y la equidad económica y el acceso a las tierras que pretendían los insurgentes, sino que agravó las injusticias estructurales. Después de 60 años de guerra inútil, Colombia no puede seguir poniendo la seguridad en las armas.
El sistema de seguridad vigente hasta ahora -a pesar de todos los ajustes que se le han hecho y del acuerdo de paz irreversible entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP)- no ha logrado seguridad para la vida de los ciudadanos, las instituciones, la naturaleza ni la economía. Lo demuestran más de nueve millones de víctimas, de las cuales el 90 % son civiles: cerca de 450.664 personas muertas y 121.768 desaparecidas, así como millones desplazadas, muchas hoy en el exilio, y miles secuestradas, violadas o torturadas. Las violaciones de los derechos humanos y las infracciones al derecho internacional humanitario (DIH) han afectado directamente al menos al 20 % de la población colombiana. Casi ninguna familia colombiana ha escapado a la violencia. Aunque la mayor victimización y daños los han sufrido personas y comunidades campesinas, así como indígenas y afrocolombianas, mujeres, niñas y niños, la violencia también ha afectado a sectores con poder político y económico. Miles de millones de dólares utilizados y perdidos en la guerra, tierras abandonadas, infraestructura, oleoductos y empresas destruidas. Esto se da en un país que tiene, posiblemente, el aparato de seguridad y defensa militar y policivo más grande, costoso y mejor entrenado y dotado de todo el continente, después del de Estados Unidos.
Tenemos un sistema que junta la seguridad y la defensa en dos fronteras. La frontera externa de los países vecinos y la interna respecto a los grupos insurgentes y los civiles considerados aliados de la insurgencia; y donde el énfasis se ha puesto en la frontera interna. En un país que ha optado por la paz, la seguridad debe ser líder en la construcción de convivencia y salirse de la idea del enemigo interno y de la guerra en la frontera interna que hace imposible la construcción de un nosotros colectivo de nación.
El Estado ha entregado la seguridad al Ejército y a la Policía militarizada, cuando el encuentro con la Colombia herida le ha mostrado a la Comisión que, si bien es necesaria la intervención militar en casos críticos en los que aún sigue del conflicto -y siempre en la perspectiva de ir hacia la paz-, la mayoría de los elementos de la seguridad no deben ser militares. El diseño de seguridad debería partir de la vida cotidiana de la gente y de sus líderes sociales, pasar desde allí a las instancias civiles del Estado, gobernadores y alcaldes, que deberían poner el foco en proteger las formas como la gente quiere vivir, y desde ese foco el presidente de la República debería orientar a la Policía para proteger los ciudadanos, sus familias y comunidades.
Colombia es un país cansado, abrumado y aterrado por un conflicto inútil de casi seis décadas, donde el Estado debería empezar por tener confianza en las formas humanitarias de tranquilidad ciudadana que la gente se dio, y desde allí impulsó la protección de los territorios y luego de la nación.
La defensa, que es militar, debe corresponder en Colombia a un país que sale de una de las guerras más largas del planeta y, por lo tanto, debe ser la de un ejército que pone sus propios valores y su fortaleza al servicio a la paz, que protege -en la serenidad de la justicia sin impunidad y dentro de la Constitución- el monopolio de las armas en manos del Estado y que pone la prioridad en la protección de las personas, antes que la seguridad de las riquezas o de las empresas.
Esto debe llevar a la separación de la Policía -instrumento de la seguridad- de las Fuerzas Militares -instrumento de la defensa-, y con el tiempo, a la disminución del Ejército porque no habrá más frontera interna y porque en la frontera externa Colombia buscará relaciones de amistad y colaboración con los países vecinos. Sin fronteras para la guerra no hay guerra. Y Colombia, que ha sido ejemplo internacional del valor en la guerra, debe pasar a ser paradigma de la seguridad de la paz.
El modelo de seguridad que desde hace décadas rige en Colombia nació en buena parte del Frente Nacional, y posteriormente se ha dado en el contexto de un conflicto armado interno. Este modelo ha sido problemático y no ha tenido la capacidad de garantizar los derechos ni proteger a toda la ciudadanía por igual, sino especialmente a ciertos grupos, mientras desprotege a otros. La seguridad del Estado no ha amparado a todo el territorio ni a toda la población.
El Estado y la democracia en Colombia se han construido en medio de guerras y breves periodos de paz. En los 200 años de vida republicana el problema central del Estado ha sido el de la soberanía o control del territorio por parte del poder central. Durante la guerra insurgente de finales del siglo XX, la ecuación principal para el “dominio del territorio” en medio de la guerra insurgente-contrainsurgente fue el control de la población, entendiéndola como la base del proyecto revolucionario. A pesar de ciertas transformaciones que se han promovido en el sector de seguridad, se mantiene un rasgo de la actuación o doctrina de la fuerza pública orientado a search and destroy: buscar y destruir. La urgencia es pasar a una human centric, una seguridad basada en el ser humano.
La garantía de la seguridad es un derecho y una necesidad de las personas, de las comunidades, de la sociedad. Es uno de los fines del Estado y una necesidad actual, real y urgente en Colombia. Sin embargo, el modelo de seguridad en Colombia -que es el país que tiene el mayor presupuesto y las Fuerzas Armadas más numerosas del continente después de Estados Unidos- no ha proporcionado seguridad a la población. Si bien Colombia ha enfrentado un conflicto armado interno en los últimos 60 años, y en épocas anteriores había vivido el llamado tiempo de la Violencia, con un enorme número de víctimas civiles igualmente, la defensa del Estado no puede ser diferente a la seguridad de los ciudadanos. Y esa victimización no se ha dado solo por los grupos guerrilleros, sino por el propio modelo de seguridad del Estado, las Fuerzas Armadas y las alianzas con grupos paramilitares en las que se ha sostenido.
¿Cuáles son los rasgos más relevantes del modelo de seguridad y defensa del Estado en Colombia en las últimas décadas?, ¿cómo se han construido esos rasgos a lo largo de la historia? y ¿por qué este modelo de seguridad y defensa no ha servido para garantizar la seguridad de todas las personas?
La acumulación de problemas sociales, la exclusión étnica, económica y política, el abandono del campesinado y la penetración del narcotráfico se han abordado históricamente como un problema de orden público. Desde hace décadas, con el Frente Nacional, el poder político acordó con las Fuerzas Armadas y de seguridad darles una relativa autonomía en el manejo del orden público y de la lucha contrainsurgente a partir del surgimiento de las guerrillas, así como ciertas prerrogativas institucionales para esa tarea que se concedieron especialmente a través del estado de sitio que funcionó en Colombia entre 1949 y 1991, con una fuerte limitación de derechos y unas competencias muy amplias de las Fuerzas Militares en lo que se considera orden público, como detenciones o investigación de casos y aplicación de justicia penal militar contra civiles acusados de diferentes delitos.
El Estado decidió enfrentar el problema político que planteaba una insurgencia en rebeldía contra el Estado mediante una solución militar, en lugar de hacerlo con el diálogo y la negociación política desde un principio, pero esa misma solución militar acrecentó la seguridad armada del Estado mientras se aumentaban cada vez más las fuerzas insurgentes. La sociedad se hizo a la solución militar y apoyó el crecimiento de la seguridad armada. Algunos líderes empresariales y militares se opusieron a los procesos de paz de diversas maneras y en distintas épocas esperando el triunfo por las armas, mientras la seguridad de las personas se rompía en los campos y en las organizaciones sociales.
En este modelo se ha confundido la seguridad con la defensa. Por una parte, la seguridad se refiere a la percepción que se tiene de no enfrentar riesgos ni amenazas, que promueve el desarrollo humano y la convivencia. La defensa armada, por su parte, se activa cuando hay una amenaza a la seguridad. El Estado, desde las autoridades civiles, pero también desde las Fuerzas Armadas, en medio del conflicto armado, se sumergió en un enfoque de defensa frente a amenazas, concentrando todos sus esfuerzos en la identificación del enemigo y en su persecución a través de una respuesta militar, armada, de guerra, y perdió de vista o minimizó la importancia de otras condiciones estructurales que contribuyen a la seguridad, que no exacerban la guerra y que no dependen de las instituciones armadas y de inteligencia.
Cuando se dieron tensiones políticas, demandas económicas y sociales, la respuesta del Estado a través de las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad se ha orientado a la «defensa» de las instituciones y de los intereses de sectores con poder económico, político y social, no a proteger de manera prioritaria a la población civil y sus derechos. En medio de la guerra, el Estado ha caracterizado las propuestas alternativas políticas y sociales, e incluso las comunidades o los territorios ocupados por las guerrillas, como si fueran parte de la insurgencia o del conflicto armado, y entonces los ha considerado una «amenaza» para la seguridad y los ha etiquetado frecuentemente como «enemigos» que pueden y deben ser perseguidos a través de las facultades represivas del Estado.
Esta visión de la seguridad, fundamentada en la persecución a las guerrillas a través de las Fuerzas Armadas, la Policía y los organismos de inteligencia, ha conllevado la comisión de crímenes de extrema gravedad contra estas personas, grupos y pueblos, tanto por las fuerzas del Estado como por los paramilitares frente a las acciones de las guerrillas y ha destruido la seguridad de los civiles no combatientes y, en general, la tranquilidad del país. Paralelamente, el escalamiento del conflicto armado, su exacerbación y la intensificación de los crímenes de derechos humanos y DIH dieron pie a una visión en la que dichas acciones se justificaron con base en el bien superior de la seguridad del Estado. La movilización y las demandas sociales, desde el movimiento estudiantil, social o sindical en los años ochenta, fueron consideradas parte de ese enemigo, extendiendo a ella la sospecha y considerando a numerosas organizaciones y comunidades como base social de las guerrillas.
La seguridad se ha delegado exclusivamente en el aparato armado del Estado. Solo de manera muy excepcional la seguridad se ha entendido como un derecho y una construcción del poder ejecutivo del Estado con la presencia de otras instancias como el Congreso, la rama jurisdiccional y la sociedad civil. En muchas regiones del país, el despliegue territorial del Estado ha sido principalmente militar, en especial en las zonas rurales alejadas del centro económico y político, lo cual ha militarizado la relación del Estado con las comunidades. La seguridad no la ha proporcionado la existencia de instituciones, un Estado civil de protección social, lo que es un fuerte reclamo en las comunidades más afectadas por el conflicto armado. En este despliegue, la fuerza pública, en medio de la guerra, ha buscado disputar el territorio frente a los armados, clasificando a la población en función de su actitud frente al Estado o las Fuerzas Armadas, para tratar de neutralizar o eliminar a los considerados opositores y lograr o fortalecer la simpatía de otros sectores de la población civil y obtener información para ganar ventajas frente a los adversarios.
De esta manera, comunidades campesinas, indígenas o afrodescendientes en no pocas ocasiones se vieron como un objeto en disputa por los actores de la guerra, incluyendo el Estado. Esa confrontación las puso en riesgo, las estigmatizó y las llevó a padecer numerosas formas de violencia. Este abordaje de la seguridad ha tenido impactos no solo en la vigencia de los derechos humanos, sino también en la democracia, restringiendo o eliminando el pluralismo que caracteriza a la democracia, pues privilegia la protección de unos sectores, unas ideas y unos intereses, desprotegiendo a otros que, además, son considerados frecuentemente como el «enemigo».
En diferentes momentos de la historia reciente, Colombia ha tratado de llevar adelante procesos de negociación para la paz. La cuestión del modelo de seguridad no ha sido abordada en ninguno de ellos. Hoy en día, aún tras el proceso de paz con las FARC-EP que ha significado un nuevo marco para la transición política, continúa en parte un conflicto armado fragmentado en el que la demanda de las comunidades afectadas sigue siendo la presencia de un Estado social que no se ha hecho presente después de la desmovilización de las FARC-EP.
Una solución estructural de la guerra y de la violencia requiere un cambio de mentalidad y un enfoque de seguridad en los términos expuestos, así como transformaciones necesarias que se derivan de los hallazgos de la Comisión en las diferentes áreas de estudio: paz completa, protección integral de los territorios, superación del enfoque prohibicionista del problema del narcotráfico, lucha contra la impunidad, apertura del régimen político y potenciamiento de la cultura de paz. Se requiere un compromiso serio con el cumplimiento de la ley que redunde en la legitimidad del Estado.
Discursos presidenciales y seguridad | |
La Comisión de la Verdad analizó[735] 16 de los 17 discursos pronunciados por los presidentes de la República en su acto de posesión, desde Gustavo Rojas Pinilla en 1953 hasta Iván Duque Márquez en el 2018, con el objetivo de dar cuenta de las tendencias y relaciones entre los discursos de posesión y el trabajo realizado en cada mandato, así de los hechos sociales más relevantes de cada uno de estos periodos. De este análisis, la Comisión concluyó que a lo largo de este periodo (1953-2022): El enfoque discursivo hegemónico que ha preponderado en la política colombiana durante más de 70 años gira en torno a términos concretos cómo violencia, seguridad social y defensa. En todos los discursos, el Ministerio de Defensa es el que más se menciona, especialmente en el discurso de Alberto Lleras Camargo (1962), disminuyendo hasta el discurso de Andrés Pastrana Arango (1998), cuando la frecuencia nuevamente empieza a aumentar. En todos los discursos, los términos asociados a los ministerios Salud y de Educación presentan un bajo índice de frecuencia. No se trata solo de discursos, sino que se relaciona con las prioridades políticas y presupuestales. |
7.1. La construcción histórica del actual modelo de seguridad y sus principales rasgos
A continuación, se explican los principales rasgos del modelo de seguridad que ha prevalecido en Colombia. Primero, la relativa autonomía de las autoridades militares frente a la autoridad civil; segundo, el uso del concepto de enemigo; tercero, la militarización, los estados de excepción y los territorios, especialmente rurales; cuarto, el modelo de inteligencia y su impacto en violaciones de los derechos humanos; quinto, la limitada independencia de la justicia en el conflicto armado; sexto, la aceptación de la injerencia de Estados Unidos; y séptimo, el uso de civiles en las labores de seguridad, apoyo que derivó en el paramilitarismo.
Estos tres últimos aspectos han sido analizados ya en los capítulos correspondientes.
1. La relativa autonomía de los militares frente al poder civil y la delegación del control del orden público
La relación poder civil-poder militar ha tenido tres momentos en la historia reciente de Colombia. El primero es del Frente Nacional, de relativa autonomía bajo el estado de sitio y la noción de orden público, con los marcos mentales de la Guerra Fría, las dictaduras y las luchas en su contra en el Cono Sur, que inspiraron también tanto las soluciones militares desde el poder ejecutivo, como a la insurgencia contra el Estado en Colombia. La época más clara en ese sentido fue el Estatuto de Seguridad del gobierno de Julio César Turbay Ayala, en la que el poder militar tuvo un papel central y las garantías de derechos quedaron a merced de tribunales militares y leyes de excepción. Una segunda época se inicia con el gobierno de Belisario Betancur Cuartas, un nuevo periodo de intentos de procesos de paz y fuertes tensiones con el poder militar, que exigió siempre más poder y libertad para acabar con las guerrillas, las cuales, sin embargo, fueron a su vez creciendo y vieron en el poder civil un obstáculo para sus estrategias.
En las siguientes dos décadas, numerosos episodios de tensión fueron muestra de esto. Desde la toma y retoma del Palacio de Justicia, hasta el bombardeo a Casa Verde; desde las presiones para poder contar con mayor armamento y efectivos, hasta el modelo basado en la relación con el paramilitarismo. Las Fuerzas Armadas fueron durante dos décadas un poder con amplia autonomía concedida o respetada por los presidentes de la República, lo cual las convirtió en un poder temido y opaco.
Una tercera época es la del presidente Álvaro Uribe Vélez, en cuyo gobierno el poder civil retoma y alinea al poder militar con una identificación en sus objetivos; las Fuerzas Armadas crecen y se modernizan con apoyo de Estados Unidos y se negocia con el paramilitarismo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que ya habían llevado a cabo la fase dura de la guerra mediante el terror contra la población civil. Finaliza esta época con el presidente Juan Manuel Santos Calderón, quien, manteniendo ese liderazgo civil, trató de implicar a los militares en el proceso que condujo al país al Acuerdo de Paz con las FARC-EP.
La relativa autonomía de los militares frente al poder político tiene como hito fundacional el discurso de Alberto Lleras Camargo, primer presidente del Frente Nacional (1958-1962), en el Teatro Patria el 9 de mayo de 1958. El presidente ofreció a los militares autonomía para el manejo del orden público y prerrogativas para el ejercicio de su función como medio para evitar un golpe de Estado. En la antesala de la jornada electoral de la elección de Lleras Camargo, los militares promovieron un golpe que terminó por no materializarse. El nuevo presidente debía calmar los ánimos y conseguir el respaldo de las Fuerzas Armadas[736]. El discurso dio tranquilidad a los militares y estableció las bases de la relación entre la autoridad civil y el poder militar en las décadas siguientes.
Lleras Camargo afirmó en ese discurso que un golpe de Estado sería escasamente sostenible en el tiempo y contraproducente para la inversión extranjera y la prosperidad del país. En vez de eso, planteó una división del trabajo entre el poder civil y el militar. Enalteció la función de los militares en el manejo del orden público, por el sacrificio que esta implicaba.
En consecuencia, en primer lugar, ofreció rodearla con «privilegios, honras fueros que no tienen los demás ciudadanos comunes»[737]. En segundo lugar, se comprometió a no intervenir en los reglamentos y las reglas de ingreso, remoción o escalafón de los miembros de las fuerzas: «La política no va a entrar en los cuerpos de la defensa nacional [...]. En Palacio no habrá intrigas militares, desde Palacio no se jugará con la suerte, ni el honor, ni la carrera de ningún miembro de las Fuerzas Armadas. Las faltas serán juzgadas por las Fuerzas Armadas, como lo disponen los reglamentos y los códigos»[738]. En tercer lugar, se comprometió a defender a las Fuerzas Armadas y su labor en cuanto no se podría atacar a sus miembros por acciones que desarrollaron «bajo órdenes superiores del Gobierno, en condiciones tremendas de peligro y en medio de una situación de locura y confusión colectivas»[739].
A cambio, les solicitó no intervenir en política, lo cual suponía, primero, no violentar las decisiones del pueblo en las urnas; y, segundo, no actuar en favor de un partido u otro, ni opinar o defender las políticas del Gobierno, o convertirse en escuderos de grupos o personas particulares. El discurso no ofreció impunidad ni autorización para la comisión de abusos, sino autonomía con responsabilidad plena en el cumplimiento de la función, pero incluyendo la jurisdicción militar propia. Esta responsabilidad no involucraría a la autoridad civil en la Presidencia de la República, sino exclusivamente a las Fuerzas Armadas:
Si el Ejército, la Marina, la Aviación, la Policía se engrandecen, como yo creo que ocurrirá, si se hacen más dignas de la admiración y el respeto de los colombianos, será porque han adquirido por sí solas ese título, sin presión, intriga ni obstáculos por parte del Gobierno. Si fallan, será solo su culpa. Así entiendo yo el gran contrato recíproco entre el Gobierno civil y las Fuerzas Armadas[740].
La autonomía de los militares en el manejo del orden público se garantizaría, esencialmente, a través de medidas de estado de excepción. Desde 1958, hasta finales de los años ochenta, por medio de la declaratoria de estado de sitio, las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad del Estado ejercieron funciones civiles y judiciales; así, los militares fueron nombrados como alcaldes y gobernadores y el Gobierno les dio facultades para detener, investigar y juzgar a civiles en consejos verbales de guerra. Además, les concedió un fuero penal militar amplio que les permitió a los propios militares juzgar los posibles delitos de sus miembros, incluyendo violaciones de los derechos humanos, y contar legalmente con el apoyo de civiles armados que podían usar armas de guerra y colaborar con los organismos militares y de seguridad como informantes.
La Policía, desde la década de 1950, se militarizó cuando se puso a órdenes del Comando General de las Fuerzas Armadas, al tiempo que cumplía funciones de seguridad ciudadana.
La autonomía en el control del orden público y la concentración de facultades típicamente civiles en las Fuerzas Militares a través de las declaratorias de estado de sitio, derivaron en violaciones a derechos humanos, como detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, en el marco de la lucha contraguerrillera, y así se desdibujó la división de poderes propios de una sociedad democrática, al concentrar los poderes en el ejecutivo y delegar en la justicia penal militar el juzgamiento de civiles.
Los militares contaron con estructuras propias de inteligencia y con los organismos de inteligencia civiles: primero, el Servicio Nacional de Inteligencia (SIC), y luego, el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), aunque fuera de la estructura de las Fuerzas Armadas, también sirvieron funcionalmente a los intereses militares y estuvieron dirigidas mayoritariamente por miembros de las Fuerzas Armadas.
En los años sesenta y setenta, se conformaron las principales guerrillas. Sin embargo, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento 19 de Abril (M-19) y el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL) firmaron acuerdos de paz y se acogieron a la Constitución de 1991. No ocurrió lo mismo con las FARC-EP y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), las guerrillas más grandes, que se fortalecieron en los años noventa, cuando se inició en Colombia la fase más cruel del conflicto armado.
En 1991, el presidente César Gaviria Trujillo nombró al primer civil como ministro de Defensa, Rafael Pardo Rueda, y desde entonces se abandonó la práctica de tener ministros de Defensa militares. Si bien esta decisión expresaba el interés de hacer prevalecer la autoridad civil sobre la militar en un contexto de esperanza y renovación, como lo fue el de la Constitución de 1991, este cambio no logró la prevalencia de la autoridad civil del Gobierno sobre las Fuerzas Militares, ni un cambio de mentalidad.
A pesar de contar con el nuevo marco normativo fundacional de la Constitución de 1991, el Gobierno siguió ofreciendo facultades a las Fuerzas Armadas en orden público, mediante nuevas figuras jurídicas, como el estado de conmoción interior, y otras muchas medidas que fueron declaradas inconstitucionales. Más adelante, se expidió la Ley de Seguridad Nacional, que retomó estas facultades y militarizó los territorios, pero también fue declarada inconstitucional. En 2003, se intentó reformar la Constitución con la aprobación del llamado Estatuto Antiterrorista, opción que también fue rechazada en la Corte Constitucional.
Particularmente, con la política de Seguridad Democrática, entre el 2002 y el 2010, desde la Presidencia de la República se lideró una estrategia fuerte de militarización y guerra con amplias facultades para las Fuerzas Armadas. En todos esos años fue evidente la tendencia a reforzar las competencias militares en materia de orden público y las garantías para su funcionamiento autónomo, aunque el país contaba con más garantías, como el papel de la Corte de Constitucionalidad, que limitó esos intentos al amparo de la Constitución.
Entre 2012 y 2016 se combinó la acción militar con un proceso de negociación política que condujo a la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP y se trató de involucrar a los militares en el proceso de negociación. Si bien eso tuvo resultados positivos, posteriormente las críticas al proceso vinieron de los mismos sectores de la fuerza pública involucrados. Por otra parte, el Gobierno no aceptó que se discutiera en el Acuerdo de Paz el papel de las Fuerzas Armadas, lo que constituyó una línea «roja» de la negociación.
Ahora bien, la relación entre la autoridad civil del presidente y las Fuerzas Militares ha sufrido tensiones, especialmente en momentos de apertura democrática y construcción de paz, en las que sectores de las Fuerzas Armadas se han resistido a las reformas, como en la cuestión agraria, en ciertos momentos, o los procesos de negociación que se trataron de poner en marcha, en otros. Algunos ejemplos de esta tensión fueron, en primer lugar, la persecución de la Alianza Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), que había sido creada en el marco de un proceso de reforma agraria emprendida por el Gobierno liberal de Carlos Lleras Restrepo en 1970, pero que sería duramente reprimida por las Fuerzas Armadas durante el Gobierno de Misael Pastrana Borrero.
En segundo lugar, el genocidio de la Unión Patriótica (UP), que se había creado en el proceso de paz de Belisario Betancur (1982-1986) con las FARC-EP, proceso frente al que hubo muchas resistencias por parte de los militares. En tercer lugar, la respuesta militar a la toma del Palacio de Justicia por el M-19, cuya retoma supuso la preeminencia del poder militar sobre el civil y la respuesta de guerra sin espacio para la negociación, que concluyó con la muerte de 94 personas, incluyendo la cúpula de la justicia colombiana, así como numerosas torturadas y doce desaparecidas. Un cuarto momento fue la resistencia de sectores de las Fuerzas Armadas al proceso de paz del Caguán en el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), que estaban en desacuerdo con avanzar en la negociación de un cese al fuego, lo que determinó en el año 2000 la renuncia del alto comisionado para la Paz, Víctor G. Ricardo, quien señaló, en entrevista con la Comisión de la Verdad, que tenía su vida en riesgo. En quinto lugar, mientras algunos altos mandos se preparaban para ser los generales de la paz, y el Gobierno incluyó a los militares en la negociación, que se consideraron pasos positivos, se dio la resistencia de parte de las Fuerzas Armadas y de Juan Carlos Pinzón, ministro de Defensa del presidente Juan Manuel Santos, al proceso de paz con las FARC-EP, a pesar de que los militares tuvieron representación en la mesa de negociación y tomaron parte en las decisiones
Estos elementos muestran que la seguridad puesta en manos de los militares con alta autonomía es contraria al proceso de paz. Los militares no han conocido unas Fuerzas Armadas dedicadas totalmente a la paz y a proteger a todos los ciudadanos de Colombia, empezando por los que tradicionalmente han sido excluidos, perseguidos y empobrecidos.
7.2. El enemigo interno y cambios en la doctrina de seguridad: la consideración de la población civil y los movimientos sociales
La persecución, represión y estigmatización como «enemigos» de los opositores políticos o de sectores sociales alternativos a las formas dominantes de poder político, económico y social, que reivindican reformas de apertura política o de igualdad social, ha sido una característica de la cultura política y social en Colombia desde el siglo XIX. El discurso del enemigo ha usado tres etiquetas, correspondientes a tres etapas de la relación con Estados Unidos: el enemigo comunista o insurgente, propio de las décadas de 1960 y 1970, con la doctrina de la seguridad nacional de la Guerra Fría y de las dictaduras del Cono Sur; el enemigo narcotraficante, propio de la lucha contra las drogas, que inició con el gobierno del presidente Richard Nixon de los Estados Unidos en los años 70 y se mantiene hasta hoy; y, el enemigo terrorista, que se usó después del ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.
Desde los años cincuenta del siglo XX, esta cultura encontró un discurso propicio en la doctrina de la seguridad nacional, propia de la guerra contra el comunismo, que permitió equiparar y etiquetar como «enemigo» a los movimientos sociales y políticos alternativos, y evolucionó en el tiempo con diferentes discursos y denominaciones, con una base siempre contrainsurgente (guerra contra las drogas y la guerra contra el terrorismo).
Así, en un primer momento, el enemigo era el comunista, sin distinción de si había tomado las armas o no. En un segundo momento, en la guerra contra las drogas, muchas veces el «enemigo» fue identificado como el campesino cocalero y, luego, el terrorista o el narcoterrorista, asociando a esos términos no solo a los miembros de grupos guerrilleros, sino extendiendo ese estigma a diferentes sectores y movimientos sociales o sindicales.
La guerra contra las drogas recrudeció el conflicto armado, incrementó el combate en los territorios y afectó especialmente al campesinado. La presión por bajas en combate aumentó en las Fuerzas Armadas, lo cual alentó la comisión de crímenes muy graves, como los llamados «falsos positivos», en los que se presentaba como guerrilleros dados de baja a personas inocentes y asesinadas en estado de indefensión.
La idea del enemigo impidió que las propuestas se discutieran y se resolvieran en democracia y simplificó las tensiones que existían alrededor de la agenda política, económica y social del país, pues la estigmatización de las visiones reformistas justificó su persecución y la extensión de la sospecha contra las alternativas sociales y políticas. También tuvo un alto impacto en la cultura política y social, debido a que instaló en el imaginario colectivo una fuerte asociación entre oposición política o alternatividad social con el riesgo de estigmatización y persecución; por lo tanto, el miedo y el señalamiento como impactos en buena parte de esos sectores sociales.
Así, en la guerra, las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad no han perseguido únicamente a los guerrilleros, terroristas o narcotraficantes, sino también a campesinos, sindicalistas, indígenas, afrodescendientes y estudiantes, así como a los integrantes de la oposición política y de organizaciones sociales y de mujeres. También se ha perseguido a quienes denuncian o hacen control de los abusos, como periodistas, defensores de derechos humanos e incluso a empleados públicos, particularmente jueces y magistrados, que en virtud del ejercicio de su función terminaron siendo vistos como obstáculos para la estrategia de guerra o para la impunidad de los crímenes que se cometieron. Estos hechos han sido expuestos ante la justicia nacional y los organismos internacionales de derechos humanos, que han establecido la responsabilidad del Estado por muchos de estos hechos. También hay numerosas sentencias nacionales, incluyendo las del Consejo de Estado, sobre casos de torturas, desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales desplazamiento forzado o exilio, fundamentalmente[741]
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En una primera etapa, se adoptó la doctrina de la seguridad nacional, no solo por influencia de Estados Unidos, sino también porque resultaba funcional a los intereses de los sectores con poder político, económico y social del país. Por ejemplo, antes de la fundación del Partido Comunista, en 1930, los sectores más conservadores de la sociedad rechazaban el comunismo y calificaban a sus seguidores como ateos y fomentadores del desorden. Esta mentalidad también había irradiado la persecución durante la Violencia de los conservadores contra las guerrillas liberales y comunistas, a través de pájaros[742] y chulavitas[743], y se tradujo durante el gobierno de Rojas Pinilla en la prohibición del Partido Comunista en 1953, después de la amnistía a las guerrillas liberales.
Manuales de contrainsurgencia y población civil | |
Para 1958, el Frente Nacional había traído la pacificación entre las jerarquías de los partidos liberal y conservador, pero también había excluido a quienes no estaban representados en esos partidos. Las ideas gaitanistas, comunistas y socialistas fueron homogeneizadas, excluidas, estigmatizadas y calificadas como enemigas que debían ser perseguidas por las fuerzas de seguridad, incluso antes de la conformación de las guerrillas. Dos años antes del surgimiento de las FARC y del ELN, el Manual de operaciones contra las fuerzas irregulares, publicado en 1962, definía estas fuerzas como unidades guerrilleras y «elementos secretos»[744] que desempeñaban «ocupaciones civiles» y tenían «su base de apoyo en la población local», especialmente entre «los grupos de familia y los vecinos» [745] de los combatientes irregulares. Según el Manual, «la estrecha relación entre la población civil y la fuerza irregular puede exigir la ejecución de drásticas medidas de control»[746]. Esta aproximación se mantuvo en las décadas siguientes, como lo evidencia un manual de 1979 que clasifica la población civil en la que apoya al Ejército (listas blancas), la que apoya a los grupos subversivos (listas negras) y aquella que tiene una posición indefinida respecto de los bandos en conflicto (listas grises)[747]. El manual señalaba que la guerra revolucionaria se expresaba en «paros y huelgas» y en «la motivación y organización de grupos humanos por la lucha revolucionaria, estudiantado, obrerismo, empleados de servicios públicos, etc.»[748]. |
Entre 1958 y 1991, las declaraciones de estado de sitio se caracterizaron por estar fundamentadas en la consideración de que las protestas y manifestaciones de trabajadores, estudiantes, indígenas y campesinos eran alteraciones del orden público que requerían medidas de excepción[749]. La respuesta a estas reivindicaciones fueron las medidas autoritarias dirigidas, principalmente, a restringir los derechos a la libertad personal, la libre circulación, la libertad de prensa, la manifestación y la reunión[750].
Los organismos de seguridad no perseguían un delito determinado, sino que ejercían una forma de control de la población y perseguían a quien presumían que hacía parte de esas organizaciones, aunque no hubiera incurrido en delitos. La persecución no se hizo a través de una rama judicial independiente que adelantara procesos con las debidas garantías judiciales, sino por medio de juicios a civiles y guerrilleros, juzgados por cortes marciales que no garantizaron la mínima independencia. Todo ello se dio también utilizando frecuentemente como medio de «investigación» la tortura y la violencia sexual, y como eliminación del enemigo, la desaparición forzada y las ejecuciones extrajudiciales.
La mayor expresión de lo anterior se dio durante el Estatuto de Seguridad de Turbay (1978-1982), marco en el que surgió el movimiento de defensa de los derechos humanos, bajo el cual se agruparon varios abogados de quienes eran procesados en los consejos verbales de guerra y adelantaron denuncias públicas de lo que estaba ocurriendo. Desde entonces, defensores y defensoras de derechos humanos han sido frecuentemente considerados enemigos y han sido víctimas de seguimientos, actividades de inteligencia, asesinatos y desaparición forzada, así como de amenazas, atentados, detenciones arbitrarias, judicialización, hurto de información sensible, desplazamiento y exilio[751].
Como se ha dicho, esta guerra sucia afectó especialmente a movimientos sociales reformistas, alternativos o de oposición. Por ejemplo, en distintos momentos históricos de los últimos 60 años se dieron acciones contra el campesinado que promovía la toma de tierras y demandaba la reforma agraria y rural: la ANUC, el Comité de Integración del Macizo Colombiano (CIMA), la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro), la Asociación de Pequeños y Medianos Agricultores del Norte del Tolima (Asopema) y las organizaciones promotoras de las Zonas de Reserva Campesina fueron algunas de las organizaciones estigmatizadas, perseguidas y violentadas en Colombia[752]. Así mismo, el movimiento estudiantil, con una fuerte movilización en los años setenta, fue estigmatizado y reprimido en el marco del estado de sitio, como resultado, muchos de sus integrantes fueron víctimas de violaciones de derechos humanos. La respuesta violenta conllevó la militarización de los campus[753].
Después de 1985, el Estado y el paramilitarismo persiguieron a los miembros de la UP[754], partido político de izquierda que había sido creado en las negociaciones del Gobierno de Belisario Betancur con las FARC-EP. La creación de la UP representaba la canalización democrática de una parte de las tendencias políticas excluidas en el Frente Nacional. Sin embargo, en lo que constituyó un genocidio político, fue perseguida y exterminada, por ser considerada parte de las FARC-EP, a pesar de haberse constituido como una organización política sin armas a la que confluyeron no solo personas que provenían de la guerrilla para dejar las armas y hacer política, sino también numerosos sectores sociales y políticos de izquierda e, incluso, liberales. Una vez el proceso de paz fracasó, sectores de la fuerza pública mantuvieron la tesis de que la UP era de las FARC-EP, muy a pesar de que entre el movimiento político legal y esa guerrilla se había producido una ruptura desde 1987.
La Constitución de 1991 generó una apertura democrática, pues integró en la Asamblea Nacional Constituyente a movimientos de izquierda -incluso a las guerrillas que habían dejado las armas-, la UP, indígenas, afrodescendi entes, sindicalistas y campesinos. La Constitución reconoció a Colombia como un país multiétnico y pluricultural, previó garantías para el pluralismo político y la participación ciudadana y electoral y se basó en el reconocimiento de los derechos humanos y la aplicación del DIH en el conflicto armado, aun durante estados de excepción. Sin embargo, tanto desde la sociedad como desde el Estado se dieron fuertes resistencias a avanzar hacia el cambio de mentalidad que este nuevo régimen político implicaba y no hubo ninguna reforma a las Fuerzas Armadas ni al modelo de seguridad. La visión del enemigo continuó reforzada por la lucha contra las drogas y el terrorismo.
Esta doctrina del enemigo que venía de épocas anteriores se siguió aplicando a seguimientos de organizaciones sociales, a través de órdenes de operaciones de inteligencia.
Por ejemplo, en 1998, un documento titulado «Normas de seguridad con bandoleros que se entregan»[755], en el apartado «Milicias populares en jurisdicción de la 2a División» se habla de los «Grupos de Estudio y Trabajo (GET) encargados de identificar las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), de una región en particular, especialmente en cuanto a la presencia del Estado». En la nota al pie de estas actuaciones se incluye una lista bajo el título «Algunos organismos fachada de las milpol [milicias populares]»[756] en la cual se señala de posibles vínculos con el ELN al Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio (consorcio formado entre la Sociedad Económica de Amigos del País [SEAP] y el Centro de Investigación para la Educación Popular [Cinep]), así como a la Asociación de Familiares Detenidos Desaparecidos (Asfaddes), a la Comisión Colombiana de Juristas, a la Comisión para la Vida, Justicia y Paz y al Comité de Derechos Humanos de Sabana de Torres. Estas organizaciones sufrieron infiltración, ataques, allanamientos y, en algunos casos, asesinatos y atentados, además de exilio de sus miembros por dichas acciones.
«Todo indio es guerrillero» | |
Miembros de las fuerzas armadas, en su trato a la población étnica, estigmatizaron los procesos organizativos étnicos, sus autoridades y las comunidades como base social de las guerrillas. Eran catalogados como organizaciones de carácter subversivo, no como formas comunitarias y colectivas étnicas: «Necesidad de una resistencia pacífica, porque en esa época el Ejército era muy sanguinario y ellos mismos atropellaban a la población [...]. Tocaba reunirse de noche para planear las cosas que se iban a hacer, porque no podían hacer convocatorias públicas y tocaba avisar voz a voz en qué lugar y a qué hora de la noche se podían reunir, y ya después le contaban a la gente, uno a uno, lo que se había planteado. »Pues no sé, yo digo que ellos manejaban como una idea de "es que pa nosotros todo indio es guerrillero". El decir de ellos era "todo indio es guerrillero". Ese día yo les dije, me dio rabia y les dije: "Es que todo indio no es guerrillero, entonces ¿por qué no investigan antes de ir matando la gente?", porque yo, la verdad, no sé ni de dónde saqué yo mi valentía y les contesté, y mire que desde esa fecha a acá siempre mermaron en matar mujeres y como que empezaron fue como a investigar más a la gente, porque antes no, antes llegaban y te señalaban y eso ellos le daban era... ellos no preguntaban quién era, usted iba y le decía "ve, a fulano lo vimos conversando en tal parte con un guerrillero", allá iban y lo mataban»[757]. |
En los años noventa comienza el tránsito del enemigo guerrillero al enemigo narcoguerrillero, que se extendió hasta la década siguiente. Es ilustrativo que esa categoría de la narcoguerrilla la acuñó un embajador de Estados Unidos. Más adelante, y en un contexto de agudización del conflicto armado, en el año 2000 y en los siguientes estas concepciones estuvieron en la base de intentos de reformas para validar la persecución con atribuciones de orden público para las Fuerzas Armadas, por medio de la Ley de Seguridad Nacional de 2001 y del Estatuto Antiterrorista de 2003, ambos declarados inconstitucionales por la Corte Constitucional y que se basaban en buena parte en esta concepción de doctrina del enemigo interno con la suspensión de derechos y la criminalización de protestas sociales.
Durante la política de seguridad democrática, entre 2002 y 2010, desde la Presidencia de la República se fortaleció el discurso del enemigo terrorista o narcoterrorista. En esa época, la estigmatización se agudizó contra periodistas, políticos de oposición que adelantaban denuncias en el Congreso, defensores de derechos humanos, magistrados de altas cortes (como la Corte Constitucional y de la Corte Suprema de Justicia), miembros de organismos de derechos humanos de la Organización de Estados Americanos y de Naciones Unidas. Incluso los empleados públicos que develaban los crímenes fueron estigmatizados y perseguidos, como ocurrió con fiscales que no avalaron las detenciones masivas y arbitrarias en la época de la seguridad democrática, quienes judicializaron a los parapolíticos revelando el entramado paramilitar. La estigmatización y la persecución se usó en contra de servidores públicos que cumplían su función, y así prevalecieron el negacionismo y la impunidad sobre la gravedad de lo que estaba ocurriendo[758].
Por ejemplo, en el 2003, cuando un grupo de organizaciones no gubernamentales (ONG) de derechos humanos publicó el informe «El embrujo autoritario», crítico de las políticas del Gobierno, el presidente Uribe pronunció un enérgico discurso que fue transmitido por todos los canales de televisión en el horario de mayor sintonía, refiriéndose a los defensores de derechos humanos como:
Politiqueros al servicio del terrorismo, que cobardemente se agitan en la bandera de los derechos humanos, para tratar de devolverle en Colombia al terrorismo el espacio que la fuerza pública y que la ciudadanía le ha quitado.
Cada vez que en Colombia aparece una política de seguridad para derrotar el terrorismo, cuando los terroristas empiezan a sentirse débiles, inmediatamente envían sus voceros a que hablen de derechos humanos.
Muchas de estas críticas las han tomado de la página de internet de las FARC. No tienen vergüenza ni limitaciones. Sacan libros en Europa sobre rumores y calumnias. Ellos saben que su única arma es la calumnia que hipócritamente se esconde detrás de los derechos humanos. Estos señores pueden saber que aquella determinación de derrotar al terrorismo y a sus secuaces, que una de nuestras decisiones políticas es aislar el terrorismo y que para aislarlo vamos a capturar a todos aquellos que delinquen por complicidad o por ocultamiento[759].
Es decir, esta visión de enemigo interno de parte de la población ha sido una tendencia de un modelo de seguridad basado en una concepción contrainsurgente. En los años setenta y ochenta, respecto a la población campesina la estigmatización se dio contra movimientos como la ANUC o el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), frente a las acciones de toma de tierras y demandas de reforma agraria, contraviniendo incluso la doctrina militar desarrollista de los años sesenta que consideraba que había que proporcionar y dar respuestas sociales al campesinado para que tuvieran una perspectiva de desarrollo y disminuir la posible influencia de la insurgencia. A mediados de los años noventa, en las zonas de fuerte presencia y control de las FARC-EP y presencia de cultivos de coca, y con fundamento en la lucha contra las drogas, las comunidades campesinas, cocaleras, indígenas y afrodescendientes fueron afectadas por la militarización, la estigmatización y las fumigaciones[760].
El etiquetamiento y estigmatización también ha sido usado para intereses espurios. Por ejemplo, se utilizó contra quienes investigaron dinámicas de corrupción y la denunciaron. Por ejemplo, los señalamientos contra la Asociación Nacional Sindical de Trabajadores y Servidores Públicos de la Salud, Seguridad Social Integral y Servicios Complementarios de Colombia (ANTHOC). La campaña paramilitar contra dicho sindicato en los años 2000 se basaba en considerar que era un obstáculo para la apropiación fraudulenta del presupuesto de salud para objetivos de financiamiento de los grupos paramilitares de las AUC[761]. Lo mismo sucedió con el asesinato de varios profesores y alumnos de la Universidad de Córdoba y Barranquilla, debido a sus denuncias sobre el desvío de fondos de las universidades para la financiación paramilitar en 2001-2002[762], hecho en el que actuaron grupos paramilitares junto con el Grupo de Acción Unificada por la Libertad Personal (Gaula) o el DAS. Una buena parte de la violencia antisindical se justificó en la estigmatización como guerrilleros o terroristas cuando en realidad respondían a que los sindicatos eran un obstáculo para las condiciones de venta de empresas o cuando denunciaron la infiltración paramilitar, como en el caso de la Unión Sindical Obrera (USO)[763].
El análisis de los despojos de tierras llevado a cabo por la Comisión demuestra que en muchos casos se señaló a los campesinos o pobladores de ser parte de la base social de la guerrilla con el objetivo de quedarse con sus tierras, como sucedió en numerosos casos de Urabá, Magdalena Medio y Cesar[764]. Por otra parte, no se trata solo de violencia directa, sino de la actuación de otros sectores del Estado, como los notarios, en redes de blanqueo de dicho despojo de tierras, lo cual muestra cómo estos entramados utilizaron muchas veces el discurso de la contrainsurgencia como parte de un proyecto de enriquecimiento ilícito[765].
En los casos de las ejecuciones extrajudiciales conocidas como «falsos positivos» se usó la lógica del enemigo para justificar los homicidios de personas en condiciones de indefensión y presentarlas falsamente como guerrilleros muertos en combate, para mostrar resultados en la lucha contrainsurgente. El discurso del enemigo se usó para encubrir la corrupción y los intereses particulares con impunidad. El objetivo en este caso no fue «ganar la guerra», sino «aparentar ganar la guerra».
Estos casos en diferentes momentos muestran cómo esta construcción del enemigo con diferentes denominaciones ha sido parte de la concepción del modelo de seguridad en Colombia. En este «modo guerra», una parte considerable de la población civil, las luchas sociales y las movilizaciones se convirtieron en parte de dicho enemigo por eliminar.
En el gobierno de Santos se inició el proceso de cambio en la doctrina militar, para transitar a la denominada «doctrina Damasco», que buscó distanciarse de la idea del enemigo interno, al reconocerla como un concepto cuestionable desde la perspectiva de los derechos humanos:
La reforma doctrinal no debe apuntar únicamente a la guerra contrainsurgente, puesto que ello ha sido la materia prima para que la mayoría de sentencias internacionales contra Colombia y varios informes de organizaciones no gubernamentales (ONG) apunten a que es justamente la doctrina -sustentada en el enemigo interno, el anticomunismo y la doctrina de la seguridad nacional, en el contexto de la Guerra Fría- el marco a través del cual las Fuerzas Armadas colombianas, especialmente el Ejército, presuntamente cometieron los más grandes crímenes de lesa humanidad del continente.[766]
Estas iniciativas muestran la toma de conciencia en este caso del entonces presidente y una parte de la cúpula militar involucrada en ese momento en estos cambios, como la vía en que Colombia puede dejar atrás esa doctrina que ha sido la causa de una buena parte del sufrimiento social y de la violencia contra la población civil, con un compromiso de Estado y de las Fuerzas militares. Durante el gobierno de Duque se revaluó la doctrina Damasco, que había sido construida como un marco para la actuación militar durante el posconflicto, y se retomó la antigua doctrina de guerra.
7.3. Militarización, territorios y estados de excepción
La militarización de los territorios es una consecuencia de la manera como el poder político y militar se relaciona con el territorio y pretende mantener la «soberanía»: se disputa el territorio y la población con las armas y la coerción, más que con la participación y la democracia. Así, se ha tratado de controlar el territorio a través del control de la población. En Colombia no ha sido prioridad la construcción de una presencia del Estado que sea integral y civil, pues la autoridad civil ha delegado la presencia territorial del Estado en el poder militar y en sus relaciones con los poderes locales.
El modelo de seguridad se estructuró fundamentalmente bajo la necesidad del control territorial del Estado, a través de la militarización de territorios considerados como zonas rojas, zonas especiales de orden público, teatros de operaciones y zonas de rehabilitación y consolidación, entre otros. Durante los primeros 30 años del conflicto armado, el mecanismo que permitió esta militarización fue el estado de excepción. Sin embargo, la «excepción» se convirtió en la regla, pues este tipo de medidas de control territorial fueron casi permanentes durante entre 1959 y 1991, incluyendo la designación de mandos militares como alcaldes o gobernadores o con mando prevalente sobre la autoridad civil. Si bien la Constitución de 1991 ofreció nuevas garantías, incluso después se dieron estados de «excepción» con nuevo formato.
En cuanto a las medidas de excepción, estas consistían en limitar derechos para la población, en especial, la detención sin el debido control judicial, que afectó a personas pertenecientes a movimientos políticos, organizaciones sociales o autoridades étnicas por su actividad política y social, incluyendo requisas, allanamientos y registros de domicilio. Por otra parte, actividades de inteligencia consistentes en el perfilamiento de personas, comunidades o zonas, seguimientos y señalamientos como los antes indicados, o el control de la movilización y de medicamentos y alimentos, con numerosas personas acusadas de colaborar con las guerrillas.
Otro rasgo de la militarización territorial es la instalación de la fuerza pública en el territorio, no solo para despejarlo del enemigo, sino también para proteger sectores poderosos, la riqueza, los megaproyectos, la infraestructura, mientras que desatiende al resto de la población. Así, por ejemplo, a la fuerza pública se le encomendó la protección de proyectos de empresas extractivas del sector privado que adelantan su actividad en territorios étnicos, desconociendo sus autoridades, derechos territoriales y su cultura, implantando lógicas de desarrollo ajenas a las de las comunidades. En ocasiones, la fuerza pública violentó a las poblaciones y actuó en alianza con estructuras criminales locales que generaron violaciones a derechos humanos, despojo, desplazamiento de las comunidades[767]. Las fuerzas armadas desarrollaron convenios de seguridad para empresas privadas que sufragan los costos de la presencia militar con objetivos específicos de protección de la sede y la infraestructura de los proyectos, lo que necesariamente deja en menor nivel de protección al resto de la población.
El enfoque expansivo de lo militar también se ha reflejado en la creciente militarización de la Policía Nacional, que formalmente es considerada un organismo civil, pero el conflicto armado la ha involucrado en la guerra. La Policía Nacional ha sido usada por el Estado para la guerra, y también ha sido atacada por los grupos armados como actor de guerra, combatiente. Por ejemplo, a través de los Carabineros, se le asignaron funciones de seguridad nacional y contraguerrilla. Adicionalmente, en la medida en que la Policía Nacional fue subsumida en las Fuerzas Armadas y el Ministerio de Defensa, también fue involucrada en la doctrina militar y en la mentalidad del enemigo interno. Esto se ha traducido en que, aun cuando la Policía está cumpliendo funciones de seguridad y protección externas al conflicto armado, esté imbuida en el carácter militar, por lo que termina, por ejemplo, atendiendo movilizaciones y protestas sociales o campesinas como si fueran una guerra que atenta contra la existencia del Estado. Esto la lleva, no solo a no proteger al ciudadano que se moviliza, sino a repelerlo como enemigo, contando con un cuerpo especializado como el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD)[768], que ha estado involucrado en las acciones de represión a movilizaciones sociales con numerosos casos de violaciones de derechos humanos.
Otro factor que ha conllevado la militarización de la Policía es su rol en las acciones antinarcóticos. Si bien, en principio, no son acciones militares, por la capacidad armada y vocación de dominio territorial que terminan teniendo los grupos narcotraficantes, la Policía mezcla la persecución del delito con la guerra contra un enemigo del conflicto armado, y termina persiguiendo más al campesino cocalero que al propio actor armado. Su rol protagónico en la guerra antinarcóticos también la ha hecho propensa al enorme poder corruptor del narcotráfico, a pesar de que muchos policías han demostrado también entereza y respeto por la ley[769]. En el conflicto armado la Policía ha tenido carácter contrainsurgente, antinarcóticos y antiterrorista. Además, emula la estructura, jerarquía y grados de las Fuerzas Militares, usa su doctrina y se involucra en la guerra.
Otro medio de militarización es el servicio militar obligatorio, que existe en Colombia desde 1886. El servicio obligatorio ha involucrado principalmente a jóvenes campesinos y de escasos recursos. A pesar de que en el 2017 se reconoció la objeción de conciencia[770], en general los jóvenes están obligados a prestar el servicio. Los criterios para aplazar la obligación favorecen a quienes estén estudiando, por lo que se termina incorporando como conscriptos principalmente a los jóvenes más vulnerables, con menor acceso a la educación.
También afecta diferencialmente a las comunidades étnicas, pues transforma la vivencia tradicional de sus miembros y deslegitima al Estado dentro de ellas. No obstante, en las últimas décadas se ha fortalecido la profesionalización de la fuerza pública.
Una estrategia central de la intervención militar involucrando a la población civil en el conflicto han sido las «acciones cívico-militares» planteadas inicialmente desde el Plan Lazo en los años sesenta, que evolucionaron en los mecanismos de coordinación de la acción integral en los años 2000 y que hoy se mantienen en parte como la «doctrina de la acción integral».
En el marco del Plan Lazo, con las acciones cívico-militares, se buscaba obtener el apoyo de la población civil y eliminar el respaldo de las comunidades a las cuadrillas de bandoleros: «quitarle el agua al pez»[771], mediante la legitimación militar a través de la acción social y la colaboración de la población en tareas de inteligencia. En 1963 se creó el Comité Nacional de Acción Cívico-Militar, integrado por el Ministerio de Defensa y los ministerios sociales y de gobierno, que estuvo encargado de liderar la implementación de estas campañas, con apoyo del gobierno de Estados Unidos[772]. La acción cívico-militar daba paso a una nueva «organización, entrenamiento, adecuación técnica y psicología del instrumento militar de acuerdo con las características del reto»[773] en la lucha contrainsurgente, pero conllevó involucramiento de civiles en dichas tareas y de seguimientos y operaciones de inteligencia que tenían como objetivo la población civil.
La acción cívico-militar se planteó como un mecanismo de ayuda para la solución de problemas básicos de la población civil. Según un informe del Ejército Nacional recibido por la Comisión de la Verdad, en lo referente a «la acción cívico-militar se incorporó [...] a la doctrina militar, con el firme propósito de que por medio de esta se apoyara a la población campesina, logrando erradicar los aún existentes vestigios de violencia bandolera que se mantenía en ciertas zonas del país»[774]. Sin embargo, la contribución al desarrollo local y territorial no se concibió como un derecho de la población a unas mejores condiciones de vida, sino como un medio para ganar empatía con la población y desplazar al adversario. Las acciones cívico-militares deben evaluarse siempre en relación con el riesgo para la población civil y no en zonas de conflicto armado.
[...] un caso notorio de la instrumentalización de las mujeres por parte de la fuerza pública fue el denominado de «las chicas de acero», quienes eran mujeres civiles que invitaron a que portaran el uniforme militar para hacer parte de una acción cívico-militar impulsada por el Ejército. Las «chicas de acero» apoyaban programas humanitarios y de recreación. Al mismo tiempo, en varios testimonios se identificó que las simples charlas con miembros de la fuerza pública las catalogaba por las FARC como simpatizantes, colaboradoras del «enemigo»[775].
La estrategia de acciones cívico-militares se basaba en la lógica no solo de una perspectiva desarrollista, sino sobre todo como una forma de obtener información como factor clave para ejecutar las operaciones militares. En la medida en que los grupos guerrilleros se expandieron y ganaron control territorial, las acciones cívico-militares pusieron en riesgo a la población civil también frente a los grupos guerrilleros, que veían a las comunidades como informantes de las Fuerzas Armadas:
«Claro, el tema de las cívico-militares, como les decían antes, o la acción integral, que le dicen ahora, tiene de fondo la característica de que es inteligencia y de por sí va gente de inteligencia en las misiones para hacer trabajos de recolección de información. Entonces, el payasito curiosamente terminaba preguntándoles a los niños si habían visto cosas raras, los niños estaban aislados y les podían hacer preguntas en medio del juego a niños que podían contar si habían visto hombres armados, qué habían visto y tal, y así, cada uno de los que estaban ahí finalmente no perdían su esencia o categoría militar y estaban era recogiendo información, y esa información, sin lugar a dudas, puso en riesgo en un momento determinado a la población civil porque vieron cómo los grupos armados los vieron como auxiliadores del Estado o del Ejército y los convertían en un objetivo militar»[776].
En los años setenta, regiones como Urabá, Magdalena Medio, Caquetá, Meta y Cauca permanecieron en estado de sitio y con medidas de excepción[777].
Después de 1982, cuando se posesionó el presidente Betancur, se dio una apertura hacia las políticas de paz y otros avances civilistas en manejo del orden público, que, sin embargo, coincidió con la intensificación de la violencia del narcotráfico que dinamizó y escaló la magnitud y violencia del conflicto armado. Entre finales de los ochenta y 1992 se lograron acuerdos de paz con el M-19, el Quintín Lame y el EPL, cuyos integrantes confluyeron en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, algunos como delegados y otros como invitados.
La Constitución de 1991 hizo una reforma sustantiva a la figura de los estados de excepción: limitó su uso y fortaleció sus controles[778]. El nuevo régimen constitucional se limitó al uso de medidas excepcionales, como el «estado de conmoción interior» que, sin embargo, se dio en diferentes momentos, y al de otro tipo de facultades de excepción sin declarar formalmente la conmoción y, por ende, sin pasar por los controles previstos en la Constitución[779]. Desde 1991 se ha declarado siete veces el estado de conmoción interior y tres veces ha sido invalidado por la Corte Constitucional, debido a su uso abusivo.
El gobierno de Gaviria (1990-1994) decretó tres veces el estado de conmoción interior, uno de los cuales fue declarado inconstitucional. Así mismo, emprendió la Estrategia Nacional contra la Violencia, que tuvo un enfoque integral, pues abarcaba componentes de reducción de la violencia y rehabilitación social; política de paz; fortalecimiento de la justicia, de las Fuerzas Armadas y de la defensa, y protección de los derechos humanos a través del fortalecimiento del control interno y de educación en derechos humanos para los funcionarios.
La rehabilitación social regional consistía en la intervención en los territorios más violentos, con base en planes de seguridad construidos entre los alcaldes y la Policía, con medidas para fortalecer la justicia local. El fortalecimiento a la justicia se formalizó con el Estatuto para la Defensa de la Justicia y con decretos de sometimiento de actores ilegales; sin embargo, se basó en el enfoque de justicia de excepción al crear la justicia de orden público. Combinó el diálogo y las negociaciones de paz con el fortalecimiento de la fuerza pública en dirección a una victoria militar, para lo cual se garantizó la intervención en los territorios y el accionar militar[780], usando como marco los decretos aún vigentes del estado de sitio de 1984 y expidiendo otros bajo el estado de conmoción interior[781]. Durante el gobierno de Gaviria se inició también la fumigación de cultivos de uso ilícito, ligada a una respuesta militar y de control del eslabón más débil del narcotráfico.
El gobierno de Ernesto Samper Pizano (1994-1998) declaró dos veces la conmoción interior, una de las cuales resultó inexequible. La conmoción declarada exequible se fundamentó, entre otros hechos, en el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado y en el atentado contra el abogado Antonio José Cancino, quien defendía a Samper por las investigaciones en su contra en el proceso 8000. Con base en estos hechos, ocurridos en Bogotá, se tomaron medidas de restricción de derechos en todo el territorio nacional, se censuró a los medios de comunicación para que no divulgaran comunicados ni entrevistas de organizaciones a las que se les atribuyera la comisión de los delitos perseguidos, se dieron facultades para restringir la circulación de vehículos y de personas en cualquier parte del territorio nacional y se presentaron proyectos de ley para hacer permanente la legislación de excepción.
Durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) se adelantó el fallido proceso de paz con las FARC-EP del Caguán y no se acudió a la conmoción interior. Esta decisión resultaba coherente si se tiene en cuenta que los estados de excepción se habían usado históricamente como medio de guerra. Sin embargo, el Gobierno, igual que las FARC-EP, desarrollaron una doble estrategia de negociación y fortalecimiento militar. Mientras que el Gobierno negociaba con las FARC-EP, los paramilitares adelantaban su mayor escalada de terror en el país y empezó el proceso de fortalecimiento militar con apoyo de Estados Unidos a través del Plan Colombia. Para el 2002, las Fuerzas Militares habían aumentado en un 61 % el número de soldados profesionales, la capacidad aeromóvil de la fuerza pública creció en un 77 % en helicópteros y en 16 % en número de aviones[782].
Esta estrategia de fortalecimiento militar para la guerra, inconsistente con el discurso de paz, respondió al hecho de que las FARC-EP habían crecido y se habían involucrado en el narcotráfico, primero a través del cobro de impuestos a las actividades de cultivo, procesamiento y tráfico, y luego por medio del control directo de los cultivos y la distribución de las drogas de varios frentes[783]. El ELN, además, estaba asediando a multinacionales con secuestros, atentados y extorsiones. Las FARC habían generalizado el secuestro y habían iniciado una ofensiva que había dado duros golpes a las Fuerzas Armadas, como el ataque a un convoy militar en Puerres, Nariño; la destrucción de la base militar de Las Delicias, en Putumayo; el ataque a la base militar de La Carpa, en San José de Guaviare; el ataque a la base militar de Patascoy, en Nariño; la emboscada a la Brigada Móvil N.° 3 en El Billar, Caquetá; el ataque al Batallón de Infantería y la Base Antinarcóticos en Miraflores, Guaviare; y la toma de Mitú, todos ellos entre 1996 y 1998[784].
En este contexto se dio la militarización de la lucha contra las drogas. El Gobierno de Estados Unidos, hasta el momento había apoyado la lucha antidrogas a través de la Policía. Sin embargo, el Gobierno de Colombia requería fortalecerse militarmente para la guerra contrainsurgente, usando el Plan Colombia para combinar ambas luchas, satisfacer la expectativa del gobierno extranjero y fortalecerse para la guerra contra las guerrillas, particularmente las FARC-EP. Para que las fuerzas militares accedieran a los recursos, era necesario estar involucradas en la guerra contra las drogas, lo que se dio militarizando esa lucha. Esto era posible por el involucramiento y uso de todos los grupos armados en el narcotráfico -aunque, como se expuso en el hallazgo de narcotráfico, en el de paramilitarismo y en el de guerrillas, con diferentes connotaciones para los paramilitares que para las guerrillas-. También fue posible porque en ese momento se conjugó la lucha contrainsurgente que se venía desarrollando décadas atrás con la lucha contra las drogas, alentada por Estados Unidos y con el renovado discurso antiterrorista después del ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre del 2001. El Plan Colombia condensaría las tres guerras en una sola que se libraría principalmente contra las FARC-EP.
Asimismo, el gobierno de Pastrana promovió y expidió la Ley de Seguridad Nacional[785] que legalizaba nuevamente la doctrina de la seguridad nacional. La Ley de Seguridad Nacional permitía al Gobierno declarar «teatros de operaciones» en regiones del país en las que los militares tendrían facultades de excepción y donde el Gobierno podía nombrar un comandante militar que tomaría decisiones prevalentes sobre las de gobernadores y alcaldes.
La Ley también facultaba al presidente para «nombrar sus comandantes, fijarles atribuciones y establecer las medidas especiales de control y protección aplicables a la población civil y a los recursos objeto de protección ubicados en el área»[786]. Con base en las órdenes entregadas por el presidente a los comandantes, las decisiones de estos últimos prevalecían sobre las de alcaldes y gobernadores. Se contemplaban las obligaciones de incluir en el Plan Nacional de Desarrollo la estrategia de defensa y seguridad nacional y de evaluar las políticas públicas a la luz de los impactos en materia de seguridad. Los militares podían hacer registros y requisas de la población en los teatros de operaciones; tenían la facultad para adelantar capturas en flagrancia bajo unas reglas flexibles, respecto de las que contemplaba el Código Penal, y ejercían facultades de policía judicial que el fiscal general «debía» otorgarles. Además, se restringía la facultad de la Procuraduría para decidir si abriría o no investigación por las actuaciones de la fuerza pública en los teatros de operaciones al establecer un término de máximo 30 días para hacerlo. Todo esto sin que fuera necesario declarar el estado de conmoción interior.
Ocho meses después de su expedición, la Corte Constitucional declaró la inconstitucionalidad de toda la ley y concluyó que, en sus bases y concepción, desconocía el principio de pluralismo democrático, la separación de poderes, la supremacía del poder civil sobre el militar, la dirección presidencial de las Fuerzas Armadas, el principio de exclusividad del uso de la fuerza en la fuerza pública y, en conflicto armado, el respeto del DIH. La Corte resaltó que en un modelo democrático y constitucional el disenso frente a las políticas estatales no solo es admisible, sino natural y democrático “pues la controversia y la deliberación son consustanciales a la democracia y al pluralismo” [787]. Respecto de los teatros de operaciones, la Corte identificó que se trataba de estados de conmoción interior encubiertos, que evadían los controles constitucionales previstos. Determinó que el hecho de que comandantes militares asumieran funciones ejecutivas prevalentes frente alcaldes y gobernadores violentaba la subordinación de la función militar a la autoridad civil.
A la vez que reconoció la importancia y deber del Estado de adoptar políticas de seguridad y defensa, la Corte Constitucional advirtió que estas debían respetar los principios del Estado de derecho, como el pluralismo, la separación de poderes, la subordinación de las autoridades militares a las civiles y que la sociedad civil no podía ser privada de su autonomía y absorbida y puesta a órdenes del Estado[788].
La sensación de que las negociaciones del Caguán habían sido una burla llevó a que parte importante de la sociedad, así como el Estado, se radicalizarán contra las FARC-EP. Durante sus dos gobiernos (2002-2010), Uribe implementó la política de «seguridad democrática» denominada así, según el propio Gobierno, para diferenciarla de la doctrina de seguridad nacional[789]. Esta política se enmarcó en el nuevo discurso de la lucha contra el terrorismo y, a pesar de los esfuerzos discursivos, mantuvo el enfoque de militarización del territorio, amplias facultades a las Fuerzas Armadas para el manejo del orden público y para adelantar la guerra y estigmatización y persecución de los movimientos sociales y políticos alternativos e incluso de la rama judicial.
El gobierno de Uribe declaró dos veces la conmoción interior: en agosto del 2002, aceptada por la Corte Constitucional, pero su prórroga fue declarada inexequible en noviembre del mismo año; y en el 2008, declarada inconstitucional.
Como parte de las medidas de excepción, el Gobierno adoptó en 2002 un decreto que permitía nuevamente censos de población, control de la circulación de la población, capturas, interceptación de comunicaciones, registros y allanamientos sin orden judicial, ya no solo por parte de la fuerza pública, sino también del DAS. Estas medidas se aplicarían en las «zonas de rehabilitación y consolidación»[790], en las que habría «control operacional» de autoridades militares, quienes podrían recolectar información sobre la población[791]. Muchas de estas medidas fueron limitadas o declaradas inexequibles por la Corte Constitucional en noviembre del 2002[792].
En consecuencia, por iniciativa del Gobierno, el Congreso adelantó una reforma constitucional que se expidió en diciembre del 2003 y que se conoció como el Estatuto Antiterrorista[793]. En la reforma se insistía en la concesión a las Fuerzas Militares de facultades de policía judicial, captura, allanamientos, registro de residencia e interceptación de comunicaciones y limitaciones a la libertad de circulación; todas estas, sin el debido control judicial. La reforma constitucional fue declarada inexequible por vicios de forma por la Corte Constitucional.
Aun así, las medidas centradas en la militarización prevalecieron durante todo el gobierno de Uribe, que negó la existencia del conflicto armado y caracterizó a los grupos guerrilleros como terroristas sin fundamento ni intenciones políticas. El Gobierno sostenía que reconocer el conflicto armado o el origen político de los grupos guerrilleros legitimaba su actuación, su existencia y sus crímenes. En ese periodo también se estableció un impuesto para la guerra y se conformó una amplia red de civiles cooperantes -no remunerados- y de informantes remunerados, que ascendían a cerca de un millón de personas[794]. Así mismo, se amplió el servicio militar, principalmente a través de la figura voluntaria de «soldados campesinos» que prestaban el servicio en medio tiempo, en sus lugares de residencia, y el otro medio tiempo lo ocupaban en sus actividades cotidianas.
Durante el mandato de Uribe se consolidó una política de gobierno que tuvo apoyo de otras ramas del poder público para incrementar las cifras de muertes del enemigo, legitimar la política de seguridad oficial y publicitar su efectividad. Al privilegiar las muertes en combate sobre cualquier otro resultado militar, se incentivaron graves violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH, particularmente ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas de personas que fueron asesinadas en estado de indefensión y presentadas falsamente como guerrilleros muertos en combate. El periodo de exacerbación de los denominados «falsos positivos» transcurrió entre 2002 y 2008. Estos crímenes fueron propiciados por un sistema de disposiciones legales y extralegales nacidas desde el mismo Gobierno e implementadas por las Fuerzas Militares.
Durante dicho periodo de gobierno se mantuvieron las acciones cívico-militares encabezadas por las Fuerzas Armadas, que se incluyeron dentro del paquete de ayudas económicas del Plan Colombia. En el 2004, se creó el Centro de Coordinación de Acción Integral (CCAI), que buscaba consolidar el control territorial a través de programas sociales y económicos. Las acciones de coordinación cívica y militar fueron planteadas como esfuerzos de coordinación interagencial entre el sector defensa y sectores encargados de servicios sociales en el Estado que se orientarían a mejorar condiciones sociales del territorio y garantizar las necesidades básicas de la población, como un medio para prevenir la violencia en los territorios[795].
No obstante, las acciones sociales se desplegaron principalmente como parte de una política de control poblacional y seguridad, no como un fin en sí mismo. Es decir, la garantía de los derechos sociales y económicos de la población se concibe como un medio para garantizar el control territorial, no los derechos de la población.
Las acciones cívico-militares se mantienen hasta hoy en los manuales de las Fuerzas Militares como parte de la denominada «doctrina Damasco», impulsada por el presidente Santos para adaptar el rol de las Fuerzas Armadas a un contexto de paz, en el que las necesidades de seguridad variarían. Esta mantiene esta tipología de intervención militar en los territorios a través de la figura de la «doctrina de la acción integral»[796], según la cual:
[...] el Ejército podrá cumplir diferentes misiones derivadas de las responsabilidades que le han sido asignadas por la Constitución Nacional, haciendo un esfuerzo principal en la defensa de la soberanía y la protección interna del territorio, apoyando la realización de tareas complementarias de contribución al desarrollo del país en temas ambientales, de atención de desastres y asistencia humanitaria, así como en la participación en misiones internacionales[797].
Entre otros medios, esta doctrina incluye «operaciones de apoyo a la información militar»[798]. Según las Fuerzas Armadas, la filosofía de la nueva doctrina se representa por una espada que se denominó «Espada de Honor», como elemento integrador de tres procesos base: operaciones, inteligencia y acción integral, los cuales se encuentran reflejados en la cruz de la espada. «Damasco representa la conversión de nuestra doctrina, la nueva visión, el despertar y la transformación doctrinal del Ejército Nacional de Colombia»[799]. Aunque las acciones civiles por parte de la fuerza pública son comunes en fuerzas armadas de diferentes países, en contextos de conflicto armado pueden poner en riesgo a la población, especialmente si son usadas como medio para realizar actividades de inteligencia y ganar control territorial. Estas acciones pueden tener una connotación distinta y no problemática en un contexto de posconflicto, como lo previó el gobierno de Santos, pero su uso es negativo mientras perdure el conflicto armado, en zonas en las que se mantienen las hostilidades. El gobierno del presidente Duque inició una revisión y desmonte de esa doctrina, decisión que generó debate dentro de las Fuerzas Militares.
7.4. Modelo de inteligencia y violaciones de los derechos humanos
Las actividades de inteligencia son parte de la función de los ejércitos y servicios de seguridad de todos los países. En Colombia, desde el Frente Nacional, los servicios de inteligencia fueron orientándose con una perspectiva contrainsurgente que consideró a organizaciones sociales y movimientos como base social de las guerrillas, a los cuales había que infiltrar, atacar o neutralizar.
En los años cincuenta, se creó el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC) por el gobierno militar de Rojas Pinilla, que había actuado cometiendo numerosas violaciones de derechos humanos con el apoyo de pájaros y chulavitas en contra de las guerrillas liberales y comunistas. Posteriormente, el SIC se desmanteló y, en 1960, el gobierno de Lleras Camargo creó el DAS, cuyas estructuras de inteligencia dependían directamente del presidente. El DAS estuvo implicado en graves violaciones de derechos humanos desde sus inicios. Con la consolidación del paramilitarismo, el DAS participa en el exterminio de la Unión Patriótica y en actividades de inteligencia en contra de defensores de derechos humanos, de líderes políticos y hasta de la Corte Suprema de Justicia entre los años 2003 y 2006. Fue desmantelado en el 2011.
Por otra parte, se crearon los servicios militares de inteligencia: primero la Brigada de Institutos Militares (BIM) y luego, en 1965, el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia “Brigadier General Ricardo Charry Solano” (Binci), en el gobierno conservador de Guillermo León Valencia. Esa brigada y ese batallón cometieron numerosas violaciones de derechos humanos, como torturas, ejecuciones y desapariciones forzadas durante el Estatuto de Seguridad, en la persecución al M-19 después del robo de armas del Cantón Norte y en el caso del Palacio de Justicia, entre otros muchos.
Tras sucesivos escándalos, se creó la Brigada XX del Ejército, en 1985, durante el gobierno de Belisario Betancur, como alternativa a los mecanismos anteriores involucrados en violaciones masivas de derechos humanos. La Brigada XX tuvo que ser desmantelada en 1998, en medio de fuertes presiones del gobierno de Estados Unidos por su involucramiento en ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas y por su relación con grupos paramilitares. Mientras tanto, el F2, estructura de inteligencia de la Policía, se vio involucrado en las mismas violaciones de derechos humanos y en vínculos con paramilitarismo y narcotráfico, por lo cual fue disuelto en 1995.
Las agencias de inteligencia infiltraron en diferentes épocas a grupos guerrilleros, pero también a partidos y movimientos políticos de oposición, sindicatos y organizaciones sociales, cívicas y culturales. También la impunidad y la opacidad total en la rendición de cuentas ha sido un factor de persistencia de las responsabilidades de organismos de inteligencia en violaciones de derechos humanos. Por ejemplo, la Brigada XX contó con un doble registro de hojas de vida que, en caso de investigaciones judiciales o disciplinarias, le permitía presentar a los funcionarios como civiles, negar la responsabilidad institucional y desviar las investigaciones[800].
Estas estructuras de inteligencia del Estado terminaron usando sus funciones de seguridad para perseguir a personas de grupos alternativos, organizaciones sociales y opositores políticos; llevaron a cabo no solo seguimientos e interceptaciones ilegales, ya de por sí graves, sino también ejecuciones extrajudiciales, torturas y desapariciones forzadas; y actuaron de diferentes maneras en coordinación con grupos civiles armados y paramilitares. La reserva de la información de inteligencia, el uso de gastos reservados y la ausencia de controles independientes facilitaron la impunidad de los hechos. En algunos casos estas estructuras de inteligencia llevaron a cabo ejecuciones extrajudiciales a través de bandas o sicarios. Por ejemplo, a finales de los años ochenta, la Brigada XX empezó a utilizar sicarios y estructuras paramilitares[801].
Así mismo, con la puesta en funcionamiento de la jurisdicción de orden público, justicia sin rostro o justicia regional -como sería llamada con modificaciones desde su creación en 1990 por el Estatuto para la Defensa de la Justicia[802]- hasta su eliminación en junio de 1999[803], la Brigada XX, a través de sus facultades de policía judicial, también fabricó testigos y los presentó de manera anónima a los procesos penales, como «pruebas secretas»; además, infiltró la Fiscalía y su Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) con agentes encubiertos. Estos montajes fueron usados para desviar las investigaciones por los crímenes cometidos por los propios miembros de la Brigada. Investigaciones disciplinarias y penales, así como declaraciones de miembros de la Brigada XX, han revelado estas prácticas y métodos[804]. Todo ello llevó a la disolución de la Brigada XX, pero no a una revisión de personal, competencias y archivos, que fueron absorbidos por las entidades que la sucedieron. Parte del personal también pasó al CTI y al DAS.
A partir de 1991[805], en el marco de la Estrategia Nacional contra la Violencia, del gobierno de Gaviria, se implementó un proceso de reorganización y «modernización» del sistema de inteligencia de las Fuerzas Militares siguiendo las recomendaciones de la Comisión de Asesores de las Fuerzas Militares de los Estados Unidos[806], que obedecía a la estrategia antinarcóticos hemisférica de ese país. Se destaca por su gravedad el caso de la Red de Inteligencia N.° 07 de la Armada, con sede en Barrancabermeja y que operaba en parte de Bolívar y de Cesar. Según la jurisdicción penal ordinaria[807], la red funcionó como un poderoso «escuadrón de la muerte» con medios logísticos y personal entrenado para matar y fue responsable de decenas de asesinatos, desapariciones forzadas y masacres, cuyas víctimas fueron, principalmente, sindicalistas, políticos, líderes comunitarios y activistas. La red de la Armada financió grupos paramilitares con el uso de gastos reservados[808].
En lo referente al DAS, desde el año 1970, sus funcionarios estuvieron vinculados a numerosos casos de desaparición forzada y homicidios que fueron encubiertos a través de medios de inteligencia. El DAS estuvo vinculado a actividades con grupos paramilitares en distintas regiones en operaciones conjuntas con organismos de inteligencia militar, también violatorias de los derechos humanos. La justicia ordinaria ha comprobado las relaciones de seccionales del DAS con grupos paramilitares desde 1990 en Córdoba, Sucre, Magdalena, Bolívar[809], Cesar[810], Meta, Casanare, Santander y Norte de Santander, entre otros.
Entre el 2003 y el 2009, el DAS lideró una enorme operación de seguimientos, vigilancia, control e interceptación de comunicaciones ilegales contra personas y entidades, públicas y privadas, colombianas y extranjeras consideradas opositoras de las políticas de gobierno. Los seguimientos también alcanzaron a los familiares de las personas objeto de la actividad de inteligencia, incluso niños y niñas. En las operaciones participaron funcionarios de la Presidencia de la República[811], incluyendo el secretario general de la Presidencia, Bernardo Moreno Villegas, que dirigía y supervisaba las operaciones[812].
También, especialmente entre el 2002 y el 2005, el DAS estuvo involucrado en ejecuciones extrajudiciales, operativos de inteligencia e interceptación de comunicaciones, persecución a organizaciones sociales, asesinatos de profesores y estudiantes de universidades en el Caribe y otras regiones del país. Posteriormente llegó a espiar a la Corte Suprema de Justicia cuando esta investigaba la parapolítica y a organizaciones de derechos humanos, incluso en Europa. Esa enorme operación criminal se dirigió contra sindicatos, organizaciones de derechos humanos colombianas e internacionales, congresistas, políticos, miembros de la judicatura (incluyendo magistrados de altas cortes), periodistas nacionales y extranjeros, académicos y organizaciones intergubernamentales de derechos humanos. La operación «Transmilenio», dirigida a realizar infiltraciones, montajes para judicializar y desacreditar organizaciones de derechos humanos colombianas e internacionales, así como contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Oficina en Colombia de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. La Procuraduría General de la Nación concluyó que esta inmensa operación de persecución política obedeció «a una concepción propia de un Estado policíaco, que persigue a sus opositores, por el solo hecho de serlos»[813]. Los abusos trascendieron las actividades de inteligencia y se tradujeron en campañas de desprestigio, exilio y asesinatos[814].
Esta evolución desde hace 50 años de los servicios de inteligencia, tanto militares como ligados directamente a presidencia de la República, muestran cómo la lucha contrainsurgente se dio en buena parte contra la población civil, opositores políticos, miembros de movimientos y organizaciones sociales, sectores de la Iglesia Católica, e incluso miembros del poder judicial. Cómo sucesivamente se tuvieron que desmantelar los diferentes mecanismos, no porque hubiera una política del propio Estado, sino como respuesta a las denuncias de víctimas, organizaciones de derechos humanos, sentencias de las cortes internas e incluso presiones de instituciones de EEUU donde se investigaban los hechos.
Estas acciones y la continuidad de las formas de actuación de distintos organismos de inteligencia se basaron en esa concepción del enemigo interno y conceptualizaron muchas de las luchas por la defensa de los derechos humanos en ese «modo guerra», como si fueran una «guerra jurídica», concepto que ha sido utilizado para justificar el ataque a defensores de derechos humanos, no reaccionar frente a las denuncias o mantener la impunidad de muchas acciones. Esta relación entre concepción del enemigo y acción de organismos de inteligencia ha sido un factor de persistencia del conflicto armado. Cambiar la perspectiva de estos organismos, contar con mecanismos de control efectivos y dejar de considerar a la población y a las organizaciones y movimientos sociales como base social de la guerrilla son parte del cambio instrumental y de mentalidad que se necesita para la construcción de la paz.
7.5. Opacidad de los fueros y militarización de la justicia
El modelo de seguridad ha estado mediatizado por la creación de un contexto de jurisdicción especial, opacidad de los fueros y justicias especiales que ha operado como formas de impunidad. Así, ha sacrificado la independencia e imparcialidad de la justicia por dos vías. En primer lugar, durante las décadas en que se instituyó, por el juzgamiento de civiles por parte de la justicia penal militar que, después de su abolición, evolucionó a concepciones de justicia de excepción, principalmente la justicia de orden público o justicia regional. En segundo lugar, a través del fuero penal militar, consistente en el juzgamiento por parte de las Fuerzas Armadas, a través de la justicia penal militar, de violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH en que sus miembros hayan podido incurrir.
Ambos diseños afectaron la independencia e imparcialidad de la justicia y la pusieron al servicio de la guerra. En el primer caso, porque el juzgamiento de civiles por la justicia penal militar permitió a las Fuerzas Armadas ser jueces de quienes consideraban enemigos, a quienes se acusaba de tener lazos o ser parte de grupos subversivos. El extremo de esa falta de independencia y de la impunidad de las violaciones de derechos humanos cometidas se dio antes de la época del Estatuto de Seguridad, pero dichas acciones se llevaron a cabo hasta la Constitución de 1991.
En el segundo caso, el fuero penal militar ha permitido a las Fuerzas Militares ser jueces de los delitos que sus propios miembros puedan cometer en el ámbito de la guerra. Esta jurisdicción no solo operó como un mecanismo de impunidad durante décadas, sino que después de sucesivas sentencias de la propia Corte Constitucional que limitaron su ámbito de competencia o de sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que señalaban que las violaciones de derechos humanos no podían ser investigadas por la justicia penal militar, se han ido dando hasta hace muy poco demandas por conflictos de competencia que, si bien se han resuelto de forma congruente con la perspectiva de la jurisprudencia nacional e internacional, han retrasado los procesos y limitado la investigación en las fases iniciales. Por ejemplo, la justicia penal militar tuvo un papel de encubridor y cohonestó la falsificación de pruebas en los casos de ejecuciones extrajudiciales presentadas como muertes en combate llamadas «falsos positivos», como se ha demostrado al menos entre el 2002 y el 2008.
Estatuto de Seguridad y práctica de la tortura | |
El Estatuto de Seguridad (1978-1982)[815], del presidente Julio César Turbay Ayala, consistió que facultades especiales otorgadas a la fuerza pública en el marco del estado de sitio, pero derivó en abusos de autoridad y violaciones de derechos humanos, como detenciones arbitrarias, tortura y violencia sexual. Fue la respuesta del estado a las movilizaciones del paro cívico de 1977, el fortalecimiento de la protesta social y la creciente acción de las guerrillas, como el M-19. | |
Personas que sufrieron tortura y cuya detención fue ordenada a través de actas del consejo de Ministros | |
A través de actas del Consejo de Ministros durante el Estatuto de Seguridad, se ordenó la detención de 3.752 personas, en aplicación del artículo 28 de la Constitución de 1886, que permitía la detención de las personas en unidades militares hasta por diez días, previa a la presentación ante un juez penal militar. De ellas, 264[816] fueron registradas en la base de datos de la Comisión como detenidas y torturadas, cuatro de ellas detenidas y torturadas en más de una oportunidad. De las 264 personas que denunciaron haber sido víctimas de tortura durante los interrogatorios en unidades militares, herramienta de persecución de la izquierda en Colombia, 70 fueron capturadas antes de la expedición de las correspondientes actas ministeriales; es decir, su detención se legalizó días posteriores a su captura, según se pudo establecer a partir de la base de datos de la Comisión de la Verdad. La Comisión de la Verdad, sistematizó en una base de datos 1.340 hechos de tortura, correspondientes a 1.322 víctimas[817]. En las actas del Consejo de Ministros en las que se ordenan más de 3.000 detenciones en ese periodo, aparecen nombres de personas que fueron torturadas y se cuenta con sentencias que condenan al Estado por dichas acciones[818]. Así, por ejemplo, el 9 de enero de 1979, el Consejo de Ministros autorizó la detención de 138 personas, dentro de las cuales se encontraban figuras del M-19, estudiantes y médicos, entre otros. Al menos 19 personas detenidas entre el 2 y el 8 de enero de 1979 fueron incluidas en actas ministeriales posteriores a su detención. Es decir, dichas detenciones fueron legalizadas retroactivamente por medio del Acta 10, como denunciaron varios abogados en la época[819] y como fue el caso de Olga López de Roldán, en el cual el Estado fue condenado como responsable por las torturas a las que fue sometida en la Brigada de Institutos Militares[820]. | |
Abogados y médicos mencionados en las actas del Consejo de Ministros que no fueron detenidos durante el Estatuto, pero contra quienes existía orden de captura | |
En el Acta 35 del 3 de mayo de 1979 se menciona a los abogados defensores de derechos humanos Eduardo Umaña Mendoza y Alberto Alava (abogado defensor de presos políticos), que en años posteriores fueron asesinados. | |
Miembros quizá del Partido Comunista que fueron incluidos en el acta de Consejo de Ministros de 1981 | |
No hay noticia de que hubieran sido detenidos durante la vigencia del Estatuto de Seguridad, pero en años posteriores, siendo miembros de la UP, fueron víctimas de atentados y asesinatos. En el Acta 154 del 15 de octubre de 1981 aparecen Aída Avella, José Antequera y Jaime Pardo Leal. | |
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El Estatuto de Seguridad se convirtió en el instrumento legal que compiló los diferentes mecanismos represivos y las facultades extraordinarias otorgadas a las Fuerzas Militares para reprimir las diversas formas de expresión social de oposición, adoptadas paulatinamente en periodos presidenciales anteriores. Para 1980, la Justicia Penal Militar llevaba 334 consejos de guerra verbales por diferentes delitos relacionados con rebelión y otros como extorsión, secuestro, chantaje, homicidios en funcionarios públicos, atracos y asaltos, delitos que figuraban en el Estatuto de Seguridad[821]. Esto fue parte de la primera visita de Amnistía internacional a Colombia y del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que daba cuenta de estas violaciones masivas de derechos humanos[822]. |
La lucha por forzar un papel de la justicia penal militar y mecanismos de excepción muestra que no se ha asumido como poder ejecutivo y militar lo que el poder judicial ha decretado en numerosas sentencias y en jurisprudencia. En 1987, la Corte Suprema de Justicia prohibió el juzgamiento de civiles por parte de la Justicia Penal Militar. En la Constitución de 1991 se reforzó la prohibición explícitamente al establecer que ni siquiera durante el estado de conmoción interior los civiles podrían ser investigados o juzgados por la Justicia Penal Militar[823].
Sin embargo, a través de dos mecanismos se buscó mantener esquemas de persecución penal con garantías limitadas de debido proceso e imparcialidad de la justicia. En primer lugar, el intento recurrente de otorgar facultades a las Fuerzas Armadas de policía judicial, así como para adelantar detenciones, registros, interceptaciones y allanamientos, sin el debido control judicial. En segundo lugar, la justicia de orden público, justicia regional o sin rostro, como se le llamó entre 1991 y el 2000. Como ya se señaló, en el 2001 la Ley de Seguridad Nacional otorgaba estas mismas facultades a las Fuerzas Militares, y la Corte Constitucional sostuvo que estas normas violaban las garantías del debido proceso.
En el periodo presidencial de Álvaro Uribe Vélez, se volvieron a contemplar estas facultades en el Decreto 2002 del 2002, sobre el estado de excepción, y en el Estatuto Antiterrorista. Después de esto, y a pesar de la declaratoria de inconstitucionalidad de esas normas, se realizaron detenciones masivas en zonas de orden público. El fiscal general de entonces, Luis Camilo Osorio, defendió las capturas señalando que «en determinadas zonas donde toda una comunidad se pone de acuerdo para hacer actos de violencia, las detenciones tienen que ser colectivas»[824].
La Procuraduría General de la Nación expidió un informe en el que manifestó preocupación por las irregularidades en las aprehensiones, inexistencia de órdenes de capturas y violaciones de garantías judiciales[825]. Muchas de las capturas se hicieron con fundamento en el señalamiento de los informantes o cooperantes, que muchas veces eran desmovilizados e iban encapuchados.
Ejemplos de estas detenciones masivas en zonas de conflicto armado fueron, en 2003, la detención masiva de políticos, funcionarios y líderes regionales de Arauca, acusados de ser integrantes del ELN, y en 2004 la Operación Dragón, que afectó al Sindicato de Trabajadores de las Empresas Municipales de Cali (Sintraemcali) y al congresista de oposición Alexánder López[826].
Incluso, un fiscal, Orlando Pacheco Osorio, fue judicializado por ordenar la liberación de 135 personas capturadas en una detención masiva con fundamento en un informe de inteligencia, una «orden de batalla» y el testimonio de un guerrillero reinsertado. Después de que el fiscal general lamentara la decisión, suspendió al fiscal Pacheco de su cargo, quien fue detenido preventivamente por prevaricato[827].
Como se analizó en el hallazgo de la impunidad en este informe, la justicia de excepción no solo fue la penal militar. También estuvieron los Juzgados de Orden Público de 1987 y, en 1990, los que se convirtieron en la denominada «justicia sin rostro» a través del Estatuto para la Defensa de la Justicia. Esta justicia sin rostro se caracterizó por la reserva de identidad de jueces y testigos, incluso para las partes dentro del proceso, como una medida de protección. Sin embargo, este mecanismo judicial sacrificaba las garantías procesales y mantenía la idea de una justicia de excepción para la persecución de los hechos más graves de criminalidad organizada y como medio para el control del orden público. Además, fue instrumentalizada por los organismos civiles y militares de inteligencia para hacer montajes judiciales y perseguir ilegítimamente a opositores y disidentes[828]. En el 2000, la Corte Constitucional declaró inexequibles los elementos que afectaban el debido proceso, la publicidad y la contradicción de la prueba[829].
La Constitución de 1991 mantuvo el fuero penal militar en los mismos términos de la Constitución de 1886. Sin embargo, en 1997 y los años siguientes, la Corte Constitucional limitó su alcance y prohibió que la Justicia Penal Militar asumiera competencia sobre graves violaciones de los derechos humanos[830].
No obstante, la justicia penal militar ha conllevado impunidad y encubrimiento de crímenes de miembros de la fuerza pública. Esta falta de imparcialidad e independencia se constató en innumerables casos, como el del juzgamiento de militares por los hechos del Palacio de Justicia[831], la absolución del general Faruk Yanine Díaz[832], la desaparición forzada de Luis Fernando Lalinde en 1984, el caso Las Palmeras (llevado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos[833]) o la masacre del Nilo en diciembre de 1991[834], entre muchos otros.
Todavía en el 2021, la Corte Constitucional debió resolver una tutela en la que ordenó que el caso de Dilan Cruz, un joven manifestante asesinado por el Esmad durante el paro nacional de 2019, fuera trasladado de la Justicia Penal Militar a la Justicia Penal Ordinaria por no tratarse de un delito relacionado con el servicio. La Corte Constitucional recordó:
[...] cuando la Justicia Penal Militar asume competencia sobre un asunto que debe conocer la Justicia Ordinaria, resulta afectado el derecho al juez natural y, por ende, el debido proceso de las víctimas. A este respecto, debe ser subrayado que esta última garantía no solo se encuentra instituida a favor de la persona investigada y juzgada, sino también de los perjudicados con el injusto. A las víctimas, junto al derecho al debido proceso, debe garantizárseles, además, el acceso a un recurso judicial efectivo, como mecanismo para la obtención de sus derechos a la verdad, la justicia y a la reparación.[835]
Si bien el uso abusivo de la competencia de la Justicia Penal Militar encuentra como límite la intervención de la Corte Constitucional, cuando el tribunal finalmente interviene y envía los casos a la Justicia Ordinaria, el caso se ha retrasado o ya se ha impedido la aplicación de justicia[836]. Adicionalmente, los abogados que han litigado casos de responsabilidad de las Fuerzas Armadas y exigido condiciones de independencia, imparcialidad y debido proceso sobre violaciones de derechos humanos o infracciones al DIH han sido señalados de hacer parte de una estrategia de «guerra jurídica» contra las Fuerzas Armadas. Este señalamiento ha estigmatizado la labor legítima de defensa de derechos humanos como si fuera ilegal o sirviera a fines ilegales, ha puesto en duda la seriedad y veracidad de las denuncias que adelantan y ha favorecido de esta manera la impunidad y el negacionismo de los hechos[837].
Toda esta evolución muestra la tendencia a militarizar la justicia en diferentes momentos históricos y cómo, todavía hoy y a pesar de la jurisprudencia expedida por la Corte Constitucional, se siguen produciendo intentos de generar controversia en la competencia y pasar casos de graves violaciones de derechos humanos a la Justicia Penal Militar, hecho grave que la Comisión considera que no se puede seguir produciendo. El respeto por la independencia del poder judicial es una garantía básica de un sistema democrático.
7.6. Modelo de seguridad y relaciones con Estados Unidos
Las relaciones internacionales con Estados Unidos han sido fundamentales en la construcción del modelo de seguridad imperante en Colombia hasta hoy. Colombia ha aceptado el marco discursivo que ha planteado el gobierno de Estados Unidos desde la década de 1950: primero, la guerra contra el comunismo; segundo, la guerra contra las drogas, y tercero, la guerra contra el terrorismo. La alineación negociada con el discurso de Estados Unidos se ha traducido en cooperación para Colombia, incluso militar.
Colombia no ha adoptado una visión propia de sus problemas de seguridad, de paz y de control del orden público, pero tampoco ha sido únicamente por subordinación. Los modelos contrainsurgente, antidrogas y antiterrorista han resultado funcionales a una mentalidad que se ha dirigido a la guerra, no a la apertura política y democrática ni a las reformas sociales. Así mismo, Estados Unidos ha acompañado y apoyado a Colombia en la búsqueda de la paz, especialmente en el proceso de negociación que condujo a la firma de paz con las FARC-EP.
Son cinco los aspectos centrales en los que esta injerencia negociada se ha dado: 1) la doctrina contrainsurgente y sus diferentes evoluciones, que ha tenido como centro la construcción de la idea del enemigo interno; 2) la privatización de la seguridad, primero recomendando la creación de grupos paramilitares y, luego, en menor medida, con el uso de compañías militares y de seguridad privada en el marco de la cooperación binacional; 3) la focalización de recursos para protección de intereses económicos de compañías multinacionales; 4) los recursos y prioridades claras para combatir a las guerrillas, pero escasos contra el paramilitarismo[838]; 5) la materialización de la asistencia militar en formación, armamento, recursos financieros y equipamiento, acompañada de metas y resultados esperados que, en la práctica, llevaron a cometer violaciones a los derechos humanos e infracciones al DIH. Esta asistencia tuvo una escasa fiscalización, tan solo algunas rendiciones de cuentas en el Congreso estadounidense.
En una primera etapa, entre los años sesenta y noventa, la política de seguridad de Colombia se enmarcó en la guerra contrainsurgente o contra el comunismo que, con una importante injerencia de la política exterior de Estados Unidos, fue aceptada por el Estado colombiano y se cristalizó en la denominada «doctrina de la seguridad nacional», que había sido usada en toda América Latina y que se implementó fielmente en Colombia.
A principios de los años cincuenta, influyentes miembros de las Fuerzas Militares de Colombia participaron en la guerra de Corea, primera guerra contrainsurgente en la que incidió Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría. Después de dos misiones lideradas por altos funcionarios de seguridad de Estados Unidos a Colombia -la de Herbert Hardin en 1958 y la del brigadier general Yarborough en 1962-, se diseñó el Plan Lazo, bajo la coordinación del general Alberto Ruiz Novoa, quien había participado en la guerra de Corea. El plan, que fue implementado operativamente en el gobierno de Guillermo León Valencia (1962-1966), seguía la estrategia de pacificación y restauración del orden público y se dirigió particularmente a las incipientes guerrillas comunistas de Tolima, Huila y Cauca. El objetivo primordial del Plan Lazo era eliminar las llamadas «repúblicas independientes»[839], controlar la situación de orden público y ganar control territorial.
En este contexto se reestructuró la fuerza pública, sus integrantes recibieron entrenamiento militar en la Escuela de las Américas y en bases militares estadounidenses, se ajustaron los manuales y reglamentos militares y de policía y se desarrolló la inteligencia contrainsurgente. Así mismo, se profundizó la militarización de la Policía por recomendación de Yarborough, que identificó la necesidad de ampliar el pie de fuerza militar e involucrar a todos los organismos de seguridad en la guerra contrainsurgente. En el marco de esas recomendaciones, también se sugirió el envío de oficiales colombianos a los cursos de contrainsurgencia de la Escuela Especial de Combate en Fort Bragg, conocida como la Escuela de las Américas, y en otras instituciones, como Fort Holabird, sede de los servicios de inteligencia militar del Ejército estadounidense, donde oficiales superiores del Ejército colombiano, entre ellos el teniente coronel Ricardo Charry Solano -reivindicado por el Ejército como «artífice de la inteligencia operativa del Ejército Nacional»[840]-, realizaron cursos de inteligencia.
A través de las normas expedidas en el marco de los estados de sitio de 1965[841] y 1968[842], se adoptaron las bases institucionales de la doctrina de seguridad nacional, que se caracterizó por definir unos objetivos nacionales específicos y priorizar los intereses de los sectores políticos, ideológicos, económicos y sociales privilegiados y asumirlos como intereses públicos, desconociendo con ello la diversidad de objetivos e intereses legítimos que existen en una sociedad pluralista ideológicamente, pluriétnica y multicultural.
A través de esta doctrina se pretendía unificar a la sociedad y al Estado en un concepto totalizante de poder nacional, cuyo objetivo era unir la capacidad del Estado y la sociedad, no solo en el ámbito militar, sino en el político, económico y social, para defender al Estado y los objetivos nacionales. La doctrina partió, además, de la identificación y persecución del «enemigo», que es «interno», pues no es una amenaza extranjera, sino nacional, y que está constituido por todo aquel que no se alinee a los objetivos nacionales y que no se sume al poder nacional. La estrategia de la doctrina de seguridad nacional se sirvió, entonces, de la militarización de territorios considerados como zonas especiales de orden público y del desarrollo de acciones cívico-militares para atender las necesidades básicas de la población, como medio para ganar su simpatía y, a la vez, realizar labores de inteligencia, obteniendo información a través de las actividades civiles que adelanta con la población. Así mismo, consideraba legítima la conformación de grupos civiles armados en pro de la defensa nacional. Para tal fin, subordinó a la Policía a las necesidades militares y se sirvió de las actividades de inteligencia para la persecución del enemigo.
El inicio del discurso de la guerra contra el terrorismo se fue sustituyendo progresivamente por el discurso de la guerra contrainsurgente, en especial por el fin de la Guerra Fría en 1989 y luego por el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York el 9 de septiembre de 2001, durante el gobierno de George W. Bush (2001-2009).
La unión de los intereses de Estados Unidos y los de Colombia llevó a que se construyera el Plan Colombia, en el que confluiría el discurso contrainsurgente, antiterrorista y antinarcóticos con la guerra contra el «narcoterrorismo». El paquete de cooperación se dirigió a las Fuerzas Militares, no solo a la Policía, como había sido hasta entonces la cooperación antinarcóticos. El Plan Colombia no se limitó al apoyo militar, también incluyó la financiación de medidas de desarrollo, el fortalecimiento a la justicia y en derechos humanos. Las Fuerzas Armadas recibieron entrenamiento militar y se involucraron en operaciones de erradicación de cultivos de uso ilícito. El apoyo para el modelo de seguridad también se dirigió a la protección de la infraestructura petrolera, como medio para dar confianza a los inversores extranjeros. Los ataques a la infraestructura de Caño Limón en Arauca se leían en Estados Unidos con gran preocupación, debido a los costos que esto generaba tanto para Colombia como para la misma multinacional Occidental:
[...] el sabotaje de los oleoductos por parte de la guerrilla le cuesta al GOC unos ingresos del orden de 800-900 millones de dólares por año. Sin embargo, la política y la ley no permiten la formación y el equipamiento de Estados Unidos para la protección de estas importantes infraestructuras económicas.[843]
En febrero del 2002, la embajadora de Estados Unidos en Colombia, Anne Patterson[844], anunció que el presidente Bush solicitaría 98 millones de dólares adicionales para entrenar y equipar a la Brigada XVIII del Ejército, con el fin de proteger el oleoducto: “Es cierto que esto no es un asunto antinarcóticos, pero es algo que debemos hacer. Es importante para el futuro del país, para nuestras fuentes de petróleo y para la confianza de nuestros inversionistas”.[845]
Con el Plan Colombia se fortalecieron los equipamientos para la guerra, el entrenamiento y se amplió el pie de fuerza militar y de la Policía. Así mismo, con recursos del Plan Colombia fueron contratadas compañías militares de seguridad privada que se involucraron en actividades militares y antinarcóticos[846]. En el 2008 finalizó la implementación del Plan Colombia y comenzó la del Plan Patriota, diseñado conjuntamente entre delegados del gobierno de Estados Unidos y de Colombia. Aunque se dirigía, en general, a todos los grupos considerados «terroristas», incluyendo los grupos paramilitares, en la práctica, la asistencia se concentró en la persecución de las FARC-EP y en la intervención militar en las zonas de mayor influencia. El Plan Patriota (2003-2006) se diseñó como la estrategia contrainsurgente más grande y sostenida de la historia colombiana, solo comparada con el Plan Lazo, con las debidas diferencias presupuestales y logísticas (1962-1966)[847], y contó con la asesoría fuerte del Comando Sur de los Estados Unidos en misiones militares especiales.
La cooperación de Estados Unidos fue determinante para el asedio militar a las FARC-EP en el segundo periodo del gobierno de Uribe, en el que se infiltró al secretariado de las FARC- EP, que quedó prácticamente incomunicado por el temor a ser ubicados por sus comunicaciones. En el 2008 se causó la muerte de 'Raúl Reyes' con bombas inteligentes suministradas y controladas en su uso por funcionarios de Estados Unidos (fallecieron civiles mexicanos y un ecuatoriano, y sobrevivió una civil mexicana[848]) y se obtuvo la liberación a la política Íngrid Betancourt a través de una operación militar, entre otros hechos.
Esta situación varió durante el gobierno de Santos (2014-2018), que inició un proceso de paz con las FARC-EP. El gobierno de Barack Obama en Estados Unidos (2009-2017) prestó apoyo al proceso de paz con las FARC-EP y designó un enviado especial que apoyó políticamente las negociaciones. La cooperación también continuó en otras áreas, incluso la militar, pero se fortaleció en temas de construcción de paz, como el de la implementación de los programas de atención y reparación a las víctimas.
7.7. De los grupos civiles armados al paramilitarismo
Otro elemento del modelo de seguridad ha sido el desconocimiento del monopolio de las armas y las funciones de seguridad en cabeza del Estado. Entre las décadas de 1960 y 1990 se promovió que los particulares se involucraran en funciones de seguridad a través de grupos civiles armados y del suministro de información. En los años ochenta, con el apoyo del narcotráfico, estos grupos se convirtieron en el paramilitarismo que, además de un ejército, es un entramado de alianzas de sectores económicos, sociales y políticos en torno a la defensa de intereses de la misma naturaleza[849].
En una primera etapa, las propias leyes previeron que la seguridad del Estado se desarrollara con la participación activa y armada de los particulares[850]. El armar civiles y darles funciones de información e inteligencia reflejaba la idea de tener control del territorio teniendo el control de la población. Estos grupos armados civiles apoyaban militarmente y con información a la fuerza pública y, a su vez, recibían entrenamiento, financiación y 851 apoyo.[851]
Este contexto en los años ochenta abrió paso al crecimiento de las mafias del narcotráfico caracterizadas por su carácter ilegal, las descomunales ganancias que les permitía el negocio y, por consiguiente, su enorme poder corruptor. En un primer momento, las iniciativas regionales organizaron el entramado, como la Asociacioón de Campesinos del Magdalena Medio (Acdegam) y las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá; luego, a través de su consolidación y expansión nacional como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en 1997 y, después de la desmovilización de las AUC, en los años 2006 y siguientes, a través de su mutación a diferentes expresiones armadas paramilitares, como Los Rastrojos, Los Pachenca, Los Caparrapos o Caparros y el Clan del Golfo.
En numerosas ocasiones se hicieron denuncias sobre dicha colaboración, como una forma de delegar la seguridad y apoyarse en estructuras paramilitares para el control de la población y del territorio. Sin embargo, ninguna respuesta efectiva se dio a estas denuncias, y el crecimiento de estos grupos paramilitares fue parte de una concepción de atacar las bases guerrilleras, de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo» y de que era «un mal necesario» para enfrentar a las guerrillas. Ninguna disposición efectiva se tomó para controlar este crecimiento.
Las relaciones con políticos y fuerza pública fueron evidentes, y aunque las investigaciones judiciales trataron de avanzar en la investigación, fueron directamente atacadas por el paramilitarismo con la colaboración de la propia Fiscalía en el periodo del fiscal general Luis Camilo Osorio. Diferentes organismos de control trataron de hacer investigaciones y poner alarmas, pero nada de eso se tomó en serio.
En otras ocasiones los grupos paramilitares fueron defendidos por el Estado bajo el discurso del derecho de autodefensa frente a la insurgencia. En 1987, el ministro de defensa de la época, Rafael Samudio Molina, en un debate sobre paramilitares en la Cámara de Representantes, sostuvo que los grupos respondían al ejercicio de un derecho natural de autodefensa. Sin embargo, para ese entonces, los grupos se habían convertido en un serio factor de inseguridad y eran responsables de homicidios selectivos y masacres.
En 1989, el presidente Virgilio Barco Vargas, mediante el Decreto 815, derogó finalmente las disposiciones del Decreto 3398 de 1965 que permitía los «grupos de autodefensa» y los autorizaba para usar armas privativas de la fuerza pública. En mayo de 1989, la Corte Suprema de Justicia lo había declarado inexequible. El Decreto 814 del mismo año creó un grupo élite de persecución de lo que denominó «escuadrones de la muerte, bandas de sicarios o grupos de autodefensa o de justicia privada equivocadamente denominados paramilitares». Adicionalmente, tipificó como delitos el reclutamiento, promoción, financiación y organización de estos grupos[852]. Es decir, el Gobierno se vio obligado a tomar medidas por la gravedad de la situación y por las masacres, pero adoptó una estrategia de negación de la responsabilidad del Estado en el apoyo y crecimiento de los grupos, así como del involucramiento de la fuerza pública y los organismos de seguridad en su funcionamiento. Esta negación ha sido una constante en la historia de la relación de la fuerza pública y la política con el paramilitarismo.
Además de esta negación, otra tendencia ha sido la de dar un marco legal a estos grupos. Después de la experiencia de las décadas de 1960 a 1980, se planteó la misma cuestión en la de 1990, al promover las cooperativas de seguridad Convivir. Con base en normas jurídicas que les daban fundamento, permitieron que los grupos paramilitares obtuvieran recursos y ampliaran su despliegue territorial. Lo que en la práctica hicieron las Convivir era ilegal, pero la base legal de su funcionamiento les facilitó su actuar. Las estructuras fueron usadas por los grupos paramilitares, por ejemplo, del Magdalena Medio, los Llanos Orientales y Córdoba y Urabá. Las autoridades no ejercieron controles suficientes. Con conocimiento de la Superintendencia de Seguridad Privada, se aprobó a las Convivir el uso de armas largas ofensivas. Algunos representantes legales de las Convivir o sus fundadores fueron comandantes de las AUC. Excomandantes paramilitares dijeron a la Comisión de la Verdad que las Convivir les sirvieron para legalizar las relaciones con la fuerza pública y con sectores sociales que han hecho parte del paramilitarismo, así como para obtener financiación por vías «legales». Esto fue comprobado posteriormente por los jueces de Justicia y Paz y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos[853].
Durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez se adelantó el proceso de negociación con las AUC, que se desmovilizaron en el 2006 y se sometieron a un proceso de justicia transicional enmarcado en la Ley de Justicia y Paz. En esa época, el paramilitarismo ya había llevado a cabo una extensa campaña de terror y se había constituido en un sólido poder territorial. Las Fuerzas Armadas, a inicios de los años dos mil, tomaron la iniciativa con la modernización, entrenamiento y apoyo militar, mientras se desmovilizaban las AUC. Sin embargo, diferentes factores determinaron que evolucionaran hacia nuevas estructuras sucesoras del paramilitarismo que tienen una fuerte influencia del narcotráfico, así como diferentes estructuras y rostros.
Durante el gobierno de Santos, y como medida de implementación del Acuerdo de Paz, se reformó la Constitución y se amplió el texto del artículo 22, que se refiere al derecho a la paz. Con la reforma, «como garantía de no repetición y con el fin de contribuir a asegurar el monopolio legítimo de la fuerza y el uso de las armas por parte del Estado» se prohibió constitucionalmente
[...] la creación, promoción, instigación, organización, instrucción, apoyo, tolerancia, encubrimiento o favorecimiento, financiación o empleo oficial y/o privado de grupos civiles armados organizados con fines ilegales de cualquier tipo, incluyendo los denominados autodefensas, paramilitares, así como sus redes de apoyo, estructuras o prácticas, grupos de seguridad con fines ilegales u otras denominaciones equivalentes.[854]
El paramilitarismo como un entramado, más allá de ser un actor armado, probado por la justicia en expedientes de Justicia y Paz o en los procesos por la parapolítica, también fue responsabilidad de políticos elegidos popularmente que hacían parte del paramilitarismo[855]. Más allá de la violencia paramilitar organizada y estructurada, en la sociedad siguen existiendo iniciativas que defienden el involucramiento de la ciudadanía en labores de seguridad exclusivas del Estado y excepcionan el monopolio en el uso de la fuerza. A inicios de 2022 se aprobó una Ley de Seguridad Ciudadana que prevé la «legítima defensa privilegiada» que exime de responsabilidad penal a ciudadanos que usen la «fuerza letal» para evitar que personas extrañas ingresen a propiedades privadas[856].
7.8. Modelo de seguridad, crisis de derechos humanos, negacionismo y democracia restringida
El modelo de seguridad que ha prevalecido en Colombia se ha configurado en un factor de inseguridad y violación de derechos humanos de buena parte de la población colombiana que resultó estigmatizada, perseguida y violentada por las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad.
Este modelo de seguridad corresponde a las dinámicas históricas de interacción entre los procesos de acumulación de capital, la desigualdad y el problema de la tierra, así como el funcionamiento del poder del Estado y la sociedad. En medio de la guerra -de la que hace parte el Estado-, tanto la política como lo militar identifican sectores de la ciudadanía y los asimilan a los bandos en conflicto armado. La seguridad ha funcionado más para proteger la riqueza y el poder de unos ciudadanos y empresas y sus intereses, que se entienden como el interés general y la defensa de ciertos sectores de la población, mientras otros sectores de la ciudadanía no solo son excluidos de la seguridad, sino que han sido víctimas de esta. Este funcionamiento de la seguridad contribuye a cerrar el espacio para el diálogo democrático y para estrategias institucionales y civiles que permitan tramitar conflictos y problemas sociales y políticos sin violencia.
A finales de los años setenta y durante los ochenta, la crisis de derechos humanos resultaba inocultable e insostenible: detenciones arbitrarias y torturas en el marco del Estatuto de Seguridad; guerra sucia traducida en violaciones de derechos humanos de responsabilidad de organismos de seguridad e inteligencia; y transformación de los organismos civiles armados en aterradores paramilitares que, en alianza con el narcotráfico, sectores políticos y sociales y la fuerza pública, eran responsables de masacres y escalofriantes crímenes en amplias zonas del país.
A pesar de la apertura democrática que significó la Asamblea Constituyente y de los cambios de fondo que previó la Constitución de 1991 -como la definición del Estado como social y de derecho, el reconocimiento al más alto nivel jurídico de los derechos humanos y del DIH, la reforma a los Estados de excepción, la prohibición del juzgamiento de civiles por tribunales militares y las restricciones al fuero penal militar-, el modelo de seguridad no se tocó. Tampoco respecto al funcionamiento de los organismos de inteligencia o las relaciones con el paramilitarismo y la fuerza pública. El conflicto armado se recrudeció tanto por la acción de las guerrillas como por el mantenimiento de los rasgos más problemáticos del modelo de seguridad, que se instalaron en los años sesenta, e incluso antes, y que se mantienen hasta la actualidad con variaciones, continuidades y discontinuidades. La implicación de las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad en serias y graves violaciones a los derechos humanos y en infracciones al DIH.
La Comisión de la Verdad también es muy consciente de que amplios sectores de la fuerza pública de Colombia han desempeñado su función convencidos de que es lo mejor para el país, han sido honestos y leales a su misión. Los propios miembros de la fuerza pública, especialmente los soldados, han sufrido el conflicto armado, han muerto en combate, han sufrido daños por explosivos y minas antipersona, han sido víctimas del secuestro y otros graves hechos. Muchos de los miembros de la fuerza pública han cumplido con la ley y la Constitución. En algunos territorios construyeron confianza con la población y fueron garantía frente a los intentos de control de las guerrillas. La Comisión de la Verdad recibió informes y escuchó a funcionarios que manifestaron su pleno compromiso con el respeto de los derechos humanos y el DIH. También conoció iniciativas que después de años de denuncias de estos hechos se tomaron para terminar con los llamados «falsos positivos» y garantizar que fueran juzgados con imparcialidad.
A pesar de los avances en formación en derechos humanos dentro de las Fuerzas Armadas, que tomó fuerza en las últimas décadas, y de algunas iniciativas o de afirmaciones generales de respeto a los derechos humanos y al DIH, en el Estado ha prevalecido una actitud negacionista pues no se ha aceptado la responsabilidad institucional en los crímenes, ni la gravedad de los hechos, ni el papel que los instrumentos, medios, políticas y doctrina de seguridad han tenido en la evolución de la crisis y en la conformación y fortalecimiento del paramilitarismo[857].
Hasta hoy, el Estado no ha aceptado su responsabilidad en los crímenes cometidos al amparo del Estatuto de Seguridad, ni por el juzgamiento de civiles en cortes marciales, ni por la militarización de los territorios y la inteligencia en contra de miembros de movimientos o instituciones que desarrollaban labores legales y legítimas. En los años ochenta y noventa los grupos paramilitares evolucionaron y se fortalecieron. La estructura armada (las AUC) se desmovilizó y se sometió a un proceso de justicia transicional, pero el paramilitarismo se recicló y hoy es un amplio entramado de sectores armados, políticos, sociales, del Estado y del narcotráfico, que ejerce un dominio que debe ser enfrentado de una manera audaz, sin negar su magnitud ni las responsabilidades que quepan, así como con medidas que permitan su desarticulación.
La jurisdicción penal ordinaria, en medio de muchas dificultades ha esclarecido algunos hechos, como los de la parapolítica y graves violaciones de derechos humanos cometidas por agentes del Estado. La Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Consejo de Estado han determinado la responsabilidad del Estado y han ordenado reconocimientos de responsabilidad, tanto por los crímenes atribuibles directamente a agentes estatales, como por los cometidos en colaboración o por apoyo a los paramilitares. La Corte Interamericana ha determinado judicialmente que el Estado facilitó la creación del paramilitarismo a través de las normas de Seguridad Nacional de 1965.
Adicionalmente, la actuación de las Fuerzas Armadas se orientó al control militar del territorio mediante el control de la ciudadanía. El Estado no tuvo una estrategia de seguridad basada en la presencia soberana de un Estado civil y protector donde las Fuerzas Armadas pudieran cumplir su objetivo constitucional.
En muchos lugares del país, las Fuerzas Militares, la Policía y los organismos de inteligencia, militarizados, en la estrecha mirada de seguridad adoptada, se enfocaron exclusivamente en obtener y mantener el control territorial y de la población. Con el fortalecimiento armado de las guerrillas y, con ello, el aumento desmedido de la violencia y el recrudecimiento de la guerra, se profundizó este problema, pues la acción de esos grupos disputaba el control territorial del Estado frente a la población. La población quedó en la mitad de esa disputa, mientras sus propias aspiraciones legítimas y luchas sociales eran frecuentemente criminalizadas o vistas con sospecha.
A través de la estrategia de militarización de territorios y el desarrollo de acciones cívico- militares, se subordinó el objetivo de garantizar desarrollo y derechos a las comunidades, especialmente las campesinas y étnicas, a los objetivos del control territorial. Este enfoque militarizó la relación de la ciudadanía con el Estado, pues transformó la precariedad del despliegue civil del Estado en presencia militar y para la guerra. Las Fuerzas Armadas se involucraron en la ejecución de obras y actividades sociales y de desarrollo, las cuales han usado como medio para ganar la simpatía de la población, desarrollar actividades de inteligencia y perseguir y expulsar a la guerrilla, y no con la perspectiva de desarrollo inicial de los años sesenta, cuando una corriente militar «desarrollista» tenía claridad de que había que promover el desarrollo de las comunidades y territorios para evitar la influencia de la guerrilla.
Eso llevó, aún más con la declaración de la guerra contra las drogas, a una perspectiva de control de la población campesina cocalera. En las zonas más militarizadas por presencia de los grupos y de cultivos declarados ilícitos, la presencia y liderazgo de las autoridades civiles ha sido mínima y de bajo perfil; el rol preponderante de las Fuerzas Armadas en el manejo del orden público terminó siendo la principal presencia del Estado en varias regiones. Como se expuso, en las zonas de orden público o de guerra se ha tratado de instaurar la prevalencia de la autoridad militar sobre la civil y, a través de las acciones cívico-militares, se ha encomendado el desarrollo a las Fuerzas Militares, que quedó subordinado a las necesidades de control territorial y no a las de la garantía de derechos de la población.
La excesiva preponderancia de la visión militar y guerrerista debilitó a las autoridades civiles, que aceptaron que los militares tuvieran preponderancia en el control territorial, por encima de la presencia civil y social del Estado y sus autoridades. Por otra parte, los políticos y el propio Congreso han tenido una responsabilidad en la ausencia de control y la relación con el paramilitarismo.
Por otra parte, los modelos de seguridad adoptados no han permitido el pluralismo propio de una sociedad diversa políticamente, multiétnica y pluricultural. Se clasificó toda iniciativa civil o ciudadana en comunismo o anticomunismo, insurgente o antiinsurgente, narcoterrorista o antinarcoterrorista, y se autorizó la persecución del adversario, legal o ilegal, a través del uso desproporcionado de las facultades del Estado, lo cual impidió el debate de las propuestas sociales y políticas reformistas sobre las condiciones políticas y económicas excluyentes, que fueron estigmatizadas y perseguidas usando como medio la violación a los derechos humanos.
El modelo de seguridad restringió la separación de poderes, pues militarizó la justicia en distintos momentos, a través del juzgamiento de civiles disidentes en cortes marciales y convirtió el fuero penal militar en herramienta de impunidad frente a las violaciones a derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas. En esos casos se sacrificaron la independencia e imparcialidad judicial, el debido proceso y las garantías de juicio justo, encubriendo la responsabilidad de las Fuerzas Armadas.
Colombia necesita asegurar la independencia de la justicia como factor de equilibrio del poder que permita a la población recobrar la confianza en las instituciones. En casos de violaciones de derechos humanos, el poder judicial debe tener la necesaria independencia para contribuir a que no haya impunidad.
Como se expuso, muchos de los rasgos más negativos del modelo de seguridad imperante hasta los años noventa han tenido un contrapeso importante por el modelo de Estado social de derecho de la Constitución de 1991. Sin embargo, muchas de estas características del modelo de seguridad transmutaron, se modificaron y adaptaron, pero no desaparecieron. Estos rasgos se mantuvieron a través de intentos formales e informales de preservar el estado de sitio, la militarización de la justicia, la competencia de la Justicia Penal Militar sobre casos de violaciones de derechos humanos y, sobre todo, la estigmatización de miembros de organizaciones sociales o de izquierda y el uso de los servicios de inteligencia como mecanismo de control de sectores que reivindicaban sus derechos. Sectores de la sociedad y del propio Estado fueron calificados de terroristas, insurgentes o narcoterroristas, o vistos como obstáculos para las estrategias de impunidad de los crímenes.
La opacidad de los procedimientos y los recursos de las Fuerzas Armadas y los organismos de inteligencia facilitaron las violaciones de los derechos humanos, el negacionismo y la impunidad. La reserva de la información de inteligencia y de seguridad nacional, el uso de gastos reservados y la informalidad del uso de los recursos públicos de todo orden para las labores de seguridad no solo facilitaron la comisión de crímenes, sino que, como lo demostró la justicia ordinaria, permitió que las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad como la BIM, el BINCI, el DAS o la Brigada XX negaran su participación en los hechos o que sus recursos habían financiado violaciones a los derechos humanos como detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales o la actuación criminal de los grupos paramilitares. La reserva general de la información de inteligencia y contrainteligencia, así como la de seguridad nacional y el uso abusivo de esta, se convirtieron también en un mecanismo de impunidad, pues las actividades son secretas, los recursos se ejecutan sin suficiente control, hay oscuridad en el ejercicio de la función pública y un uso irresponsable por quienes han tenido el deber de custodiar la información y recursos del Estado. Un cambio profundo y transparencia en los organismos de inteligencia son pilares del cambio en el modelo de seguridad, para que se centre en las personas y comunidades.
Los intentos de reformas progresistas y procesos de paz emprendidos por algunos gobiernos encontraron resistencia en las Fuerzas Armadas que identificaban estas iniciativas como concesiones a los sectores de izquierda que deberían ser perseguidos militarmente, mas no integrados social y políticamente.
Cuando los gobiernos civiles quisieron avanzar en reformas progresistas y hacia la paz, las Fuerzas Armadas se resistieron. La exacerbada influencia que había tenido el militarismo y el objetivo de adelantar y ganar la guerra en las políticas del Estado terminaron limitando el liderazgo político del gobierno civil cuando las reformas que emprendía variaban la estrategia de guerra y persecución y se encaminaban a la inclusión social o democrática y hacia la paz. La continuidad de la guerra y la persecución y eliminación del adversario se habían convertido en un fin en sí mismo y la posibilidad de hacer variaciones en esta estrategia creaba una fuerte resistencia institucional en las Fuerzas Armadas.
Por otra parte, la política en Colombia tiene responsabilidades en este modelo de seguridad y las violaciones cometidas por el Estado no son solo responsabilidad de la fuerza pública.
Estos problemas sobre la concepción y estructura actual del sector seguridad dificultan o impiden directamente la posible solución de otros problemas abordados por la Comisión en ámbitos como la desprotección de quienes no tienen poder económico, social y político, de los territorios y comunidades marginadas, rurales y étnicas; el narcotráfico; el régimen político y la respuesta a la protesta social y la impunidad. En general, dificultan la construcción de paz y democracia en Colombia. Por consiguiente, abordar de frente y con audacia estas reformas contribuirá a desbloquear avances en los otros ámbitos.
Las Fuerzas Militares deben seguir cumpliendo su mandato en el marco de sus funciones constitucionales y del DIH, para defender el territorio y proteger a la población. Sin embargo, se necesita un cambio de la doctrina que considera al opositor como enemigo, una acción distinta que involucre a las comunidades como aliados en las políticas de seguridad para la paz y una transformación de la cultura institucional, de cargos que no estén comprometidos en violaciones de derechos humanos y prioridades de acuerdo con un rol de las Fuerzas Armadas en un país democrático y para la construcción de la paz.
8. LA IMPUNIDAD COMO FACTOR DE PERSISTENCIA DEL CONFLICTO ARMADO
¿Y por qué razón en Colombia, a pesar de todo este proceso este proyecto tan brutal, se siguen dando ciertos avances en materia de impunidad? Y yo creo que es por la gente, por el valor de la gente, porque Colombia está llena de gente muy honesta, muy honrada, gente con una gran confianza en la democracia
[…], profesionales sólidos del poder judicial que creen en la democracia y, claro, eso es lo que ha mantenido este país a flote. Afortunadamente, son gente muy comprometida en el poder judicial, en la Fiscalía. Gente honesta que son capaces de jugársela y, en ese sentido, […] hay ejemplos importantes[858].
La investigación de la Comisión de la Verdad muestra un déficit de justicia histórico, generalizado y permanente respecto a las violaciones producidas contra millones de víctimas en el conflicto armado colombiano. La ausencia de respuestas institucionales para hacer justicia frente a las atrocidades del conflicto se convirtió en uno de los factores de persistencia decisivos de la violencia que experimenta el país. La impunidad que se despliega como un círculo vicioso es causa y a la vez consecuencia de las violaciones derivadas del conflicto. Lo es también el desconocimiento de la justicia como un derecho. Este no solo tiene una dimensión legal o judicial, sino también una política cuando se trata de controlar a la justicia o de usarla al servicio de intereses oficiales o privados, sin asumir las responsabilidades surgidas de las graves violaciones cometidas en el país. En 1994, la primera Misión Internacional de Sabios al gobierno nacional, con la pluma de Gabriel García Márquez, escribió:
en cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo[859].
La impunidad aumenta las probabilidades de repetición y debilita la legitimidad de las instituciones democráticas. Al mismo tiempo, transmite un mensaje de desesperanza social y de permisividad ante la violencia. La negación de justicia y la desatención a las víctimas deriva en visiones de desconfianza hacia el Estado y también, de algún modo, en obstáculos a las posibilidades de los habitantes de ser respetados como ciudadanos. En el Primer Diálogo para la No Repetición[860] un líder social lo resumió en un par de frases: «La justicia no opera. La mayoría de los casos no se esclarecen de fondo. Como no tiene consecuencias lo que se hace, sigue pasando». Muchos delitos graves se cometen a pesar de la existencia de denuncias previas o de las alertas tempranas planteadas desde los entes de control, organizaciones internacionales o la sociedad civil. El problema es histórico y ha reforzado una cultura de impunidad alentada por el temor a denunciar y que constituye un asunto vigente. En 2020, por ejemplo, hubo 91 masacres en las que 381 personas fueron asesinadas. En el 89 % de los municipios en los que estas ocurrieron, la Defensoría había alertado al Gobierno sobre el riesgo en el que se encontraban las comunidades[861].
La impunidad se ha tejido a lo largo de los años por diferentes factores. El primero ha sido la baja respuesta institucional a las víctimas, especialmente en casos de derechos humanos. Esto ha sucedido por desidia investigativa, falta de acceso en los territorios o burocratización de la justicia, que nunca ha sido vista como un componente prioritario del Estado, sino, más bien, como un poder que no muestra plazos razonables en sus decisiones y que, por el contrario, se caracteriza por los vencimientos de términos, las prescripciones o la concesión de libertades a través de atajos jurídicos.
En Colombia, la justicia ha sido encasillada en los propósitos de los estados de excepción, con omisiones o tendencias contrainsurgentes que dejaron sin sanciones muchas violaciones de derechos humanos. Adicionalmente, en diferentes momentos del conflicto armado, el sector judicial fue atacado, con agravantes de impunidad, a pesar del compromiso y de los avances de muchos de sus funcionarios. La corrupción y la cooptación de las instituciones para neutralizar investigaciones del conflicto también se han sumado a esta crítica situación. La incidencia negativa de la extradición en los derechos a la verdad y la justicia en Colombia, en relación con las víctimas del conflicto armado, completó el panorama de los últimos tiempos.
A lo largo de sucesivos gobiernos, las autoridades de Colombia han promovido numerosas reformas a la justicia que podrían haber dado respuestas. Sin embargo, estas fueron innovaciones más formales que reales: nuevas leyes, ajustes de nombramientos en magistraturas, juzgados o tribunales, pero pocos avances auténticos para desmontar los entramados de la criminalidad y las organizaciones armadas.
También se han acumulado múltiples sentencias internacionales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos o del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y medidas cautelares expedidas para la protección de derechos fundamentales. El cumplimiento de estos mecanismos de justicia internacional -con cientos de recomendaciones para el Estado y sus instituciones- habrían podido evitar los niveles de impunidad existentes. Pero en más de una ocasión el Estado ha respondido con rechazo a esas sentencias.
Todo lo anterior muestra que, en el país, la justicia ha sido un poder que siempre se ha buscado neutralizar. Es importante notar, sin embargo, que también se han dado en paralelo experiencias relevantes de resistencia y de coraje[862].
8.1. Escasez, falta de prioridad y fragmentación
Los datos que la Fiscalía General de la Nación presentó ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)[863] sobre el impacto del conflicto armado en materia penal muestran un claro déficit en investigación judicial. Hasta abril de 2018, la Fiscalía reportó 223.282 casos en la jurisdicción ordinaria relacionados con el conflicto armado por hechos cometidos antes del 1 de diciembre de 2016, que corresponden a 184.951 víctimas. Hasta 2022, por su parte, el Registro Único de Víctimas (RUV) contó 9.363.124 víctimas[864]. En su mayoría (más del 90 %), sufrieron los hechos victimizantes antes de 2016. Aunque en la Fiscalía hay varias víctimas por cada caso, la diferencia es tan amplia que sin duda apunta a un déficit en el acceso a la justicia de las víctimas[865]. Hay, en breve, una gran brecha entre lo que ocurre y lo que se investiga.
La escasez en la acción de la justicia en comparación con la magnitud de los crímenes comienza con la falta de información. Sobre muchos delitos graves como la desaparición forzada no existe un registro consolidado, pero que los estudios de la Comisión señalan, con base en fuentes oficiales, que han sido más de 120.000 personas.
El problema es aún mayor al momento de determinar responsabilidades. Las cifras de los informes de la Fiscalía muestran que, en la globalidad de conductas que la entidad relaciona con el conflicto armado, cuatro de cada diez casos reportados no identifican siquiera el grupo que cometió los delitos. El mismo informe de la Fiscalía[866] explica que hay 280.471 casos indiciados. En un 39,4 % de estos, el responsable es un grupo no identificado. En un 25 %, se identifica como responsables a grupos paramilitares, en un 23,4 %, a las FARC-EP, en un 6,2 % a miembros de la fuerza pública, en un 4,6 % a miembros del ELN, y en un 1,5 % a miembros de otras guerrillas.
El déficit de justicia adquiere, también, acentos particularmente frente a violaciones del DIH y delitos como el reclutamiento y utilización de niños y niñas -que fue numeroso en las FARC-EP y los paramilitares de las AUC- y del que fue víctima un sector de la población particularmente vulnerables en el contexto del conflicto armado. En efecto, los sistemas de información de la Fiscalía General de la Nación cuentan con 4.219 investigaciones de las cuales se han dictado diez condenas, la mayoría derivadas de procesos de Justicia y Paz[867]. «En el Informe No. 4 de la Fiscalía General de la Nación y su base de datos anexa, se constata que de las 4.219 investigaciones [...] 1.291 se encuentran activas, 1.001 inactivas, y 1.927 no registran estado. Todas estas investigaciones, reporta la Fiscalía, corresponden a conductas cometidas presuntamente por miembros de las FARC-EP y arrojan un total de 5.252 víctimas y 5.043 procesados»[868].
Frente a otro tipo de violaciones parece haber un mayor número de sentencias, como por ejemplo frente al secuestro con respecto a lo que el Informe No. 2. De la Fiscalía General de la Nación «Retención ilegal de personas por parte de las FARC-EP», presentado a la JEP, indica la existencia de 6.162 investigaciones sobre secuestro atribuibles a las FARC-EP, en las que se investiga la victimización de 8.163 personas y se reportan 275 sentencias condenatorias proferidas contra 614 personas, incluyendo miembros del Estado Mayor Central (EMC) y del Secretariado[869]. No obstante, frente a este mayor número de sentencias, habría que anotar la baja efectividad de las mismas puesto que, por largo tiempo, no se tradujo a una consecuencia jurídica efectiva o siquiera a una participación de los condenados en los procesos. Adicionalmente, ello debido a que, como lo analizó la Procuraduría Delegada con Funciones de Coordinación de Intervención para la Paz, muchas de estas sentencias no tuvieron una participación de real de las víctimas en los procesos o tuvieron vacíos notables de información básica sobre los hechos[870]. Todo ello forma parte ahora, con el Acuerdo de paz con las FARC-EP de la competencia de la Jurisdicción especial para la Paz (JEP). Cuando se firmó el acuerdo de paz con las FARC-EP, la cifra de detenidos de esa organización finalmente reconocidos fue de 3015 detenidos, por lo que la persecución de esos hechos en los casos de la guerrilla sí mostraba resultados, a pesar de las limitaciones.
Más allá de las cifras, las evidencias prueban que, en casos de graves violaciones de derechos humanos, la justicia avanza cuando instituciones o funcionarios independientes adelantan las investigaciones. En esos casos, se han puesto en marcha metodologías de trabajo judicial que no están únicamente centradas en el establecimiento de responsabilidades individuales, sino también en la identificación de las redes, los entramados o los contextos. Esto ha permitido aportar luces de comprensión a las problemáticas y mecanismos que hacen posible la violencia a gran escala.
La justicia también ha avanzado cuando la investigación ha podido realizarse en los territorios, con acceso a las víctimas y en condiciones de seguridad. Cuando ha existido un impulso central desde las altas esferas de las instituciones estatales para dar seguimiento a los expedientes, aportar medios para su robustecimiento, apoyar a los investigadores y dar prioridad a las averiguaciones con análisis de macro criminalidad, que aportan información determinante para entender las conexiones de la impunidad en los territorios y los tentáculos que convirtieron a la justicia en un campo más de disputa del conflicto armado.
A pesar de la implementación de estas innovadoras herramientas de investigación en algunos momentos, el común denominador sobre los expedientes abiertos por violaciones de derechos humanos producto del conflicto armado es el fraccionamiento de los procesos judiciales. El balance muestra que ha habido un énfasis en el estudio de los crímenes aislados y no tanto en investigaciones sistemáticas y de largo aliento para desarticular estructuras armadas. En esta última materia, no se advierten resultados convincentes, lo que añade un factor más a la hora de determinar por qué el conflicto armado se ha prolongado por décadas.
Cuando se han dado, los avances de la justicia han llegado más a los ejecutores de bajo orden de las violaciones de derechos humanos que a los responsables de ordenar, planear y financiar la violencia. Adicionalmente, no existe una instancia que sistematice el esclarecimiento que ha brindado la actuación de la justicia y que haga accesible para la sociedad sus hallazgos sobre lo ocurrido con perspectiva de no repetición. Tampoco existe una memoria detallada de las víctimas que el poder judicial ha aportado en su lucha por la verdad.
La ausencia de personal y recursos técnicos para cubrir las demandas de justicia de casos especialmente complejos en todo el país es notable. El Estado colombiano ha avanzado significativamente en las condiciones laborales de la rama judicial en comparación con los tiempos en los que había una gran precariedad en la justicia, debido a su dependencia total del ejecutivo y a la injerencia de los partidos políticos. En 2018, según cifras oficiales, se alcanzó una cobertura del 100 % del territorio nacional haciendo presencia en 1.103 municipios, en contraste con el año de 1993, cuando solo había presencia de jueces en 970 municipios[871].
En este periodo, a pesar del aumento en la cobertura, mientras la cantidad de procesos aumentó 264 % el número de despachos judiciales permanentes solo creció un 38 %[872]. En países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), de la que Colombia forma parte, y que no tienen un conflicto armado con violaciones masivas como las ocurridas en Colombia, el estándar es de 64 jueces por cada 100.000 habitantes[873]. En Colombia, en cambio, el punto más alto se presentó entre 2016 y 2020 cuando la cifra osciló entre 11 y 11,3 despachos por cada 100.000 mil habitantes, según cifras que suministró el Consejo Superior de la Judicatura a la Comisión[874].
La conjunción de precariedad, falta de acceso a los territorios y ausencia de seguridad ha condicionado la acción de la justicia, especialmente en los territorios con mayor afectación del conflicto armado. A manera de ejemplo, una exfuncionaria narró a la Comisión que, en la época en que ocurrió la masacre de La Rochela, se encontraba en una misión buscando al director de la cárcel de un pueblo del departamento de Sucre a quien habían desaparecido:
«Y me mandan a mí con un señor que en ese momento tendría 70 años: el investigador y yo a buscar al desaparecido, o sea, esa era la precariedad. Justamente estando en esa investigación es que nos llaman de la Viceprocuraduría a indicarnos que no podemos salir del hotel porque se está dando la situación en La Rochela, y que pidieron a toda la gente que estaba en misión que se acuartelara por la situación que se estaba viviendo. Esas eran las medidas de seguridad: quédate en tu hotel»[875].
El doctor Eduardo Valdés, exdirector de Medicina Legal, agregó en una entrevista con la Comisión que, especialmente en los años ochenta, la policía de las zonas rurales se restringía a los pueblos y se abstenía de ir a diligencias judiciales o de apoyar visitas a las veredas[876].
El sistema carcelario ha tenido otra dimensión crítica en el panorama de la justicia. Más allá de los problemas de hacinamiento, este ha sido una radiografía de la crisis social colombiana que ha mostrado que la justicia «no muerde sino a los de ruana», como acuñó el fenómeno el congresista liberal Antonio José Retrepo en 1925 para oponerse al restablecimiento de la pena de muerte en Colombia.
El sistema carcelario ha combinado escenarios de extrema precariedad con burbujas de lujo para los presos de renombre, secretos guardados o develados sobre los tiempos de los consejos verbales de guerra, de la justicia sin rostro, del proceso 8.000, de la parapolítica o de los incontables escándalos de corrupción que se divulgan a diario, incluido el del «cartel de la toga», un escándalo judicial que terminó en procesos judiciales por cohecho y concusión contra varios ex magistrados de la Corte Suprema de Justicia, un fiscal anticorrupción, congresistas, exgobernadores y varios abogados, por lucrarse de la desviación penal de expedientes de la parapolítica, la corrupción y, por supuesto, de la guerra. La violencia que se diseminó en los territorios se tomó las ciudades y encontró también un campo de batalla en las cárceles. La evidencia más conocida ocurrió en la cárcel La Modelo de Bogotá, a finales del siglo XX y comienzos del XXI. Desde allí, el Bloque Interno Capital hizo parte de los entramados del paramilitarismo en la ciudad, en un tiempo de magnicidios, mientras, en otros patios, las guerrillas se preparaban para regresar a la guerra o insistir en el canje de sus milicianos presos por centenares de militares y policías cautivos en las cárceles de la selva.
Las cárceles han sido un lugar donde se tasa la justicia y se negocia la guerra, donde se cruzan los intereses de la política y del conflicto armado. Los escenarios creados para el castigo del delito, han sido también espacios para negociar impunidades. Al tiempo que se transaban los subrogados penales o las sentencias laxas, en las cárceles se han desenredado los ovillos de las políticas de sometimiento a la justicia. Ha habido capos impunes negociando cláusulas de predominio y pabellones de políticos y personalidades caídos en las redadas contra la guerrilla, el paramilitarismo o el narcotráfico que representan un rostro visible de la crisis causada por el conflicto armado. Entre los cientos de detenidos por causas comunes o por diversos delitos contra la administración pública, se entreveran los destinos de miles de detenidos y procesados por las acciones de la guerra, aunque casi nunca los máximos responsables de las violaciones a derechos humanos. En los últimos tiempos, el grueso de la población carcelaria condenada por narcotráfico ha estado compuesta, sobre todo, por mulas, gestores del microtráfico y campesinos cocaleros. Pocas veces los lavadores o los capos han terminado en las cárceles. En ese sentido, el dilema de las cárceles ha contribuido a la impunidad y agravado
La crisis judicial que predomina en la visión social. Por una parte, supone condiciones de hacinamiento que conllevan un trato inhumano y degradante y más que resolver el problema en la situación de las cárceles se reafirman redes criminales. En los mecanismos de sometimiento a la justicia referidos por la Comisión también deben ser tenidos en cuenta las cárceles.
Muchas reformas, pero menos impactos | |
Desde mediados del siglo pasado, la justicia, con apoyo de los poderes ejecutivo y legislativo, ha impulsado múltiples cambios institucionales para procesar las conductas del conflicto armado. Es notable la acumulación de normatividad y jurisprudencia para atender a las víctimas y para sancionar violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH, pero también lo es la ausencia de responsabilidades auténticas e integrales por lo ocurrido. La justicia internacional ha conocido cientos de casos en los que ha habido denegación de los derechos básicos. Esto ha implicado decenas de sentencias de la Corte Interamericana por violaciones de derechos humanos y centenas de resoluciones de órganos de Naciones Unidas y de la Comisión Interamericana. Gran parte de esas decisiones se dieron gracias al impulso de víctimas que no tuvieron respuestas en el país. En términos de justicia, sin embargo, el nivel de cumplimiento de esas sentencias y recomendaciones es muy escaso. La Constitución Política de 1991 nació en un escenario de negociación con algunas guerrillas y bajo un impulso ciudadano que buscaba sacudirse décadas de estrechez democrática y uso del estado de sitio. Desde entonces, el texto constitucional y sus múltiples adaptaciones han estado inspirados en dar respuesta al conflicto armado. Aun cuando muchos de los estándares jurídicos adoptados en el país han sido valiosos, otros han sido deliberadamente tardíos en comparación con el ritmo de los fenómenos criminales relacionados con el conflicto armado. El delito de desaparición forzada, por ejemplo, solo fue tipificado en el año 2001 -esto en un país que tiene más de 120.000 desaparecidos entre 1985 y 2016-. Para poner otro ejemplo, solo en 1994 la ley 171 aprobó el Protocolo Adicional a los Convenios de Ginebra relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional (disponible para la ratificación desde 1977), en un país que tuvo un conflicto armado desde los años sesenta La Jurisdicción Ordinaria, en cabeza de la Corte Suprema, ha procesado diferentes actos criminales del conflicto armado y ha sentado jurisprudencia frente a casos tan decisivos como la parapolítica, el espionaje y hostigamiento de sectores civiles por órganos de seguridad del Estado y los desarrollos sobre el proceso de Justicia y Paz. La Jurisdicción Contencioso Administrativa ha estudiado diferentes violaciones en las que las instituciones del Estado han visto comprometida su responsabilidad por la participación activa u omisiva de sus agentes. Esta ha sido pionera en el estudio de la tortura y ha incorporado una visión de reparación amplia para enfrentar los daños contra las víctimas[877]. Es importante resaltar, también, la acción de la jurisdicción constitucional, que ha emitido pronunciamientos para atender circunstancias estructurales con sentencias que determinaron el «estado de cosas inconstitucional» frente a problemas relacionados con el conflicto como el desplazamiento forzado, el ataque contra defensores de derechos humanos o la situación de pueblos étnicos. Esto se ha logrado a partir de tutelas interpuestas por víctimas del conflicto para hacer exigibles sus derechos. Se han dado, así mismo, pronunciamientos de constitucionalidad para adecuar un sinnúmero de normas a los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, estudiando entre otras, normas transicionales como las que han dado pie a la jurisdicción de Justicia y Paz, el Sistema Integral, la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. |
8.2. El bloqueo de mecanismos relevantes de investigación
Tuvimos una reacción brutal del comandante general del Ejército. Llamó al fiscal general, al director nacional de fiscalías y a mí a una reunión en el comando del Ejército para explicar por qué se había dado esa diligencia, por qué no se les había avisado. Me pareció muy particular que tuviésemos que estar allí dando explicaciones de una operación que era judicial, de un ente independiente como la Fiscalía[878].
En la Constitución de 1991, se reforzó la justicia a través de la Fiscalía, la Corte Constitucional y la Defensoría del Pueblo. Para la investigación penal, la creación de la Fiscalía significó un hito relevante pues fortaleció la capacidad investigativa de los delitos. A instancias del ente investigador, en diciembre de 1994[879], se creó la Unidad de Derechos Humanos para esclarecer violaciones graves a los derechos humanos. «El país carecía de una instancia [de investigación] que fuera integral», afirmó sobre el tema el exfiscal general de la nación Alfonso Valdivieso en un espacio de Contribución a la Verdad celebrado por la Comisión[880]. Antes de dicha unidad la Procuraduría era la que hacía la mayor cantidad de investigaciones, pero solo se ocupaba de funcionarios públicos y con consecuencias que no eran penales:
«Fueron los primeros antecedentes que tuvo el país, muy importante porque tuvimos casos de torturas en el Urabá, tuvimos casos de personas desaparecidas en medio del conflicto, selectivas, tuvimos casos de ejecuciones extrajudiciales [...]. Empezamos a entender que se necesitaba un espacio que se ocupara de la investigación de los delitos, que fuera especializado, así como la delegada para derechos humanos»[881], le explicó a la Comisión. una alta exfuncionaria de la Procuraduría.
La Unidad de Derechos Humanos entró a funcionar en septiembre de 1995. Se la dotó de 25 fiscales delegados, un equipo técnico y de investigaciones de 70 funcionarios y un grupo de secretarios. Desde el comienzo tuvo que enfrentar hostigamientos, como lo detallaron fiscales entrevistados por la Comisión: «Desde el principio, dentro de la Unidad había amenazas hacia los funcionarios de la Unidad de Derechos Humanos»[882], le dijo a la Comisión uno de ellos.
«Nosotros encontramos dificultades, problemas», dijo el exfiscal general Valdivieso. «Por ejemplo, la forma como a estos investigadores se les intimidaba, con la forma como se les hacía saber que corrían peligro [.] Se llegaba el momento en el que era imposible, [.] llegar a exponer a sus propias familias»[883]. Uno de los fiscales del equipo inicial de la Unidad señaló que «en la conformación de la Unidad hubo problemas, porque de esos 25, el paramilitarismo infiltró y había dos fiscales, uno era un colega mío, con quien yo consultaba todo, que fue el que le filtró las órdenes de aprehensión que yo dicté en Sincelejo»[884]. Otro colega«a los años terminó siendo el abogado principal de Carlos Castaño», añadió. Varios fiscales fueron amenazados y tuvieron que salir al exilio.
Si bien la Fiscalía de DDHH llevó a cabo investigaciones con resultados positivos, su trabajo fue obstaculizado mediante amenazas y complicidades en las que intervinieron altos mandos militares y la propia Fiscalía durante la administración de Luis Camilo Osorio. Un ejemplo resume lo sucedido. El 21 de julio de 2001, una fiscal especializada de la Unidad de DDHH le abrió investigación, ordenó allanar la residencia y dispuso la detención preventiva[885] del general Rito Alejo del Río por complicidad con grupos paramilitares en Urabá, cuando fue comandante de la Brigada XVII, entre 1996 y 1997. Según la Corte Interamericana,
La decisión que fue puesta en conocimiento del entrante FGN, Luis Camilo Osorio Isaza, fue considerada por él como una “deslealtad” y le solicitó la renuncia al Jefe de la UDH- FGN, quien fue apoyado con la renuncia del Fiscal General Encargado.
Tiempo después, la CIDH señaló que la falta de apoyo a la decisión de la Unidad Nacional de Derechos Humanos de la Fiscalía de hacer efectivo el arresto del general del Río Rojas, suscitó la renuncia de su director, Pedro Díaz Romero y la liberación del general. La Comisión tomó conocimiento de que se habrían ordenado acciones judiciales y disciplinarias en contra de fiscales de la Unidad y miembros del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) que participaron de la investigación y el correspondiente arresto[886].
Otro ejemplo de justicia contra la justicia que muestra el esfuerzo y el compromiso de los investigadores judiciales, pero que también terminó en un caso de impunidad por los entornos de filtración y ataques directos a la justicia, se produjo en 1998. Ese año, un grupo del CTI y de la Fiscalía encontró en el llamado Parqueadero Padilla, ubicado en el centro de Medellín, un foco de operación del paramilitarismo. Este hallazgo puso al descubierto el entramado financiero de las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá (ACCU). Este es un lugar altamente simbólico porque se encuentra frente al complejo administrativo de La Alpujarra en Medellín, sede de la justicia en la capital antioqueña. Durante ese operativo judicial, se recuperaron organigramas, contabilidad y equipos de comunicación que revelaron la sofisticada estructura paramilitar, los aportes de empresarios y ganaderos, las relaciones con miembros de la fuerza pública y el alcance territorial de la organización.
Inicialmente, esta investigación abrió la posibilidad de acceder al núcleo fundamental de las finanzas del narcoparamilitarismo. En la documentación incautada, aparecieron numerosos nombres de empresas, organizaciones y testaferros. Sin embargo, las personas capturadas, procesadas por concierto para delinquir, solicitaron sentencia anticipada y Jacinto Soto Toro, capturado el día del operativo e individualizado como jefe de las finanzas de las AUC, se fugó de la cárcel Bellavista, por la puerta, gracias a una boleta de libertad firmada por un fiscal que obró fraudulentamente. Solo años después, las investigaciones contra una cuñada de Carlos Castaño, que en su momento manejó las finanzas de la fundación Funpazcor, demostraron el alcance de la información para probar el despojo de tierras. Sin embargo, en su momento, la Dirección Nacional de Fiscalías optó por dar continuos traslados a la investigación, lo que terminó por obstaculizarla. Dos investigadores del caso señalaron que la información más importante del caso terminó desapareciendo de la Fiscalía[887] y, cuando trataron de revisar el expediente, «esa investigación del Parqueadero Padilla, de las finanzas de las Autodefensas, eso fue un monstruo ¡y desapareció!»[888].
8.3. Cooptación de la justicia
Yo la conozco a usted. Yo sé que usted tiene dos hijos, un niño y una niña. Sé dónde estudian sus hijos, sé que su mamá es la que cuida a sus hijos [...]. Lo que pasa es que usted se convirtió en un problema para la organización [...]. Cuídese porque la van a matar a usted y a otra fiscal, y quien está dando la información de todo lo que usted hace es alguien de acá de la Fiscalía, un jefe de ustedes[889].
En términos de verdad, debe quedar claro que durante la administración del fiscal Luis Camilo Osorio (2001-2005) se dio la cooptación de la Fiscalía General de la Nación por parte del paramilitarismo, como han reconocido numerosos investigadores e investigaciones, incluida una de Human Rights Watch. La política de esta administración sobre los casos de investigaciones relevantes en materia de derechos humanos con implicaciones contra agentes del estado o del entramado paramilitar fue «bajar el perfil», postergar o dejar de investigar los casos relacionados con dichos expedientes, ya que «no serían bien recibidos los esfuerzos por pedir cuentas a altos oficiales militares acusados de abusos a los derechos humanos»[890]. La Comisión entrevistó a varios funcionarios que laboraron en esa época en el ente investigador y que dieron cuenta del ambiente adverso que tuvieron los fiscales con investigaciones en temas de derechos humanos. De acuerdo con estos testimonios, hubo súbitos traslados a otras ciudades, destituciones, supresión de comisiones para investigar, cierre de sus investigaciones y otro tipo de medidas para obstaculizar su labor.
Una serie de funcionarios inescrupulosos que estuvieron en la Fiscalía de la administración de Luis Camilo Osorio desviaron la garantía y la independencia de la justicia en beneficio propio y de la guerra. Un ejemplo claro de estos ataques fue lo ocurrido a Yolanda Paternina Negrete, directora de la oficina regional de la Fiscalía en Sincelejo. Paternina investigó la masacre de Chengue, ocurrida el 17 de enero de 2001, y halló evidencias de la responsabilidad del jefe paramilitar Rodrigo Antonio Mercado Pelufo, alias Cadena y de miembros de la Primera Brigada de Infantería de la Armada de Colombia. La fiscal llegó a recibir el testimonio clave de un desertor sobre vínculos entre políticos y grupos paramilitares. El 29 de agosto de 2001, fue asesinada por dos sicarios frente a su casa en el barrio La Ford en Sincelejo, Sucre. Su escolta no llegó ese día y se excusó por enfermedad. No fue un caso aislado. Ese mismo año, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos registró la muerte violenta de tres fiscales, dos jueces y cinco miembros del CTI, la desaparición forzada de dos servidores de la judicatura, el secuestro de cuatro de ellos y más de cincuenta casos de amenazas contra la vida de otros servidores de la justicia. Ninguna respuesta relevante se llevó a cabo por parte de la Fiscalía.
La descomposición institucional que sufrió el ente investigador en ese tiempo es elocuente. Un grave ejemplo de esto lo protagonizó Guillermo León Valencia Cossio, fiscal delegado ante el Tribunal Superior de Antioquia, designado por Luis Camilo Osorio, y Director Seccional de Fiscalías de Medellín hasta 2008. Como lo estableció la Corte Suprema, Valencia Cossio fue un «emisario de una organización criminal». Algo similar ocurrió en Cúcuta, donde la directora seccional de fiscalías, Ana María Flórez, trabajó para el paramilitarismo sirviendo de campanera para el crimen. Llegó al cargo también por nombramiento de Luis Camilo Osorio y en reemplazo de Carlos Pinto, asesinado el 1 de noviembre de 2001. El fiscal Pinto, a su vez, había reemplazado a María del Rosario Silva, asesinada en Cúcuta por orden de Jorge Iván Laverde Zapata, alias El Iguano. El arma utilizada en el homicidio del fiscal Pinto fue la misma usada en el asesinato de Jesús David Corzo Mendoza, Jefe de la Unidad de Policía Judicial CTI de Cúcuta[891], quien, junto con Milton Eduardo Márquez, fue uno de los investigadores que capturaron a alias El Iguano, en el año 2000.
Tiempo después, El Iguano reveló a las autoridades diferentes formas de complicidad existentes entre los paramilitares y varios agentes de la Fiscalía y del CTI. Un efecto adicional de dicha colaboración criminal fue la práctica de los hornos crematorios para desaparecer los cuerpos de las víctimas. Según narró alias El Iguano, la idea provino de una alerta que les enviaron desde la Fiscalía respecto a que se iban a adelantar algunas investigaciones en la región y que, si encontraban todos los cuerpos que ellos habían desaparecido, se iba a formar un escándalo. Por esto, comenzaron a emplear los hornos para hacer ladrillos[892] como hornos crematorios para «desaparecer las evidencias de los homicidios y así no aumentar las cifras de las estadísticas»[893].
Esta práctica se extendió a diferentes regiones del país, de acuerdo con varias sentencias contra diferentes frentes paramilitares: el Frente José Pablo Díaz[894], el Bloque Cacique Nutibara[895], entre otros[896].
A pesar de lo anterior, nada de esto se investigó en la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes, el organismo facultado para evaluar la conducta del fiscal. Nunca hubo, en la práctica, la más mínima averiguación sobre hechos que se mostraban a la luz del país como constitutivos de delito. La historia de este organismo, el encargado de investigar la conducta del presidente, el fiscal y los magistrados de las altas cortes, es un ejemplo claro de impunidad que debe examinarse en busca de reformas.
La gravedad de la complicidad de agentes de la justicia o encargados de ejercerla no solo se presentó frente a los grupos paramilitares. También hay evidencia de que, en el caso de los «falsos positivos», hubo participación de integrantes de la Fiscalía y el CTI. Estos contribuyeron a la dinámica de «legalización» de cadáveres, certificando pruebas falsas, implantando evidencia fraudulenta y generando un esquema de impunidad para que la maquinaria de muerte se siguiera cometiendo hasta llegar al menos a 6.402 víctimas entre los años 2002 y 2008.
8.4. Los tribunales de Justicia y Paz: verdades reveladas y tareas pendientes
En 2005, como parte del proceso de desmovilización de las AUC, se aprobó la ley de Justicia y Paz, que estableció una pena privativa de la libertad más blanda para quienes no volvieran a delinquir. Para 2010, el Gobierno había reportado 31.671 paramilitares «desmovilizados», pero tan solo 3.635 estaban postulados a la ley[897]. En otras palabras, 28.036 paramilitares que no tenían procesos abiertos o condenas salieron libres de todo cargo, pues no se les había podido individualizar[898]. La Contraloría presentó una cifra aún más alarmante para los años entre 2002 y octubre de 2016:
Los desmovilizados que se postularon a Justicia y Paz, representan únicamente 6,7 % de los 58.161 desmovilizados registrados; una participación poco significativa, teniendo en cuenta que se trata de personas con investigaciones y sentencias relacionadas con crímenes graves, como: homicidio, desplazamiento forzado, reclutamiento ilícito de menores, desaparición forzada, secuestro, entre otros[899].
El proceso de Justicia y Paz reveló las verdades sobre el actuar de los grupos paramilitares, estableció los nexos con la fuerza pública, dio detalles de relaciones con empresarios y políticos en diferentes regiones y señaló cómo se habían llevado a cabo masacres y ejecuciones extrajudiciales. También mostró que las desapariciones forzadas se hicieron para no dejar pruebas, por indicaciones tanto de miembros de la fuerza pública como de la Fiscalía para evitar las investigaciones, y dejó ver el nivel de coordinación y complicidad con los militares con que se llevaron a cabo las acciones y su extensión por todo el país. Las víctimas primero se hicieron presentes en las audiencias de las llamadas «versiones libres» y después a través de lo que los tribunales incorporaron como «incidentes de reparación». Si bien dichos tribunales y la ley tenían muchos problemas que alertaban sobre el grave riesgo de impunidad, las víctimas se presentaron a dichos mecanismos de forma amplia, aún en medio del miedo, a preguntar por sus familiares, a tratar de encontrar respuestas para explicar la barbarie que sufrieron y a confrontar a los responsables.
Según la CIDH, sin embargo,
La aplicación de la Ley de Justicia y Paz implicó la coordinación institucional entre el Ejecutivo y organismos del aparato judicial, coordinación que presentó fallas y que terminó por afectar la credibilidad en el proceso y reveló la improvisación en su aplicación. El alto Comisionado para la Paz anunció la entrega del listado de los paramilitares que iban a ser judicializados por la Fiscalía, no obstante, la fractura en la coordinación entre el Ejecutivo y la Fiscalía se hizo evidente al responder el Fiscal General a este anuncio público del comisionado que no había recibido dicha lista y que, «si la tuviera, no era posible empezar el proceso porque los jueces que actuarían con los Tribunales aún no se habían designado»[900].
De acuerdo con el mismo organismo, la implementación de la Ley de Justicia y Paz, a pesar de sus resultados «insuficientes y precarios», permitió «develar parcialmente una verdad que hubiera sido imposible de obtener por otros medios, así como ciertas vinculaciones con elementos de la esfera política, lo que constituye un importante punto de partida»[901].
«Es cierto que el proceso no fue diseñado en principio para las víctimas, pero tenían cabida»[902], le dijo a la Comisión un exmagistrado de Justicia y Paz. La afluencia de víctimas fue grande por la naturaleza de la delincuencia que se juzgaba -se trataba, después de todo, de crímenes masivos-. La asistencia de las víctimas a las versiones libres parecía indicar que se iba a dar un impulso a la búsqueda de verdad con su participación. El Grupo de Memoria Histórica documentó los esfuerzos de este sector para participar y los maltratos que encontraron en «las licencias que muchos fiscales concedieron a los perpetradores para que justificaran sus atrocidades»[903].
Los Tribunales de Justicia y Paz[904], desde su entrada en funciones hasta junio de 2020, emitieron por cuenta de la Sala de Justicia y Paz de Bogotá 40 sentencias condenatorias con 447 postulados condenados -incluyendo los máximos comandantes de las AUC- y reconocieron judicialmente a más de 40.000 víctimas para efectos de reparación integral. La Sala de Medellín, por su parte, ha proferido 15 sentencias condenatorias y 15 decisiones complementarias. La Sala de Barranquilla ha emitido 15 decisiones de fondo y dos adiciones. Para ese mismo año 2020, la Dirección de Justicia Transicional de la Fiscalía reportó 1.625 registros de investigaciones activas, 588 postulados condenados por el tribunal de Justicia y Paz.
No obstante, algunos de estos procesos de desmovilización fueron fraudulentos. Se reclutaron miembros de grupos paramilitares a última hora y se produjeron desmovilizaciones ficticias de bloques enteros, como ocurrió con 62 supuestos integrantes del frente Cacica La Gaitana de las FARC-EP el 7 de marzo de 2006, en Alvarado, Tolima. Según la Fiscalía, hubo un detrimento al patrimonio cercano a los 1.119 millones de pesos por el que fue imputado el excomisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo Ramírez, quien abandonó el país el 8 de febrero de 2012, sin contar la verdad ni someterse a la justicia.
Otra medida gubernamental que bloqueó el derecho a la verdad de las víctimas fue la extradición a Estados Unidos, en mayo de 2008, de los altos mandos de las AUC que se acogieron a Justicia y Paz. El presidente Uribe argumentó que era la forma de garantizar la justicia contra estos comandantes, ya que se alegó que estos seguían delinquiendo desde sus lugares de reclusión[905]. Ese mismo año, la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia afirmó que las extradiciones de paramilitares crearon un grave riesgo que debilitó «las posibilidades de avanzar, eficaz y oportunamente, en la lucha contra la impunidad de las violaciones de derechos humanos e infracciones del derecho internacional humanitario»[906].
En la misma línea, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional manifestó sus inquietudes sobre cómo el Gobierno iba a garantizar el juzgamiento de los máximos responsables de los crímenes ante la extradición[907]. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos resaltó que la utilización de este tipo de mecanismos en un contexto de conflicto armado «limita seriamente el esclarecimiento de graves crímenes» y «afecta la obligación del Estado colombiano de garantizar los derechos de las víctimas»[908].
A la par, la Corte Interamericana, reiteró[909] en diversos pronunciamientos que «el Estado debe asegurar que los paramilitares extraditados puedan estar a disposición de las autoridades competentes y que continúen cooperando con los procedimientos que se desarrollan en Colombia»[910].
Según los testimonios recibidos por la Comisión de la Verdad, las extradiciones fueron llevadas a cabo por motivos políticos, sin tener en cuenta los derechos de las víctimas. Estas limitaron el acceso a la verdad y la justicia en el país. Ninguna de las alertas que se dieron en su momento sirvió para proteger el derecho a la verdad de las víctimas. La Dirección de Justicia Transicional de la Fiscalía reportó a la Comisión que, a 2020, se registraron 447.471 formatos de víctimas que buscaron participar en los procesos. Muchas de ellas, sin embargo, decidieron no hacerlo en audiencias o siquiera inscribirse. Unos de los factores que disuadió a las víctimas fueron los hostigamientos, las amenazas y los asesinatos.
Hubo ejemplos paradigmáticos de lo anterior, como el crimen de la señora Yolanda Izquierdo Berrío, dirigente de la Organización Popular de Vivienda, asesinada el 31 de enero de 2007 en Montería cuando lideraba la reclamación de títulos de tierras de 700 familias que fueron despojadas por los paramilitares; o el asesinato de Freddy Abel Espitia, representante de los desplazados de Cotorra[911] en los procesos contra grupos paramilitares, que tuvo lugar dos semanas después de haber sido incendiada la sede de la Liga de Mujeres Desplazadas de Turbaco, Bolívar[912]. En el mismo contexto, hubo amenazas contra los integrantes del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado de los municipios de San Onofre y Montes de María; un ataque contra la Asamblea Permanente de la Sociedad Civil por la Paz, 23 de enero de 2007[913].; y el asesinato de Osiris Jacqueline Amaya Beltrán, de la comunidad Wayuú, quien fue violada, secuestrada y degollada por los paramilitares el 14 de marzo de 2007. Las víctimas de 315 casos radicados en la Fiscalía General de la Nación contra las AUC identificaron que más de 20 personas habían recibido amenazas contra sus vidas o exigencias para retirarse del proceso.
Todos estos hechos, con altos índices de impunidad, son una demostración palpable de cómo en momentos críticos del conflicto armado no se tomaron suficientes medidas para atender y proteger a las víctimas. Por el contrario, parte de los grupos armados y los entramados de criminalidad complementarios siguieron con poder, a pesar del proceso de desmovilización de los principales líderes de las Autodefensas Unidas de Colombia. Incluso mantuvieron su control y capacidad para reincidir en acciones de terror en varios territorios. En la práctica, varios de los jefes intermedios del paramilitarismo que quedaron libres después de su desmovilización, y otros que ni siquiera alcanzaron a ser registrados en los listados de Justicia y Paz, protagonizaron el reciclaje de la violencia en zonas en las que ya habían causado estragos. En pocas palabras, la experiencia transicional de la Ley de Justicia y Paz, en el marco de una rendición de cuentas y como estrategia de negociación política con el paramilitarismo, hizo que surgieran verdades importantes que posteriormente, no obstante, fueron limitadas en su impacto y no fueron continuadas, lo que limitó su impacto ante las expectativas contra la impunidad.
En medio de las declaraciones y testimonios en Justicia y Paz, se ordenó compulsar copias para abrir investigaciones contra terceros civiles, agentes del Estado no combatientes y presuntos financiadores del paramilitarismo. En 2020, en un corte de cuentas de la propia Fiscalía, este organismo mencionó la existencia de 16.772 casos de compulsa de copias, o la orden de la justicia para abrir investigaciones. En esa lista, como terceros civiles, quedaron muchos nombres de empresarios, comerciantes, profesionales, ganaderos o propietarios de tierras que presuntamente auspiciaron el conflicto armado. Así mismo, se mencionaron los agentes del Estado no combatientes, es decir, alcaldes, gobernadores, jueces, magistrados, fiscales o congresistas sobre quienes quedaron dudas acerca de su relación con los grupos armados ilegales. En la línea de los financiadores, la compulsa de copias dispuesta por magistrados y fiscales de Justicia y Paz es otro capítulo pendiente. Es necesario buscar verdades que permitan establecer responsabilidades no directamente militares que incidieron en el agravamiento de los derechos humanos en Colombia.
8.5. La investigación de la parapolítica: avances y bloqueos sin crisis del sistema
Sucre fue uno de los puntos de entrada de la investigación de la parapolítica que reveló vínculos estrechos entre paramilitares y políticos. El expediente por la masacre de Chengue y la situación en Sucre encendió las alertas de la justicia en 2005, cuando Vicente Castaño, comandante paramilitar, declaró lo siguiente en la revista Semana: «Creo que podemos afirmar que tenemos más del 35 por ciento de amigos en el Congreso. Y para las próximas elecciones vamos a aumentar ese porcentaje de amigos»[914].
La afirmación de Castaño, reforzada públicamente por Salvatore Mancuso, dio paso a una denuncia que llevó a que la Corte Suprema iniciara la investigación que creó la Comisión Especial de Apoyo Investigativo de nueve magistrados auxiliares. Esta investigación amplió la visión de estudiar de forma aislada los casos y se concentró en comparar los resultados electorales y la presencia de grupos armados irregulares, lo que hizo emerger las alianzas entre grupos armados paramilitares y los políticos, no solo a nivel local o regional, sino nacional. Sin embargo, la revelación de que más de una tercera parte del Congreso tenía relación con el paramilitarismo no generó una crisis política de la magnitud de los hallazgos judiciales, ni suficiente cuestionamiento de la democracia o los partidos que tenían alianzas con el poder ejecutivo. Todo quedó en la voluntad de investigar de la Corte Suprema de Justicia.
Así, se dieron avances por parte de investigadores independientes con capacidad y poder de decisión, trabajo de campo, metodologías de contexto y apoyo de alto nivel. Sin embargo, al menos desde 2007, el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) infiltró a la Corte Suprema de Justicia, en un contexto en el que, además, desde el poder ejecutivo se cuestionó su labor. Los magistrados de la Corte Suprema, así como los líderes relevantes del movimiento de los derechos humanos, políticos y algunos empresarios, fueron sometidos a vigilancia y control ilegal de sus comunicaciones por parte del DAS. «¿Por qué la persecución de la Corte? ¿Por qué ese interés?», se preguntó recientemente el exmagistrado Velásquez «En marzo del 2007, según revela la Mata Hari, es que a ella la pasan de sección dentro del DAS, la vinculan con fuentes humanas y le asignan la misión de la Corte Suprema de Justicia. Y, desde entonces, empieza a trabajar, a acercarse a personas, a infiltrar a la Corte»[915].
Tanto la Corte Suprema de Justicia como el Consejo de Estado se han pronunciado en diez sentencias sobre este particular. Si bien en varias de ellas se refieren a la actuación del DAS desde 1987, entre 2002 y 2009 se dio una concentración significativa de hechos delictivos. Teniendo en cuenta que el DAS hacía parte del Ejecutivo, la mayor cantidad de casos (25 casos con condena de un total de 40) se presentó durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez. Su punto más alto se dio en el año 2004, con cinco sentencias que se pronunciaron sobre hechos ocurridos en dicho año. Los sucesos estudiados durante dicho gobierno se refieren a delitos como concierto para delinquir agravado, violación ilícita de comunicaciones, utilización ilícita de equipos transmisores o receptores, abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto y homicidio. Varias sentencias se refieren a acciones llevadas a cabo contra los magistrados de la Corte Suprema que justamente investigaban los casos de parapolítica.
8.6. Ataques al poder judicial: jueces, Fiscalía, CTI
Un día salí del Palacio de Justicia a las seis de la tarde [...]a la avenida San Juan para coger un bus para irme para mi casa, [...]cuando [...]paró un carro particular, se bajaron dos tipos y me encañonaron. Me subieron a un carro y me dijeron: «Venga que el patrón necesita hablar con usted, nosotros sabemos quién es usted, ya le hemos hecho seguimiento, sabemos dónde vive, cuántos hijos tiene, dónde estudia, a qué hora sale, todo»[916].
Muchos funcionarios han ofrendado sus vidas y dedicado sus carreras a investigar los hechos para tratar de dar una respuesta a las víctimas y hacer rendir cuentas a los responsables. Sin embargo, en diversos momentos históricos, los avances en la justicia fueron frenados mediante ataques, asesinatos, presiones, cooptación y asedio contra testigos y operadores del sistema de justicia (jueces, abogados, funcionarios judiciales, policía judicial y víctimas).
En los años ochenta, el actor más violento fue el narcotráfico. En un contexto en el que los cárteles luchaban entre sí por el mercado y Pablo Escobar y los extraditables desataron la guerra, funcionarios o policías que se atrevieron a investigar al narcotráfico fueron asesinados. También hubo lazos de los grupos criminales con sectores de las Fuerzas Armadas, políticos y empresarios a través de sobornos o so pena de muerte. Convertir a la justicia en objetivo de sus escuadrones de la muerte fue su prioridad para neutralizar las investigaciones contra los capos del narcotráfico y sus aliados como parte de su guerra contra la extradición a Estados Unidos.
El 30 de abril de 1984, la mafia narcotraficante asesinó al ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla. El ministro había insistido en la responsabilidad del cartel de Medellín en la debacle nacional y acusado a Pablo Escobar Gaviria de ser protagonista en el entramado criminal de la droga. Cuando se dio el llamamiento a juicio a Escobar por ese crimen, la fórmula del capo para garantizar la impunidad fue asesinar al juez de la causa, Tulio Manuel Castro Gil en 1985. «Es muy complejo como una persona que da su vida por cumplir su función, por hacer las cosas bien, por no dejarse corromper y hacer lo que tenía que hacer»[917], le dijo a la Comisión una de las hijas del juez Castro Gil.
Varios magistrados más fueron asesinados. La ofensiva contra el Tribunal Superior de Medellín y la justicia de Antioquia inició con el asesinato del magistrado Álvaro Medina Ochoa en 1985. Al año siguiente, el 30 de octubre de 1986, fue asesinado el magistrado de la Sala Penal del mismo tribunal, Gustavo Zuluaga Serna. Por la misma época, mataron al magistrado Héctor Jiménez y a la jueza Mariela Espinosa. El procurador Carlos Mauro Hoyos Jiménez fue secuestrado y asesinado el 25 de enero de 1988. El magistrado Carlos Ernesto Valencia García, magistrado del Tribunal Superior de Bogotá, fue asesinado el 16 de agosto de 1989. El gobierno luego acusó a Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano, por el asesinato del candidato presidencial de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal[918]. Esto mostró cómo el narcotráfico se metió en la lucha contrainsurgente y de ataque a la apertura democrática y al proceso de diálogos para la paz que suponía la UP. Pardo Leal había sido, además, uno de los fundadores de la Asociación Nacional de Funcionarios y Empleados de la Rama Jurisdiccional (Asonal).
Para 1989, el gobierno de Virgilio Barco reveló una lista de 1.600 jueces amenazados de los cerca de 4.000 en oficio. Estas amenazas, así como los demás crímenes, tenían orígenes similares: haber plantado cara a la cúpula narcotraficante y paramilitar. La Comisión de la Verdad escuchó a varios exjueces y funcionarios judiciales que vivieron esos momentos, y el común denominador es que sus verdugos tuvieron control sobre sus vidas y la de sus familias en total impunidad. En muchos casos, se ofrecieron prebendas bajo amenaza de muerte en caso de no colaborar con sus propósitos criminales. Y las amenazas fueron extensivas incluso hasta los entornos sociales. Muchas familias de jueces y magistrados se debieron desplazar forzosamente o exiliarse. Todo ocurrió con tal nivel de penetración en el poder judicial que, alrededor de cada magnicidio de los años 80, como el caso Guillermo Cano, director del diario El Espectador, se tejió una red de impunidad que incluyó a la misma justicia como víctima, a los abogados que intentaron hacer algo por las víctimas y a cualquiera que ayudara al poder judicial.
La violencia contra los funcionarios del sector justicia, los jueces, fiscales, agentes del CTI, etc. no se dio únicamente en los años 80 o por el narcotráfico. La evolución de los grupos narcoparamilitares y las guerrillas sostuvo la violencia contra el sector judicial a través del tiempo. El Grupo de Memoria Histórica documentó hechos de violencia contra 1.487 funcionarios judiciales entre enero de 1979 y diciembre de 2009, lo que equivale a decir que aproximadamente cada semana fue atacado por parte de los actores vinculados al conflicto armado un funcionario encargado de impartir Justicia y aplicar la ley[919].
Por su lado, el Fondo de Solidaridad con los Jueces Colombianos (Fasol) registra 1.463 eventos contra 1.072 personas. Entre las formas de violencia, las más comunes fueron las amenazas (536), los homicidios (389), los atentados (205), el secuestro (80), el exilio y desplazamiento (51 cada uno) y la desaparición forzada (45).
El empleo de la violencia contra los funcionarios de la justicia incluyó ataques contra sus carreras, su estabilidad laboral y su buen nombre y trayectoria a través de hostigamientos o tácticas de acoso laboral. Una de las estrategias más utilizadas ha sido el traslado de funcionarios que adelantan investigaciones sensibles a zonas «rojas». Esto sigue pasando en la Fiscalía. «El traslado es el castigo más grave que tiene la Fiscalía», le dijo a la Comisión una exfuncionaria que trabajó casos de derechos humanos. También se ha expulsado a investigadores de sus cargos o se han abierto procesos disciplinarios y penales en contra de estos cuando se han acercado a grandes responsables de la criminalidad. Varios exfuncionarios entrevistados por la Comisión en su momento fueron declarados insubsistentes y salieron exiliados. En muchos de estos casos, las amenazas no vinieron solamente de quienes eran objeto de las investigaciones judiciales, sino de la propia Fiscalía General de la Nación.
Como parte del reconocimiento de su lucha contra la impunidad, la justicia continúa en mora de recobrar la memoria de las víctimas del poder judicial. Si bien la mayoría de las agresiones contra magistrados, jueces o fiscales quedaron en la impunidad, eso no quiere decir que no exista una responsabilidad institucional para rescatar el buen nombre de dichos funcionarios. Cada uno de ellos representa el deber ser de la justicia, y por eso es necesario exaltar su valentía y compromiso para enfrentar a la ilegalidad. No se conocen en detalle la mayoría de las historias de esos funcionarios judiciales que entregaron su vida y su integridad física en favor de la justicia. Solo han tenido despliegue algunos casos de connotación política. Es una obligación del Estado y, sobre todo del poder judicial, contarles a las nuevas generaciones de colombianos cómo le hicieron frente a la impunidad, en momentos en los que las propias autoridades fueron insuficientes ante el delito.
En síntesis, en diversos momentos del conflicto armado, la justicia se vio atacada por distintos grupos armados, paramilitares y guerrillas, y también directamente por las propias Fuerzas Militares. Un ejemplo notorio de ello fue lo ocurrido en el holocausto del Palacio de Justicia el 6 y 7 de noviembre de 1985. En respuesta al asalto del M-19, el contraataque militar terminó en casi cien víctimas mortales. Fue una acción de violencia replicada con una reacción de guerra, que mostró las indecisiones entre la guerra y la paz que entonces afrontaba el país. La toma del Palacio fue, además, el preámbulo de una época crítica y un golpe demoledor para todos los involucrados en los hechos, especialmente para las víctimas civiles y, por supuesto, para la justicia.
El caso del Palacio de Justicia | |
La toma guerrillera del M-19 y la posterior retoma de las Fuerzas Armadas tras un operativo de 28 horas, no solo dejó un centenar de víctimas mortales, entre ellos 11 magistrados de la Corte Suprema de Justicia. sino que también dejó derruido, desmoralizado y arrinconado el poder judicial El símbolo de esa época es el Palacio de Justicia -el lugar de las altas cortes del país- consumido por las llamas de la conflagración armada en pleno centro de Bogotá. «Por lo menos tres de los magistrados Alfonso Reyes Echandía, Ricardo Medina Moyano y José Eduardo Gnecco Correa mostraron en sus restos mortales proyectiles de armas que no usó la guerrilla», concluyó la Comisión de la Verdad sobre los hechos del Palacio de Justicia. Adicionalmente magistrados auxiliares como Lisandro Romero, Luz Estella Bernal, Emiro Sandoval Huertas, Jorge Alberto Echeverry Correa, Julio César Andrade Andrade y Carlos Horacio Urán también murieron en los hechos. Está comprobado que este último salió con vida del Palacio de Justicia, custodiado por miembros de la fuerza pública y luego apareció asesinado[920]. Dos miembros del M-19 también salieron con vida: uno reapareció muerto en el Palacio y la otra fue desaparecida. Otras personas fueron torturadas en instalaciones militares del Cantón Norte y otros lugares, y varias fueron desaparecidas posteriormente[921]. La Comisión encontró que la información con que contaban las fuerzas de seguridad del Estado -el repentino retiro de la seguridad del edificio y la instantánea organización del operativo militar- indican que se planeó un operativo prediseñado con este propósito. Después de los hechos, los medios de comunicación se silenciaron, el poder judicial fue usurpado y los abusos en el manejo de las pruebas y los cadáveres probaron la prevalencia de las órdenes marciales sobre las judiciales. En adelante, cualquier decisión judicial sobre el caso del holocausto del Palacio de Justica se convirtió en un dilema político. El caso se ha movido en varios escenarios judiciales: la justicia ordinaria, la justicia penal militar, el contencioso administrativo, la Procuraduría, el Sistema Interamericano y, más recientemente, la Jurisdicción Especial para la Paz. Este ha sido el único caso registrado que ha tenido una comisión de la verdad creada directamente por la Corte Suprema de Justicia. En medio de la insistencia del grupo de familiares de los desaparecidos de la cafetería del Palacio de Justicia, su abogado Eduardo Umaña Mendoza quien además llevaba otros muchos casos de violaciones de derechos humanos resultó asesinado. Funcionarios judiciales y víctimas del caso han sufrido hostigamientos y persecución. Varios testigos, incluyendo personal militar, fueron amenazados. En desarrollo del expediente por el caso de los desaparecidos en el Palacio de Justicia, entre 2006 y 2007, la fiscal cuarta ante la Corte Suprema, Ángela Buitrago, ordenó detener a varios suboficiales y oficiales de las Fuerzas Militares. Luego, en agosto de 2010 compulsó copias para investigar a tres generales por el asesinato del magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán. Al poco tiempo, se le pidió que presentara su renuncia y un mes después la separaron de su cargo. El 2 de junio de 2010, la CIDH otorgó medidas cautelares a favor de María Stella Jara Gutiérrez, quien tuvo a cargo el caso del Palacio de Justicia y sufrió múltiples amenazas. Posteriormente, la jueza Jara se exilió temporalmente. Magistrados del Tribunal que conocieron el caso también sufrieron persecuciones en forma de hostigamiento en sus desplazamientos, descrédito público y denuncias por su gestión. En 2014, la justicia internacional declaró la responsabilidad del Estado colombiano por las desapariciones, torturas, ejecuciones y denegación de justicia en el caso del Palacio, en consonancia con lo que había declarado en diferentes oportunidades el Consejo de Estado, pero eso no se tradujo en avances concretos contra la impunidad en el país. Los hechos del Palacio tuvieron un efecto devastador sobre la justicia y contribuyeron a la impunidad posterior en muchos casos debido al miedo, la falta de garantías y la desaparición de una buena parte de la cúpula de las altas cortes de Colombia, que contaban con un enorme reconocimiento nacional e internacional. |
8.7. Bloqueo de las investigaciones sobre narcoparamilitarismo y ataques a la justicia
Algunas investigaciones judiciales permitieron entender el papel del paramilitarismo en una época en que el narcotráfico empezó su orientación contrainsurgente. Una jueza de la época, en el exilio desde hace más de 30 años, habló con la Comisión de la Verdad sobre su investigación de las matanzas producidas en Honduras, La Negra y Punta Coquitos, en Urabá, a comienzos de 1988. Esta puso al desnudo la triangulación entre grupos paramilitares, el narcotráfico, agentes del Estado y algunos ganaderos de la región, que habían sido sometidos por largo tiempo al control de la guerrilla. La justicia de orden público determinó la responsabilidad de miembros del Ejército en servicio activo adscritos al B2 del Batallón Voltígeros; la vinculación de la Asociación Campesina De Ganaderos Del Magdalena Medio (Acdegam), con sede en Puerto Boyacá y base en las fincas El Diamante y Diamante Dos, de Fidel Castaño, su lugar de entrenamiento; y el involucramiento de Luis Alfredo Rubio, alcalde de Puerto Boyacá, cómplice de estas actividades, y narcotraficantes que estaban detrás de los hechos.
La investigación sobre las masacres derivó en amenazas contra la jueza y en tres atentados mientras trataba de buscar apoyo en el propio Estado para su seguridad. En una reunión con el ministro de Defensa de la época para evaluar su caso, en lugar de apoyo, la jueza recibió amenazas para que no siguiera su investigación:
«Primero me dijo que las investigaciones se caían no solamente por las pruebas, sino también por la persona del juez, que la persona de la juez podía ser o corrupta o inepta. Entonces, cuando yo le dije que no entendía, me dijo que todo el mundo tenía un talón de Aquiles. Le dije que yo no tenía talón de Aquiles y me dijo que si no tenía, me lo encontraban, que se podía encontrar droga en mi carro o demostrar que yo era una inepta para ejercer ese cargo. Esto entre muchas otras cosas, pero resumiendo, que, en últimas, él, ellos, los militares, estaban en capacidad de desconocer mi autoridad como juez de la República, la autoridad de todos los jueces de la República juntos, y que fuera y le contara lo que él me estaba diciendo a quien tuviera que contarle, a quien yo quisiera contarle».
La mayoría de estas masacres de 1988, y las consumadas en años siguientes, mostraron la relación del narcotráfico con un paramilitarismo contrainsurgente. La mayoría de ellas, sin embargo, se disfrazaron como enfrentamientos entre el EPL y las FARC-EP. En ellas estuvieron implicados sicarios de las escuelas de entrenamiento del mercenario israelí Yair Klein y militares del batallón Voltígeros. La estructuración de estos mecanismos contrainsurgentes apareció en el escenario judicial a partir de ese momento. El padre de la jueza a cargo de la investigación fue asesinado cuando ella estaba en el exilio. En julio de 1989, la jueza María Elena Díaz, quien asumió el caso dos meses después de que su compañera saliera del país, fue asesinada en Medellín En este caso, la violencia contra los jueces generó un efecto disuasivo entre los jueces subsiguientes. Muchas decisiones previas se revirtieron precisamente por esta razón.
En enero de 1989, una comisión de dos jueces de instrucción criminal, sus secretarios, seis agentes de la Policía Técnica Judicial y dos conductores fue masacrada en el caserío de La Rochela, en el municipio de San Vicente de Chucurí, en Santander. La comisión había ido a la zona a investigar la desaparición de 19 comerciantes en 1987. En dichos hechos estuvieron involucrados grupos paramilitares del Magdalena Medio en connivencia con miembros de las Fuerzas Armadas. La masacre fue un hecho traumático no solo para sus familiares, sino para todo el sector justicia.
En el proceso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que condenó al Estado por estos hechos, se señaló que ningún miembro del Ejército ni de la Policía llegó a auxiliar al único sobreviviente después de la masacre, a pesar de que los batallones militares se encontraban a veinte y cuarenta minutos del lugar de la misma[922]. Durante el proceso judicial fueron asesinados tres testigos y un investigador. Además, los familiares de las víctimas que rindieron testimonio ante la CIDH fueron amenazados. El efecto de impunidad de este caso se expandió a los procesos judiciales adelantados en la zona por masacres anteriores al caso de los 19 comerciantes, cuyos expedientes desaparecieron supuestamente porque se habían perdido en los hechos de la masacre contra la comisión judicial. En realidad, los jueces no tenían todos los expedientes consigo.
Otro caso que puso en evidencia la estrecha relación del narcoparamilitarismo con sectores de las Fuerzas Armadas fue la masacre de Trujillo, en el Valle. Esta incluyó una continuidad de hechos de violencia contra la población civil entre 1986 y 1994. Fue una agresión caracterizada por episodios de torturas, asesinatos y desapariciones forzadas. Se usaron métodos de sevicia extrema, que incluyó el uso de motosierras para desmembrar a las víctimas, antes de arrojarlas a las aguas del río Cauca.
Lo sucedido en Trujillo terminó en una comisión que determinó de manera contundente la responsabilidad del Estado, que fue reconocida por el presidente Ernesto Samper tras el informe. No obstante, la investigación judicial que derivó en ese informe se vio entorpecida por incontables obstáculos. Se dieron asesinatos de testigos, exilios y nuevos ciclos de amenazas que se extendieron hasta familiares y acompañantes de las víctimas. Al final, hubo algunas condenas contra militares y narcotraficantes, pero la pesquisa no alcanzó para develar todo el entramado criminal que se formó para preservar intereses ilícitos comunes del narcotráfico y miembros corruptos de la fuerza pública.
Estos episodios de intimidación y violencia muestran que, en buena medida, las pocas investigaciones judiciales en Colombia por violaciones a los derechos humanos se han dado en medio de un recurrente negacionismo del Estado y de las Fuerzas Armadas respecto a sus responsabilidades. La versión prevalente en la mayoría de los casos es que se trató de hechos originados a partir de circunstancias locales y que, en consecuencia, las responsabilidades fueron solamente individuales. No obstante, también se ha probado que no fueron piezas sueltas de corrupción, sino que, en múltiples ocasiones, hubo alianzas cuestionadas con graves efectos para las víctimas y sus territorios. La persecución posterior a los acontecimientos, sumada a la ausencia de investigaciones, evidencian una recurrente falta de justicia. Por eso fueron tan importantes las acciones de los magistrados, jueces, fiscales o funcionarios que pagaron con su vida o su seguridad personal su compromiso con la verdad, la justicia y la democracia. No pudieron concluir su tarea de desmantelar los mecanismos del terror, pero se adelantaron en una tarea que nunca es tarde para un Estado que tiene la obligación de reconciliarse con las víctimas a través de la verdad.
8.8. Ataques de la guerrilla
La justicia también ha sufrido embates de las guerrillas. En 26 las 1.755 tomas y ataques guerrilleros a poblaciones se afectaron oficinas de juzgados y en 46 instituciones penitenciarias[923]. En estos casos, las guerrillas afectaron a las instituciones de la justicia en medio de ataques indiscriminados, especialmente en el caso de los juzgados, pero también como violencia selectiva, sobre todo contra las cárceles. Las consecuencias de dichas acciones no solo incluyeron las instalaciones, sino la extensión de la amenaza contra los funcionarios encargados de la justicia en dichas regiones.
Además de los ataques indiscriminados en las tomas, las guerrillas también atacaron directamente a funcionarios judiciales. Un ejemplo fue lo ocurrido en noviembre de 1991, cuando las FARC-EP masacraron a una comisión encabezada por el Juez 75 de Instrucción Criminal Permanente de Bogotá, Luis Miguel Garavito, y varios fiscales e investigadores de la localidad de Usme. Este hecho creó la impresión de que la justicia tenía vedado, incluso circular por las zonas cercanas a la capital de la República por la acción de la guerrilla. En el paro judicial iniciado por la masacre, Asonal Judicial emitió un comunicado dirigido a los jueces, en el que les recomendó no realizar diligencias judiciales en zonas de conflicto. Esas «zonas rojas» estigmatizaron poblaciones y produjeron miedo entre los funcionarios, que evitaban ser nombrados o trasladados a estos territorios.
Las amenazas, presiones y desplazamiento de funcionarios del sector judicial en zonas de control de grupos guerrilleros, como las FARC-EP o el ELN, fueron frecuentes. En 1990, el ELN asesinó a la pareja formada por el Juez de Orden Público Samuel Alonso Rodríguez Jácome y la abogada Margoth Stella Puentes Torrado. Fueron acribillados frente a su casa en Bucaramanga el 2 de junio de 1990. Su hija fue criada por sus abuelos en el exilio.
Las investigaciones contra miembros de las guerrillas llevaron a amenazas o asesinatos. En marzo de 1996, en Tibú, Norte de Santander, funcionarios de la Fiscalía cumplieron la orden de un juez sin rostro de dar con el paradero de José Nelson Pérez Ortega, alias Pulga Arrecha, un miembro del ELN acusado del asesinato de un policía en Norte de Santander. El 13 de marzo, los seis funcionarios del CTI de Tibú cenaban en un restaurante cuando fueron atacados con armas semiautomáticas. La Policía tenía su puesto a dos cuadras de los hechos, pero tardó 45 minutos en llegar. En el atentado fallecieron los funcionarios Javier Alfonso Martínez Vila y Quintín Diaz Rondón, y Gustavo Rico Muñoz, Jaime Ávila. Juan Carlos Romero, Yesid Enrique Duarte Cristancho, sufrieron secuelas, discapacidad o impactos severos.
Veintidós años después, en octubre de 2018, en la jurisdicción de Justicia y Paz, se celebró una audiencia de versión libre del excomandante del frente Libardo Mora Toro del EPL. El procesado confesó que efectivamente el ELN planeó el hecho y subcontrató al EPL para llevarlo a cabo. Según dijeron, se atacó a los funcionarios judiciales por ser objetivos militares, ya que eran integrantes de la Fiscalía que llevaban procesos contra los guerrilleros y habían capturado a uno de los suyos recientemente. Para la esposa de uno de los funcionarios atacados, esa fue «una verdad a medias», porque la Fiscalía podría haber hecho mucho para protegerlos, pero realmente no hizo nada. A la impotencia de las víctimas se sumó el drama de los sobrevivientes, que ni siquiera han sido recordados:
«El sobreviviente también le ha apostado al país. Tienen que ser nombrados. No pueden ser solo víctimas los muertos. A veces cuando veo lo que sufrió, no sé qué hubiera sido mejor»[924]
8.9. Justicias de excepción que prolongaron impunidad
La justicia penal militar siguió perseverando en su decisión de abarcar todos los procesos contra los que consideraba enemigos internos del Estado colombiano y para eso utilizaba todos los expedientes, desde la presión a la Corte Suprema de Justicia hasta la presión a los gobiernos de turno [...]. López Michelsen se negó a dictar el Estatuto de Seguridad porque eso para él era un tema de popularidad. Luego cuando llega Turbay Ayala en 1978 al poder, ya estaba listo todo el andamiaje del Estatuto de Seguridad, o sea, siempre perseveraron, siempre presionaron para que los civiles pudieran ser juzgados en consejos verbales de guerra, para que las libertades se restringieran[925].
Las justicias de excepción en el marco del Estado de Sitio fueron creadas o utilizadas para atacar a la criminalidad, pero inclinaron la balanza del lado militar y sacrificaron el debido proceso. La justicia penal militar se utilizó durante décadas como un mecanismo para juzgar a civiles o miembros de la fuerza pública acusados de violaciones de derechos humanos. Desde la época del Frente Nacional, el uso de la justicia penal militar fue extendido a través de los Consejos Verbales de Guerra. En 1974, cuando terminó el Frente Nacional, la justicia penal militar siguió investigando los delitos cometidos contra la seguridad del Estado, el régimen constitucional, la seguridad interior, el secuestro y la extorsión. En ese contexto, con la justicia al servicio de la militarización, los refuerzos y recursos en el dilema de la guerra quedaron situados en los planos de los fueros penales y las colisiones de competencia, sembrando dudas respecto a si en el examen judicial a los crímenes de guerra o delitos de lesa humanidad se pudiese admitir el fuero militar.
Durante los años ochenta, persistieron los consejos verbales de guerra en los que militares juzgaron a civiles con poca imparcialidad a la hora de administrar justicia. También proliferaron serias denuncias de torturas, anulación del derecho a la defensa y falta de independencia e imparcialidad[926], pues las actuaciones estuvieron determinadas por la actuación de los militares como juez y parte en el conflicto[927]. Esta atribución de juzgar civiles significó un crecimiento exponencial de la competencia de la justicia penal militar, y se incrementó a través de sucesivos gobiernos, bajo los poderes de los Estados de Excepción.
El gobierno del conservador Misael Pastrana (1970-1974) fue el que más veces amplió las competencias -en al menos cinco oportunidades- y la Junta Militar de Gobierno (1957-1958) la que hizo la ampliación más extensa.
La expedición del decreto 1923 de 1978, conocido como el Estatuto de Seguridad, durante el gobierno de Julio César Turbay, fue el punto cumbre del esquema de la justicia penal militar para enfrentar los problemas de orden público y los reclamos de impunidad. En 1980, la justicia penal militar llevaba 334 Consejos de Guerra Verbales por diferentes delitos que figuraban en el Estatuto. La aplicación de este Estatuto de Seguridad provocó una crisis de derechos humanos que atrajo atención internacional. El uso de las torturas durante los interrogatorios, los allanamientos sin previa orden judicial y el incremento de las desapariciones ratificaron la notoria influencia militar en los derroteros de la justicia. En síntesis, se insertó una forma de derecho que operó bajo una doctrina de guerra, con una profunda afectación al propio sentido de la justicia.
La Constitución de 1991, las reformas legales y la jurisprudencia de la Corte Constitucional, cuyas sentencias limitaron lo Penal Militar a los actos relacionados con el servicio -excluyendo las violaciones de derechos humanos[928]-, terminaron por consolidar la reducción de la competencia de la justicia penal militar.
A pesar de lo anterior, la jurisdicción penal militar siguió recibiendo diversos casos de violaciones que escapaban a su limitación funcional. Entre 1996 y 2016, se presentaron ante el Consejo Superior de la Judicatura 1.938 decisiones relativas a disputas entre la jurisdicción penal militar y la justicia ordinaria por los casos. Estas evidencias marcan también lo que significó la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de 1987, que puso fin al juzgamiento de civiles por parte de los militares.
Los organismos de inteligencia han usado en varios momentos la versión de que las denuncias de violaciones de derechos humanos son parte de una supuesta «guerra jurídica» como pretexto para deslegitimar estas denuncias y cuestionar las investigaciones como si se tratara de una cruzada de sus opositores de la guerra en el campo penal. Como parte de esa narrativa de la guerra jurídica, se empezó a hablar de un «síndrome de la Procuraduría General de la Nación», como si las instituciones de control del Estado fuesen un obstáculo para la guerra, y se cuestionó el ejercicio del Ministerio Público en investigaciones disciplinarias contra integrantes del Ejército y la Policía. El entorno político de la confrontación armada, en paralelo, convirtió el derecho a la defensa en una garantía vulnerada.
Relacionado con esto, es importante notar que tampoco se ha escrito la historia de los defensores de derechos humanos, abogados de presos políticos o miembros de las guerrillas o litigantes contra las Fuerzas Armadas asesinados, amenazados o bloqueados para el cumplimiento de su deber. Esto es, de la defensa de los presos políticos que se volvió objetivo militar del movimiento Muerte a Secuestradores (MAS), en los ochenta, o de la que, en los noventa, fue testigo de las luchas de defensores ejemplares como Eduardo Umaña y Jesús María Valle, asesinados por su obsesión por defender la vida y el respeto a los derechos humanos. Todas estas personas fueron asesinadas por insistir en el acceso a la justicia como un derecho fundamental, sobre todo ante las violaciones a los derechos humanos.
La remisión de tantos casos de la justicia penal militar a la justicia ordinaria implicó que esas mismas violaciones de Derechos Humanos no fueran apropiadamente investigadas y que, por lo tanto, facilitaran la impunidad. La justicia penal militar tiene responsabilidad porque dio validez a muchas versiones para fortalecer coartadas -de la misma forma como, en tiempos recientes, tuvo incidencia en el encubrimiento de falsos positivos porque jueces penales militares legalizaron hechos y falsearon actas-. Algunos jueces penales militares se negaron a participar en los encubrimientos y no faltó el funcionario que se vio forzado a salir al exilio.
Para la Comisión, la justicia penal militar no tiene competencia para juzgar a civiles ni para investigar violaciones de derechos humanos. Si bien el marco legal es claro, la tendencia a discutir la competencia con la de la jurisdicción ordinaria conlleva numerosas presiones indebidas y un desgaste de las víctimas y funcionarios implicados, la dilación de los procesos, la pérdida de pruebas y, en últimas, la disolución de las responsabilidades, por lo que se ha constituido en un mecanismo de impunidad y el estado debe tomar medidas para evitarlo.
En 1987, los Juzgados de Orden Público se crearon bajo la justificación de «fortalecer los mecanismos jurisdiccionales del Estado instituidos para la investigación y sanción de los delitos»[929] con una estructura administrativa y normativa procesal propia, proyectada para ser especial y transitoria. Fue otra medida adoptada ante la declaratoria de inconstitucionalidad de la Corte Suprema de Justicia sobre las atribuciones de la justicia penal militar de enjuiciamiento de civiles. «La justicia de orden público surge por el fracaso de la justicia penal militar y tribunales castrenses», le dijo uno de los funcionarios entrevistados por la Comisión.
Las nuevas reglas de juego frente al examen judicial de las violaciones a los derechos humanos condicionaron al Estado a buscar soluciones en la inequívoca ruta del Estado de Sitio. Esto ocurrió en 1988, para acuñar el primer estatuto antiterrorista presentado como el Estatuto para la Defensa de la Democracia; y en 1990, con el Estatuto para la Defensa de la Justicia, conocido como la Justicia sin Rostro. Se trató del mismo modelo contrainsurgente en un entorno de territorios de jueces sin Estado, con el día a día de la violencia a bordo y las presiones de los actores de la guerra.
El modelo fue diseñado bajo el argumento de proteger a los funcionarios judiciales de la violencia masiva de los grupos delincuenciales organizados, en especial del narcotráfico, así como garantizar la eficacia de las investigaciones y evitar la corrupción. Pese a las medidas de seguridad implementadas, que incluyeron la conversión de los despachos en verdaderos búnkeres o el hecho de que «fueron los primeros funcionarios de la rama con vehículos blindados otorgados por el gobierno de Estados Unidos», como recuerda uno de los jueces que participaron en los grupos focales de la Comisión, poco se logró: era vox populi quiénes llevaban cada caso. Desde la perspectiva de los usuarios de esta jurisdicción, este modelo de justicia operaría con atribuciones procesales exorbitantes, como la posibilidad de mantener en reserva la identidad de jueces y testigos, de forma que sus declaraciones eran recibidas y los abogados defensores no podían saber quién hizo la declaración, ni siquiera escuchar la voz de las personas declarantes, contando como único dato de identificación la huella digital de las personas.
En el año 2000, la Corte Constitucional, que en general defendió las medidas excepcionales en la justicia en atención al contexto de persecución y alteración del orden público, encontró que estas medidas afectaron la garantía constitucional del debido proceso público, pues desconocieron el principio de publicidad y contradicción de la prueba[930]. La justicia regional o justicia sin rostro demostró la debilidad de la justicia, que se vio tentada a sacrificar los principios básicos de un proceso justo para salvaguardar la vida de sus funcionarios. Lo más preocupante es que, aun con medidas extraordinarias que mutilaron el derecho a la defensa de los procesados, esta forma de funcionamiento no logró salvaguardar la vida de sus funcionarios, pues, de cualquier manera, hubo numerosos hostigamientos y asesinatos.
La Comisión de la Verdad recaudó varios testimonios que demuestran que, en la práctica, en los expedientes por graves violaciones de derechos humanos, a pesar de la confidencialidad de los funcionarios o testigos, los grupos armados tuvieron plena capacidad para amedrentar a los jueces secretos. El testimonio de una exjueza que ejerció durante más de 20 años en Antioquia es elocuente. A pesar de que sus acciones correspondían a obligaciones de la justicia sin rostro, los investigados tuvieron plena disposición para amenazarla. Su caso fue tan escandaloso que alcanzó a discutirse en un consejo de seguridad de Medellín, en 2006. Meses después, un desconocido ingresó a su despacho. Ella estaba sola, pues ese día había paro judicial. Sin preámbulos el sujeto le dijo: «Vea, yo estoy armado», y sacó de la parte trasera de la pretina del pantalón un arma. Luego agregó: «Esta arma tiene silenciador. Yo puedo matarla en este momento, pero yo quiero hablar con los jefes suyos». En efecto, tres magistrados hablaron con él, aunque la jueza no fue capaz de decirles que estaba armado. «Él conversó con ellos y les dijo que era inminente que yo me moría. Y pidió una ayuda económica por la información que estaba dando [...]. La solución que se encontró fue que yo saliera a vacaciones mientras buscaban una forma de protegerme». Finalmente, salió al exterior. El resumen de este testimonio lo constituye la respuesta dada a la exjueza sin rostro por el individuo que entró con un arma a su sede del Tribunal de Medellín: «Nosotros entramos aquí cuando queramos»[931].
8.10. Excepciones normalizadas
El informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas enmarca la impunidad como una herramienta institucionalizada de la guerra contrainsurgente que actúa en conjunción con la política criminal y la legislación de guerra[932]. Las medidas políticas llamadas «de mano dura» han sido en otros momentos mecanismos de excepción. Con estas, el respeto por los derechos humanos se ha visto vulnerado. Uno de esos mecanismos ha sido las detenciones arbitrarias, a veces masivas, sin pruebas ni acusaciones específicas, contra personas consideradas sospechosas por su pertenencia grupal o geográfica. Entre 1993 y 1996, por ejemplo, «las Fuerzas Armadas detuvieron a 6.019 personas por sospechar que pertenecían a organizaciones guerrilleras; en 5.500 de los casos, el 92 %, la Fiscalía General de la Nación determinó que las pruebas eran insuficientes para instruir cargos»[933].
Este ámbito de sospecha y abuso se sumó a la responsabilidad de los organismos de inteligencia que, en distintos momentos del conflicto armado, jugaron un papel determinante en la prevención y persecución del delito, pero también en la composición de los entramados criminales. Hubo una misma razón detrás del paso del Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC) al Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), en 1960; de la desactivación de la Brigada XX de Inteligencia Militar, en 1998; y de la extinción del DAS, en 2015: la violación de derechos humanos y el barrido de las evidencias de la violencia oficial.
La práctica del espionaje local con fines judiciales y políticos ha sido otra forma de utilizar organismos de inteligencia contra la propia justicia y la democracia. Esta no ha sido analizada en profundidad. Ha habido hechos sin investigación suficiente, como los protagonizados por el DAS en los 80, bajo el mando del general de la Policía Miguel Maza Márquez, hoy condenado por la justicia por su relación en el desmantelamiento de la seguridad del candidato presidencial Luis Carlos Galán, asesinado en agosto de 1989. A la expectativa de la Justicia Especial de Paz se espera que Maza se resuelva a comparecer al recuento de verdades que permitan esclarecer la participación del organismo en la oleada de crímenes contra la Unión Patriótica. El otro caso crítico del DAS se dio en la era Uribe con dos capítulos de escándalo bajo las administraciones de Jorge Noguera y José Miguel Narváez, y la de María del Pilar Hurtado. Los dos primeros dejaron abierta la puerta para que el paramilitarismo actuara, en alianza con el propio DAS, en contra de líderes sociales y sectores de oposición. Y la última desplegó una sistemática acción de interceptación ilegal de comunicaciones, incluyendo la instalación de un micrófono en la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia mientras crecía el escándalo judicial de la parapolítica.
Eso explica la práctica que se hizo ostensible bajo la política de Seguridad Democrática en el primer año del gobierno Uribe, con el aumento de los detenidos como supuestos guerrilleros que aumentó en un 167 %. En ese momento, se adoptó una estrategia de capturas masivas que llevó a detener a cerca de 6.000 personas indiscriminadamente. En pueblos como Quinchía, Risaralda, por ejemplo, 117 personas fueron privadas de su libertad en septiembre del 2003. Años después, el Consejo de Estado condenó a la Nación a pagar 7.300 millones de pesos por la actuación «desproporcionada» de la Fiscalía. En 2003, en lugares como Chalán, Ovejas, Corozal, Sincelejo y Colosó se produjo la detención de 156 personas y presentadas como integrantes de las FARC-EP. El entonces fiscal especializado Orlando Pacheco Carrascal ordenó la libertad de las personas detenidas por no encontrar fundamento en la medida restrictiva. Tras esto, fue destituido por el Fiscal General Luis Camilo Osorio y recibió amenazas de grupos paramilitares que lo obligaron a salir desplazado.
Históricamente, diferentes obstáculos han impedido el acceso a la justicia de la población colombiana. Un estudio del DANE de 1985[934] mostró que solo se denunció el 20,9 % de los delitos registrados. En otras palabras, el 79,1 % de la criminalidad no se denunciaba. La baja tasa de denuncia en 1985 se debía a la ausencia de pruebas (37,5 %), la inoperancia de la justicia (23,2 %), lo complicado de los trámites (13,3 %), el desconocimiento de los trámites (6,3 %), el temor a represalias (6,3 %), la ausencia de autoridades (6,3 %), la vergüenza (1,6 %), la ignorancia o inacción (5,8 %). Estos datos son similares a los que encontró el Departamento Nacional de Planeación (DNP) en la Encuesta de Necesidades Jurídicas en Colombia --la más grande de este tipo que se ha hecho hasta el momento en Colombia-, en 2016[935]. Según esta encuesta, el 32,36 % de quienes tuvieron un problema relacionado con el conflicto armado no denunció ni hizo nada para solucionarlo, el 66,36 % lo gestionó a través de una entidad o persona cuya gestión era reconocida y permitida por el Estado para solucionar el problema y el 1,28 % a través de acuerdo entre las partes.
Más allá de los porcentajes, al comparar los resultados de los estudios de 1985 y del 2016, es notable la persistencia de barreras para el acceso a la justicia, así como la inoperancia de esta, expresada en la cantidad de tiempo que se toma en llegar a una decisión y el desconocimiento de cómo exigir derechos. La complejidad del sistema jurídico colombiano hace que muchos de sus intríngulis sean de difícil comprensión para las víctimas.
Muchas de las que hablaron con la Comisión, sin embargo, demostraron un dominio, labrado a fuerza, no solo de sus casos sino de cómo opera el sistema jurídico. Estas lecciones provienen de un esfuerzo de décadas de insistencia para hacer prevalecer la justicia y reivindicar el nombre de sus familiares. Un caso que ilustra esta resistencia ante la impunidad es el de Fabiola Lalinde, una mujer que, tras la desaparición de su hijo Luis Fernando en 1984 por una patrulla del Ejército, no dejó de reclamar hasta que encontró sus restos. Fabiola Lalinde se convirtió en símbolo de la lucha contra la impunidad. Para describirla, hablaba de la operación Cirirí[936], que se convirtió en un ejemplo y una expresión de la lucha de los familiares de desaparecidos y el papel crucial de las víctimas en las investigaciones. En su caso, esa postura de exigencia le costó que, a través de pruebas falsas, la acusaran falsamente de narcotráfico. La búsqueda de su hijo desaparecido por las Fuerzas Militares la llevó a enfrentar el negacionismo de la institución militar y a sufrir consecuencias en su vida y la de su familia. Uno de sus hijos tuvo que salir al exilio, por ejemplo.
Este testimonio, sumado al de otras víctimas que han decidido enfrentar la impunidad, demuestra otra realidad a lo largo del conflicto armado. Pese a que la obligación de investigar recae en las autoridades judiciales «de oficio», en múltiples ocasiones, el avance de los procesos terminó dependiendo de las víctimas. Hubo muchos esfuerzos institucionales y personales de muchos funcionarios, pero, a menudo quedó a la vista una notable desidia y falta de diligencia frente a las violaciones. En otros casos, las condiciones de seguridad para los funcionarios judiciales fueron muy precarias y, en algunos momentos, inexistentes. Un ejemplo paradigmático de esta situación lo ofreció en 2004 el entonces vicefiscal general de la nación a los medios de comunicación. En marzo de ese año, explicó que había muchas dificultades para administrar justicia en el país. En Arauca, dijo, los «fiscales tienen que administrar justicia acantonados en brigadas militares. Todo esto por temor a que los maten»[937]. También han sido notorias las barreras de acceso respecto a los delitos contra las mujeres. Sus defensores han advertido problemas como la falta de conocimiento, la frecuencia con que se minimizan sus denuncias o no se tiene en cuenta un enfoque de género en las investigaciones, o la falta evaluación de las implicaciones para las mujeres de las denuncias, especialmente en los casos de violencia sexual, lo que conlleva en muchos casos denegación de justicia.
El hecho de que la mayoría de los crímenes del conflicto sean cometidos en zonas rurales o bajo el control e influencia de múltiples actores armados ha hecho que la justicia sea impracticable o que sirva como pretexto para denegar la verdad a las víctimas. Como observó la Defensoría del Pueblo, «en estas regiones, la presencia de las autoridades que puedan brindar protección es más baja y su capacidad de reacción también es reducida»[938].
En muchos lugares del país, la justicia se limita a conocer de infracciones menores o meramente simbólicas ante la regencia de los grupos armados que terminaron por regular problemas sustanciales. Un ejemplo visible se vivió durante la «zona de distensión», cuando la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de Colombia encontró que «las autoridades judiciales han debido abandonar el lugar y, por lo tanto, la población debe acudir a autoridades de las zonas aledañas o, en la práctica, someterse a la autoridad impuesta por las FARC»[939].
Estas situaciones se han dado en lugares donde el control de grupos armados ilegales hace que la respuesta a la conflictividad se diera mediante el poder de las armas. Allí, la gente recurrió a quien fuera que tuviese poder para resolver sus problemas, dada la ausencia de justicia.
8.11. El impacto en las víctimas de la impunidad
Ese día fui a colocar la denuncia ante la Fiscalía. Que ellos no sabían dónde quedaba Puerto Alvira, que ellos no sabían dónde quedaba Puerto Jabón, que eso no registra ante el mapa, ante un mapa que ellos manejan... Que ese pueblo no existe. Eso está como que pasó y no pasó, como que no sucedieron aquellos hechos en aquel lugar ¿sí? Entonces, yo le dije al muchacho: «Pues me parece mal hecho porque son hechos que uno vivió y que usted me dice no aparecen, que no existen». Y es que no aparecen. Ahí les tocaba colocar que eran de Mapiripán. Entonces, en el momento que mi mamá denunció, le colocaron que ella estaba denunciando que el desplazamiento era de Mapiripán, cuando ella nunca salió de Mapiripán. Ella salió de Puerto Alvira, Meta, conocido como Caño Jabónf..]. A ella le vulneraron todos esos derechos[940].
A las trabas del nudo burocrático de los procesos, se han sumado los costos financieros y emocionales, los riesgos de seguridad y las cargas manifiestas e invisibles de persistir en la justicia. En gran parte de los casos de violaciones de derechos humanos, la investigación casi ha dependido por completo de las víctimas. En ese contexto, las búsquedas de justicia están mediadas por la precariedad en las condiciones de vida de las personas, a quienes en la práctica se les imposibilita acudir a diligencias judiciales sin arriesgar sus vidas o usar recursos importantes. En síntesis, no hay una presencia robusta de la justicia. El hecho de que esta escasee en los territorios representa una enorme deuda del Estado, que se traslada a las zonas indígenas, a las comunidades afrodescendientes y a la jurisdicción de menores. La imagen es la de un laberinto de normas y recursos que, en el apartado de juzgar las responsabilidades de la guerra y las violaciones a los derechos humanos, evidencia una falencia histórica y un factor de persistencia frente al conflicto armado. La mejor alternativa contra la guerra es la justicia. Su ausencia ha sido determinante para que persistan las dudas respecto a la defensa del Estado y los compromisos de la sociedad para respaldarlo a sabiendas de sus omisiones en el deber de hacerla cumplir.
El control de las poblaciones a través de la violencia se sintetiza en la determinación de «dejar las cosas así». El impacto de la ausencia de justicia, visto como fenómeno de «impotencia aprendida», se traduce en una cultura de la impunidad en la que las víctimas aprenden que no pueden hacer nada porque se enfrentan a personas o grupos de poder y las consecuencias de las investigaciones pueden traer más presiones y amenazas que soluciones. En otras palabras, en situaciones en las que la propia impunidad y ausencia de resultados confirman la imposibilidad de cambio y la necesidad de adaptarse. En un caso ocurrido en las inmediaciones de Florencia, Caquetá, una víctima le contó a la Comisión que su madre, su hermano y el trabajador de la finca en la que vivían fueron calcinados dentro de la casa por un grupo armado sin que la justicia reaccionara de ninguna forma:
«Yo no quiero que por retaliación vayan a asesinar a un familiar o una esposa de alguno de nosotros o un familiar o un hermano. Con eso no vamos a revivir a mi mamá [...] entonces[...] decidimos dejar así las cosas [...]. ¿Que va a quedar impune? Va a quedar impune»[941].
Muchas víctimas han expresado a la Comisión que en las violaciones hay un doble impacto: el daño derivado de los hechos y la ausencia de una respuesta social de justicia. La impunidad es un factor de victimización, pues transmite menosprecio por las vidas de las víctimas que sienten que lo que les pasó a nadie importa. La acumulación histórica de esta sensación ha causado desafección y falta de credibilidad en las instituciones. Como señaló una mujer víctima de desplazamiento forzado en el Guaviare: «Coloqué la denuncia y a lo último no me sirvió pa nada, pues ese señor no hizo nada con esos papeles»[942]. Muchas de las víctimas que buscan esclarecer sus casos, han tenido que sufrir ataques, hostigamientos y amenazas, que han producido desplazamientos forzados, o incluso, el exilio por buscar la justicia o intentar hacerla. Parte de quienes reclamaron fueron asesinados, como ha ocurrido con reclamantes de restitución de tierras. En momentos de supuesta pacificación, la justicia ha sido una promesa pendiente, como muestra lo que le ocurrió a víctimas que los paramilitares atacaron en pleno proceso de Justicia y Paz.
El acoso que han sufrido las víctimas es visible en la persecución contra los defensores y defensoras de derechos humanos. Esta fue una lógica de muerte que se trasladó a quienes defienden los derechos de las comunidades. Solo en los años 90, el defensor Alirio de Jesús Pedraza Becerra, abogado del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, fue víctima de desaparición forzada el 4 de julio de 1990, y su compañero de litigio, el abogado Eduardo Umaña Mendoza, fue asesinado en abril de 1998 cuando llevaba casos sobre la responsabilidad de agentes del Estado en graves violaciones a los derechos humanos. Otros casos incluyen el crimen de Mario Calderón y Elsa Alvarado, investigadores de la organización Cinep, ocurridos en Bogotá el 19 de mayo de 1997;el asesinato de Jaime Ortiz Londoño y Nazareno De Jesús Rivero, miembros del Comité de Derechos Humanos del Nordeste Antioqueño, ocurridos el 9 de marzo de 1997; la muerte violenta de Josué Giraldo Cardona, presidente del Comité de Derechos Humanos del Meta, ocurrido el 13 de octubre de 1996, y el de Jesús María Valle Jaramillo en 1998, quien venía de ser presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, Héctor Abad Gómez, defensor asesinado en 1987.
En 1998, esta situación llevó a la Corte Constitucional a declarar el estado de cosas inconstitucional respecto de la protección a defensores de derechos humanos. En la Sentencia T-590, la Corte declaró que hay un estado de cosas inconstitucional en la falta de protección a los defensores de derechos humanos y, en consecuencia, hacer un llamado a prevención a todas las autoridades de la República para que cese tal situación [ya que...] el ataque a los defensores de derechos humanos ha continuado (el asesinato de Eduardo Umaña Mendoza lo demuestra) y hay conductas omisivas del Estado en cuanto a su protección, máxime cuando se ha puesto en conocimiento de éste el clima de amenazas contra dichos activistas. Esta es una situación abiertamente inconstitucional, a la cual el juez constitucional no puede ser indiferente.
Esta situación ha continuado. Según información de Fiscalía, OACNUDH y las plataformas de DD. HH. entre 1995 y 2015 se asesinaron 729 defensores y defensoras en Colombia, a su vez, el Sistema de Información sobre Agresiones contra Personas Defensoras de Derechos Humanos en Colombia (SIADDHH) del Programa Somos Defensores reportó que entre 2016 y 2020 se presentaron 3,659 agresiones contra defensores y defensoras agresiones[943].
8.12. La impunidad afecta la verdad y la reparación
Parte del sentido de justicia es el conocimiento de la verdad. La motivación de muchas víctimas que buscan justicia no es solo el castigo a los responsables, sino saber qué pasó, cómo y por qué. La falta de respuestas supone también la exclusión, la convicción de que hay una ciudadanía sin derechos que no lo es. Por otra parte, para muchas víctimas que escuchó la Comisión, lo que los familiares querían era que un tribunal determinara que lo que denunciaron, a veces durante décadas, era cierto. La justicia es también una forma de sanción social y validación social del sufrimiento y de su lucha. La ausencia de investigaciones permite que se sedimenten diferentes justificaciones frente a los crímenes.
Cuando estas no son confrontadas por el sistema de justicia, poblaciones enteras, por ejemplo, terminan siendo etiquetadas como colaboradoras de grupos armados que hacen presencia en sus territorios. La impunidad permite, facilita y promueve la estigmatización de las víctimas, culpándolas de lo sucedido. Así ha ocurrido en diferentes casos de violencias sexuales frente a los que el sistema de justicia y algunos operadores culpan a las víctimas por su vestimenta, su forma de ser o lugar en que se encontraban, basándose en estereotipos de género. Las mujeres y personas del colectivo LGTBIQ+ han sufrido obstáculos para el acceso a la justicia en casos como estos.
En algunas víctimas, las violaciones y, sobre todo, la ausencia de mecanismos para determinar la responsabilidad de los armados y las omisiones del Estado frente a su deber de administración de justicia fueron determinantes para ingresar a grupos armados, o recurrir a alguna forma de venganza. La Comisión escuchó un relato diciente sobre este. Un exintegrante de las FARC-EP narró que ingresó a mediados de los 90 a la guerrilla cuando los paramilitares incursionaron en Sucre tras la desmovilización de la Corriente de Renovación Socialista. Los paramilitares asesinaron a varias personas y un policía violó a su hermana. No hubo investigación por parte de las autoridades:
«Esa vaina a mí me llenó como de indignación, una vaina así», dijo el exguerrillero. «prácticamente esa fue una de las causas que [...] me originó como las ganas de irse uno [a la guerrilla]. O sea, mirar esa injusticia de que hacen las cosas y nunca hay una respuesta, nunca hay una justicia que defienda al afectado en ese sentido. Y no tanto eso, sino por ser quién era. O sea, un funcionario del Estado, un policía, [...] que decían defender los derechos de la población o cuidar los ciudadanos [...]. Lo que hacían era todo lo contrario»[944].
Muchos miembros de grupos armados entrevistados por la Comisión, de grupos paramilitares o guerrillas, habían sufrido hechos violentos cuya impunidad estimuló su incorporación.
Ante la falta de justicia, la mayor parte de las víctimas descartaron toda forma de venganza. Algunas personas para no caer en una espiral de odio, otras por buscar la justicia a través de las instituciones o por no querer seguir sus vidas psicológicamente atadas a los responsables y tratar de rehacerse mediante acciones positivas por sus comunidades. Una mujer, cuyo esposo fue asesinado por pertenecer a la Unión Patriótica y cuyos hijos fueron desaparecidos o asesinados, lo resumió de la siguiente manera para la Comisión: «Hubo alguien que nos rescató, que nos dijo: ustedes son importantes, ustedes vivieron cosas horribles y esto no se puede quedar en la impunidad». Ella se hizo maestra para trabajar con los niños y volver a vivir.
Más allá de las actitudes concretas de las víctimas frente al daño que sufrieron, la impunidad ha sido un factor del que se han servido diferentes grupos armados que se han presentado como con respuestas frente a los problemas que viven las comunidades. Por ejemplo, es diciente que grupos paramilitares y bandas en ciudades como Medellín terminaran actuando bajo denominaciones como Amor por Medellín, Mano Negra, Limpieza Total, Aburrá Tranquilo, Muerte a Jaladores de Carros (Majaca), Asociación Pro-Defensa de Medellín y Departamento de Orden Ciudadano. En palabras del CNMH, Los grupos de milicias buscaban generar una sensación de protección para responder a las demandas de seguridad de algunos pobladores [...]. Todo esto a través de la configuración de ciertos elementos de orden marcados por la organización, demarcación y vigilancia de los territorios y de aquellos que los habitaban[945].
En la jurisdicción de Justicia y Paz, también se señaló que la violencia sexual llegó a justificarse como una forma de castigo por supuestas infracciones a normas de los grupos paramilitares. El Bloque Héroes de los Montes de María de las AUC, por ejemplo, cometió muchas violaciones sexuales contra mujeres, en especial afrodescendientes. De acuerdo con la Fiscalía, el grupo llegó a tener un control tal de la población que le permitió imponer reglas y patrones de comportamiento a los pobladores y sanciones para quienes incumplían dichos parámetros de conducta. Castigos que en el mayor de los casos fueron aplicados a las mujeres, y consistieron en someterlas a vejámenes y agresiones de connotación sexual, lo que permite entrever que la violencia sexual era una conducta generalizada al interior de la organización armada ilegal[946].
Grupos armados como las FARC-EP, por su parte, basaron su presencia, como lo dijo a la Comisión uno de sus excombatientes en la función de «hacer cumplir muchas cosas, controlar una comunidad y ejercer la ley en una comunidad»[947]. El lenguaje del ajusticiamiento está profundamente arraigado en los testimonios de los exintegrantes de la guerrilla. Esta palabra muestra la muerte como una práctica bajo una forma de sanción por algo que se hace o por algo que se es. Un ejemplo elocuente del desbordamiento y de la violencia empleada en el contexto del ejercicio de los ajusticiamientos fue el caso de la masacre cometida por las FARC-EP contra los líderes y autoridades indígenas del pueblo embera eyabida de Murindó, en 1982. Por este hecho, durante un acto de reconocimiento ante la Comisión, una integrante del partido Comunes señaló que la masacre «se debió a una irresponsabilidad de los encargados de “impartir” justicia en el territorio, cuando una familia acusaba a otra y los guerrilleros asumían el papel de justicieros»[948].
8.13. La relación entre verdad y justicia
En medio de estas reflexiones sobre los avances y retrocesos de la justicia, no puede omitirse un problema. La guerra ha sido un distorsionador del delito político. De hecho, la Constitución de 1991 dejó claro el alcance de los delitos políticos como excepción para poder ejercer la labor de congresista, en consonancia con la tesis acogida en los procesos de paz de los años 80 y 90, bajo el esquema del indulto y la amnistía en contraprestación a la entrega de las armas. No obstante, en busca de intersticios de reconocimiento político, el tránsito al modelo de justicia transicional que se estrenó con la ley de Justicia y Paz trajo consigo la posibilidad de disminuir las penas por hechos considerados violaciones de derechos humanos o crímenes de guerra a través de una contribución completa a la verdad y el reconocimiento de responsabilidad y compromiso en la reparación a las víctimas. Sin embargo, como se vio, ese proceso está aún inconcluso para los responsables y las víctimas. Tras este, además, se dio la desmovilización de las AUC, pero una reorganización de las estructuras paramilitares más ligadas al narcotráfico. Mientras la extradición de los jefes paramilitares a Estados Unidos ha limitado el derecho a la verdad de las víctimas y generado una situación de falta de claridad jurídica en estos casos.
En otro escenario de negociación, el de la Justicia Especial de Paz y los acuerdos de La Habana, a pesar de una fuerte oposición por parte del gobierno y otras instituciones del estado, las fórmulas de la relación entre verdad y justicia han avanzado en los casos puestos en marcha en la Justicia Especial de Paz (JEP) para crímenes de guerra y de lesa humanidad. Estos han permitido el reconocimiento de violaciones del DIH, crímenes de guerra cometidos por las FARC-EP y violaciones de derechos humanos llevadas a cabo por miembros del Ejército en los casos de las ejecuciones extrajudiciales.
Cuánta justicia y cuánta amnistía es posible es la medida que la sociedad necesita y quiere conocer para pasar la página de las atrocidades de la guerra. Ese planteamiento fue el de la JEP, reconociendo que las medidas de justicia restaurativa deben estar referidas a la contribución efectiva a la verdad y la reparación a las víctimas. Y en los márgenes amplios de la interpretación del delito político y sus conexidades, con las exigencias internacionales contra los crímenes de lesa humanidad, las violaciones a los derechos humanos, las infracciones al Derecho Internacional Humanitario o el mismo narcotráfico, se erige un poder judicial con la misión de encontrar las justas proporciones para pensar en un país en paz. A pesar de las dudas y las expectativas por cumplir, la convicción compartida por organizaciones de derechos humanos y por las víctimas de los diferentes responsables es que sin justicia nunca llegará la paz verdadera. Puesto de otra forma, mientras haya impunidad persistirá la desesperanza, la violencia y la desigualdad ante la ley. Como quedó escrito en el informe de la Comisión Nacional Investigadora de las causas y situaciones presentes de la violencia en el territorio nacional, preparado en 1962 por Eduardo Umaña, Orlando Fals y Germán Guzmán, la impunidad es un problema de «raíz del conflicto». Sesenta años después de ese informe, que cerró un ciclo de violencia política y sugirió una terapéutica social, la urgencia es la misma: fortalecer la justicia para sentar las raíces de la paz.
8.14. El papel de la extradición en el conflicto armado interno
En los años ochenta, la extradición de colombianos a Estados Unidos se convirtió en el detonante de una guerra y luego en una herramienta judicial de injerencia. Se aprobó en 1979, en el gobierno de Julio César Turbay y la ley aprobatoria se dio al año siguiente. De inmediato, los carteles del narcotráfico entraron a la ofensiva. Varias veces fue demandada la ley, pero la Corte Suprema de Justicia respaldó su constitucionalidad. Por eso, los magistrados de la Corte fueron amenazados. Once de ellos murieron en el holocausto del Palacio de Justicia. El asesinato del ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, en abril de 1984, precipitó la guerra contra el narcotráfico. La forma de contestar del presidente Belisario Betancur fue anunciar la aplicación del Tratado de Extradición con Estados Unidos. «Basta ya, enemigos de la humanidad», fueron las palabras que usó para esgrimirla. La réplica de la mafia fue la organización de Los Extraditables, que, en medio de su violencia terrorista, empezó a firmar sus boletines con una consigna: «Preferimos una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos».
El gobierno de Ronald Reagan en Estados Unidos había reeditado la guerra internacional contra las drogas, y Colombia empezó a vivir condicionada por la aplicación de la extradición. Inicialmente, se transformó en el recurso primordial de las autoridades colombianas para librar la guerra contra la mafia. Desde la orilla norteamericana, fue una fórmula para presionar resultados en el país y condicionar la relación binacional. Al vaivén del conflicto, la figura se fue ajustando a las directrices de Washington.
En resumen, durante una década, Colombia circuló en torno a la disyuntiva de la extradición. Esta pasó de ser una herramienta jurídica tradicional entre gobiernos para perseguir el delito a convertirse en el arma fundamental para enfrentar a los narcotraficantes. Su aplicación puso al país en la órbita de las decisiones de Washington. Entre 1991 y 1997, no hubo extradición de colombianos a Estados Unidos, pero desde Washington no cesó la presión por recuperarla. La agenda exterior quedó atravesada por esa deuda pendiente, que se volvió inatajable a partir del escándalo de la financiación de la campaña presidencial de Ernesto Samper por parte del cartel de Cali. El restablecimiento de la extradición fue el último componente de varias acciones del Estado para preservar sus relaciones con Estados Unidos.
Al tiempo que Estados Unidos tuvo en sus listas negras a Colombia y descertificó su comportamiento antinarcóticos -con advertencia de represalias económicas incluida-, en la era Samper se aprobó una ley de extinción de dominio de capitales ilícitos, se incrementaron las penas por narcotráfico, se revisaron las normas de persecución marítima y se restableció la extradición de colombianos. Samper terminó sin visa, lo mismo que el primer Fiscal General de la Nación, Gustavo de Greiff. En adelante, la extradición fue usada como un mecanismo de presión. Durante el gobierno de Andrés Pastrana, en sus vaivenes entre la guerra y la paz, esta permitió develar que el narcotráfico no era un asunto de mafias, sino que cruzaba a lo largo y lo ancho del conflicto armado y desde tiempo atrás había entrado en la vía contrainsurgente de la mano de la relación con las Fuerzas Armadas, sectores empresariales y políticos. Durante el proceso de paz con las FARC-EP, en la región del Caguán, Estados Unidos pidió en extradición a los principales jefes del paramilitarismo, Carlos Castaño, Salvatore Mancuso, Diego Murillo Bejarano y Carlos Mario Jiménez, alias Macaco.
En paralelo, ante el fracaso de las conversaciones de paz con las FARC-EP, el gobierno Pastrana y Estados Unidos pusieron en marcha el plan B que unió la lucha contrainsurgente con la guerra antidrogas: el Plan Colombia. Hasta ese momento, el narcotráfico era un asunto del resorte de la Policía, pero a partir de ahí pasó a ser de las Fuerzas Armadas, lo que cruzó la guerra con el narcotráfico. En el tiempo de Álvaro Uribe, la extradición a Estados Unidos alcanzó niveles desbordados y multiplicó su incidencia como elemento de disputa política y judicial. En seguimiento del Plan Colombia, bajo la denominación del gobierno Uribe como Plan Patriota o Plan Consolidación, la extradición fue el elemento central en la relación con Estados Unidos. Toda la cúpula de las FARC-EP, su secretariado y sus comandantes fueron requeridos por la justicia norteamericana.
En el momento en que las FARC-EP presionaban por un acuerdo humanitario para sacar guerrilleros de las cárceles a cambio de sus prisioneros de guerra, el gobierno Uribe ofreció no extraditar a Ricardo Palmera, alias Simón Trinidad, a cambio de los cautivos militares, policías y políticos. Al final fue extraditado, lo mismo que otros guerrilleros, como fórmula de presión desde Washington. Algo similar aconteció en otro frente paralelo del conflicto: tras la desmovilización y dejación de armas del paramilitarismo, cuando el proceso entró en crisis y por el escándalo de la parapolítica, se extraditaron los principales jefes de las AUC. En mayo de 2008, cuando las verdades reveladas hacían crujir las estructuras políticas del país en el escándalo de la parapolítica, el gobierno colombiano extraditó a Estados Unidos a los catorce principales jefes del paramilitarismo. Las víctimas de estos comandantes de las AUC reclamaron sus verdades, pero la extradición ya había entrado en otra lógica. De la noche a la mañana, los señalados de narcotráfico cambiaron su consigna. Los narcos puros, después de delinquir por años en Colombia, prefieren ir a Estados Unidos, negociar sus penas con la justicia norteamericana y saldar sus cuentas sin hacerse responsables de sus deudas pendientes con Colombia.
Para resumir, la extradición es una figura jurídica que ha permitido a Estados Unidos incidir en todos los gobiernos desde 1979 hasta la fecha. Por lo mismo, esta genera dudas razonables en términos de soberanía judicial, así como en lo que se refiere a la posible ausencia de garantías para el ejercicio del derecho a la verdad por parte de las víctimas. El proceso de extradición, en sí mismo, es poco garantista en Colombia. La justicia nacional no examina pruebas judiciales, solo constata identidades y paralelismo de tipos penales. Con requisitos de forma, equivocados o no, desde principios de siglo han terminado presos en Estados Unidos comandantes guerrilleros o paramilitares, narcotraficantes, lavadores de dinero e intermediarios.
La extradición ha sido enmarcada como un eficaz mecanismo de cooperación judicial entre las dos naciones en la lucha contra el narcotráfico, pero también ha sido la vía de entrada de las agencias de inteligencia norteamericanas en el universo judicial de Colombia. La Fiscalía y las Fuerzas Armadas trabajan en estrecha alianza con Estados Unidos, y el comodín para saldar los compromisos es la extradición. En los acuerdos de La Habana, uno de los componentes indispensables de la negociación fue la no extradición, garantía ante la incertidumbre que representa su aplicación desde Colombia. Tras la firma de los Acuerdos de Paz, el proceso contra Jesús Santrich e Iván Márquez, que dio paso a su vuelta a la guerra, estuvo mediatizado por acusaciones de Estados Unidos que afirmaban que estos seguían delinquiendo y participando en el narcotráfico después de la desmovilización, en un operativo que trató de implicar a funcionarios de la JEP, políticos que habían apoyado el proceso de paz y facilitado la negociación con las FARC-EP, y la agencia norteamericana de la DEA.
En el conflicto armado, que ahora no se despega del mundo de la droga y su secuencia ilícita, la extradición sigue cumpliendo su papel de ajuste. El último capítulo lo protagonizó Dairo Antonio Úsuga, alias Otoniel, máximo jefe de la organización narcotraficante del Clan del Golfo y hombre recorrido en el mundo de la guerrilla, el paramilitarismo y la mafia. Cuando empezaba a compartir secretos con la Justicia Especial de Paz y la Comisión de la Verdad, fue extraditado a Estados Unidos, donde únicamente se le requiere por causa del narcotráfico.
Se argumenta que la cooperación judicial entre las dos naciones demuestra que la extradición es un mecanismo efectivo para ambas, pero la experiencia de los últimos tiempos demuestra la desigualdad procesal. A la justicia norteamericana le interesa resolver los dilemas de narcotráfico de los extraditados, pero no las cuentas pendientes de esos mismos procesados respecto a la violencia en Colombia. En el panorama de los derechos humanos y en una perspectiva de soberanía e independencia judicial, el dilema de la extradición debe ser revisado en un aspecto específico: la importancia de investigar y proporcionar la verdad a las víctimas antes de otras consideraciones y evitar que, como ha sucedido en el pasado, la extradición sea una forma de evitar tener en Colombia la verdad sobre los determinadores de muchos entramados de la violencia. Su utilidad judicial debe ser evaluada para evitar que sea un obstáculo para enfrentar el desafío de la impunidad.
8.15. Conclusiones
La impunidad ha sido un mecanismo de persistencia desde el inicio del conflicto armado. Entre 1958 y 1987, Colombia vivió una constante en materia de justicia, de cara a resolver los dilemas crecientes del orden público: la utilización de la justicia penal militar para juzgar civiles. Los Consejos Verbales de Guerra se volvieron el común denominador para dirimir las responsabilidades de la confrontación armada. Esta fue una forma de cooptación de la justicia en la línea de los intereses del Estado bipartidista y de las Fuerzas Armadas. El punto más alto de esta influencia castrense en el universo judicial se dio durante la aplicación del Estatuto de Seguridad expedido en el gobierno de Julio César Turbay. En ese momento, la tortura estuvo el centro del debate por los derechos humanos, y se dieron algunas de las primeras denuncias por desapariciones. En 1987, cuando la Corte Suprema de Justicia eliminó los juzgamientos de civiles a cargo de militares, el Gobierno volvió a apelar al Estado de Sitio para recomponer la fórmula y conservar la visión contrainsurgente del poder judicial.
La militarización de la justicia, en vez de contribuir a la lucha contra la impunidad, derivó en el desconocimiento del debido proceso. Un exjuez entrevistado por la Comisión de la Verdad lo ratificó: «La justicia penal militar siguió perseverando en su decisión de abarcar todos los procesos contra los que consideraba enemigos internos del Estado colombiano y, fuera de eso, utilizaba todos los expedientes, desde la presión a la Corte Suprema de Justicia hasta la presión a los gobiernos de turno»[949].
A pesar de que la Corte Suprema de Justicia dispuso en 1987 la prohibición del juzgamiento de civiles a cargo de militares, de todos modos, las medidas excepcionales se prolongaron para resolver los dilemas de la justicia. En 1988, nuevos pasos se dieron en lo que se llamó Estatuto para la Defensa de la Democracia de perfil antiterrorista. En 1990, tomó el nombre de Justicia sin Rostro. Ambos se expidieron para enfrentar focos de violencia, pero su aplicación tuvo una clara esencia contrainsurgente. A pesar de que, a partir de 1991, la nueva constitución promovió el carácter garantista de las instituciones, la Justicia sin Rostro se mantuvo hasta el final de siglo y continuó en vigencia la excepcionalidad como el camino predilecto, ahora a través de la conmoción interior, sin que ello se tradujera en la ruptura definitiva del candado de las impunidades.
Estas formas excepcionales para el ejercicio de la justicia, especialmente en casos de violaciones a los derechos humanos, provocaron una dicotomía entre las garantías constitucionales y las leyes y prácticas para darle continuidad a la impunidad. Lo que se concluye es que el Estado en diferentes ocasiones ha dado blindaje judicial al sistema imperante y poderes militares, económicos y políticos. La continuidad de estos mecanismos excepcionales para el poder judicial constituye claramente un retroceso para el estado de derecho. Son interferencias al ejercicio del poder judicial, que no contribuyen a que en los territorios mejore el acceso de las comunidades a la justicia o las garantías a los funcionarios para avanzar en las investigaciones. Colombia vivió casi cuatro décadas en Estado de Sitio, con breves momentos de normalidad jurídica, lo que llevó a mayores grados de impunidad.
En Colombia, la impunidad se ha mantenido a través de mecanismos de cooptación que, con el tiempo y a su manera, asumieron los grupos ilegales con objetivos no muy distintos. Desde la amenaza o el soborno y la corrupción, la justicia quedó inmersa en medio de las presiones del conflicto, con actores de la guerra borrando las huellas de sus violaciones a los derechos humanos. Estos mecanismos de cooptación fueron agravados por conductas irregulares desplegadas por los servicios de inteligencia. No es una coincidencia que, a lo largo del conflicto armado, haya sido necesario para el Estado desmantelar unidades de inteligencia envueltas en graves violaciones a los derechos humanos. En 1960, cuando aumentaban los señalamientos en contra del Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC) por hechos delictivos perpetrados por sus agentes, el gobierno ordenó su desmantelamiento y así nació el DAS. Las conductas arbitrarias del SIC durante la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla, entre 1953 y 1957, quedaron en la impunidad. No fue muy distinto a lo que sucedió después con el propio DAS, desmantelado en 2011, después de protagonizar graves hechos de espionaje, interceptación ilegal de comunicaciones y asedio al poder judicial durante el gobierno de Álvaro Uribe.
En 1998, a finales del gobierno de Ernesto Samper, hubo otra situación similar cuando el ejecutivo ordenó desmantelar la Brigada XX de Inteligencia Militar. Aunque las organizaciones de derechos humanos habían advertido que esta unidad militar estaba inmersa en graves hechos, fue necesario que el Departamento de Estado de los Estados Unidos la pusiera en tela de juicio para que el ejecutivo la suprimiera. Sin embargo, lo que no quedó claro en la depuración de los servicios de inteligencia fue la rendición de cuentas y la sanción a los máximos responsables de los comportamientos que llevaron a violaciones de derechos humanos. En esta materia, en los últimos tiempos, se han vuelto común los escándalos relacionados con estas conductas de servicios de inteligencia, casi siempre con blancos en opositores, pero al margen de la separación de cargos de algunos responsables de los señalamientos, no se advierten cambios institucionales significativos que conduzcan a la eliminación de prácticas incompatibles con un estado de derecho. En esa medida, el capítulo de los servicios de inteligencia militar, policial o civil representa un escenario inédito que exige verdades que contribuyan a fortalecer la justicia.
A estos agravantes del panorama de la impunidad, se sumaron las acciones de violencia contra los jueces y magistrados, que ya se habían desatado desde los años 80, inicialmente por ataques de la guerrilla y del narcotráfico. En el caso de los carteles de la droga, convertir a la justicia en objetivo militar fue una prioridad. Esa arremetida marcó un momento de la historia de Colombia con el trasfondo de la disputa por la aplicación del tratado de extradición. Con el correr del tiempo y la entrada del narcotráfico a la contrainsurgencia, la arremetida contra el poder judicial dejó ver nuevas expresiones de violencia y vasos comunicantes de la criminalidad en la que se vieron implicados los poderes políticos, las Fuerzas Armadas y hasta el poder ejecutivo. La historia del MAS desde 1981, con la entrada de la mafia como punta de lanza de la acción paramilitar, representa un ejemplo claro del deterioro del poder judicial y del ritmo del crecimiento de las organizaciones criminales. En medio de un conflicto armado en ascenso y con enormes precariedades en atención a las víctimas, los funcionarios judiciales continuaron en el listado de los perseguidos. En paralelo, sectores de la justicia se convirtieron, en varios momentos, en parte de los entramados paramilitares.
Una telaraña de intereses ilícitos que se desplegó de manera paralela a la cooptación desde altos niveles, especialmente de la Fiscalía en algunos momentos del conflicto armado y de parte del sistema de justicia, llevó a limitar las investigaciones, hacer renunciar o rotar a fiscales para no dejar avanzar las investigaciones. Pasos relevantes como la creación de la Fiscalía de DDHH terminaron no solo con amenazas a los funcionarios, sino con la declaración de insubsistencias, atentados y exilios. En resumen, en Colombia ha habido sectores clave del poder judicial que no han gozado de la independencia plena pregonada en los pilares de un estado democrático. Este poder ha estado condicionado a directrices de Estado y al uso de la extradición en casos de graves violaciones de derechos humanos de acusados de narcotráfico en EEUU.
En el país, la justicia ha sido cooptada por poderes legales o ilegales y también atacada o controlada desde distintos frentes para limitar sus alcances o condicionar sus resultados, especialmente en investigaciones que hacen referencia al núcleo duro del conflicto armado y sus responsabilidades.
En medio de tantos apremios, sin embargo, existen muchísimos ejemplos de resistencia y arrojo para hacerle frente a la impunidad. Por eso, la historia de la justicia en Colombia es también la historia de muchos hombres y mujeres que han pagado con sus vidas o el destierro el costo de enfrentar a los colosos de la violencia y sus tentáculos. Gracias a ellos, queda un remanente de confianza: el de una justicia reparadora y restaurativa que vuelva al estado de cosas a la razón de ser de la justicia en una sociedad, que no es otra que la protección de las víctimas. La paz empieza en la justicia, así como la guerra comienza en la impunidad.
La guerra necesita de la impunidad para crecer. Por eso ha sido un factor de persistencia en el conflicto. Su continuidad ha sido alimentada por ataques a la justicia, la persecución a las víctimas, desidia institucional, desconfianza y desestructuración del Estado. Se ocultan, se silencian, se estigmatizan y se callan las voces que claman justicia. La impunidad es un problema de vieja data, con raíces entrelazadas con las violencias estructurales. Por eso, enfrentarla requiere convicción y acatamiento social a una justicia autónoma y valiente, con un Estado que la respalde y una clase política que la respete. Se necesita una cultura de cero interferencia en sus decisiones, pero permanente comunicación con la sociedad para compartir sus hallazgos con celeridad, pertinencia y decisión, para así que renazca la confianza en una vida social de leyes que se cumplen.
Hoy, los procesos judiciales muestran un déficit en la revelación de verdad y el esclarecimiento de responsabilidades. Las diferentes jurisdicciones deben hacer esfuerzos para que sus avances den cuenta de las condiciones que habilitaron la producción de las violaciones de derechos humanos, las motivaciones y estigmas que subyacen a las violaciones, la similitud con diferentes casos que tienen elementos explicativos comunes. A los tribunales y altas cortes les corresponde el reto de hacer accesibles sus hallazgos a la sociedad para aportar una construcción histórica concebida a través de medidas de no repetición. La JEP constituye un mecanismo novedoso que tiene un papel clave no solo en investigar y sancionar, sino desde una perspectiva de justicia restaurativa.
A nivel investigativo, urgen medidas para garantizar que las personas sospechosas de haber cometido graves violaciones de derechos humanos no puedan obstaculizar las investigaciones, en especial si son agentes del Estado. Estos deben ser suspendidos de su cargo mientras duren las investigaciones y sus superiores, subordinados o quienes trabajen en sus mismas instituciones, impedidos de participar en los procesos, especialmente en diligencias de recuperación de información, preservación de las evidencias o en decisiones que se adopten en procesos judiciales. La independencia del sistema judicial y de la Fiscalía debe ser asegurada, rendir cuentas y contar con un control institucional y ciudadano que permita monitorear sus avances y fortalecer a los funcionarios y políticas de lucha contra la impunidad.
En un contexto como el colombiano, en el que la violencia y la impunidad se han perpetuado en el tiempo, y a pesar de los avances que se han dado en muchas ocasiones, los poderes públicos no le han otorgado prioridad a la lucha para fortalecer a la justicia. Han sido las víctimas y las organizaciones de derechos humanos quienes preferencialmente han librado esta lucha. Los ejemplos positivos de la Fiscalía de DD. HH., las investigaciones de casos importantes por funcionarios comprometidos o la investigación de la parapolítica son ejemplos relevantes de empoderamiento de la justicia, pero también de momentos en los que, por intereses políticos o privados, no se permitió seguir avanzando. Para la Comisión de la Verdad, esta sigue siendo una tarea pendiente de la justicia y de la democracia en Colombia.
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9. HACIA LA PAZ TERRITORIAL
En Colombia, el conflicto armado interno produjo la transformación violenta de territorios, a través del desplazamiento forzado y el despojo, entre otras múltiples formas de violencia. Esas transformaciones profundizaron el modelo de ordenamiento territorial elitista -que tiene origen en la Colonia- y el proceso de formación del Estado nacional, y que ha tenido como base la concentración de la tierra como fuente de riqueza y poder político. Hay un país que no ha contado en la construcción de una Colombia incluyente.
El conflicto armado facilitó que grupos de poder regional y nacional, tradicionales y emergentes siguieran tomando las decisiones sobre el gobierno de los territorios, en beneficio de sus intereses particulares, y poniendo permanentemente frenos a la democratización regional y local. La articulación de grupos de poder regional con los actores armados del conflicto promovió la violencia contra opositores políticos y fuerzas democratizantes de los territorios, especialmente aquellos que cuestionan el modelo de desarrollo, y las lógicas de acumulación y reproducción de capital que excluyen y despojan las tierras y derechos a campesinos y pueblos étnicos.
Esa reconfiguración violenta de los territorios llevada a cabo en el contexto del conflicto armado se concreta en transformaciones en la estructura de propiedad y uso de la tierra, en cambios en las relaciones políticas, económicas y sociales de los territorios y en modificaciones en las representaciones culturales de los pobladores sobre el espacio, que a la vez implican transformaciones en su identidad.
Si bien el conflicto armado interno colombiano tiene múltiples explicaciones históricas, que no se reducen al problema de la tierra, la disputa armada por el poder político emergió y se ha desarrollado asociada también a intereses económicos por controlar territorios estratégicos. El desplazamiento de más de nueve millones de personas y la pérdida de más de ocho millones de hectáreas usurpadas o abandonadas[950] como resultado de la violencia del conflicto armado no solo han significado una contrarreforma agraria, sino que sumadas a la incapacidad del Estado para regular los derechos de propiedad de la tierra y los conflictos por su uso, la baja calidad de la democracia que existe en el país[951] y la dualidad territorial del débil e inefectivo Estado Colombiano, facilitaron la implementación de un modelo de acumulación por desposesión[952], que ha mantenido niveles muy altos de concentración de la tierra (Gini de tierras de 0,92), y niveles importantes de pobreza[953] y desigualdad que siguen siendo factores de persistencia de la violencia tras la firma del acuerdo final de paz entre el Gobierno y las FARC-EP[954] La expulsión de miles de familias campesinas de la frontera agrícola, la colonización forzosa de zonas marginales de humedales, bosque, selva y montaña sin infraestructura pública, servicios estatales ni garantías de derechos y la inseguridad jurídica sobre la propiedad rural campesina han generado además incentivos para la expansión del narcotráfico, factor de persistencia de la violencia en Colombia.
El resultado es un patrón inadecuado de ocupación, distribución y uso del territorio cuyos rasgos principales son el acaparamiento de los mejores valles planos para ganadería extensiva, que ocupa el doble del área con vocación para ese uso; el aprovechamiento insuficiente del potencial agrícola, cuya área podría triplicar la usada actualmente en agricultura; la imposición violenta de proyectos agroindustriales y minero-energéticos y el desplazamiento del campesinado a tierras pendientes de laderas de montañas y bosques tropicales cálidos de colonización de frontera, cuyos costos ambientales superan con mucho los escasos beneficios de subsistencia que se obtienen en la producción en estos suelos frágiles y pobres. El acaparamiento improductivo de las mejores tierras ha sido la fuente de rentas de las familias dominantes de las regiones fértiles, sin devolver en impuestos el costo de oportunidad que paga el resto de la sociedad, que les ha permitido subsistir en posiciones de privilegio sin invertir sus capitales en la producción empresarial, que exige esfuerzos de gestión y asunción de riesgos. Esta acumulación de tierra y el carácter rentista[955] inherente al cuasi monopolio de la tierra frena el desarrollo productivo[956], no genera empleo formal suficiente y desplaza al campesinado de los suelos productivos, excluyéndolos de los circuitos de producción de riqueza y bienestar.
La Constitución de 1991 reconoció los territorios colectivos étnicos de comunidades negras y resguardos indígenas. En la misma dirección -producto de las luchas campesinas- se dieron logros en el reconocimiento de las zonas de reserva campesina, que, como figuras de ordenamiento territorial creadas por la Ley 160 de 1994, permiten al campesinado lograr el reconocimiento oficial de sus proyectos comunitarios de desarrollo sostenible. A esto se sumaron las luchas del movimiento campesino por su reconocimiento como sujeto político, la construcción de iniciativas de paz y sus resistencias y denuncias ante la acción de los actores armados.
Sin embargo, la guerra ha hecho inalcanzable el goce y disfrute total y efectivo de los derechos reconocidos para las comunidades étnicas, y ha impedido la protección y desarrollo de la economía y proyecto político del campesinado. La fuerza transformadora de los sujetos étnicos y campesinos se enfrentó a los intereses políticos y de los capitales privados legales e ilegales que, haciendo uso de la violencia, desconocieron los derechos adquiridos por las comunidades y poblaciones y los empujaron a la exclusión y la pobreza.
Así, el modelo de ordenamiento territorial y de acumulación violenta implementado en el país -asociado al conflicto armado- favoreció en muchos territorios la imposición de la ganadería extensiva, la agroindustria y la minería sobre las tierras planas y más fértiles, en detrimento de la economía étnica y campesina.[957] Este modelo dejó por fuera de los procesos de producción y acumulación de riqueza a gran parte de las poblaciones de estos territorios, y las arrojó -tanto en las zonas rurales como urbanas- a la informalidad y/o a integrarse a las economías ilegalizadas, como mecanismo de sobrevivencia y ascenso social. En distintos puntos del país, la producción de hoja de coca se convirtió en la manera en que campesinos y colonos -en condiciones de aislamiento, falta de infraestructura y tierras- pudieron contar con ingresos.
El desplazamiento forzado de una buena parte del campesinado y de los pueblos étnicos, expulsados por terror durante décadas de conflicto, pasó de la colonización rural a procesos de colonización de ciudades populares, ciudades receptoras, ciudades refugio[958]; lugares donde la pobreza y las constantes tensiones y disputas por servicios, equipamientos y acceso a derechos ciudadanos siguen limitando la transformación y mejoría de las condiciones de vida tanto de las víctimas desplazadas como de las poblaciones receptoras.
El conflicto armado también transformó la distribución del poder en las regiones. Los órdenes sociales violentos que impusieron las guerrillas y especialmente los paramilitares, no solo facilitaban el ataque, la expropiación y humillación de quienes consideraban adversarios, sino que también lograron cooptar las instituciones del Estado, los recursos y bienes públicos, impusieron regímenes normativos paralelos, reglamentos de conductas individuales y colectivas, consolidaron o impusieron liderazgos políticos y económicos de sectores y militarizaron y controlaron la vida cotidiana. Dichas imposiciones de órdenes territoriales violentos permearon la institucionalidad territorial con tres objetivos: 1) sumar las élites locales como aliadas estratégicas; 2) ampliar la captura de rentas; y 3) formalizar un orden social derivado del control territorial. Por supuesto, las élites locales que participaron de estos órdenes (tradicionales o emergentes) no entraron a las alianzas como simples subordinadas, sino que pretendieron desarrollar sus propios objetivos estratégicos de mantenimiento y consolidación de su poder político y económico.
Producto de estas transformaciones, en muchos territorios organizaciones sociales y políticas de oposición, los pueblos étnicos, y especialmente los campesinos, han sido víctimas también de la subrepresentación política. Durante el conflicto armado, los campesinos y campesinas cayeron víctimas de las balas y las bombas arrojadas por la fuerza pública en operaciones militares contra el narcotráfico y contra las insurgencias y también murieron por los cilindros-bomba, las balas y los tatucos de la guerrilla en sus ataques a infraestructuras y cuarteles, en procesos de expansión y control territorial. Y fueron también, por supuesto, víctimas de atrocidades y masacres paramilitares. Los avances de la lucha campesina por la reforma agraria en el siglo XX fueron revertidos en una contrarreforma agraria violenta a principios del siglo XXI. El campesinado fue perseguido, marginalizado y estigmatizado.
En los territorios coexisten objetos materiales, acciones sociales y representaciones simbólicas de diferentes épocas desde las que se construyen narrativas sobre el pasado y el presente. A través de estas narrativas, -producto de la experiencia del espacio- las personas y comunidades interiorizan el territorio como referencia simbólica en su propio sistema cultural, incluso lo recrean en lugares de migración, apelando a la memoria histórica y geográfica, los recuerdos e incluso la nostalgia. Todo lugar crea imágenes o significados en quienes lo habitan, y dichas representaciones pasan a formar parte de la memoria colectiva y de las identidades. Por eso los territorios, compendios de diversos lugares, son depositarios de memorias que confieren sentimientos de arraigo y pertenencia a sus pobladores. La identidad campesina no se refiere únicamente a una relación productiva con la tierra, sino a una cosmovisión y forma de vida, a un “ser” y no solo a un “tener”. Esas dimensiones subjetivas de los territorios también son transformadas por la guerra. La identidad territorial se desplaza al mismo tiempo que se desplazan las personas y comunidades, y el despojo de tierra conlleva en realidad múltiples despojos y rupturas en las vidas campesinas y étnicas.
La esfera individual, emocional, la subjetividad, los sueños, el cuerpo, los proyectos vitales, la familia, los vínculos, las relaciones, el paisanaje, los compadrazgos, las redes, los procesos organizativos, lo comunitario, los arraigos, el sentido de pertenencia, los saberes y las prácticas son afectados, y con ello fracturan el entramado vital y la dignidad.[959]
Frente a todas estas realidades, la Comisión hace un llamado a democratizar y hacer realmente participativa la toma de decisiones sobre los territorios históricamente excluidos. Necesitamos un país de regiones, en el que los ciudadanos y ciudadanas se pongan de acuerdo sobre el uso de los suelos y las iniciativas de desarrollo territorial, en el que se garantice no solo la inclusión política y productiva de campesinos y pueblos étnicos y una mayor equidad en la distribución de la tierra, sino también la articulación de ciudades y zonas rurales y la presencia integral del Estado y el buen vivir, en mayor armonía con la naturaleza. Es hora de asumir la decisión política de resolver los problemas territoriales y agrarios del país en función del desarrollo, la equidad a largo plazo y la paz. Sanar las heridas del territorio es parte también de sanar la herida que el conflicto armado le ha causado al país.
9.1. Contexto histórico: desigualdad, diseños institucionales y violencia
La reconfiguración territorial causada por el conflicto armado ahondó las condiciones de desigualdad y exclusión de larga duración preexistentes, relacionadas con el modelo de integración territorial del Estado que se fue consolidando desde la Colonia, y que luego, a pesar de las disputas internas entre las élites políticas, se mantuvo una vez formado el Estado nacional. Ni siquiera los procesos de democratización y descentralización lograron transformar estas estructuras relacionadas con la distribución de la tierra y el poder en los territorios.
La Conquista y colonización españolas significaron un sofisticado sistema de despojo de territorios indígenas y de expoliación de recursos, principalmente metales preciosos y productos agrícolas[960]. Instituciones y prácticas como la encomienda, la mita y la esclavitud permitieron la cruel explotación de millones de personas indígenas y africanas. Este sistema rigió durante tres siglos en la América hispánica con secuelas de desigualdad hasta nuestros días. De esta matriz institucional procede la Hacienda[961]. El régimen hacendil delineó un modelo de organización social estratificado que ordenó el territorio según sus intereses y excluyó del acceso a la tierra, del territorio y del mundo político a la gran mayoría de la población.
De la hacienda emerge un modelo de gobierno local y regional que se sustenta en la conformación y funcionamiento de las instituciones estatales que afianzan intereses económicos de redes regionales de poder con influencia nacional. En este modelo, funcionarios claves encargados de la asignación de los derechos de propiedad estaban ligados de manera directa a la política partidista competitiva.[962] Así, durante el siglo XIX - y al menos la primera mitad del siglo XX- los gamonales políticos regionales no solo definían notarios y alcaldes, también tenían un papel crucial en la designación de jueces y policías subnacionales. Las asambleas departamentales y los concejos municipales nombraban a los jueces. Los notarios eran particulares que hacían parte de activas y competitivas redes locales, y habitualmente eran líderes políticos que recibían el cargo como premio a sus servicios políticos y como una plataforma para promover su carrera política. De esta manera, las redes regionales y locales de poder político y económico dominaban el conjunto de la vida local y garantizaban sus privilegios sobre la propiedad de la tierra y su acumulación, protegidos por la coerción y la impunidad.[963]
Durante la segunda mitad del siglo XIX, y gracias al poder de coerción y definición de los derechos de propiedad que tenían los partidos políticos, estos se convirtieron en la clave para conseguir y mantener el estatus de terrateniente.[964] La expropiación se facilitaba porque los terratenientes estaban habilitados por el sistema político y judicial, mientras campesinos y pueblos étnicos eran articulados a estos a través de mecanismos clientelistas que limitaban su movilización social autónoma[965] y estaban permanente sometidos a condiciones laborales y de vida contrarias a los mínimos derechos humanos y ciudadanos.[966] Esta articulación entre el poder político y la gran propiedad agraria produjo y sigue produciendo frenos a la democratización regional y local y profundas desigualdades agrarias.
Como resultado de este panorama emergieron conflictos por la monopolización de la propiedad y el desorden de las formas de apropiación de las tierras baldías, así como por la persistencia de formas de poder asociadas a la gran propiedad. Tales conflictos se fueron profundizando como resultado de presiones sobre la tierra, derivadas primero de los incrementos de los precios del café y posteriormente, de las apuestas industriales del agro y la minería a gran escala.
Durante los años veinte y treinta del siglo XX, cuando el precio internacional del café aumentó de un promedio de 30 a 90 centavos de dólar por libra en los Estados Unidos, la presión de campesinos y colonos por cultivar café en las tierras asignadas por los hacendados para pancoger o en tierras baldías llevó a fuertes enfrentamientos entre los campesinos y grandes terratenientes. Los latifundistas ampliaban sus haciendas valiéndose de alcaldes, notarios y funcionarios del nivel nacional[967]. La ampliación de las haciendas solía sustentarse en el trabajo hecho por los colonos, quienes «civilizaban» la tierra con su trabajo, desmontaban, sembraban café y luego buscaban que se les adjudicara el baldío. Sin embargo, en muchos casos esos baldíos también eran reclamados por los hacendados, que casi siempre ganaban la disputa legal combinando el poder notarial con el de la fuerza pública y el de sus grupos de seguridad privada. Así, se promovió -con desalojos de las familias de colonos- la apropiación ilegal de los baldíos en el país[968].
En ese escenario de conflictos, el 15 de abril de 1926 la Corte Suprema de Justicia emitió una sentencia que encendió aún más la polémica[969]. En aquella providencia judicial, el alto tribunal hizo valer la presunción legal instituida por el Código Fiscal de 1912[970], según la cual eran baldíos todos los predios que no tuvieran otro dueño. En ese caso específico, la Corte determinó que demostrar una cadena de negocios jurídicos entre presuntos propietarios no era suficiente para afirmar la propiedad de un inmueble[971]. Esta sentencia prendió las alarmas entre los presuntos propietarios de grandes extensiones de tierra que no ostentaban la trazabilidad de su derecho de forma tal que les permitiera probar cuándo y mediante qué acto el terreno fue adjudicado por el Estado. Esta situación, aunada al aumento paulatino del precio del café, incentivó a aparceros, arrendatarios, y campesinos en general a colonizar tierras baldías, incluso dentro de los límites de las grandes haciendas, cuya propiedad ahora no se consideraba legítima.
La respuesta de los hacendados fue violenta en casi todo el país, principalmente en las zonas dedicadas al cultivo del café. Se valieron de sus alianzas con autoridades municipales, y propiciaron desahucios y desalojos violentos de las familias colonas en las tierras en disputa. En este proceso, los poderes locales se valieron de mecanismos como el uso de la fuerza policial al servicio de hacendados. Esto fue facilitado por el carácter local que esta fuerza mantuvo hasta su nacionalización en 1960[972].
Durante toda la década de los años veinte, las tensiones fueron en aumento al tiempo que los sindicatos agrarios crecían; muchos, con cercanía al Partido Socialista Revolucionario (PSR), lideraban huelgas en Ciénaga, Barrancabermeja, El Líbano y Girardot, de tal suerte que colonos, arrendatarios y campesinos en general luchaban por su derecho a la tierra y a participar de la bonanza cafetera, mientras que los trabajadores de plantaciones, del petróleo y de ferrocarriles se movilizaban por mejores condiciones laborales. Para esa época también empezaron las luchas de Manuel Quintín Lame contra el terraje, el respeto a la cultura a la organización y a la aplicación de la Ley 89 de 1890, que reconocía el derecho de las comunidades a organizarse y declaraba imprescriptibles, inajenables e inembargables los resguardos indígenas. El gobierno de Enrique Olaya Herrera intentó dirimir las tensiones y sancionó la Ley 83 de 1931, que permitió la organización de sindicatos y ligas campesinas de colonos y arrendatarios, que ya venían gestándose desde la década anterior. Asimismo, en 1933 estableció una comisión que formuló una propuesta de legislación agraria para dirimir las tensiones por las tierras baldías. La comisión fue integrada, entre otros, por Jorge Eliécer Gaitán, entonces parlamentario liberal. El proyecto de ley de 1933 zanjaba la tensión a favor de los colonos, pues determinaba que el factor que determinaba la propiedad legítima de las tierras en disputa sería el trabajo, es decir, las tierras ociosas serían entendidas, en cualquier caso, como baldías. El proyecto fue derrotado en el congreso con votos conservadores y muchos liberales que se oponían a la redistribución de tierras.
El debate sobre la propiedad se dirimió finalmente en 1936 con la Ley 200 de ese año. El artículo 1o de la Ley 200 refrendó el statu quo de la cuestión agraria al instituir la presunción de que un predio es propiedad privada cuando es poseído por un particular, incluso si dicha posesión no implica la transformación productiva del terreno. Gracias a esta ley, el cercamiento o la ocupación de un terreno con ganado se convirtió en elemento suficiente para que el predio ocupado se reconociera como propiedad privada y no como baldío. De hecho, la norma reconoció que esta presunción podría ampliarse a «una extensión igual a la de la parte explotada», es decir, que le permitía a los poseedores que hubieran cercado e introducido ganados en un terreno inculto duplicar el área de su propiedad con el argumento de que estos serían terrenos para el ensanchamiento de la explotación económica. Esto quiere decir que muchísimas tierras baldías que -sobre todo en las zonas centrales del país- habían sido indebidamente acumuladas e integradas a las haciendas -y que no tenían una tradición jurídica de la propiedad válida-, ahora serían reconocidas como propiedad legítima.
Con la Ley 200 se inició una tradición en el modelo de garantía del derecho a la tierra del campesinado que privilegió la entrega de baldíos fuera o en los límites de la frontera agrícola, evitando con ello afectar la gran propiedad para efectos de redistribución. Los campesinos a los que se les asignaron tierras fuera o en los límites de la frontera agrícola quedaron a la espera de la llegada del Estado en forma de jueces, vías, electricidad y asistencia técnica, entre otros bienes y servicios. Fue entonces corolario de los conflictos por la tierra la expansión permanente de la frontera agraria a través de sucesivas oleadas de colonización de campesinos expulsados de las zonas integradas por terratenientes que tenían los incentivos y la capacidad política para hacerlo, combinando la fuerza y argucias jurídicas, y necesariamente produjo violencia. La mayoría de los territorios denominados baldíos nacionales eran territorios ancestrales de las comunidades indígenas. Este desconocimiento promovió la violencia y el despojo de estos pueblos, también como resultado de estos procesos de colonización.
Como lo ha argumentado Darío Fajardo: «limitadas por el agotamiento productivo, el crecimiento demográfico y los conflictos y ante las limitaciones del desarrollo económico del país, los campesinos debieron “saltar” dicho cerco e internarse en las colonizaciones más allá de las fronteras agrarias, dando impulso a la espiral de la valorización de las tierras por la vía de los ciclos “colonización-conflicto-migración-colonización”»[973], sin contar en estas tierras con las condiciones necesarias para vivir dignamente.
El aumento poblacional derivado de la colonización no era suficiente para generar incentivos al sistema político para proveer suficientes bienes públicos, y acercar las condiciones de vida de estas poblaciones a las del centro andino, y menos para regular las relaciones de los nuevos colonos con las poblaciones étnicas. De esta manera, la integración de una parte importante del territorio nacional fue dándose únicamente como válvula de escape a los conflictos por la tierra que emergieron en las zonas andinas desde los años veinte en función de la explotación de sus recursos. Con ese modelo se garantizaba la explotación de los territorios para la acumulación de la riqueza sin distribuir bienestar a sus pobladores[974].
Aunque esta norma les facilitó a los latifundistas acumular los baldíos que habían sido apropiado ilegalmente hasta la fecha, estableció mecanismos para evitar en adelante su acumulación. Los avances que se lograron con la Ley 200 en materia de titulación de tierras a los campesinos, y se otorgaron indemnizaciones a algunos hacendados -en realidad una compra de sus tierras para adjudicarlas a campesinos-, fueron frenados durante el gobierno de Eduardo Santos Montejo (1938-1942) que puso «pausa»[975] a la Revolución en Marcha de López Pumarejo. El freno definitivo vino con la Ley 100 de 1944, empezando el segundo gobierno de López (1942-1945), que expresó un cambio a favor de los grandes propietarios, amplió el tiempo dado a los latifundios para poner a producir la tierra improductiva y dio un impulso a éstos para continuar el escalamiento de los conflictos a niveles cada vez más violentos[976]. Al garantizarles a los terratenientes el control de la tierra, la ley buscaba reducir nuevamente al campesino a su papel de peón o jornalero, y evitar su acceso a la propiedad[977].
A partir de 1946 -en el gobierno del conservador Mariano Ospina Pérez- se aumentó la entrega de baldíos[978] al mismo tiempo que arreciaba la violencia oficial en los campos colombianos. Justo en los departamentos más afectados por los primeros años de la Violencia, como el Valle del Cauca, Antioquia o Santander, en los que se vivía un dramático éxodo de miles de familias campesinas, forzadas a huir hacia regiones inhóspitas en las cuales buscar un lugar para asentarse y cultivar; entre 1946 y 1953 se adjudicaron más de 600 mil hectáreas[979] de baldíos en las zonas de tierras fértiles del centro del país. Las familias de miles de campesinos que habían seguido el camino jurídico para hacer valer su derecho a la tierra vieron cómo sus sueños de ser propietarios quedaron truncados, para convertirse en víctimas principales de la Violencia. La creciente ola de asesinatos que empezó a darse en veredas y pueblos de todas las provincias del centro del país tuvo un énfasis en las zonas andinas. Los encarcelamientos y apaleamientos pronto comenzaron a convertirse en desplazamientos forzados, en torturas y asesinatos.
Junto a los odios políticos heredados y acumulados, la Violencia expresó un ánimo revanchista de terratenientes contra campesinos colonos por las tensiones que continuaban en las provincias de Tequendama, Ri onegro y Sumapaz en Cundinamarca, y en regiones como el centro y norte del Tolima y el antiguo Caldas. Fueron las zonas cafeteras en regiones centrales del país -aquellas donde se habían concentrado los conflictos entre hacendados y campesinos colonos en las décadas del veinte y treinta- donde fue más cruda la violencia, y donde se produjeron con más intensidad los desplazamientos masivos y las pérdidas de parcelas o de propiedades agrarias. El total de parcelas perdidas es de 393.648[980], la mayoría de las cuales se concentra en la zona en las que, en décadas anteriores, se habían desarrollado conflictos entre hacendados y colonos campesinos, en particular en el Valle del Cauca, Tolima, Cundinamarca, Caldas y Santander.
La Violencia también se caracterizó por las ventas forzadas de tierras, robos de cultivos, robos de animales y un patrón de aumento de intensidad de los desplazamientos y las muertes en épocas de cosecha de café[981]. Tanto los notarios -que ya habían aparecido en los registros y testimonios de los conflictos agrarios de las décadas anteriores- como los especuladores, vendedores y compradores de tierra jugaron un papel fundamental[982]. Se crearon también en las zonas cafeteras grupos armados -conservadores y liberales- que extorsionaron a los propietarios y campesinos cafeteros, presionaron ventas o abandonos de tierras, e intermediaron, contrabandearon o gravaron las ventas de café.
Tras las devastadoras afectaciones que dejó la Violencia en el campo colombiano, las luchas por tierra y democracia vieron un resurgir con el inicio del pacto bipardistidista que dio origen al Frente Nacional. En el marco de intentos y frenos a una nueva reforma agraria y de profundos cambios políticos y económicos que se daban en el país, el campesinado vivió un auge de su capacidad organizativa y de movilización, de grandes avances en sus luchas por tierra, democracia y vida digna.
9.2. Frente Nacional y la guerra (contra)insurgente
El Frente Nacional fue un acuerdo entre los dos partidos tradicionales, liberal y conservador, para derrocar la dictadura, consolidar la pacificación del país después de la Violencia y promover el desarrollo. Implicaba el rechazo del uso de métodos violentos para resolver disputas políticas y constituía en ese sentido la promesa de ajustar la lucha por el poder a la legalidad.[983] En particular la propuesta de desarrollo implicaba la aceptación de la necesidad de reformas sociales como condición para democratizar y pacificar el país. Los arquitectos del Frente Nacional estaban convencidos de que la violencia y el comunismo encontraban escenarios propicios en la desigualdad, la pobreza y la ausencia de Estado.[984]
Estas reformas sociales incluían una reforma agraria, además de cambios en la estructura agraria y el fortalecimiento de la educación pública, entre otras. El programa de desarrollo también incluía la creación de organizaciones sociales que al tiempo sirvieran de interlocutores del Estado para promover pactos de desarrollo y prevenir la penetración de las comunidades de agentes externos, comunistas o subversivos. Entre estos mecanismos se encuentran las juntas de acción comunal y la Asociación de Usuarios Campesinos (ANUC).
Sin embargo, la implementación del programa de desarrollo requería partidos fuertes, con una línea de mando clara entre la dirección nacional y las instancias regionales y locales, que nunca estuvieron del todo bien establecidas y que en realidad nunca se consolidaron. La fragmentación partidista y el consecuente inmovilismo[985] que generó la creciente autonomía de sus líderes locales y regionales y su capacidad para construir alianzas con las facciones del liderazgo nacional de los partidos fueron los principales problemas que evitaron que el Frente Nacional avanzara en su propuesta de desarrollo, como condición para mantener y consolidar la paz.
Eso explica por qué Colombia no pudo promover una reforma agraria seria, aunque existía la voluntad política de un sector significativo de las élites bipartidistas y se tenía el respaldo de los Estados Unidos[986]. En el fondo, la reforma agraria[987] implicaba una nueva correlación de fuerzas y una nueva estructura de poder en el campo, por lo que sectores de las élites terratenientes regionales -conservadoras y liberales- se opusieron. Las élites terratenientes bloquearon la redistribución de tierras, usando la representación directa que tenían en la legislatura, además de la captura de una parte de los funcionarios elegidos, jueces o burócratas, que respondían a la distribución paritaria entre los partidos, y al uso de clientelismo para socavar el apoyo de los pobres rurales a la reforma.
Así, la influencia de las élites terratenientes sobre el Congreso permitió reducir el alcance redistributivo de las reformas, reducir la financiación de su implementación y aumentar las barreras legales para la expropiación y redistribución. Los terratenientes cabildearon exitosamente en la burocracia del Incora para que esta agencia concentrara su actividad en «proyectos que no perturbaban la tenencia de tierra existente»[988]. Por esa razón, la principal acción de la entidad fue la colonización dirigida fuera de la frontera agrícola y avanzó poco en la redistribución de tierras ya aptas para la producción, lo que a la postre terminó reproduciendo «un traumático proceso de descomposición con el avance de la ganadería y la agricultura comercial»[989]. A pesar de que la Ley 135 de 1961 contemplaba formalmente la expropiación de estas tierras, las restricciones impuestas a la figura la hicieron marginal. De hecho, entre 1962 y 1985 entraron por al Fondo Nacional Agrario 889.000 hectáreas, de las cuales solo el 7,4 % fueron por expropiación[990]. A pesar de las limitaciones, la norma les permitió a muchos campesinos hacerse con la propiedad de la tierra que ocupaban. Entre 1958 y 1961, hubo 9.755 adjudicaciones, para un total de 1.143.896 hectáreas. Adicionalmente, entre 1962 y 1986 ingresaron un total de 4.814 predios al Fondo Nacional Agrario, que correspondieron a 970.741. Los predios adquiridos estaban principalmente en Bolívar, Boyacá, Meta, Córdoba, y Cesar,[991] departamentos en los que la ANUC tenía una fuerza muy importante.
En aplicación de la Ley 135 de 1961, el Incora dirigió durante los años sesenta la colonización del piedemonte oriental de la cordillera Oriental, el Magdalena Medio, la altillanura entre el oriente del Meta y Vichada, el sur de Córdoba y en varias subregiones de Antioquia, como el bajo Cauca, el nordeste y el Urabá. Estas colonizaciones -dirigidas por el Estado- se superpusieron a las espontáneas o forzadas, de tal forma que los campesinos colonos se mezclaron, se encontraron, compartieron necesidades e intereses y, en muchos casos, terminaron juntos, agrupados y organizando las parcelaciones y los fundos de los nuevos colonos que llegaban a la zona.
Se trató entonces de «un proceso social en el que el sectarismo político encubrió la expulsión del campesinado y la concentración de la tierra», e impuso «la colonización y la expansión de la frontera agrícola» en cerca del 87,5 % de su implementación[992]. De esta manera, los efectos sobre la concentración de la tierra no fueron significativos[993], y al interior de las élites continuó predominando el sector que promovía la consolidación de la gran propiedad capitalista del campo[994]. Los conflictos agrarios de los años sesenta -que tienen repercusiones hasta nuestros días- solo se entienden por el fracaso de los intentos reformistas del Frente Nacional, producto de sus contradicciones internas tanto en sus objetivos (pacificación de la lucha política, reformismo social y desarrollo económico) como de en su composición (faccionalismo, enfrentamiento entre tecnócratas y reformistas y clientelismo tradicional).[995]
El freno de las propuestas redistributivas, y la priorización de programas de colonización que no garantizaban en acompañamiento estatal y la provisión de bienes y servicios para hacer sostenible la economía campesina dio lugar, por un lado, a la continuación de la concentración latifundista, que luego el paramilitarismo y el narcotráfico profundizarían de manera más violenta y más rápida; y por otro, a la profundización de las desigualdades territoriales, la continuación de los conflictos agrarios y resistencias de los colonos a los mecanismos clientelistas de los partidos tradicionales; lo que al final se traduciría en la inserción de la insurgencia en las regiones de colonización. Adicionalmente, que el campesino ocupe tierras pendientes de las cordilleras y por fuera de la frontera agraria tiene consecuencias ambientales negativas, incluso sobre los valles fértiles. La deforestación y la recarga de los acuíferos, genera disminución de los caudales de ríos y quebradas, la erosión de los suelos y la colmatación de los cauces del sistema hídrico en los valles -que causa inundaciones en invierno y la destrucción de ecosistemas sin vocación agraria ni ganadera - como son zonas de la Amazonía y el Pacífico.
Después de los esfuerzos de reforma agraria, en la política pública se acogió la idea de garantizar la explotación económica de la tierra y promover la urbanización para resolver esa larga confrontación. El 9 de enero de 1972, bajo el gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970-1974), se firmó entre los partidos tradicionales y los gremios de propietarios el Pacto de Chicoral, que puso fin a la reforma agraria. El gobierno convocó a las fuerzas políticas, a los ganaderos, arroceros y bananeros y a los latifundistas. Desde entonces, la política estatal hacia el campo abandonó la redistribución y en su lugar privilegió el statu quo de la propiedad de la tierra, aun cuando esta fuera improductiva. Los sectores de las élites regionales que habían conseguido su poder político gracias a la acumulación de los derechos de propiedad sobre la tierra, lograron mantener una posición privilegiada para impulsar su agenda:
(...) la presencia de ambos partidos en lo local no se reducía, pero sí pasaba, por el poder terrateniente. Por consiguiente, los partidos tuvieron siempre muy buenas razones para no hostilizar a sus terratenientes. Los reformistas agrarios -en su mayoría provenientes del Partido Liberal- se enfrentaron por tanto al siguiente dilema: como partido centrista tenían que maximizar votos y, por tanto, preservar sus bases de poder territorial, pero a la vez querían impulsar su agenda de cambios. A esta contradicción básica -y no a la “falta de voluntad política”- se debe atribuir el descarrilamiento de diversas intentonas de reforma, al margen que han tenido las élites agrarias para disparar contra la población en nombre de la defensa del sistema, del Gobierno o de la propiedad[996].
Congresistas y terratenientes no solo pusieron freno a la reforma agraria, sino que dieron inició al proceso de reversión de los efectos positivos de la reforma. El pacto se materializó con las leyes 4 y 5 de 1973 y la Ley 6 de 1975 [997]. Estas normas le quitaron funciones al ya debilitado Incora, frenaron las actividades de la ANUC e incorporaron a la política agraria criterios sobre la producción y productividad, y abandonaron la apuesta por la redistribución y el desarrollo social del campesinado[998]. Además, en detrimento de las economías campesinas y étnicas, los sucesivos gobiernos siguieron impulsando la ganadería extensiva, la explotación forestal, las agroindustrias (palma y caña) y la extracción de carbón, petróleo y minerales. Para no afectar la acumulación de capital y la tenencia de tierra de esos sectores económicos, en general la mayoría de los gobiernos continuaron estimulando las políticas de colonización con la promesa de acceso a títulos[999], sin considerar los efectos ambientales y los impactos sobre las territorialidades étnicas. La crisis de la ANUC que vino en parte a estas decisiones, también por efectos de la violencia y por problemas de corrupción y divisiones internas, significó un profundo golpe al movimiento campesino en el país, y sobre todo a las posibilidades de interlocución directa con los gobiernos sobre la política agraria. Después del Pacto de Chicoral, el movimiento de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos se dividió en dos líneas. Una de corte cercano al gobierno y otra con el apoyo de los sectores populares. Del protagonismo en los primeros años de la década de los años setenta pasó a la resistencia en los ochenta, cuando el paramilitarismo incluyó a líderes de la organización entre sus blancos principales[1000]. Al llegar los noventa, las medidas económicas terminaron por diezmar la organización campesina.
La otra cara de la contrarreforma agraria fue el impulso a la «vivienda urbana» promovido por el gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970-1974) a través del Plan de Desarrollo de «Las Cuatro Estrategias». Con este impulso se reforzó un ideal de modernización anclado en la urbanización, minimizando la importancia de la democratización y desarrollo del campo. Aunque es imposible desconocer que prestar atención en los territorios urbanos era muy importante -por el acelerado proceso de urbanización que vivía el país- las políticas que se implementaron no consideraron que las dinámicas del conflicto armado conducirían a miles de campesinas y campesinos a las ciudades, y que, por tanto, era necesario implementar una estrategia de largo plazo para hacer sostenible la buena vida y productividad del campo. Por el contrario, terminaron por posicionar la idea de que la pobreza, «especialmente en el sector agrícola [que] era el resultado de un empleo 'deficiente' o 'erróneo' que producía un rendimiento muy bajo en un campo superpoblado»[1001]. En consecuencia, resolver los conflictos y problemáticas del campo perdieron prioridad, y el engranaje institucional se orientó al fortalecimiento de los sectores inmobiliario, financiero y de la construcción, encargados de la producción de vivienda e infraestructura para las ciudades. Sin embargo, estas políticas y sectores no lograron superar la informalidad urbana ni garantizar el acceso a tierra y techo para los pobres que seguían en aumento.
La reconfiguración poblacional en el marco del conflicto estuvo atada sobre todo al desplazamiento forzado. A partir de la segunda mitad del siglo XX, el proceso de urbanización y posterior consolidación de un sistema de ciudades estuvo estrechamente vinculado a las dinámicas de la guerra. Al impacto de la industrialización se sumó el desplazamiento forzado como uno de los factores que definió los ritmos, tamaños y dinámicas específicas del crecimiento y transformación de las ciudades. Los primeros ciclos fundacionales[1002] no garantizaron la articulación entre subsistemas urbano-regionales. Por el contrario, «la configuración de los “frentes de colonización dispersa” y la dependencia de las relaciones con el exterior marcaron -desde la colonia- el carácter altamente fragmentado del desarrollo regional del país. Solo hasta las primeras décadas del siglo XX se consolidaron cuatro ciudades como cabezas regionales: Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla[1003].
Los nuevos residentes de las ciudades llegaron a ocupar los inquilinatos: grandes casonas en las zonas centrales que habían sido abandonadas por las élites; aunque también fueron ocupadas las zonas de borde, arrabales o las llamadas periferias. La colonización popular urbana se fue forjando en condiciones de precariedad extrema. La precaria planeación urbana que se intentó incorporar a partir de la década del treinta del siglo XX fue desbordada por el impacto del desplazamiento forzado. Las ciudades se fueron haciendo a diario. Durante las décadas del sesenta y del setenta fue común que, de lunes a sábado, los barrios populares proveyeran los materiales y la mano de obra para la construcción de modernos edificios institucionales, aeropuertos y grandes vías. Mientras que los domingos, sin descanso, las familias de estos barrios avanzaban a través de mingas, convites y ollas comunitarias en la construcción de sus propias viviendas, caminos, iglesias, parques y salones comunales. Estas fueron las formas que tomaron las vidas de los cientos de miles de campesinos y campesinas que llegaron a las ciudades, y también la manera en que gran parte del país se urbanizó.
Desplazarse del campo a la ciudad implicó recrear el mundo a partir de la construcción de nuevas territorialidades en lo urbano. En este proceso, los campesinos mestizos, afrodescendientes, indígenas y población Rom que poblaron las ciudades se vieron obligados a transformar profundamente sus rasgos culturales y composición familiar para adecuarse a las nuevas realidades de la ciudad. A pesar de ello, también desarrollaron formas de resistencia para la pervivencia prácticas y formas de relacionamiento con el entorno que configuraron los nuevos territorios urbanos. En los barrios populares emergentes de pueblos, medianas y grandes ciudades, el cultivo de huertas familiares o comunitarias con semillas traídas de los territorios de origen, o la crianza de gallinas, ovejas y cerdos fue una práctica común. También estos fueron escenario de la recreación de fiestas y celebraciones populares como los San Pachitos que las comunidades negras desplazadas del Pacífico colombiano celebran en barrios de Bogotá y Medellín, entre otras.
El desplazamiento forzado -mejor definido por Alfredo Molano como desplazamiento por terror- incidió de manera significativa en la transición de un país rural disperso a un país urbano concentrado. En 1964, la curva poblacional se invirtió: «La proporción de población residente en cabeceras municipales del país se multiplicó por doce al pasar de dos millones y medio en 1938 a 31,5 millones en 2005 [...] En el mismo periodo la población rural no alcanzó a duplicarse». Esto significó el aumento de un 29 % (en 1938) a un 75 % (en 2005) de la población[1004] residiendo en ciudades, un aumento que desbordó la planeación urbana y replicó en las ciudades las lógicas de desigualdad entre el centro y la periferia.
La incidencia de las élites regionales en las decisiones del nivel central también dio origen e institucionalizó -a partir de 1968- los auxilios parlamentarios y partidas regionales que ofrecían a los congresistas montos para invertir en sus regiones. Los auxilios se convirtieron en fuente de corrupción y además constituyeron un incentivo adicional para que los políticos de las regiones se emanciparan del centro partidista. Los aportes a las regiones y localidades, contemplados en el plan de desarrollo nacional[1005], se hacían a nombre del parlamentario en cuestión, que terminaba personificando al Estado en el territorio y profundizando el modelo de acceso a derechos por intercambio de votos. Esta dinámica reforzó el modelo clientelista de captura de votos e integración social, no solo en las áreas rurales, sino también en los barrios recién creados en las ciudades, como parte del acelerado proceso de urbanización, en los que la provisión de vivienda, servicios públicos e inversión estatal, se convertían en recursos electorales frescos para las élites políticas locales y regionales[1006].
La limitada implementación de las reformas sociales del Frente Nacional, que se explica en buena medida por esta dinámica, produjo una rápida pérdida de credibilidad y apoyo al régimen político, que se expresó en los constantes estallidos de movilización social, el episodio de las elecciones de 1970[1007] y la creación y consolidación de las guerrillas. Además, la derrota de las reformas reforzó el modelo de colonización a la intemperie[1008] como forma de ocupación de territorios, que servía como válvula de escape para los conflictos por la tierra que existían en la región andina del país y, aunque evitaba la redistribución, no garantizaba condiciones mínimas de presencia efectiva del Estado en los territorios y sí acrecentaba las brechas de desarrollo entre las regiones.
La adscripción clientelista de buena parte de la población a las redes clientelares de los partidos tradicionales, en las zonas integradas, garantizaba un cierto modo de inclusión de estas a la vida política nacional y a los recursos del Estado, así no fuera democrática, sino todo lo contrario, asimétrica y desigual[1009]. En cambio, en las zonas periféricas, más allá de la frontera agraria, donde las élites no tenían incentivos suficientes para extender la presencia de las instituciones del Estado ni las redes clientelares, en las que se promovió un rápido y desigual desarrollo, se crearon las condiciones para que se impusieran órdenes territoriales insurgentes y se desarrollara la economía del narcotráfico. Estos diferentes grados de inclusión de la población al sistema imperante explica la restringida presencia de las guerrillas en el territorio nacional durante los años sesenta y setenta, ubicadas en las zonas de colonización y las fronteras nacionales, dejando libres las regiones más integradas del país. Esta situación se modificó a partir de los años ochenta, cuando las guerrillas salieron de las zonas marginales donde nacieron y se proyectaron hacia regiones más integradas de la vida económica y política del país o en proceso de mayor integración. La disputa territorial cobró entonces los más altos costos de la violencia.
A esto debe sumarse el problema político que se deriva de la dependencia que el Estado central tiene de las redes clientelares de los partidos tradicionales para hacer presencia en el territorio, y que se concreta en una limitación significativa en su capacidad de interactuar con grupos organizados al margen de esos partidos. Esto sucede especialmente cuando las reivindicaciones y demandas de estos grupos organizados cuestionan los privilegios de las élites locales y regionales -del Cauca, Tolima, Huila, Cundinamarca, Antioquia, entre otras- que acuden a las instancias nacionales de los partidos para denunciarlas en el Congreso, estigmatizarlas y promover un tratamiento de orden público a las mismas, promoviendo la represión violenta. En esta lógica se inscribe la acción violenta del Estado contra movilizaciones y organizaciones sociales que, independientemente de sus cercanías con las insurgencias, expresaban conflictos sociales y políticos reales, resultado del modelo de integración del territorio y desarrollo del país.
9.3. Efectos de la apertura económica en la reconfiguración territorial
La liberalización de la economía que acompañó la democratización lograda con la constitución de 1991 produjo efectos y dinámicas económicas que contribuyeron a la transformación e hibridación de la guerra a partir de los años noventa y a la reconfiguración de los territorios, especialmente aquellos ubicados en las periferias del país. Primero porque el impacto del modelo de apertura económica que reconfiguró al Estado, propició la profundización de problemas y conflictos sociales asociados al conflicto; y segundo, porque la globalización ofreció nuevas oportunidades a los actores armados para desarrollar su economía de guerra, a través de las economías ilegales de carácter global.
En Colombia, la apertura económica en el marco del proceso mundial de globalización se materializó en la integración de la economía a los mercados mundiales, la generalización de estrategias encaminadas a atraer inversión extranjera y la creación de condiciones para suscitar el interés de grandes empresas transnacionales, así como en el rigor macroeconómico, la preservación de un sano equilibrio fiscal y las políticas de privatización de bienes y servicios estatales[1010]. En ese contexto, Colombia pasó de ser un país eminentemente productor de café en la década de los setenta a convertirse en productor de minerales y de coca en la década de los noventa. La caficultura pasó de representar el 50 % de las exportaciones del país en 1985 al 21 % en 1998 y el 8 % en el 2000.[1011] Además de los bajos precios internacionales del grano que empezaron a regir a partir de la década de los ochenta, la situación del café fue similar a buena parte de los productos agrícolas de los países considerados del Tercer Mundo, que, dependientes de las exportaciones, fueron golpeados por las medidas aperturistas y también proteccionistas de los países desarrollados, porque fueron desplazados por nuevos productores con mayor acceso a tecnología o que ofrecían nuevos productos sustitutos para abastecer la demanda del mercado global.
Más dependientes de los mercados internacionales, que comenzaron a privilegiar el consumo de minerales e hidrocarburos dada la necesidad cada vez mayor de los países industrializados de obtener insumos industriales y fuentes de energía combustibles derivadas primordialmente del petróleo, el gas, el carbón y de algunos minerales como el oro, el níquel y hierro, entre otros, Colombia pasó a consolidarse a partir de los años noventa como un importante productor de minerales y combustibles.[1012] El petróleo específicamente se convirtió en el principal renglón de exportaciones del país y en una importante fuente de ingresos para el Estado, al mismo tiempo que la agricultura pasaba de representar algo más del 20 % del PIB total a principios de los años setenta a solo el 10 % en el 2009[1013], como resultado del acelerado y traumático proceso de transformación del sector productivo del país.
El mantenimiento de un estricto compromiso con la apertura económica, las privatizaciones y la reforma del Estado, sin considerar las desigualdades territoriales existentes para los años noventa, profundizaron las disparidades socioeconómicas entre los territorios y los distintos grupos sociales al interior del país. El desequilibrio -derivado de la dualidad de la presencia territorial del débil e inefectivo Estado colombiano- profundizó la crisis de la economía rural campesina y de las poblaciones étnicas y el empobrecimiento de zonas rurales productivas que no tenían los recursos institucionales, financieros ni tecnológicos para adaptarse a las nuevas condiciones de la competencia. Si se considera que la economía global había privilegiado para ese momento un modelo de producción que se caracteriza por la extracción y adaptación tecnológica intensiva y el limitado uso de mano de obra, puede inferirse que la ausencia de beneficios sociales y económicos para los sectores rurales con menores capacidades de adaptación a estas condiciones y con altos niveles de informalidad en los derechos de propiedad sobre la tierra disminuyó sustancialmente la capacidad de los pobladores de los territorios históricamente excluidos para mantenerse dentro de los límites de la economía legal. La crisis del sector agrícola durante los noventa, profundizada por medidas asociadas al modelo de globalización, excluyó a una base social campesina que, al quedar por fuera de los mercados de alimentos y productos agrícolas, buscó alternativas en el cultivo de la coca, marihuana y amapola, actividad que ya estaba presente en los territorios y en las que encontraron protección y asociación con los actores de la guerra.
Así, durante la década de los noventa coincidieron espacial y temporalmente el abandono de las economías campesinas, la quiebra de muchos productores por la apertura de las importaciones subsidiadas del resto del mundo, el crecimiento del desempleo en el campo, con el crecimiento de los grupos armados y los cultivos ilícitos en el país.[1014] Esta nueva orientación del sector productivo fue aprovechada también por los actores armados para dinamizar sus economías de guerra a través de formas de explotación directas e indirectas de los recursos altamente rentables en el mercado internacional, especialmente en contextos caracterizados por la escasa presencia del Estado. La inserción de estos proyectos económicos suscitó conflictos sociales y ambientales que fueron agravados por la irrupción violenta de grupos guerrilleros, paramilitares y el ejército que iniciaron una cruenta disputa por el control de estos territorios.
Algunos recursos agrícolas, especialmente de plantación extensiva, vinculados con las prioridades de los mercados internacionales, también se beneficiaron de la apertura económica y terminaron en ocasiones vinculadas con el conflicto armado.[1015] Por ejemplo, el auge del cultivo de palma aceitera empezó en la década de los noventa, cuando se produjo un incremento sostenido de la demanda mundial de grasas y aceites, así como la posibilidad de utilizar este recurso como biocombustible. Dadas estas condiciones y la amplitud de la presencia de este tipo de cultivo en el territorio nacional, actores armados, especialmente el paramilitarismo, lo ubicaron como alternativa de financiación de la guerra, al menos de dos maneras: a) a través de extorsiones a los palmicultores, secuestros de administradores, la obstrucción del transporte de los trabajadores y las amenazas de destrucción de las instalaciones en lugares en los que la palma ya estaba establecida, y b) a través del desplazamiento de familias de sus tierras con la intención de establecer en ellas grandes cultivos, como le ocurrió a las comunidades afrodescendientes del pacífico. Situaciones como estas se han repetido con otros recursos agrícolas de plantación extensiva así como con recursos minero-energéticos.[1016]
Así, la guerra se arraigó en una sociedad históricamente desigual y excluyente, pero en términos económicos y sociales el modelo neoliberal, implementado a partir de 1990 y en coexistencia con el conflicto armado, fue funcional para que los gobiernos tomaran decisiones políticas y económicas que beneficiaron a unos sectores de élites de la sociedad y desprotegieron a millones de personas, muchas de las cuales ya eran víctimas. Estas decisiones acrecentaron el conflicto social, debido a que amplios sectores de la ruralidad quedaron por fuera de los circuitos del mercado, con repercusiones en la continuación de la guerra existente, y contribuyeron a incrementar violentamente la desigualdad, especialmente en la propiedad de la tierra y de la riqueza. Además, también contribuyeron a que se mantuvieran las desigualdades territoriales gracias a que élites regionales y nacionales materializaron alianzas políticas y económicas con paramilitares, narcotraficantes, y miembros de la fuerza pública, para desarrollar empresas y obtener ganancias a través tanto del despojo de tierras y el uso de la violencia -como ocurrió en casos identificados de plantaciones de banano y palma de aceite- como en la minería criminal de las retroexcavadoras en territorios como Urabá, Magdalena, Chocó.
Con frecuencia, bajo la lógica del extractivismo, los excedentes generados más allá de las regalías por estas grandes empresas no se reinvirtieron en el desarrollo. La pobreza y el conflicto contribuyeron a ahondar la situación de desigualdad y exclusión del mercado. El narcotráfico profundizó y degradó la violencia, pero al mismo tiempo llevó a ofrecer una alternativa a los campesinos afectados por las medidas económicas tomadas en el ajuste estructural de los noventa, y a garantizar -a través del lavado de activos, el contrabando y muchas iniciativas en el límite gris entre lo legal y lo ilegal- que distintos sectores de la economía no sucumbieran ante las crisis financieras globales que ha habido en las últimas tres décadas, mientras otros sectores se enriquecieron o financiaron la guerra. La protección de quienes se benefician con la desigualdad contribuyó a que la seguridad del Estado estuviera en buena parte centrada en la protección de la riqueza acumulada no solo por las dinámicas del sistema capitalista, sino también por las vías de la guerra que pasa por encima de la legalidad[1017]. Así, la seguridad abandonó la protección de las vidas de las personas en los territorios afectados por el conflicto. El nuevo modelo de desarrollo promovió un Estado pequeño[1018] con poca injerencia en la regulación de los mercados y, aunque en el periodo posterior a la Constitución de 1991 hubo un incremento del gasto público y desde el 2006 una disminución de los indicadores de pobreza aún prevalece un sistema tributario regresivo que no ha contribuido a la disminución de la desigualdad.[1019]
Ante este contexto se crearon nuevos escenarios de movilización campesina. A inicios de los años noventa, los campesinos y las campesinas que promovieron movilizaciones a nivel regional y nacional afrontaron persecución e intentos de exterminio en su contra. En muchas regiones, esto se vivió como la continuidad de la violencia política contra la ANUC o del genocidio político contra la UP. Los liderazgos campesinos fueron perseguidos, encarcelados, amenazados, asesinados y desaparecidos, especialmente aquellos pertenecientes a organizaciones como el Comité de Integración Social del Macizo (CIMA), la Asociación de Pequeños y Medianos Agricultores del Norte del Tolima (Asopema), los sindicatos agrarios en regiones como el Meta, el Caquetá o el Sumapaz, la Asociación para el Desarrollo de las Familias del Manso y el Alto Sinú (Ascoderma), la Asociación Campesina para el Desarrollo del Alto Sinú (Asodecas), organizaciones cocaleras en el suroriente del país, la ANUC en Córdoba, Fensuagro, Anmucic y las organizaciones promotoras de Zonas de Reserva Campesina (ZRC), entre otras.
La movilización campesina tuvo como respuesta distintas formas de violencia que pretendían aplacar las expresiones de inconformidad del campesinado en todo el país mediante el desplazamiento y el terror. Las movilizaciones campesinas, ahora ya cada vez menos motivadas por las tomas de tierras y más enfocadas en el acceso a bienes públicos y en la defensa de los derechos humanos, fueron la antesala de numerosas victimizaciones, algunas de ellas masivas, que incluyeron el desplazamiento y la violencia política contra sus organizaciones.
Durante la década de los noventa hubo cuatro hitos de movilización y represión en varias regiones del país: el primero, los paros cafeteros de febrero y julio de 1995, donde al menos 18.000 campesinos y campesinas protestaron en el Tolima, Huila, Valle del Cauca y Antioquia contra las abusivas condiciones que imponían las entidades bancarias y por los abusos de las instituciones cafeteras.
El segundo, las marchas cocaleras de julio y agosto de 1996, un gran paro en Caquetá, Putumayo, Guaviare, Nariño, Cauca, Huila, Sur de Bolívar y Catatumbo, en el que se movilizaron cerca de 300.000 personas que exigían programas de sustitución y reconocimiento como campesinos cultivadores -y no narcotraficantes-, que también exigían la constitución de cuatro ZRC en el sur del país.
El tercero, el éxodo campesino entre julio y octubre de 1998, en el que más de 13.000 personas se movilizaron a Barrancabermeja para exigir programas sociales, freno a la incursión paramilitar y la constitución de una ZRC en el Valle del río Cimitarra y una en Arenal y Morales, en el sur de Bolívar.
El cuarto y último fue el paro del suroccidente colombiano en 1999 donde comunidades campesinas, indígenas, sectores sociales y gremiales de los departamentos del Valle, Cauca y Nariño se movilizaron en protesta por el abandono estatal y la apertura neoliberal, y para reclamar apoyo a sus planes de vida.
La violencia contra estas expresiones de la movilización campesina muchas veces fue perpetrada por grupos paramilitares. Pero también funcionarios del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el Ejército y la Policía Nacional fueron determinadores de muchos de los crímenes cometidos por los grupos irregulares. Los servidores públicos también victimizaron al campesinado en muchos casos.
La intensidad de la victimización fue tal, que desde entonces y durante la primera década del siglo XXI «una parte de la dirigencia campesina impulsa o contribuye a impulsar la creación de organizaciones de víctimas del conflicto armado. Un ejemplo de ello es la Asociación de Ayuda Solidaria (ANDAS), organización que nace en 1997 a partir de la juntanza de líderes agrarios desplazados del Partido Comunista y de la Unión Patriótica, especialmente de regiones de Urabá, Córdoba y Villavicencio, con la intención de continuar la lucha de quienes habían sido desplazados y abrir camino hacia el retorno. Caminos parecidos habría tenido Andescol. E incluso al interior de la ANUC-UR se creó una línea de trabajo con propósitos similares»[1020].
La Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) también es muy significativa en este sentido, pues a pesar del conflictivo entorno ideológico, político y territorial en el que desarrolló su labor, la organización se consolidó en torno a la defensa del campesinado del Catatumbo ante las violaciones de derechos humanos que se dieron por parte de la fuerza pública, de grupos paramilitares y de la insurgencia; desde allí se reconstruyó el tejido social roto por la arremetida del Bloque Catatumbo de las AUC y, a medida que el campesinado retomó confianza, el quehacer de la organización empezó a concentrarse en la defensa del territorio mediante el rechazo a proyectos extractivos de minería, para finalmente dar un salto cualitativo hacia propuestas de fortalecimiento de la economía campesina mediante el plan desarrollo sostenible (PDS) de la zona de reserva campesina (ZRC) del Catatumbo.
En el caso del Movimiento de zonas de reserva campesina, durante este periodo se dieron dos cambios sustanciales en la agenda campesina de los años noventa y los dos mil. El primero está relacionado con el nacimiento de un conjunto de demandas mucho más territorializadas, ya que en el marco de la Ley 160/94 los movimientos campesinos recogieron una serie de propuestas de poder territorial que fueron más allá de las demandas gremiales, del acceso a la tierra y participación política. Los PDS de las ZRC depuraron modelos regionales de incentivo a la economía campesina, de garantía de bienes públicos y de manejo ambiental que le permitirían al campesinado relacionarse con el Estado desde un nuevo rol. Como consecuencia, al finalizar el periodo emergieron nuevos discursos reivindicativos de la identidad cultural campesina, identificándose como un valor que debía ser protegido, reivindicando su reconocimiento jurídico y político. Es decir, ya no solamente se exigía la titulación de tierras por parte del Estado. Ahora las mismas organizaciones campesinas lideraban las propuestas de ordenamiento territorial mediante planes de futuro en materia ambiental, económica y de organización social y cultural.
9.4. La irrupción del narcotráfico
Aunque la economía de las sustancias ilícitas puede rastrearse en el país desde los años treinta o cuarenta, fue en los setenta cuando se volvió relevante en la política nacional, primero con la bonanza marimbera y el ingreso masivo de capitales ilegales a través de mecanismo como la ventanilla siniestra[1021], y luego desde mediados de la década de 1980, con la economía ilegal de la coca. Los límites de los programas de colonización, el fortalecimiento de la economía agraria industrializada en detrimento de la economía campesina, y el cambio de la estructura productiva del país en el contexto de liberalización de la economía habían dejado a una parte importante de la población rural en la Orinoquía, en el Magdalena Medio, en la Frontera Nororiental y en Urabá, entre otras regiones, con la coca como única alternativa para subsistir y permanecer en el territorio. Pero la cadena del narcotráfico no se redujo al cultivo. En estos años también se crearon y crecieron los dos principales carteles del narcotráfico, en Medellín y Cali, que iniciaron un proceso creciente de compra de tierras[1022] y reconfiguración de la estructura de la propiedad, con intenciones del procesamiento del producto y de control de las salidas y puertos[1023].
Esta articulación del país a la economía global del narcotráfico acercó la institucionalidad democrática a la criminalidad organizada, y transformó la estructura productiva y las modalidades de ocupación del territorio por parte de la sociedad y el Estado. El surgimiento de nuevas élites económicas interesadas en la política penetró los partidos, particularmente el Liberal, para los que el narcotráfico se convirtió en fuente de nuevos recursos (dinero, asesinos a sueldo y prestigio) para mantener ventajas electorales. El modelo dominante de partidos generado durante el Frente Nacional constituyó el escenario ideal para la penetración de la criminalidad organizada en la política. Entre otras razones, los liberales fueron el principal blanco de infiltración porque eran quienes mejor dominaban las técnicas de la maquinaria local informal, y garantizaban un ascenso más rápido por esta vía en la política[1024]. Varios de los barones regionales liberales en regiones como el Caribe, el Magdalena Medio y Antioquia, por ejemplo, resultaron ligados al narcotráfico, con quienes establecieron coaliciones regionales anti subversivas, con las que participaban, de manera indirecta, en el conflicto armado.
Adicionalmente, se profundizó el dualismo territorial: mientras los territorios cercanos a los centros de poder -en particular en el mundo andino- y con alta densidad demográfica tenían acceso -al menos parcial- a servicios del Estado, la periferia se siguió poblando, y aunque ganó relevancia económica, primero por los cultivos de coca y posteriormente con el auge minero, siguió sin tener acceso a esos bienes y servicios básicos del Estado. La expansión de la frontera agrícola por el crecimiento de los cultivos de coca profundizó las brechas del derecho al Estado entre los territorios[1025]. En este contexto, los pobladores de estos territorios entraron sin mayor posibilidad de resistencia a las lógicas de gobernabilidad de los actores armados, o de la clase política que actuaban sin depender de control regulatorio alguno. En estos mismos territorios se creó un «campesinado ilícito»[1026] que por definición quedaba excluido de la interlocución con el Estado para el trámite de sus demandas. La ilegalización y estigmatización de estos sectores poblacionales y de territorios enteros profundizaron el bloqueo de la comunicación y provisión de bienes públicos y la subrepresentación que -desde el pacto de Chicoral- enfrentaron los campesinos, por la combinación sistemática de violencia y exclusión[1027].
En regiones como la Amazonía, el impacto sobre las poblaciones étnicas de la irrupción de este tipo de economía implicó profundas transformaciones en su forma de concebir y construir el territorio. La cadena de conflictividades que se estableció transformó el uso del territorio. De una agricultura basada en la subsistencia y una caza controlada se pasó al monocultivo de la coca con fines de narcotráfico, deteriorando los suelos y afectando la subsistencia de las personas que, en adelante, se vieron obligadas a usar los productos de consumo diario importados. Asimismo, hubo una tergiversación del sentido espiritual y simbólico de la coca utilizada por los pueblos indígenas, lo que ocasionó su estigmatización. Esto, sumado a otras violencias asociadas al conflicto armado y a su relación con el extractivismo en la Amazonía, ha implicado que los pueblos indígenas en particular vieran afectada su pervivencia física y cultural, al punto de que la Corte Constitucional decretó el riesgo de exterminio físico y cultural de 14 pueblos indígenas que habitan la Amazonía.
El fortalecimiento de las mafias enriquecidas con el narcotráfico y la corrupción despojó a pequeños y medianos propietarios a través de organizaciones de violencia y en alianza con sectores de grandes propietarios de la tierra. Su articulación y alianzas con terratenientes estaban centradas en la defensa de la gran propiedad, que se expresó en la multiplicación de frentes paramilitares y la cooptación de gobiernos locales y regionales. En regiones como la Orinoquía, Magdalena Medio y el Urabá, los narcotraficantes empezaron a invertir en ganadería y compra de tierras para lavar sus ganancias ilegales, mientras algunos empresarios legales encontraban en el narcotráfico la manera de aumentar sus ganancias y resistir a la crisis económica. La propiedad extensiva de la tierra de los narcotraficantes reconfiguró territorios para asentar esta industria ilegal en corredores de tránsito y embarcaderos de drogas. El ingreso de los narcotraficantes a las élites terratenientes de varias regiones del país, le sumó la ilegalidad del poder mañoso al ya existente problema de ineficiencia productiva. Produjo también fuertes procesos inflacionarios que afectaron el mercado de tierras y el acceso a la propiedad rural del campesinado por el incremento artificial de los precios del suelo, dada la demanda de bienes no transables «...en los cuales invertían preferentemente los recursos los barones de la droga: tierra agrícola, finca raíz urbana, y bienes y servicios lujosos como discotecas», según recordaba en 1990 Miguel Urrutia[1028].
El narcotráfico también les permitió a las FARC-EP desarrollar el modelo militarista que adoptaron en su Séptima Conferencia, en 1982, en una coyuntura de crisis del régimen político y ascenso de luchas populares que se expresaron, entre otras, en Paro Cívico de 1977 configuraba a su juicio algo parecido a una situación revolucionaria[1029]. La regulación del mercado de la coca les dio importantes recursos para armas y logística que les permitió sostener el proceso de expansión territorial. El proceso de expansión tomó como eje la cordillera oriental, conservando sus zonas históricas y desplazándose hacia zonas económicamente integradas, al igual que a los centros urbanos. Este desplazamiento facilitó la extorsión y secuestro a empresarios, latifundistas y narcotraficantes[1030]. Además, el creciente papel de las FARC-EP en la economía de la cocaína representó una amenaza para el control territorial de los narcos, que terminaron aliados con los ganaderos, los políticos locales y la fuerza pública (y discurso contrainsurgente), lo que repercutió en la persecución a líderes políticos y sociales de izquierda, y en algunos casos, del partido Liberal. Para entender esta alianza es necesario reconocer el incremento del secuestro durante los años setenta y ochenta, cuyas víctimas principales fueron ganaderos, algunas otras élites económicas rurales, funcionarios y políticos de las regiones. Dado el lugar de estos sectores en la economía y la política, es posible comprender que tuvieran los recursos suficientes para adelantar iniciativas como Muerte a Secuestradores (MAS). El secuestro catalizó un conjunto de características ya existentes en un sector específico de las élites rurales, que ahora contaban con los recursos del narcotráfico, y fue determinante en la creación del paramilitarismo.
9.5. La contra reforma agraria violenta
En el proceso de contrarreforma agraria no solo actuaron las leyes y los planes de desarrollo rural lanzados por diferentes gobiernos, sino también la violencia. Los recursos del narcotráfico se articularon a la larga historia de provisión privada de la seguridad y la coerción contra el movimiento campesino, las tomas de tierras o la movilización social, que facilitaron a las élites territoriales frenar con violencia los esfuerzos por democratizar la política y los derechos de propiedad de la tierra.
Como se dijo anteriormente, durante gran parte del siglo XX -y particularmente durante la Violencia bipartidista- buena parte de la provisión de la seguridad y de la oferta de coerción estatal estuvo a cargo de cuerpos de policía subnacionales, que en muchas regiones del país intervinieron directamente en las luchas partidistas, faccionales y sociales como instrumento de agentes civiles privados bastante radicalizados[1031], y que eran de control directo de las élites políticas locales y regionales. El general Rojas Pinilla dio el primer paso para desestimular a los grupos armados civiles y despolitizar a la Policía y acabar con sus expresiones subnacionales (el Decreto 1814 del 13 de junio de 1953 la trasladó al Ministerio de Defensa y la convirtió en una fuerza nacional).
En 1959, el Frente Nacional desmontó finalmente a las policías subnacionales, pero las normas promulgadas permitieron la conformación de grupos de autodefensa integrados por civiles. En 1965, para enfrentar el fenómeno del bandolerismo y la formación de las guerrillas revolucionarias, el gobierno nacional promulgó, bajo el estado de excepción, el Decreto 3398, que establecía en su artículo 25 que «todos los colombianos, hombres y mujeres, no comprendidos en el llamamiento al servicio militar obligatorio, podrán ser utilizados por el Gobierno en actividades y trabajos con los cuales contribuyan al restablecimiento de la normalidad». El decreto añadía, en su artículo 33, que «el Ministerio de Defensa Nacional, por conducto de los comandos autorizados, podrá amparar, cuando lo estime conveniente, como de propiedad particular, armas que estén consideradas como de uso privativo de las Fuerzas Armadas». Este decreto fue convertido en legislación permanente en 1968. Estas normas terminaron amparando la creación de grupos armados paramilitares en los años ochenta, en un contexto de eclosión del narcotráfico[1032]. La creación de la figura de las autodefensas abonó las condiciones para que el Estado colombiano respondiera al desafío insurgente a través de redes civiles-estatales y grupos de seguridad privadas al margen de la ley[1033], que luego siguieron organizándose de forma cada vez más violenta.
En medio de la actuación de estos grupos paramilitares contra sectores contra la Unión Patriótica y otros grupos políticos, los gobiernos intentaron -en los años noventa- someterlos al control y la vigilancia del Estado. Por ejemplo, en abril de 1989, el Gobierno Nacional promulgó el Decreto 0815, mediante el cual suspendió la aplicación de los artículos 25 y 33 del Decreto 3398 para evitar que fueran interpretados como una autorización legal para organizar grupos civiles armados al margen de la Constitución y las leyes. Luego, la administración de César Gaviria promulgó el Decreto Ley 356 de 1994 para regular los «servicios especiales de seguridad privada» que operarían en regiones en las cuales hubiese alteración del orden público. Y en abril de 1995, ya bajo el gobierno de Ernesto Samper, una resolución de la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada les otorgó a dichos nuevos servicios el nombre de Convivir[1034]. Finalmente, después de tres décadas de respaldo legal, el paramilitarismo fue formalmente ilegalizado en 1999[1035] y combatido por el Estado, aunque de manera muy deficiente. Las pocas iniciativas de persecución ignoraron -a veces deliberadamente- los complejos intereses territoriales (criminales, políticos, militares y económicos) detrás del fenómeno paramilitar y los apoyos ideológicos y materiales que este poseía en amplias capas del Estado -incluyendo, desde luego, a la fuerza pública- y sectores económicos y políticos de la sociedad. Gracias a eso, y a la colaboración de la fuerza pública, el paramilitarismo se extendió en pocos años prácticamente por todo el país, desde sus epicentros en el Magdalena Medio y Urabá.
Anclado en la privatización de la coerción y la seguridad, el paramilitarismo ha sido un proyecto de las mafias, un sector de las élites y de la fuerza pública, que buscan mantener el control no solo de la política en las regiones, sino también de la tierra, además de ganarle la guerra a la insurgencia. Como han demostrado cientos de investigaciones académicas, periodísticas y judiciales, y como lo pudo corroborar y ampliar la Comisión, el paramilitarismo fue una pieza clave para despojar y promover el abandono de tierras y bienes, que daba paso a su apropiación por parte de terceros que se beneficiaron de la violencia, incluyendo los propios jefes paramilitares y el narcotráfico.
El despojo se produjo de diferentes maneras: mediante la amenaza o el uso de la violencia física, orientada a producir desplazamiento y abandono forzado de tierras; a través del uso de figuras jurídicas e institucionales que facilitaron la transferencia de propiedad a los despojadores, con complicidad de autoridades agrarias, notarios y registradores y mediante el acaparamiento de tierras y cambio en los usos de los suelos, como la expansión de la ganadería extensiva y la expansión de agroindustrias de monocultivos o proyectos extractivos minero-energéticos.[1036] En la base de datos de procesos de restitución de tierras -con corte a noviembre de 2020- aportada por la Fundación Forjando Futuros a la Comisión de la verdad, se constata que de las sentencias de restitución de tierras proferidas hasta la fecha, en 5.949 casos (61 %) ocurrió abandono por desplazamiento forzado, y en 3.081 casos (32 %) hubo despojo.[1037]
A partir de la información del RUV, los principales responsables del despojo son los grupos paramilitares, con 47 % de los casos, seguidos por las guerrillas, con 40 % de los casos. Por su parte, según el Sistema de Información de Sembrando Paz de la Fundación Forjando Futuros, de 7.098 sentencias de restitución proferidas con corte al 28 de febrero de 2021, el principal victimario son los grupos paramilitares con el 53 % (3.761 casos), seguido de las guerrillas con 19 % (1.348 de los casos) el 20 % (1.419) de las sentencias atribuye la responsabilidad a enfrentamientos entre actores.
El despojo territorial no solo ha implicado la usurpación de bienes materiales, sino también la enajenación de aspectos íntimos y simbólicos para las comunidades y poblaciones rurales que han tenido un vínculo con sus territorios. Se ha tratado también de procesos de despojo cultural y simbólico de las comunidades rurales expulsadas. En el proceso de esclarecimiento, la gente le contó a la Comisión cómo los ríos, plazas, fincas, parques y cerros, donde antaño la gente se reunía a departir, intercambiar mercancías, lavar ropa, preparar alimentos, celebrar ceremonias religiosas, entre muchas otras actividades, pasaron a ser símbolos del horror y la tristeza como resultado de las masacres, las amenazas, las violaciones, los asesinatos, las desapariciones y la destrucción que dejó la guerra a lo largo y ancho del país.[1038]
En la región de los Montes de María, por ejemplo, en menos de 10 años el uso y la disposición de la tierra se transformó en un escenario de violencia y masacres que hicieron que miles de campesinos fueran forzados a abandonar sus predios[1039]. La comunidad palenquera de la Bonga -en San Basilio de Palenque- se desplazó forzosamente luego de recibir panfletos amenazantes por parte de las AUC[1040] y hoy -tras un proceso para lograr el reconocimiento de su territorio colectivo[1041]- se enfrenta a un nuevo proceso de restitución de tierras, debido a que se encuentra a merced de proyectos mineros, cultivos de teca y palma de aceite[1042].
Ante el despojo y desplazamiento, comunidades campesinas impulsaron las también estigmatizadas Zonas de Reserva Campesina como estrategia que buscaba la protección de sus territorios de la acumulación de tierras. Sin embargo, estas no fueron las únicas formas de resistencia, el repertorio de estrategias del campesinado se diversificó buscando herramientas que le permitieran permanecer en sus territorios. Sin duda, la pionera en este tipo de ejercicios fue la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, que desde 1996 empezó a promover su territorio como un campo neutral ante los actores del conflicto. En marzo de 1997, los campesinos y campesinas de San José de Apartadó se autodenominaron como una comunidad de paz, se declararon neutrales y decidieron no dejarse involucrar en el conflicto armado; al mismo tiempo, pusieron en marcha un proceso de comunitario de organización y producción campesina, seguridad autonomía y protección de la vida y los derechos humanos.
De este tipo de experiencias aprendieron los campesinos de otras regiones, como el Catatumbo, el Magdalena medio, el Nordeste antioqueño, el Meta, Arauca, Córdoba y Caquetá, entre otras, quienes crearon espacios de refugio humanitario para que los afectados por los combates, bombardeos o amenazas pudieran concentrarse en un perímetro libre de la injerencia de cualquier actor armado. La contrarreforma agraria obstruyó los esfuerzos de redistribución de las tierras que algunos gobiernos propusieron, por la vía de pactos políticos entre las élites.
9.6. La descentralización y la disputa por el poder local
A la contrarreforma agraria -que estancó los procesos de desarrollo rural, el bienestar de las familias y el papel del movimiento campesino- y al urbanismo por la fuerza -que exponía a una masa cada vez más numerosa de población (en especial de jóvenes)- a la criminalidad asociada a la guerra se sumó un tercer hecho que marcó la reconfiguración de los territorios: la disputa armada por el poder local, que se dio como correlato del proceso de descentralización. La descentralización fue entendida como una reforma político- institucional que obedecía al propósito de modernizar el Estado y asegurar una mayor eficiencia y eficacia en la prestación de servicios públicos, así como una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos municipales[1043]. Sin embargo, el impacto de las reformas obedeció a las condiciones de los territorios en las que se implementaron, y trasladó la disputa por el conflicto armado a la lucha por el control de la gestión local.
En municipios integrados, en los que se había logrado consolidar una tecnocracia, desarrollo y opinión, como las grandes ciudades, la reforma aumentó la eficiencia, legitimidad y capacidades de los municipios. Pero en unidades territoriales más débiles y ubicadas en la periferia de la modernización política, o en territorios de acelerado desarrollo económico, de las economías extractivas y del narcotráfico, la gestión local se convirtió en botín apetecible de los barones electorales y de los actores armados; así se acentuaban las condiciones de la desigualdad territorial. En efecto, dado que la moneda de cambio del clientelismo era el voto, en regiones en las que el poder local seguía atado al poder de los barones electorales, que en muchos casos representaban intereses de los terratenientes - legales y también ilegales- o de los proyectos extractivos, no tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que controlar las nuevas instituciones y recursos era relativamente fácil, y de que ese control podía constituirse en una fuente inagotable tanto de votos como de rentas[1044]. Ahora bien, la descentralización estuvo acompañada de un proceso de apertura democrática, y en ese nuevo escenario, poderes locales y regionales se enfrentaron a nuevas fuerzas políticas en crecimiento: primero a la Unión Patriótica y el Nuevo Liberalismo (disidencia del partido Liberal) y después a los nuevos partidos que emergieron con la Constitución de 1991. Así en muchas regiones, como Urabá, el Meta y el Nordeste Antioqueño, entre otras, el resultado fue la creación de alianzas de dichos poderes con los actores armados para frenar el crecimiento electoral de estas nuevas fuerzas y acabar con su representación. Campesinos que participaron en la UP fueron también víctimas de genocidio político.[1045]
El conflicto se orientó a la disputa por el poder local. Los actores armados -guerrillas y paramilitares con sus distintas alianzas y entramados- se dispusieron a apropiarse de los bienes y recursos públicos, a influenciar los resultados políticos y electorales a su conveniencia o para consolidar su dominio territorial desde lo local[1046]. La debilidad del Estado en los territorios[1047], especialmente en las instituciones relacionadas con el monopolio de la fuerza y la administración de justicia, facilitó la disputa violenta por la gestión local, y expuso a los civiles activos en la política local a las amenazas de guerrillas, paramilitares o fuerzas de seguridad[1048]. El clientelismo armado se convirtió entonces en la estrategia privilegiada para este fin, y determinó los procesos de construcción del Estado local en las regiones de la periferia[1049].
En las zonas de colonización periférica donde la guerrilla hizo presencia, su objetivo fue proporcionar un cierto orden interno y «construir consensos y algunas formas embrionarias de representación»[1050]. Buscaron actuar como Estado, usando métodos similares a los de patronazgo y clientela que usan los poderes locales tradicionalmente ligados a los partidos políticos. Por esa razón, asumieron el control violento de los gobiernos locales como camino para orientar proyectos de desarrollo local e inversiones públicas; en fin, incidir en las decisiones políticas. Casos representativos son el ELN en Arauca y las FARC en la Orinoquía.
La relación de las guerrillas con el sistema político estuvo mediada por la violencia en este periodo. Combinaron los golpes militares a la fuerza pública con acciones de asedio asfixiante sobre las élites regionales a través de secuestros, asaltos a sus propiedades, pillaje y extorsiones. A esto se sumó la expulsión del Estado de regiones y localidades, a través del ataque a los puestos de Policía en las cabeceras municipales, la presión a las autoridades civiles para que renunciaran o salieran del territorio y la obstrucción de elecciones locales y regionales. Además, el control de las guerrillas significó despojos y reasignación de tierras en zonas de su control, así como la promoción de la economía de la coca en detrimento especialmente del gobierno local y, en el caso de los pueblos étnicos, de los derechos de propiedad colectiva.
En las zonas más integradas, en las que ya existía una estructura gamonalista consolidada, la guerrilla se convirtió en amenaza para las coaliciones de poder dominante, lo que llevó a sectores de las elites locales a conformar grupos paramilitares -como se dijo antes- para disputar el control territorial de la guerrilla, defender el monopolio de los recursos económicos, hostilizar y a veces eliminar del todo al adversario político. Esta articulación entre la violencia y las disputas por el poder local y regional tomó un nuevo aire con el narcotráfico, y constituye una de las razones por las que la Constitución de 1991 tuvo efectos limitados tanto en la democratización como en el proceso de construcción de paz en el país. En aquellas regiones en que sectores de las élites tenían acceso a ejércitos privados, abogados, notarios y funcionarios estas lograron construir dominios territoriales violentos en un marco de impunidad, como ocurrió en el Caribe, Antioquia y el Magdalena Medio. Así, uno de los objetivos principales de la consolidación paramilitar era cooptar el Estado y lograr representación política regional y local. Más aún, buscaban en realidad intervenir el Estado central para asumir las riendas del poder nacional, o como lo consignaron en el Pacto de Ralito con congresistas y funcionarios públicos: “Refundar la patria”. El Pacto de Ralito [...] demostró la alianza entre las estructuras paramilitares con amplios sectores militares, económicos, políticos y sociales de todo el país. Su objetivo era la formulación de un nuevo contrato social basado en la defensa de lo propiedad privada y la preservación del control territorial[1051].
El Pacto de Ralito se gestó con la participación de entre 100 y 500 políticos, funcionarios y empresarios locales de Córdoba, Sucre, Bolívar y Magdalena, que pactaron un encuentro al margen de cualquier proceso de paz o de la participación del Estado central, con los comandantes paramilitares que en ese momento ya ejercían control sobre esos departamentos[1052]. Este pacto es el punto de partida para entender el entramado que más adelante se conoció como la parapolítica: en las elecciones de 2002, el paramilitarismo alcanzó a cooptar una tercera parte del Congreso, al mismo tiempo que ejerció control y cooperación sobre 250 alcaldías y nueve de las 32 gobernaciones en 2003[1053].
Los pactos electorales entre comandantes paramilitares y políticos regionales y el control que alcanzaron las guerrillas sobre la gestión pública en territorios bajo su control reconfiguraron el poder regional y local. La imposición de órdenes territoriales a través de la violencia limitó la participación de fuerzas políticas de oposición, cubrió con miedo y desconfianza las relaciones políticas y sociales y consolidó el poder de sectores de la sociedad, en detrimento de la inclusión y la democracia.
9.7. ¿Y la tierra para qué?
A través de la fuerza o de la ley, todos los actores armados involucrados en el conflicto, tanto los ilegales como sus aliados legales, pretendieron quedarse con la tierra. Sin embargo, al igual que las modalidades de violencia aplicadas en los territorios, los objetivos perseguidos con la apropiación de la tierra fueron diferentes. En consonancia con los postulados de la CNRR[1054] -y captando las filigranas del fenómeno a nivel territorial- la Comisión evidenció que detrás del despojo de tierra en Colombia ha habido intereses militares, económicos y político-electorales interrelacionados. Estos aprovechamientos, que en la práctica se cruzaron permanentemente, produjeron marcadas reconfiguraciones físicas, demográficas y simbólicas en los territorios.
El aprovechamiento militar[1055] del territorio obedeció a dos necesidades estratégicas: construir corredores geográficos y redes sociales propias y desarticular los de los enemigos. A través de la fuerza y el uso amañado de la ley, los territorios eran vaciados con el objetivo de cercar al enemigo, tener espacios libres para el tránsito de la tropa, resguardar la retaguardia y garantizar el abastecimiento de armas, alimentos, medicamentos, equipos de comunicación y demás elementos necesarios para el quehacer bélico. Los predios despojados también fueron usados para instalar bases militares, escuelas de entrenamiento y centros de comunicaciones, así como para alojar personas secuestradas y para cometer encubiertamente distintos vejámenes, como torturas, desapariciones de cuerpos (en ríos, mediante hornos crematorios, fosas comunes o animales) y violaciones sexuales.
Adicionalmente, el despojo y desplazamiento forzado han sido funcionales a las agendas productivas: una vez expulsados campesinos, indígenas y afrodescendientes, sus territorios han sido destinados a proyectos económicos -principalmente agroindustriales, forestales, minero-energéticos y de infraestructura-. Esto no significa que todos los proyectos económicos implementados en el país han recurrido a la violencia, ni que todos los empresarios de estos sectores han utilizado la violencia para acumular riqueza. Lo que sí significa es que la Comisión ha podido documentar múltiples casos de aprovechamiento económico[1056] de las tierras despojadas en el campo y las ciudades, en los que las tierras despojadas se usan para la instalación y expansión de megaproyectos industriales, agroindustriales (banano, palma de aceite, caña, forestales), energéticos (carbón y petróleo), extractivos (oro y otros minerales) y turísticos; la consolidación de zonas francas o grandes parques industriales; el desarrollo de infraestructura energética, comercial y de transporte (por ejemplo, puertos e hidroeléctricas); la comercialización de bienes inmuebles o finca raíz; la especulación con predios urbanos y rurales; y los proyectos urbanísticos de gran escala. Empresarios nacionales y extranjeros, en contravía de la debida diligencia que les corresponde demostrar para adquirir tierras en zonas de conflicto armado, han aprovechado la situación de violencia para acaparar tierras en zonas estratégicas para sus inversiones, en varios casos en el marco de invitaciones hechas explícitamente por algunos gobiernos a desarrollar territorios.
Al tiempo que el despojo y el desplazamiento forzado modificaron de forma acelerada la geografía humana de los municipios y las ciudades, también alteraron físicamente los territorios, los usos de los suelos y los cuerpos de agua, lo que conllevó a la transformación de la tradición agrícola y a extensos procesos de reconfiguración territorial, como ocurrió con la Hacienda Bellacruz en el Magdalena Medio por cuenta de los monocultivos de palma de aceite[1057]; en el Carmen de Bolívar con las grandes extensiones de tierras destinadas a la ganadería extensiva[1058], y en las zonas estratégicas para la explotación minera, como la del distrito minero de La Jagua, en Cesar[1059]. El despojo forzado facilitó la concentración de la propiedad de la tierra en pocas manos y agudizó el problema agrario, cuya debilidad estructural siempre ha sido la de la precariedad de los títulos de propiedad y tenencia de la tierra de la población campesina. Lo mismo sucedió en las cuencas de Jiguamiandó y Curvaradó, en el Bajo Atrato.
El desplazamiento y el despojo asociados a esos proyectos han implicado no solamente la reconfiguración de la propiedad y el uso de la tierra, sino también sustanciales cambios en la actividad económica de la población rural, pues capas enteras de esta pasan a ser mano de obra -generalmente poco calificada y mal remunerada- en las ciudades o en los proyectos económicos instalados en tierras que otrora fueron suyas.
La persistencia de dinámicas de desigualdad y de segregación socioespacial ha convertido a las ciudades y zonas receptoras en territorios susceptibles del reciclaje de violencias. Poblaciones y territorios populares históricamente estigmatizados vieron cómo durante la primera década del dos mil el desplazamiento forzado intraurbano se convirtió en un hecho de significativa importancia que no ha tenido los registros ni la atención institucional suficiente. Esta modalidad de desplazamiento forzado ha profundizado el desarraigo y la condición de exclusión de los sectores empobrecidos de las ciudades, dentro de los cuales se encuentran muchas de las víctimas del conflicto armado interno.
Las economías ilegales -especialmente el narcotráfico- también han sido determinantes para la reconfiguración del territorio. El paramilitarismo construyó una relación orgánica con el narcotráfico, al convertirse en una bisagra entre el crimen y el poder. Los narcotraficantes han actuado en muchos lugares con funcionarios del Estado, con sectores de la clase política y algunos sectores económicos, y se han constituido de facto en parte de las élites, con una recomposición de estas en los ámbitos local, regional y nacional. Asimismo, ha tenido un profundo impacto en la estructura de tenencia y uso de la tierra, la naturaleza y la estigmatización de las poblaciones asociadas. Durante los años noventa, grandes propietarios y narcos siguieron reconvirtiendo las actividades económicas; las tierras de ladera de las cordilleras comenzaron a destinarse a la producción hortofrutícola, la silvicultura, la ganadería extensiva, el turismo y la siembra de cultivos de uso ilícito, y así se desplazó aún más a los pueblos étnicos y al campesinado pequeño y mediano del usufructo de la tierra. El cambio en el uso del suelo y la concentración de la propiedad rural por parte de narcotraficantes siguió plegada al despojo violento y de la distorsión del mercado, es decir, transacciones comerciales por debajo o por encima de los precios reales. Junto con el narcotráfico, la minería ha sido una de las economías de guerra más importantes en la región. Alrededor de ella también se han dado lógicas de vaciamiento del territorio para instalar macroproyectos extractivos, la exclusión de las personas que se dedicaban a la explotación artesanal (lo cual ha traído un impacto agravado en los casos de las poblaciones afrodescendientes) y el arruinamiento de las tierras y los cuerpos de agua debido a la utilización de químicos (como el mercurio) y la maquinaria pesada (retroexcavadoras y dragas).
Un ejemplo de esta reconfiguración quedó evidenciada en la manera en que el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina terminó siendo un fuerte escenario de disputa por diferentes actores armados[1060], y en medio de ello el pueblo raizal quedó expuesto a una pérdida acelerada de su territorio, mediante procesos de lavado de activos[1061], militarización como respuesta institucional para enfrentar el crimen[1062] o dinámicas en las que las mismas Fuerzas de Seguridad terminaban vinculadas con estas redes de economías ilícitas[1063].
Por otro lado, la violencia guerrillera también causó despojo de tierras, asociado a la expansión de los cultivos de coca y el control de corredores estratégicos de la economía del narcotráfico. La Comisión documentó despojo de terrenos que fueron arrebatados por las FARC-EP, especialmente en los departamentos de Nariño y Putumayo[1064] En estos casos el cambio en el uso de la tierra se dio por dos vías: mediante el apoderamiento directo de la tierra por parte de la guerrilla para dedicarla a la siembra de coca, o ejerciendo presión a los pobladores para que la cultivaran. En consecuencia, las víctimas quedaron marginadas de sus tierras y el uso que les daban tradicionalmente se transformó. Una mujer de Roberto Payán, Nariño, que salió de su territorio por la situación de violencia en el 2009, relató: «Y como era también una ley que toda la gente tenía que sembrar, todo el que tuviera terreno tenía que sembrar»[1065].
En varios casos la ocupación armada de las guerrillas sobre territorios étnicos implicó procesos de repoblamiento que pusieron en riesgo los derechos territoriales de estos pueblos y promovieron conflictos interculturales con campesinos cocal eros[1066]. Uno de los casos documentados por la Comisión es el del Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera en el departamento de Nariño.
La expansión del cultivo de coca y la instalación de laboratorios para el procesamiento de cocaína -a partir del 2000- produjo un impacto en las poblaciones campesinas de las zonas de piedemonte, cordillera y pacífico que recibieron una gran cantidad de población que retornaba a la región, así como campesinos migrantes de otras regiones, que buscaban tierras para el cultivo de la coca. La evidente diferencia entre la rentabilidad de la agricultura tradicional y la del cultivo de coca hizo que rápidamente esta fuese una opción que tomaron muchas poblaciones para mejorar sus ingresos. A pesar del rechazo que organizaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes expresaron frente a la expansión del cultivo, este se extendió, y transformó las formas de vida tradicionales de muchas comunidades. Con el cultivo y procesamiento de las drogas llegaron traficantes de drogas y armas que inyectaron capitales y nuevas reglas de juego en la disputa armada. Fueron los principales financiadores del paramilitarismo y crearon grupos nuevos de paramilitares después de la desmovilización de las AUC, aunque también proveyeron a la guerrilla de nuevos recursos que le permitieron su crecimiento y el aumento de su capacidad bélica en los territorios.
Junto con sus aliados legales, distintos grupos armados y mafias, hasta el día de hoy, siguen sacando a comunidades enteras y acabando con miles de hectáreas de bosques y selvas para sembrar coca, marihuana y amapola e instalar “cocinas” para la producción y el almacenamiento de estupefacientes. También siguen desplazando a la gente y apoderándose de la tierra para tener corredores despejados donde puedan traficar libremente no solamente toneladas de droga, sino también los precursores necesarios para fabricarla. El Pacífico, el Cauca, Nariño, Putumayo, Chocó, Arauca, Bajo Cauca y Catatumbo son algunos territorios en los que el desplazamiento continúa.
Igualmente, siguen teniendo un papel clave como agentes de cambio dentro de la economía legal, pues bajo sus estrategias de diversificación financiera[1067] y lavado de activos siguen invirtiendo en miles de hectáreas de tierra en el campo, que profundizan la concentración de la tierra y la transformación de sus usos convirtiendo tierras que originalmente eran propiedad de campesinos y comunidades étnicas -y que se usaban para la producción agrícola- en grandes fincas ganaderas, agroindustriales o de recreo[1068]. De igual forma, estos actores se apoderaron -y lo siguen haciendo- de cientos de predios urbanos para montar negocios legales.
Otro efecto del narcotráfico sobre la reconfiguración del territorio ha estado asociado con las aspersiones de agentes químicos para la erradicación de cultivos de coca, marihuana y amapola, que han causado desplazamientos y migraciones, así como cambios en el uso de los suelos. La política antidrogas también ha estado aparejada a la militarización del territorio y la transformación de la vida de las poblaciones, especialmente con la implementación del Plan Colombia[1069]. La aspersión aérea con glifosato trajo consigo múltiples conflictos y profundos impactos en la salud de las comunidades y el medio ambiente, y conflictos entre los campesinos cultivadores de coca con la fuerza pública por la erradicación forzada de los cultivos.
La parte más importante del narcotráfico es el tránsito del dinero ilegal a dinero legal. La posibilidad ha cambiado no solo la estructura productiva y monetaria de Colombia sino del mundo. Y este tránsito ha tenido como epicentro las infraestructuras urbanas (del sector financiero, inmobiliario y de obras públicas)[1070]. Revisando los datos, la Comisión encontró que hay un flujo de operaciones significativo para Valle del Cauca y Risaralda desde otros países de América, teniendo en cuenta el tamaño económico de estos departamentos. El análisis por municipio de destino muestra que las capitales principales presentan el número de operaciones más alto -Bogotá, Cali y Medellín-. Sin embargo, salta a la vista que Pereira ocupa el cuarto puesto -por encima de Barranquilla- y que Candelaria y Palmira (Valle del Cauca) reciben más transacciones que Armenia, Bucaramanga y Manizales. Es interesante mostrar entonces que Pereira se ubica en los primeros lugares entre el 2000 y el 2005. También es interesante que municipios como Puerto Asís, La Unión, Armenia (Antioquia) y Villagómez (Cundinamarca) presenten tasas tan altas de reportes, aún por encima de ciudades como Cali. En el 2010, el protagonismo lo obtuvo Armenia[1071].
El fenómeno del narcotráfico incluso ha transformado el diseño de las ciudades. Algunas investigaciones, por ejemplo, han señalado el influjo de los gustos estéticos de los narcotraficantes en algunos edificios de Medellín. Igualmente, como se narra en la historia territorial del Valle y el norte del Cauca, el miedo y la zozobra desatada por la campaña narcoterrorista de los carteles durante los últimos años de los ochenta y principios de los noventa, no solo hizo que la gente temiera ir a sitios públicos -como discotecas, estadios, centros comerciales y universidades- y a eventos masivos (como la popular feria de Cali), sino que transformó la arquitectura de viviendas y oficinas en Cali y otras ciudades menores para dotarlas de búnkeres, caletas, puertas y ventanas a prueba de balas y explosiones, al tiempo que se volvieron comunes los esquemas de guardaespaldas, los carros blindados y la adquisición de armas por parte de civiles.
Además de traer cambios físicos, la guerra significó la transformación de las relaciones de poder en los territorios. Gracias a su poder armado y económico, el actor detentador del poder (guerrillas o paramilitares), especialmente de la década de los noventa en adelante, regulaba las dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales de la población, y definía pautas de movilización, organización social, adscripción política y participación electoral. Eso contribuyó en territorios de su dominio a la captura de las entidades estatales, a la dominación de la población, a la aniquilación o cooptación de las organizaciones sociales y, en última instancia, a la reconfiguración de las relaciones de poder en el territorio. En algunas ocasiones, tras desplazar a la población, los perpetradores llevaron a cabo campañas de repoblamiento para construir unas redes sociales afines a sus proyectos político-militares y económicos. En otros territorios en los que no se lograron dominios hegemónicos, y la disputa por el control fue permanente, cooptaron o presionaron candidatos y políticos, los secuestraron o asesinaron, mientras que en otros intentaron alterar el orden democrático saboteando las elecciones locales.[1072]
El entramado paramilitar cooptó agentes estatales en múltiples niveles institucionales. Esto significó la captura violenta del Estado y la radicalización de su carácter elitista. La democracia territorial se cerró aún más para los movimientos sociales y políticos alternativos. La parapolítica se impuso incluso a aquellos actores y proyectos políticos tradicionales que no se conectaron a sus intenciones. Con el escarnio público y la judicialización de más de un centenar de políticos y agentes estatales afectos al paramilitarismo, la reelección en cuerpo ajeno fue la constante y hermanos, cónyuges e hijos continuaron controlando curules en corporaciones públicas y cargos de elección popular. Con esto, el Estado se separó más de la sociedad y se profundizaron los límites de la democracia en los territorios.
La guerra fracturó procesos democráticos de participación municipales, locales (JAC) y comunitarios (cabildos y consejos comunitarios). El secuestro y asesinato de alcaldes, candidatos y autoridades tradicionales por parte de las guerrillas, la cooptación de instancias de gobierno por parte de paramilitares son parte de las prácticas que ejercieron los grupos armados para incidir y tener control de las instituciones. Estas dinámicas transformaron los procesos democráticos en miedo, coerción y corrupción de las instituciones.
Estas situaciones impactaron negativamente la confianza ciudadana, las formas de relacionamiento social y las prácticas culturales de las personas, con mayor capacidad de devastación sociocultural en la población campesina y las comunidades étnicas. Es decir, la violencia también afectó y reconfiguró el sentido histórico de lo territorial y las relaciones de la gente con su entorno ambiental, cultural, intercultural, social, político y económico. La reconfiguración de territorios también significó una reconfiguración de territorialidades. La fractura de las formas propias de autoridad y la escasa legitimidad de las instituciones locales hizo que cada vez más la violencia se asuma como un mecanismo efectivo para el control social. Las disputas entre familias, entre comerciantes y todo tipo de conflicto social están atravesadas por el uso de armas en los territorios donde la guerra logró arraigarse. Con la guerra, la confianza como valor civil y como forma de reciprocidad social quedó fracturada. También las prácticas culturales de los pueblos negros sufrieron cambios. Los ritos fúnebres, las formas de vestir, las prácticas musicales colectivas y los liderazgos, entre otros aspectos que marcaban los significados de sus existencias como comunidades étnicas. Los pueblos indígenas tuvieron que confinarse, lo que trajo consigo unas relaciones distintas con su espacio geográfico y vital. Las prácticas de siembra y de cosecha, la dieta cotidiana y la seguridad alimentaria experimentaron cambios acelerados. Los pueblos indígenas también tuvieron que transformar el relacionamiento con la geografía, ese lugar de memoria, de símbolos y fuente de vida.
9.8. A modo de conclusión
Las disputas por el territorio entre múltiples actores, la imposición de órdenes locales por parte de guerrillas, paramilitares y mafias, la penetración de economías legales e ilegales y la contrarreforma agraria (violenta y no violenta), entre otros fenómenos intrínsecos al conflicto armado interno, han reconfigurado total o parcialmente diversos territorios rurales y urbanos en el país física, demográfica y simbólicamente. La acumulación de violencias estructurales sumadas al conflicto armado ha profundizado la concentración de la tierra y del poder, ha producido la reconversión de la vocación agrícola y el uso de tierra (por ejemplo, tierras fértiles aptas para la producción de alimentos que terminan dedicadas a la ganadería extensiva, la silvicultura o la siembra de cultivos de uso ilícito), y la resignificación de lugares (tanto naturales como artificiales).
En efecto, en el país la desigualdad[1073] en el acceso a la tierra es casi absoluta. Tras el Censo Nacional Agropecuario en 2014, el DANE concluyó que el índice de Gini de tierras en Colombia era de 0,92[1074], lo que nos acercaba a la absoluta desigualdad y nos convertía en uno de los países más desiguales del planeta en materia de acceso a la tierra. En 2014, Colombia ocupaba el puesto siete entre 87 países analizados por la organización internacional Grain, en el marco de un estudio mundial sobre concentración de la tierra. Luego de conocerse las cifras del CNA, el país fue reubicado en el quinto lugar de la lista[1075].
Colombia tiene una superficie de 114 millones de hectáreas. Su territorio alcanzaría para albergar ocho países de Europa: Alemania, Italia, Grecia, Inglaterra, Austria, Croacia, Holanda y Suiza. El 35 % del territorio (40 millones de hectáreas), conforma la frontera agrícola, esto es, el suelo rural con vocación para la explotación agropecuaria, separado de las zonas de conservación ambiental y protección de la biodiversidad. Sin embargo, de acuerdo con el Censo Nacional Agropecuario, en 2014 se explotaban 48 millones de hectáreas, lo que significaba la reconversión de ocho millones de hectáreas en las que antes se ubicaban bosques, selvas, páramos y humedales destinados a captar carbono y producir oxígeno. La fuerte presión antrópica a los valles, selvas, sabanas y montañas colombianas es histórica, pero se ha profundizado en los últimos 40 años por cuenta de la ganadería extensiva y el narcotráfico.
La situación no ha cambiado en los últimos años. Un informe publicado por Oxfam en 2017 expuso que en Colombia apenas el 1 % de las fincas de mayor tamaño ocupaban el 81 % de la tierra; que el 42,7 % de los propietarios de los predios más grandes no conocían el origen legal de sus terrenos; que las mujeres solo poseen titularidad sobre el 26 % de las tierras; que los monocultivos predominaban en muchos departamentos (por ejemplo, el 30 % del área sembradas en Meta correspondía a palma aceitera); y que un millón de hogares rurales vivían en menos espacio del que tenía disponible una vaca para pastar[1076].
En el mismo sentido se pronunciaron informes del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) y la Unidad de Planeación Rural Agropecuaria (UPRA) publicados en 2019.[1077] De acuerdo con el IGAC, mientras que los suelos agrícolas apenas representaban el 4,7 % (5.315.705 hectáreas) en las 114 millones de hectáreas de tierras que tiene Colombia,[1078] los territorios ganaderos ocupaban el 30,6 % (34.898.456 hectáreas). Por su parte, los datos de la UPRA mostraban que, de aproximadamente 40 millones de hectáreas agrícolas, cerca del 37 % (16.893.986) estaban sobre utilizadas (principalmente en Antioquia, Santander, Caquetá, Tolima y Boyacá), mientras que el 29 % (13.449.286), tenían algún grado de subutilización (especialmente en Meta, Vichada y Casanare). De igual forma, la UPRA estimó que la cuarta parte de la tierra apta para la agricultura se encontraba en poder de apenas el 0,16 % de los propietarios. Para el momento de las mediciones, el 54,31 % de los 3.691.205 predios rurales del país carecían de títulos. Estas condiciones impactan negativamente el sector agropecuario como la ineficiencia, la baja competitividad y el rezago en la productividad. Además, la inseguridad jurídica sobre la propiedad de la tierra dificulta la existencia de transacciones transparentes y se convierte en una barrera para la inversión en el campo y en motor de violencia.
Igualmente, un informe del Banco Mundial publicado en 2021 afirmó que Colombia es el país más desigual de la OCDE[1079] y el segundo de América Latina, superado solo por Brasil. También señaló que los ingresos del 10 % de la población de mayores ingresos son once veces superiores que los del 10 % de la población de menores ingresos; que una mujer tiene 1,7 más posibilidades que un hombre de estar desempleada; que un indígena recibe -en promedio- dos años menos de escolaridad; y que un afrodescendiente tiene dos veces más probabilidades de vivir en la pobreza. Además, destacó que la desigualdad aumenta de generación en generación. El país no solo ha sido, sino que sigue siendo incapaz de cerrar la brecha de la desigualdad poblacional y territorial. Según el informe, «...la desigualdad en Colombia se extiende más allá de los aspectos materiales de los medios de vida. Los colombianos con menos educación, la población rural y los desempleados o pobres tienen muchas menos probabilidades de considerarse felices».[1080]
El conflicto armado colombiano finalmente ha sido funcional a estas desigualdades, en tanto la violencia ha permitido no solo mantener y aumentar la concentración de la tierra y evitar o frenar el desarrollo de iniciativas de reforma democrática y la participación de los sectores pobres y excluidos de la población, sino también dificultar procesos participativos de planeación del ordenamiento y desarrollo territorial. Estos procesos necesitan salirse de los marcos de la enemistad construidos para la guerra y apostar desde la diferencia a la concertación democrática del futuro y territorio compartido, con el fin de promover tanto la reducción de las desigualdades y brechas territoriales como una nueva manera de entender el desarrollo desde el cuidado de la naturaleza. Hay un país que no ha contado social y políticamente en la construcción de una Colombia incluyente, un país que se encuentra en los territorios que han sido históricamente y que, excluidos por el régimen político y económico, se convirtieron en los epicentros de la guerra. Colombia podrá avanzar en la consolidación de la paz cuando sus regiones hagan parte efectiva de las reformas democráticas, políticas y económicas que las integren a la nación.
En razón a lo expuesto, avanzar hacia la paz territorial, estable y duradera en Colombia debe incluir la construcción de consensos en todas las escalas, alrededor de principios que orienten el desarrollo territorial. Para esto, deben ser reconocidas nos solo las «interrelaciones entre el desarrollo económico y social, con las formas de uso y ocupación del territorio»[1081], sino también las trayectorias culturales y político-institucionales que han estado en la base de los conflictos territoriales.
El desarrollo territorial para la paz implica un cambio en las políticas públicas relacionadas con los problemas de la tierra. Deben crearse y fortalecerse los instrumentos e instituciones para hacer una gestión eficaz de los recursos del territorio, de tal manera que la tierra cumpla con su función social y ambiental. Estas políticas deben garantizar la formalización del régimen de propiedad de la tierra, reconocimiento de los derechos de campesinos, indígenas y afrocolombianos al territorio productivo y clarificando la legalidad de los derechos de posesión extensiva de la tierra, para excluir del reconocimiento del derecho de propiedad la adquirida con recursos ilícitos, la apropiada ilegalmente sobre áreas y bienes públicos de la nación -como playones y ciénagas y la tierras baldías- y finalmente, la tierra apropiada por el despojo violento durante el conflicto armado. Igualmente, se debe romper el sesgo urbano para construirse desde las miradas, las necesidades y las agendas de aquellas poblaciones, sectores y territorios históricamente estigmatizados y empobrecidos. La Comisión, inspirada en lo planteado por Absalón Machado[1082], sugiere la necesidad de avanzar en procesos de desarrollo territorial en los cuales las historias regionales y los demás aportes a la verdad sobre el conflicto armado interno se conviertan en semillas de una nueva conciencia común, colectiva y de país; del «rol estratégico de la ruralidad para el desarrollo en beneficio, tanto de lo urbano como de los habitantes rurales. [...] Esto aplica para garantizar el respeto hacia la vida humana y en especial la de los líderes y lideresas sociales»[1083]. Una conciencia plena sobre nuestros territorios, sobre las formas de apropiarlos y de convivir pacíficamente en ellos. Así, el desarrollo territorial estaría definido desde lo rural hacia lo urbano y no a la inversa. Para desde allí, rescatar la dignidad de los pequeños productores (campesinos y agricultores familiares y comunitarios) y valorizar sus contribuciones al desarrollo rural y urbano para construir una sociedad rural más próspera y menos desigual, que se integre adecuadamente con toda la sociedad y, en especial, con las áreas urbanas [...] una propuesta para el rediseño de la ruralidad que tenemos y de su relación con lo urbano a partir de una redistribución de la población en el territorio y de los factores productivos entre quienes habitan esos espacios, bajo una nueva concepción de equilibrios territoriales[1084].
En este mismo sentido se habían presentado los aportes de la Misión para la Transformación del Campo en 2014 y el documento Bases para la Política General de Ordenamiento Territorial. En los dos informes[1085] el modelo de ordenamiento territorial consideró la inclusión de una nueva clasificación de la ruralidad y reconoció el peso de la vida rural:
Cerca del 60 % de los municipios que tiene Colombia deben considerarse como rurales y existe, además, una población rural dispersa en el resto de municipios, con lo cual la población rural representa poco más de 30 % de la población del país. Además, muchas de nuestras ciudades intermedias e incluso grandes siguen teniendo una relación muy estrecha con las actividades agropecuarias. La «ruralidad» debe entenderse así, como un continuo que, de hecho, no desaparece aún en nuestras grandes urbes[1086].
Aumentar la prioridad de los territorios rurales como soporte del desarrollo territorial y de la construcción de paz implica un cambio estructural en la visión de desarrollo que guía los procesos de ordenamiento territorial. Pero, además, implica reposicionar en la agenda pública los asuntos relacionados con la paz, ya que muchos de ellos pasan por la transformación y superación de los conflictos territoriales, de las condiciones de desigualdad y de exclusión de las víctimas.
El ordenamiento territorial tiene el reto de contribuir a la reconstrucción del tejido económico y social, actuando sobre factores estructurantes dirigidos a movilizar las capacidades endógenas contando con el apoyo nacional, de manera que se logre recuperar plenamente la gobernabilidad y se creen capacidades de autodesarrollo. Para el efecto, el reordenamiento territorial requerido deberá considerar en conjunto las dimensiones del desarrollo, teniendo presente que el logro y consolidación de la paz exige una perspectiva sistémica del desarrollo territorial que oriente la política pública hacia los asuntos clave que causaron el conflicto, reconociendo las particularidades regionales[1087].
En ese camino es necesario ajustar la organización político administrativa de la Nación, organización, territorios, poblaciones y recursos en regiones que garanticen su mejor gobierno y administración. En este proyecto, es necesario considerar las razones geográficas, los criterios poblacionales, y razones de la distribución del poder político entre los territorios. Las configuraciones geográficas -al reunir ciertos elementos físicos que le dan unidad (una selva, un mar, una llanura, una montaña, etc.)- crean regiones naturales que deben ser tenidas en cuenta en este proceso, con el fin de garantizar la sostenibilidad de los ecosistemas y la vida. Siguiendo este criterio, en Colombia existen seis espacios continentales delimitados por ecosistemas propios y grupos humanos específicos (Amazonía, Orinoquía, el espacio Marabino, el espacio Andino, el Caribe y el Pacífico). Adicionalmente, Colombia es un país multiétnico y pluri cultural, compuesto por diversidad de asentamientos humanos sobre el territorio, que determinan espacios geoculturales en los que existen identidades territoriales compartidas y centrales a la hora de definir el ordenamiento territorial. Estos espacios se identifican por los valores, costumbres, tradiciones, incluso modos de hablar, que facilitan la construcción de propósitos compartidos de desarrollo. Finalmente, para pensar el ordenamiento territorial es necesario considerar la distribución del poder político entre los territorios, que debe responder al país de regiones que somos. La regionalización no puede limitarse a construir pactos internos a los territorios sobre el desarrollo que garanticen la integración de las diferentes perspectivas, sino que también debe impactar el acceso de los territorios, con mayores índices de exclusión y pobreza, a la representación política directa de sus intereses en los espacios de decisión del nivel nacional. Se trata de un proceso de democratización territorial al interior de las regiones, en el que se garantice mayor representación de los sectores tradicionalmente excluidos; y al mismo tiempo una democratización nacional que revierta la subrepresentación de los territorios que han estado históricamente en la periferia y que tienen los indicadores más alto de pobreza multidimensional.
Este modelo de ordenamiento territorial debe reconocer, por un lado, las grandes desigualdades que han caracterizado históricamente la configuración territorial colombiana y su relación con la persistencia del conflicto armado; y por otro, que a una porción significativa de pobladores rurales se le han negado o vulnerado sistemáticamente los derechos a la propiedad y el uso de la tierra en paz y en condiciones de igualdad. Además, se les ha impedido participar decisivamente en los asuntos públicos, incluyendo los que más los afectan, así como gozar de los bienes y servicios públicos fundamentales para el bienestar humano y la producción y goce de la riqueza, como la seguridad, la justicia, la salud, la educación, y la infraestructura necesaria para una explotación económica productiva y sostenible.
Por lo tanto, afrontar y manejar los problemas de desterritorialización y re- territorialización provocados por la guerra en la sociedad colombiana requiere edificar un ordenamiento territorial incluyente, basado en la libertad, la igualdad, la solidaridad, la interculturalidad y el diálogo ciudadano, como resultado de prácticas culturales inspiradas en la democracia deliberativa, el respeto a los derechos humanos, la reconciliación como eje de la renovación de la confianza y la paz como valor supremo de la sociedad.
Este proceso debe empezar por dar cumplimiento a las disposiciones del Acuerdo Final de Paz entre Estado colombiano y FARC-EP sobre la reforma rural integral y la sustitución de cultivos, y complementarlas con otras dirigidas a lograr una mayor equidad como fundamento para una paz territorial estable y duradera. Y a partir de allí avanzar en el camino de revertir la alta concentración de las tierras y corregir los usos antieconómicos y antiecológicos de estas, incluyendo la distribución de tierras sin ocupación previa, o con ocupación insuficiente a campesinos y campesinas. Como parte de este proceso de ordenamiento territorial, y de un diálogo amplio, participativo y transparente, debe definirse el trazado de la frontera agraria según necesidades ambientales, sociales y económicas; avanzar con los procesos de revisión y aprobación de las solicitudes de las Zonas de Reserva Campesina, y definir con los pueblos étnicos un plan concertado para dar respuesta oportuna a solicitudes de constitución, ampliación, saneamiento, titulación, demarcación, regulación de uso y resolución de conflictos relacionados con sus territorios, que priorice a los pueblos en riesgo de extinción física y cultural. Dados los conflictos en territorios interétnicos, el Estado debe promover diálogos regionales que garanticen armonizar los derechos territoriales de los actores presentes en cada región.
El proceso de ordenamiento territorial debe también retomar la discusión sobre la descentralización y la autonomía territorial, con miras a que se dé efectivamente un debate en torno a la equidad territorial y al bienestar local y regional. En ese sentido, entre otras cosas, se debe definir una estrategia para la promoción de regiones administrativas para la planeación conjunta que permitan reconocer las diferencias y convergencias territoriales y que, a su vez, posibiliten un ordenamiento más eficiente.
La paz en Colombia solo es posible si es territorial.
10. LA RELACIÓN ENTRE CULTURA Y CONFLICTO ARMADO INTERNO COLOMBIANO
El conflicto armado colombiano ha sido una inmensa tragedia cultural por varios motivos, porque rompió los vínculos de numerosas comunidades, especialmente en las regiones, porque tuvo una duración que lo hizo el más antiguo del hemisferio occidental, convirtiendo su extrema duración en un desangre de años, y porque se ensañó con campesinos, pueblos indígenas, afrocolombianos, raizales y rom con una persistencia desoladora. Pero también porque la diversidad de sus perpetradores coincidió en sembrar el miedo, romper los lazos afectivos, silenciar las voces y expulsar de sus territorios a los pobladores en una gran operación de despojo y expulsión. (...)
Al mismo tiempo, es la cultura, lo que contribuye a la construcción de la memoria colectiva, la verdad, la reconciliación y la movilización social.
Germán Rey[1088]
Siguiendo la definición de la Unesco, la Comisión de la Verdad entiende la cultura como «el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social». Esta, a su vez, configura una matriz de sentido común a partir de la cual los miembros de una comunidad entienden, juzgan y toman decisiones sobre comportamientos, valores y formas de relacionarse. Maneras que luego se transmiten a las generaciones futuras para mantener un sentido de identidad. La cultura también incorpora experiencias y aprendizajes, sesgos, prejuicios, ideas, visiones del otro y de la otra y de lo otro. En ella se construyen los relatos, los mitos y los imaginarios; se condicionan las normas, las leyes, las instituciones, la política y las relaciones de producción. Por lo tanto, da origen a los asuntos esenciales que nos permiten vivir o no en comunidad.
El conflicto armado se ha alimentado y a la vez ha influenciado la cultura. Ambas cosas se han retroalimentado en una especie de círculo vicioso. Desde hace siglos, nuestra cultura ha heredado una visión excluyente del otro, de los pueblos étnicos, del campesino pobre, del disidente, del contrario. La época de La Violencia, por ejemplo, mostró que en la antesala del conflicto armado ya se libraba una guerra entre contrarios que se habían convertido en “enemigos”: liberales y conservadores, limpios y comunes, católicos y quienes se decantaron por otras visiones del mundo. En otras palabras, la desconfianza por lo diferente no surgió durante el conflicto armado, pero se agudizó durante su desarrollo.
Cuando una sociedad renuncia al esfuerzo de la comprensión que proviene de la inteligencia y la sensibilidad que nos enseña a reconocer al otro y a la otra, y a la naturaleza, esta se vuelve acrítica, pierde la capacidad de distinguir entre los valores que la hacen crecer en su humanidad y los antivalores que la destruyen. La cultura permeada por la violencia se vuelve un campo de disputas y expulsiones. De ahí que para la Comisión de la Verdad tenga un lugar tan relevante en la misión que le fue encomendada. La cultura edifica el contexto en el que se desarrolla la vida en común. Por lo tanto, el conflicto armado interno tiene en ella un arraigo, un punto de partida que conduce a la comprensión de su desarrollo. Desligarlo de las construcciones culturales que han determinado nuestra existencia como sociedad y como nación conduciría a explicaciones funcionales, a recomendaciones que apelarían solamente a cambios de forma que no irían a fondo de los conceptos que fundan y rigen la vida. Por eso, la Comisión de la Verdad no puede ver este periodo como algo vinculado solamente a las actuaciones de los actores armados, las violaciones de derechos humanos y el DIH, o las estrategias de guerra. Por el contrario, fijarse en los asuntos de la cultura en los que se ha instalado y arraigado el conflicto armado en Colombia resulta indispensable, pues los verdaderos cambios se hacen en ellos No son suficientes los ajustes en la legislación o en la institucionalidad, si no hay una transformación de los comportamientos, valores y relaciones con los demás Como le dijo Pablo de Greiff[1089] a la Comisión de la Verdad: «la ingeniería institucional no es la solución única sobre la cual la paz futura del país depende. Esta necesita también de intervenciones a nivel más normativo y cultural».
El conflicto armado, entonces, no solo se funda en causas o razones objetivas, sino también en asuntos intangibles, en creencias y valores que no se han hecho lo suficientemente conscientes y que han sido convenientes para un sistema de órdenes raciales y de clases y privilegios que mantienen una democracia de baja intensidad. El papel de estas creencias se aduce en formas de pensar y sentir; en barreras psicosociales que constituyen obstáculos para la paz. Ante ellas, el conflicto colombiano parece insuperable. Los pasos para salir de él mediante negociaciones políticas o acuerdos institucionales y sociales son vistos con sospecha o en clara oposición, como sucedió en el plebiscito del Acuerdo de Paz firmado en el 2016 por el Estado colombiano y las FARC-EP. Algo que dependió justamente de asuntos culturales que determinaron la elección de apuestas políticas que promovían la no transacción con el «adversario» o su abierta eliminación.
También algunos investigadores nos han ayudado a entender la complejidad de este asunto. El politólogo Iván Orozco, le dijo a la Comisión de la Verdad que «existe un trasfondo en la persistencia del conflicto armado relacionado con condiciones culturales que justifican o promueven hechos de violencia contra determinadas poblaciones o territorios. Y también en la manera violenta como se materializan en el país las relaciones políticas, sociales e incluso económicas, tanto en lo cotidiano como en lo estructural»[1090]. Ahora si pensamos la cultura en términos de las transformaciones que son necesarias para alcanzar la paz, Orozco agrega que no se trata de «separar la moral y la política, sino de poner un énfasis en aquellas transformaciones morales que transforman a su vez la política»[1091]. Por ello, para la Comisión, la dimensión cultural, la política y la ética están íntimamente unidas. Justamente allí hay una fractura profunda que debe atenderse.
Las sociedades que han sufrido conflictos armados de larga duración, hechos de violencia indiscriminada y graves violaciones sistemáticas a los derechos humanos o del DIH, sufren daños en la manera en que se establecen lazos sociales. Esto afecta su acción cotidiana, puesto que constituye mecanismos de adaptación y naturalización del conflicto que cimientan bases belicistas, dinámicas rígidas, posiciones sesgadas y reduccionistas que traen consigo la legitimación de la violencia y la vía armada, y que establecen un «un conflicto intratable»[1092].
Una muestra de ello ha sido la dificultad de reconocer el dolor de los otros y la necesidad de la paz para todos, que no ha sido una urgencia ni una prioridad nacional: «¿Por qué a medio país no lo movilizó el Acuerdo de Paz, y no lo movilizó el plebiscito? ¿Por qué no hay apropiación colectiva de la paz como valor social? ¿Por qué el acomodo complaciente o silencioso de la sociedad con la guerra? ¿Por qué el país no se moviliza frente a los agravios y los muertos de la paz? ¿Por qué la pasividad e indiferencia frente a la violencia? ¿Por qué se trivializa la muerte en este país? ¿Por qué la ecuación “conflicto social igual a conflicto armado” tiene raíces tan hondas y difíciles de erradicar?»[1093]. Y podríamos añadir: ¿por qué el país no se moviliza ante los robos de tierras, los desplazamientos o las ejecuciones extrajudiciales?
El trabajo de la Comisión de la Verdad llega a la constatación de esta «verdad instalada» y, por lo tanto, a promover la necesidad de cambiarla para que la guerra no sea una condena para Colombia. El logro de la paz requiere de una reflexión sobre la cultura. De esa manera se podrá potenciar lo que nos hace mejores personas y comunidades, mejores ciudadanos y familias; y estimular los cambios de paradigmas, creencias, valores e imaginarios que nos impiden vivir en comunidad de manera armónica.
10.1. Los antecedentes: las categorías coloniales y las violencias estructurales
Los discursos políticos y morales, los valores, las ideas, los imaginarios y los prejuicios que alimentan la guerra se han incrustado en nuestra historia y en nuestra cultura, y han servido para justificar la violencia de unos y otros, o para presentarla como la única o la forma más viable para instalar proyectos de sociedad y de país. Muchos de estos se han impuesto desde la exclusión y el miedo, y no han resultado ser los mejores ni los más democráticos.
Algunos de esos sesgos culturales vienen de lejos, como nos lo recuerdan frecuentemente los pueblos étnicos y los investigadores sociales: «Mientras que ha habido largos debates sobre las posibles causas de la violencia, se ha dejado de lado el hecho de que, desde la Conquista hasta hoy, en muchos momentos los ciudadanos o los dirigentes del país han tratado de demostrar que es justa, conveniente o necesaria [...]. Con el tiempo, esos argumentos terminaron convirtiéndose en valores culturales, percepciones sociales y proyectos políticos»[1094].
Junto a esos argumentos que han justificado la violencia yacen lo que la Comisión de la Verdad ha identificado como «factores de persistencia del conflicto armado interno». Uno de ellos es la herencia cultural que viene de la colonia, y que ha mediado las relaciones sociales y políticas en la construcción del Estado nación. Esto ha determinado el lugar marginal de muchos pueblos. El racismo, el clasismo y el modelo de la hacienda han dejado formas de discriminación con huellas profundas en nuestra cultura.
En la colonia se instauró un sistema de jerarquías o castas. Bajo el modelo económico de la hacienda se instaló la idea de que ciertas poblaciones eran inferiores a otras por su raza, género y tradiciones culturales. Lo que justificaba su sumisión, su explotación, la sevicia en contra de sus cuerpos y, en innumerables casos, su asesinato. Como dice el historiador Jorge Orlando Melo: «Así surgió la primera imagen del “enemigo” en la historia de lo que hoy es Colombia, asociada al negro o al indígena “rebelde”, que no acataba una autoridad violentamente impuesta y, por ello, terminaba siendo señalado como el culpable de la violencia misma que se ejercía sobre él». La inversión de la culpa ha sido un fenómeno muy difundido en la cultura social y política de Colombia. Algo que ejercía una profunda influencia en las dinámicas de la guerra, extendiendo la sospecha sobre identidades, comportamientos o diferencias: «en algo estaría metido», «seguramente tuvo algo que ver en lo que le pasó», «qué se puede esperar de esa gente». Eso, a su vez, ha implicado que toda lucha por la defensa y dignidad de los derechos de los sectores excluidos sea vista como una amenaza al statu quo de una sociedad basada en esas categorías que segregan y privilegian al mismo tiempo.
El racismo y el clasismo, pero también el patriarcado y una conciencia precaria sobre el lugar y valor de la infancia, la adolescencia y la juventud han generado daños acumulados en quienes han vivido históricamente bajo estos órdenes sin ser reconocida su humanidad e igualdad. Por ello, la violencia en su contra se ha naturalizado y justificado. Si bien la Constitución de 1991 supuso un reconocimiento de sus derechos y culturas, los modos de actuación política y las mentalidades en gran parte del país no han evolucionado al mismo ritmo de esos logros alcanzados en materia de derechos. Mientras Colombia tiene leyes garantistas, la guerra, la exclusión, la corrupción y el narcotráfico siguen mediando en la política, la economía, las relaciones sociales y la cultura.
Como señalan varios e importantes investigadores sobre la violencia y la cultura en la construcción de paz, mientras se mantenga intacta la base cultural y estructural que alimenta la confrontación, no será posible construir una paz duradera, pues los ciclos viciosos de la violencia permanecerán activos[1095]. Por eso es preciso examinar las distintas dimensiones de la vida humana desde el lente cultural. El modelo de la hacienda colonial, desarrollado en su plenitud por la élite criolla en el periodo republicano, se configuró antes de que fuéramos nación. La concentración de grandes extensiones de tierra productiva configuró el ordenamiento y la explotación del territorio, en donde los indígenas trabajaban a cambio de un tributo al señor encomendero. Pero esta no es una cuestión del pasado. Por el contrario, este modelo colonial ha tenido una profunda influencia en la forma de entender la posesión de las tierras, la producción agraria y en la subvaloración de la cultura y la economía campesina. De esa manera se sigue privilegiando la gran propiedad.
El problema de la distribución de la tierra y los índices de desigualdad sobre su propiedad son escandalosos[1096] y provienen precisamente de modelos de acumulación históricos. A esto se suma que el conflicto armado interno ha generado un mayor despojo y concentración de la tierra en pocas manos[1097]. La negativa de los gobiernos y de sectores de las élites frente a la implementación de una necesaria reforma agraria es el reflejo de este pensamiento y, por ende, de su forma de legislar. Y ha traído mayor exclusión social, una victimización del sujeto campesino y de comunidades étnicas, y de los territorios que se entienden como baldíos en donde no cuenta la naturaleza ni la gente.
La herencia colonial, entonces, ha tenido efectos en la manera en que la cultura política del país gobierna. Esta ha establecido jerarquías entre territorios y pobladores privilegiando la noción de un Estado monocultural, monolingüe, con una única religión. En esa medida ha querido definir e imponerse sobre una ciudadanía en concordancia con ese proyecto: quienes se acerquen a sus ideales son incluidos, mientras que los que no son vistos como una amenaza al proyecto «civilizatorio» dominante, y por ello deben ser controlados, excluidos o eliminados. Existen, entonces, dos o varias Colombias, pero esa división no es natural, ha sido promovida por la institucionalidad y sectores de poder que han actuado en función de las necesidades e intereses de élites económicas y políticas que mantienen un «ideal» que no se ha dejado tocar por la Constitución de 1991.
Cientos de años después, las discriminaciones y dominaciones descritas se repiten de maneras similares configurando lo que hemos llamado «las violencias estructurales». La relación entre estas violencias y el conflicto armado también ha sido señalada por el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, y, en un análisis profundo, la Corte Constitucional en el marco de la Sentencia T 025, y en específico los Autos 251 y 092 de 2008, 005 de 2009, señaló que «el abandono institucional y la pobreza son factores que operan como catalizadores de violaciones de derechos humanos cometidas contra los pueblos indígenas” Lo que también aplica en el caso del pueblo negro, afrocolombiano, raizal, palenquero, el pueblo rrom, mujeres y los niños, niñas, adolescentes y jóvenes. Por un lado, las brechas económicas y de acceso a las garantías constitucionales propician condiciones favorables para que se cometan violaciones a los derechos humanos. Por el otro, en términos de impactos, la pobreza y la desprotección se profundizan, generando la reproducción de violencias estructurales.
Incluso órdenes y sentencias judiciales y el mismo Acuerdo Final firmado entre el Estado y las FARC-EP en el 2016, han reconocido la existencia de violencias estructurales. En ese sentido contemplaron reformas que debían «contribuir a reversar los efectos del conflicto y a cambiar las condiciones que han facilitado la persistencia de la violencia en el territorio». Algo que no ha sido posible debido al rezago en el cumplimiento de lo pactado en el Acuerdo Final. La reparación a las víctimas y la no repetición del conflicto armado implican, por lo tanto, la superación de estas violencias estructurales. No en vano, en su proceso de escucha la Comisión de la Verdad pudo comprobar que durante el conflicto armado todos los grupos armados, legales e ilegales, en mayor o menor grado, ejercieron la violencia reproduciendo esos imaginarios, esas violencias que nacen de modelos ideológicos coloniales y excluyentes.
10.2. Hallazgos
Los hallazgos que a continuación describimos están basados en estas nociones:
1) El acumulado histórico de la configuración de la nación nos ha conducido a la construcción de una idea acotada y maniquea del otro, de la otra y de lo otro, que nos impide construir un «nosotros» incluyente y, por lo tanto, fortalecer la democracia con una ética pública ampliamente compartida.
2) Herencias culturales coloniales que se han mantenido en el tiempo se manifiestan en la cultura contemporánea, estimulando violencias estructurales basadas en la exclusión social de amplias capas de población y territorios, que conducen o propician la presencia de las violencias armadas.
3) A su vez, la persistencia del conflicto armado ha llevado al uso y reedición de valores, imaginarios y prácticas que se arraigaron a la matriz cultural. Lo que impide una convivencia pacífica y democrática y una búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos sociales y al fin de las violencias.
4) Una democracia y una justicia de baja intensidad, razón y consecuencia de la persistencia del conflicto armado han estimulado la desconfianza y abierto paso a la ilegalidad.
10.3. La noción acotada que hemos construido del otro, de la otra
En el centro de lo que ha recogido la Comisión de la Verdad está «la noción del otro y de la otra» como un asunto problemático, fundante de valoraciones y relaciones comunes en la cultura. Como nación, hemos construido una idea del otro muy acotada e influida por intereses, odios e ignorancia... Una identidad negativa basada en el racismo y el clasismo, que ha estado en la base de la violencia contra culturas, pueblos e identidades diversas. Colombia se ha construido también con un miedo al pobre, a los sectores que se consideran «de abajo». Se trata de una sociedad donde la relación con el Estado está mediada por la estratificación económica. Todo ello nos separa y nos impide reconocernos como iguales, como sujetos con la misma dignidad y derechos. Este fenómeno se refleja en las relaciones cotidianas, en la forma en que el Estado se despliega en los territorios, y, por supuesto, en las políticas económicas. Treinta años después de una Constitución garantista, el país sigue manteniendo privilegios y exclusiones. Algo que se ha visto reforzado por la doctrina del «enemigo interno».
Hemos naturalizado de tal forma el hecho de que hay ciudadanos de primera y de segunda clase que no nos sorprenden la inequidad, la injusticia y el horror que han vivido miles de compatriotas. La guerra no se siente como un daño común.
La negación del otro, su desvalorización, el convertirlo en blanco de violencia porque vive en la frontera, porque es un campesino de una zona considerada «roja», porque es de un barrio pobre de Cali o Medellín, porque es un empresario o porque tiene otras ideas políticas, es un proceso en el que se engranan múltiples acciones, tanto materiales como simbólicas, que van desde el uso de los discursos, la violencia física, el abuso policial o judicial, y terminan en la instalación, dentro de la cultura política, de imaginarios de odio y desprecio. Algunos de estos prejuicios se han profundizado con el conflicto, durante décadas y por varias generaciones han escalado hasta convertirse en rasgos más permanentes de la cultura.
La conversión del otro en enemigo no solo ha tenido un tinte ideológico, sino que se basa en su deshumanización. Alguien sin derechos. Alguien prescindible, una amenaza para la sociedad. La deshumanización ha operado a través de los estigmas de «guerrillero», «terrorista», «comunista», o de violencias clasistas como la «limpieza social». Estas formas de nombrar y justificar los hechos han tenido un impacto no solo en las víctimas sino en la sociedad misma, que muchas veces ha minimizado la gravedad de los hechos, justificado dichas acciones o permanecido indiferente.
El desprecio por los otros es también el asunto base de la polarización, que divide el mundo en buenos y malos, en estos y aquellos. En Colombia no existe un «nosotros» que soporte la noción de bien común como aquello que conviene a todos de igual manera, a pesar de las diferencias. Eso ha constituido una sociedad polarizada a la que le cuesta muchísimo reconocerse en sentidos y propósitos comunes, algo que constituye un obstáculo para la convivencia y el reconocimiento de la igualdad. Muchas de las actividades de convivencia o reconocimiento, así como los espacios de escucha de la Comisión, han mostrado esta fractura y la necesidad de superarla.
Hay un país excluido de la narrativa social, del desarrollo, de la presencia civil del Estado, de las posibilidades de producción agraria y cuidado de la naturaleza, que reclama su espacio en la construcción de una sociedad incluyente y que debe ser parte de una política transformadora. No fue por nada el grito de los jóvenes en el estallido social del 2021. Fue un reclamo contundente por el reconocimiento a la dignidad de todos y, por lo tanto, a la inclusión.
Como hemos dicho, la exacerbación de órdenes raciales, patriarcales, la desprotección a niños, niñas y jóvenes y la permanencia del enemigo interno y, por ende, de la estigmatización, están en la base de esa precaria y problemática noción que tenemos sobre el otro y la otra.
10.4. La persistencia del racismo
El racismo estructural es una forma de poder de un grupo que se cree superior a otros. En esa lógica, esos otros subyugados no tienen los mismos derechos, dignidad o capacidades. Con base en esa idea racista, en Colombia se han ejercido una serie de prácticas discriminatorias de manera sistemática y en todos los espacios de la vida social. El uso de nominaciones como «indio» o «india», «negro» o «negra», para nombrar a los pueblos étnicos de forma peyorativa encarna una relación a conceptos como el de «ignorante», «salvaje», «inferior» y «sucio». Pero ese es tan solo un reflejo del desprecio que la sociedad colombiana ha incubado contra la humanidad y culturas de estas comunidades.
Ese mecanismo de violencia es persistente y se estimula en el conflicto armado colombiano. Negar la condición de los pueblos étnicos, negar su humanidad, fue la justificación perfecta para ejecutar acciones atroces en contra de esa población, de sus cuerpos y territorios. Pasaron de ser los grupos sociales más marginalizados históricamente a ser, también, los que más han sufrido los efectos de la guerra.
El racismo, que validó las narrativas esclavistas y colonizadoras, sigue no solo impidiéndonos reconocer y valorar la riqueza pluriétnica y pluricultural que caracteriza a Colombia, sino que además es la causa principal de la desatención hacia los pueblos étnicos y sus territorios. Los Índices de Necesidades Básicas Insatisfechas[1098] en las comunidades étnicas y campesinas permiten evidenciar la situación de exclusión y la responsabilidad del Estado frente a la persistencia de la desigualdad. En los casos de los pueblos negros, afrocolombianos, raizales y palenqueros, la última encuesta de calidad de vida realizada por el DANE indicó que la pobreza multidimensional que afecta a estas poblaciones es 30,6 % superior que el de la media nacional. En el caso de los afrodescendientes, el 72 % de la población es pobre en Chocó y Nariño. En el caso del departamento de Chocó, el 81 % de los hogares no cuentan con servicio de alcantarillado. La tasa de analfabetismo en el según el censo del DANE de 2005 es de un 29,5 %.[1099]
Los indígenas son el grupo con mayor pobreza, sobre todo en Chocó[1100] y en los departamentos de la Amazonía y la Orinoquía, donde el porcentaje supera el 70 %: «En las zonas donde hay mayor presencia de pueblos indígenas, como los departamentos de Amazonas, Guainía, Vaupés y Vichada, y de comunidades afrodescendientes como Chocó, Nariño y Putumayo, se observa un nivel educativo más bajo y condiciones laborales menos favorables en comparación con la población no étnica».[1101]
En lo que respecta a campesinos, solo hasta 2019, luego de un litigio judicial, se reconoció que «el campesinado constituye un grupo poblacional con una identidad cultural diferenciada, por lo cual es sujeto de derechos integrales teniendo especial protección constitucional, y es objeto de política pública. En este sentido, requiere ser identificado y caracterizado en su situación social, económica y demográfica»[1102]. De acuerdo con la Encuesta de Calidad de vida 2020, en la que por primera vez se incorpora el enfoque étnico campesino, el DANE encontró que «el 70 % de hogares campesinos tienen bajo logro educativo y el 86,7 % está compuesto por trabajadores informales. Mientras el 37,9 % de los hogares a nivel nacional se consideran pobres, este porcentaje fue de 58,7 % en hogares campesinos»[1103].
A pesar de que se han incorporado y ajustado indicadores para una adecuada caracterización poblacional a partir de la expedición de la Ley 1448 de 2011 o Ley de Víctimas y la creación de la Unidad de Víctimas, el subregistro persiste dadas las barreras para declarar la condición de víctima: miedo, desconocimiento de la ley, de los derechos que se protegen y la ruta de acceso a los mismos; las distancias geográficas en el caso de la población rural y étnica, y la desconfianza en las entidades del Estado. Es necesario anotar que la Ley aún no establece indicadores para las víctimas que se reconocen como campesinos, y no contempla información desagregada por pueblos indígenas, por lo que invisibiliza componentes de las afectaciones diferenciales que son importantes para el análisis y respuestas adecuadas a sus culturas. Estas categorías son, entre otras, el acceso marcadamente desigual a los derechos; el desprecio implícito y explícito instalado en la narrativa de muchos sectores, medios de comunicación y los actores decisores de país, que como decía Rafael Uribe Uribe: “le tienen miedo al pueblo”; el rechazo al diálogo directo con estas poblaciones; las descalificaciones públicas desde los más altos niveles de poder, y desde los medios de comunicación; un despliegue absolutamente precario del Estado en sus territorios o su ausencia; la desprotección y altísimos niveles de pobreza que tienen dichas poblaciones; una baja aplicación de leyes que se han logrado con enormes luchas en la búsqueda de la equidad, como la autonomía de los gobiernos indígenas y la Ley 70 que tiene por objeto reconocer a las comunidades negras el derecho a la propiedad colectiva; la exclusión permanente y persistente de las comunidades negras, indígenas y campesinas del relato nacional y de los currículos de la educación básica; la insensibilidad de importantes sectores a la guerra que han sufrido y siguen sufriendo; y la exclusión de la participación en el proceso de producción de los bienes y servicios materiales y simbólicos de la vida querida por los colombianos.
«A través del trabajo desarrollado, encontramos que los conflictos de orden cultural y los que resultan de la desigualdad y exclusión socioeconómica producidos por el mantenimiento de la dualidad mencionada, han sido tratados de manera violenta. Las consecuencias del empobrecimiento, la discriminación y la desigualdad que han vivido las poblaciones afro urbanas en ciudades como Quibdó, Buenaventura y Tumaco han sido tramitadas desde perspectivas que criminalizan el empobrecimiento vivido por estas poblaciones. Este tipo de estigmatización también es clave, hay que visibilizarla. Hablamos del despojo, pero no de los cinturones de miseria y exclusión que produce».[1104]
El Auto 004 de 2009 emitido por la Corte Constitucional en seguimiento de la Sentencia T025 de 2004, examinó la situación de los pueblos indígenas afectados por el conflicto armado y declaro que existe un riesgo de exterminio físico y cultural de los pueblos étnicos, confirma el estado de cosas inconstitucional y el impacto desproporcionado generado por el conflicto armado interno. Posteriormente las organizaciones nacionales indígenas señalaron que al menos 72 de los 112 pueblos indígenas en Colombia (es decir, el 62 %) están en riesgo de desaparición física o cultural.
Las guerrillas no reconocieron las diferencias culturales ni las autonomías de las comunidades étnicas. Y el paramilitarismo, por su parte, es un proyecto fundado en nociones feudales que defiende la posesión de la tierra por parte de las élites de poder y despoja a los campesinos de la propiedad. En nuestra historia más reciente, la Conferencia Episcopal de Colombia llamó la atención sobre la ausencia del mundo campesino en un plan de desarrollo nacional, anotando que la palabra «campesino» aparecía solo una vez, precedida de la palabra «soldado».
La estratificación de ciudadanías (pobres, negros, indios, campesinos, habitantes de comunas y barrios marginales; jóvenes, izquierdosos...) ha construido la noción de sectores inferiores o peligrosos que, por lo tanto, son percibidos como «sacrificables» o «desechables». Y el diseño territorial y administrativo, pensado desde el centro, también ha contribuido a esa imposición cultural hegemónica.
El 19 de octubre de 2020, la minga indígena caminó 500 kilómetros en búsqueda de un diálogo, pero más de seis mil indígenas del Huila y del Cauca se quedaron esperando al presidente Duque en la Plaza de Bolívar, que no atendió esta mano tendida. Los indígenas regresaron en paz y dejaron patente la exclusión. En el estallido social de abril de 2021, los habitantes de sectores de clase alta de Cali clamaron por la expulsión de las comunidades indígenas que se sumaban a la movilización social, increpándolas para que volvieran «a su hábitat» en un claro ejemplo de racismo frente a dichas comunidades. Y el 12 de octubre de 2021, la minga indígena llegó a Cali y se instaló en el coliseo El Pueblo, señalando que esperarían durante tres días al presidente Iván Duque para realizar lo que ellos llamaron «un debate político», pero el presidente nuevamente se negó a establecer un diálogo con ellos.
Todos estos hechos reflejan la negación de pertenencia a la nación que se les ha impuesto a estas comunidades. Algo que también está asociado con la criminalización de la protesta social en Colombia, que a su vez está en sintonía con las respuestas militarizadas, en lugar del diálogo y la negociación, para resolver los conflictos sociales.
En los testimonios recogidos por la Comisión son múltiples las expresiones en las que aparece el racismo como violencia estructural, que se cruza de manera dramática con la violencia armada. En el marco del conflicto, para demostrar su superioridad, los actores armados cometieron acciones atroces en contra de la población históricamente discriminada. En el marco del Reconocimiento por la Verdad del Pueblo Negro, Afrocolombiano, Raizal y Palenquero, una mujer que fue marcada con un hierro incandescente por un comandante de las AUC en Montes de María contó lo siguiente:
«Yo nunca he podido olvidar eso. Eso lo tengo como aquí, no lo he podido olvidar nunca. Yo creo que ellos me hicieron eso porque era negra, creo que él me marcó porque era negra, y me marcó como si fuera una esclava. En la época de la esclavitud marcaban las mujeres negras, así fue como me marcaron a mí las autodefensas»[1105].
Que se aboliera legalmente la esclavitud en 1851 no hizo que desapareciera la idea de que los cuerpos pueden ser marcados, ultrajados y violentados. Y también dentro de las estructuras armadas esta idea se incubó y explotó por parte de comandantes que «menospreciaban» al pueblo negro. Emiro Correa Viveros, alías Convivir y exintegrante de las AUC, contó cómo Rodrigo Mercado Pelufo, alías Cadena, los maltrataba:
«[A] todo el que podía maltratar que fuera negro, lo maltrataba nada más por ser negro, porque él decía que todos los negros eran iguales, y eran flojos, y él odiaba la gente floja. Él, ¡uh! Sí, a más de uno le pegaba planazos, golpes, patadas. Mejor dicho, la sacaba barata el que le pegara y luego no lo matara»[1106].
En una entrevista realizada por la Comisión de la Verdad se explica que fue en el proceso de convertir a las personas en objetos que los grupos armados justificaron distintas violencias:
«Tú encuentras que la forma de victimización fue muy diferente en unas y otras. Digamos que la sevicia y, no sé cómo expresarlo, como el daño en sí mismo, o sea, como la forma en la que yo desarrollaba la violencia, era distinta. Podían ser más crueles y dañinos y más no sé (...) esas cosas que le hacían a las comunidades negras no se los hacían a otros actores, o lo que les hacían a los pueblos indígenas no se lo hacían al blanco mestizo porque es que estos eran, eran menos valiosos, menos importantes, no iba a haber tanta bulla (…)»[1107].
La discriminación y el prejuicio racial conllevaron a la deshumanización de las personas negras, incluso en las filas de los grupos armados:
«Entonces hay maltrato al interior de las instituciones por el hecho de tu ser afro. Los mandos medios y altos no respetan la diferencia y te maltratan a ti por como tú hablas. Te maltratan por como tú eres. No te llaman por tu apellido, sino “negro, venga acá tal cosa”, “negro” Todo es la palabra negro, que el negro es el sujeto fuerte, que el negro debe aguantar más que los otros soldados porque es negro, y asociamos a los negros con aquel peón fuerte que puede soportar todo como una bestia»[1108].
También en los testimonios del pueblo rrom se evidencia cómo estos imaginarios incentivaron procesos de estigmatización de su cultura y generaron una fuerte restricción de su práctica de itinerancia por los riesgos que significaba desplazarse por el territorio nacional. Las mujeres eran perseguidas por leer la mano, acusadas de ladronas por ingresar a almacenes con sus faldas, y el pueblo en general ha sido catalogado de estafador y de colaborador de los grupos armados, solo por el hecho de comerciar sus productos en determinados lugares.
En Colombia, la concepción de los territorios indígenas y negros ha estado vinculada mayoritariamente a tres elementos que se pueden rastrear en la narrativa de dominación colonial: su definición como espacios «baldíos»; la relación entre violencia y economía; el acaparamiento de tierras como sinónimo de riqueza y poder. Estos factores, junto con la adopción de políticas de desposesión territorial, asimilación e integración cultural, y campañas de militarización y de exterminio, han dado lugar a la imposición sistemática de intereses ajenos sobre las formas tradicionales de vida y conservación territorial. Lo que se evidencia en violaciones como el desplazamiento, el despojo, la apropiación y el control de los territorios y ante todo, la destrucción espiritual de estas poblaciones.
En cuanto al primero de ellos, uno de los legados coloniales que ha atravesado la historia de marginación, exclusión, desarraigo, violencia y pobreza de los pueblos étnicos son los «baldíos», que se han entendido como territorios disponibles para su explotación. Si bien los derechos sobre territorio de los pueblos étnicos fueron reconocidos en la Constitución de 1991, la visión colonial sigue generando que se hayan concesionado proyectos de extracción de recursos naturales sin las consultas previas previstas por la ley o mediante consultas amañadas que han pasado por encima de las comunidades y han destruido territorios y culturas.
La alta concentración de la tierra en grupos de poder, dueños de capitales nacionales y extranjeros, contrasta con los elevados índices de pobreza de gran parte de la población rural y de amplios sectores urbanos. Este hecho se configura como alimento de la guerra en territorios con débil presencia institucional, que son propicios para la instalación de los grupos armados, el desarrollo de economías ilegales y la imposición de órdenes sociales violentos que alteran la vida comunitaria, las prácticas tradicionales de trabajo y convivencia, y que adhieren a la población civil a las dinámicas de confrontación armadas. Esto ha generado la pérdida de las culturas, la ruptura de los tejidos familiares, la interrupción de los proyectos de vida, la ocupación, la expropiación y el despojo de territorios a los pueblos étnicos.
La violencia que se cierne contra las comunidades indígenas y negras, como se viene advirtiendo, no es casual. Por el contrario, se fundamenta en las creencias ideológicas ya mencionadas y en aquellas que distintos actores proyectan sobre los territorios: regiones supuestamente atrasadas a las que se debe llevar el «progreso» y el «desarrollo», y por lo mismo son susceptibles de ser apropiadas por la fuerza. La legitimidad que adquirieron este tipo de discursos generó graves consecuencias en materia humanitaria en el Urabá, Darién y Bajo Atrato, donde fueron cometidas aproximadamente 321 masacres durante el conflicto armado interno.
Esta visión de las regiones del país donde se concentraba un alto índice de población étnica, sumado a las características ambientales, hidrográficas y geoestratégicas, influyó en la llegada de los grupos armados. Para ellos, se trataba de territorios «salvajes» donde se podían cometer todo tipo de abusos sin ninguna consecuencia: «Eso es una zona especial, que se presta para todo. Ahí se puede hacer de todo y con total impunidad, porque no hay muchos límites».[1109]
Referentes comunitarios que antes eran utilizados para el desarrollo de actividades cotidianas, lugares de culto, cementerios, caminos, trochas, ríos, ciénagas y áreas de cultivos de pancoger, adquirieron nuevas dimensiones atravesadas por el miedo y el dolor. Entonces fueron destruidos o renombrados «zonas rojas», haciendo alusión a la presencia de grupos guerrilleros. De allí el estigma de sus habitantes como aliados, simpatizantes o colaboradores de grupos al margen de la ley.
La definición de los territorios étnicos como espacios «salvajes», que es también una herencia colonial sostenida por una visión de productividad, permitió que se perpetuara la costumbre de «civilizar» mediante el saqueo y el despojo. Este es el caso del pueblo barí y la llegada de la explotación de petróleo a su territorio ancestral en 1930. En un testimonio recogido por la Comisión de Verdad, la abuela Marta Abadora recordó los relatos de sus abuelos sobre estos hechos:
«Los barí en esa época no conocían qué era el petróleo, qué eran las empresas. La vida del barí era vivir feliz, alegría, todo en son de paz, antes de que sucediera la tragedia del genocidio petrolero. Nos exterminaron, pero hay unos ancestros que nos mantienen vivos, que están en todas partes. Ellos nos ayudaron a vivir. La mayor parte barí murió, quedamos un 3 %, y otra vez nos reproducimos. Es una trágica historia para el pueblo barí»[1110].
La población barí fue reducida en un 80 % y despojada del 70 % de su territorio ancestral. En el 2014, el Tribunal Superior de Bogotá logró determinar que varios funcionarios de Ecopetrol, empresa encargada de la explotación de petróleo en la región del Catatumbo desde el 2005, establecieron alianzas criminales con el Ejército Nacional y el Bloque Catatumbo de las AUC, responsable de desplazamientos masivos de algunas comunidades del pueblo barí.
En el capítulo Étnico también se describe el etnocidio cometido en la Orinoquía durante la masacre de la Rubiera, perpetrada el 17 de diciembre de 1967 en el departamento de Arauca. «Los acusados fueron absueltos, y uno de ellos declaró que matar indios era como matar monos»[1111]. Este desprecio se ha hecho evidente también en actos como «las pacificaciones» de los años ochenta. En este caso, el exterminio fue cultural, mediante el control ideológico de los sikuani que fueron obligados por colonos a cambiar sus costumbres espirituales. Hasta la actualidad, este grupo es víctima de desplazamiento, despojo y confinamiento, lo que sigue afectando su supervivencia y culturas
En las décadas de los ochenta y los noventa, la guerrilla de las FARC trasladó personas de otras regiones del país para ser vinculadas en los cultivos ilícitos que dicha estructura armada había establecido en territorios de comunidades indígenas y negras en el Bajo Atrato. Esta práctica de invasión fue replicada con mayor fuerza desde finales de 1996, luego de los desplazamientos forzados generados por las operaciones Génesis de la Brigada XVII y el Bloque Elmer Cárdenas. La expulsión violenta de aproximadamente 15.000 personas, así como el posterior reordenamiento territorial y social, facilitó que, en el marco de las alianzas que establecieron algunos agentes económicos con las AUC, miembros de la fuerza pública y funcionarios estatales, se consolidaran proyectos económicos a gran escala en los territorios despojados.
En el caso de los repoblamientos promovidos por el Bloque Elmer Cárdenas, que afectaron las comunidades negras del Bajo Atrato, el Informe de Caracterización del Consejo Comunitario de Cacarica explica que parte de la lógica de guerra y la acumulación económica del proyecto paramilitar estuvo encaminada a imponer órdenes sociales y económicos que privilegiaron la producción a gran escala, eliminando así las identidades propias de las comunidades locales:
Esta política de «repoblación» da cuenta de que la expansión paramilitar hacia el Cacarica y otras zonas del Urabá Chocoano desbordó una estrategia contrainsurgente. Buscaba, por medio de la violencia y el control territorial y de las poblaciones, constituir un nuevo orden socioeconómico basado en la lealtad de las nuevas poblaciones, la protección de las actividades agroindustriales existentes y la apertura de nuevas regiones al monocultivo de productos agroalimentarios articulados al mercado mundial (banano, plátano y palma)[1112].
El repoblamiento ha generado un gran impacto en las comunidades indígenas y negras del país. Ha sido uno de los factores por los que el despojo de los territorios persiste y continúa limitando el retorno de las comunidades desplazadas, la materialización de sus derechos territoriales y la restitución real de resguardos indígenas y territorios colectivos. Esto sumado a los riesgos que representa para el ejercicio de sus derechos fundamentales. También ha aumentado los conflictos entre comunidades. Además, la realización de proyectos económicos de gran envergadura en contextos vulnerables agudizó la violencia de los actores armados contra los pueblos étnicos.
En el caso del pueblo emberá katío del Alto Sinú, la construcción de la Central Hidroeléctrica de Urrá, hecha a principios de los años noventa, estimuló la confluencia de las guerrillas del EPL y de las FARC y los grupos paramilitares de las AUC. Estos asesinaron y desaparecieron a varios líderes, autoridades étnicas y miembros de este pueblo, luego de estigmatizarlos como colaboradores o aliados de grupos adversarios. El excomandante Salvatore Mancuso reconoció ante la Comisión de la Verdad su responsabilidad en la desaparición forzada y el homicidio del líder indígena Kimy Pernía Domicó. Mancuso señaló en su testimonio que los ataques dirigidos contra las comunidades indígenas estuvieron orientados a debilitar los procesos organizativos y facilitar los espacios de negociación y de consulta previa con la empresa Urrá y el Estado. Las víctimas eran acusadas por el Ejército Nacional de guerrilleras y en el intercambio de información que establecieron con las AUC en el departamento de Córdoba, compartieron censos poblacionales de las comunidades indígenas.
«(...) Habían acusaciones sobre él y las hacía el Estado. Entonces cuando empieza la creación de la represa de Urrá empieza el señalamiento a las comunidades indígenas que no se tuvo en cuenta y no se les hizo consulta alguna para la creación de la represa Urrá (….) nos entregaron unos listados y se señalaron de ser personas que estaban siendo parte de estructuras guerrilleras, cuando lo que realmente estaban haciendo era oponerse legítimamente a un tema de la construcción de Urrá y los efectos que esto tenía (...)»[1113].
Por otro lado, las dinámicas prohibicionistas impuestas al narcotráfico representan el principal factor de riesgo para el ejercicio material de derechos territoriales, la integridad cultural de las comunidades y la conservación de la biodiversidad. Según los reportes de Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, «dentro de las zonas de manejo especial, el 42 % de la coca se localiza en zonas de reserva forestal. Este es el mayor porcentaje en los últimos 17 años, solo superado en el 2002 y el 2001, con 51 % y 56 %, respectivamente. Luego la coca se concentra en las tierras de las comunidades negras con 32 %, dos puntos porcentuales por debajo del año pasado. En seguida están las zonas de resguardos indígenas con el 17 % del total de la coca»[1114].
Precisamente, las condiciones de pobreza en el campo, así como las dificultades para transportar y comercializar los productos agrícolas, condujeron a la imposición de los cultivos de coca como única alternativa de sobrevivencia. Así lo enfatiza un periodista entrevistado por la Comisión:
«Quienes se ven, digamos, arrojados al cultivo de coca son comunidades un poco al margen del sistema productivo, de la cadena productiva que hay en el territorio [...] La coca es la única oportunidad real de una sostenibilidad económica, algo que no les ofrece cualquier otro producto en el territorio en el que están»[1115].
La discriminación y desterritorialización de estas comunidades excluidas hace que, una vez las víctimas son forzadas al desplazamiento, lleguen a las ciudades, en donde se someten nuevamente a condiciones en que la pobreza y la exclusión se profundizan, fracturando su integridad cultural y haciéndolas engrosar los cinturones de miseria.
10.5. La continuidad del patriarcado y la exacerbación de la guerra
El patriarcado constituye un sistema de relaciones de poder y condiciones sociales asimétricas sobre la base de un poder dominante masculino. Dichas relaciones se extienden a todos los ámbitos de la vida familiar, social, cultural, económica y política. Se inscriben en la cultura. El sistema patriarcal hace que la desigualdad se perpetúe en formas de pensamiento y de relacionarse, que se instalan en narrativas, en las instituciones, en las leyes, y que en las prácticas cotidianas someten a aquellos que consideran inferiores, como las mujeres y las personas sexualmente diversas. Es una forma de organización de la sociedad que jerarquiza a las personas a partir de la forma en que viven su identidad de género y su sexualidad.
Una de las dimensiones más comunes del patriarcado es el entramado de violencias que produce contra las mujeres, las cuales están interconectadas a través de la cultura, en el tiempo, en los ciclos vitales y en diferentes espacios. Las mujeres que dieron su testimonio a la Comisión distinguieron entre el acumulado histórico, al que aludieron sobre todo mujeres negras o indígenas, asociado a la esclavitud o a la amenaza de extinción en la conquista, y las violencias que ellas viven en el presente. También se refirieron a las violencias entre el ámbito privado y el público, aludiendo a la continuidad de violencias vividas en el espacio doméstico y familiar y que se reeditan en ámbitos comunitarios y societales. Además, hablaron del continuum que conecta las violencias que viven en situaciones de paz con las que ocurren, de manera agravada, en medio del conflicto armado.
En el marco del conflicto armado el patriarcado se hizo patente en la forma de pensar y actuar de todos los actores armados y de terceros civiles. Su forma de ver a las mujeres los llevó a profundizar y recrudecer las violencias, lo cual les representó ventajas frente a sus enemigos. En la guerra, estas vidas fueron frecuentemente objeto de todas las formas de desprecio, lo que reforzó la masculinidad bélica de los hombres en armas, que estaba centrada en la misoginia, el prejuicio, el poder de la fuerza y el uso de la violencia.
Las múltiples voces escuchadas por la Comisión permiten identificar que las violencias patriarcales en el marco de la guerra no fueron fortuitas o solo una expresión de una cultura preexistente. Se trató de violencias que tuvieron un rédito estratégico para los actores armados, quienes con el control los cuerpos de las mujeres viabilizaron la disputa, el arrasamiento y el control de los territorios, ya fuera a través del despojo y el desplazamiento o estableciendo su autoridad en las zonas que habían consolidado.
Los grupos armados fungieron como autoridad moral imponiendo normas orientadas a regular los comportamientos especialmente de jóvenes y mujeres. Entonces impusieron reglas como códigos indumentarios y toques de queda. Las mujeres se convirtieron en objetivo militar, bien fuera por transgredir roles de género, retar las normas impuestas o por ser consideradas «depositarias» del honor de las comunidades y por tanto un blanco para humillar al adversario. Muy pronto entendieron que atacar a las mujeres significaba atacar al conjunto de la comunidad y su tejido social. Desplazar a las mujeres es desplazar a las familias, pues ellas salen con sus hijos, con los ancianos, con todos aquellos que estén a su cargo. Romper el tejido social era afectar a los hijos, acabar con las familias, amenazar los hogares, destruir los cultivos, dañar los ecosistemas, fracturar la comunidad. Las mujeres eran el sostén familiar y comunitario, pues se encargaban del cuidado, la salud, la educación, la seguridad alimentaria. De todo lo que ocurría en la vida diaria. Controlarlas a ellas, es decir, controlar su tiempo, sus palabras, acciones, roles, supuso controlar todo lo que quedaba por fuera del campo de batalla. Control que se expandió hacia marcos culturales, normativos y jurídicos que les impidieron la propiedad de sus tierras.
Las guerrillas, los paramilitares y miembros de la fuerza pública también utilizaron el cuerpo de las mujeres como un lugar de disputa, para demostrar que eran capaces de dominar a las mujeres humillándolas y humillando a sus parejas o a su familia. También para demostrar poderío sobre sus adversarios, compañeros y los pueblos que se oponían a los procesos de ocupación en los territorios. Y, sin duda, para satisfacer apetitos sexuales. La mayoría de los casos de violación sexual ocurrieron en las zonas rurales y las más perjudicadas fueron las niñas y mujeres jóvenes, de entre 11 a 26 años. Si bien en las violencias sexuales ejercidas contra las mujeres hay responsabilidad de todos los grupos armados ilegales y de la fuerza pública, la Comisión de la Verdad encontró características diferenciadoras. En el caso de los paramilitares, estas violencias contenían una profunda carga de crueldad y sevicia contra las mujeres. Fue un mecanismo efectivo de terror que usaron para desplazar, despojar y controlar los territorios y comunidades en distintas partes del país. Se puede afirmar que para los bloques que actuaban en el Caribe, Meta, Guaviare y Putumayo, este grupo armado (AUC) usó la violencia sexual como estrategia de guerra. En las guerrillas, particularmente las FARC-EP, las violencias sexuales fueron una práctica que funcionó, en muchos casos, para compensar a los combatientes por fuera de la lucha ideológica y de los estatutos internos. Por otro lado, se constató que estas violencias se dieron cuando no había un control efectivo de sus hombres, sobre todo de las milicias. Y si bien ejercieron violencia sexual contra mujeres civiles, la mayoría se ejerció al interior de las filas.
Con la fuerza pública, aunque hay reporte de menos casos, se evidenció que la violencia sexual ejercida contra mujeres civiles fue una forma de atacar a las consideradas enemigas, es decir, a las mujeres señaladas de colaborar con las insurgencias o las sospechosas de ser guerrilleras. La Comisión pudo constatar que los hechos más recurrentes se dieron hacia las mujeres detenidas en el marco del Estatuto de Seguridad, en contextos de tortura.
Aunque como un fenómeno menos evidente, la Comisión también conoció casos de hombres que sufrieron violación sexual por parte de grupos armados ilegales o de miembros del Ejército o la Policía. Esto por ejercer control de los territorios o por haber sido señalados de colaborar con otro bando.
La violencia reproductiva, relacionada con el control de la reproducción y la maternidad, fue una violencia contra las mujeres que se presentó, principalmente, al interior de las filas de las FARC-EP y no fue algo ocasional o aislada[1116]. La Comisión identificó que desde la Octava Conferencia Nacional de las FARC-EP en 1993, se implementó por parte de los niveles jerárquicos y bajo la vigilancia del Secretariado, la decisión de controlar la reproducción, ya que la gestación y el ejercicio de la maternidad resultaban incompatibles con los objetivos políticos y militares del grupo armado. Para lo cual se recurría a distintos medios para interrumpir procesos de gestación[1117]. Estas interrupciones se llevaron a cabo, muchas veces, mediante violencia, coerción o engaño, usando métodos poco convencionales, farmacológicos y quirúrgicos s; en condiciones no seguras que dejaron graves secuelas en las mujeres e inclusive les produjeron la muerte en algunos casos. De nuevo, el patriarcado y sus guerreros se adueñaron del cuerpo y la autonomía de las mujeres para decidir sobre ellas.
«Ningún actor admite con franqueza haber violado, acosado o prostituido forzadamente a una víctima. Es más fácil confesar el despojo, el desplazamiento forzado e incluso el asesinato, pero sobre la violencia sexual impera un profundo sentido moral que la convierte en un crimen horrendo, que denota la inhumanidad de los victimarios»[1118] Por esta razón, la Comisión de la Verdad puso un especial empeño en visibilizar esta forma de violencia anclada en la cultura patriarcal.
Es preciso considerar que, por lo menos en la vida de mujeres y personas LGBTIQ+, este sistema de opresión se ha cruzado con el racismo y el clasismo. Mujeres indígenas, afrodescendientes, campesinas y pobres han experimentado situaciones de sufrimiento particulares que reflejan «estratos de discriminación: el primero por pertenecer a su grupo racial y étnico, y el segundo por su sexo. Al estar expuestas históricamente a dos formas de discriminación, son doblemente vulnerables a ser abusadas y victimizadas por los grupos armados en su lucha por controlar recursos y territorios».[1119] Este hecho obliga a analizar las violencias estructurales imbricadas, para lo cual resulta fundamental un enfoque interseccional.
Sobre las personas LGBTI+, la Comisión identificó un patrón de persecución en razón de su identidad de género y de su orientación sexual. Tanto guerrillas como paramilitares y fuerza pública les ejercieron múltiples violencias, entre ellas, las violencias correctivas ocuparon un lugar importante. Cualquier persona que transgrediera los roles de género establecidos de manera prejuiciosa por la sociedad y la cultura, constituía una amenaza para «la moral social». Entonces, en función de un control territorial y social, eran castigadas de manera «ejemplarizante», a manera de corrección e higienización.
En el municipio de San Onofre, Sucre, hombres gais fueron obligados por una estructura paramilitar a pelear en rines improvisados de boxeo por el «solo hecho de ser afeminados o de que eran maricas, y pues la sociedad lo vio como algo muy normal»[1120]. La complicidad social frente a las agresiones hacia las personas LGBTIQ+ fue lo que permitió la dureza de su victimización. Muchos testimonios narraron que la manera como los actores armados se congraciaban con las comunidades era a través de la llamada «limpieza social». Los ladrones, los consumidores y las personas LGBTIQ+ sufrieron múltiples violaciones en sus vidas y en su libertad de ser, gracias al odio instalado en esta cultura patriarcal, que en muchas ocasiones legitimó tales agresiones.
Las personas LGBTIQ+ fueron instrumentalizadas para la guerra y estuvieron siempre bajo sospecha cuando pertenecieron a algún grupo armado, debido a que los consideraban infiltrados de alguno de los bandos. En Tumaco, Nariño, hombres homosexuales fueron utilizados como mensajeros o para satisfacer deseos sexuales. En un testimonio escuchado por la Comisión de la Verdad, un indígena emberá contó que un antiguo comandante de las FARC-EP se encargaba de hacer reuniones para combatir la enfermedad del homosexualismo. En otra, detrás de planes de limpieza social contra «maricas y cacorros», eran obligados a abandonar su territorio, porque «las naranjas que no sirven, hay que botarlas»[1121].
En un informe del Centro de Derechos Reproductivos se da cuenta de cómo mujeres trans o lesbianas fueron objeto de violencias correctivas. En particular fueron abusadas, violentadas y en muchos casos obligadas a embarazos y maternidades forzadas como «una forma de disciplinamiento corporal» Todo amparado en estereotipos de género que «ponían en cuestión su capacidad de maternizar por su orientación sexual»[1122].
El conflicto profundiza heridas históricas que, al reiterarse cíclicamente, minan la confianza de estas poblaciones en el Estado y sus instituciones, e impide el avance efectivo en procesos de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Un ejemplo de esta continuidad tiene que ver con que la vulnerabilidad jurídica de las mujeres frente a la propiedad de la tierra, como se dijo antes, ha facilitado el despojo y dificultado su derecho a la restitución:
«Fui una vez a la Unidad de Restitución de Tierras y me dijeron que tenía que llenar unos requisitos. Primero que todo, debía tener pareja, porque a la mujer sola no le ayudaban. No sé si fue algún secretario o algún funcionario que me informó mal, no sé. Y que tenía que entregar primero una cuota de cinco millones, algo así, cuestión que no fue agradable para mí, que me pidieran plata. Entonces yo dije: “¡Caramba!, ¿eso no es del Gobierno, pues?”. De ahí no fui más, porque como me dijeron así me sacaron de una. En caso de que me devuelvan la tierra, yo no cojo para allá por nada del mundo»[1123].
La administración de justicia, asociada a lógicas machistas, no ha investigado debidamente estos delitos ni ha sancionado a sus perpetradores. Sin embargo, desde la creación de la Ley 975 de 2005 o Ley de Justicia y Paz, se avanzó en el reconocimiento de las responsabilidades de los paramilitares y, en algunos casos, llevó a que se los excluyera de la justicia transicional al no admitir eventos de este tipo que estaban comprobados. Así sucedió con alias el Oso, excombatiente del Bloque Héroes de los Montes de María, de las AUC.
En la cadena de revictimizaciones posteriores a los hechos ocurridos en el marco del conflicto armado, muchas veces la institucionalidad patriarcal ha sexualizado, culpabilizado y vuelto a exponer s a las víctimas. Así le ocurrió a una mujer del pueblo rrom, víctima de desplazamiento y de violencia sexual por parte del ELN en San Blas, sur de Bolívar:
«Llegué allá, me atendió Bonilla. Le digo: “Vengo a declarar”. Me dice: “¿Y qué va a declarar?”. Le digo: “Pues... lo que me pasó”. Entonces, el viejo allá se sentó conmigo y eso sí empezó a tomarme la declaración y él pregunte y pregunte. Entonces me dijo: “¿Y qué más le hicieron?” (...) Entonces, me decía: “¿La maltrataron, hubo golpes, hubo violación?”. Yo no hablaba, movía la cabeza que sí. (...) “¿Y usted qué sintió cuando la estaban violando?”. Me acuerdo tanto de esa palabra de ese viejo desgraciado. Eso me preguntó ese viejo asqueroso, delante de otro. ¡Ay!, yo no supe ni adónde quedé... Me daba vergüenza... ¿Qué había sentido yo cuando me estaban violando? Yo apenas lo miré y le dije: “¿Tengo que responder eso?”. Me dio una rabia y como una tristeza y como pena... de todo sentía yo»[1124].
También es necesario destacar cómo el patriarcado se ha arraigado en la cultura e incidido en el conflicto armado, y cómo estimuló a la vinculación de los hombres a la guerra. Decía Iván Roberto Duque, alias Ernesto Báez, comandante político de las AUC, en entrevista dada a la Comisión: «El muchacho de quince años con las dos cananas atravesadas y las botas, lo primero que hace es tomarse una foto y enviársela a la novia. Pa ese jovencito de quince años el fusil y la canana son signos de virilidad»[1125]. La guerra es un proyecto patriarcal que se propone conseguir poder por la fuerza, sometiendo. Y es ese imaginario de poder el que muchas veces convence a niños y jóvenes de hacer parte de algo que destruye sus vidas y las de muchos otros.
Si bien es necesario reconocer el avance de las mujeres y la población LGTBIQ+ como sujetos de derecho, como sujetos políticos, y su rol en el conflicto armado como fuerza de resistencia y resiliencia, las cifras y la profundidad de sus experiencias dan razón incuestionable sobre la manera como ese proyecto patriarcal de la guerra actúo sobre sus cuerpos, su vida y sus hogares, de manera desproporcionada y violenta. Pero también cómo esa violencia patriarcal se expresaba en la vida social y política de la nación. Será necesario, en todo caso, destituir esa cultura para construir la equidad y el respeto que se requieren para construir la vida querida por todos.
10.6. La desprotección a niños, niñas y jóvenes
La desprotección de niños, niñas y jóvenes, derivada de una noción muy precaria sobre su ser y sus derechos, históricamente se ha reflejado en las afectaciones a esta población, a través de elementos presentes en la cultura como discursos y prácticas, que hacen especialmente vulnerables a los niños y niñas en el marco del conflicto armado en Colombia. Sobre todo a las poblaciones étnicas, rurales y pobres, en las que la vulnerabilidad de su condición estructural se suma a la de su edad.
Las altas tasas de deserción o inasistencia escolar en territorios afectados por conflicto armado se relacionan con ataques a las escuelas, instalación de bases militares cerca de centros educativos o de recreo; reclutamiento, uso de escuelas como trinchera. A lo que habría sumarle las precarias condiciones sociales, la violencia familiar, las enormes distancias para acceder a la escuela. Todo esto llevó a que muchos jóvenes no tuvieran más opción que desertar o interrumpir sus estudios temporalmente. Así lo relató a la Comisión de la Verdad un joven afrocolombiano: «A mi mamá se le quitaron las ganas de que yo siguiera estudiando, de que yo saliera todos los días a la calle, no quería que fuera sometido a lo mismo, a vivir lo mismo que mi familia. Por eso todo el año 2015 no estudié»[1126]. Igualmente, la pobreza y deserción escolar favorecen las condiciones para el reclutamiento forzado y distintas formas de involucramiento de niños, niñas y jóvenes en el conflicto armado.
Los niños, niñas y adolescentes también fueron objeto de instrumentalización. Las FARC- EP reclutaron a niños que en algunos casos fueron usados para transportar paquetes explosivos que luego fueron activados en cercanías a puestos de control militar. Uno de estos casos ocurrió en 2010, con un menor afrodescendiente del municipio de El Charco, Nariño, donde tenía injerencia el Frente 29, del Bloque Occidental[1127]. Se trata de un caso ilustrativo de cómo los menores en condiciones de vulnerabilidad socioeconómica fueron instrumentalizados mediante el engaño y las recompensas prometidas.
En una sentencia emitida por jueces de Justicia y Paz con base en el trabajo de la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y adolescentes en el conflicto armado en Colombia - Coalico- y en contra de un exintegrante del Bloque Vencedores de Arauca de las Autodefensa Unidas de Colombia, se indicó que en: «En los reclutadores existen preferencias de género respecto del reclutador. Esta característica no les es indiferentes, por ejemplo, prefieren a los afrodescendientes por su fortaleza física. En el caso de las niñas son escogidas para logística del grupo. También porque sobre ellas pueden ejercer violencia sexual»[1128].
La Amazonía fue uno de los territorios donde las FARC reclutó niños, niñas y jóvenes indígenas, generando daños en todo el colectivo. El Frente Amazonas de las FARC reclutó menores en los establecimientos educativos que se ubicaban en los ríos que conformaban su corredor de paso. Esto con el objetivo de fortalecer el pie de fuerza y crear vínculos con las comunidades en su estrategia de consolidación y expansión, el cual incluía despliegue de estrategias político-militares, escuelas de formación de ideología y lo que denominaron trabajo de masas. El conocimiento de los pueblos ancestrales sobre el territorio fue instrumentalizado por este grupo para explorar, transitar la región y obtener ventajas sobre el enemigo. El testimonio de una líder indígena de la región muestra el reclutamiento de este actor armado en los pueblos indígenas:
En el conflicto armado, los cuerpos de los niños, niñas y adolescentes se convirtieron en blancos militares por ser hijos o estar relacionados con personas que tenían identidad política contraria a la del adversario. Pero también la violencia contra sus cuerpos fue utilizada para enviar mensajes de crueldad, para camuflar armamentos o artefactos explosivos, para servir como instrumentos de guerra. Asimismo, los niños, niñas y adolescentes fueron testigos de crímenes y perseguidos por ello.
Es común ver cómo los niños y niñas vivieron ciclos continuos de violencia: la mayoría de quienes fueron reclutados siendo menores de edad dijeron haberse ido de sus hogares por condiciones de violencia, de maltrato y de pobreza. Por ello es importante resaltar que los responsables de los derechos de los niños, niñas y adolescentes son el Estado, la familia y la sociedad, quienes tienen a su cargo prevenir y protegerlos de las violencias intrafamiliares y las violencias sexuales y de género tempranas; las condiciones de pobreza; la falta de acceso a la educación; los riesgos por la presencia de los grupos armados y de las confrontaciones armadas en sus territorios, entre otros, ya que son sujetos de especial protección.
Por otro lado, para quienes permanecieron con sus familias en sus comunidades las perspectivas de desarrollo no fueron mejores y su socialización estuvo influida por la guerra. El cruce de las balas en sus territorios implicó para algunos debatirse entre ir a clases y mantenerse a salvo. Una madre describe cómo era para ella y para sus hijos la cotidianidad escolar en medio de los enfrentamientos: «El miedo de ellos [los docentes] era que llegara la guerrilla y se llevara un poco de niños. Entonces el afán de ellos era despacharlos y que se fueran para sus casas o a las mamases que íbamos a recogerlos nos encargaban dos o tres y decían “llévenselos, llévenselos” Y uno era corra y corra con esos peladitos... El miedo de los profesores era que se los llevaran y después fueran ellos los del problema. Entonces ya nos habían dicho: "Cuando ustedes escuchen la balacera corran por sus hijos. Eran niños chiquitos, en ese entonces un hijo mío tenía 7, el otro 6. Y ellos no hacían otra cosa que ponerse a gritar, a chillar y eso, mejor dicho»[1129].
Las niñas, niños y adolescentes hijos de combatientes de los grupos armados ilegales o miembros de la fuerza pública fueron señalados, e incluso castigados, por su parentesco. Así lo menciona el Tribunal Superior de Medellín en la Sala de Justicia y Paz en el caso del Bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia, quienes encontraron que producto de la violencia sexual contra niñas y adolescentes desarrollada por este grupo en Tarazá, Antioquia, se derivaron múltiples embarazos y maternidades forzadas, cuyas hijas e hijos fueron señalados como «los paraquitos»[1130].
Mientras en las familias que tuvieron que salir al exilio, los impactos en la segunda generación también han permanecido invisibilizados. La desprotección del exilio se manifiesta en niños que salieron de comunidades campesinas, hijos de funcionarios o juezas que huyeron para proteger sus vidas y que vivieron sus primeros años sufriendo el miedo; hijos e hijas de familiares de desaparecidos que han vivido durante años con el silencio de lo que no se podía hablar. Colombia necesita reconocer esta niñez y juventud estas experiencias de cientos de familias que fueron arrancadas de sus vidas para comenzar de nuevo, lejos de sus vínculos y su cultura.
10.7. La inscripción de la doctrina del enemigo interno, la estigmatización y el exterminio del adversario
Un hallazgo central de la Comisión de la Verdad que tiene un gran potencial para explicar la persistencia del conflicto es la estigmatización como mecanismo de construcción del enemigo, como base de la persecución y exterminio físico, social y político. Este mecanismo se ha instalado en la cultura como extensión de los múltiples prejuicios que existen en el país y que se anclan en la historia de la construcción de la nación:
Al enemigo se le ha nombrado, en el contexto del cualquier conflicto armado, no solo como rival, contrincante u obstáculo, sino también como bandido, terrorista, monstruo, maleza, bestia, demente, canalla, etcétera. El enemigo es ladrón, destructor despiadado, enfermo, animal o alguien inferior moralmente. Esta forma descarnada de odiar se constituyó en un patrón discursivo que creó en Colombia un contexto simbólico de legitimación de un trato despiadado con quien se tuvieran diferencias en el modo de ser, de pensar y de actuar. Se normalizó en la sociedad colombiana un trato de inferioridad moral, que entre los contendientes tiene por función retirarse mutuamente legitimidad ante la opinión pública. Por esta razón, el conflicto armado en Colombia no solo nació, sino que se desarrolló en un contexto social y discursivo que favoreció su instalación, permanencia y prolongación[1131].
La estigmatización se ha construido fundamentalmente sobre la base de la doctrina del «enemigo interno», la racialización y la aporofobia. Es decir, se ha construido sobre los sujetos excluidos mediante nociones extendidas en los discursos, en las prácticas de poder y guerreristas. Esta estigmatización es, en buena medida, de origen militar. Colombia la heredó de los Estados Unidos, que en principio fue una doctrina y una política militar de control del comunismo a Colombia.
Esta doctrina, que persiste hasta hoy, rápidamente se extendió a todos aquellos que no estaban de acuerdo con el sistema imperante o que demandaban transformaciones políticas, sociales y económicas: dirigentes y miembros de partidos de izquierda y progresistas; defensores de derechos humanos, líderes religiosos, lideres sociales y ambientalistas; sindicalistas, organizaciones sociales, entre otros, que, hasta la fecha, siguen siendo perseguidos, torturados, eliminados, judicializados y expatriados. En Colombia se ha hecho espionaje y persecución hasta a la Corte Suprema de Justicia, a procuradores de DDHH y a fiscales.
Un punto grave de la estigmatización del otro como enemigo es que muchas veces tiene origen en una mentira que se instala como verdad porque conviene a una persona, a un colectivo o a un propósito. Una mentira se repite y se repite hasta convertirse en un prejuicio colectivo o generalizado que no se cuestiona. Sobre esa mentira se construye lo que es «normal», «justo» y «aceptable» en la vida cotidiana de la gente, alejándonos de la posibilidad humana que acoge al otro o la otra como es, sin prejuicios.
Esa construcción del enemigo trascendió a las relaciones personales e íntimas, a las instituciones y a la manera de interpretar y aplicar la ley, y muy especialmente al campo político, que es por definición el lugar de la defensa del bien común, afectando gravemente la democracia.
Algunos de los fragmentos de cantos utilizados por los soldados del Batallón de Ayacucho en Manizales en medio de un entrenamiento, por poner solo un ejemplo, dan cuenta de la persistencia de esta doctrina arraigada en la formación militar, así como de una violencia patriarcal, un prejuicio machista: «Un minuto antes de morir / escuché la voz de mi novia / que con voz de perra me decía / “Si te mueres se lo doy al policía”. Con los huesos de mi suegra / voy a hacer una escalera / pa bajar a su tumba / y patear su calavera».
El correlato del «enemigo interno» es el del «enemigo de clase», que fue usado por la insurgencia para señalar a las clases altas y medias, a las empresas nacionales y multinacionales, y a los adversarios políticos e ideológicos. Esto lo demuestran casos como el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, el secuestro de José Raquel Mercado y los otros miles de secuestros selectivos y masivos con sus consabidas torturas y malos tratos; las extorsiones y asesinatos selectivos bajo la modalidad de acabar con «sapos», o incluso las prácticas de «limpieza social».
El filósofo Sergio de Zubiría plantea que en el país se ha consolidado una cultura política contrainsurgente, se han afianzado los discursos «amigos-enemigos» y se han inflado el miedo y la seguridad, siendo estos factores culturales y discursivos los que potencian y prolongan el conflicto armado interno. Por su parte, la estigmatización no solo no se ha logrado derrotar, sino que se ha profundizado porque conviene a sectores de poder económicos y políticos. Desde los años sesenta en adelante, la doctrina del enemigo interno se ha inscrito en la cultura, en las formas de entender el mundo y los comportamientos de la institucionalidad y una buena parte de la población. Esto ha hecho que las relaciones sean contenciosas, que no haya confianza entre los seres humanos y de ellos hacia las instancias de poder. En conclusión, la doctrina del enemigo interno se ha inscrito en la cultura consciente e inconscientemente y nos impide convivir en la diferencia.
10.8. La persistencia del conflicto armado interno contribuye a la naturalización de la violencia
La persistencia de un conflicto armado incide, por supuesto, en la vida de los ciudadanos y de la nación misma, alterando valoraciones, percepciones y emociones. De esta manera, y con la multiplicación de intelecciones que se comparten intencional o espontáneamente, se auto justificaron las violencias, los odios, las respuestas vengativas, los miedos y las estigmatizaciones. Estas violencias, a su vez, se constituyeron en un trauma, en una especie de choque emocional que produjo un daño duradero en el inconsciente que en muchos casos ocasiona desórdenes psíquicos y físicos que afectan la calidad de la vida, el discernimiento y el juicio. Las prácticas violentas y los enfrentamientos pasaron a formar parte de la vida cotidiana de no pocas poblaciones colombianas. Siempre hubo una justificación al alcance de la mano de los actores armados, por horrorosos que fueran los sucesos violentos cometidos. Esa justificación la podemos formular como sigue: hay que defenderse del «otro malvado», responsable de todo cuanto suceda y al cual se le tiene que contraatacar hasta aniquilarlo. Aniquilar se convirtió en el verbo a conjugar. En la sociedad civil también se fue legitimando hacer justicia por propia mano Mientras haya odio, habrá una viva propensión a destruir el objeto odiado, temido.
La impunidad ha sido una condición imperante en el país que ha extendido estas prácticas. En especial por la falta de un criterio ético y de una autoridad que muestre lo que está bien o mal, que sancione la violación de derechos humanos o señale el horizonte de la convivencia. Mientras no existan diques que limiten el odio, esta pasión es capaz de prosperar hasta fines insospechados, más allá de los intereses sociales, políticos y económicos. Tres generaciones enteras que no han podido conocer un país en paz han alimentado el conflicto armado con odios y venganzas, pero también con indolencia y falta de empatía con las víctimas directas e indirectas.
El analista y politólogo Jorge Giraldo expresa que «una consecuencia imprevista y desgraciada de la acumulación de violencias y victimizaciones es la retroalimentación de la guerra que se da debido a que la dinámica bélica crea las condiciones para su propio crecimiento». El autor resalta que los vacíos normativos y soberanos del Estado, así como las acciones insurgentes y contrainsurgentes, generan un ambiente propicio para que afloren los antagonismos parroquiales, el odio social, los deseos de venganza, las rivalidades religiosas y de intereses.
Mientras no se visibilice el perjuicio acumulado de mentiras y no se desenmascare la construcción del «sentido común» construido, los antagonismos y los odios seguirán en todos los niveles, pues la sociedad, el Estado y los grupos armados participan de la misma matriz de sentido. En ella, precisamente, tiene valor la misión encomendada a la Comisión de la Verdad, para ayudar a introducir intelecciones que se han reprimido en la vida cotidiana.
El siguiente testimonio de Fabio Mariño, excombatiente del M-19, ante la Comisión de la Verdad da cuenta de ese problema:
«Yo soy hijo de La Violencia en Colombia. De ese proceso del 48 y 50 que en los pueblos fue tan fuerte el impacto porque era la muerte asaltando al campesino, al hermano, al paisano. Simplemente porque se habían dejado convencer por un color, que en ese tiempo eran el rojo y el azul. En esos colores, en esos incendios de La Violencia, mis viejos tuvieron ocho hijos. Yo soy el penúltimo, la última es una hermanita desaparecida. Crezco en un pueblo que tenía afectaciones de la violencia, no tantos como otros, pero no fue extraño a esas circunstancias tan fuertes»[1132].
Pero ese trauma no es solo personal, como dice un habitante de Nariño: «El conflicto nos dejó la cultura de la guerra. El Pacífico lleva más de 35, casi 40 años en guerra, y eso ya para sacarlo de la mente de nuestra población va a ser complejo porque la gente, nuestros habitantes jóvenes, no saben resolver los conflictos. Ahorita ya todo mundo quiere resolver el conflicto a través de la violencia»[1133].
La naturalización del conflicto armado y todas las violencias asociadas terminan así por limitar el asombro ante la violencia. Reduce la ética al mínimo e impide tomar con claridad, decisión y oportunidad las decisiones que son necesarias para enfrentar ese flagelo. La incorporación de la violencia en la vida cotidiana forma parte de las estrategias de adaptación que las personas y comunidades desarrollan en medio del conflicto: «Es la aceptación de un paisaje social de la guerra [...]: el día contiene momentos de hostigamiento, rugir de balas, explosión de artefactos como los tatucos y las pipas, horarios para el uso de los espacios
públicos [...]. No se deja de hacer la vida [...] se incorpora un nuevo tiempo, el de “esperar un poco antes de salir a la calle”. No hay otra forma. Digamos que esa fue la vida que no escogimos nosotros vivir, pero que nos tocó, y nos tocó acostumbrarnos».[1134]
Sin una posibilidad de superar este trauma a través de una nueva conciencia sobre lo que determina nuestras vidas y de imaginarnos la paz o, al menos, la vida armónica en comunidad será muy difícil avanzar hacia las transformaciones necesarias. Es aquí donde la apertura a encarar la verdad de lo que nos ha pasado y atraviesa nuestra existencia cobra total sentido.
10.9. El despojo del territorio es la destrucción de las culturas
El desplazamiento y despojo de tierras ha producido un enorme daño en las culturas, porque estas están estrechamente relacionadas con el territorio: «el lugar en el que se despliega la cultura». Una vez perdido el vínculo que ata a las comunidades con su tierra, con sus semejantes, con sus prácticas culturales, sus mitos y sus modos de producción, estas son arrojadas a mundos que no les pertenecen Encontrar sentido y arraigo en esos mundos ajenos no es fácil. Las competencias previamente desarrolladas no necesariamente coinciden con las necesidades del nuevo entorno para competir en el mercado, para tener un lugar, para llevar una vida digna. Razón por la cual los desplazados sufren la exclusión, la estigmatización y son presa fácil del reclutamiento de los grupos armados o delincuenciales.
Los pueblos étnicos han sufrido afectaciones particulares debido a la cosmovisión que atraviesa su forma de ser y estar en los territorios, además de la construcción de vínculos ancestrales con la naturaleza y los profundos significados que le atribuyen. La diversidad cultural se empobrece y así se pierden fiestas, ritos, expresiones artísticas, gastronomía, producción material.
Una mujer entrevistada por la Comisión de la Verdad afirmó lo siguiente:
«La conexión que tenían con su vivienda era una conexión de sangre, porque una de esas sabedoras nos dijo que, al ella parir en su casa a sus hijos, su casa se convertía en una extensión de su cuerpo (...) No, es que nosotras no tenemos rumbo, porque no tenemos suelo, nuestro ombligo se perdió [...]. El maíz cariaco se da aquí en La Guajira, pero al ya ser desarraigado... esa semilla está prácticamente perdida, pero dentro de la comunidad hubieron hombres y mujeres que se volvieron guardianes de la semilla y las cultivan»[1135].
A comienzos de los años noventa, en Medellín y otras ciudades y territorios del país, el narcotráfico aprovechó los efectos del desplazamiento forzado en los barrios de la periferia urbana-. Esa dualidad de mundos con la que convivían los desplazados implicó para muchos jóvenes una degradación existencial, un limbo. Sin pasado, porque no se podían identificar con el legado rural de sus familias, y sin futuro porque una de las pocas opciones que tenían era convertirse en sicarios. Así lo representó el cineasta Víctor Gaviria. Estos jóvenes, con tal de tener un lugar, un poder, un propósito, no dudaban en disparar el gatillo para robar o matar.
Esa degradación social dejó un vacío cultural en el que se perdió la moralidad y la comprensión de las causas, los efectos y las consecuencias de los hechos. La pobreza de esa periferia, sumada al desarraigo de estos jóvenes, produjo la ruptura con las costumbres campesinas con las que habían llegado sus progenitores y abuelos. En su lectura de ese contexto, Víctor Gaviria afirma que la única salida frente a esa opción de vida fue el punk, una música que comenzó a darles sentido de pertenencia, una identidad, un reconocimiento, un círculo y una enorme rebeldía para oponerse al consumismo sin sentido que se planteaba como modelo de desarrollo para la ciudad.
En términos culturales, se concretó una pérdida de costumbres y tradiciones que se reflejó en el cambio de la vida rural comunitaria a la urbana:
«Hay un esquema distinto de sociedad y cultura: es diferente ser campesino en Mapiripán que en Villavicencio, donde es mayor el desarraigo (...). El Festival de la Cosecha que se celebraba en municipios y veredas no existe en las ciudades como Villavicencio, porque cambian la narrativa del campo [...] con la narrativa urbana. Y sí, uno comienza a escuchar “El santo cachón”, “El celular” [...]. “La mujer qué me traicionó”, ¿me entiende? Entonces eso afecta la permanencia de la esencia de la música vallenata, por una parte. Por otra parte, la aparición del narcotráfico [...] donde la inspiración se ve presionada por las casas disqueras y por los narcotraficantes en los contenidos de las letras: “El cóndor herido”, “El gavilán mayor”»[1136].
Una nación en la que se han despojado más de 8 millones de hectáreas y arrojado a sus pobladores a un destino incierto. En donde se han destruido y envenenado cientos de miles de hectáreas, y parte del patrimonio cultural y natural en medio de la guerra. Esa es una sociedad que necesita hacer conciencia sobre lo que significa el arraigo al territorio para sus habitantes y las fortalezas que derivan de esta identidad, desconocida para los pobladores naturalmente urbanos y, por lo tanto, para muchos de los decisores del país, cuyos vínculos con el territorio son tan frágiles como los que tiene con su comunidad y su cultura.
10.10 Una democracia y una justicia de baja intensidad que conducen a la desconfianza y a la ilegalidad
En Colombia la promesa de la democracia no se cumple para todos, pues es uno de los países más inequitativos. La corrupción es uno de los fenómenos más constantes y fuertes en la vida diaria de la sociedad colombiana, y esta afecta todos los niveles de la institucionalidad. La impunidad tiene niveles inimaginables, además de que como sistema no llega a todos por igual. La corrupción y la ilegalidad en instituciones del Estado, de la política y en sectores de la fuerza pública, sumado a la impunidad frente a los innumerables actos de violencia, impiden que las oportunidades y la protección alcancen al conjunto de la población y que muchos se sientan abandonados por el Estado.
Ese sentimiento de no tener un lugar conduce al desapego e incumplimiento de la ley; al deprecio por las autoridades y por el Estado. Lo que fortalece la cultura de la ilegalidad y la ausencia de corresponsabilidades. Como exhibieron manifestantes que marcharon en varias capitales latinoamericanas portando carteles que decían: «La desigualdad es el corazón del desencanto social».
El abandono del Estado es una de las expresiones más frecuentes en los testimonios recibidos, tanto de víctimas como de responsables. En 2699 entrevistas realizadas aparece una o varias veces la noción de abandono o ausencia del Estado. Esta, además de ser para muchos una realidad, es un sentimiento profundo, es un reclamo, la ausencia del padre. Se sienten desconocidos, invalidados, que no cuentan para el Estado. Como lo nombra un comandante de un grupo posdesmovilización al hablar de razones para su ingreso y permanencia en la guerra:
«Como pretender negar, en mi concepto, el abandono. Yo digo que el abandono de Estado yo lo siento como la falta del padre, como un padre que nos acoja ni que nos ayude a poner orden. Es una cosa como que está más acá que en la racionalidad política, es que es como yo no hago parte de nada, es como cuando usted no tiene familia, usted no viene siendo como nada ni tiene un anclaje porque no es parte de un... [...] El líder... pues el líder del país es el gobierno entonces tiene que ser una cosa en general porque en parte van así, es que yo he visto por ahí en partes que llegan en el helicóptero y no lo apagan. Lo tienen ahí prendido y hablaron 2 o 3, 15 minutos, y Bloom, mandan un poco de Ejército entonces la presencia militar no soluciona las cosas».[1137]
Por lo demás, si quien imparte la ley no la cumple, y si quien debe cumplirla no recibe del Estado la protección y las condiciones necesarias para una vida digna, no hay un vínculo posible de corresponsabilidad. La anomia se instala como el camino y el resultado en una democracia incompleta o de baja intensidad. Y la violencia y la ilegalidad se vuelven las herramientas más útiles para el logro de derechos y beneficios.
Al respecto, el comisionado Carlos Beristain dice: «La impunidad es descrita por las víctimas con dolor y como una nueva forma de desprecio por la vida, aumentando el abismo de desconfianza por el propio Estado. La impunidad destruye la posibilidad de reconstruir una relación ética entre la gente, donde la vida y los acuerdos mínimos para cuidarla sean respetados por todos. La mentira y la negación son institucionalizadas y defendidas impidiendo que la historia de las víctimas tenga un carácter público y, por lo tanto, una apropiación de la sociedad sobre sus realidades»[1138].
La guerra debilitó el soporte normativo, acercó el camino de la ilegalidad y la violencia a la vida cotidiana de las comunidades y, sobre todo, destruyó las redes sociales que son el soporte de la vida en comunidad y de la corresponsabilidad que nos hace ciudadanos.
Finalmente, en la reunión propuesta por la Comisión de la Verdad para recoger aportes para el capítulo sobre recomendaciones, Pablo de Greiff enumeró los efectos de este estado de cosas: «Los grados de confianza cívica en Colombia son muy bajos. Lo mismo sucede con los grados de confianza en las instituciones y los índices de solidaridad social. Además, los niveles de intolerancia en Colombia son bastante altos. La gente se considera en riesgo y siente que está invitada permanentemente a tomar una acción defensiva de manera preventiva. Eso alimenta la posibilidad de conflicto, sumado a la capacidad de seguir normas de forma reflexiva, que en Colombia es bastante baja».
Es de esta manera que una serie de antivalores se convierten en rasgos culturales, que se suman a la persistencia del conflicto armado y el narcotráfico, convirtiéndose en sentido común, en una manera natural de llevar la vida y relacionarse. En vez de elevar el valor de la vida en común, estos antivalores destruyen la comunidad, por lo que es necesario nombrarlos y enfrentarlos uno a uno y en sus interconexiones: inequidad, corrupción, ilegalidad, impunidad, desigualdad, desprecio por el Estado y por lo público; mentira institucionalizada, pragmatismo e inmediatismo en los logros económicos; intolerancia, rechazo a la forma reflexiva o al discernimiento. Todos estos elementos deben ser destituidos de la matriz de sentido común para poder vivir en comunidad.
10.11. Los daños culturales que profundizaron las insurgencias, el paramilitarismo y el narcotráfico
Como hemos dicho, la persistencia del conflicto armado interno y la violencia sociopolítica en la historia del país marcó en la sociedad enemistades a muerte, la mayoría por prejuicios, por esa noción del otro distinto que debía eliminarse, y un modo violento de resolución de conflictos en el contexto de un Estado que no termina de hacerse cargo de sus labores fundamentales y una sociedad sin la base de una ética pública y el respeto por la diferencia. Por el contrario, de hecho, fue esa sociedad y el cierre de la democracia los que llevaron al conflicto armado que vivimos desde mediados del siglo XX.
En el contexto que nos compete analizar, es necesario resaltar cómo los grupos armados y las dinámicas mismas de la guerra transformaron la sociedad. La insurgencia normalizó en muchas comunidades el incumplimiento de la ley y el desprecio por el Estado, y acostumbró a muchas de ellas a un orden violento impuesto, y a la restricción de la democracia y el libre albedrío. En algunas regiones, el paramilitarismo y narcotráfico consolidaron órdenes elitistas previos, en otras los alteró radicalmente, y en otras -con estructuras sociales menos consolidadas- creó élites y nuevas dinámicas sociopolíticas. En todos los casos, planteó nuevos dilemas a la integración de esos poderes en el régimen político colombiano.
Francisco Gutiérrez Sanín resalta algunos elementos culturales que influyeron en el desarrollo del fenómeno del paramilitarismo. El autor plantea que: «Aunque las élites que lo promovieron eran en principio vulnerables, tenían proclividades, tradiciones y recursos extraordinariamente violentos y punitivos para responder a los desafíos que enfrentaban, y esto activó la violencia no solo contra las guerrillas, sino contra otros blancos de la izquierda legal, líderes sociales, defensores de derechos humanos, líderes de partidos tradicionales y otras víctimas de su violencia oportunista»[1139]
- Los actores armados, entonces, no hicieron otra cosa que naturalizar la acción por mano propia, el desprecio por la vida, la captura de poderes y rentas; la vinculación de grandes sectores de población pobre y excluida a la guerra y a los negocios ilegales que la soportan; la vinculación de las élites políticas y económicas a la vida ilegal para el logro de sus objetivos de poder, la ascensión en la escala social vía la acumulación de riqueza adquirida de manera ilegal. También transformaron los valores, las prácticas sociales y políticas que contribuyeron a deslegitimar a una buena parte de los poderes del Estado, especialmente el de la fuerza pública y la justicia, incidiendo en el grave debilitamiento de la ética pública. Los límites morales se corrieron.
Entidades del Estado fueron capturadas o infiltradas por grupos armados e ilegales, transformando sus prácticas. Las administraciones locales fueron cooptadas en muchos territorios. La idea de que el Estado es un botín está naturalizada. La gente en las regiones piensa que es normal que quienes llegan al poder se enriquezcan y hagan alianzas cuestionables. En un afiche de una campaña para la alcaldía de algún municipio de la Mojana decía: «Lucho alcalde, habrá serrucho, pero no será mucho».
Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz, señala que esta «suspensión de la conciencia» es lo que está en las bases que permiten el horror a gran escala en las guerras. Lo que es bueno o malo no depende de la ética, sino de si es útil a los intereses en juego. Ese pragmatismo instrumental sustituye a la ética en las sociedades polarizadas como en el caso de la colombiana, luego de los impactos de la guerra. Pero ese entumecimiento moral no operó solo sobre los ejércitos o actores directos del conflicto armado. Operó, ¡y de qué manera!, sobre sectores de la sociedad que estimularon o aprobaron la violencia armada, corriendo hasta niveles indecibles las fronteras éticas.
Las bonanzas cocaleras en diferentes zonas del país también trajeron esta clase de consecuencias. Los testimonios hablan de cambios en los modos de vida causados por el choque que produjo en las personas pasar de tener un peso a tener miles. Los cambios en los modos de vida están determinados por la necesidad de gastar ese dinero que ingresó a las comunidades de manera exponencial. Un defensor de derechos humanos del Catatumbo lo describió de esta manera: «Desde finales de la década del ochenta, llegó la coca desgraciadamente al Catatumbo. La coca se volvió un cáncer para esa región. Cambió incluso la cultura campesina del Catatumbo. El catatumbero, cuando yo lo conocí, era un campesino tranquilo, apacible. Era un campesino cultivador, noble, que tenía su finquita, sus patios de gallinas, su pancoger. No era un campesino derrochador, ostentador, y llegó la coca y fue transformando esa cultura»[1140].
Como afirma un testimonio citado en un avance del volumen que habla de impactos, afrontamientos y resistencias del Informe Final «la nueva generación, la gente en el territorio, que tiene hasta 30 años por lo menos, es gente que nació en la coca, que no ha conocido otra forma de producción que no sea la coca [...]. Entonces hoy en día todos esos campesinos ya son gente que sale al pueblo a vender su producto, a tomar cerveza. Ya los puteaderos, como llaman allá, están llenos. Incluso ya ese campesino es un campesino que vagabundea, jarta cerveza, compra cadenas de oro, celulares modernos, la moto, y se fue creando una subcultura de la ilegalidad muy impresionante».
Dentro de la cadena económica del narcotráfico es distinta la forma de gasto del dinero entre raspachines, dueños de las fincas y narcotraficantes. Mientras mayor es el poder en el territorio de cada uno de estos actores, mayores las excentricidades. El dinero y la necesidad de gastarlo han interferido así en el modo de vida veredal, sobre todo porque han seguido modelos sociales afincados en el imaginario colectivo que dejó la figura del narcotraficante «capo» de los carteles de Medellín y Cali. Una vida de lujos, trago, mujeres y armas. Un habitante de El Resbalón, Guaviare, lo resumió así: «La plata se malbarató bastantísimo en tragos, mujeres. Cualquier chichipato raspachín pedía cuando salía a esas cantinas cuatro, cinco o seis cajas de cerveza»[1141].
Los impactos de las dinámicas del prohibicionismo sobre las fases del negocio del narcotráfico sobre la vida cotidiana fortalecieron la transformación o dislocación de los valores y, sobre todo, de la ética civil. Desde entonces, el dinero funciona como un detonante de expresiones y comportamientos que a su vez cambian el modo de relacionamiento colectivo. Durante una época, por ejemplo, la identidad en regiones cocaleras del país siguió un modelo basado en la cultura mexicana. Luego, en la década del 2000, los «traquetos» financiaron las fiestas locales e impulsaron los reinados de belleza en las regiones.
Los impactos culturales del narcotráfico terminan por penetrar a casi toda la sociedad que acumula y esconde su riqueza en un acuerdo silencioso. No es extraño entonces que en el país la incidencia del dinero del narcotráfico sobre la economía, que no es ni mucho menos despreciable, no sea un tema suficientemente nombrado y estudiado y frente al cual no haya una propuesta de Estado.
10.12. Las respuestas culturales al conflicto armado interno
A esta tragedia, a este daño cultural producido por el conflicto armado extendido en el tiempo y en la geografía nacional, se han opuesto las comunidades con su coraje para resistir y reexistir en medio de las más difíciles circunstancias. Cabe destacar desde las actitudes individuales ejemplares hasta los más variados y ricos proyectos comunitarios y sociales que han permitido transitar de la conflictividad armada a la convivencia, y del dolor a la reconciliación. Mención específica merece la lucha de las organizaciones de víctimas y de las víctimas mismas, que han convertido su dolor en acción política, y se han constituido en ejemplo nacional por su capacidad de movilización, por el logro de leyes y una nueva institucionalidad; y por su altura moral, que nos enseña caminos para la reconciliación, la paz y el perdón. De todo ello hemos sido testigos en los encuentros de reconocimiento de responsabilidades que ha hecho la Comisión de la Verdad.
Múltiples fuerzas democratizantes han actuado como inhibidores de la continuidad del conflicto armado. Entre ellas se destaca la movilización social y la acción política de la sociedad civil organizada, la cual ha emprendido desde años atrás acciones de resistencia pacífica, promoción de la cultura de los derechos humanos y el respeto por la vida. Además, acciones de memoria colectiva para comprender lo sucedido en el conflicto, apoyo a procesos locales y diferenciales de construcción de paz e iniciativas de defensa y veeduría de los acuerdos de paz. Se destacan también las capacidades de mediación de las organizaciones de mujeres, étnicas y campesinas, de la iglesia; de afrontamiento, agencia y reconstrucción del tejido social, y el fomento de diálogos improbables entre sectores heterogéneos. Estos procesos han dado como resultado pactos locales por la convivencia pacífica entre élites, actores armados, comunidades y organizaciones sociales, de los cuales los acuerdos humanitarios son un buen ejemplo.
En el conflicto armado colombiano los medios han tenido un doble rol. Han sido aliados estratégicos para los procesos de construcción de ciudadanía y denuncia de los horrores y de los factores de persistencia de la guerra, pero en otros casos han estimulado la violencia a través de la estigmatización y del silenciamiento de algunos asuntos. de. Todo esto incide en la cultura, en el modo de relacionarnos.
La cultura es un dispositivo que potencia el vínculo comunitario, el arraigo, la capacidad de defensa de las comunidades y su fortaleza para superar los traumas. A más identidad cultural, si está abierta a otros y tiene arraigo territorial, mayor capacidad de articulación y defensa comunitaria. Incluso en los momentos más duros de la guerra en Colombia, hubo campesinos que se atrevieron a recoger los cuerpos del río Cauca cuando estaba prohibido. Hubo quienes hicieron ceremonias por sus muertos cuando ni siquiera se podían nombrar. Quienes acogieron a las víctimas, a pesar de las amenazas. Por ejemplo, una hermana laurita que intervino por un hombre indígena ante un paramilitar: “No es con usted, hermana», le dijo el armado Y ella le contestó: «Se equivoca, sí es conmigo». Y no se movió hasta que se fueron juntos. La historia reciente de Colombia está llena de actos de tremendo valor, de gente que se atrevió a decir no al mandato de la confrontación y del olvido, y que reafirmó la solidaridad como valor que nos salva.
A esta transformación positiva se suma de manera decidida el Sistema Integral para la Paz, cuyas «narrativas, que han empezado a circular por estas instancias de la justicia, serán un relato cultural de profundas implicaciones, ya sea por sus propios textos de verdad, como por lo que ellos implican a los valores de la sociedad, escribió Germán Rey. En su operación inicial, las tres instituciones (la Comisión de la Verdad, la Jurisdicción Especial para la Paz y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas), ya han empezado a generar modos culturales de representación de la verdad. Todo este acervo cultural acompaña la tarea jurídica, la investigación criminal y la exploración extrajudicial.
Los alabaos, el bullerengue, el punk, el rap y muchos otros ritmos, han dado cuenta por años del sufrimiento de las comunidades en el marco de la guerra, pero también han sido su voz y su soporte para resistir y oponerse a la guerra. En los bailes y festividades las comunidades refirman sus fortalezas y espantan la tristeza. El teatro, el cine, la literatura y la fotografía nos ha permitido conocer la dura realidad de los otros y desatar la empatía que nos hace miembros de una misma comunidad. El arte nos he permitido nombra lo innombrable y hacer visible lo invisible.
10.13. Los dispositivos y discursos de reedición de la cultura que han perpetuado y o permitido superar las causas del conflicto armado: un llamado a la transformación
Ningún cambio cultural se da de la noche a la mañana y sin una conciencia social favorable y proactiva, que actúa a pesar de la desesperanza instalada. Por ello llamamos la atención sobre los principales dispositivos a través de los cuales se crea y recrea la cultura como matriz de sentidos, que tiene una enorme y cotidiana incidencia en la formación de los sujetos y las comunidades, y sobre los que es necesario actuar para llevar a cabo las trasformaciones que son necesarias, así como potenciar los valores o imaginarios que ayudan a construir una sociedad capaz de convivir en paz. Identificamos como principales dispositivos el sistema de educación formal, en todos sus niveles; las narrativas del poder; los medios de comunicación y las redes sociales; las iglesias o comunidades de fe.
10.13.1. El sistema educativo
A pesar de innumerables esfuerzos, ha contribuido a arraigar el imaginario colectivo de una nación blanca, castellana y católica; nociones de clase en las que no logra constituirse la gran riqueza de la nación ni la visión de país que define la Constitución, la de Colombia como una nación pluriétnica y pluricultural. No sobra recordar cuáles son algunos de los principios fundamentales de la Constitución del 91 que tiene que ver con esta reflexión sobre la cultura, y el llamado es a su cumplimiento:
Artículo 1. Colombia es un Estado social de derecho [...] democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general. Artículo 2. Son fines esenciales del Estado: servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación;
[...] y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo. Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares. Artículo 7. El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana.
Por lo tanto, es necesario que se asuma como un imperativo para el logro de la paz y se haga una propuesta integral que dé respuesta al tipo de sujeto y sociedad que es necesario formar para cumplir con el mandato constitucional sobre la base del respeto. También es necesaria la formación de una ética pública y el reconocimiento y valoración de la diversidad cultural y política o ideológica, y la capacidad de deliberación civilizada sobre la diversidad de pedagogías coherentes con la paz y la democracia.
La división del sistema de educación entre privada (excluyente) y pública (pobremente financiada) ahonda las diferencias y distancias culturales. Por lo tanto, dificulta el reconocimiento de la igual dignidad de todos los seres humanos y profundiza la inequidad. La educación como un derecho público debe garantizar el acceso generalizado con calidad a los colombianos, sin distinción.
10.13.2. La narrativa instalada
Esta, difundida por las instancias y sectores de poder, ha perpetuado muchos de los factores que aquí enunciamos como factores de estímulo y persistencia del conflicto armado. El proceso discursivo que se ha instalado en Colombia refuerza creencias y valores sociales con el objetivo de mantener las discriminación y estigmatización de amplios sectores de la población, legitimar y glorificar el uso de la fuerza y las acciones militares. Esto explica fenómenos cardinales del conflicto armado colombiano, como la imposibilidad de reconocer la victimización de millones de conciudadanos, la generación de identidades guerreristas, la reconfiguración de amplios territorios en función de objetivos estratégicos y tácticos de la guerra; la legitimidad social que alcanzaron los grupos armados, el involucramiento de la sociedad civil en acciones bélicas y la inobservancia del principio de distinción, uno de los pilares del derecho internacional humanitario. Para que el proceso discursivo cambie las creencias y valores se requiere que no solamente se infiltre simbólicamente dentro del sentido común (lo cual toma tiempo), sino que tenga poder para controlar el sentido y resignificarlo.
Algo que usualmente sucede desde los actores de poder o los actores armados, pero en este caso la apuesta es que parta de la elevación de niveles de conciencia social y se convierta en un clamor que conduzca a un pacto social renovado sobre la base de una verdadera ética pública.
10.13.3. Los medios de comunicación
La mayoría de ellos de propiedad de sectores de poder con intereses más particulares que comunes, han extendido muchas veces una noción amañada de la realidad, han ocultado otra parte y se han ensañado con otros sectores o poblaciones, produciendo una noción fragmentada e irreal del país. Esta es muy difícil de comprender, especialmente para aquellos sectores con menor capacidad de análisis y para aquellos incapaces de escuchar otras posiciones, otras verdades. Por años, la narrativa de muchos medios se ha construido sobre la base de epítetos, más que sobre explicaciones exhaustivas. Los medios que han procurado independencia e imparcialidad, que han formado a la ciudadanía con información objetiva y profunda, han estado sometidos a la presión de la financiación o han sido estigmatizados. Sus directores y periodistas han sido asesinados, como el caso de Guillermo Cano, director del periódico El Espectador.
Las redes sociales, si bien llegaron para democratizar la información, exigen una ciudadanía formada, capaz de distinguir lo que es verdadero, bueno y conviene a todos, de los intereses y discursos que buscan beneficios particulares o, lo que es peor, destruir valores, personas y colectivos. Este reto, el de formar una sociedad con capacidad de análisis, también lo debe asumir el sistema educativo.
La Comisión trabaja en un mundo donde lo digital y las redes sociales se han convertido en potentes mecanismos para difundir información. Pero también en un tiempo de esa posverdad donde no solo se difunden informaciones distorsionadas de forma masiva. Un tiempo que muestra que la verdad y el bien común realmente importan.
10.13.4. Las iglesias y comunidades de fe
Por años han tenido un lugar dual en la configuración de los patrones culturales, que se radicalizan de un lado o del otro según los gobiernos de turno, los vaivenes de las directrices de las iglesias en al ámbito mundial y las ambiciones de poder de sus dirigentes. Unas veces han estado del lado de la compasión, de los pobres, de la búsqueda de la integración social y de la convivencia pacífica, y otras veces del lado de los poderes, de los privilegios y, sobre todo, de la restricción de las libertades individuales, siendo muy determinante su papel en la estigmatización del otro que no comparte su credo, que no actúa bajo su norma.
Por ello, la mayoría de las recomendaciones están pensadas para la transformación de una cultura que nos permita vivir armónicamente y en comunidad, para refundar las bases de la democracia. Estas van dirigidas a estos sistemas de creencia por su poder transformador, por su presencia en toda la sociedad y en todo el territorio nacional, y porque son también sectores de poder.
10.14. Un llamado a la transformación
Será necesario fundar una ética pública, una ética laica, compartida por al menos una inmensa mayoría, que reconozca la igual dignidad de todos los seres humanos. Esto acompañado de una democracia que garantice el acceso pleno a los derechos de todas y todos los ciudadanos sin distinción de raza, etnia, género, religión, clase social e ideología política. Solo sobre la base de este cambio, sustantivo y seguramente lento, podrá fundarse una sociedad en la que el respeto y la justicia sean el eje del desarrollo y de la vida.
Al proponer la construcción colectiva de una ética pública, válida para todos los colombianos y colombianas, la Comisión invita a las distintas fundamentaciones éticas para que, desde sus fundamentos -los derechos humanos, el evangelio, las tradiciones indígenas, la seriedad humana de los ateos, la moral ecológica- todas y todos contribuyan a dar soporte al conjunto mínimo los valores que nos permitan vivir como comunidad nacional y trasladar esta identidad a las generaciones futuras.
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11. LOS PROCESOS DE RECONOCIMIENTO DE RESPONSABILIDADES
Este proceso que están haciendo con la Comisión es una opción de enviar un mensaje de que aquí todos hemos sufrido, no solamente las víctimas de las FARC, han sufrido las víctimas del paramilitarismo y del Estado. Unos hemos tenido más suerte porque no hemos puesto sangre o no nos han matado, hemos tenido esa suerte, pero hemos sufrido. El sufrimiento lo tenemos que honrar y lo tenemos que canalizar. Honrar por lo que tiene de verdad que duele, de herida que solo así puede cicatrizar. Canalizar porque hay que hacer algo con la rabia y el dolor, algo que sirva, que exprese, que construya[1142].
Que en Colombia se haya optado por incluir un enfoque restaurativo al modelo de justicia transicional que diseñó el Acuerdo de Paz, abre oportunidades para la convivencia y la (re)conciliación. El objetivo de la justicia transicional es abrir un escenario de excepción para afrontar los crímenes de guerra y de lesa humanidad que se han dado en Colombia, buscando una ruta que ponga el énfasis en la reparación y la reconstrucción de las relaciones fracturadas por la guerra y la violencia.
El conflicto armado colombiano, ha sido una guerra fratricida que ha roto relaciones y confianzas, que ha enfrentado amigos, vecinos y hasta a familiares; el castigo en sí mismo resulta satisfactorio entendido como que quien ha hecho daño “reciba su merecido”, como una forma de satisfacción, “que sufra al menos un poco”, pero también en clave de una sanción que muestre que eso es intolerable, y que la justicia y el derecho deben responder a las víctimas y a la reconstrucción de la confianza y los lazos sociales rotos por el conflicto armado y la impunidad.
La justicia restaurativa creada en el marco del Acuerdo de paz, pone el énfasis en las penas para los responsables, orientadas a la reparación a las víctimas y la sociedad. La Comisión desde su mandato extrajudicial, realizó numerosos encuentros que tratan de ayudar a responder y facilitar una conversación de las comunidades y el país sobre cuestiones como ¿Qué pasa con todos los efectos nocivos que han quedado en las víctimas y en la sociedad? ¿Qué pasa con los lazos rotos, las enemistades, el rencor y el dolor entre personas que deben seguir conviviendo, que deben dar pasos para continuar a pesar de todo lo sucedido? ¿Dónde queda la posibilidad de reintegración a la vida social de los responsables? Ese es el espacio donde la complementariedad de la justicia punitiva y restaurativa abre oportunidades para conocer la verdad en la propia voz de los responsables y cerrar las heridas, rescatar la humanidad de quienes se vieron envueltos en la violencia con especial interés en atender las necesidades de las víctimas, pero brindando la oportunidad a los responsables de reconocer sus responsabilidades y emprender acciones para reparar a las víctimas logren también hacer un examen crítico del pasado, un compromiso en la prevención y un proceso de enfrentar la deshumanización que llevó al horror y sanarse a sí mismos y tengan una nueva oportunidad para integrarse a la sociedad y reinventarse como sujetos y ciudadanos comprometidos con la verdad, la reparación y la no-repetición.
Los Reconocimientos han abierto espacios para que víctimas y responsables se reconozcan y sanen sus heridas; pero también han brindado a la sociedad la oportunidad para que reconozca los horrores de la guerra, supere visiones sesgadas o parciales y genere un punto de partida para que la paz se vaya instaurando entre colombianos y colombianas superando los estragos de la guerra. La Comisión considera que esta justicia, que pone el énfasis en la restauración, sea parte del futuro que Colombia tiene por delante.
La Comisión de la Verdad ha promovido distintos espacios de encuentro entre víctimas y responsables. Mientras estos han reconocido hechos, las víctimas han resaltado su dignidad. Con los procesos de reconocimiento de responsabilidades se ha realizado un examen crítico del pasado desde el propósito activado por la Comisión: tener una conversación nacional que permita ampliar las comprensiones de lo ocurrido y avanzar en el camino de la transformación. Estos diálogos se han dado en condiciones adversas, en un contexto en el que la violencia todavía no es parte del pasado y donde la polarización social sigue activa, haciendo difícil hablar de lo sucedido, especialmente entre quienes piensan diferente desde la política. Sin embargo, son diálogos que abren caminos para quebrar el silencio y contribuyen a sanar las heridas del conflicto armado y evitar su continuidad.
Estos diálogos implicaron para las víctimas reconectarse con sus experiencias de dolor, pero también con sus memorias de lucha y resistencia. La Comisión hizo un cuidadoso acompañamiento del antes, durante y después de cada uno de los procesos, lo cual facilitó las condiciones para que la participación de las personas redundara en experiencias significativas. Los resultados no estaban predeterminados, pero cuando empezaron a darse los diálogos preparatorios, se exploraron opciones y mejoraron las expectativas, se constató desde los sentires y sentidos de los diferentes participantes que los reconocimientos son promoción de diálogo desde la dignidad humana. Quienes participaron lo hicieron de forma valiente y voluntaria. Con dudas iniciales de sus resultados o de cómo iban a sentirse, pero con la convicción de aportar a la reconstrucción de la convivencia y de la paz.
Si bien la centralidad en las víctimas fue el principio fundamental de la realización de los procesos de reconocimiento de responsabilidades, también fue relevante profundizar en lo que implicó para los responsables: conocer sus impresiones, admitir sus necesidades, sus expectativas y, sobre todo, sus miedos. Toda conversación pública supone develar algo oculto, o que se ha justificado o negado socialmente, o se ha dejado para los suyos. El diálogo con las víctimas y el reconocimiento de los responsables ante ellas es una experiencia estresante para las dos partes, pero también, realizado de forma cuidadosa, voluntaria y atendiendo distintas expectativas, un potente agente de cambio y de transformación.
La Comisión, en calidad de testigo e interlocutor comprensivo, propició escenarios para que los responsables reconocieran lo sucedido, explicaran qué lo hizo posible, las injusticias cometidas, lo que jamás debió suceder y los compromisos en la prevención. Para las víctimas y sobrevivientes, la vivencia ha supuesto escenarios de tensión, ambivalencia emocional y dificultades por lo que supone ver y oír al otro, evaluar su veracidad, escuchar y a la vez protegerse, mientras se dejan tocar por una experiencia única que ellas mismas hicieron posible. Para muchas de ellas, la expectativa era tener respuestas a las preguntas que los acompañan y que se resumen en una: ¿por qué? Si bien cada uno de estos procesos ha sido único, como también lo son las personas que han participado o las circunstancias en que se dieron, también permiten juntar pedazos de muchas historias y memorias fragmentadas, con las que han convivido durante décadas.
Las heridas que deja el conflicto armado en Colombia necesitan ser elaboradas en un escenario de reconocimiento social. Hace falta abrir los diálogos desde la condición humana sobre lo intolerable, lo que no se quiere vivir y experimentar nuevamente. Es una invitación a reconocer el dolor y la profunda injusticia en la que las víctimas pagaron el mayor costo. También romper la narrativa dual de buenos y malos impuesta por el conflicto armado, con la exclusión social y la impunidad que han llevado a ello. Más allá de los hechos, la Comisión y quienes han participado de estos procesos trabajan con la convicción de que, si bien el dolor no puede compartirse, del esfuerzo por la sensibilidad nace algo nuevo, una forma de resistencia frente al horror vivido. Los procesos de reconocimiento hablan de una humanidad compartida, que Colombia ha olvidado en su trágico recorrido por la exclusión, el miedo, la guerra y los odios y rencores que vienen con ella. Constituyen ejemplos de construcción de nuevas formas éticas de relacionamiento, basadas en el respeto y la convicción de nunca volver a permitir que la vida y la dignidad de las personas sean pisoteadas.
11.1. Los escenarios de un diálogo compartido
Uno de los impactos sociales causados por la prolongada guerra en Colombia ha sido el miedo y la desconfianza frente al otro, con el que se tienen diferencias políticas o sociales, frente a quienes se despliega el poder de las armas o el dinero, frente a guerrillas o paramilitares, frente al Estado y su participación en la guerra o porque no protegió a las víctimas. Hay además una dimensión de irreparabilidad y de falta de sentido. Con todo lo sucedido, ante la impunidad de los hechos, con diferentes visiones sobre las responsabilidades, la pregunta fue inevitable: ¿para qué un espacio de diálogo social? Y ese diálogo, ¿en qué puede ayudar a cambiar la situación?, ¿para qué va a servir? Esas fueron las preguntas iniciales que se plantearon en los momentos preliminares de los primeros acercamientos hacia los procesos de reconocimiento de responsabilidades.
Cuando la Comisión empezó a dar los primeros pasos para cumplir con ese componente de su mandato, se topó con la incredulidad de quienes podrían llegar a participar. A la falta de un ambiente favorable para poner en marcha este delicado proceso de escucha colectiva, se sumó la insensibilidad y la rigidez política que siguen dominando a buena parte de la sociedad colombiana. Para poder hacer un aporte significativo a la construcción de la paz, la verdad no puede ser solo una confirmación del horror vivido, sino también un reconocimiento que suponga una sanción social, jurídica y moral sobre lo sucedido.
A partir de esta premisa, la Comisión avanzó con las víctimas de las diferentes regiones de Colombia y en el exilio en un proceso tanto de escucha y como de reconocimiento de responsabilidad que demostraron su eficacia. El valor y a la vez la dificultad que se sintieron en muchos de esos procesos fue escuchar testimonios desde el Estado, que también ha sido parte de la guerra y del sufrimiento vivido. Al mismo tiempo, el desafío para la Comisión fue construir institucionalidad cercana y respetuosa con las víctimas y acercar a los responsables para agregar su comprensión profunda de la guerra y sus esfuerzos por salir de ella. El diseño del sistema de verdad, justicia y reparación, ahora Sistema Integral de Paz, del Acuerdo de Paz, ayudó también a que los procesos de reconocimiento fueran posibles.
En la mayor parte de los países, los responsables de graves violaciones de derechos humanos o infracciones al derecho internacional humanitario (DIH) tratan de mantenerse lejos de confrontar responsabilidades. Se amparan en la impunidad o eluden la justicia. No se ponen frente a las víctimas para dar cuenta de lo sucedido. En tal sentido, es significativa la contribución de quienes lo hicieron para Colombia, otros países y el mundo. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) creó un marco jurídico para que los responsables puedan reconocer hechos y contribuir a su esclarecimiento a cambio de beneficios y penas restaurativas. Por parte de la Comisión, los escenarios de reconocimiento y de diálogo no tienen contrapartida judicial, pero contribuyen a la reconstrucción de la convivencia. A pesar de los obstáculos para hacer frente al dolor y el sufrimiento en un escenario político incierto y a veces negativo, la Comisión pudo propiciar muchos de esos espacios gracias a la generosidad de las víctimas y al compromiso de numerosos responsables con la verdad.
Lo que queda de este camino iniciado es un largo proceso que requiere continuidad a través de instituciones como la JEP y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD). También con el conjunto de la institucionalidad que pueda crearse para las necesarias transformaciones que Colombia requiere. Lo primordial es dejar atrás la violencia y la exclusión social, y activar los procesos sociales de participación, con los que Colombia tiene una experiencia muy significativa, todo lo cual constituye el punto de partida de diálogo nacional que amerita tenerse en cuenta.
11.2. Complejidad y alcance de los procesos de reconocimiento
11.2.1. Para conocer, escuchar y comprender los impactos del conflicto armado es necesario activar una conversación nacional
Los reconocimientos de responsabilidad suponen oportunidades para develar verdades que muchas veces permanecen ocultas, espacios para preguntar y escuchar, para tratar de entender por qué y, a la vez, aportar experiencias desde diversos lados del conflicto armado y de sus protagonistas. No es un diálogo fácil. El solo hecho de permanecer en un mismo lugar víctimas y responsables, o de que puedan compartir un escenario social para hablar de lo sucedido, representan una experiencia única e insólita. También una experiencia estresante. Para las víctimas, por estar cerca de los responsables de los hechos, que tal vez no fueron directamente sufridos por ellas, pero esas personas sí formaron parte de los grupos armados o instituciones que les agredieron. Y para los responsables, porque situarse frente a las víctimas es, sin duda, su mayor miedo, por no saber qué decir o hacer, a la vez que el deseo de contribuir a reconocer los daños causados plantea una especie de desnudez del aparataje de la guerra para enfrentar los efectos del sufrimiento producido, con evidencias de cómo la obediencia debida, la división de tareas, el entrenamiento, la ideología o los estereotipos del enemigo ayudaron a incentivar la violencia.
Los reconocimientos de responsabilidad son espacios para generar confianza y explorar particularidades que para las víctimas tienen sentido y seguramente otro valor para los responsables. Son un escenario de incertidumbre, dilemas éticos, miedos, culpas o vergüenzas, pero también de posibilidades de cambiar el rumbo de la historia. Trabajar con las víctimas y responsables en torno al sufrimiento humano escapa a la búsqueda de resultados frecuente en muchas de las acciones promovidas por las instituciones del Estado. Una institucionalidad que se haga cargo de los reconocimientos de responsabilidad parte de incorporar las múltiples dimensiones que comprometen la dignidad humana en un contexto de guerra: las emociones e identidades, las comprensiones y valoraciones, las conductas y las actitudes.
En este sentido, los procesos de reconocimiento de responsabilidades, con las víctimas situadas en el centro del derrotero ético y social de una democracia enfocada hacia la paz, constituyen un ejercicio de innovación para sumar aprendizajes y experiencias previas en el marco del proceso de paz o de los tribunales de Justicia y Paz tras la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Representan eslabones de transición hacia la comprensión de lo ocurrido. Un escenario en el que víctimas y responsables son reconocidos, no solo desde el lugar que tuvieron en la guerra, sino también como agentes de transformación. Escuchar genuinamente por encima de las formalidades burocráticas y dejar de lado el cumplimiento de metas e indicadores preestablecidos hace que sean posibles y eficaces los escenarios de diálogo entre diversas experiencias, con voces dispuestas a ser comprendidas o arropadas por el deseo colectivo de transformación que requerimos como país.
Por eso, la Comisión generó condiciones para el reconocimiento a las víctimas y después para un diálogo con los responsables, a pesar del contexto de violencia y polarización que persiste en algunos territorios. Esos reconocimientos han girado en torno a hechos y formas de victimización históricamente silenciados en la narrativa del conflicto. La violencia sexual, el reclutamiento de menores, las mujeres buscadoras de sus familiares desaparecidos, el movimiento campesino o los pueblos étnicos y el exilio invisible, que muestran formas de violencia o poblaciones afectadas, con profundas heridas y cicatrices en el tejido social colombiano. Se trata de realidades subterráneas a la luz de la verdad, porque muchas veces fueron negadas o justificadas por los actores de la guerra, o subsumidas por las agendas mediáticas y la polarización política, hasta negar la existencia del conflicto armado o la dignidad de las víctimas. Tanto responsables como víctimas admiten que la barbarie sí ocurrió, que ocasionó profundas lesiones en personas, familias o comunidades, y que la reconstrucción no puede hacerse sobre la base de la mentira o del miedo.
Así, los reconocimientos de responsabilidad, además de involucrar factores diversos como el contexto de las violencias que persisten y avanzar en el esclarecimiento de los hechos sucedidos o en la evidencia de la población victimizada, están planteados para asumir hechos y sus consecuencias por parte de los actores responsables. La combinación de estos factores hace que cada proceso sea singular, es decir, que no se puedan reducir a procedimientos estándar, ni equiparar ni extrapolar, incluso a contextos similares. De una adecuada composición de esos factores depende su resultado y alcances. Dado el número de víctimas y la profundidad del sufrimiento que vivió cada una de ellas, así como la persistencia de la violencia asociada a la conflictividad, no cabe duda de que, en el horizonte de trabajo de los procesos de reconocimiento, la tarea apenas comienza. Saber que el cierre colectivo de las heridas que deja la guerra es cuestión de generaciones, en un contexto de seguridad y prevención de nuevas violaciones de derechos humanos, determina que los procesos de reconocimiento cuenten con la receptividad que sus protagonistas esperan de la sociedad.
Aunque el marco de la Comisión ofreció condiciones para iniciar ese encuentro entre las víctimas y los victimarios, la concurrencia de los responsables resultó ciertamente limitada. La continuidad del conflicto armado a través de diversos actores y la negativa a una implementación eficaz y comprometida del Acuerdo de Paz con las FARC-EP han condicionado el escenario político, social y comunitario en el que estos procesos de reconocimiento de responsabilidades se han dado. Entre los factores que limitan la participación de los responsables está el miedo ante las posibles retaliaciones por parte de otros responsables y de terceros que permanecen ocultos y que se resisten a que sus conductas y responsabilidad sean develadas. Esto se constata con una evidencia: miembros de la fuerza pública que han reconocido responsabilidades y que han señalado presiones y temor por sus vidas debieron recurrir a esquemas de seguridad. También hay un gran número de excombatientes de las AUC y de firmantes del Acuerdo de Paz de las FARC-EP que han sido asesinados desde su proceso de desmovilización.
En el caso de los pueblos étnicos, entender los reconocimientos puede hacer parte de sus luchas históricas, en una perspectiva de reivindicación de derechos colectivos, profundizando en cómo se integran a sus demandas históricas de dignidad frente al racismo y la exclusión, además de la guerra sufrida. Dada su naturaleza colectiva, organizada en cabildos y otras formas de gobierno indígena, así como en consejos comunitarios propios de los pueblos afrodescendientes, los reconocimientos se orientan desde su propia cosmovisión y criterios, desde su relación con los territorios, a través de una metodología contra el racismo y otras formas de discriminación y deshumanización. En otras palabras, pasa por la necesidad de considerar la dimensión del derecho y de la justicia restaurativa. Este último es un aspecto que emerge como particular en el reconocimiento de los pueblos étnicos y que exige de los responsables el reconocimiento de que han cometido violaciones contra otros que han reforzado expresiones colectivas e históricas de opresión, exclusión y discriminación.
Por otra parte, debido al abandono histórico, a la negación y a la misma violación de derechos por parte del Estado, los reconocimientos de responsabilidad, en el contexto de los pueblos étnicos, han sido esfuerzos de restitución de la confianza perdida frente a las instituciones. Son pueblos y comunidades que se resisten a ser instrumentalizados. Su participación, más allá de un requisito consignado en un decreto o en el Acuerdo, debe tener una consecuencia en las condiciones de no repetición de la violencia histórica padecida.
Los miembros de la fuerza pública que han participado en procesos de reconocimiento asumieron responsabilidad individual pero no institucional. En pocas palabras, que las prácticas obedecieron a decisiones personales, justificando con ello la versión de las «manzanas podridas». Sin embargo, persiste también una autocrítica que cuestiona la doctrina militar y, sobre todo, las prácticas «no formales» de violencia contra los derechos humanos. Para este grupo de responsables, reconocer responsabilidades supone asumir un quiebre con la institucionalidad que lo cobijaba. Muchos expresan sentimientos de soledad, de sensación de abandono de la institución en sus procesos de defensa, de asumir el peso de la responsabilidad desde el escarnio público. El deshonor sobre ellos y no sobre la institucionalidad que los ampara, la traición a la ética de la institución. No obstante, para la Comisión y las víctimas, el mérito de los reconocimientos es que son una forma de rehumanización de los responsables y muestran el valor de enfrentarlos a su negacionismo, a la existencia de las ejecuciones extrajudiciales o las relaciones con el paramilitarismo.
En cuanto a los exmiembros de las FARC-EP, los reconocimientos de responsabilidad han supuesto reconocer las consecuencias de sus acciones y cuestionar su supuesta legitimidad, su falta de visión y consideración con las víctimas, su rigidez ideológica. Más aún frente a las comunidades de las que surgieron o ante las cuales reconocieron directamente los hechos.
Mirar a los ojos a las víctimas, escuchar su dolor y sus reclamos, confrontarse con cosas que nunca se vieron, afrontar los dilemas éticos de su propia responsabilidad y asumir el desafío de hacer con todo ello una contribución efectiva a la paz, son aspectos clave que dan sentido a los procesos de reconocimiento de responsabilidades. Escuchar lo que no se ha querido oír, o reconocer lo que se ha tratado de obviar, forman parte del diálogo difícil que se ha mostrado como intratable durante décadas, pero que constituye el paso franco y sincero para sembrar las semillas de un país en paz.
11.3. La verdad que emerge de los procesos de reconocimiento
11.3.1. El valor de la autenticidad
Para algunas víctimas, no fue la primera vez que escucharon versiones de los responsables. Algunas tuvieron la oportunidad de escuchar a exparamilitares en audiencias como las de la Ley de Justicia y Paz, en las que el reconocimiento estuvo asociado a una búsqueda de perdón público en el marco de medidas de reparación simbólica dentro de procesos judiciales. En ese momento escucharon verdades crudas y duras, para las que hubo muy poca o nula preparación, razón por la que, en muchas ocasiones, en el marco de actuación de la Comisión, el sentido para las víctimas nacía de la posibilidad de escuchar algo distinto que les permitiera encontrar tranquilidad y alivio, o tal vez escuchar desde otra actitud y un nuevo momento. Así lo expresó una familiar de una víctima, participante del reconocimiento de responsabilidades por parte de las FARC-EP en San Adolfo, Huila:
«Mi corazón está más tranquilo, no por las respuestas que nos dieron, porque sigo siendo enfática, no era lo que nosotros esperábamos, porque en resumen a todos nos dijeron que fue un error y eso nosotros lo teníamos claro. Sí considero que las manifestaciones que tuvieron en este acto es que fueron más sentidas, que fue más de corazón, más de adentro y de seres humanos»[1143].
La aceptación de la verdad requiere autenticidad, el signo más tangible de voluntad y además el más valorado por las víctimas. Es importante porque para los responsables, especialmente para los exmiembros de las AUC, el hecho de repetir una y otra vez su testimonio en diferentes escenarios judiciales y no judiciales corre el riesgo de convertirse en un formato predeterminado, con efecto negativo sobre las víctimas y el propio reconocimiento de responsabilidad. Para favorecer procesos reales y no formales, la Comisión evaluó condiciones y expectativas, disposición y motivaciones, pero también la opción de propiciar espacios privados en los que el componente de exposición pública o lo que pudiera expresarse quedó protegido en un marco de confidencialidad que permite superar miedos e incertidumbres. Por eso, es importante la diferencia entre una declaración judicial y el diálogo con las víctimas en espacios privados o públicos para responder a expectativas concretas.
Otro aspecto que determina sensiblemente el reconocimiento por parte de los responsables es la manera en que el proceso incide en su identidad política pasada, presente y futura. En lo privado hay mayor garantía de autenticidad que en los escenarios públicos, aunque en estos se juega la posibilidad de ocupar espacios sociales con verdades que han sido negadas. Además, en los espacios públicos se expone una imagen, una posición en la sociedad, unas identidades. En ese contexto, las expresiones de verdad sobre lo realizado pueden ser vistas como amenazas.
Por otra parte, se ha constatado la diferencia narrativa entre los excombatientes rasos y los altos mandos. En general, los primeros tienden a profundizar más en los hechos en la forma como sucedieron, lo que contribuye en gran medida a la expectativa de esclarecimiento y reconocimiento que tienen las víctimas. En el caso de los altos mandos, la tendencia es a centrarse en las lecturas políticas y las explicaciones, y menos en los hechos y en sus consecuencias. Dejarse tocar por la experiencia de las víctimas y hablar de sí mismos y no solo de las órdenes o ideologías, muestran una autenticidad que ha sido valorada por las víctimas, frente a discursos políticos que son vistos muchas veces no como formas de explicación de lo sucedido, sino de autojustificación.
11.3.2. Reconocimiento y buen nombre
El reconocimiento público para las víctimas contribuye a la disminución del sufrimiento ocasionado por la estigmatización que durante años cargaron al haber sido señalados de ser parte o colaborar con el grupo armado opuesto, y al tiempo a restituir o limpiar el buen nombre de los familiares asesinados o desaparecidos por esa causa. Una mujer campesina del Cauca narró así la forma como su hija y un compañero de ella fueron señalados después de haber sido asesinados:
«Le colocaron esa manta verde que usa el Ejército, ese camuflado verde, y a mi hija le colocaron una granada en la mano y a Manuel también le colocaron un revólver, y los fotografiaron y pasaron el titular “Guerrilleros abatidos en combate”, eso dice el Diario del Huila, espero que ellos algún día rectifiquen»[1144].
Igualmente, una mujer madre de una víctima de las FARC-EP, en el municipio de Palestina, Huila, expresó su deseo de que con estos procesos de reconocimiento se pueda limpiar el nombre de su hijo acusado de ser informante del Ejército.
«Mi hijo no era un informante y quiero decirlo públicamente. El día que se lo llevaron yo no estaba en la casa, me había ido de viaje a hacer una vuelta para los papeles de una hija que iba a entrar a estudiar. Siempre supe que ese señor [su exmarido], estaba detrás de esto, ese señor fue maltratador, malo, pero quiero que se limpie el nombre de mi hijo y que se sepa que no era ningún informante»[1145].
Si bien los encuentros privados han proporcionado muchas veces contextos protegidos para poder encontrarse, el hecho de que las declaraciones y reconocimientos sean públicos se asocia a la reivindicación de una identidad positiva y de buen nombre de las víctimas. Hay que considerar que los hechos tuvieron un carácter social y político, y que la reparación debe tenerlo también. De igual manera, algunos responsables valoran que la importancia de los reconocimientos radica en resarcir el buen nombre de las víctimas y comunidades que han sido sometidas a la estigmatización, no solo de los actores armados, sino también por parte de sectores de la sociedad que les endilgan parte de la responsabilidad por habitar un territorio en particular, pertenecer a determinada etnia o tener una participación en liderazgos políticos u organizaciones sociales. En tal sentido, reconocer públicamente la responsabilidad posee un efecto liberador frente al estigma.
11.3.3. Ponerle rostro a la verdad
En el caso de las víctimas, su participación en los reconocimientos de responsabilidad se encuentra vinculada a la necesidad imperiosa de saber la verdad o de esclarecer hechos que durante muchos años han sido silenciados, o se entiende como un acto de validación de una verdad que han conocido desde siempre y a la que ahora le pueden poner voz y rostro a través del encuentro con los responsables y, en el caso público, frente a la sociedad. Escuchar la verdad por parte de los responsables de los hechos de violencia que tanto daño les han causado resulta una tarea compleja porque implica revivir el dolor, la tristeza, la frustración, la impotencia que han sobrellevado por tantos años. Pero, entre la ambivalencia del dolor y el balance de lo que pueda surgir de los procesos de reconocimiento de responsabilidades, se concreta la posibilidad de empezar a resignificar la historia o de tener nuevas informaciones que ayuden a completarla, y, por lo tanto, guardar la esperanza de asimilar mejor.
Los responsables de las FARC-EP y del Ejército Nacional, en el transcurso del desarrollo de los reconocimientos, han identificado lo importante que resulta aportar verdad para aliviar, hacer algo frente a lo irreparable de lo vivido, como lo manifiesta una participante firmante del Acuerdo de Paz en el reconocimiento de responsabilidades por parte de FARC-EP en Palestina, Huila.
«Mientras no haya una verdad efectiva, no hay tampoco reparación, o sea, poder reparar a las víctimas a través de la verdad. Uno queda marcado, ver a la familia, sus hermanos, padres, uno ve la emoción, el dolor, sus gestos. Queda marcada en la sensibilidad, porque percibir el dolor que ha afectado a las familias la hace a una más sensible, empática. Uno en armas no percibía ese dolor, pero ahora hemos sabido comprender el dolor»[1146].
11.4. Emocionalidad que dispone para el reconocimiento
11.4.1. Entre la motivación, el miedo y el cuestionamiento
La motivación entre los responsables los enfrenta al miedo de exponerse a las víctimas y al público, porque se ven cuestionados por la dimensión de sus actos, o porque les interpela su propia humanidad. Porque terminan reconociendo, comprendiendo y aceptando las consecuencias de lo que hicieron. El miedo, en muchas ocasiones, puede presentarse desde lugares distintos. Por un lado, alejado del arrepentimiento, se teme más por «lo que voy a recibir, lo que me van a decir o cómo me voy a sentir»; es decir, se centra más en el yo. En contraposición, los declarantes pueden experimentar miedo a la vergüenza o a la culpa que confrontan su propia identidad y su sentido de responsabilidad. En muchas ocasiones, los propios responsables han señalado que ante lo sucedido se justifica cualquier tipo de reacción por parte de las víctimas. Es decir, es un miedo centrado en el otro. Así lo manifestó una excombatiente de las FARC-EP en una entrevista de reflexión y evaluación posterior a los reconocimientos donde participó:
«Yo me sentía con una responsabilidad muy grande en mis hombros, sentía que yo tenía que utilizar las mejores palabras para no revictimizar a las víctimas, para no causarles más dolor, sentí miedo también de no usar de pronto las mejores palabras»[1147].
11.4.2. Vergüenza reintegrativa
Entre los responsables miembros del Ejército Nacional, como lo constató la Comisión, se evidencia vergüenza y sentimientos de arrepentimiento. En principio, con sus familiares y con ellos mismos, porque se enfrentan a la disyuntiva de mantener la negación de lo sucedido y tratar de sostener el arquetipo de héroe que media en la construcción de la identidad en la formación militar o aceptar lo que terminaron siendo al asumir la responsabilidad de sus acciones como crímenes de guerra. El valor en estos casos no es el ocultamiento, sino el reconocimiento de responsabilidad que desploma el andamiaje sobre el que se habían edificado valores como el honor, el coraje, la disciplina y el servicio, recobrados ahora como personas en procesos de reconstrucción.
«Con esto pude soltar una carga, yo fallé por acción y omisión, como estábamos metidos en un sistema que nos obligaba a actuar como se imponía, pero en el fondo había cosas con las que uno no se sentía bien. Desligarse de lo militar ha sido difícil. El día que me detuvieron era mi ascenso, yo no me imaginaba nunca que iba a ir a la cárcel. Se me acabó mi perspectiva de vida»[1148].
Las víctimas rechazan con vehemencia los actos cometidos y algunas transitan o avanzan hacia el reconocimiento de la humanidad del responsable, a una imagen más flexible y real. En un intento de humanización, las víctimas pasan por repudiar los hechos y lo que los hizo posible, incluyendo la responsabilidad individual, seguida de gestos de aceptación del responsable y comprensión de lo que les ha ocurrido a nivel personal y familiar, a propósito de su contribución a la verdad. Si bien estos procesos se han dado en numerosas ocasiones, no suponen el horizonte de lo que se pide a las víctimas o en torno a lo cual se evalúa el sentido del reconocimiento.
Los responsables han pasado por situaciones críticas que los han llevado a cuestionar su participación y a ubicarse en el lugar de aportar a la verdad. La exposición a la respuesta de la justicia ha sido en general un factor de apertura y de crisis saludable para el reconocimiento. También un fuerte contraste con procesos penales en los que muchos estuvieron inmersos y en donde predominaron la negación y el ocultamiento. Para los militares también la experiencia de haber estado privados de la libertad les ha permitido avanzar en reflexiones internas para cuestionar los hechos cometidos, su responsabilidad y la dinámica misma de la guerra. Así lo planteó un exmilitar participante en el reconocimiento de ejecuciones extrajudiciales:
«Ya después analizando todo lo que se había hecho, el tiempo que se transcurrió privado de la libertad, tener ese tiempo para reflexionar todos los días, para usted poder decir:
“¡Hombre!, yo por qué me dejé guiar por donde no era, por qué yo me dejé convencer o... me dejé, digamos, enredar en todo esto”, y que yo en algún momento pude haber dicho no. Pero ya, a lo hecho pecho, como se dice, y no queda más sino como hombre, como ser humano y como padre; como hijo, como hermano, tratar de decirle a las personas que les hicimos tanto daño y todo ese terror que se les sembró, decirles: Acá estoy”; no con el ánimo de ofender, sino más con el ánimo de aportar algo que ellos quieren saber y es mi forma de reparar un poquito ese daño»[1149].
En algunos casos, prevalece un sentimiento de rechazo y de rabia hacia sí mismos por lo que hicieron, o en lo que se convirtieron, pero, además, por la confusión y la indignación de haber tenido la opción de actuar diferente y no haberlo hecho. «Nunca supe quiénes eran ni de dónde; solo pienso que pude evitarlo»: estas reflexiones evidencian el contraste de sentirse parte de una institucionalidad o un conflicto armado que iba en contra de sus propias ideas y valores.
«En mi casa siempre nos acostumbraron a hacer las cosas bien, a hacer las cosas como se deben de hacer. Todo tiene un derecho y, una vez, estando detenido hablando con mi mamá me decía eso: “Mijo, si usted tiene la oportunidad de pedir perdón, de resarcir todo el daño que usted alguna vez hizo, eso es muy importante; no solamente para usted sino para nosotros también porque significa que lo que hicimos, lo hicimos bien hecho y es en últimas lo que trato de enseñarle a usted»[1150].
Los procesos familiares han sido determinantes en las actitudes hacia el reconocimiento. Para un responsable, contarle a la familia lo sucedido es probablemente una de las experiencias más difíciles, junto con hablar a las víctimas. Pero, como puede verse en el testimonio anterior, el reconocimiento puede tener un efecto positivo para la familia, porque se desliga así de la responsabilidad de los hechos, así como de su formación o de sus valores. Las reacciones de las familias constituyen un factor de crisis porque interpelan, una vez más, en este caso, sus identidades como militares. Contar la experiencia a la familia ante la cual se habían negado hechos o responsabilidades representa un momento de impacto personal y colectivo.
Hay una separación en su identidad, entre su autorreconocimiento como seres humanos y como militares o guerrilleros (lo que eran) y su autorreconocimiento como responsables de graves crímenes hacia personas inocentes (lo que hicieron). En el caso de los militares también se une la responsabilidad que tenían como servidores públicos y su labor de proteger a la población civil. En el de los exguerrilleros aparece el contraste con la ideología o el sentido que le atribuían a su lucha.
Para los exmiembros de las AUC, también el paso por la cárcel se constituyó en un punto de quiebre, que les permitió reflexionar sobre su experiencia y el costo en sus propias vidas, unido a la necesidad de sentir alivio al contar su verdad desde un lugar y espacio distinto al de las audiencias de Justicia y Paz. Así lo relata un excomandante participante en el reconocimiento de responsabilidades del asesinato de la religiosa Yolanda Cerón en Tumaco en septiembre de 2001:
«Fueron muchas las noches en que traté de evadir el encierro imaginando que producto de mi arrepentimiento y los años pasados en prisión algún día tendría la oportunidad de estar frente a los familiares de las víctimas para aceptar mi responsabilidad por todo el daño que les causé y pedirles perdón, especialmente en la forma que estoy haciéndolo y que me avergüenza. Hoy ante ustedes manifiesto mi sentimiento de vergüenza y dolor y entiendo el repudio que deben sentir conmigo. En mi caso, soy consciente de la deuda eterna que tengo con mi país, con las víctimas, especialmente con los familiares de la hermana Yolanda. Estar frente a las víctimas me hizo entender la dimensión del daño que había ocasionado, porque como lo dijo Íngrid Betancourt pocos días después de recuperar la libertad, el despeñadero de la deshumanización algunas veces no es obvio para el que lo vive»[1151].
La exposición a hechos de violencia, por ejemplo, que en principio resultan ser un factor determinante en muchos casos ante la decisión de ingresar a un grupo armado, pueden influir con la misma fuerza en la capacidad autorreflexiva de los perpetradores al momento de reconocer su responsabilidad, como se describe en el siguiente relato:
«Los oficiales de alto grado vivíamos en una burbujita, una zona de confort buena, donde teníamos la razón; nos fueron inculcando esta forma de ser donde las cosas son como nosotros decimos y somos los mejores. Cuando a ti te sacan de ese camino y te toca enfrentarte a las cosas más duras, entre esas estar privado de la libertad, tuve ocho años para pensar si valió la pena haber estado en la cárcel por una institución y un Gobierno. Todo eso tan difícil te pone a pensar, al primer año no, pero con el tiempo te va doblegando hasta un punto donde reaccionas o reaccionas: ¿yo por qué me tenía que matar con unas personas que al final sufrieron lo mismo que yo sufrí? En el monte sufríamos todos. No podemos echar para atrás el reloj, tenemos que afrontar y salir adelante con lo que ya pasó y lo que viene»[1152].
Un factor de crisis en los militares, que ha permitido avanzar en los reconocimientos, es la aceptación de la fortaleza de la fragilidad. Los militares participantes de los procesos de reconocimiento han transitado en la deconstrucción de las identidades sexistas, mantenidas y fortalecidas por la formación y honor militar, como lo resume este testimonio de un exmilitar responsable de ejecuciones extrajudiciales:
«No, pues allá es berraco y si usted llora, lloré solito por allá, y muchas veces uno llora y muchas veces uno dice no puedo. Pero entonces a mí me enseñaron desde la Escuela Militar que uno no puede doblegarse y no puede mostrar ese lado frágil, porque si usted muestra esa fragilidad se prende para todo mundo y eso era lo que nos decían: “Usted tiene que ser el tipo fuerte que da ejemplo”, pero si usted era el tipo frágil, usted como que contagiaba e instruía, entonces uno muchas veces pasaban muchas cosas y usted batallaba todo el día y usted como a las cuatro de la tarde, usted ya se metía a su cambuche, o uno se metía y lloraba solo»[1153].
Para algunos exmilitares, el cuestionamiento de valores como el honor, la lealtad y el heroísmo han sido un camino que conduce a reflexiones éticas significativas. En principio, el reconocimiento de que la decisión vital de hacer parte de las Fuerzas Armadas está inspirada principalmente en dichos valores, o, en segundo lugar, que el temor a perder o renunciar a los mismos como ejes centrales de su identidad determinó en gran medida la participación en hechos atroces, pasando por alto los cuestionamientos que en su momento se hicieron frente a lo que estaba ocurriendo. Y finalmente darse cuenta que al reconocer responsabilidad se reivindican esos valores dándoles otro lugar.
11.4.3. El poder y sentido de lo simbólico
En los procesos de reconocimiento, los símbolos son medios a través de los cuales se expresan sentimientos y experiencias con un lenguaje en el que reconocerse: el del miedo, el temor y la zozobra en el que han vivido muchas comunidades en las que la violencia armada no cesa, pero también se mantiene el propósito, el sentido. En los encuentros entre responsables y víctimas, no solo el cuerpo y las palabras tienen un lugar central en la experiencia. Lo simbólico cobra sentido cuando las palabras no son suficientes y permiten sacar a quienes participan de los lugares comunes, invitando a la exploración de sí mismos y de los otros, sus vidas, sus trayectos, sus emociones y reivindicaciones, así como a la contribución a crear espacios favorables a dichos procesos. Lo simbólico es una forma de responder a preguntas como: ¿qué nos convoca a estar acá? A ello aportaron los objetos, las figuras, el arte, la escritura, el dibujo y diferentes elementos que se dotaron de nuevos significados en medio del recuerdo doloroso que significó vivir, y en otros casos, hacer la guerra.
Los encuentros entre responsables y víctimas involucran de manera integral al ser, dando un lugar importante al cuerpo y sus emociones. Muchas de las personas participantes somatizan el espacio con dolores de cabeza, náuseas y llanto, siempre presente, dando cuenta de la impotencia, el dolor, la tristeza, el miedo y hasta el odio. En estos ejercicios, muchas veces las palabras no son suficientes para lo que se quiere transmitir y es allí donde lo simbólico cobra sentido, incluso el poder del silencio. También los símbolos han operado en ocasiones como parte de la expresión de esa experiencia colectiva que supone el reconocimiento.
La potencia de los símbolos radica asimismo en la posibilidad de ritualizar un espacio que tiene enormes desafíos, pero también significados para elaborar procesos individuales y colectivos por los que han venido atravesando las víctimas en Colombia. Los símbolos han permitido traer a la memoria, la palabra y el espacio a quienes no se encuentran presentes en lo físico, pero sí en lo afectivo y en lo espiritual, como las personas desaparecidas. Si bien los espacios de reconocimiento no son en sí mismos terapéuticos y pueden aumentar también las emociones como la rabia o la tristeza -normales, por otra parte-, también pueden ayudar como ritos simbólicos donde el recuerdo de los que ya no están es una forma de reivindicación de su identidad positiva.
«Nuestras vidas fueron tomadas como mercancías para ser cambiadas. Honramos la vida de quienes partieron sin pedirlo, pero también de quienes partieron al escogerlo. Aquí se honra la palabra de hombres y mujeres que convencidos de su tarea o no, salimos de la noche oscura. Aquí está su pueblo, profundamente campesino, indígena y popular sentado con las cicatrices, pero dispuesto a liberar. En lo profundo de la manigua, la selva nos protegió y aún nos protege a los territorios ancestrales, hemos pedido permiso para sembrar un guayacán amarillo que sobrevivirá a nuestras vidas y florecerá cuando no estemos presentes y quedará en su memoria oral. Hoy se encuentran en medio de una verdad incompleta, a medias y absurda. En la grandeza de los espíritus que se han forjado desde el dolor, honramos este ritual»[1154].
La ritualidad juega un papel central porque carga de sentido un momento crucial para las víctimas y los responsables y marca el punto de contacto entre el pasado y el presente. Pero la dimensión ritual y simbólica no solo aplica para la «composición» que requiere un acto privado o público, es parte también de todo el proceso de preparación, la ubicación de las personas, el ambiente, la luz, el orden de las intervenciones, aspectos cargados de intención y de efecto en las personas.
«Este es un centro de pensamiento el cual hemos construido para el diálogo y voluntad de todos, ahora voy a colocar cuatro velas, cada una de ellas representa algo, una por la vida de cada uno de los que estamos aquí, otra para la unidad y equidad de cada uno de nosotros, otra para el respeto de cada uno de los que estamos aquí, y otra por todos los que han partido de este mundo. En el símbolo que construimos hay cosas que para nosotros significan mucho, hay elementos importantes que hay en el territorio, dentro de nuestra cosmovisión, representa quiénes somos y para dónde vamos»[1155].
11.5. Un diálogo desde la humanidad para la humanidad
El reconocimiento de responsabilidad es esencialmente un proceso de diálogo sobre la restauración de la dignidad humana violentada. Para muchas víctimas en la búsqueda de la verdad, puede ser determinante la descripción detallada de un hecho o la exposición de las motivaciones y razones de lo sucedido. También hay una pregunta frecuente en las víctimas: ¿por qué a mí? o ¿por qué mi hijo?
El diálogo permite confrontar, escuchar y reconocerse en el presente como personas que han pasado por circunstancias dolorosas, pero necesitan reivindicar la necesidad de poner fin al sufrimiento, una clara afirmación de la posibilidad de construir una realidad diferente, sin guerra. Muchas de las víctimas y responsables que han participado en estos procesos de reconocimiento de responsabilidad señalan la importancia de la continuidad. Si bien estas acciones no son «actos de reconocimiento» sino procesos personales o colectivos, tampoco constituyen el punto final de un camino. Dar un sentido colectivo, poder compartir nuevos pasos para el esclarecimiento o el reconocimiento, o convertir estas acciones en lecciones para la sociedad o en oportunidades de diálogo con las nuevas generaciones son parte de los pasos a dar en el futuro de Colombia.
Los diálogos profundos entre víctimas y responsables suelen darse cuando se logran construir espacios de intimidad. La relación entre víctimas y responsables, y de estos con la Comisión, surgió del diálogo, no fue una transacción de narrativas. Esto significa que el proceso de reconocimiento no ha buscado resolver o negociar el relato sobre los hechos, sino trabajar en la reconstrucción de una relación fracturada, con todo lo que ello implica. Por eso el diálogo aborda múltiples posibilidades de interacción, más allá de la relación víctima/responsable. Hablar de otros aspectos de la vida como familia, hijos, entre otros, posibilita formas de comunicación distintas que pueden llevar a desactivar posturas políticas o ideológicas que trae consigo el responsable o la víctima.
Si bien los participantes tienen creencias sociales o ideologías diferentes, el proceso de diálogo y encuentro no se da sobre la discusión de las opciones políticas, sino sobre las experiencias humanas compartidas. La base ética de estos procesos es el rechazo a lo sucedido y un examen crítico de los responsables. Los reconocimientos y procesos de diálogo no se dan sobre la base de una neutralidad, sino sobre una base del respeto a los derechos humanos.
La toma de conciencia, en vez de respuestas habituales en la guerra para diluir responsabilidad, atribuirla a circunstancias, refugiarse en la obediencia o minimizar los hechos, representa un giro de los responsables cuando entienden que un suceso de carácter «militar» dañó a civiles, con efectos devastadores, como en el caso de las sucesivas tomas guerrilleras llevadas a cabo por las antiguas FARC-EP. Por ejemplo, en el acto de reconocimiento de responsabilidad del ataque al municipio de Carmen de Atrato, Chocó, los participantes en calidad de responsables expresaron cómo las afectaciones y el dolor generado entre las víctimas, o las graves afectaciones que ocasionaron, son evidencias de haber pasado por alto las consecuencias de sus acciones militares, no solo en lo material sino psicológicamente, con sus efectos adversos e impactos negativos entre la población civil.
Los intercambios profundos de verdades en los actos de reconocimiento de responsabilidades tienen posibilidad de prosperar en ambientes de intimidad, de cuidado, de seguridad, de menor exposición. Sin embargo, el lugar público resulta importante porque permite completar el proceso. Por ejemplo, en los casos en que las víctimas pidieron que se reivindicara el nombre de sus familiares víctimas, y que dicha reivindicación se hiciera pública, la realidad es que ese reclamo necesita un tercero, la sociedad, que sea testigo de la restitución del buen nombre de sus seres queridos, o de su organización o de sus pueblos, en casos particulares de los grupos étnicos.
Los actos públicos muestran el poder que tiene la voz de víctimas y responsables en la tarea de movilizar a la sociedad hacia una conciencia sobre el daño colectivo. Estos espacios permiten ponerle rostro al conflicto armado, el de las víctimas y el de los responsables. Además, interpela a diversos sectores para que asuman como propia la tragedia y, a la vez, la responsabilidad de hacer parte de la transformación, partiendo de la idea fundamental y compartida de rechazar lo ocurrido. Para la Comisión, y para muchos que, en directo, o a través de las redes, han podido asistir, escuchar y dejarse tocar por estas experiencias, la pregunta que queda es qué vamos a hacer ahora que hemos sido testigos. Los procesos de reconocimiento no son solamente entre responsables y víctimas, tienen una profunda dimensión colectiva, en la que la propia sociedad tiene un papel fundamental.
Es importante considerar que la exposición pública del reconocimiento tiene efectos sobre la reconstrucción de las identidades de las víctimas y de quienes lo realizan. En el caso de los exmiembros de las FARC-EP, firmantes del Acuerdo, el encuentro público de responsabilidad tiene clara incidencia en su imagen política. Aceptar ciertos hechos, o narrarlos de cierta manera, disminuye su reputación y tiene efecto adverso sobre su proyecto futuro. El reto de transformar esta lectura negativa de reconocer la responsabilidad pública es parte del trabajo de preparación, para que las víctimas no solo acusen y exijan, sino también acojan a los responsables, dándole un lugar a su testimonio.
El reconocimiento de responsabilidades de las FARC-EP sobre los impactos del secuestro, por ejemplo, da cuenta de dicha transformación. En este proceso resultó fundamental que decidieran hablar de secuestro y no de toma de rehenes, superando las definiciones enmarcadas en el ámbito jurídico. Esto era determinante para las víctimas directas y sus familiares en términos de su dignificación y como demostración de la voluntad de resarcimiento. Durante los encuentros preparatorios y en espacios de evaluación, tanto víctimas como responsables manifestaron que este paso fue esencial en la reafirmación de voluntades, así como en la generación de condiciones para el encuentro entre las víctimas y los responsables.
11.5.1. El lugar individual y colectivo de las víctimas en los procesos de reconocimiento
Las víctimas representan diferentes maneras de pensar, sentir y actuar en torno a la verdad o a los responsables. Sus concepciones, perspectivas y formas de participación, individuales o colectivas (como en el caso de los pueblos étnicos), no son homogéneas. Los diferentes encuentros realizados por la Comisión muestran esas perspectivas diversas y distintas proyecciones en el futuro.
La Comisión resalta que las víctimas han tenido disposición y generosidad para volver a enfrentarse a su sufrimiento y aceptar el encuentro con los responsables. Esta disposición se inscribe en el marco de unas identidades y apuestas políticas de las víctimas. El encuentro con los responsables es la posibilidad de posicionarse de otra forma frente a ellos, reconfigurando lugares y ejercicios de poder que facilitaron la vulneración y ocurrencia de los hechos de violencia. Varias mujeres que participaron en los procesos de reconocimiento de responsabilidades en casos de ejecuciones extrajudiciales mencionaron la importancia y significado de tener a los responsables frente a frente y mirarlos a los ojos. Un encuentro en igualdad de condiciones desde una horizontalidad para encontrarse cara a cara con el dolor causado. Las víctimas dispuestas a apelar a su derecho de interpelación frente a la infamia de los actos cometidos.
La cuestión de los encuentros no ha sido fácil. Se gesta en el marco del proceso de reconocimiento mismo y como resultado de los acercamientos paulatinos, escalonados y progresivos que van teniendo lugar, a lo largo de los cuales las víctimas hacen valoraciones respecto a la voluntad y disposición de los responsables para atender a sus demandas y expectativas. Esta disposición se explica en parte por la confianza que les ha ofrecido la Comisión como institución. La continuidad de estos procesos de reconocimiento necesita independencia y compromiso con los diferentes participantes y un marco que le dé sentido, no solo desde la esfera judicial como está contemplado en la JEP. Si bien las sentencias restaurativas que surjan de esos procesos judiciales podrán tener a corto plazo un papel fundamental.
La centralidad de las víctimas, la atención de sus expectativas y demandas, el cuidado del proceso de acompañamiento implican visiones individuales y significados políticos y colectivos que requieren reconocimiento frente a sus luchas, frente a la memoria de los que ya no están y la sociedad. ¿Qué significa colectivamente que las FARC-EP reconozcan el sufrimiento ocasionado por el reclutamiento de una generación de jóvenes indígenas en Mitú, que cortó la transmisión cultural e indujo a formas de aculturación forzada mediada por las armas? ¿Qué supone para las mujeres buscadoras de desaparecidos que algunos responsables de las Fuerzas Militares pidan perdón si no hay colaboración institucional en la búsqueda? Estas preguntas suscitan reacciones emocionales y dilemas éticos y necesitan acción sostenida en el tiempo que muestre cambios en la relación de estos grupos y los actores institucionales con las víctimas y la sociedad. Es decir, precisan reivindicaciones colectivas para los pueblos étnicos en sus demandas de reconocimiento de territorios, culturas y formas de vida, y con dimensión política familiar en la lucha contra la desaparición forzada.
Los reconocimientos también suponen momentos de diálogo y escucha para saber de reivindicaciones y malestares sociales que las víctimas han debido enfrentar. Son una oportunidad para expresar que, si bien hay diferencias importantes en cuanto a las posturas políticas, es fundamental que se reconozca que las víctimas son tales, independientemente del lugar en el espectro político (izquierda - derecha). No hay víctimas mejores ni peores. El conflicto colombiano tiene complejidad en los hechos, en las identidades, en las experiencias.
Conviene no perder el foco y ampliar la visión del conflicto de forma más profunda. También flexibilizar las identidades y la visión del otro, por ejemplo, en el reconocimiento de los impactos del conflicto armado colombiano en niños, niñas y adolescentes. Un exintegrante de las AUC y una mujer que hizo parte de las filas de las FARC-EP compartieron hechos de violencia de los cuales fueron víctimas siendo niños y que antecedieron a su ingreso a los grupos armados. Adentrarse en la historia profunda de la gente ayuda a comprender los porqués más allá de los señalamientos y de las etiquetas. Bajo la urdimbre de las historias subyace la explicación a la persistencia de un conflicto que no logramos superar.
11.5.2. El lugar de los responsables y sus narrativas
La participación voluntaria de los responsables es una parte clave de los reconocimientos. La verdad «desde el otro lado», desde el que tantas veces se han negado los hechos, que tiene un valor clave porque revela informaciones sensibles, detalles significativos o atmósferas que ayudan a entender o a aproximarse de forma directa a lo vivido. Una verdad que ayuda a tener respuestas, aunque sea parciales, a preguntas que han acompañado a la sociedad y a la historia.
Para algunos exmiembros de las FARC-EP, el reconocimiento supone moverse del lugar en la cadena de mando donde estuvieron y no dejarse llevar por una narrativa preestablecida o politizada que no hable al corazón y el sentir de la gente. Para los militares responsables de violaciones de derechos humanos supone tomar distancia de sus mandos o de la institución de la cual formaron parte, con valores y prácticas que llevaron a atrocidades. Todo ello los pone en un lugar difícil e implica cambios al interior del «bando» no solo en relación con las víctimas sino frente a ellos.
El hecho de que la Comisión haya activado estos procesos en simultánea con las acciones judiciales ante la JEP -esta con la obligación legal de reconocer y proporcionar verdades sobre lo sucedido- condiciona también las actitudes de las víctimas: «Ellos hablan aquí porque les conviene, o si no, no hablarían» Las víctimas esperan una revelación de verdades que no esté calculada en función de ciertos beneficios judiciales. Este diseño judicial supone un aliciente y un incentivo importante para romper los pactos de silencio que acompañan a la guerra. Las diferentes situaciones prácticas y legales de los exmiembros de las FARC-EP, firmantes del Acuerdo de Paz, exintegrantes de las AUC o miembros de la fuerza pública determinan también las formas de narrar y reconocer.
Hay voluntad de los responsables, acompañada por la Comisión, pero en casi todos existe el temor a las consecuencias sociales y políticas, así como las posibles represalias por haber hablado. La Comisión aclara que solo acompañó procesos cuando las víctimas estuvieron de acuerdo, cuando los responsables se declararon dispuestos a responder a las expectativas de verdad y esclarecimiento que estas tienen, y, en su gran mayoría, se dieron aportes significativos a la verdad que contribuyen a la paz.
Todo ello no ha estado exento de tensiones. Muchas víctimas se preguntan: ¿hasta qué punto los responsables son honestos y hablan con el corazón? ¿Qué significa que me pidan perdón? ¿A qué están dispuestos? Desde el punto de vista de quien ha acompañado estos procesos, las respuestas a estas y a otras preguntas no son unívocas y forman parte del propio proceso en el que sucesivos encuentros han ido proporcionando experiencias compartidas de expectativas y posiciones hacia delante.
Otra cuestión ha sido, ¿cómo asimilar o integrar adecuadamente las narrativas explicativas de los responsables, especialmente aquellas que se centran en los móviles de la guerra y las justificaciones de tipo ideológico?
Las narrativas explicativas del responsable que se centran en las condiciones políticas pueden ser fácilmente vistas como desvíos de la responsabilidad. Un responsable de las antiguas FARC-EP, participante del Reconocimiento de Roncesvalles, Tolima, expresó que en la guerra era normal invitar a los hijos de los campesinos a hacer parte del grupo armado. Ahora reflexiona sobre el daño que eso causó a los familiares, pero la expresión de las motivaciones personales de sus decisiones en la guerra ayuda a reconocer la responsabilidad y también a rescatar un lugar de humanidad en el que se describen condiciones de vida personal y razones para actuar. De otra parte, la distancia temporal sirve para reconocer que ya no es la misma persona de antes.
Esta dimensión de lo personal no supone una individualización de las responsabilidades que miran hacia el pasado solamente, que tienen siempre también un carácter colectivo porque hablan del grupo o institución de la que formaban parte, sino que constituye un compromiso de contribuir a la verdad. Este tránsito supone una forma de ruptura con el pasado, aunque no implique dejar a un lado su lugar en la colectividad o el reconocimiento de la responsabilidad como organización armada, ni la renuncia a sus ideas políticas, como ha sucedido, por ejemplo, en el caso de miembros de las FARC-EP.
Para los responsables ha sido difícil responder a algunas expectativas de las víctimas que esperan saber concretamente qué ocurrió, cómo y por qué. Como lo expresan muchos firmantes del Acuerdo de Paz, en muchos casos no es posible dar esas respuestas porque muchos de quienes estuvieron directamente implicados en esos hechos murieron en la guerra o fueron asesinados. Como lo manifestaron también exintegrantes de las AUC, de los bloques Catatumbo y Fronteras, no es posible ahora decirle a las familias dónde pueden encontrar los restos de sus familiares porque, lamentablemente, una de las prácticas que se utilizaron para desaparecer los cuerpos fue no dejar rastros, por ejemplo, incinerarlos en hornos crematorios que fueron construidos o adaptados para este fin, como ocurrió en Juan Frío, en Norte de Santander muy cerca de la frontera con Venezuela, y en el Catatumbo. La búsqueda de los desaparecidos es una tarea pendiente en un país que necesita compromisos con la verdad.
Los exmiembros de las antiguas FARC-EP han proporcionado diferentes grados de verdad y reconocimiento, dependiendo de los hechos, su relación con las víctimas y comunidades, así como su papel en la cadena de mando. Para favorecer estos reconocimientos, si bien la dimensión jurídica es una exigencia en el marco de la JEP, en los procesos activados con la Comisión se busca reconfigurar su identidad no solo como exguerrilleros, sino como firmantes del Acuerdo de Paz. Para ellas y ellos, el principal referente para el reconocimiento de responsabilidad es el Acuerdo, ligado a su proyecto político en el marco de la legalidad. Para algunos es parte de enfrentar lo sucedido y su participación con distancia de su propia organización, para otros sectores es la propuesta de cambio a través de un proyecto político sin armas. Esta circunstancia ha incidido especialmente a nivel territorial en el alcance de los procesos de reconocimiento.
A diferencia de los responsables de la fuerza pública y ex-AUC, los ex-FARC-EP firmantes del Acuerdo de Paz afirman su carácter político-militar, por lo cual hacen referencia al marco en el cual hacen los reconocimientos de responsabilidad y es el cumplimiento del Acuerdo, esto debido a la naturaleza política que viene de sus orígenes como agrupación guerrillera. Los reconocimientos sirven para reflexionar sobre su impronta ideológica y confrontar las decisiones y acciones que llevaron a cometer infracciones al DIH y crímenes en el marco de la guerra. Para tomar conciencia del daño y sufrimiento causados a la sociedad, mirando los rostros y las experiencias de las víctimas, tanto de las que formaron parte de las comunidades como las de los sectores que fueron considerados «enemigos», cuya humanización y reconocimiento ha sido muy importante en varios momentos.
En algunos de los espacios preparatorios de responsables del proceso de reconocimiento a los impactos colectivos por la presencia de FARC-EP en el Bajo Atrato, fueron importantes las reflexiones de los responsables en torno a la relevancia de reconocer la dimensión de las afectaciones colectivas generadas al territorio. A pesar de los dilemas éticos y políticos que esta reflexión supone, toca las fibras de la causa fundacional de las comunidades, en contraste con los costos de la lucha armada y su relación con el territorio. Es el reconocimiento de responsabilidades colectivas ligadas a la actuación de una organización armada decidida a firmar la paz. La importancia del reconocimiento de responsabilidades en estos casos es también la de incorporar una autocrítica humana y política como base para la reconstrucción de su propia identidad colectiva.
Un aspecto particularmente significativo en la narrativa de los firmantes del Acuerdo es el constante señalamiento de un desbalance en cuanto al no reconocimiento por parte de otros actores del conflicto, como la fuerza pública, o los ex-AUC. Dado que los reconocimientos han tenido dimensión pública, para ellos se corre el riesgo de mostrar que quienes más reconocen sean vistos como los únicos responsables y que no mostraron suficiente disposición a la construcción de la paz. En los 36 procesos de reconocimiento de responsabilidad han participado 86 excombatientes de las FARC-EP, 31 exmiembros de las AUC y 23 miembros activos y retirados de la fuerza pública. En general, los firmantes del Acuerdo los han asumido de forma individual, aunque privilegian su participación desde lo colectivo, especialmente quienes pertenecen a un proyecto político.
La perspectiva de reconocimiento de responsabilidades por parte de los firmantes del Acuerdo de Paz se desarrolla en estrecha relación con la implementación del mismo y el avance de los procesos y sentencias que profiera la Justicia Especial para la Paz. Al respecto, el alcance y continuidad de los reconocimientos dependerá de las dinámicas de institucionalidad que se asuman y de la interlocución de la sociedad para efectos de la exigencia de reconocimiento público de responsabilidad. Es importante un acercamiento de la dimensión judicial y extrajudicial, que no se vean como opuestas o excluyentes, sino complementarias. Por otra parte, hay que considerar el interés genuino de muchos responsables de establecer relaciones con las comunidades con el propósito de ofrecer verdad a las víctimas. Dado que hablamos de procesos de transición en lo humano y lo social, se necesita acompañar y facilitar que estos caminos sigan siendo posibles para los responsables y las víctimas y comunidades, con condiciones de seguridad y de apoyo.
Desde el punto de vista del discurso, los diferentes actores se mueven entre una narrativa político-militar circunscrita a la explicación sobre las razones de la guerra, la identidad del grupo armado y las finalidades y los procedimientos. Es decir, se centra en la descripción de cómo las decisiones se convirtieron en terreno en las operaciones táctico-estratégicas para vencer al enemigo. En los reconocimientos de responsabilidad en Caldono (Cauca) y Carmen de Atrato (Chocó), los firmantes mencionaron que desde la lógica de la guerra hay percepción distinta del territorio. Cuando pertenecían a las FARC-EP, ubicaban únicamente los lugares estratégicos en lo que se ubicaba la fuerza pública. El puesto de Policía, las unidades militares y otros como las alcaldías. Estos lugares fueron objetivo militar, sin tener en cuenta que estaban cerca de casas, colegios, mercados, puestos de salud, iglesias, una población civil expuesta a la confrontación armada.
Los miembros de la fuerza pública que han participado en reconocimientos de responsabilidad han requerido que los procesos tengan alto nivel de formalidad institucional. Ha sido fundamental garantizar las condiciones y tiempo suficiente para conocer y comprender el propósito y los alcances. Esto ha significado un proceso lento de generación de confianza, que a la larga le ha dado solidez. La Comisión ha acompañado estos procesos desde el inicio de su trabajo, a pesar de que muchas acciones solo hayan sido visibles socialmente con casos de impacto nacional, como el de las ejecuciones extrajudiciales, llamadas comúnmente falsos positivos. El contexto institucional de falta de reconocimiento de estos hechos supone un factor negativo añadido a la dificultad inherente que tienen. Varios de los exmilitares que han participado han sufrido amenazas e incluso atentados, lo que muestra un intento de silenciar estas verdades que no puede ser tolerado. Con los reclamos de protección, aumentan las resistencias al reconocimiento de verdad.
Los procesos de reconocimiento de responsabilidad se han dado también como parte de otros testimonios y contribuciones a la verdad de los responsables. Por ejemplo, los miembros de la fuerza pública reconocieron la existencia de factores que han propiciado el aumento de acciones delictivas por parte de sus instituciones, como el enriquecimiento fácil, las órdenes de dar «resultados» en términos de «guerrilleros muertos» o las presiones de mandos o grupos de poder al interior de las instituciones. Estos factores han afectado directamente lo que para ellos significa el «honor militar» y los principios y objetivos de la fuerza pública en general.
«En las escuelas de formación se empezó a degradar nuestra guerra, nuestros principios [...] nos volvimos un Ejército de cuidadores de terratenientes, de empresarios, un Ejército que perdió su destino [...] el dinero y el narcotráfico como a todas las instituciones corrompió, no podemos decir que eso no existió»1156.
Entre los miembros de la fuerza pública pesan dos factores importantes que los motivan a reconocer. Por una parte, haber estado privados de la libertad y las condiciones de reclusión. El subsecuente abandono, la crisis económica o el sentimiento de soledad por largos periodos hacen que afloren sentimientos de vergüenza y reflexiones sobre la conducta. Por otro lado, la necesidad de «quitarse un peso de encima», de descargar y aliviar por un deber moral, antes que por convicciones políticas.
Para muchos, reconocer es una reivindicación con su propia conciencia y una deuda con sus seres queridos. Implica vencer uno de los más grandes temores, que es romper con su identidad como «héroes» frente a la sociedad y el imaginario de «hombre correcto» frente a su propia familia. Han tenido que confrontarse con el sentido del «ser militar» y su rol en la sociedad, con las violaciones que ellos cometieron, siendo parte de la institución de las Fuerzas Militares, donde los mecanismos colectivos y organizativos funcionaron como un contexto que favoreció o encubrió las violaciones. Decir la verdad después de muchos años permite recobrar un lugar ético y hacer una reflexión distinta sobre la «verdadera» valentía y el honor perdido cuando no fueron capaces de negarse a hacer algo en contra de su voluntad, o cuando accedieron a hacerlo buscando beneficios.
Sin embargo, ha existido una mayor dificultad para el reconocimiento según se avanza en escala de rango en la jerarquía militar, aunque algunos altos mandos han participado. A la vez que ha sido una exigencia de las víctimas, que ven así reconocidos los mecanismos que hicieron eso posible. La pregunta que muchos de ellos hicieron públicamente sobre cómo restablecer la confianza de la sociedad y de las víctimas necesita también una respuesta institucional y colectiva. La continuidad de los procesos de reconocimiento por parte de miembros de la fuerza pública depende en gran medida de la legitimidad y confiabilidad que les ofrezca la entidad que los agencie, así como de las actitudes institucionales hacia el reconocimiento.
El paso de los exmiembros de las AUC por la Ley de Justicia y Paz continúa marcando su forma de participación en los procesos de reconocimiento, aunque tener la posibilidad de estar hoy en un escenario de justicia transicional reviste otro sentido, otra intención. Los responsables exmiembros de las AUC han transitado por lugares distintos a los otros actores responsables, debido a la forma jurídica que tomaron sus procesos en el marco de la Ley de Justicia y Paz[1157]. Los crímenes y violaciones cometidos por las AUC han sido expuestos en el marco de las audiencias de Justicia y Paz. La diferencia fundamental con los procesos que ha adelantado la Comisión radica en la posibilidad que han tenido los responsables de hablar de sus acciones desde un lugar distinto al jurídico. Sus testimonios iniciaron hace años en un contexto de tratar de evitar largas condenas, pero también entre el miedo a reconocer las complicidades con las Fuerzas Militares y de Policía, así como con sectores económicos y políticos, es decir, la responsabilidad en un contexto más amplio de actores, sobre todo institucionales.
El problema en estos casos no es reconocer el número de hechos cometidos según rango y estructura jerárquica, sino hacerlo desde el aporte de la justicia transicional. En el proceso de Justicia y Paz se revelaron muchas verdades que trascendieron en el ámbito de los tribunales de justicia o de algunas informaciones periodísticas, pero no llevaron al conocimiento ni a la difusión masiva. Ni siquiera a una investigación de las complicidades que se revelaron en los procesos. Muchas veces la Comisión y las víctimas escucharon de los responsables del paramilitarismo decir: «Eso ya lo contamos en Justicia y Paz».
En este contexto, sus motivaciones para participar en los procesos de reconocimiento de responsabilidad auspiciados por la Comisión pasan por recobrar su identidad, no como «paramilitares», sino como ciudadanos y colombianos. Más que la confesión de los crímenes para obtener beneficios, se toma la opción de explicar verdades frente a las víctimas, de forma individual y no por la línea de mando. Se trata de la posibilidad de reincorporarse a la sociedad y, al mismo tiempo, superar el estigma de «paramilitares» como una identidad de la que no pueden salir. Eso no les ha permitido tener seguridad jurídica para ejercer sus derechos y los ha dejado expuestos ante las amenazas y el asesinato de muchos de sus excombatientes. Las amenazas provienen de nuevos grupos posdesmovilización de las AUC que siguen teniendo control territorial y quieren limitar esas revelaciones. Para algunos exaltos mandos de las AUC, la búsqueda de una salida jurídica que cierre sus casos y el señalamiento de responsabilidades por parte de instituciones o sectores económicos y políticos es a la vez contribución a una verdad velada parcialmente y una posibilidad de acceder a la JEP para salir de la situación de desgaste y agotamiento y avanzar hacia un cierre judicial.
Debido al carácter judicial de los procesos que han tenido los ex-AUC, no han recibido otro trato que como imputados por crímenes cometidos y su reconocimiento frente a las víctimas se ha dado en clave de pedido de perdón en audiencias públicas. En los procesos de reconocimiento adelantados por la Comisión de la Verdad, los responsables de este grupo han tenido un espacio para el encuentro con las víctimas, durante el cual el reconocimiento no solo aportó a la verdad, sino que creó un espacio para aliviar cargas de culpabilidad y expresar arrepentimiento como forma de reincorporación a la sociedad.
Los responsables exmiembros de las AUC que han reconocido los hechos y sus responsabilidades, en general tienen una postura crítica respecto del Estado. Por una parte, porque con el desarrollo de la Ley de Justicia y Paz se sienten traicionados respecto de los acuerdos realizados con los jefes paramilitares en Santa Fe de Ralito. Por otra, porque a medida que ha aumentado su comprensión de las dinámicas del conflicto armado, consideran que fueron utilizados por sectores poderosos y del mismo establecimiento para consolidar su poder y sus proyectos económicos y políticos. En general, han limitado su reconocimiento de implicación en el narcotráfico o en las redes que se han mantenido luego de su desmovilización. Su contribución para comprender y desmantelar los entramados que hicieron posible el horror a gran escala y que se mantienen parcialmente después de su desmovilización es parte de a lo que la justicia transicional tiene que dar seguimiento.
Los reconocimientos de responsabilidad por parte de los ex-AUC dejan a la luz una narrativa de ser de grupo armado con trayectoria propia que, en el marco de la ilegalidad, trazó agendas paralelas y de colaboración estrecha con la fuerza pública en la lucha contrainsurgente, sobre la base de intereses concomitantes. Al igual que con responsables miembros de la fuerza pública, las motivaciones de los exmiembros de las AUC para participar en procesos de reconocimiento están relacionadas con su experiencia en prisión y con su necesidad de alivio. Ambas cuestiones les han permitido desencadenar reflexiones éticas y, en algunos casos, reflexiones políticas sobre la importancia que tiene para la sociedad avanzar en este camino. La investigación y búsqueda de salidas jurídicas y sociales a estas responsabilidades y redes y entramados que han hecho posible la violencia es parte de la agenda de justicia transicional que la Comisión considera necesario abordar tanto con la JEP como con nuevos mecanismos en la investigación del narcotráfico.
Finalmente, en la narrativa de los actores armados -exintegrantes de las FARC-EP, exintegrantes de las AUC y miembros de la fuerza pública-, también existe como lugar común el señalamiento del Estado, y, en concordancia con las víctimas, los responsables llegan a la necesidad de avanzar en transformaciones profundas, aunque a veces también hay un escepticismo frente a la posibilidad de que estas se den, debido a que consideran que hay estructuras y mentalidades que están a la base del conflicto que permanecen intactas. Para la Comisión, los obstáculos y dificultades de estos procesos son parte de lo que los diferentes actores políticos, económicos y culturales deben trabajar para acompañar e impulsar procesos en el futuro, de forma que no se den solo en un marco de instituciones específicas de justicia transicional sino ante toda la sociedad.
Algunos aspectos a considerar para los reconocimientos | |
1) El estatus de autoridad que tiene la entidad que los facilita. En el caso de la Comisión, la carga de legitimidad que le confiere su origen y la naturaleza de su mandato son una garantía de confiabilidad para quienes participan, y deberá considerarse en el futuro. 2) La preparación psicosocial y testimonial, que ha sido fundamental en los procesos realizados por la Comisión. Es una preparación dialógica entre víctimas, responsables y la entidad que los facilita. 3) La disposición de condiciones adecuadas para que se dé una interacción ya sea entre la víctima, el responsable y la entidad que los facilita, o entre víctimas y responsables. Son imprescindibles condiciones de seguridad, confianza, respeto, etc. 4) Escuchar no solo se refiere al testimonio sobre lo ocurrido, sino que a propósito de lo ocurrido la escucha se traslada a otras dimensiones: necesidades humanas profundas, los miedos que sienten las víctimas y los responsables de encontrarse con el otro. Cuando hay condiciones para que suceda la interacción y se puedan expresar esas necesidades y miedos es posible reconstruir o re-construir otra cosa. 5) Las interacciones no solo pasan por la relación víctima-responsable, sino que las personas se conectan de muchas otras formas y se descubren en un mismo lado: lo humano, la familia, la esperanza de aportar a una salida. 6) La capacidad de ponerse al otro en un nuevo lugar, y se reconfigura la imagen que se tenía: «lo vi como humano», «me di cuenta que era una persona como vo... de carne y hueso, que se ríe, que tiene familia.». 7) En cuanto a lo testimonial, es fundamental la referencia a los hechos de forma clara; nombrar las cosas por su nombre: «fue una masacre», «yo participé». Es posible que no se requiera un nivel de detalle frente a lo ocurrido, incluso que las víctimas esclarezcan poco o nada. En algunos casos, lo que puede pesar y mover a un giro es la actitud del responsable. Lo que hace posible el giro puede ser solo el encuentro auténtico de esas expectativas, que pasa por la expresión franca de los miedos, de los dolores. 8) Debe estar la posibilidad de exponer las propias contradicciones: «nunca creí que fuera capaz de encontrarme y hablar con un paramilitar», «no quería verla, pero ahora que lo veo necesito saber más de ella», «sentía culpa por no poder perdonar», «no sabía cómo iban a reaccionar las víctimas si me veían hablando o riéndome con esa persona que les había hecho tanto daño». 9) El cuidado de la identidad es indispensable. Brindar cuidado las condiciones para el legítimo relato que reconozca lo sucedido o la acción, pero proteja los elementos de su identidad. 10) Las personas, sean víctimas o responsables, se confrontan con quienes han tenido experiencias similares, que les hacen ver, o les reflejan otros puntos de vista. Esto sucede en encuentros entre responsables y en encuentros entre víctimas. |
11.6. Las lecciones y aprendizajes para la sociedad
11.6.1. Quiebres y giros éticos
En los reconocimientos están en juego dos dimensiones. La dimensión ética de lo ocurrido, que se centra en la experiencia, los valores sobre la vida, los derechos humanos y la humanidad. Y, de otro lado, la dimensión política, que se relaciona con aspectos como las relaciones de poder, las jerarquías, y también las convicciones, las visiones de mundo y las identidades construidas alrededor de las mismas. El trabajo de la Comisión toca esas dos dimensiones. Con una aproximación desde la ética, evitando ceder a la mera racionalidad política en la cual es frecuente el discurso de la justificación, sin desconocer la reciprocidad entre estas dos dimensiones. Por ello, estos procesos de reconocimiento no solo hablan de víctimas y responsables, sino de los marcos sociales y culturales, políticos y económicos, que hicieron posible el horror a gran escala vivido en Colombia, y constituyen un tipo de «giro ético» para la sociedad.
Los reconocimientos de responsabilidad buscan construir espacios donde no quepa la lógica de la guerra, presente en las mentalidades de muchos sectores sociales. Eso exige escuchar y reconocer al otro en diálogo desde la humanidad. Los giros éticos hacen referencia a un examen crítico de lo vivido, de lo adoptado en torno a las decisiones tomadas individual y colectivamente en el marco del conflicto. Son el producto de las reflexiones conscientes en torno a los hechos de violencia de los que fueron perpetradores y sus implicaciones en las víctimas, en la propia vida y en la dinámica misma del conflicto armado.
Para los responsables supone además la posibilidad de encuentro con su propia deshumanización, particularmente con la parte que generó sufrimiento y su disociación de los hechos y de su propia humanidad. Además de ello, permite el encuentro con otros integrantes de los grupos armados a los cuales pertenecieron y con las víctimas. En estos escenarios, los responsables han logrado confrontar sus propias valoraciones e integrar nuevas comprensiones respecto a su proceder, aportando elementos de lo que ello significa como aporte a un camino para la construcción de la paz. No se trata solo de ejemplos individuales o experiencias creadas en el marco de la Comisión, sino de aprendizajes y lecciones para toda la sociedad.
11.6.2. Del diálogo entre los excombatientes a una revalorización de la sociedad civil
La Comisión no ha tratado de activar diálogos entre «los guerreros», entre quienes estuvieron más implicados en la guerra, como si fuese un espacio separado de la sociedad o de las víctimas. Los diálogos entre los excombatientes generan efectos que contribuyen a sus reflexiones y giros éticos compartidos.
«¿Por qué la confrontación la estábamos llevando a municipios donde la población es indígena, humilde, no poseedora de los medios de producción? ¿Por qué? Era contradictorio a nuestros ideales revolucionarios [...] lamentablemente no escuchamos esta observación que en las FARC se hizo, afectamos a gente que no teníamos por qué, me refiero a los niños, cegamos vidas, cegamos sueños, todo eso es cierto y lo aceptamos y lo asumimos»[1158].
La visión solamente «militar» o unívoca de la realidad de comunidades, movimientos sociales o dinámicas comunitarias ha sido un facilitador de las violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH. En un escenario de reincorporación, ese territorio ahora compartido a partir de una experiencia de convivencia cobra legitimidad y otorga una distancia del «modo guerra» bajo el que se actuó durante décadas.
Es por ello que resulta indispensable dar un lugar al efecto que se deriva del diálogo y el encuentro directo con las víctimas. La posibilidad de ver y escuchar directamente a quienes encarnan los efectos más atroces del conflicto necesariamente moviliza en los responsables otras valoraciones y comprensiones que antes no habían sido posibles. También esta visibilidad de las víctimas, de escucha de su historia y de sus demandas, constituye un aprendizaje para la sociedad.
11.6.3. La restauración de la convivencia
En los procesos de desmovilización y construcción de la paz, se necesitan pasos para restaurar la convivencia. El tránsito de una forma de vida a otra no es igual para todas las personas. Depende en gran medida de la manera como se haya dado el ingreso al grupo de referencia, de la transformación en los valores individuales y colectivos que tuvieron lugar al interior del mismo y de la forma como se haya producido el proceso de desvinculación. Sin embargo, en todos los casos se necesita una actitud social favorable y un contexto de seguridad y compromiso institucional para guiar estos procesos.
La restauración de la convivencia en el ámbito local, cuando los responsables se han desmovilizado y tienen presencia en las comunidades, lleva a un cambio en el sistema de jerarquías y poder, que ya no está mediatizado por las armas. Un firmante del Acuerdo de Paz señala:
«Cuando nosotros, por x o y motivo, se lanzaba un cilindro, y hoy uno parado aquí en este sitio, uno dice aquí había una escuela, estaba la casa de las monjas y ahora volteaba yo a mirar hacia atrás el puesto de Policía, y yo decía mire los errores tan grandes, estas distancias nosotros no las alcanzamos a tener en cuenta, y por eso pedimos perdón, porque verdaderamente causamos daño. Y más hoy, cuando ya llevamos cuatro años de lo que fue la dejación de armas, les quiero decir con toda sinceridad que nunca, cuando estábamos en armas, alcanzamos a analizar lo que era construir una casa. Hoy, que ya a nosotros nos ha tocado, desde la vida civil, comprar un bulto de cemento, una varilla, un bulto de arena, nos ponemos en los zapatos de esos compañeros que perdieron sus viviendas, cómo fue de duro tener que levantar nuevamente su casa y después volver otra vez, y otra vez, y otra vez a levantar su casa, hoy somos conscientes de eso»[1159].
Sin embargo, existen distinciones significativas relacionadas con el sentido de pertenencia al territorio. Los exintegrantes de grupos armados, particularmente los exmiembros de las FARC-EP, que realizan procesos de reincorporación en lugares donde operaron, suelen lograr un mayor nivel de empatía con las víctimas a quienes afectaron, en comparación con otras víctimas y sectores que se encuentran ubicados en espacios y lugares de poder distintos. El tipo de fracturas comunitarias que se dieron como consecuencia de una masacre, una toma guerrillera o la desaparición de personas, es una cuestión de contexto a tener en cuenta en términos de desafíos de reconstrucción de la convivencia en el ámbito local. La persistencia del conflicto en algunas regiones del país hace que estos procesos y reflexiones estén aún mediatizados por la continuidad del conflicto y que haya necesidad de garantías para llevarlos a cabo.
11.6.4. La construcción de una nueva cultura política
La contraposición entre la postura individual y la colectiva ha dejado de ser paradójica y problemática cuando ambas tienen cabida en la narrativa de reconocimiento de responsabilidad. Un ejemplo es la posibilidad de seguir compartiendo valores políticos o ideológicos, pero reconociendo formas distintas de alcanzarlos. Al respecto esto comenta un firmante del Acuerdo de Paz:
«Yo soy uno de los que a veces discrepo con el partido [Comunes], y eso no es malo, considero que es bueno que se abra el debate interno, que haya discusión y mostrar que no puede haber consenso siempre, que hay muchas posiciones que se deben aceptar. Si somos consecuentes con lo que soñamos para el país, por el camino nos iremos encontrando de nuevo»[1160].
Estas reflexiones brindan una oportunidad para conocer la experiencia y consideraciones éticas también de exmilitares que participaron en ejercicios de contribución a la verdad o reconocieron responsabilidad en ejecuciones extrajudiciales. En contraste con lo señalado, en el caso de exintegrantes de las FARC-EP, el reconocimiento de responsabilidades ha sido un camino emprendido en solitario. En estos casos no se cuenta con respaldo ni validación de la organización a la cual pertenecieron, incluso ni de compañeros cercanos que tuvieron la misma experiencia. Los giros éticos son motivados desde un lugar de autonomía distinto, validado y compartido con quienes decidieron mirar críticamente el pasado en el que participaron y que contaron para ello con un escenario propicio,como la JEP y la Comisión de la Verdad.
En todo caso, estos pasos de reconocimiento serán activadores en el futuro de otros reconocimientos políticos e institucionales que ayuden a construir una cultura política democrática, no basada en los estereotipos del enemigo o la justificación de las propias acciones. Un examen crítico del pasado por parte de líderes de instituciones del Estado, gremios económicos y sectores políticos es importante para poner las bases de una construcción de democracia sin el lastre de la guerra y las mentalidades que la han alimentado durante décadas.
11.6.3. Deconstruyendo las ideas sobre la relación con la población y el enemigo.
El quiebre ético está dado por la posibilidad de ampliar en términos narrativos las distintas formas de relación, en este caso, entre las antiguas FARC-EP y los habitantes de un territorio particular donde hubo presencia sostenida del grupo armado durante un periodo de tiempo significativo del conflicto. Reconocer dichas experiencias no mediatizadas por una visión ideológica rígida, que considera al otro como «amigo» o «enemigo», se contrapone a la estigmatización y rompe además con la dicotomía. Por ejemplo, en uno de los reconocimientos se hacía mención al hecho de que tener un fusil, así fuera no fuera tan cerca, ya generaba miedo en la población, pero las personas intentaban no expresarlo; la población actuaba «como si fuesen amigos», en muchas ocasiones como una manera de protegerse y preservar su vida y la de sus familiares.
En este mismo sentido, miembros del Ejército Nacional que reconocieron su participación en hechos de violencia muestran un mayor nivel de empatía hacia las familias en los casos de los denominados falsos positivos. El reconocimiento de los lugares, de personas conocidas de las comunidades, genera una atmósfera de proximidad que se pone a disposición del espacio de diálogo en las dos vías. Al respecto, una víctima participante en diálogos con exmilitares señaló que su experiencia en el servicio militar ayudó a comprender cómo era la vida al interior de la institución, generando gracias a esto conversaciones más horizontales que contribuyen en los dos sentidos. En el caso de los responsables, a desmontar el adoctrinamiento basado en el reconocimiento del otro desde un lugar de superioridad; y para las víctimas, ver la humanidad del responsable más allá de que fuera el perpetrador de la violencia.
Algunos miembros del Ejército también manifiestan cómo el proceso de paz y los reconocimientos los han acercado a quienes en el pasado consideraban sus enemigos. Así lo manifiesta un militar participante de un reconocimiento de ejecuciones extrajudiciales:
«Hoy en día tengo una amiga que fue de las FARC, yo decía que somos hermanos de patria, si ella y yo logramos ser amigos, ¿por qué no? La solución para este país es la reconciliación. Había un teniente al que le escuché decir: “El guerrillero en el fondo no es malo, el guerrillero en el fondo quiere un país mejor, como yo también lo quiero, la diferencia entre el guerrillero y yo es que hemos tenido oportunidades diferentes”, y eso para mí era una revelación en ese momento»[1161].
11.6.4. Reconocer que la población civil fue la más afectada en la guerra
El reconocimiento de los impactos y las afectaciones adquiere un lugar relevante en la medida en que no solo implica aceptación de responsabilidad sobre lo sucedido, sino que ayuda a entender un sufrimiento social más amplio por parte de la sociedad, y estimula una conversación colectiva más allá de quienes participan en los reconocimientos.
Muchos de estos procesos han sido transmitidos por medios de comunicación, Facebook, vistos por decenas de miles de personas que han expresado su sorpresa, indignación, frustración, rabia, expresiones que refuerzan posiciones ideológicas, que desvirtúan lo escuchado, que cuestionan la verdad, así como que valoran que son espacios necesarios para aliviar, para aprendernos a escuchar, para develar verdades, para el necesario encuentro de los distintos rostros del conflicto armado y con esto lograr la comprensión de un pasado que es necesario revisar y apropiárnoslo para no volver hacia atrás.
«Tantos años de sufrimiento en soledad. Estos valiosos espacios rompen el silencio y permiten duelos dignos, hacer memoria de quienes ya no están y por fin ver la posibilidad de la reconciliación»[1162].
«CEV, cuando habla una víctima se está escuchando realmente el sentir de toda una sociedad, por ello son importantes estos espacios en los territorios»[1163].
Esta parte del reconocimiento de responsabilidad resulta ser de gran complejidad para los participantes por el impacto emocional que puede darse al confrontarse con la dimensión real del daño causado. Para los responsables ha resultado más fácil reconocer daños objetivos a las víctimas directas. Sin embargo, otras dimensiones de las afectaciones, como los daños individuales con impacto colectivo o las afectaciones en clave étnica, resultan más difíciles de identificar y de dimensionar. El fragmento que se presenta a continuación corresponde al reconocimiento de responsabilidad realizado por un firmante del Acuerdo de Paz, durante el primer diálogo privado entre víctimas y responsables en el marco del reconocimiento en Caldono:
«Cuando realizábamos marchas y nos encontrábamos con cultivos de maíz, de papa, y se maltrataban aquellos cultivos, entonces reconocemos esa afectación. Igualmente reconocemos la afectación cuando pernoctábamos cerca de una casa y le dañábamos jardines, cercas, y a todos ustedes les costó sudor, trabajo, lágrimas [...] para la gente es sagrado lo que tiene porque sabe lo que le costó, lo que luchó por tenerlo [...]. Afectamos con la presencia la inversión social, porque los grupos armados causan miedo, entonces proyectos e inversiones se atrasan. [.] Cometimos la brutalidad de escoger los días de mercado como táctica porque era más fácil camuflarnos y acercarnos a la Policía o al Ejército; no tuvimos en cuenta que eran días donde todos ustedes bajan de la parte rural a mercar, intercambiar, vender sus productos, y en una acción todos los productos quedan volando en la plaza de mercado, de ahí se daña todo, el comercio, el hambre. [.] El turismo es una entrada, un espacio para mostrar la cultura de las comunidades, las tradiciones, con la presencia nuestra se dañaron esos espacios de turismo. Afectamos la economía, el desarrollo»[1164].
11.6.5. Dejar atrás la guerra: perdón, convivencia y reconciliación
El reconocimiento de responsabilidad es una fuerza sanadora que reta las imágenes que tenemos sobre el perdón o la reconciliación. También es una oportunidad de reflexionar en conjunto como sociedad, colectivos, movimientos, gremios y partidos políticos sobre lo que este proceso supone para Colombia. Los reconocimientos de responsabilidad no tienen que ver con obtener imágenes de abrazos, que en muchos casos están en el imaginario de la reconciliación o en las narrativas del perdón. Para las víctimas y responsables, los reconocimientos más bien han supuesto un desgarramiento que libera.
Estar frente a frente, evocar y revivir el daño profundo a la dignidad, es desgarrador porque enfrenta a los participantes y a la sociedad a buscar una explicación que en lo profundo es absurda o banal y muchas veces insoportable. Es un proceso doloroso, pero no en el sentido de reproducir los valores de la violencia, sino en el sentido de restaurar la dignidad y la convivencia. Muchos actos públicos de reconocimiento han sido vistos como acontecimientos colectivos, a veces en una misma comunidad, a veces para un determinado colectivo de víctimas, pero también han contado siempre con una dimensión social y, en parte, un sentido de catarsis colectiva. En la dimensión pública de los reconocimientos se vincula el dolor de las víctimas y la vergüenza de los responsables, y se interpela a la sociedad en su conjunto sobre por qué se permitió que tantas cosas sucedieran.
El trabajo de los reconocimientos se ha dado en un contexto social donde se trata de separarse de un pasado traumático que ha dejado muchas heridas y cicatrices en las biografías y el tejido social. Para varios pueblos indígenas que han participado en estos procesos, la palabra perdón no está en su lengua y no lo manifiestan como un propósito de los reconocimientos. Hablan más de sanar los corazones. Esta es también una lección para la sociedad.
En términos generales, el perdón, como la dignificación, hacen parte de un proceso que implica múltiples factores y temporalidades. Es un proceso individual de las víctimas. Hay víctimas que prefieren tener distancia o, como han señalado públicamente, «yo les entiendo más ahora, pero será Dios quien les perdone». Si bien la Comisión es una institución «laica», la dimensión religiosa y espiritual está también en medio de estos procesos. Sin embargo, el perdón no se trata en ningún caso de un nuevo peso sobre las víctimas, ni es una obligación moral. Muchas víctimas se sienten culpables por el hecho de no poder perdonar, sienten a su alrededor una presión moral y emocional que no les corresponde. Hay víctimas que no perdonan, lo que no significa que no busquen otras maneras de dejar atrás el dolor o que estén en contra de la paz.
Un ejemplo de ello tiene que ver con el riesgo que se genera cuando los responsables apresuran la solicitud de perdón, que pone sobre las víctimas la presión de recibir y responder a una petición que no tiene en cuenta sus necesidades. Cuando los participantes de ambos lados comprenden que el perdón no es un prerrequisito para el diálogo, se ponen las bases para que el proceso se pueda realizar. Lo mismo sucede en el ámbito social. Más que tener una receta para estos procesos, la Comisión ha tratado de activar estas conversaciones y escuchas como parte del camino de salida de la guerra, que no puede darse, como sucedió en otros ciclos de violencia del país, con impunidad y olvido.
Los procesos de reconocimiento no tienen como objetivo directo la reconciliación de las partes ni de la sociedad. La reconciliación en sus diferentes significados, de afrontar las fracturas que dejó la guerra en el tejido social, hacer cuentas con el pasado por parte de los responsables, poner las bases políticas para la reconstrucción de la convivencia o restablecer relaciones rotas por la violencia y la exclusión histórica asociada a ella, forma parte del camino que Colombia está recorriendo, y el trabajo de la Comisión ha sido un fuerte impulso para conseguirla.
La reparación para las víctimas es una forma de no dejarlas en la cuneta de la historia. Sus verdades, sufrimientos y formas de resistencia y agenda política son una de las bases más sólidas para cualquier proceso de reconstrucción de la convivencia. Los reconocimientos de responsabilidad, más que una narrativa paralela de la reconciliación, construyen una narrativa de contradicciones, del conflicto, de la humanidad, pero sobre todo de la inutilidad de la violencia. Son también un llamado a la construcción de paz desde abajo y desde los distintos sectores sociales convocados para la superación de la guerra, el cumplimiento del Acuerdo de Paz y su extensión a otros actores que aún están en la confrontación. Las lecciones que surgen de estos procesos de reconocimiento por parte de los responsables, lo son también para la sociedad y sus instituciones.
Los reconocimientos de responsabilidad son un mecanismo idóneo para desescalar la violencia y sentar las bases de la transformación. La finalidad de los reconocimientos, en términos más amplios, es constituirse en un fundamento ético de la transformación social hacia la paz.
Bibliografía
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«Reconocimiento de las afectaciones e impactos individuales y colectivos del municipio de Palestina en el departamento del Huila», Informe de evento. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV). buscador.comisiondelaverdad.co, 2021.
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Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623a271f4fbc441b4622da23. «Seguimiento a participantes de los reconocimientos que ofrecen su testimonio en el acto público y/o privado: víctimas Palestina, Huila». Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV). buscador.comisiondelaverdad.co, 2021.
Entrevista 001-VI-00026. Exfiscal de DD. HH. en el exilio. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV.
Entrevista 837-AA-00010. Hombre, responsable, excomandante FARC. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2020.
Entrevista 142-PR-00225. Hombre, teniente retirado, responsable de ejcuciones extrajudiciales. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
Entrevista 056-VI-00050. Mujer, campesina, madre de víctima de ejecución extrajudicial. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
12. EPÍLOGO. DIMENSIONES INTERNACIONALES DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ EN COLOMBIA
La construcción de la paz en Colombia ha estado esperando su camino durante décadas. Las víctimas del conflicto armado son a la vez el rostro del sufrimiento y el testimonio del compromiso por la no repetición. Han sido quienes ha empujado este proceso y quienes han mantenido la resistencia en muchos territorios del país en los momentos más difíciles, en defensa de la vida. La paz desde arriba es parte del Acuerdo de Paz logrado y de esa paz extensa que Colombia anhela, exige y necesita todavía completar. La paz desde abajo, desde los territorios del olvido, es la energía transformadora en la que se basa la experiencia de la Comisión de la Verdad. Las dinámicas de la guerra y la búsqueda de la paz han tejido la historia de Colombia.
La injerencia e influencia de los actores extranjeros ha sido constante en los escenarios de la guerra colombiana en el pasado, pero es innegable la centralidad de la Comunidad Internacional en las negociaciones políticas que han dado lugar a este proceso y en la construcción de la paz. Esto obedece a que ha habido actores claves que fueron soportes ideológicos o militares de los actores del conflicto, que, sin embargo, concentraron sus esfuerzos para facilitar la negociación con las FARC-EP y el posterior escenario de facilitación de diálogos con el ELN, primero en Ecuador y luego en Cuba.
El conflicto armado ha tenido afectación regional y en toda América Latina, pero también superarlo pasa por políticas regionales y de apoyo internacional coordinadas para una salida política al conflicto aún pendiente de completar, así como la promoción de derechos y seguridad humana en las zonas de frontera. El acuerdo y el anhelo de paz en Colombia pasan por la paz territorial. Mientras el conflicto se desplazó hacia las fronteras en el marco de la guerra, hoy los territorios de fronteras muestran que la paz tiene también una necesaria dimensión regional. Además de Colombia, los países de la región, especialmente los vecinos que se vieron afectados por el conflicto armado necesitan que el Acuerdo de Paz se cumpla y que la paz se extienda a otros actores. De la misma forma, se requiere coordinar las políticas en las zonas de frontera desde un enfoque de promoción de derechos, construcción de paz y seguridad humana. Los pueblos indígenas y afrodescendientes, así como las comunidades binacionales que tienen vínculos y territorios compartidos deben ser considerados en esa construcción de la paz.
Entre los factores que han llevado a las afectaciones tanto a las poblaciones de frontera como en las dinámicas del conflicto armado y la influencia en dichos países, están algunos que deben dejar de ser parte del problema y convertirse en soluciones: la baja presencia institucional que posibilitó la desprotección de las comunidades; el abandono que ha conllevado a constantes abusos de autoridad por parte de los ejércitos o grupos paramilitares y del narcotráfico; los grupos guerrilleros que han implicado la instauración de nuevos órdenes y formas de violencia contra pobladores y comunidades; el control de los negocios ilegales en la frontera; la llegada de la fuerza pública a las fronteras con una visión contrainsurgente que reproduce los mismos problemas que se han dado históricamente.
En el proceso de paz con las FARC-EP, los soportes internacionales del gobierno y de las guerrillas han sido un apoyo fundamental y la Comisión espera que lo sigan siendo en la negociación con el ELN y la salida global de sometimiento a la justicia de otros grupos, iniciada por el gobierno Santos. La mediación de actores internacionales y la protección del espacio de esas negociaciones han sido fundamentales. Así, tanto Cuba como EEUU cumplieron un rol clave para que el proceso de paz en la Habana llegara a la concreción del Acuerdo de Paz. Pero también lo fueron países percibidos por ambos actores como imparciales, como Noruega. En distintos momentos, los intentos de procesos de paz contaron con apoyo de países como Chile, México, Brasil, Venezuela, España, Suecia, Suiza, Irlanda y el Reino Unido o la propia UE, donde los países europeos acompañaron también el intento de negociación en el proceso del Caguán, con protagonismo del grupo de países amigos[1165].
Estos países fueron especialmente centrales al inicio del proceso entre FARC-EP y el gobierno Santos para mantener a las partes sentadas y dialogando[1166], resultado del trabajo diplomático adelantado durante años por el Estado colombiano en torno a la guerra y a la paz, así como el de la diplomacia de las FARC-EP que se desplegó por toda la región latinoamericana desde finales de los años ochenta[1167]. En definitiva, el trabajo internacional que hicieron para legitimar sus luchas dejó en un momento de ser importante para justificar la guerra y se convirtió en impulso para construir la paz.
De manera especial, el rol que jugó Estados Unidos fue central. Como lo manifestó un excanciller colombiano en entrevista con la Comisión: “Obama, pienso que, de verdad, se puso la camiseta enviando un enviado especial, se jugó con dinero, se jugó con apoyo político”[1168]. Pero no solo fue EEUU, también Cuba fue fundamental, no solo porque en su territorio se adelantaron las negociaciones, lo que permitió crear un espacio de confianza con garantías para las partes, sino también porque Cuba, desde los años noventa, le apostó a la paz en Colombia, y desde años atrás había dejado de creer en la posibilidad de la lucha armada en Colombia.
«La verdad era que había una influencia, y tal vez una presión no indebida, una presión benéfica para el tema de la paz, los países amigos nuestros, ellos lo que estaban haciendo era, más o menos la consigna era “todo para la paz, nada para la guerra”, o sea, “les ayudamos a ustedes para el diálogo, para la paz, pero no les ayudamos para la guerra”. [...] Había un gobierno de los Estados Unidos que estaba de acuerdo con la paz, el Gobierno Obama, que avanzó no solamente con el proceso nuestro, sino que avanzó también, eso es otro tema, pero avanzó también con la relación con Cuba, había ese influjo benéfico»[1169].
Por otra parte, el Acuerdo de paz de Colombia fue presentado y depositado en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y ante el Consejo Federal suizo como depositario de las Convenciones de Ginebra, como testigos y acompañantes internacionales de este proceso. El rol de la Comunidad Internacional no solo se circunscribió a acompañar el acuerdo sino en la construcción de la paz en el posconflicto. La cooperación de los países europeos, a través de sus agencias de cooperación nacional o a través de la Unión Europea, han sido clave desde los años noventa. La asistencia de USAID para la paz ha sido amplia en el acompañamiento y el apoyo económico de iniciativas de las instituciones de la justicia transicional. Los procesos de reconciliación y fortalecimiento institucional y organizacional en regiones que han vivido la violencia del conflicto armado han sido mantenidos por esa cooperación que es necesaria como apuesta por la paz y no centrada en intereses económicos, políticos o militares. Privilegiar las políticas sociales y de desarrollo como medidas para generar alternativas a la violencia y al conflicto mediante la cooperación internacional, es parte de la salida política al conflicto armado, el apoyo a las iniciativas de fortalecimiento del tejido social y la consolidación de la paz.
Pero la comunidad internacional no ha sido importante solo para consolidar la paz, también ha sido clave para apoyar a organizaciones derechos humanos y de muchas comunidades afectadas por diversos actores del conflicto, acompañar los esfuerzos de organizaciones de derechos humanos y de la sociedad civil, así como ayudar a mitigar los impactos de la violencia, apoyando sus procesos comunitarios, proporcionando asilo para el exilio colombiano o haciendo acompañamiento a proyectos colectivos en el marco de las difíciles situaciones a las que se vieron sometidas por la confrontación armada.
El acompañamiento de instituciones multilaterales[1170], la financiación de países a programas para el fortalecimiento comunitario, así como el apoyo a la defensa de los derechos humanos, contribuyeron en situaciones donde la población se vio obligada al desplazamiento o cuando un actor armado intimidó a una comunidad. También, los organismos multilaterales como la MAPP-OEA y la Oficina de DD. HH. de Naciones Unidas y países de la comunidad internacional ayudaron en los procesos de retorno y resistencia en el territorio; y también a escuchar y atender las denuncias de las víctimas del conflicto, incluyendo el sistema interamericano, así como servir de intermediario entre estas y el estado en momentos de tensión. La Comisión Interamericana de DDHH desde su primer informe a inicios de los años 80 y las sentencias de la Corte Interamericana de DD. HH. han sido apoyos fundamentales para las víctimas, la democracia y la lucha contra la impunidad.
Del mismo modo, fue de vital importancia la acogida que brindaron diferentes países a más de un millón de personas que se vieron forzadas a salir fuera de Colombia durante 60 años, ya sea en situación de exilio, refugio o bajo otras modalidades de migración forzada como señala el estudio de la Comisión y el ACNUR.[1171] Países como Ecuador, Venezuela, Brasil, Canadá, México, Costa Rica, Argentina, EE. UU., Chile entre otros muchos, o países de la Unión Europea como Reino Unido, España, Noruega, Suecia, Bélgica, Francia y varios más, así como otros gobiernos regionales o autónomos, con papel fundamental de ACNUR, recibieron refugiados colombianos y otros flujos migratorios internacionales bajo el estatus de refugio o reubicación familiar a un tercer país, lo que facilitó que muchas personas desplazadas por el conflicto por fuera de las fronteras colombianas, encontraran algún tipo de apoyo, incluso en medio de difíciles condiciones y restricciones en los países receptores, para sobrellevar una situación invisibilizada durante mucho tiempo en Colombia. El apoyo a las personas refugiadas hoy es también un aporte a la construcción de paz.
También hay una comunidad internacional que no son los Estados. Son las organizaciones internacionales solidarias, ONG, los partidos políticos o movimientos sociales, las organizaciones de ayuda humanitaria, de defensa de los derechos humanos o atención a refugiados, fundamentales tanto para dar a conocer y poner atención internacional sobre Colombia, como para apoyar o acoger a personas exiliadas en los países receptores. La Comisión ha trabajado con buena parte de ellas y reconoce su aporte a la construcción de la paz, incluyendo visibilidad y la incidencia política para la defensa de los derechos humanos.
Si bien el conflicto armado de Colombia es interno, ha tenido también fuerte incidencia regional e implicaciones internacionales evidentes, tanto en la guerra como en la paz. Colombia requiere que la extensión y la consolidación de la paz cuente tanto con una política del Estado colombiano como del acompañamiento y el apoyo internacional que le siga apostando a la paz con esfuerzos decididos como los que llevaron al Acuerdo de Paz con las FARC-EP y, de manera simultánea, para el apoyo a las víctimas y a la sociedad colombiana.
II. RECOMENDACIONES
INTRODUCCIÓN
La paz que pone en el centro el respeto por la vida y la dignidad y logra el buen vivir para todos y todas debe ser la principal prioridad para Colombia. El objetivo de las recomendaciones de la Comisión es contribuir a definir una agenda de futuro para avanzar en un diálogo sobre las transformaciones necesarias en el país y para poner fin a las confrontaciones armadas que persisten, superar los factores de persistencia y contribuir a la reconstrucción de confianza entre la sociedad y las instituciones para avanzar hacia la reconciliación y garantizar la no repetición del conflicto armado.
La firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, con el que se puso fin al conflicto de más de 50 años con esa guerrilla, abrió una nueva oportunidad para emprender como sociedad las transformaciones que son necesarias para superar los factores que han permitido que la violencia persista y sus actores se reciclen una y otra vez en el país.
No obstante, cinco años después de la firma del Acuerdo Final de Paz y de que más de 12 mil hombres y mujeres decidieran abandonar la lucha armada y apostar por la democracia, enfrentamos un escenario de recrudecimiento de la violencia en algunas zonas del país. Adicionalmente, el balance de la implementación del Acuerdo muestra que, a pesar de avances significativos en algunos compromisos, los desafíos y los pendientes siguen siendo enormes. Por otra parte, el trabajo de la Comisión de la Verdad muestra aspectos estructurales que hay que cambiar para lograr un país incluyente y enfrentar las consecuencias que ha dejado el conflicto armado interno.
La oportunidad de avanzar hacia una paz grande, hacia la paz estable y duradera que abrió la firma del Acuerdo Final de Paz, está en riesgo. Si bien no es posible decir que el conflicto que vivimos hasta antes de la firma del Acuerdo con las FARC-EP persiste como tal, lo cierto es que la violencia y la confrontación armada en algunos territorios se ha traducido en el aumento de desplazamientos, confinamientos, reclutamientos, incidentes por minas y asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos y personas en proceso de reincorporación. A esto se suma el bloqueo de los diálogos con el ELN y la ausencia de una estrategia de seguridad adecuada al contexto y centrada en la protección de las personas. En conjunto, lo anterior supone un riesgo de volver a vivir un ciclo de violencia que se creía superado y nos aleja de la anhelada paz territorial. Superar los factores de persistencia y hacer frente a las violencias estructurales y a las exclusiones históricas, profundizadas por la guerra, de territorios y comunidades, es parte del fortalecimiento de la democracia y de la construcción de un país para todos.
Para la elaboración de estas recomendaciones, la Comisión tuvo en cuenta no solo los avances y desafíos en la implementación del Acuerdo Final de Paz, sino más de diez mil propuestas[1172] que recibimos a lo largo de estos más de tres años de trabajo en los espacios de diálogo públicos y privados, y en informes y casos que nos fueron entregados.
Las recomendaciones analizadas fueron propuestas por víctimas, organizaciones de la sociedad civil, organizaciones de mujeres, de disidencias sexuales y de género, niños, niñas, adolescentes y jóvenes, pueblos étnicos, excombatientes de todos los grupos, iglesias, integrantes de la fuerza pública, empresarios y empresarias, periodistas e instituciones del Estado de todo el territorio nacional. Esta recolección fue posible gracias a que, desde el inicio de su mandato, la Comisión incluyó en su estrategia de diálogo social el objetivo de la no repetición del conflicto, lo que facilitó una conversación amplia sobre las transformaciones que se requieren para poner fin al conflicto y superar los problemas estructurales que lo han alimentado[1173].
Las recomendaciones que entregamos al país son una nueva apuesta por una paz grande, una paz completa, que permita que todos y todas tengamos garantizados nuestros derechos, seamos reconocidos en nuestra diversidad, y en la que el diálogo sea la herramienta principal para tramitar las diferencias y resolver los conflictos. Necesitamos una paz que dignifique la vida y permita la vida digna a todos sin distinción. Pero esa paz no se construye desde el centro del país. Requiere transformaciones profundas en las instituciones y voluntad política para materializarse como una paz construida desde el territorio, entre todos y todas. Es la apuesta del Acuerdo de La Habana por una paz territorial, una paz que requiere del compromiso de toda la sociedad, rural y urbana, así como el de los gobiernos y las demás instituciones del Estado para garantizar derechos y construir un Estado social e incluyente desde los territorios, con la participación amplia e incidente de la ciudadanía.
Con este enfoque se priorizaron ocho temas a desarrollar en las recomendaciones, a saber:
1. Construcción de paz como proyecto nacional. 2. Víctimas, 3. Régimen político y participación, 4. Narcotráfico. 5. Impunidad. 6. Seguridad. 7. Paz territorial. 8. Cultura para la paz y educación. Adicionalmente, se construyó una recomendación relacionada con la difusión y continuidad del legado de la Comisión.
La Comisión reconoce que para avanzar en la construcción de paz es fundamental cumplir los compromisos asumidos en el marco del Acuerdo Final de paz, por lo que, más allá de hacer un llamado para su cumplimiento integral, se relacionan las disposiciones del Acuerdo Final en los temas pertinentes y se tienen en cuenta los avances que, a la fecha, han sido reportados desde las diferentes instancias que realizan de seguimiento. Sin embargo, estas también apuntan a transformaciones que no fueron objeto de discusión en el Acuerdo Final de Paz, pero que son necesarias para superar la guerra y su legado en las instituciones. En esa medida, las recomendaciones de la Comisión reconocen la tensión que implica, por una parte, haber logrado un acuerdo de paz que puso fin al conflicto con las FARC-EP y, por otra, la persistencia de la violencia. No son recomendaciones para un país en paz todavía, pero incluyen recomendaciones para la no repetición y la cesación definitiva de las confrontaciones armadas, para avanzar en la construcción de la paz y el fortalecimiento de la democracia y una sociedad incluyente.
En cada tema se parte de una serie de reconocimientos y llamados que se derivan de los hallazgos de la Comisión e invitan al Estado y a la sociedad a comprometerse con las transformaciones profundas que requerimos como país. Posteriormente, se relacionan las recomendaciones específicas en las que consideramos que la voluntad política, el diálogo, la participación y la búsqueda de consensos debe ser el principio general que guíe su implementación para avanzar en la construcción de paz. En todos los casos, siguiendo las lecciones aprendidas de otras comisiones de la verdad en el mundo, se identifica claramente a cada responsable de la implementación y lo que se espera de esta para facilitar el trabajo del Comité de Seguimiento y Monitoreo y la apropiación por parte de los actores que puedan tener responsabilidad o aportes en su promoción e implementación. Los enfoques diferenciales de territorio, género, derechos de las mujeres, étnico, curso de vida y discapacidad son fundamentales en las recomendaciones, pues partimos del hecho de que, solo si se reconocen y atienden los impactos diferenciados del conflicto y se da una respuesta integral a las violencias estructurales subyacentes, es posible realmente construir paz en Colombia.
Síntesis de las recomendaciones
A continuación, se encuentran sintetizadas algunas de las recomendaciones que desarrollaremos de manera exhaustiva.
– Avanzar en un consenso como sociedad sobre las transformaciones a emprender para superar los factores que han facilitado la persistencia del conflicto y la reproducción de los ciclos de violencia. La paz grande como una prioridad de largo plazo debe convertirse en un proyecto nacional que ponga en el centro el respeto por la vida y la dignidad, que garantice derechos a todas y todos por igual, que reconozca y respete la diversidad, una paz que se construye desde el territorio y con las comunidades, y en la que el diálogo es la herramienta principal para tramitar las diferencias y resolver los conflictos. Una paz que permita la reconciliación y la reconstrucción de la confianza de los ciudadanos en las instituciones y entre ellos mismos: de eso se trata la paz territorial.
– Reconocer a las víctimas del conflicto armado en su dolor, dignidad y resistencias, reconocer la injusticia de lo vivido, y el trauma colectivo que compartimos como sociedad. Ello nos debe llevar a comprometernos con la reparación integral y transformadora de las más de nueve millones de víctimas del conflicto armado interno. Incluyendo a quienes no han sido hasta ahora reconocidas, como las víctimas del exilio. Una reparación que atienda y repare los impactos diferenciados en ellas, y en cada sujeto colectivo; permita superar las condiciones de vulnerabilidad en que se encontraban al momento de la victimización y sanar las heridas individuales y las de las comunidades y territorios. Continuar con los reconocimientos de responsabilidades tanto individuales como institucionales iniciados por la Comisión, por parte de los principales responsables, es un elemento fundamental en el proceso de sanación individual y colectivo que debemos emprender como país para avanzar en la reconciliación.
– Construir la paz sobre la base de la implementación integral del Acuerdo Final de Paz, honrando los compromisos asumidos desde el Estado y como una responsabilidad ética de la sociedad colombiana. Esto teniendo en cuenta identificación conjunta de desafíos y prioridades que permitan catapultar la implementación, garantizando el enfoque territorial, étnico y de género.
– Priorizar la solución definitiva a las confrontaciones armadas que persisten a través del diálogo para la negociación y/o el sometimiento a la justicia de los grupos armados ilegales, y en particular retomar la negociación con el ELN de forma efectiva, para aliviar a las comunidades y poblaciones afectadas por un conflicto que se niega a quedar en el pasado y cuyo cese las comunidades y la sociedad reclaman.
– Avanzar en un examen crítico de nuestro pasado para construir sobre él un futuro en paz. Por esto, necesitamos una política de memoria y verdad para la construcción de paz y la no repetición que comprometa al Estado y a la sociedad en su conjunto y aporte al fortalecimiento de valores democráticos. Además, que reconozca, apoye y promueva las iniciativas de memoria de la sociedad civil y sus organizaciones como esenciales para la construcción de una memoria plural y democrática; y que garantice que la institucionalidad responsable tenga la independencia y autonomía necesaria para llevar a cabo una política y acción decidida para una memoria viva y plural que suponga una ruptura con el pasado de estigmatización, justificación o negacionismo.
– Replantear el problema del narcotráfico y encontrar los caminos políticos, económicos, éticos y jurídicos de salida en debates de fondo, tanto a nivel nacional como internacional, que permitan avanzar en la regulación del mercado de drogas y superar el prohibicionismo. Lo anterior sobre la base del reconocimiento de la penetración a todos los niveles de los cultura, la política y la economía que ha alcanzado el narcotráfico y de que la guerra contra las drogas y por las drogas ilegalizadas es uno de los principales y más relevantes factores que han facilitado la persistencia del conflicto y la violencia y que ha tenido altísimos impactos negativos a nivel político, económico, social y ambiental, así como frente a los derechos de personas, comunidades y territorios que debemos enfrentar. En lo inmediato, urge adoptar un enfoque de derechos humanos y de salud pública en la política frente al cultivo, el consumo y racionalizar el uso de la acción penal frente a los eslabones más débiles de la cadena que permita, entre otros, superar problemas estructurales de pobreza, exclusión y estigmatización. Y poner en marcha una propuesta hacia la regulación rigurosa del mercado y el consumo bajo control estatal e internacional en un proceso en que Colombia puede y debe jugar un papel de inspiración y liderazgo.
– Fortalecer y desarrollar mecanismos de investigación que le permitan al Estado y la sociedad conocer a profundidad el sistema de relaciones, alianzas e intereses involucrados en el narcotráfico y entramados de la violencia. Estos mecanismos pasan por la investigación y judicialización de los entramados políticos, financieros y armados que lo hacen posible y por alternativas de sometimiento de las organizaciones armadas y sus redes de apoyo que faciliten su contribución a la verdad, la reparación y la no repetición. Para esto es fundamental fortalecer la Unidad Especial de Investigación (UEI) de la Fiscalía mediante un mecanismo mixto (nacional e internacional) que investigue y esclarezca la verdad del narcotráfico; y garantizar la permanencia en Colombia de las personas solicitadas en extradición que puedan aportar verdad y contribuir a la satisfacción de los derechos de las víctimas.
– Recuperar el valor de la justicia para reivindicar la legalidad, promover la convivencia pacífica, contribuir a la satisfacción de los derechos de las víctimas y reconstruir la confianza en el Estado. En este sentido, ante la persistencia de la violencia causada por grupos armados y el impacto de la impunidad, se requiere mejorar las capacidades del Estado para: garantizar la imparcialidad e independencia de los entes de investigación y juzgamiento, así como de los organismos de control que deben ser garantía y compromiso con el necesario fortalecimiento la democracia; proteger a los funcionarios judiciales, a las víctimas y a quienes participen en los procesos; esclarecer la criminalidad organizada y sus entramados de alianzas con diferentes sectores económicos, políticos o militares que ocasiona y se beneficia de violaciones a los Derechos Humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario; y sancionar a los responsables, sean estos actores privados o agentes del Estado; y para promover el sometimiento a la justicia de miembros de organizaciones criminales.
– Establecer una nueva visión de la seguridad para la construcción de paz, como bien público centrado en las personas, que nos permita superar las lógicas del conflicto armado en el que hemos vivido, cambiar la manera como el Estado entiende y hace presencia en los territorios y reconstruir la confianza sobre la base de diálogos entre los ciudadanos y las instituciones, en particular la fuerza pública, como un elemento fundamental para la paz territorial y el fortalecimiento institucional. En este marco cobra relevancia la transformación del sector seguridad, y en particular del papel del lugar de la fuerza pública para asegurar la prevención del crimen y las exigencias de la ley en la protección de la vida y la tranquilidad de las personas empezando por quienes están más expuestos por causa de la pobreza y la exclusión; a partir de una discusión amplia y plural y que se enfoque en garantizar la buena gobernanza institucional de manera que se fortalezcan el direccionamiento y liderazgo civil diferenciando la seguridad y la defensa, los sistemas de supervisión y control tanto político como disciplinario y penal, la cultura democrática de transparencia y rendición de cuentas, y en general se haga un ajuste en los roles, misiones y estructura que responda a los nuevos desafíos y a las necesidades de las comunidades y territorios. Finalmente, la recuperación de la confianza también supone que las instituciones del sector enfrenten el legado de las violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH en los que han tenido responsabilidad sus integrantes, y garanticen la no repetición de estos hechos.
– Profundizar la democracia para la paz a través de la exclusión definitiva de las armas de la política, la superación de su relación con el entramado del conflicto y la puesta en marcha de una reforma que abra espacios para sectores y grupos excluidos y recupere la dignidad de la política. Lograr una democracia representativa que refleje la pluralidad del país y que tenga en el centro el diálogo deliberativo y reconozca la participación y la movilización ciudadana como herramientas fundamentales para lograr el avance en la garantía de derechos, el restablecimiento del tejido social, la construcción de confianza institucional y el rechazo definitivo a la violencia contra quienes piensan distinto.
– Construir la paz necesita de nuevas herramientas y una ruptura con el pasado, una conmoción positiva, y no una visión fragmentada del camino de la reconstrucción de la convivencia. Una muestra de voluntad política y social que articule muchas de estas medidas con un Ente que nazca con la necesaria fortaleza, capacidad de coordinación, presupuesto e impulso político. Un ministerio o un ente que impulse las políticas del estado por la reconciliación y la construcción de paz, es una de esas herramientas que la Comisión propone. Muchas de estas recomendaciones se refieren a muy diversos actores, pero también debe haber mecanismos de profundo impulso institucional para la transformación que Colombia necesita.
– Garantizar condiciones de bienestar y vida digna de las comunidades en los territorios, y construir una visión compartida de país que incluya a los territorios que han sido históricamente excluidos y un compromiso de futuro desde el respeto a la vida, las diferentes necesidades y perspectivas para superar las desigualdades estructurales del país que han sido profundizadas por el conflicto del que han sido las principales víctimas el sector campesino y los pueblos étnicos. Esto requiere de un esfuerzo integral y de largo plazo, que compromete no solamente al Estado sino a la sociedad en su conjunto, basado en un proceso de ordenamiento territorial participativo, equitativo, sostenible y multicultural. Para ello, se debe garantizar una redistribución de la tierra, la prevención y reversión del despojo; el acceso a bienes y servicios públicos, incluidas la seguridad y la justicia; y oportunidades productivas (de capital financiero, vías terciarias, acceso a mercados) para los habitantes del campo que significa la para el país la seguridad y soberanía alimentarias el cuidado de los ecosistemas, del agua y de la tierra como elementos fundamentales para el bien común y el buen vivir nacional desde las comunidades locales.
– Garantizar la aplicación del enfoque diferencial en la implementación de todas las recomendaciones de la Comisión y en el desarrollo de las funciones del Estado es una condición para lograr la paz total. No puede haber paz íntegra sin un trato diferencial hacia los grupos históricamente excluidos - pueblos étnicos, población campesina, mujeres, NNAJ, personas LGBTQ+, personas en situación de discapacidad o diversidad funcional y de la tercera edad - y si no se hacen esfuerzos específicos para transformar los factores por los que el conflicto armado causó impactos particularmente agravados sobre ellos. Esto implica que se debe garantizar su derecho a la participación en los procesos de ajustes normativos, institucionales, de políticas públicas y en los mecanismos que se establezcan para implementar las recomendaciones, reconociendo sus liderazgos y autoridades (en el caso de los pueblos étnicos). El enfoque diferencial deberá incluir tanto medidas afirmativas específicas para cada grupo poblacional, como la aplicación transversal del enfoque en todas las medidas que tienen especial efecto para la erradicación de las violencias históricas estructurales (racismo, patriarcado y clasismo).
– Asumir como sociedad una ética ciudadana y pública compartida que nos permita transformar los valores, los principios y las narrativas que hacen parte de nuestra cultura y que han contribuido a la persistencia de la violencia, de manera que podamos construir nuevas formas de vivir en sociedad basadas en la igualdad de dignidades, el reconocimiento del otro en todas sus diversidades, el cuidado de la vida, el respeto de los derechos humanos y la capacidad de diálogo y deliberación argumentada. Colombia necesita acabar con la visión del enemigo que ha sido en buena parte el sustrato de la guerra y la política y que ha alterado incluso las relaciones sociales. Este cambio cultural, sustantivo, requiere de transformaciones en lo institucional, lo normativo, incluyendo una dimensión personal y cotidiana, por lo cual es necesario realizar transformaciones en el sistema educativo para formar sujetos capaces de vivir en paz y aprender las lecciones del pasado como parte de la historia compartida y memoria colectiva; llevar a cabo campañas, espacios de encuentro y promover la gestión cultural para que el respeto por la vida y la diversidad permee los territorios; e involucrar a los medios de comunicación, las iglesias y comunidades religiosas en la transformación de percepciones y la desinstalación de narrativas de odio, discriminación y estigmatización que permanecen enquistadas en nuestra cultura.
– Tomar el legado de la Comisión de la Verdad, que se materializa en sus hallazgos, recomendaciones y aprendizajes, como base de la reflexión y de la acción social y política respecto a asuntos fundamentales de la historia, del presente y de la posibilidad de la vida en comunidad hacia el futuro. Este legado permanecerá accesible en el Informe de la Comisión, su archivo, su transmedia y la exposición permanente en el Museo de Memoria de Colombia, y su vigencia dependerá de que los diferentes estamentos de la sociedad y las instituciones, las víctimas y movimientos sociales se apropien de él, para convertirlo en una energía de transformación colectiva, y para quienes en cumplimiento de sus deberes, objetivos y misiones, implementar las recomendaciones que se les ha hecho en el presente Informe sea una forma de explorar esas vías de transformación para una Colombia incluyente y en paz.
1. PARA AVANZAR EN LA CONSTRUCCIÓN DE PAZ COMO UN PROYECTO NACIONAL
Creo que el primer ejercicio es que el gobierno respete lo firmado en los Acuerdos de la paz yo creo que eso es un primer ejercicio para promover que esto no se repita[1174].
A pesar del avance que significó para el país la firma del Acuerdo Final de Paz, Colombia continúa inmersa en conflictos armados en diferentes territorios, que deben ser abordados y resueltos de fondo para avanzar hacia la paz completa. Luego de cinco años de la firma del Acuerdo Final de Paz entre el Estado colombiano y las extintas FARC-EP, la lenta y parcial implementación de lo pactado, sumada al recrudecimiento de la violencia en algunas zonas, han obstaculizado la posibilidad de avanzar decididamente hacia la construcción de paz. Por ello, las recomendaciones en este acápite hacen un llamado al Estado a honrar los compromisos asumidos en el Acuerdo Final de Paz, a poner un fin definitivo a la confrontación armada dada la persistencia y expansión de la violencia en ciertos territorios del país y, por tanto, a priorizar la vida y la construcción de paz dentro de la agenda política nacional. Esto implica la concurrencia de todos los poderes del Estado, de la comunidad internacional y de la sociedad civil -que históricamente ha jugado un rol fundamental en el impulso de la paz-, así como la convergencia de diversos esfuerzos y aprendizajes logrados a lo largo de la historia.
Si bien se reportan avances luego de los primeros cinco años de firma del Acuerdo Final de paz, el Instituto Kroc[1175] identifica que más de la mitad de las medidas acordadas no reportan avances significativos que garanticen su cumplimiento, según los tiempos establecidos. Incluso, se reporta una desaceleración en los porcentajes de ejecución, especialmente en el año 2021, en el que todas las medidas, excepto las relacionadas con el punto 3, «Fin del conflicto», reportaron un menor cumplimiento frente al año inmediatamente anterior, con retrocesos preocupantes en materia de solución al problema de las drogas, atención integral a víctimas y las medidas étnicas y de género[1176]. De mantenerse este ritmo, es factible que un alto porcentaje de medidas del Acuerdo no se cumplan en los 15 años definidos para su implementación[1177] Y evitar que la energía de transformación que el acuerdo conlleva se pierda en una aplicación dilatada en el tiempo que no lleve al cambio que el acuerdo conlleva.
A lo anterior se suma el problema de la financiación. Desde la firma del Acuerdo, en ninguno de los años se han cumplido las metas de recursos planeadas, lo que resulta especialmente sensible en algunos de los puntos que requieren mayores inversiones, como los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial, el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos (PNIS) y la Atención y Reparación Integral a las Víctimas.
Quizás uno de los desafíos más importantes está en el tema de participación. La participación es un principio y un pilar del Acuerdo Final de Paz. No solo hay un punto en el Acuerdo que busca profundizar los mecanismos de participación ciudadana en la definición, implementación y seguimiento de las políticas públicas, sino que esta se halla en la esencia de lo que el Acuerdo plantea como construcción de paz. A pesar de lo anterior, las garantías contempladas en el punto 2 no han sido implementadas y, adicionalmente, las diferentes instancias y espacios creados en el Acuerdo para garantizar la participación incidente de las comunidades, incluyendo los pueblos étnicos, no han tenido el apoyo ni el impulso necesarios. Esto se agravó por las medidas de aislamiento que se implementaron dada la emergencia sanitaria causada por el Covid-19 y por las condiciones de seguridad en algunas regiones.
La falta de articulación[1178] en la implementación de las medidas ha limitado el impacto y puesto en riesgo las transformaciones que se persiguen con el Acuerdo. Por ello, es necesario que los ajustes en la planeación y ejecución que se realicen a futuro se desarrollen bajo una estrategia integral y no bajo el accionar aislado de cada una de las entidades responsables.
El rezago en la implementación del capítulo étnico, que solo reporta un avance del 13 %, y las medidas de género, que reportan un avance del 12 %, es especialmente preocupante, pues hay una clara distancia del ritmo de implementación en las demás medidas, que se encuentran alrededor del 30 %[1179]. Esto, sin duda, es reflejo del desafío que tenemos para superar las violencias estructurales y las condiciones de exclusión de los pueblos étnicos, las mujeres y las personas LGBTIQ+.
En cuanto a la reincorporación de las FARC-EP, es importante resaltar que más de 12 mil excombatientes se encuentran en proceso de reincorporación, apostando por la construcción de paz. Hasta el momento, se ha cumplido con lo acordado en materia de garantías de participación política, el 60 % de los excombatientes ya recibieron recursos para sus proyectos productivos y se han hecho esfuerzos por formalizar la propiedad de los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación[1180]. A pesar de lo anterior, sigue existiendo un reto enorme. Más de 300 excombatientes han sido asesinados, hay una clara ausencia de condiciones de seguridad en los territorios, dificultades para aumentar la cobertura en el acceso a tierras y vivienda rural, y problemas de sostenibilidad económica de las personas en proceso de reincorporación. A estas dificultades se suma la no formalización del Sistema Nacional de Reincorporación, un elemento necesario para la articulación de la institucionalidad responsable de la implementación de este conjunto de medidas.
Por lo anterior, la Comisión de la Verdad con este conjunto de recomendaciones hace un llamado a la implementación integral de lo acordado sobre la base de un diálogo amplio con las instituciones, las instancias de género y étnicas creadas para el seguimiento, las autoridades territoriales y étnicas y las organizaciones de la sociedad civil nacionales y locales que han venido haciendo seguimiento a la implementación, para superar los desafíos que enfrenta la implementación. En especial, se recomienda avanzar en la reincorporación social y económica de los integrantes de las FARC-EP con garantías de seguridad, como lo ha exigido la JEP y la Corte Constitucional.
Este bloque de recomendaciones, resalta también la urgencia de crear dentro del Gobierno un ministerio que lidere los asuntos de paz, reconciliación, atención a víctimas y reintegración. Este debe tener un claro enfoque territorial, que adicionalmente articule las políticas, programas y proyectos que se encuentran dispersos en diferentes sectores y entidades, lo que ha limitado su alcance e impacto y dificultado la recuperación del tejido social afectado por el conflicto armado y el restablecimiento de la confianza en la institucionalidad y entre los ciudadanos.
La Comisión también invita al Gobierno, a los actores armados y a la sociedad a reconocer que el diálogo y la negociación son las principales herramientas para alcanzar la paz. Esto implica, por una parte, retomar las negociaciones con el ELN, teniendo en cuenta los avances alcanzados previamente -incluido el reconocimiento del protocolo suscrito con esta guerrilla en caso de ruptura de las conversaciones- y diálogos regionales para mitigar los impactos humanitarios de la confrontación y hacer frente a los factores de persistencia del conflicto[1181]. Y, por otra parte, avanzar en la formulación e implementación de una política de sometimiento a la justicia[1182], tanto individual como colectiva, que ofrezca incentivos razonables, que ponga en el centro a las víctimas y garantice los derechos a la verdad, la justicia y la reparación, y que contribuya al desmantelamiento definitivo de las organizaciones criminales, incluyendo no solo su aparato armado, sino el entramado de actores que las apoyan. Esta política se debe complementar con el fortalecimiento de la independencia y las capacidades en materia de investigación y judicialización para garantizar la efectiva persecución del narcotráfico, las organizaciones criminales y la corrupción como se destaca en el apartado sobre impunidad de estas recomendaciones.
Como complemento de lo anterior, y teniendo en cuenta la grave crisis humanitaria que se vive en algunos territorios del país, dada la persistencia de la violencia, se hace un llamado a todos los actores armados al respeto de los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario. Al Gobierno y las autoridades, se las invita, así mismo, a reconocer, respetar y apoyar las iniciativas, acuerdos y pactos humanitarios locales y regionales que vienen siendo impulsados desde las organizaciones sociales y comunitarias de los territorios más afectados por la confrontación armada.
Finalmente, entendiendo que la paz va más allá del silencio de los fusiles, conviene resaltar que su construcción y sostenibilidad dependerá no solo de la implementación de este bloque de recomendaciones, sino también de la puesta en marcha integral del conjunto de transformaciones que se requieren para superar los factores de persistencia y garantizar la no repetición del conflicto.
RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Llamamos al Estado y a la sociedad en su conjunto, a reconocer que, a pesar de los avances logrados en materia de construcción de paz, no hemos logrado el necesario impulso sobre las transformaciones que es necesario emprender para superar los factores que han permitido la persistencia del conflicto armado y la violencia durante décadas. Por consiguiente, es necesario avanzar en un consenso alrededor de esas transformaciones y de la necesidad de adelantar las negociaciones o estrategias para desarticular los grupos armados persistentes. También es necesario continuar en la búsqueda de acuerdos que nos permitan llegar a un nuevo pacto por la paz para así dejar en el pasado de manera definitiva el legado de violencia, las violaciones a los derechos humanos y las infracciones al Derecho Internacional Humanitario.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
1.1. Implementación integral del Acuerdo Final de Paz
Corto plazo
1. Al Gobierno Nacional, a las autoridades territoriales y al Congreso de la República, garantizar el cumplimiento pleno e integral del Acuerdo Final de Paz, desarrollando un plan de impulso a la implementación de todos los puntos del Acuerdo con enfoque territorial, étnico, de género y de derechos de las mujeres. Esto debe hacerse sobre la base de un diálogo amplio con las instituciones, las instancias de seguimiento creadas en virtud del Acuerdo[1183], con las autoridades territoriales y étnicas y las organizaciones de la sociedad civil nacionales y locales que han venido haciendo seguimiento a la implementación y que permita, entre otros:
- Establecer tiempos, recursos y objetivos de corto, mediano y largo plazo que den claridad frente al horizonte de la implementación, y fortalecer el seguimiento con indicadores e informes públicos y periódicos con enfoque territorial, étnico, de género y de derechos de las mujeres.
- Profundizar la participación informada e incidente de los diversos sectores sociales como principio transversal y condición necesaria en cada una de las etapas de la implementación para avanzar en la construcción de paz territorial.
- Avanzar con mayor celeridad en la implementación de las disposiciones del capítulo étnico y de las medidas de género.
- Incrementar la financiación para aumentar la cobertura e impacto del conjunto de medidas del Acuerdo.
- Garantizar la articulación de la implementación con la estrategia de seguridad (ver recomendaciones seguridad).
Corto plazo
2. Al Gobierno Nacional, garantizar la seguridad de las y los excombatientes de las FARC-EP, así como su reincorporación económica, social y política, dentro de una estrategia integral de protección de territorios inspirada en el concepto de seguridad humana, a través de, entre otras acciones:
- Garantizar el cumplimiento integral de las medidas contempladas en el Acuerdo Final de Paz en materia de seguridad[1184] y las órdenes emitidas por la JEP y la Corte Constitucional[1185], e implementar medidas para la atención a viudas, hijas e hijos de excombatientes asesinados.
- Reglamentar y poner en marcha el Sistema Nacional de Reincorporación con una participación efectiva de los excombatientes, garantizando su implementación con enfoque diferencial, de género y étnico.
- Dar celeridad al acceso a tierras, vivienda y proyectos productivos, y garantizar la y garantizar la sostenibilidad de estos últimos, ya sean individuales o colectivos.
1.2. Creación de un Ministerio para la Paz y la Reconciliación
Mediano plazo
3. Al Gobierno Nacional, crear un Ministerio para la Paz y la Reconciliación que lidere la implementación y articule las instituciones, programas y políticas orientadas al reconocimiento de las víctimas, la generación de condiciones de convivencia y de confianza entre la ciudadanía y de esta con el Estado, y, en general, a la reconciliación. El nuevo ministerio deberá contar con presupuesto y capacidades para coordinar, financiar y escalar las intervenciones en todo el territorio nacional y con otros entes del gobierno y del Estado.
Para lo anterior, se deberá fortalecer y garantizar el rol de asesoría y acompañamiento que cumple el Consejo Nacional de Paz y los Consejos Territoriales.
1.3. Cooperación internacional para la paz[1186]
Mediano plazo
4. Al Gobierno Nacional formular una nueva política internacional que se base en las necesidades de superación del conflicto armado y la construcción de paz en Colombia. En el marco de esa política, es importante el restablecimiento de las relaciones con la República Bolivariana de Venezuela y el fortalecimiento de las relaciones con los países vecinos. Esto en aras de mejorar las condiciones de seguridad y de vida de las comunidades que habitan en las zonas de frontera y de la población migrante, en general.
1.4. Medidas humanitarias
Corto plazo
5. A todos los actores armados[1187], cumplir con su obligación estricta de respetar los derechos humanos y las normas del Derecho Internacional Humanitario, y a adoptar medidas de prevención para proteger a la población y a los bienes civiles de las hostilidades. Con ese fin, adicionalmente, se recomienda:
- Al Gobierno Nacional y a las autoridades territoriales reconocer las iniciativas de acuerdos humanitarios lideradas por las organizaciones de la sociedad civil.
- Al Gobierno y a las autoridades territoriales, promover la realización de acuerdos humanitarios en los territorios más afectados por el conflicto armado con la participación de las comunidades.
- A los actores armados respetar y garantizar la labor que desempeñan los organismos humanitarios nacionales e internacionales y a la misión médica en el territorio.
- Al Gobierno Nacional, con el apoyo de las organizaciones civiles de desminado, avanzar en el desminado humanitario en cumplimiento de los compromisos internacionales, priorizando las zonas más afectadas por la presencia de minas antipersona y municiones sin explotar.
Exigimos a los grupos armados ilegales cesar las afectaciones a la población civil, las comunidades y los territorios y los invitamos a adoptar medidas y gestos unilaterales que contribuyan al desescalamiento de la confrontación armada.
1.5. Priorización del diálogo para poner fin a la confrontación armada
Mediano plazo
6. Al Estado, a través del Gobierno Nacional, en cabeza del Presidente y de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, y a los grupos armados ilegales, priorizar el diálogo como herramienta para poner fin a la confrontación armada.
Corto plazo
6.1. Al Estado, a través del Gobierno Nacional, en cabeza del Presidente y de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, y al ELN, en especial, comprometerse y avanzar en una salida negociada y definitiva al conflicto armado, teniendo en cuenta los avances de las últimas conversaciones (2017-2018). Para esto se recomienda:
- Al Gobierno Nacional, facilitar la creación de las condiciones e incentivos necesarios para la negociación, teniendo en cuenta las lecciones aprendidas en intentos pasados. Específicamente, se sugiere (i) reconocer el «Protocolo establecido en caso de ruptura de la negociación de diálogos de paz Gobierno colombiano-ELN» y (ii) impulsar iniciativas y espacios regionales de diálogos enfocados en la mitigación de los impactos humanitarios de la confrontación y el abordaje de los factores estructurales de persistencia del conflicto armado.
- Al ELN, respetar y garantizar la labor de los organismos humanitarios en los territorios en los que hacen presencia y adoptar medidas y gestos unilaterales que contribuyan a la generación de confianza, el desescalamiento del conflicto, la garantía de los derechos de la población civil y las comunidades y a la creación de condiciones conducentes al diálogo.
Corto plazo
6.2. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, con el apoyo de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad (CNGS)[1188], diseñar e implementar una estrategia integral de sometimiento[1189] -individual y colectivo- como parte de la política pública de desmantelamiento[1190] de las organizaciones criminales -entendidas como entramado de diferentes actores armados, políticos, sociales y económicos, incluyendo las organizaciones herederas del paramilitarismo-, que contribuya a garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. Para esto, se recomienda:
- Fortalecer el análisis de contexto, la caracterización y el diagnóstico de los diferentes grupos, sus tipologías, su estructura, sus motivaciones y sus formas de financiación y objetivos, con el fin de responder a las particularidades de la criminalidad organizada.
- Establecer una estructura de incentivos judiciales y en materia de saneamiento de bienes, y condiciones para acceder y mantener los beneficios que se relacionen con la contribución al esclarecimiento del fenómeno criminal y a la satisfacción de los derechos de las víctimas.
- Establecer como prioridad en la investigación penal la violencia sistemática que ocasiona violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH, así como los actos de corrupción a gran escala vinculados con la criminalidad organizada y sus redes de apoyo.
- Garantizar que la definición de la situación jurídica de quienes se sometan ocurra en un periodo de tiempo razonable.
- Garantizar el restablecimiento de derechos de niños, niñas y adolescentes que hacen parte de los grupos armados ilegales y adoptar medidas efectivas que contribuyan a su desvinculación.
Corto plazo
6.3. A las organizaciones de la sociedad civil y a los movimientos sociales por la paz, a los empresarios y a los partidos políticos, a rechazar la lucha armada y exigir a los diferentes actores poner fin a la confrontación. También a perseverar en la promoción e impulso de iniciativas encaminadas al desescalamiento del conflicto armado y a la mitigación de los impactos de la violencia en la población civil y en las comunidades a nivel regional y local.
Corto plazo
6.4. A la comunidad internacional y a las iglesias, a continuar sus esfuerzos por promover y apoyar acuerdos humanitarios y el diálogo como salida a la confrontación armada.
1.6. Garantías para la reintegración efectiva de los excombatientes y para el restablecimiento de derechos de los niños, niñas y adolescentes desvinculados
Corto plazo
7. Al Gobierno Nacional, revisar y realizar los ajustes necesarios a la política de restablecimiento de derechos y de reintegración, teniendo en cuenta las lecciones aprendidas de otros procesos. Para esto, es fundamental:
- Revisar y ajustar la ruta para el restablecimiento pleno de derechos de los niños, niñas y adolescentes desvinculados de los grupos armados ilegales, así como las condiciones necesarias para su efectiva reintegración a la vida civil, de manera tal que se atienda y responda a las particularidades de esta población.
- Garantizar que la reintegración responda de manera flexible a la naturaleza y características del grupo armado desmovilizado, que contemple medidas con enfoque territorial y diferencial incluyendo los enfoques etario, étnico, de género y de derechos de las mujeres, y que responda al perfil de los mandos medios, su rol e incidencia, según la organización.
- Garantizar la seguridad de todas las personas que se acogen a procesos de reintegración.
- Poner en marcha estrategias de contención temprana para evitar el rearme de mandos medios (con roles militares o políticos) susceptibles de perder ascendencia durante el proceso de reintegración.
- Establecer mecanismos para que las comunidades y pueblos étnicos, a través de sus autoridades representativas, participen en la definición de los procesos de reintegración no sólo de sus miembros o integrantes, sino de aquellos excombatientes que buscan adelantar su proceso en estos territorios.
- Hacer una evaluación de la situación jurídica de los postulados de Justicia y Paz que están en espera de una sentencia condenatoria con el fin de hacer los ajustes normativos y de política necesarios para agilizar su contribución a la satisfacción de los derechos de las víctimas, la resolución de su situación jurídica y su participación en programas para la reintegración social y económica.
2. PARA GARANTIZAR LA REPARACIÓN INTEGRAL, LA CONSTRUCCIÓN DE MEMORIA, LA REHABILITACIÓN Y EL RECONOCIMIENTO DE LA DIGNIDAD DE LAS VÍCTIMAS Y DE RESPONSABILIDADES
Para que esto no se repita en Colombia y podamos avanzar, debemos de contarnos la verdad y reconciliarnos entre todos. No va a ser fácil perdonar porque no es fácil perdonar a alguien que a ti te mató un padre, un hermano, un hijo. No va a ser fácil. Pero debemos dar ese esfuerzo, de saber qué fue lo que pasó. De contar con una reparación integral.
Tanto de las FARC como del Estado, una reparación de verdad, para que así, tú digas, sí, de pronto, me tocó vivir esta situación. En mi caso, por ejemplo, sí, mi padre fue secuestrado, fue asesinado, pero miren, a mí me repararon de esta forma. Obvio, lo material o lo simbólico de pronto no va a recuperar a nuestro ser querido, pero sí ayuda a mitigar un poco el dolor[1191].
En Colombia hay más de nueve millones de víctimas del conflicto armado, según el Registro Único de Víctimas, lo que equivale aproximadamente al 20 % de la población nacional. Si hiciéramos un minuto de silencio por cada víctima tendríamos que callar durante 17 años.
La dimensión de la tragedia y el trauma colectivo no lo pueden captar las cifras ni los miles de testimonios que fueron entregados a la Comisión, sobre todo si tenemos en cuenta que nuestro trabajo se desarrolló todavía en muchos lugares en medio de la continuidad del miedo, el desplazamiento forzado de comunidades, de los asesinatos de líderes y lideresas, las amenazas, los confinamientos de comunidades étnicas y las múltiples violencias en su contra, los paros armados y la violencia política, pero también con la voluntad decidida de hablar. Las víctimas están en el centro del mandato de la Comisión, del Sistema Integral para la Paz y del Acuerdo Final de Paz, y sus testimonios son llamados a poner un fin definitivo a la violencia y la confrontación y a garantizar su no repetición. Por tanto, la reparación integral y transformadora y la preservación de su memoria deben ser un esfuerzo intergeneracional que sea una prioridad para el Estado entero, y que cuente con el apoyo y reconocimiento de la sociedad en su conjunto.
La Comisión reconoce los esfuerzos significativos que ha hecho el país para la satisfacción de los derechos de las víctimas: desde los esfuerzos por prevenir y atender el desplazamiento forzado con la Ley 387 de 1997; avances en memoria histórica y justicia con la Ley de Justicia y Paz; en la implementación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras; y en la implementación del punto 5 del Acuerdo Final, en particular la puesta en marcha de los mecanismos judiciales y extrajudiciales del Sistema Integral para la Paz. A esto se suma la aprobación de la prórroga de la Ley de Víctimas y los Decretos Ley étnicos. Sin embargo, aún falta mucho. El lento avance de la reparación, la falta de articulación entre diferentes instrumentos, la continuidad de las afectaciones y, en general, las limitaciones para cumplir en tiempo razonable con la reparación son retos que el país debe priorizar. Por ello, la Comisión propone recomendaciones ambiciosas que buscan avanzar decididamente en la satisfacción de los derechos de los millones de víctimas[1192].
En este apartado, en un primer momento, se desarrollan recomendaciones que apuntan al reconocimiento de la dignidad de las víctimas, sus afrontamientos y resistencias, y al deber que tienen los responsables de reconocer ante ellas los crímenes, violaciones de los derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario a los que las sometieron. Lo anterior, incluye la necesaria continuidad de procesos de reconocimiento iniciados por la Comisión, aprendiendo de la experiencia de la entidad en este tema. La empatía y el reconocimiento del sufrimiento son partes fundamentales del proceso de sanación individual y colectivo que debemos emprender como país. El reconocimiento tiene como horizonte ético y político contribuir a la convivencia, a la confianza y a la paz, y abrir el camino de la reconciliación sobre la base de la no repetición.
En un segundo momento, se desarrollan recomendaciones para garantizar el derecho de las víctimas a ser reparadas de manera integral y transformadora para superar las condiciones de pobreza en las que vivían en 2019, por ejemplo, cerca del 76 % de las víctimas de desplazamiento forzado[1193]. También se proponen recomendaciones para garantizar su derecho a acceder plena y preferencialmente a la oferta social del Estado en cuanto a salud, vivienda, educación y generación de ingresos. La dimensión transformadora de la reparación integral no solo permite la reparación del daño ocasionado por la victimización, sino que, adicionalmente, ataca las condiciones de exclusión y desigualdad que permitieron la vulneración de derechos. Garantizar una reparación bajo un enfoque transformador es, además, garantía de no repetición que impulsa el desarrollo social en términos de justicia distributiva[1194]. Sin desconocer los esfuerzos presupuestales que se han realizado, los recursos asignados para la reparación integral en el marco de la Ley de Víctimas y Decretos Ley Étnicos han sido insuficientes frente al universo de víctimas. A pesar de la prórroga de la Ley y del nuevo CONPES 4031 de 2021, se mantiene la alerta de que, al ritmo actual, no parece posible cumplir en tiempo razonable con la garantía del derecho mencionado.
Por todo lo anterior, estas recomendaciones hacen énfasis en los ajustes de política, normativos e institucionales necesarios para garantizar una reparación integral, diferenciada y transformadora, bajo un principio de no regresividad. El ajuste de dicha normatividad es uno de los grandes pendientes del punto 5 del Acuerdo (5.1.3.7). Lo anterior, entre otras cosas, implica pensar en fuentes de recursos adicionales; fortalecer la reparación colectiva y la reparación de víctimas de la fuerza pública; reconocer como víctimas a excombatientes en proceso de reincorporación que hayan sufrido de graves violaciones de DDHH e infracciones al DIH; y reconocer el exilio como una grave violación a los derechos humanos. La masividad de la reparación debe hacerse compatible con la especificidad de los daños diferenciales que sufren las víctimas según el hecho victimizante y el grupo poblacional, por lo que el Sistema de Reparación debe adecuarse para especializar su respuesta y para atender y reparar de manera diferencial los daños de las víctimas de delitos contra la libertad e integridad sexual, desaparición forzada, tortura, secuestro, lesiones que causaron incapacidad como aquellas producidas por minas antipersonal y municiones sin explotar, homicidio, exilio, desplazamiento forzado, y reclutamiento de niños, niñas y adolescentes.
En la actualidad, la Ley de Víctimas y sus Decretos Étnicos no reconocen el exilio y el refugio transfronterizo como un hecho victimizante y no se ha avanzado de manera decidida con un programa para el retorno de las personas exiliadas, como se acordó en el Punto 5.1.3.5. del Acuerdo Final de Paz. Este reconocimiento debe darse conforme a las guías y protocolos establecidos por el derecho internacional y, sobre todo, ser consultado con las víctimas en cuanto a su metodología, aspectos sustanciales y de fondo[1195]. Dentro de estos aspectos, se deben propiciar articulaciones entre los entes que llevan el registro de las personas exiliadas y refugiadas: Acnur y el Registro Único de Víctimas.
En un tercer momento, se proponen recomendaciones encaminadas a garantizar el derecho a una atención integral en salud física y psicosocial continua, robusta y que responda a las particularidades propias de los diferentes hechos victimizantes, así como de los enfoques diferenciales. Entre otras, se propone un énfasis especial en fortalecer el enfoque colectivo en la atención psicosocial para comunidades afectadas por el conflicto. Esto está muy relacionado con la implementación del Plan Nacional de Rehabilitación que se propuso en el Acuerdo Final de Paz y cuyo borrador aún no ha sido aprobado por el Gobierno Nacional. El año pasado este plan estaba en una nueva revisión por parte de la Dirección Jurídica del Ministerio de Salud, y, a la fecha, el Decreto que debe acoger el Plan no se ha publicado. Sin embargo, el Ministerio ha dicho que el borrador del Plan publicado en 2018 sí se está implementando. Más allá de esto, las recomendaciones apuntan a fortalecer la atención psicosocial de las víctimas del conflicto armado, velando por su continuidad, y a garantizar la atención a las víctimas acreditadas ante el Sistema Integral para la Paz que no están en el Registro Único de Víctimas.
En un cuarto momento, se desarrollan recomendaciones para garantizar el derecho a una memoria plural que reconozca las atrocidades del pasado, que contribuya a superar el dolor y el trauma y que haga frente a dinámicas de estigmatización, deshumanización y negacionismo que se estructuran como factores de persistencia. También se busca una memoria que proteja el derecho de toda la sociedad a saber lo ocurrido en el marco del conflicto armado. Entre otras, estas recomendaciones recogen la propuesta de avanzar en una política de memoria para la no repetición, construida de manera ampliamente participativa, que garantice la preservación, financiación y construcción de lugares de memoria para evitar, a manera de ejemplo, las situaciones que hemos visto en 2022 con los lugares de memoria de Tumaco[1196] y de San Carlos[1197], entre otros lugares. En el marco de esta política, se recomienda la creación y reglamentación del Museo de Memoria de Colombia como una entidad permanente e independiente del Gobierno, encargada de la preservación y construcción de memoria con énfasis en las memorias locales, territoriales y de los pueblos étnicos. El museo debe poder configurarse como un espacio para una memoria viva que permita las discusiones y preguntas difíciles sobre el pasado; que asuma la implementación de la política de archivos de derechos humanos; y cuente con un programa propio, robusto, de investigación en memoria e historia del conflicto armado y sus víctimas, de pedagogía, reparación simbólica y de divulgación.
Finalmente, se desarrollan medidas específicas para promover los procesos de búsqueda de personas dadas por desaparecidas y apoyar la labor de la Unidad para la Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), de las organizaciones y de las buscadoras en todo el país. En el marco de una reparación integral, es fundamental seguir apostando por la búsqueda de las decenas de miles de personas dadas por desaparecidas. Las recomendaciones se centran en promover los procesos de búsqueda a través de la articulación institucional y el fortalecimiento de las capacidades de investigación forense, así como la priorización en la identificación de cuerpos, las garantías de acceso a la información por parte de la UBPD, y la promoción de la participación. El compromiso del Estado y la sociedad con la reparación integral y transformadora implica un compromiso con la búsqueda de las personas dadas por desaparecidas y un reconocimiento social a la incansable labor de las buscadoras.
Además de la necesaria integralidad y conexión entre los reconocimientos planteados en este acápite y en los otros, es importante reflexionar sobre cómo pensar este tema en conjunto con la superación de la impunidad, dado que la justicia es otro de los pilares de los derechos de las víctimas. La garantía de los derechos de las víctimas debe ser integral y holística. La justicia, la verdad, la reparación y las garantías de no repetición son pilares fundamentales de todas las recomendaciones. Así, el apoyo a la tarea de las otras entidades del Sistema Integral -es decir, de la JEP y la UBPD- son elementos centrales para el buen desarrollo de las recomendaciones. Así mismo, en el tema de transformación integral de los territorios, hay recomendaciones sobre restitución de tierras y de derechos territoriales, acceso a bienes y servicios públicos y desarrollo territorial que son centrales para la satisfacción de los derechos de las víctimas del conflicto armado, esto en clave de fortalecer el enfoque transformador. También en el tema de régimen político hay reconocimientos y medidas de inclusión clave para enfrentar los fenómenos de estigmatización y negacionismo que afectan a las víctimas. En el aparte de transformaciones culturales, hay recomendaciones sobre memoria que se deben leer en conjunto con las de este acápite. Por último, las recomendaciones sobre la construcción de paz como proyecto nacional junto con las demás recomendaciones del Informe son la principal garantía de no repetición y la condición para avanzar en la construcción de una paz territorial estable y duradera. Cualquier esfuerzo de memoria y reparación será insuficiente mientras la violencia y la victimización persistan. RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Convocamos a la sociedad en su conjunto a reconocer a las más de nueve millones de víctimas, los daños que sufrieron por causa del conflicto armado y las afectaciones desproporcionadas que han sufrido comunidades campesinas, pueblos étnicos, niños, niñas, adolescentes y jóvenes, huérfanos y huérfanas de la guerra, víctimas en el exilio, población con discapacidad, mujeres y personas LGBTIQ+. Es imperativo reconocer el trauma colectivo que ha dejado décadas de confrontación. También llamamos a reconocer las capacidades y la agencia de quienes han sido afectados por el conflicto armado; y la resistencia y afrontamientos de las víctimas y la sociedad durante décadas de conflicto. Por ello, es necesario realizar un examen crítico de nuestro pasado para construir sobre él un futuro común; rechazar los discursos negacionistas o justificantes de la violencia armada; y comprometernos con la satisfacción de los derechos de las víctimas y la no repetición.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
2.1. Reconocimientos de responsabilidad y de la dignidad de las víctimas
Mediano plazo
8. Al Gobierno Nacional[1198], asumir el compromiso de liderar los reconocimientos extrajudiciales de responsabilidad y de la dignidad de las víctimas sobre la base de los avances, experiencia y criterios de la Comisión[1199], dando prioridad a los reconocimientos de responsabilidad de hechos sufridos por sujetos de reparación colectiva. Estos deben contar con acompañamiento psicosocial a lo largo de todo el proceso, y deben retomar la metodología de la Comisión para que contribuyan al goce efectivo de los derechos de las víctimas y puedan configurarse como medidas de satisfacción. Para tal fin, es menester asignar los recursos necesarios a la entidad que los lidere. Dicho esquema debe garantizar una adecuada articulación con los procesos judiciales (Justicia Especial para la Paz, Justicia y Paz y la política de sometimiento) para asegurar los incentivos necesarios. Todo lo anterior se deberá realizar con el acompañamiento de organizaciones sociales y de derechos humanos.
Entre estos reconocimientos por parte del Estado, está el reconocimiento de la responsabilidad en las ejecuciones de personas presentadas como muertas en combate, llamadas “falsos positivos”, la dignidad de las víctimas y el derecho al buen nombre. El reconocimiento de la responsabilidad del Estado en el paramilitarismo durante décadas del conflicto armado, como parte del derecho a la verdad de sus víctimas y del necesario compromiso en la no repetición. Igualmente el Estado debe reconocer su responsabilidad en casos masivos como en el genocidio de la Unión Patriótica, que conllevaron un enorme impacto al pluralismo político y la democracia.
El reconocimiento a víctimas que han sido invisibles o han estado por fuera de las políticas de atención, como la Colombia que tuvo que salir del país por motivos del conflicto armado, los funcionarios de justicia que fueron víctimas del conflicto armado, así como otros sectores y comunidades colombianas, debe ser parte de la nueva institucionalidad propuesta por la Comisión y debe contar con la necesaria voluntad política de las autoridades. El Estado debe estar dispuesto en el marco del trabajo de reconciliación a favorecer e impulsar el reconocimiento de entidades públicas o privadas que han tenido graves responsabilidades en el conflicto armado interno, como una muestra de ruptura con el pasado de violencia y un compromiso con la defensa de los derechos humanos.
2.2. Reparación integral
Mediano plazo
9. Al Estado colombiano, a través del Gobierno Nacional, las autoridades territoriales, y el Congreso de la República, mediante un debate amplio con garantías de participación para las víctimas y sus organizaciones, realizar, bajo el principio de no regresividad, los ajustes de política, normativos e institucionales necesarios -especialmente a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras y los Decretos Ley Étnicos[1200]- para garantizar una reparación integral, diferenciada y transformadora de las víctimas del conflicto, en un tiempo razonable, y superar los escenarios de exclusión, pobreza y desigualdad histórica de la población víctima. Los ajustes deberán incluir, como mínimo:
- Adoptar las medidas necesarias para garantizar recursos adicionales[1201] a los que se vienen destinando para la implementación de la Política de Víctimas y de Restitución de Tierras. Esto sobre la base de una discusión acerca de los criterios de priorización de medidas y poblaciones, teniendo en cuenta las proyecciones del costo de su implementación[1202].
- Realizar la adecuación normativa[1203] de la Ley de Víctimas y los Decretos Étnicos para que se ajusten a las necesidades y oportunidades del Sistema Integral para la Paz, teniendo en cuenta lo establecido en el Acuerdo Final de Paz[1204] y los desafíos identificados en su implementación.
- Implementar programas y estrategias sectoriales con recursos y metas anuales específicas, que incluyan el enfoque diferencial. Estas deben apuntar a superar las barreras de acceso a la oferta social del Estado, para garantizar la estabilización social y económica de las víctimas, y lograr el goce efectivo de derechos en particular de las de desplazamiento forzado, en el marco de procesos de retorno o reubicación. Lo anterior, se debe hacer teniendo en cuenta las diversas barreras para la inclusión productiva y social que las mujeres, especialmente rurales, han enfrentado históricamente y aquellas que se han acentuado por el conflicto armado.
- Fortalecer la reparación colectiva, especialmente la de los pueblos étnicos, para garantizar su sostenibilidad y enfoque transformador con metas, compromisos humanos y presupuestales que vinculen a todas las entidades del Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral a las Víctimas (SNARIV). En este marco, se debe así mismo:
- Garantizar el acceso a bienes y servicios públicos y alternativas de generación de ingresos para los sujetos de reparación colectiva, a través de la articulación de los Planes de Reparación Colectiva con la oferta social del Estado, incluyendo los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial y, en general, los planes en el marco de la Reforma Rural Integral.
- Implementar medidas específicas que atiendan los daños causados por el reclutamiento forzado, asesinato y adoctrinamiento de niños, niñas, adolescentes y jóvenes sobre las condiciones de supervivencia cultural de los pueblos étnicos.
- Diseñar, en articulación con las víctimas y sus organizaciones, medidas especializadas en el marco de la política que permitan atender y reparar los daños específicos según el hecho victimizante, garantizando el fortalecimiento de los enfoques diferenciales de género, étnico, discapacidad y curso de vida.
Corto plazo
- Reconocer el exilio y el refugio transfronterizo como una grave violación a los derechos humanos y establecer medidas específicas para la asistencia y reparación integral que le asiste a las víctimas mientras permanezcan por fuera del territorio nacional. Adicionalmente, es necesario diseñar un programa que garantice el retorno o reubicación con acompañamiento de las víctimas. Este debe incluir un enfoque de derechos humanos siguiendo los criterios planteados por la Comisión en el capítulo de exilio y refugio del Informe Final[1205].
Corto plazo
Fortalecer y adecuar los programas de rehabilitación e indemnización de víctimas miembros de la fuerza pública con la participación de sus organizaciones y garantizando su implementación de forma integral e idónea[1206].
Corto plazo
- Reconocer como víctimas a los excombatientes de grupos armados ilegales que hayan sufrido graves violaciones a los derechos humanos o infracciones al DIH, incluyendo a las víctimas de violencias sexuales y reproductivas, y acordar las medidas para su reparación con enfoque diferencial en el marco del proceso de reincorporación o reintegración. [1207]
Corto plazo
10. Al Gobierno Nacional, en coordinación con el Ministerio de Relaciones Exteriores y la Unidad para las Víctimas, avanzar en un plan de choque para garantizar de forma prioritaria el cumplimiento de las órdenes sobre reparación integral de las víctimas del conflicto armado contenidas en sentencias de órganos internacionales. En particular, en lo relacionado con actos conmemorativos, reconocimientos de responsabilidad, atención en salud física y psicosocial y las garantías de no repetición. Lo anterior, debe hacerse en concertación con las víctimas y sus organizaciones, aplicando el principio pro-víctima y los enfoques diferenciales.
2.3. Salud integral y atención psicosocial como medida de reparación
Corto plazo
11. Al Gobierno Nacional, a través del Ministerio de Salud, la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas y las secretarías municipales y departamentales de salud, fortalecer los programas de atención en salud integral (física y mental) y psicosocial, partiendo del reconocimiento y valoración de las necesidades de cada región, para atender el trauma social individual y colectivo dejado por la guerra[1208], orientado hacia:
- Garantizar el acceso a la atención psicosocial con énfasis en un enfoque colectivo y territorial que incluya a víctimas, personas en proceso de reincorporación y reintegración, funcionarios públicos, miembros de la fuerza pública, trabajadores de la salud, comunidades educativas, comunidades de fe y, en general comunidades, afectadas por el conflicto armado[1209].
- Fortalecer la atención en salud integral y psicosocial para las víctimas del conflicto armado, garantizando la continuidad del servicio, la formación del personal, la sostenibilidad de los procesos y la ampliación de cobertura en general a través de, entre otras, la puesta en marcha de estrategias móviles en zonas rurales.
- Promover el reconocimiento y articulación con sistemas y prácticas de salud propios de los pueblos étnicos.
- Crear y fortalecer capacidades (protocolos y formación) para atender impactos particulares y desproporcionados de ciertos hechos victimizantes como tortura, desaparición forzada, secuestro, exilio, orfandad, violencias sexuales y reproductivas, de género y reclutamiento de niños, niñas, adolescentes y jóvenes.
- Garantizar la atención a todas las víctimas que estén adelantando procesos o se encuentren acreditadas ante instituciones del Sistema Integral para la Paz, independientemente de su inclusión en el Registro Único de Víctimas.
2.4. Memoria
Corto plazo
12. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, con la participación de autoridades territoriales, incluyendo autoridades étnicas, la academia, medios de comunicación y, en especial, las organizaciones de víctimas, discutir, concertar y poner en marcha una política de memoria y verdad para la construcción de paz y la no repetición. Esta debe construirse con un enfoque diferencial y territorial que contribuya a superar el trauma individual y colectivo y a enfrentar la estigmatización y el negacionismo. Esta política debe incluir, entre otras acciones:
- Medidas para garantizar la preservación, financiación, construcción y fortalecimiento de los lugares e iniciativas de memoria y la declaración de nuevos lugares, especialmente en sitios donde hayan ocurrido graves violaciones de derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario[1210].
- La creación y reglamentación del Museo de Memoria de Colombia como una entidad pública de carácter permanente autónoma e independiente, encargada de construir, preservar, apropiar y difundir las memorias del conflicto y de los afrontamientos y resistencias desde una perspectiva plural[1211]. Esto implica, como mínimo, contar con un mecanismo de selección del director/a que no dependa exclusivamente del Gobierno[1212].
- Medidas específicas para la construcción, preservación y apropiación de la memoria de los pueblos indígenas, afro, negro, palenquero, raizal y rrom concertadas con las comunidades.
- Medidas para fortalecer el proceso del mapa de victimización individual y colectivo[1213], para el reconocimiento y memoria del universo de víctimas del conflicto armado con énfasis en la identificación de víctimas con discapacidad, de los pueblos étnicos, en el exilio, huérfanos y huérfanas del conflicto armado interno y, en general, aquellas de hechos victimizantes no incluidos en la Ley de Víctimas.
- Un plan de actualización constante de las principales bases de datos sobre las víctimas del conflicto armado, que de forma respetuosa y sin revictimizar, pueda mejorar su caracterización en cuanto a pertenencia a pueblos étnicos, discapacidades, orientación sexual, identidad de género, situación de orfandad y avances en su reparación integral. Adicionalmente, consolidar una base de datos sobre víctimas de violaciones de DDHH e infracciones al DIH, que contenga, en los posible, una mínima narración de los hechos, al menos, en cuanto el modo, tiempo, lugar y presunto responsable sobre la base del legado que en este sentido entrega la Comisión.[1214].
Corto plazo
13. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, asignar al Museo de Memoria de Colombia o a una institución con autonomía e independencia a que lidere la política pública de archivos de derechos humanos[1215] y el Protocolo de Gestión Documental de los Archivos referidos a graves violaciones a los DDHH e infracciones al DIH[1216], incluyendo la coordinación de la implementación del Registro Especial de Archivos de Derechos Humanos, para así fortalecer la protección, conformación, apropiación y uso social del archivo[1217].
2.5. Desaparición forzada
Mediano plazo
14. Al Estado en su conjunto y en particular al Gobierno Nacional, a través del Ministerio del Interior y el Departamento Nacional de Planeación, a la Fiscalía General de la Nación, a la Procuraduría General de la Nación, las entidades del Sistema Integral para la Paz y el Congreso de la República, con la participación de la organizaciones de derechos humanos y de víctimas, realizar los ajustes institucionales, de política pública y normativos que sean necesarios para promover los procesos de búsqueda de personas dadas por desaparecidas, en el contexto y con ocasión del conflicto armado, con el fin de garantizar que la búsqueda sea una prioridad que compromete al Estado en su conjunto. Lo anterior teniendo en cuenta que el proceso de búsqueda es fundamental en el proceso de reparación integral de los familiares y en la garantía de sus derechos, y que los desaparecidos con también parte de Colombia. Para ello, se sugiere:
- Mejorar la articulación y la coordinación entre la UBPD, entidad encargada en el Acuerdo de Paz de esta tarea, la Fiscalía General, el Instituto Nacional de Medicina Legal (INMLCF) y la Jurisdicción para la Paz a través de canales institucionales dispuestos exclusivamente para ese fin, con el fin de evitar la fragmentación de acciones que comprometan el resultado.
- Mejorar las capacidades de investigación forense para la identificación a través del fortalecimiento institucional del INMLCF en cuanto a su cobertura territorial y su infraestructura física, humana y tecnológica.
- Priorizar la identificación de los aproximadamente 25 mil cuerpos no identificados distribuidos en diferentes lugares del país, incluidos los cementerios, y garantizar la participación de la UBPD en el Comité Interinstitucional de Genética.
- Garantizar políticas a nivel territorial y nacional para la custodia, preservación y dignificación de los cuerpos no identificados o identificados no entregados en los distintos cementerios del país.
- Hacer efectivo para la UBPD el acceso a la información que reposa en entidades públicas que pueda conducir a facilitar los procesos de búsqueda extrajudicial y humanitaria que lleva a cabo. Como complemento, hacer seguimiento a la denegación de información por parte de funcionarios públicos o entidades.
- Garantizar la participación de los familiares de las personas dadas por desaparecidas en el proceso de búsqueda, incluidos los Planes Regionales de Búsqueda, con el fin de contribuir a que el proceso de búsqueda sea reparador en sí mismo.
3. PARA CONSOLIDAR DEMOCRACIA INCLUYENTE, AMPLIA Y DELIBERATIVA
El país sí requiere de una modificación; requiere ser un país con más equidad, con más participación, pero por el medio de la democracia, por el medio de las ideas[1218].
La democracia amplia, plural y garantista de derechos es una de las principales herramientas para lograr la paz. Colombia se ha movido históricamente entre momentos de apertura y cierre democrático cruzados por la violencia. Los procesos de paz y la Constitución de 1991 han propiciado la apertura democrática. Sin embargo, la persistencia del conflicto armado y su relación con la exclusión política han restringido la posibilidad de avance. Si bien el Acuerdo Final de Paz suscrito con las FARC-EP representó un avance fundamental al incluir a esa guerrilla en la vida democrática del país, los desafíos en su implementación, sumados a la reorganización de grupos armados ilegales y la persistencia de expresiones de violencia sociopolítica en el territorio, siguen siendo retos que nuestra democracia debe enfrentar.
Por ello, las recomendaciones de este apartado proponen acciones enfocadas en lograr un régimen político incluyente de los territorios que responda y represente las demandas ciudadanas, que reivindique y garantice la participación ciudadana como un mecanismo fundamental para la garantía de derechos, que respete el pluralismo y la diversidad, y en el que haya cero agresiones contra quienes piensan diferente y defienden sus derechos. Para esto se abordan aspectos formales e informales del régimen, es decir, no sólo sus estructuras e instituciones, sino también las relaciones entre los actores que hacen parte de este, como los partidos políticos, élites regionales y locales, actores de la sociedad civil, movimientos sociales y organizaciones cívicas, entre otros.
El Punto 2 del Acuerdo Final de Paz, sumado a los demás compromisos asumidos en el Acuerdo, tenía como objetivo sacar las armas definitivamente de la política a través de, entre otras acciones, una apertura de la democracia para permitir el surgimiento de nuevas fuerzas en la política y garantizar la participación amplia e incidente de los ciudadanos como condición para la construcción de la paz territorial. Los avances en su implementación han sido pobres.
Se destaca la aprobación del estatuto de la oposición, que era una deuda en materia de cumplimiento de la Constitución de 1991, la aprobación y puesta en marcha de las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz, a pesar de las enormes resistencias y obstáculos, y la puesta en marcha del Consejo Nacional de Paz y los Consejos Territoriales de Paz.Sin embargo, la reforma política y electoral, la Política Pública de Convivencia, Reconciliación, Tolerancia y no Estigmatización, así como el conjunto de medidas contempladas para la garantizar y fortalecer la participación ciudadana, incluidas aquellas sobre la movilización y la protesta, han tenido pobres avances. En general, las dimensiones de este punto del Acuerdo evidenciaron un progreso importante durante el primer año de implementación, pero luego se estancaron en los cuatro años siguientes[1219]. Ni las recomendaciones de la Misión Especial Electoral se tradujeron en una reforma al sistema político y al sistema electoral, ni las conclusiones del espacio de diálogo liderado por el Consejo Nacional de Participación, con el apoyo de Viva la Ciudadanía, Foro por Colombia y CINEP, se tradujeron en garantías para las organizaciones sociales y para la movilización y la protesta[1220].
A partir de estos avances y desafíos, se recomiendan cinco bloques de medidas, necesarias para profundizar la democracia que buscan: 1. la exclusión de las armas de la política; 2. un sistema político amplio desde las bases sociales, equitativo e incluyente de todos los territorios; 3. un sistema político con garantías de participación para los grupos minoritarios, la movilización y la protesta social; 4. un sistema político garantías para líderes y lideresas sociales, defensores y defensoras de derechos humanos y opositores políticos; y 5. un sistema que promueva medidas de inclusión de campesinos y campesinas como sujeto político, de las mujeres (con la desestructuración del patriarcado) y de los pueblos étnicos (indígenas, negros, afrocolombianos, palenqueros, raizales y rom).
La Comisión le apuesta al diálogo y la participación como herramienta central para resolver conflictos y garantizar los derechos fundamentales. Hacemos, también, un llamado al respeto y la valoración de la movilización social y la protesta por parte de la sociedad, así como un reconocimiento de que la violencia y la represión han sido una respuesta constante a la defensa de los derechos en el país. Por esto, la participación ciudadana se incluye de manera transversal en todos los temas de las recomendaciones como la principal herramienta para restablecer el tejido social y la confianza entre ciudadanos e instituciones.
Así, en primer lugar, se propone reconocer los déficits que persisten en nuestra democracia y valorar y promover el diálogo y la participación ciudadana para lograr restablecer el tejido social y la construcción de paz. Junto a este llamado, se propone avanzar con un Pacto Nacional de rechazo a la violencia y a la combinación de armas y política -un compromiso incumplido del Acuerdo Final de Paz- a través de diálogos que contribuyan a poner fin a la violencia política desde lo local hasta lo nacional.
En segundo lugar, se proponen reformas al régimen político y electoral dirigidas a fortalecer la democracia, los partidos y su veeduría como un proceso de democratización territorial al interior de las regiones, en el que se garantice mayor representación de los sectores tradicionalmente excluidos. Al mismo tiempo, se proponen cambios en pro de una democratización nacional que revierta la subrepresentación de los territorios que han estado históricamente en la periferia y que tienen los indicadores más altos de pobreza multidimensional.
En tercer lugar, se recomiendan medidas para fortalecer la participación y el diálogo deliberativo de la ciudadanía con las autoridades, partiendo del cumplimiento de los compromisos adquiridos por el Estado en espacios con distintos grupos y sectores y con garantías para mujeres, personas LGBTIQ+ y comunidades.
En cuarto lugar, se proponen ajustes institucionales, políticos, sociales y culturales necesarios para garantizar el derecho a la protesta y a la movilización, como parte esencial de una sociedad democrática que avanza en la protección de derechos. Estos buscan acabar con la represión violenta y su estigmatización, que están conectadas con medidas de limitación y definición de roles de la fuerza pública, y hacen énfasis en el rol de la Policía como garante del derecho a la protesta. Estas recomendaciones tienen en cuenta las implicaciones del estallido social que se dio en 2019, los estándares internacionales y regionales, las recomendaciones de Human Rights Watch, las órdenes de las cortes y las respuestas que el Gobierno y entidades del estado han realizado hasta la fecha. Sin embargo, más allá de normas que cumplan con estos estándares, se llama a una profunda transformación social en la que la protesta y la manifestación sean respetadas y valoradas.
En quinto lugar, se proponen medidas para garantizar el ejercicio de una política libre de violencia, en especial para líderes y lideresas sociales, defensores y defensoras de derechos humanos, personas en proceso de reincorporación y los llamados opositores políticos y sociales. Estas garantías se complementan con medidas de acceso a la justicia y de la política de desmantelamiento y sometimiento.
Por último, se establecen medidas que reconozcan como sujetos políticos con sus derechos a grupos históricamente excluidos como campesinos y campesinas, las mujeres y los pueblos étnicos (indígenas, negros, palenqueros, afrocolombianos y rrom). Estas se complementan con medidas de reconocimiento jurídico y material de sus derechos territoriales y sus autoridades.
RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Llamamos a la sociedad en su conjunto a reconocer que, a pesar de los avances y aperturas que ha tenido la democracia en Colombia, la persistencia de insuficientes garantías de participación, representación y reconocimiento de comunidades y territorios históricamente excluidos, y el uso de la violencia y las armas en la política, por parte tanto de grupos armados ilegales como de partidos en la legalidad, han afectado nuestra democracia
Apelamos a la sociedad, a los partidos y a las organizaciones sociales a exigir y promover una política basada en el pluralismo democrático, en la participación ciudadana amplia e incidente, y en el respeto por el opositor, por la diferencia, por el otro como condición necesaria para la construcción de paz.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
3.1. Pacto político nacional
Corto plazo
15. Al Estado colombiano, la sociedad en general, Gobierno Nacional, a las autoridades territoriales incluyendo las autoridades étnicas, al Consejo Nacional de Paz, a los Consejos Territoriales de paz, a los partidos políticos y, a las organizaciones sociales, con acompañamiento del Ministerio Público, promover diálogos locales y regionales que incentiven la participación de los diversos sectores sobre los intereses y el rol que estos han desempeñado en el conflicto armado, y rechazar definitivamente la violencia como medio de resolución de conflictos, Lo anterior, en el marco de la construcción de un Pacto Nacional de rechazo a la violencia y un compromiso de exclusión de las armas de la política[1221].
3.2. Reforma política
Mediano plazo
16. Al Gobierno Nacional, el Congreso de la República, los partidos y movimientos políticos avanzar en una reforma al régimen político y electoral, que tenga en cuenta las propuestas realizadas por la Misión Especial Electoral creada en el marco de la implementación del Acuerdo de Paz, a través de un discusión amplia y plural para la búsqueda de consensos alrededor de las garantías para un régimen pluralista, democrático y deliberativo, que permita dignificar el ejercicio de la política. Esta debe incluir, cuando menos, medidas para:
- Garantizar la representatividad de la diversidad regional y, en particular, de la ruralidad sobre la base de una revisión y ajuste del sistema de representación en el Congreso de la República.
- Establecer garantías necesarias para la implementación de las Circunscripciones Especiales Transitorias para la paz a partir de una evaluación de los desafíos y lecciones aprendidas en las pasadas elecciones.
- Fortalecer la democracia interna de los partidos a través de procesos inclusivos, participativos y democráticos con garantías de paridad de género, para la elección de candidatos, definición de agenda y directivos.
- Avanzar hacia un sistema de listas cerradas y bloqueadas, con paridad de género (lista cremallera) que reemplace el voto preferente[1222], mediante la entrega de incentivos de recursos adicionales para la organización partidaria o para gastos de campaña a aquellos partidos que decidan cerrar sus listas.
- Fortalecer la regulación de la financiación a los partidos políticos y las campañas, incluyendo la revisión de topes y mayores controles; y avanzar hacia una financiación predominantemente estatal.
- Revisar y fortalecer el régimen de sanción a los partidos y movimientos políticos.
- Garantizar la participación de la ciudadanía en los procesos de inspección, vigilancia y control de los recursos empleados en los procesos electorales[1223].
- Hacer ajustes institucionales para garantizar la independencia y capacidad de autoridades electorales, la Registraduría Nacional del Estado Civil y el Consejo Nacional Electoral, en lo que se refiere a su eficacia y oportunidad. Es necesario fortalecer su presencia territorial y establecer concursos públicos de mérito para la elección de sus integrantes, entre otras acciones.
3.3. Participación ciudadana
Corto plazo
17. Al Gobierno Nacional y autoridades territoriales, promover espacios de diálogo deliberativo que garanticen que las políticas públicas respondan a las necesidades ciudadanas, fortalezcan la legitimidad y la confianza institucional.
Mediano plazo
18. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, avanzar en un Estatuto de derechos y garantías para las organizaciones y movimientos sociales -en particular las organizaciones de base de grupos históricamente marginalizados (mujeres, personas LGBTIQ+, pueblos étnicos, campesinos y campesinas)-, que permita reconocer[1224], fortalecer y garantizar su incidencia en asuntos públicos[1225].
Corto plazo
19. Al Estado Colombiano y al Gobierno Nacional, con acompañamiento del Ministerio Público, garantizar el cumplimiento de los compromisos derivados de los procesos de diálogo e interlocución con la ciudadanía y adoptar mecanismos para el seguimiento y la rendición pública y periódica de cuentas sobre su avance y sus dificultades.
Mediano plazo
20. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República impulsar un Estatuto para la Participación de las Mujeres y personas LGBTIQ+ que promueva el fortalecimiento de las capacidades individuales y organizativas en los procesos de participación, y que garantice la participación mínimamente paritaria en las diferentes instancias y mecanismos de participación ciudadana, política, incluyendo los escenarios de construcción de paz.
3.4. Protesta social y movilización
Largo plazo
21. Al Estado colombiano, bajo el liderazgo del Gobierno Nacional, y del Congreso de la República realizar los ajustes normativos, institucionales, culturales y políticos necesarios para dar garantías al ejercicio de la movilización y la protesta como derecho y a la primacía del diálogo amplio y plural como respuesta a la misma[1226]. Lo anterior, sobre la base de un diálogo que promueva en la sociedad en su conjunto una comprensión de la conflictividad social y las manifestaciones derivadas de la misma, como una dinámica legítima y propia de la democracia y que permita concertar las medidas necesarias teniendo en cuenta los avances y recomendaciones realizadas por las Cortes, organizaciones de derechos humanos y organismos intergubernamentales y el espacio de diálogo nacional llevado a cabo en cumplimiento del Acuerdo Final de Paz. Las garantías deberán incluir, entre otras:
Corto plazo
- La creación de capacidades e instancias formales e informales de participación y diálogo en todas las instituciones como mecanismo de prevención y manejo de la conflictividad social.
Corto plazo
- Mensajes públicos de las autoridades del Estado del más alto nivel de respeto y respaldo a las manifestaciones legítimas de protesta social, y de rechazo a la violencia como medio de resolución de la conflictividad social.
Corto plazo
- Medidas para evitar el uso del sistema penal y las acciones policivas y otras normativas como mecanismos de represión de las movilizaciones y protestas sociales pacíficas y legítimas, y de la labor de las personas y medios de comunicación que ejercen la libertad de expresión y de prensa. Se debe garantizar, así mismo, el derecho a la información a través de capacitaciones, entrenamientos, sensibilización y pedagogía sobre el acompañamiento y la garantía de la protesta social como derecho. Estos deben incorporar un enfoque étnico, de género y de derechos de las mujeres.
Corto plazo
- Acompañamiento permanente de la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría General de la Nación y las Personerías Municipales y el reconocimiento y facilitación de mecanismos de acompañamiento y supervisión provenientes de las organizaciones y movimientos sociales.
Mediano plazo
- La reducción a cero de homicidios, lesiones con arma de fuego o por uso desproporcionado o innecesario de la fuerza, tratos crueles e inhumanos, torturas, detenciones ilegales o arbitrarias, violencia sexual y de género, y otras graves violaciones a los derechos humanos que puedan ser de responsabilidad de miembros de la Policía Nacional. Esto se puede lograr mediante la implementación de, entre otras: i) la aplicación estricta de los principios de excepcionalidad, necesidad y proporcionalidad en el uso de la fuerza para el control y la contención de disturbios en protesta social; (ii) la trazabilidad del mando de las autoridades durante la contención y control de los disturbios que se presenten en el ámbito de protestas sociales; (iii) la neutralidad de la fuerza pública, incluso cuando las manifestaciones se dirijan contra el Estado o el Gobierno; y iv) el control efectivo de los funcionarios de la policía teniendo en cuenta las recomendaciones sobre el fortalecimiento de los controles de la fuerza pública contenidas en el numeral 32 fortalecimiento de los controles de la fuerza pública.
Corto plazo
- La prohibición de la intervención militar en operativos de control y contención de los disturbios surgidos en situaciones de protesta y la movilización social[1227].
Mediano plazo
- La reforma o eliminación del ESMAD e incorporación de procesos de formación públicos y evaluables para prevenir la estigmatización y criminalización de movimientos y organizaciones sociales. Es necesario, igualmente, garantizar el cumplimiento de los estándares sobre uso de la fuerza por parte de instituciones policiales.
Corto plazo
22. A los servidores públicos, abstenerse de realizar conductas que deslegitimen, descalifiquen, hostiguen o estigmaticen la labor de defensores y defensoras de derechos humanos, integrantes de movimientos sociales y de líderes y lideresas sociales. También es importante que se abstengan de hacer falsas imputaciones o acusaciones que comprometan su seguridad, honra y buen nombre[1228].
3.5. Ejercicio de la política libre de violencia
Corto plazo
23. Al Gobierno Nacional en cabeza del Ministerio del Interior adoptar las medidas necesarias para brindar garantías con enfoque diferencial para los líderes y lideresas, defensores y defensoras de derechos humanos, excombatientes, así como la oposición política y social, sobre la base del diálogo y consenso con los diferentes sectores o grupos a través de mecanismos existentes o nuevos. Para ello, se sugiere:
- Fortalecer las capacidades del Sistema de Alertas Tempranas[1229] de la Defensoría del Pueblo y los mecanismos que garanticen el seguimiento, atención y rendición periódica de cuentas sobre sus recomendaciones.
- Fortalecer las capacidades de la Unidad Especial de Investigación de la Fiscalía a nivel territorial para lograr un análisis contextual de las agresiones contra líderes y lideresas y excombatientes por región.
- Garantizar una respuesta efectiva por parte de la Unidad Nacional de Protección a las solicitudes de protección individuales y colectivas. Adicionalmente, fortalecer la participación de mujeres en los esquemas y garantizar sanciones ejemplares en casos de violencias sexuales contra protegidas.
- Implementar con suficientes recursos el programa de protección colectiva de comunidades rurales, cumplir sus objetivos a cabalidad, activar instancias territoriales del programa y dar resultados a partir de comités técnicos[1230].
Garantizar recursos y capacidades para implementar el Programa Integral de Garantías para Mujeres Lideresas y defensoras de derechos humanos, aumentando su cobertura territorial[1231].
3.6. Inclusión de grupos históricamente excluidos
Mediano plazo
24. Al Gobierno Nacional, establecer un espacio de diálogo y concertación con las organizaciones campesinas para acordar las reformas normativas e institucionales que se consideren necesarias para garantizar el reconocimiento del sujeto campesino, su igualdad material y su participación activa y efectiva en los asuntos que les afectan. Estas reformas incluyen, entre otras, la adopción de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Campesinos, medidas para el fortalecimiento político del movimiento campesino, y campañas contra la estigmatización de sus liderazgos y organizaciones.
Mediano plazo
25. Al Congreso de la República y al Gobierno Nacional, con participación activa y efectiva de organizaciones de mujeres, acordar los ajustes institucionales y normativos necesarios para hacer frente a la discriminación en razón del género y garantizar la igualdad de género, la seguridad y la vida libre de violencias para las mujeres y las personas LGBTIQ+.
Mediano plazo
26. Al Estado Colombiano, en cabeza del Gobierno Nacional y las autoridades territoriales incluyendo las autoridades étnicas, suscribir pactos por la igualdad para las mujeres y la desestructuración del patriarcado para cimentar la paz.
Mediano plazo
27. Al Gobierno Nacional y el Congreso de la República, concertar y priorizar con los pueblos étnicos los ajustes normativos e institucionales para garantizar los derechos consagrados en la Constitución Política de 1991. Para avanzar en esto se requiere, por cada pueblo:
- Pueblos indígenas: desarrollo de los artículos 2, 7, 10, 40, 246, 286, 287, 329 y 330 de la Constitución de 1991, el bloque de constitucionalidad y el capítulo étnico del Acuerdo Final de Paz, de tal forma que se garanticen los derechos relacionados con las Entidades Territoriales Indígenas, la participación política y la Jurisdicción Especial Indígena, entre otros.
- Pueblo negro, afrocolombiano: en cumplimiento de los artículos 2, 7 y artículo transitorio 55 de la Constitución de 1991, el bloque de constitucionalidad y el capítulo étnico del Acuerdo Final de Paz, garantizar la reglamentación completa de la ley 70 de 1993, el cumplimiento en materia de entidades territoriales, autonomía y protección de los territorios colectivos de comunidades negras, y el desarrollo diferenciado de ciudades y municipios de mayor presencia afrocolombiana y negra del país.
- Pueblo raizal: en cumplimiento de los artículos 2, 7 y artículo transitorio 55 de la Constitución de 1991, la Ley 70 de 1993, el bloque de constitucionalidad y el capítulo étnico del Acuerdo Final de Paz, avanzar en la aprobación del Estatuto de Autonomía del Pueblo Raizal para garantizar la institucionalidad, las competencias, las curules y los procesos de coordinación interinstitucional, que reconocen el territorio ancestral raizal y la protección de sus tierras.
- Pueblo palenquero: en cumplimiento de los artículos 2, 7 y artículo transitorio 55 de la Constitución de 1991, la Ley 70 de 1993, el bloque de constitucionalidad y el capítulo étnico del Acuerdo Final de Paz, desarrollar la normatividad para la creación de la entidad territorial palenquera. Esta debe garantizar la institucionalidad, las competencias y los procesos de coordinación interinstitucional.
- Pueblo rrom: en cumplimiento de los artículos 2 y 7 de la Constitución de 1991 y el bloque de constitucionalidad, se debe desarrollar el catálogo de derechos del pueblo Rrom en materia de protección. Este debe garantizar la institucionalidad, las competencias, y los procesos de coordinación interinstitucional.
4. PARA ENFRENTAR LOS IMPACTOS DEL NARCOTRÁFICO Y DE LA POLÍTICA DE DROGAS
Yo pienso que para que esto no se vuelva repetir hay que empezar con los cultivos ilícitos, hay que empezar con que el campesino colombiano cambie su objetivo económico de los cultivos ilícitos y que el gobierno lo capacite al campesino en que hay otras alternativas para sobrevivir y que no simplemente hay que llenarse de dinero para uno ser feliz, sino que, aunque sea poco lo que uno consiga económicamente, pero vivir en paz[1232].
La política de lucha contra las drogas y el narcotráfico ha sido un factor de persistencia del conflicto y de la violencia en Colombia que ha tenido impactos negativos a nivel político, económico, social y ambiental, así como en los derechos de personas, comunidades y territorios. Este ha sido, quizás, el más grande obstáculo para avanzar en la construcción de paz.
Por lo anterior, es necesario un cambio sustancial en la política en el mediano plazo (regulación del mercado de drogas). Este debe estar acompañado de medidas inmediatas, basadas en un enfoque de derechos humanos, desarrollo sostenible y reducción del daño, que permitan enfrentar problemas estructurales como la desigualdad rural o el problema agrario y mitigar la violencia asociada al narcotráfico y a la política implementada para hacerle frente.
La política de lucha contra las drogas en Colombia se enmarca en el sistema prohibicionista imperante a nivel mundial, que ha demostrado ser ineficaz para cumplir sus metas y profundamente nocivo en los efectos colaterales de su aplicación. Juzgado desde sus propios objetivos, hoy hay en el mundo más consumidores, más diversidad, potencia y productividad de drogas ilícitas, tanto derivadas de plantas como sintéticas. Su precio, en vez de elevarse, ha tendido a reducirse. Se trata entonces de una política fracasada en sus propios términos. Por otro lado, en la búsqueda de las metas establecidas, el crimen organizado se ha fortalecido, la población carcelaria por delitos menores no violentos ha aumentado, las muertes e infecciones graves asociadas al consumo de sustancias ilícitas se han incrementado, y las poblaciones que subsisten del cultivo de coca, amapola, y marihuana han permanecido en la pobreza. En palabras de la Comisión Global de Políticas de Drogas:
El fracaso es fácil de probar. En lugar de cumplir los objetivos de las tres convenciones internacionales sobre drogas, las políticas actuales sobre drogas no están reduciendo ni la demanda ni el suministro de drogas ilegales, sino todo lo contrario, mientras que el creciente poder del crimen organizado es una triste realidad[1233].
En Colombia, los impactos han sido devastadores, no solo por el número de víctimas del narcotráfico y la violencia de las organizaciones ilegales, sino por los efectos y daños que han generado las políticas que los gobiernos han decidido priorizar para hacerle frente.
Sin embargo, el consenso prohibicionista ha empezado a romperse y varios países han avanzado en la legalización de la producción y consumo recreativo de la marihuana. Al mismo tiempo, existe un consenso internacional acerca de la necesidad de que las políticas nacionales frente a las drogas respeten plenamente los derechos humanos y las libertades fundamentales.
El Acuerdo Final de Paz dio un primer paso en ese sentido. Basado en la evidencia, el Gobierno se comprometió a un cambio en la visión del problema con un claro enfoque de derechos humanos, salud pública y territorial, con un tratamiento distinto y diferenciado al consumo, los cultivos de uso ilícito, la criminalidad organizada y el lavado de activos. No obstante, para la Comisión es necesario avanzar hacia la superación definitiva del prohibicionismo, para lo cual el Acuerdo Final de Paz estableció el compromiso de promover espacios de diálogo regionales y una gran conferencia internacional para hacer una evaluación objetiva de la lucha contra las drogas y avanzar en la construcción de consensos en torno a los ajustes que sea necesario emprender[1234].
Sin embargo, más allá de esto, es imperativo que Colombia lidere ese cambio de paradigma a nivel mundial con la legitimidad y fuerza que le da a nuestro país ser uno de los que más ha sufrido las consecuencias de la violencia y la guerra contra las drogas.
Mientras se avanza urgentemente en el cambio de paradigma del prohibicionismo a la regulación legal responsable, hay medidas inmediatas que no se pueden postergar. Frente a los cultivos, el Estado se comprometió en el Acuerdo Final de Paz a priorizar la sustitución frente a cualquier otra forma de erradicación con la creación de un programa enmarcado en la Reforma Rural Integral, que debía implementarse sobre la base de la participación de las comunidades[1235]. Sin embargo, el PNIS ha tenido pocos avances, errores en su diseño y planeación, problemas de seguridad y falta de articulación con la reforma Rural Integral, así como demoras e incumplimientos en su implementación. Esto sumado a la falta de garantías de participación ha generado malestar e insatisfacción. Adicionalmente, la política de erradicación forzosa implementada de manera paralela por el Gobierno y los intentos de reactivar la aspersión aérea, en contravía de la evidencia científica y sin cumplir con lo requerido por la Corte Constitucional, han opacado los pocos avances logrados y dejan claro que persiste la necesidad de un nuevo enfoque frente a los cultivos, que debe estar basado en los derechos humanos y el desarrollo sostenible para superar problemas históricos de exclusión, marginalidad y pobreza.
En cuanto al consumo, el Gobierno se comprometió a abordar el tema exclusivamente desde una perspectiva de salud pública y reducción del daño, convirtiendo esta política en una prioridad. Aunque ha habido avances como la formulación de la Política Integral para la Prevención y Atención del Consumo de Sustancias Psicoactivas[1236] -que incorpora medidas para fortalecer la prevención, tratamiento, rehabilitación e inclusión social-, las limitaciones en su alcance territorial y la estigmatización y persecución de los consumidores continúan siendo un desafío.
Por último, es importante notar que ha habido resultados en la lucha contra el narcotráfico y que se creó la Unidad Especial de Investigación y Acusación que contemplaba el Acuerdo. No obstante, las limitaciones en sus capacidades, la ausencia de un compromiso real para erradicar la corrupción asociada al narcotráfico y la falta de una estrategia de seguridad acorde al contexto actual, siguen siendo un problema y una deuda de la implementación del Acuerdo Final de Paz.
Las recomendaciones planteadas tienen en cuenta los avances mencionados, se centran en los desafíos que persisten en la implementación y pretenden impulsar una solución definitiva al narcotráfico. Por eso se propone avanzar hacia la regulación responsable, y así dar una respuesta más democrática al problema de las drogas, y liderar el debate internacional contra el prohibicionismo a la vez que, conscientes de que se trata de un proceso, se sugieren ajustes inmediatos a la política actual, que, para la Comisión, son indispensables para adoptar una política de drogas que contribuya a la protección de los derechos humanos y a la no repetición que no es otra cosa que buscar una respuesta democrática al problema en el marco del prohibicionismo.
La base para desarrollar estos dos niveles de acción es el reconocimiento y un consenso que ha de ser común al Estado y a la sociedad colombiana: la política actual de drogas es ineficaz para prevenir el consumo, es un factor de persistencia del conflicto armado y ha generado profundos daños a los derechos humanos, la seguridad y el desarrollo.
Se propone, entonces, enfrentar el tema de los cultivos desde un enfoque de desarrollo sostenible que deje atrás la visión del problema como un asunto de seguridad nacional, renunciando definitivamente a la aspersión sobre la base de la evidencia. Esto se complementa con recomendaciones para fortalecer la investigación de usos alternativos de la hoja de coca y la marihuana, así como el respeto y reconocimiento de sus usos por parte de pueblos étnicos y comunidades campesinas y la participación de estas en los beneficios derivados del acceso a estas plantas. Adicionalmente, se propone fortalecer la política frente al consumo bajo un enfoque de derechos humanos, salud pública y reducción del daño. Esta debe contribuir a superar definitivamente su criminalización y persecución administrativa, y a racionalizar el uso de la acción penal para concentrar la investigación y judicialización en los eslabones más grandes de la cadena del narcotráfico. Frente al narcotráfico y el entramado de actores que se benefician de él, en el punto de impunidad se propone una estrategia de judicialización que se complementa con la recomendación sobre sometimiento a la justicia incluida en el punto de construcción de paz como proyecto nacional.
Sin duda, hacer frente a los problemas que han permitido el estado actual del problema de las drogas en Colombia implica, además, una reforma al régimen político y electoral con sanciones para quienes estén vinculados al crimen organizado. Se requiere transparencia en la financiación y una estrategia de transformación territorial que garantice la inclusión productiva de territorios y comunidades, incluyendo las comunidades étnicas, y que, a la vez, contribuya al cierre definitivo de la frontera agrícola y ofrezca reconocimiento y garantías para el campesinado como sujeto de derechos de especial protección constitucional. RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Emplazamos al Estado colombiano y a la sociedad en su conjunto, a reconocer que el narcotráfico es un actor que no solo ha sido parte del conflicto armado y ha facilitado su persistencia causando profundos daños en territorios y comunidades, sino que también ha estado y está imbricado en los grupos armados ilegales, las instituciones, la sociedad, la política, la economía y la cultura. También llamamos a reconocer que el enfoque prohibicionista de la política de lucha contra las drogas a nivel mundial, y en particular en Colombia, se ha convertido en uno de los principales factores de persistencia del conflicto, ha fortalecido las organizaciones criminales, ha provocado el incremento de los niveles de violencia[1237], ha promovido incentivos perversos enfocados en indicadores (hectáreas erradicadas, capturas) que no miden el bienestar socioeconómico de las personas y ha generado impactos políticos, económicos, sociales, ambientales y en los derechos de personas -incluidos los eslabones más débiles de la cadena-, comunidades y territorios que es prioritario atender.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
4.1. Transitar hacia la regulación legal estricta
Corto plazo
28. Al Estado colombiano, a través del Gobierno Nacional y el Congreso de la República, a la Fiscalía General de la Nación y a la Rama Judicial, incluyendo al Consejo Superior de la Judicatura, implementar un cambio sustancial en la política de drogas, teniendo en cuenta la evidencia, que incluya superar el prohibicionismo y transitar a la regulación de los mercados de droga. Este cambio debe dejar atrás el abordaje del problema de las drogas como un asunto de seguridad nacional y debe contribuir a desmilitarizar la relación entre el Estado y la ciudadanía.
Lo anterior debe darse sobre la base del respeto a los principios constitucionales y de las obligaciones adquiridas por el Estado en el marco del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Además, debe basarse en principios como la reducción de riesgos y daños, la salud pública, el desarrollo sostenible, la participación, la descentralización, el enfoque territorial/regional y el enfoque diferencial. Para tal fin, en concreto, se recomienda:
- Liderar y promover un debate internacional para la modificación del régimen global basado en la prohibición de las drogas y así avanzar hacia un régimen regulatorio[1238]. Realizar la Conferencia Internacional propuesta en el Acuerdo Final de Paz es un primer paso en este sentido.
- Garantizar espacios de interlocución, diálogo y concertación con las autoridades territoriales y étnicas, las comunidades, sus organizaciones, la academia y las organizaciones de derechos humanos y especializadas, frente al diseño, la implementación y el seguimiento de la política de drogas en los territorios. Estos espacios también deben servir para identificar y compartir propuestas que permitan avanzar hacia la regulación.
- Crear espacios de reconocimiento y diálogo con las personas y comunidades de manera que puedan compartir sus testimonios y así visibilizar impactos ambientales, sociales, culturales y políticos del narcotráfico y la política prohibicionista, y las diferentes formas para atenderlos y superarlos.
- Abordar los cultivos de coca y los procesamientos primarios exclusivamente desde un enfoque de derechos humanos y desarrollo y no como un problema de seguridad nacional. Esto implica:
- Desmilitarizar la respuesta del Estado frente a los cultivos, los territorios y las poblaciones afectadas[1239] y renunciar definitivamente, sobre la base de la evidencia, a la aspersión con glifosato.
- Rediseñar con la participación de las comunidades campesinas y los pueblos étnicos las estrategias para hacer frente a los cultivos de coca, marihuana y amapola para garantizar la inclusión social y económica de los diferentes territorios con presencia de cultivos[1240], con un enfoque étnico, etario, de género, de derechos de las mujeres y de acción sin daño. De igual modo, mientras que se avanza en la regulación, es imperativo garantizar una asignación de recursos coherente con esa inclusión, sin perjuicio del necesario cumplimiento de los compromisos asumidos en el marco del Programa Nacional de Sustitución de cultivos (PNIS).
- Realizar los ajustes institucionales, normativos y presupuestales necesarios para garantizar la implementación de la política frente al consumo basada exclusivamente en la prevención y atención[1241], con un enfoque de salud pública, derechos humanos y reducción del daño, dejando atrás la persecución policial y criminalización del consumidor y fortaleciendo la atención al consumo problemático en territorios urbanos y rurales[1242].
- Revisar los indicadores para medir el éxito de la política de drogas con el fin de que permita realmente medir sus impactos de largo plazo y tengan en cuenta la necesidad de un nuevo enfoque basado en los derechos humanos, la salud pública y el desarrollo sostenible.
- Respetar, preservar y mantener los conocimientos tradicionales de comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas, promover su aplicación y prever condiciones para una participación justa y equitativa en los beneficios derivados del acceso, evitando que existan apropiaciones sobre el recurso genético a través de patentes o figuras similares.
- Garantizar apoyo y financiación para la investigación interdisciplinaria de los usos medicinales, agroindustriales, nutricionales y otros usos alternativos de la hoja de coca y la marihuana.
- Mientras que se avanza a la regulación, es necesario racionalizar la acción penal, aplicando el principio de proporcionalidad de la respuesta penal frente a la gravedad del delito, concentrando su ejercicio en los actores de la cadena que generan violencia, lavan dinero y se lucran de las actividades ilegales[1243]. También es necesario aplicar medidas alternativas a la privación de la libertad[1244], e impulsar la excarcelación y otras medidas para la inclusión social y productiva y la atención psicosocial de personas privadas de la libertad por delitos menores.
4.2. Cooperación internacional sobre política de droga
Mediano plazo
29. Al Gobierno Nacional, a través del Ministerio de Relaciones Exteriores, reformular su política internacional frente a las drogas, en particular con el Gobierno de los Estados Unidos, para ajustarla a una nueva visión que permita avanzar hacia la regulación legal y hacer más transparente el campo de acción de las agencias extranjeras en Colombia.
5. PARA SUPERAR LA IMPUNIDAD DE GRAVES VIOLACIONES DE LOS DERECHOS HUMANOS E INFRACCIONES AL DIH, JUDICIALIZAR LOS ENTRAMADOS DE CRIMINALIDAD ORGANIZADA Y CORRUPCIÓN, Y MEJORAR EL ACCESO A LA JUSTICIA LOCAL
¿Qué habría que hacer? Que esto no se vuelva a repetir, que se haga justicia, pues y que vivamos. Sí, que se haga justicia, y que haya más, que acaben con la impunidad, porque mientras haya tanta impunidad van a seguir ocurriendo estos hechos[1245].
Mejorar la respuesta del Estado ante las violaciones de los derechos humanos, la criminalidad organizada y las necesidades de la ciudadanía de resolver sus conflictos es una deuda inaplazable. Si bien el Gobierno y la Rama Judicial han hecho esfuerzos importantes para superar la impunidad y fortalecer la oferta y el acceso a la justicia, no se ha logrado la judicialización efectiva de graves crímenes y tampoco ha sido posible consolidar una oferta efectiva de justicia en todo el territorio nacional.
La persecución de los responsables de violaciones a los derechos humanos y de infracciones al DIH y de quienes son parte de redes de criminalidad organizada ha sido obstaculizada por diversos factores. Estos incluyen el tamaño desproporcionado de la criminalidad; la falta de independencia producto de los diseños institucionales y de la cooptación de algunos funcionarios de la justicia por parte de actores legales e ilegales; la violencia que han enfrentado los funcionarios al ejercer labores de investigación y juzgamiento; la aplicación desigual de la justicia, producto de la estigmatización a ciertos sectores sociales; y la subordinación de la política criminal a las prioridades de seguridad del Gobierno. Y la corrupción,
Las recomendaciones propuestas en materia de justicia tienen como propósito mejorar la respuesta del Estado para combatir la impunidad, contribuir al desmantelamiento de organizaciones criminales, los entramados que las soportan y garantizar el acceso a mecanismos para la resolución de conflictos. Lo anterior parte de los reconocimientos de la importancia de la justicia como un motor en la reconstrucción de la confianza de la ciudadanía en el Estado y como un elemento clave para combatir la ilegalidad.
Las recomendaciones sobre lucha contra la impunidad buscan mejorar la administración de justicia, como garantía para las víctimas y como contribución al esclarecimiento y desmantelamiento de fenómenos criminales, teniendo en cuenta la masividad y persistencia de este tipo de conductas. Las recomendaciones se concentran en cuatro aspectos fundamentales para luchar contra la impunidad de las violaciones a los DDHH e infracciones al DIH y del esclarecimiento de entramados de criminalidad: (i) la independencia de los entes encargados del esclarecimiento judicial; (ii) los ajustes de las metodologías de investigación; (iii) la creación de un mecanismo independiente de apoyo a la investigación; y (iv) la limitación de la extradición para garantizar la satisfacción de los derechos de las víctimas.
En el primer grupo de recomendaciones sobre independencia e imparcialidad se proponen reformas institucionales. La primera de ellas está relacionada con el mecanismo de elección del Fiscal General, en la que el Ejecutivo no debería tener injerencia, para fortalecer la independencia desde el diseño institucional. La segunda, se refiere el diseño, y controles del proceso de investigación y judicialización de los aforados para abrir una discusión democrática en el Legislativo y hacer los ajustes normativos sobre cómo se lleva a cabo la investigación y judicialización de los aforados constitucionales. Esto se propone con el fin de garantizar la independencia, la transparencia, el debido proceso y la eficacia de las investigaciones. En relación con la función investigativa, se recomienda que una comisión independiente, que tenga en cuenta la voz de los funcionarios, realice un diagnóstico para evaluar los riesgos de cooptación y de corrupción de la Fiscalía y que, a partir de eso, proponga reformas.
Por último, partiendo del reconocimiento de las dificultades para investigar delitos cometidos por los miembros de la fuerza pública, se propone, en las recomendaciones sobre seguridad, que la Fiscalía General asuma la investigación de todos los delitos cometidos por miembros de las Fuerzas Militares y que estos sean juzgados en la jurisdicción ordinaria, con excepción de los típicamente militares, es decir, aquellos que afectan la disciplina y el servicio y están definidos en el Código Penal Militar, teniendo en cuenta para esto, los criterios que la Corte Constitucional ha establecido al respecto, en particular los relacionados con que los casos, que involucren, al menos presuntamente violaciones de derechos humanos deben ser de conocimiento de la jurisdicción ordinaria,
En relación con el fortalecimiento de la investigación de las violaciones de los Derechos Humanos e infracciones al DIH, se proponen las siguientes recomendaciones. Primero, establecer como prioridad de la política criminal del Estado la persecución de ese tipo de conductas. Segundo, incorporar en la normatividad nacional los crímenes de guerra y de lesa humanidad para proveer a los fiscales el marco normativo necesario para investigar los elementos contextuales de los crímenes. Tercero, ajustar las metodologías de investigación para identificar prácticas y patrones y, a partir de allí, en lugar de enfocarse en casos aislados, esclarecer el fenómeno criminal y contribuir a su desmantelamiento. Se propone que esta aproximación a la investigación prevalezca al esclarecer dichas conductas, pues investigar caso a caso deja por fuera el contexto que lo rodea, la estructura que subyace a estas violencias y el rol de otras personas responsables, como los actores no combatientes que ordenaron su comisión o que, pudiendo, no impidieron su ocurrencia.
Cuarto, y de manera concreta para quienes participaron, se beneficiaron o fueron responsables de violaciones a los derechos humanos e infracciones al DIH como actores civiles -no combatientes-, también se recomienda que, de la mano con investigaciones de contexto, se establezca un procedimiento para centralizar, organizar y analizar la información producida en investigaciones activas y no activas, incluidas las compulsas de copias de Justicia y Paz. Esto permitirá avanzar en investigaciones contra ese tipo de actores, pues su acceso a la Jurisdicción Especial para la Paz es voluntario[1246]. Y, por último, para garantizar la seguridad de los funcionarios judiciales, se recomienda priorizar las investigaciones de conductas de hostigamiento en su contra garantizando las condiciones de independencia para estas investigaciones.
Se propone la creación de una Comisión de Investigación mixta (nacional e internacional), transitoria e independiente, que apoye el trabajo de la Fiscalía General, particularmente de la Unidad Especial de Investigación (UIE) que fue creada por el Acuerdo Final de Paz, para enfrentar la criminalidad organizada responsable de la violencia contra líderes sociales y excombatientes. El objetivo es que esa comisión impulse la investigación para esclarecer la verdad de los hechos del narcotráfico; de la criminalidad organizada y aparatos organizados de poder funcionando al interior de las instituciones estatales que han generado; de las violaciones a derechos humanos o infracciones al DIH asociado a estas; y de la corrupción a mediana y gran escala. El componente internacional fortalecería la independencia de su labor y a la vez sería una muestra de la corresponsabilidad internacional en la superación de la violencia que se genera por modalidades transnacionales de criminalidad organizada asociada a economías ilegales.
Como complemento a la anterior medida, en las recomendaciones para avanzar en la construcción de paz como un proyecto nacional, también se propone una estrategia de sometimiento de las organizaciones criminales que contribuya a garantizar los derechos de las víctimas. La articulación de esta medida con la Comisión de Investigación y el mejoramiento de las estrategias de investigación es fundamental para su éxito, pues el Estado debe contar con información disponible para crear estructuras de incentivos efectivas para el sometimiento a la justicia.
Por último, se recomienda, ante solicitudes de extradición, que se ajuste el actual procedimiento de extradición ciñéndose a los criterios ya establecidos por la Corte Suprema de Justicia. en especial, haciendo prevalecer aquellos que garanticen el derecho de las víctimas de manera tal que el Gobierno priorice las investigaciones en Colombia si la persona solicitada en extradición puede contribuir a esclarecer fenómenos de criminalidad, violaciones de los DDHH e infracciones al DIH y corrupción a gran escala, así como a la reparación con los bienes incautados o que surjan del proceso de investigación Así mismo, el Gobierno deberá adelantar todas las gestiones para establecer acuerdos para garantizar dichos derechos frente a las personas que han sido extraditadas en el pasado.
En materia de acceso a la justicia, en términos generales, se recomienda un fortalecimiento y adecuación de la oferta, teniendo en cuenta el reconocimiento y la articulación de mecanismos formales y comunitarios. Las recomendaciones en este sentido se orientan desde una visión de la justicia más amplia que la penal y buscan dar cuenta de que, para mejorar el acceso a mecanismos de resolución de conflictos, en especial en la ruralidad, es insuficiente hacerlo únicamente a través de jueces: se requiere brindar a los ciudadanos herramientas para implementar mecanismos con arraigo en los valores de cada comunidad.
Dentro de las acciones propuestas, se recomienda crear la jurisdicción agraria para resolver conflictos sobre el uso, la propiedad y la tenencia del suelo rural. Esta debe disponer de mecanismos institucionales que se adecúen a las zonas donde ocurren estos conflictos. Esta recomendación es un compromiso pendiente del Acuerdo de Paz, pues pese a que hubo dos iniciativas presentadas para crear una especialidad agraria -una en 2020 y otra en 2021- el Congreso las archivó. También se propone cumplir la deuda pendiente de articulación de la justicia formal con las justicias propias de los pueblos étnicos. Finalmente, se sugiere fortalecer las capacidades de las autoridades territoriales para que puedan brindar una oferta integral de mecanismos formales y comunitarios para la resolución de controversias.
El reconocimiento a funcionarios judiciales que dieron su vida o fueron perseguidos por eso debe incluir la dignificación de su labor tanto como un estudio a profundidad de los procesos que llevaban y de implementar mecanismos institucionales y figuras jurídicas para el avance de dichas investigaciones.
RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Llamamos a l Estado colombiano y a la sociedad en su conjunto, a promover y apropiarse de prácticas que reivindiquen la legalidad como un aspecto fundamental para la convivencia pacífica. En este sentido, es importante exaltar el carácter crucial de la lucha contra la impunidad como una necesidad social y como un mensaje contundente contra la criminalidad y la violencia, y a favor de la garantía de los derechos de las víctimas y de todos los ciudadanos. La necesaria independencia de la justicia es un pilar constitutivo de la democracia. Así mismo, reconocer la urgencia de mejorar la relación de la ciudadanía con las instituciones que administran justicia como una vía para el ejercicio de los derechos y para la reconstrucción de la confianza entre los ciudadanos y entre estos y el Estado.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
5.1. Independencia y transparencia
Mediano plazo
30. Al Congreso de la República, modificar la forma de elección del Fiscal General de la Nación para garantizar su independencia, sobre la base de criterios de mérito y reconocimiento de trayectoria profesional, publicidad y transparencia. Se recomienda que en la reforma del proceso de postulación y selección se incluya la participación de la academia y mecanismos para el control ciudadano.
Mediano plazo
31. Al Congreso de la República, adoptar las medidas necesarias para garantizar que los aforados constitucionales que participaron o se beneficiaron de violaciones a los derechos humanos sean debidamente investigados bajo condiciones que garanticen la independencia e imparcialidad de la investigación y el juicio, el debido proceso y los intereses y garantías fundamentales de las víctimas.
Mediano plazo
32. A la Fiscalía General de la Nación, con el apoyo de la cooperación internacional, poner en marcha un mecanismo independiente que formule recomendaciones, teniendo en cuenta la experiencia de miembros de esta entidad, para evitar la cooptación de funcionarios y funcionarias por parte de actores armados y por redes políticas y económicas involucradas en actividades ilícitas. Como mínimo el mecanismo deberá:
- Desarrollar un diagnóstico integral sobre los riesgos institucionales en materia de corrupción en la entidad, y proponer un conjunto de medidas orientadas a superar o mitigar estos riesgos dentro de ella.
- Proponer medidas para fortalecer los cargos de carrera y los concursos de mérito y mejorar los criterios de ingreso y permanencia de los funcionarios.
- Proponer criterios de traslado y remoción de funcionarios que sean objetivos y verificables y que estén acompañados de una carga argumentativa para impedir que el ejercicio de las facultades de traslado y remoción retrase o impida el avance de investigaciones penales. Estos deben, además, brindar garantías de estabilidad a funcionarios y funcionarias.
- Proponer recomendaciones para garantizar mayores controles a los agentes de inteligencia militar y policial para que no determinen o participen indebidamente en los actos de investigación como la interceptación de comunicaciones, el uso de agentes encubiertos, entre otros.
5.2. Investigación penal
Mediano plazo
33. Al Congreso de la República, a la Fiscalía General de la Nación, al Consejo Superior de Política Criminal y a los jueces penales, implementar las medidas y hacer los ajustes normativos y de política necesarios para fortalecer las estrategias de investigación criminal de violaciones a los DDHH e infracciones al DIH e institucionalizar la priorización de su persecución y judicialización en la política criminal del Estado. Para ello, se sugiere:
- Tipificar los crímenes de guerra y de lesa humanidad con sus elementos contextuales, de conformidad con el Derecho Penal Internacional, y asegurar la imprescriptibilidad de la acción penal.
- Garantizar que la investigación y el esclarecimiento de las conductas que constituyan violaciones a los DDHH e infracciones al DIH se dé bajo una metodología que: (i) tome en cuenta los elementos contextuales de sistematicidad o generalidad; (ii) identifique patrones y los distintos grados de responsabilidad de quienes participen en entramados complejos de criminalidad; (iii) aumente equipos multidisciplinarios en la Fiscalía con la experticia necesaria; (iv) fortalezca la policía judicial al servicio de estas investigaciones.
- Priorizar los hechos delictivos de hostigamiento contra servidores públicos, víctimas, testigos e intervinientes que puedan estar relacionados con su intervención en los procesos judiciales con el fin de garantizar su seguridad.
Corto plazo
34. Al Congreso de la República, a la Fiscalía General de la Nación y al Consejo Superior de Política Criminal, garantizar la priorización de la investigación contra terceros civiles y agentes del Estado[1247] a través de la centralización, organización y análisis de la información producida en investigaciones activas y no activas, incluida la priorización de las compulsas de copias de Justicia y Paz. De este modo, se fortalecerá el trabajo interno de sus unidades y se garantizarán canales de comunicación efectivos con la JEP para lo que pueda ser de su competencia.
Corto plazo
35. Al Presidente de la República, priorizar la investigación, el juzgamiento y la sanción en Colombia al momento de decidir sobre solicitudes de extradición de personas procesadas que puedan contribuir a esclarecer fenómenos criminales, violaciones a los DDHH, infracciones al DIH y corrupción a gran escala, para así dar garantías a la satisfacción de los derechos de las víctimas.
5.3. Investigación de la criminalidad organizada y sus redes de apoyo
Mediano plazo
36. Al Gobierno nacional y al Congreso de la República, impulsar y realizar los ajustes normativos e institucionales que sean necesarios para poner en marcha una comisión transitoria de esclarecimiento e investigación independiente e internacional o mixta (nacional e internacional) para impulsar la investigación y esclarecer la verdad de los hechos del narcotráfico y de la criminalidad organizada asociada a este y sus redes de apoyo. Particularmente, esta investigaría todos los hechos de (i) violencia sistemática que sean graves violaciones a derechos humanos o infracciones al DIH o (ii) corrupción pública y privada a mediana y gran escala, y todos los delitos que contribuyan o estén asociados a la comisión de estos hechos, incluidos aquellos relacionados con finanzas criminales y economías ilegales. El mecanismo deberá estar orientado a judicializar a los máximos responsables y contribuir al desmantelamiento de las organizaciones criminales. Dicha comisión documentaría, a través de su investigación, macro casos priorizados con el objetivo de fortalecer la labor de investigación y coadyuvar la acusación de la Unidad Especial de Investigación (UEI) de la Fiscalía General de la Nación, creada por el Acuerdo Final de Paz[1248]. Para tal fin:
- La comisión transitoria deberá contar con facultades de investigación para buscar, identificar, recoger y embalar elementos materiales probatorios y evidencia física, y realizar entrevistas y valoraciones que requieran conocimientos especializados. En los casos en que la investigación requiera diligencias que limiten derechos fundamentales, las adelantará con la debida autorización judicial y en coordinación con la UEI de la FGN.
- La Comisión transitoria también deberá contar con facultades de acceso a la información sin que se le pueda oponer reserva alguna, incluso si se trata de información de inteligencia, contrainteligencia o de seguridad nacional.
- La UEI deberá ser fortalecida en términos de alcance de sus competencias y capacidad financiera, técnica y humana para que de manera prevalente, sobre otras unidades de la Fiscalía, investigue desde una aproximación integral las violaciones de los Derechos Humanos, las infracciones al DIH y la corrupción a gran escala producto de actividades de criminalidad organizada cometida por miembros de organizaciones criminales y de sus redes de apoyo, y, respecto a estos hechos, las compulsas de Justicia y Paz y de toda la jurisdicción ordinaria.
5.4. Reconocimiento de la violencia contra el sistema judicial y sus funcionarios
Mediano plazo
37. Al Museo Nacional de la Memoria y a las iniciativas de memoria, adelantar procesos para preservar la memoria histórica de la violencia ejercida contra el sistema de justicia, víctimas y testigos, sus causas y los daños que padecieron. Estos procesos deben traducirse en expresiones, muestras y exposiciones en el Museo de la Memoria nacional y los distintos museos distritales, municipales y militares.
5.5. Acceso a la justicia local
Mediano plazo
38. Al Congreso de la República, al Gobierno Nacional y a las autoridades territoriales, incluidas las autoridades étnicas, con apoyo de la Rama Judicial y de la Fiscalía General de la Nación, mejorar el acceso a la justicia de los ciudadanos, en particular de quienes viven en zonas rurales, a través de mecanismos judiciales y no judiciales, con incorporación de los enfoques étnico, de género y de derechos de las mujeres. Para esto, se sugiere:
- Tramitar y expedir un proyecto de ley para crear una jurisdicción agraria[1249] con herramientas institucionales, procesales, funcionarios y auxiliares de justicia especializados y métodos alternativos de resolución de conflictos que le faciliten a los ciudadanos resolver y evitar el escalamiento de las controversias sobre el uso, la tenencia y la propiedad del suelo rural, incluidas aquellas de carácter ambiental. Lo anterior debe tener en cuenta la articulación con mecanismos propios de las justicias comunitarias, cuando sean pertinentes.
- Diseñar y promover una política pública de articulación de la jurisdicción ordinaria y las justicias propias de los pueblos étnicos, que se construya conjuntamente con sus autoridades representativas. Como parte de la política se debe promover, en el marco de la Mesa Permanente de Concertación de los Pueblos Indígenas, la creación de la Ley de articulación de la Jurisdicción Especial Indígena y la jurisdicción ordinaria[1250].
- Crear o fortalecer las capacidades institucionales[1251], tanto municipales como departamentales, en materia de justicia y resolución de conflictos con los propósitos de articular y reconocer en igualdad la justicia formal y las distintas justicias comunitarias, y garantizar la formación y empoderamiento de actores comunitarios[1252]. Así mismo, es necesario profundizar los programas y prácticas de justicia restaurativa en toda la oferta de resolución de conflictos y de administración de justicia, para privilegiar estrategias que restablezcan los lazos comunitarios, reparen los daños causados por el ofensor y complementen los enfoques puramente retributivos.
- Impulsar procesos de resolución de conflictos territoriales entre pueblos étnicos y comunidades campesinas con el fin construir verdaderos ejercicios de gobernanza intercultural.
6. PARA UNA NUEVA VISIÓN DE SEGURIDAD PARA LA PAZ
La constitución y la ley se dan en el marco de la protección a la ciudadanía. No obstante, lo que experimentamos los ciudadanos es una desconexión con estos principios por parte de la fuerza pública al servicio del gobierno y no de los ciudadanos. Que un miembro de la Policía o el Ejército agreda a un ciudadano hace que sea necesario refundar estas instituciones para que podamos volverlos a ver como amigos de la sociedad[1253].
«Bueno, aquí para que esto no se vuelva a repetir en el país, es que logremos tener nosotros confianza ante las entidades como el Batallón, la Policía. Que ellos hagan muchas obras sociales. Porque es que le tenemos desconfianza a estas entidades porque [...] fueron colaboradores de estos grupos armados que hicieron tanto daño. Bregar a mirar que ellos hagan algo en este momento. Eso es lo único. Y que haiga seguridad. La seguridad en el campo, en el campo y en la ciudad porque eso se ve por todos lados: la inseguridad»[1254].
Entre los esfuerzos que son necesarios para lograr la paz es de gran importancia que la sociedad y las instituciones concibamos la seguridad de otra manera. Esta debe verse con un enfoque de construcción de paz que nos permita dejar atrás definitivamente el «modo guerra» en el que hemos vivido y reconstruir la confianza entre los ciudadanos y las instituciones, en particular la fuerza pública, como un elemento fundamental para la paz territorial y el fortalecimiento institucional.
Si bien en el Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las FARC-EP se contó con la participación activa de las Fuerzas Militares y la Policía, y si bien se abordaron temas como las garantías de seguridad para líderes y lideresas, partidos políticos, comunidades y excombatientes y sus familias, en este no se trataron discusiones más amplias y de largo alcance como la transformación del sector seguridad. Por lo anterior, la Comisión considera fundamental que se haga una reflexión sobre la visión y el sector de seguridad y defensa que se requieren para responder de mejor manera al propósito de la construcción de paz, teniendo en cuenta los procesos ya iniciados al interior de las Fuerzas Militares y la Policía. Dar respuestas adecuadas a esto supone, además, reconocer las diferentes necesidades de seguridad y adaptarse al propósito de la construcción de paz, comprender el escenario de violencia que vive el país tras la firma del Acuerdo de Paz -que significó la transformación del conflicto armado, pero no su fin definitivo-.
A los retos asociados con la presencia y el accionar de los grupos armados ilegales que permanecen en algunos territorios, se suman los desafíos derivados del nexo entre conflicto armado, crimen organizado y economías ilícitas con marcadas diferencias territoriales, particularmente en zonas rurales y de frontera, muchas de ellas habitadas mayoritariamente por pueblos étnicos. Estas fuentes múltiples de violencia obstaculizan la implementación del Acuerdo de Paz y ocasionan nuevas violaciones a los derechos de las poblaciones, alertando así sobre la posible recaída en un nuevo ciclo de violencia.
Con base en lo anterior, hemos planteado las 10 recomendaciones que componen este apartado:
La primera recomendación hace énfasis en la necesidad de una nueva visión de seguridad como bien público, centrada en las personas, en el ser humano, que nos permita superar las lógicas del conflicto armado. Visión que, a juicio de la Comisión de la Verdad, se adapta de mejor manera a los esfuerzos de la construcción de paz y que, por lo tanto, debe guiar la actuación del sector y convertirse en la base fundamental para erigir una nueva relación de las instituciones con la sociedad y los territorios. Con ese propósito, es primordial entablar diálogos horizontales entre la institucionalidad y las comunidades, ya que estos se pueden convertir en una herramienta para reconstruir la confianza entre los ciudadanos y las instituciones encargadas de la seguridad y pueden contribuir a guiar las transformaciones necesarias que pongan en el centro el cuidado de la vida y garanticen el respeto efectivo de la dignidad humanas y de los derechos humanos para todos y todas por igual.
La segunda recomendación aborda la necesaria transformación del sector seguridad y defensa, con participación de sus integrantes, valoración de lo construido y evaluación de lo realizado, y el asesoramiento y seguimiento de una comisión conformada para tal fin. Esta debe llevar a la realización de los ajustes institucionales, normativos, políticos, educativos y culturales necesarios para que el sector se adapte a la nueva visión de seguridad. Para su desarrollo y el logro efectivo de sus objetivos, es importante reconocer y retomar los aprendizajes de otras comisiones que se han conformado para avanzar en transformaciones en el sector, en particular de las Fuerzas Militares y la Policía.
Como parte de esta recomendación se señalan ocho aspectos diferentes que, a juicio de la Comisión, deben ser objeto de discusión y parte importante de la transformación, precisando en algunos el sentido de esta o por lo menos los criterios a tener en cuenta. El primer aspecto al que se hace alusión es a la necesidad de garantizar el liderazgo y direccionamiento civil de las Fuerzas Militares y la Policía. El segundo aspecto se refiere a los controles internos y externos, incluyendo los controles penales, disciplinarios, fiscales y políticos que garanticen estándares de independencia y transparencia en las investigaciones, en particular en materia de Justicia Penal Militar así como en procesos disciplinarios. Como tercer punto, se incluye la necesidad de redefinir los roles y misiones de las Fuerzas Militares y de la Policía para que se ajusten a sus funciones constitucionales y a la nueva visión de seguridad.
El cuarto elemento es la revisión de la doctrina, que juega un rol central en la conducción estratégica y operacional de las Fuerzas Militares y la Policía[1255]. Por ello, es necesario que esta se adapte a los cambios del contexto y de una nueva visión de seguridad. Este carácter adaptativo es comprendido por la fuerza pública por lo que, en particular las Fuerzas Militares y recientemente la Policía en 2019, han avanzado en un proceso de reflexión y ajuste que, en sus esfuerzos más recientes, empezó a materializarse en 2006 con la creación del sistema educativo de las Fuerzas Armadas, el cual hay que evaluar, y luego en el Ejército con la conformación, entre 2011 y 2012, del Comité de Renovación Estratégica e Innovación, el Comité Estratégico de Transformación e Innovación y el Comité Estratégico de Diseño del Ejército del Futuro, y la posterior elaboración de una nueva directiva de doctrina en 2014 y la doctrina Damasco. Desde entonces, se han desarrollado diferentes acciones, incluida la revisión por parte del Comité Internacional de la Cruz Roja, en 2016, y se ha avanzado en un proceso por fases para continuar con la revisión y la actualización. La Comisión de la Verdad llama a que, como parte de este proceso constante de adaptación, se garantice que se deja atrás la doctrina del enemigo interno que tanta violencia contra la población civil ha justificado y que la doctrina se ajuste a los propósitos de construcción de paz y la transformación del contexto, así como a la nueva visión de seguridad, e incorporándola a todas las modalidades de la formación militar. Esto incluye, además de poner en el centro el cuidado de la vida, lograr que el proceso tenga publicidad y transparencia suficientes para que la sociedad en general tenga plena confianza sobre los principios que guían el actuar de la fuerza pública y la manera como se garantiza su difusión y seguimiento.
En quinto lugar, se hace referencia a la necesidad de un marco legal estatutario y de política claro para el uso de la fuerza tanto para las Fuerzas Militares como para la Policía Nacional. El sexto aspecto propone ajustes en la estructura de las Fuerzas Militares y la Policía para que la misma responda a sus roles y misiones en el marco de la visión de seguridad. Como séptimo punto se encuentran los controles a los ingresos y ascensos a las Fuerzas Militares y la Policía para asegurar la integridad de quienes están a cargo de garantizar la seguridad y la defensa de las y los colombianos. Por último, el octavo punto se aproxima a otros aspectos relacionados con las narrativas, los procesos pedagógicos y los ejercicios de memoria por la importancia que estos tienen en el marco de la nueva visión de seguridad. Este punto busca promover una cultura institucional democrática, de respeto a los derechos humanos y de reconocimiento de las responsabilidades que han tenido en el marco del conflicto, que debe permear al sector en sus prácticas cotidianas.
Las cuatro recomendaciones que siguen hacen énfasis en el tema de archivos de inteligencia y contrainteligencia y destacan la necesidad de garantizar el acceso a los archivos que hayan cumplido el término de reserva legal, sin perjuicio de reducir este término de acuerdo con lo establecido en la Ley de transparencia y del Derecho de Acceso a la Información Pública; evitar el uso abusivo de la reserva de la información; y garantizar que exista un sistema de depuración que garantice la legalidad y pertinencia de la información.
Las siguientes dos recomendaciones responden a la necesidad de mayores controles sobre las empresas y departamentos de vigilancia y seguridad privada, y el fortalecimiento del control al comercio, porte y tenencia de armas de fuego. A estas les sigue una recomendación que se relaciona con la necesidad de definir una estrategia diferenciada de seguridad para las áreas rurales y de frontera, teniendo en cuenta las particularidades de violencia que estas enfrentan dada la persistencia de la confrontación en algunas zonas del país. Esta debe entenderse en complemento con las recomendaciones de otros temas como protección integral de territorios y construcción de paz como un proyecto nacional.
Finalmente, la última recomendación responde a la importancia de que los acuerdos internacionales relacionados con los temas de seguridad y defensa cuenten con la debida transparencia y debate democrático.
RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Al Estado y a la sociedad en su conjunto, los llamamos a reconocer que la garantía de seguridad de las personas en su diversidad -una que les permita el buen vivir en los territorios- requiere de esfuerzos integrales y articulados desde diferentes instituciones y autoridades públicas, incluida la fuerza pública.
Llamamos a la ciudadanía y a las instituciones encargadas de la seguridad, en particular a la fuerza pública, a emprender todos los esfuerzos necesarios para reconstruir la confianza, dejar a un lado la estigmatización, respetar el pluralismo y, de esta manera, contribuir al fortalecimiento de la democracia y la construcción de paz.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
6.1. Nueva visión de seguridad
Corto plazo
39. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República adoptar una nueva visión de seguridad para la construcción de paz, enmarcada en el enfoque de seguridad humana, que se centre en la protección de la vida de las personas y las comunidades sobre la base del respeto del principio de pluralismo democrático y del principio de la dignidad humana. Esta nueva visión debe concebir la seguridad como un bien público que debe ser garantizado exclusivamente por el Estado a todas las personas sin discriminación; tener en cuenta y atender las realidades territoriales y de las poblaciones con enfoque étnico, etario, de género y de derechos de las mujeres[1256], reconocer a las autoridades étnicas y sus instituciones; y superar el paradigma de la guerra y el enemigo, y el modelo de la guerra contra las drogas.
En ese marco, se deben liderar diálogos plurales y territoriales, que cuenten con miembros de la fuerza pública, las autoridades locales, incluyendo las autoridades étnicas, y con la participación de las comunidades, sus organizaciones y otros sectores. Esto con el fin de afianzar la nueva visión de seguridad y contribuir a la construcción y reconstrucción de la confianza entre la ciudadanía y las instituciones que hacen parte del sector de seguridad y defensa.
6.2. Transformación del sector con base en la nueva visión de seguridad
Mediano plazo
40. Al Gobierno Nacional, a través del Ministerio de Justicia, Ministerio del Interior, Ministerio de Defensa, las Fuerzas Militares y la Policía, el Congreso de la República y las autoridades territoriales, realizar los ajustes institucionales, normativos y de política necesarios y promover las transformaciones culturales que se requieran para consolidar la nueva visión de seguridad. Lo anterior, con el fin de fortalecer la buena gobernanza institucional[1257], garantizar el direccionamiento civil de los temas de seguridad y defensa, la transparencia y rendición de cuentas, la tolerancia cero con violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH, el cumplimiento del derecho operacional, la priorización de las capturas y las desmovilizaciones sobre las muertes en combate, y el estricto cumplimiento de los principios y estándares internacionales sobre el uso de la fuerza, según las circunstancias.
Para tal fin, es necesario conformar una comisión, con acompañamiento internacional, integrada por personas de reconocida trayectoria ética e integridad moral, con conocimiento y experiencia en temas de seguridad y comprometidas con la defensa de los derechos humanos y del Estado social de derecho, que se encargue de asesorar y hacer seguimiento de la reforma y acompañar a las entidades responsables de cada una de las transformaciones sugeridas. La Comisión garantizará que en el proceso haya participación territorial y de organizaciones defensoras de derechos humanos, víctimas, pueblos étnicos, mujeres, jóvenes, personas LGBTIQ+, representantes de las Fuerzas Militares, Policía y organismos de inteligencia. Así mismo, se recomienda que el Congreso de la República conforme una comisión accidental que acompañe el proceso y garantice la participación de partidos de gobierno, de oposición e independientes. Este proceso debería conducir a la expedición de un marco legal que fije los principios básicos de la nueva visión, que distinga entre los objetivos de seguridad y los de defensa y defina claramente el diseño institucional para garantizar la gobernanza en cada uno, sin perjuicio de todos los ajustes normativos y de otra índole que se deban realizar.
En el marco de este proceso de transformación, se recomienda tener en cuenta, entre otros, los siguientes elementos dentro de los que se precisan algunos principios, criterios y garantías.
Mediano plazo
40.1 Garantizar el direccionamiento civil sobre las Fuerzas Militares, la Policía y los organismos civiles de inteligencia, de manera que se fortalezca la gobernanza civil, los controles, mecanismos de supervisión y las responsabilidades derivadas de tal direccionamiento. Para ello, se recomienda:
- Separar a la Policía Nacional del Ministerio de Defensa y ubicarla en otro o en un nuevo ministerio, como una medida necesaria, mas no suficiente, para avanzar en el fortalecimiento de su carácter civil y de la gobernanza en materia de seguridad ciudadana, rural y urbana.
- Ajustar la arquitectura institucional a nivel nacional en materia de liderazgo, coordinación y articulación entre las instancias con competencias en materia de seguridad por una parte y de defensa por otra, lo que permitiría la consolidación de un equipo técnico civil sólido y estable que contribuya a garantizar el direccionamiento civil de las entidades del sector.
- Fortalecer las capacidades y las competencias de las autoridades territoriales (departamentales y municipales), incluyendo las autoridades étnicas, para garantizar la gobernanza civil en lo local de la seguridad y la convivencia.
- Garantizar la coordinación entre el gobierno nacional y los gobiernos territoriales con el fin de que los lineamientos de política en materia de seguridad atiendan a las necesidades territoriales y de las comunidades y sectores poblacionales, tanto a nivel urbano como rural.
Mediano plazo
40.2 Fortalecer el control preventivo, el penal, disciplinario y fiscal y la supervisión democrática de las Fuerzas Militares, la Policía y los organismos de inteligencia para mitigar factores de riesgo y hacer frente a la impunidad. Para ello, se sugiere:
- Garantizar la transparencia y la rendición de cuentas sobre los procesos, operaciones, cumplimiento del derecho operacional y resultados institucionales con un sistema de información confiable y abierto que garantice el acceso a información de calidad por parte de la ciudadanía y permita la veeduría y escrutinio públicos.
- Adoptar las medidas necesarias para garantizar, sobre la base de lo avanzado, la independencia del control interno disciplinario en las Fuerzas Militares, la Policía y organismos de inteligencia, la transparencia y rendición de cuentas de sus actuaciones. Esto implica también garantizar mecanismos de acceso y participación ciudadana en el ejercicio y seguimiento del control interno disciplinario.
- Adoptar las medidas necesarias para garantizar por parte de la Procuraduría el ejercicio de la acción disciplinaria, en plazos razonables, sobre las violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH cometidas por miembros de las Fuerzas Militares, la Policía y organismos de inteligencia, y garantizar mecanismos de transparencia para el seguimiento ciudadano al ejercicio de la acción disciplinaria. Adicionalmente, garantizar la aplicación de la suspensión provisional de funcionarios en función o servicio activo investigados o juzgados por violaciones de los derechos humanos y por infracciones al DIH[1258].
- Realizar un proceso de diagnóstico que cuente con la participación de organismos de control y de expertos independientes sobre los límites y controles a las entidades que administran gastos reservados para proponer las reformas y ajustes normativos e institucionales necesarios. Esto con el fin de (i) prevenir la corrupción al interior de las entidades del Estado que ejecutan gastos reservados y su contribución a la comisión de violaciones de los derechos humanos e infracciones DIH y (ii) garantizar controles efectivos que incluyan la fiscalización por parte de la Contraloría de la República.
- Garantizar la oportunidad y efectividad del control político del Congreso sobre las instituciones responsables de la seguridad y defensa a través de, entre otros, audiencias periódicas de seguimiento y control, y el mejoramiento de las capacidades técnicas y logísticas de las comisiones constitucionales y legales encargadas del tema de seguridad y de derechos humanos, así como de la comisión legal de seguimiento a las actividades de inteligencia y contrainteligencia.
- Realizar los ajustes normativos e institucionales que sean necesarios para que la actividad de inteligencia, particularmente de las actividades más intrusivas en el derecho a la intimidad, tales como los perfilamientos y el monitoreo al espectro electromagnético, cuente con controles civiles e independientes del Gobierno y las Fuerzas Armadas.
- Realizar un debate público sobre la necesidad y conveniencia de mantener el Fuero Penal Militar y, en todo caso, adoptar los ajustes normativos y político- institucionales necesarios para que la Fiscalía General de la Nación asuma la competencia de investigación de las conductas punibles cometidas por los miembros de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional, con excepción de las típicamente militares[1259], y para que el juzgamiento de estas conductas corresponda a la Jurisdicción Ordinaria. Lo anterior implica, adicionalmente:
- Hacer los ajustes normativos pertinentes para que la Justicia Penal Militar investigue y juzgue solo las conductas típicamente militares y en ningún caso las violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH.
- Hacer los ajustes normativos pertinentes para que la Justicia Penal Militar no investigue ni juzgue ningún tipo de conducta punible cometida por la Policía Nacional.
- Fortalecer las estrategias de priorización, las metodologías de investigación de macrocriminalidad y los equipos investigativos en la Fiscalía General de la Nación para dar una respuesta adecuada y oportuna en materia de persecución de los delitos cometidos por miembros de la fuerza pública, especialmente las graves violaciones a los Derechos Humanos e infracciones al DIH.
Mediano plazo
40.3 Realizar un proceso para el ajuste de los roles y misiones en el marco de la nueva visión de seguridad con el fin de que las Fuerzas Militares y la Policía se ciñan a su función constitucional. Lo anterior teniendo en cuenta, entre otras, la necesidad de fortalecer el rol de la Policía en materia de la lucha contra el crimen organizado y, en general, en la lucha contra la delincuencia y la seguridad rural.
Mediano plazo
40.4. Revisar y ajustar la doctrina de las Fuerzas Militares y de la Policía, teniendo en cuenta los ajustes a roles y misiones y la nueva visión de seguridad, a través de un proceso transparente y público. Para ello, se recomienda:
- Garantizar que la fuerza pública no realice labores sociales ni obras civiles en los territorios que pongan en riesgo a la población civil o la comprometan en las hostilidades.
- Garantizar que las personas desmovilizadas o desvinculadas individualmente o colectivamente de grupos armados ilegales no participen en operaciones militares o de inteligencia, más aún cuando se trate de niños, niñas y adolescentes desvinculados.
- Garantizar, sobre la base de los principios de exclusividad[1260], distinción y autonomía de la sociedad civil, que no se involucre a la población civil en redes de apoyo de operaciones de inteligencia o militares.
Mediano plazo
40.5. Adoptar los ajustes normativos y de política necesarios para garantizar el uso adecuado de la fuerza por parte de las Fuerzas Militares y la Policía en sus respectivas operaciones, operativos, actividades y procedimientos, teniendo en cuenta la nueva visión de seguridad, así como el ajuste en roles y misiones. Lo anterior sobre la base de los principios del DIH, los principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad y rendición de cuentas[1261], y la complementariedad y convergencia del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario en escenarios de conflicto armado.
Mediano plazo
40.6. Ajustar la estructura de las Fuerzas Militares y la Policía para que esta sea acorde con los cambios realizados a partir de la nueva visión de seguridad. Para ello, es importante:
Realizar ajustes normativos e institucionales necesarios para eliminar gradualmente la obligatoriedad del servicio militar y transitar hacia un servicio social en instituciones civiles.
Revisar el tamaño y el presupuesto destinado a cada fuerza integrante de las Fuerzas Militares y a la Policía para que sean adecuadas a las necesidades institucionales y operacionales que se establezcan al adaptarse a la nueva visión de seguridad. Esto implica una reducción gradual de las Fuerzas Militares y un aumento del personal de la Policía Nacional.
Corto plazo
40.7. Ajustar el sistema de ingreso, ascensos e incentivos de los miembros de las Fuerzas Militares y la Policía. Para ello, se sugiere:
- Realizar los ajustes normativos necesarios con el fin de garantizar que no puedan recibir ascensos quienes tengan denuncias creíbles o procesos abiertos en su contra -por acción o por omisión- en casos de graves violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH, o en casos de vinculación y connivencia con grupos armados ilegales y delincuencia organizada. Para ello, se debe:
- Crear un mecanismo de control de ascensos que permita determinar la idoneidad de integrantes de las Fuerzas Armadas o de seguridad a partir de un análisis exhaustivo sobre los antecedentes de personas que hayan estado implicadas -por acción o por omisión- en casos de graves violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH, o en casos de vinculación y connivencia con grupos armados ilegales y delincuencia organizada. Este mecanismo deberá permitir la participación ciudadana con plenas garantías de seguridad, incluyendo las asociaciones de familiares de víctimas de violaciones de derechos humanos y las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, quienes podrán presentar tachas dentro de dicho procedimiento.
- Incluir en los criterios de ingreso y ascenso para todos los grados, así como en las evaluaciones realizadas en la oportunidad legal, la acreditación de evidencias de conocimiento y respeto de los derechos humanos y el DIH, incluyendo la acreditación de no tener denuncias creíbles, procesamiento, acusación o imputación o condenas penales en cualquier jurisdicción o pliego de cargos y fallo en un proceso disciplinario por violación de los derechos humanos o infracción al DIH. Para el caso de los ascensos de generales y almirantes cuya aprobación corresponde al Congreso, adoptar las medidas necesarias para garantizar la publicidad y transparencia del proceso.
Corto plazo
- Revisar y fortalecer el sistema de selección, ingresos, permanencia e incentivos de manera tal que incluya una perspectiva diferencial, de género y de derechos de las mujeres que permita tener unas Fuerzas Militares y de Policía que representen el pluralismo y la multiculturalidad del país. Ampliar los esfuerzos por una efectiva inclusión de mujeres en la estructura y conformación de las Fuerzas Militares y la Policía, garantizando la diversificación de funciones y papeles, de tal manera que alcancen una representación significativa y mayor participación en los procesos de toma de decisiones.
Corto plazo
40.8. Realizar ajustes en la formación, los principios, los valores, la ética, y los procedimientos y prácticas que inciden en la cultura institucional[1262] y en la mística de pertenencia institucional en las Fuerzas Militares y la Policía Nacional. Esto es necesario para que se adecúen a la nueva visión de seguridad para la paz, siempre teniendo en cuenta la importancia de la coherencia entre los valores, principios y reglas y las prácticas cotidianas. En ese marco, se recomienda:
- Transformar la educación militar y policial, sobre la base de una revisión por parte de un grupo de expertos nacionales e internacionales en materia de educación militar y policial, incluidas universidades, que realicen recomendaciones que garanticen una educación basada en el respeto de los derechos humanos, derecho internacional humanitario, democracia, perspectiva de género, derechos de las mujeres y derecho operacional. Lo anterior en el marco de la nueva visión de seguridad y considerando los avances que ya existen en esta materia.
- Ampliar de forma permanente los procesos de pedagogía y memoria histórica que se desarrollan en las instituciones militares y policiales con el fin de reconocer y aprender, desde un enfoque de no repetición, sobre los hechos, los impactos y las graves violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH cometidas por agentes del Estado, incluidos miembros de las Fuerzas Militares y de la Policía, en el conflicto armado.
- Fortalecer la formación permanente en DIH y derechos humanos. Esta debe incluir educación en temas étnicos, de género, de derechos de las mujeres y de las personas LGBTIQ+
- Transformar las narrativas -incluidos, por ejemplo, los cantos militares- para garantizar la apropiación de la nueva visión y sus principios en las prácticas de los integrantes de las fuerzas.
6.3. Archivos de inteligencia
Corto plazo
41. Al Presidente de la República, al Ministerio de Defensa, a la fuerza pública y Organismos de Seguridad e Inteligencia, al Congreso de la República y a la Rama Judicial, garantizar de manera inmediata el acceso a la información de inteligencia y contrainteligencia que haya cumplido el término legal de reserva a partir de la fecha de recolección, y adelantar un proceso gradual de levantamiento de la reserva de archivos de seguridad, inteligencia y contrainteligencia en garantía del derecho a la información. Adicionalmente, se recomienda:
- Establecer condiciones para la aplicación de la reserva a los archivos por ser de inteligencia o por razones de seguridad nacional de manera que la negativa deba ser evaluada caso a caso, de manera motivada y por causales precisas de acuerdo a los estándares internacionales en materia de acceso a información en casos de violaciones de derechos humanos.
- Implementar o activar un mecanismo de control judicial de las decisiones de negativa a entregar información debido a reserva por razones de inteligencia o seguridad nacional[1263].
- A la Procuraduría General de la Nación, adoptar medidas para evitar el uso abusivo de la reserva de la información por parte de las entidades estatales, en general, y de los organismos de inteligencia y de seguridad del Estado, en particular.
- Se recomienda al Presidente de Colombia solicitar al Presidente de Estados Unidos la desclasificación acelerada de documentos de agencias del gobierno de Estados Unidos relacionada con el conflicto armado colombiano, para profundizar en el esclarecimiento de violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH poco documentadas. Como antecedente la Comisión entre su legado dejará pública la solicitud de desclasificación que realizó autónomamente durante su mandato y que puede ser la base de la solicitud del gobierno colombiano al gobierno estadounidense.
Corto plazo
42. Al Congreso de la República derogar la disposición de la ley de Inteligencia y Contrainteligencia que establece un término de reserva de treinta años, y mantener vigente como único plazo máximo de reserva el de quince años, no prorrogable, establecido en la Ley de transparencia y del Derecho de Acceso a la Información Pública. Mientras tanto a la Rama Judicial, interpretar que el término máximo de reserva es el de la Ley de Transparencia, de 15 años, por ser posterior y pro personae.
Corto plazo
43. Al Congreso de la República, al Presidente de la República, a la fuerza pública y Organismos de Seguridad e Inteligencia derogar el Decreto 2149 de 2017[1264] y realizar los ajustes normativos e institucionales al sistema de depuración de archivos de inteligencia y contrainteligencia necesarios para la adopción de las recomendaciones del informe de la Comisión Asesora para la Depuración de Datos y Archivos de inteligencia y contrainteligencia, entregado en 2016. Lo anterior implica:
- Suspender de manera inmediata el proceso de depuración actual que se lleva a cabo por disposición del decreto 2149 de 2017 y a instancias del Sistema Nacional de Depuración(SND)[1265]
- Crear una instancia de depuración de carácter civil, autónomo, e independiente y mantener espacios de participación de la sociedad civil, incluyendo las organizaciones de víctimas.
- Adoptar todas las medidas necesarias para garantizar la preservación de los archivos de derechos humanos o aquellos que tengan valor histórico.
- Con la suspensión de la depuración, disponer el inicio de una evaluación del proceso de depuración adelantado hasta la fecha. Encargar esta evaluación, ya sea a i) un ente evaluador, de carácter civil, independiente, que incluya la participación de organizaciones de derechos humanos o a ii) la instancia de depuración prevista en el informe de la Comisión Asesora para la Depuración. En desarrollo de esta, mantener espacios de participación de la sociedad civil, incluyendo organizaciones de víctimas.
Corto plazo
44. A la Jurisdicción Especial para la Paz, ordenar o ampliar, según el caso, las medidas cautelares necesarias para proteger, preservar y garantizar el acceso a los archivos identificados por la Comisión como información, documentos y archivos de derechos humanos, memoria histórica y conflicto armado, en particular los correspondientes a (i) la Brigada de Institutos Militares; (ii) el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Gr. Ricardo Charry Solano, de la Brigada XX del Ejército Nacional; (iii) la Red No. 7 de la Armada Nacional; y (iv) el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS).
6.4. Empresas de seguridad privada y control de armas
Corto plazo
45. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, adelantar las reformas legales e institucionales que sean necesarias para garantizar un control efectivo y eficiente de los departamentos y empresas de vigilancia y seguridad privada, que evite que se involucren en acciones ilegales. Para tal fin, es necesario:
- Fortalecer el régimen de controles por parte de la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada y las normas que regulan estos servicios, incluyendo mayores requisitos para la conformación y funcionamiento de los departamentos y empresas de seguridad privada, y establecer mayores controles y condiciones para la contratación del personal, incluyendo la exigencia de requisitos y la revisión de antecedentes que garanticen su integridad. Lo anterior teniendo en cuenta las propuestas realizadas en el marco de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad y sus funciones en materia de seguimiento a los controles[1266].
- Adscribir la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada a un ministerio distinto al Ministerio de Defensa con el fin de garantizar que la vigilancia y el control civil esté en cabeza del ministerio al que quede adscrita la Policía.
Corto plazo
46. Robustecer la legislación y los procedimientos en materia de control y comercio de armas de fuego autorizadas legalmente en el país, y del control de su porte y tenencia, sobre la base de una caracterización del funcionamiento del mercado legal e ilegal de armas y municiones. En desarrollo de esto, se sugiere:
- Garantizar el manejo civil del control y comercio de armas, municiones, explosivos y sustancias químicas controladas -esto implica sacar el departamento de control y comercio de armas (CCA) del Comando General-, y, en general, fortalecer los controles civiles sobre la fabricación, importación y comercio de armas, municiones y explosivos con mecanismos que permitan la participación y veeduría de la ciudadanía.
- Mejorar los requisitos, controles y trazabilidad del porte y tenencia de armas de fuego y municiones por parte tanto de particulares como de los departamentos y empresas de vigilancia y seguridad, y elaborar reportes públicos, continuos y transparentes. Lo anterior incluye el fortalecimiento de las capacidades institucionales.
- Realizar un estudio sobre las armas entregadas por grupos armados ilegales o decomisadas para caracterizarlas e identificar las falencias y desafíos en su control y trazabilidad.
- Asumir y ratificar los compromisos internacionales en materia de control y comercio de armas.
- Diseñar desde lo local, con acompañamiento del Gobierno Nacional, campañas de sensibilización y para desincentivar la demanda y tenencia de armas por parte de la población civil. Estas deben incluir reflexiones sobre la problemática de las armas de fuego con enfoque de género y de derechos de las mujeres, y contribuir a instalar el tema en la agenda pública.
6.5. Seguridad para la ruralidad y zonas de frontera
Corto plazo
47. Formular una nueva estrategia de seguridad para la ruralidad y zonas de frontera, basada en la nueva visión de seguridad, que sea diferenciada de acuerdo con las realidades y retos territoriales, que tenga en cuenta las necesidades específicas en materia de seguridad en las zonas donde hay presencia de grupos armados ilegales, y que reconozca y respete el rol de las autoridades étnicas. Para ello, se recomienda:
- Fortalecer las capacidades de la Policía Nacional para asumir el liderazgo en materia de seguridad ciudadana en ámbitos rurales y de fronteras[1267]. Para ello es fundamental tener en cuenta la policía de Carabineros y retomar y fortalecer la experiencia de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz (UNIPEP).
- Replantear o eliminar los convenios entre las Fuerzas Militares y las empresas privadas con presencia en lo rural, de manera que se garantice la seguridad como bien público.
- Reconocer a las guardias comunitarias (indígena, cimarrona y campesina) como mecanismos autónomos de convivencia, protección y cuidado de las comunidades y de la naturaleza, y las diferentes formas de autoprotección y cuidado de organizaciones y comunidades. Así mismo, se deben garantizar mecanismos de interlocución y diálogo entre estas y las instituciones encargadas de la seguridad y la convivencia.
6.6. Cooperación militar
Mediano plazo
48. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, en caso de tratados internacionales, someter los acuerdos de cooperación internacional en materia militar a procedimientos de debate público y transparente en el que participe la ciudadanía y los organismos de control según sus competencias. En particular, se deberán someter a este debate aquellos que brinden inmunidad a agentes extranjeros sobre violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH cometidos en Colombia.
7. PARA CONTRIBUIR A LA PAZ TERRITORIAL
Para nosotros la paz, es que la paz llegué al corazón. O sea, la paz definitivamente es cuando logremos vivir dignamente, [cuando] estén cubiertas las necesidades más básicas y logremos no vivir en exceso, sino con dignidad. Entonces llegará la paz al corazón, lo que en Nasa es el Üss Pehnxi, que es como «la paz y la justicia del corazón»[1268].
El territorio es [...] nuestra vida. Ahí es donde nosotros nacemos, nosotros nos criamos y nos formamos. Es en los territorios, desde el campo, cultivando, sembrando [...]: eso es lo que hacemos. Es nuestra apuesta.
Tenemos unos sueños y esos sueños es lo que nos tiene aquí[1269].
Las grandes desigualdades del campo, y aquellas que existen entre las zonas urbanas y las rurales, han incidido directamente en el surgimiento y la prolongación del conflicto armado interno. La alta concentración de la tierras productivas y dotadas de bienes y servicios en manos de unos pocos propietarios es uno de los mayores lastres que arrastra la sociedad colombiana a lo largo de su historia. A ello se suman otras desigualdades, como las relacionadas con la satisfacción de necesidades básicas, la producción y goce de riqueza y la toma decisiones en relación con el desarrollo y el ordenamiento territorial.
El conflicto armado se desató y libró predominantemente en esta ruralidad desigual; y en muchas regiones, condujo a que esa desigualdad estructural se agravara. La guerra provocó un fenómeno masivo de desplazamiento forzado de población del campo a los centros urbanos y despojo de tierras y, de manera correlativa, una creciente acumulación de tierras y un acaparamiento de recursos vitales como el agua o la infraestructura pública. Esta desposesión por vía de acumulación y reconfiguración violenta de muchos territorios ha afectado de manera diferenciada y desproporcionada a las poblaciones rurales históricamente más excluidas: comunidades campesinas, pueblos étnicos, mujeres, personas LGBTIQ+, niñas, niños, adolescentes y otras poblaciones desaventajadas del campo. En el caso de las y los jóvenes, el impacto ha sido especialmente grave.
Por varias generaciones y por cuenta de todos los actores armados, la juventud rural ha sido arrastrada a padecer y librar la guerra. El movimiento político campesino también ha sido una de las principales víctimas del conflicto, ya que los actores armados buscaron desarticular su proceso organizativo. Otros procesos y liderazgos rurales también fueron seriamente afectados, incluidos los étnicos, ambientales, territoriales, feministas, y de diversidad sexual y de género. Sin embargo, a pesar de que la guerra ha agravado la situación de exclusión histórica de estos grupos y comunidades, ellos y ellas han resistido y afrontado la guerra pacíficamente y han construido paz en medio de las más grandes adversidades.
El Acuerdo de Paz reconoció varias de estas problemáticas y buscó resolverlas con la Reforma rural integral acordada en el Punto 1. Sin embargo, como lo señalan distintos observadores, la implementación de este punto, a cargo principalmente del Gobierno Nacional, ha sido lenta e insuficiente para avanzar en la construcción de la paz territorial.
Los esfuerzos presupuestales e institucionales recientes para avanzar en el catastro multipropósito, y la conclusión de los procesos de formulación de las hojas de ruta para los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), son avances positivos que deben reconocerse. Pero desafortunadamente, estos avances han venido acompañados de omisiones y retrocesos de la mayor gravedad, como el desfinanciamiento progresivo de la política agraria, las grandes limitaciones impuestas a la participación de las comunidades rurales en la toma de decisiones (incluyendo aquellas relacionadas con el PDET y el catastro) y el incumplimiento de otros lineamientos que son esenciales para que se produzca una transformación incluyente e integral de la ruralidad.
Uno de los componentes más críticos y con menos avances es justamente la redistribución de tierras. Actualmente las leyes colombianas contemplan múltiples instrumentos para que las autoridades avancen en la reforma agraria, pero que no se implementan sino excepcionalmente. Unos de ellos son los llamados «procesos agrarios» por medio de los cuales la autoridad agraria[1270] puede comprar, recuperar o incluso extinguir el dominio de predios rurales cuando estos violen las leyes penales o agrarias, para luego adjudicarlos a pobladores rurales sin tierra o con tierra insuficiente. En el Acuerdo de Paz se estableció como meta asignar 3 millones de hectáreas a campesinos y campesinas sin acceso material a tierra o a pueblos étnicos, dentro o fuera de la frontera agraria, y sin exigencias claras en materia de bienes y servicios. Sin embargo, este compromiso ha sido incumplido sistemáticamente.
Hasta ahora los esfuerzos gubernamentales, en todo caso insuficientes, han consistido en la titulación de predios a sus actuales poseedores y ocupantes, que, aunque es un asunto importante, no afecta de ningún modo la altísima concentración de la tierra en pocas manos -sobre todo aquella dotada de bienes y servicios públicos-, que caracteriza la ruralidad del país. Actualmente el área rural del país se extiende a lo largo de 99,3 millones de hectáreas, de las cuales aproximadamente 37,6 se encuentran dentro de la frontera agropecuaria y de ellas, 30,4 corresponden a propiedad privada. La propiedad sobre estas tierras privadas está distribuida de una manera extremadamente inequitativa: lo que revelan las últimas cifras es que el 2,27 % de los propietarios tendría en su poder el 52,62 % de las hectáreas de propiedad privada (o 15.38 millones) ubicadas dentro de la frontera agraria, mientras que el 62,22 % de los propietarios tendría apenas el 4,53 % de ese mismo territorio (o 1.3 millones de hectáreas)[1271]. A pesar de que estos niveles de desigualdad han constituido la ruralidad colombiana por más de un siglo, entre 1961 y 2012 o sea en más de 50 años, las autoridades agrarias han redistribuido a campesinos sin tierra alrededor de 1.77 millones de hectáreas de tierra de propiedad privada[1272]. Por ello, se recomienda redistribuir como mínimo las 3 millones de hectáreas que contempla el Acuerdo, que corresponden a menos del doble de lo históricamente asignado, y que los predios asignados se sitúen necesariamente dentro de la frontera agraria y tengan acceso a bienes y servicios.
De manera complementaria y para propiciar un cambio aún más estructural, proponemos que se utilice como instrumento para reforma agraria el impuesto predial, a través de un aumento significativo de su cobro y recaudo, a partir de criterios de progresividad y sostenibilidad ambiental, de manera que se estimule también por vía tributaria una distribución más equitativa y ecológica de la tierra, así como una mayor capacidad fiscal para los municipios.
Ahora bien, para transformar la ruralidad en su conjunto, proponemos que, además de reducir la alta concentración de tierras, los esfuerzos se dirijan también a lograr un desarrollo económico y ambientalmente sostenible de los territorios rurales como estrategia para garantizar el bienestar de sus pobladores y los ecosistemas que los componen. Este desarrollo debe tener un enfoque territorial, lo que implica que la dotación de bienes y servicios debe hacerse según las características y necesidades propias de cada territorio y en consideración a su contexto ecológico y sociodemográfico. Esto contribuirá a que los territorios sean competitivos y que sus habitantes puedan producir y participar de la distribución de la riqueza, al tiempo que protegen el medio ambiente y se les garantiza su integridad cultural. Por último, y paralelamente al desarrollo a escala territorial, también sugerimos que se fortalezcan y adopten enfoques diferenciales e interseccionales, y se diseñen medidas específicas para las poblaciones más marginadas y afectadas por la desigualdad y el conflicto armado, como lo son los pueblos étnicos, el campesinado, las mujeres rurales, las personas LGBTIQ+ y las juventudes rurales.
También consideramos que la transformación de las poblaciones y los territorios rurales implica necesariamente resolver las deficiencias en la administración de la política de restitución de tierras, establecida en la Ley 1448 de 2011, y prorrogada hasta el 2031. Dos de los problemas más graves son el número cada vez más elevado de solicitudes de restitución que rechaza el Gobierno nacional y el incumplimiento generalizado de las sentencias de restitución. Otro de los problemas más serios es el de la seguridad de los reclamantes y de los funcionarios administrativos y judiciales, que se aborda en el capítulo de seguridad.
Por todo lo señalado, y con propósito de contribuir a la superación de las desigualdades estructurales entre los territorios y los habitantes del país como base para la construcción de la equidad y paz territorial, e impedir la repetición de las reconfiguraciones territoriales violentas del pasado, proponemos que se adopte una estrategia de desarrollo territorial y sostenible que esté fundamentada en un proceso amplio, participativo y multicultural de ordenamiento territorial que haga posible la construcción de una visión de territorio y futuro compartidos y una relación equitativa entre los territorios. Esta estrategia debe orientarse, entre otras cosas, a la implementación efectiva y ajustada a la coyuntura actual de la Reforma Rural Integral y a atender asuntos estructurales de la historia rural que no fueron abordados allí o solo de manera tangencial. También proponemos que, por lo dicho, esta estrategia esté compuesta al menos por cinco grandes ejes temáticos, con recomendaciones dirigidas a: (i) retomar la discusión sobre el proceso de descentralización, la autonomía territorial y la organización político administrativa del país; (ii) garantizar un acceso equitativo a tierras y territorios; (iii) lograr un uso sostenible de tierras y territorios, y la prevención y gestión de conflictos socioambientales; (iv) promover un desarrollo con enfoque territorial con énfasis en la provisión de bienes y servicios públicos para la ruralidad; y (v) prevenir y revertir el despojo de tierras y territorios, y reparar de manera efectiva a las víctimas.
Ahora bien, esta estrategia debe articularse de manera audaz con varias de las medidas planteadas en otras secciones, pues también son esenciales para lograr una equidad y una paz territorial estable y duradera. Así, por ejemplo, la reducción de las brechas de desigualdad entre las zonas urbanas y rurales, y la promoción de un ordenamiento territorial participativo, sostenible y multicultural, implica retomar y avanzar en la discusión sobre la representación política de las regiones, en particular de las más afectadas por el conflicto, así como garantizar el goce efectivo de los derechos de los sujetos, pueblos y comunidades rurales históricamente excluidos. Ambos asuntos y otros adicionales, como el reconocimiento del campesinado como sujeto político de especial protección constitucional y la adopción de medidas especiales orientadas a lograr su igualdad material, se abordan en la sección sobre régimen político. Un acceso más democrático y equitativo a la tierra, por su parte, requiere necesariamente de la puesta en marcha de la jurisdicción agraria ya mencionada; mientras que la prevención y reversión del despojo de tierras y territorios exige de una articulación estrecha con las medidas de reparación integral propuestas en la sección correspondiente. Finalmente, el desarrollo, la equidad y la paz territorial en su conjunto, precisa de un modelo especial de seguridad para la ruralidad centrado en la protección de las personas y las comunidades, que es lo que se propone en el tema de seguridad.
Para finalizar, vale la pena señalar que estas recomendaciones han sido formuladas teniendo en cuenta los desafíos que enfrentan el país y el planeta por cuenta del cambio climático y de una crisis alimentaria en ciernes. Estas, además, tienen como propósito alertar y contribuir a la prevención de nuevos ciclos de violencia relacionados con conflictos por recursos vitales como el agua, la tierra y los alimentos; y promover un desarrollo rural sostenible que garantice la inclusión social y productiva de las poblaciones rurales, que permita repensar el modelo de desarrollo basado en el extractivismo y que logre la protección de los derechos de las generaciones presentes y futuras.
RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Hacemos un llamado al reconocimiento de l Estado y a la sociedad colombiana de que las desigualdades estructurales que han configurado la ruralidad colombiana a lo largo de su historia están estrechamente relacionadas con el origen y la persistencia de este conflicto armado, y que dichas desigualdades se han profundizado por cuenta del propio conflicto, librado en gran parte en los campos del país. En consecuencia, también llamamos a la sociedad en su conjunto y a todo el Estado a reconocer que muchas de las poblaciones rurales han padecido la vulneración sistemática de sus derechos, entre ellos el derecho a la propiedad y el uso de la tierra en paz y en condiciones de igualdad; el derecho a participar decididamente en los asuntos que más los afectan y a sus territorios; y el derecho a los bienes y servicios públicos fundamentales para el bienestar humano y para la producción y goce de la riqueza, incluidos la educación de calidad, la justicia, la seguridad, la salud, las vías, entre otros. Como parte de este llamado, instamos a reconocer que la guerra ha impactado de forma desproporcionada y diferenciada las comunidades campesinas, los pueblos étnicos, las mujeres rurales y las personas LGBTIQ+ del campo y, de manera especialmente grave, a los niños, niñas y adolescentes y las juventudes rurales.
Por todo lo dicho, llamamos a las autoridades públicas y a todos los sectores sociales, económicos y políticos a comprometerse con la superación de las desigualdades entre el país rural y el país urbano, y las desigualdades propias del campo -entre ellas las relacionadas con la distribución de la tierra, el equipamiento público y el ordenamiento del territorio–, pues esta es la base para una paz territorial estable y duradera. En consecuencia, los llamamos también a aportar los recursos, las capacidades institucionales y operativas, y los conocimientos necesarios para alcanzar el desarrollo territorial, sostenible, incluyente y democrático de todas las ruralidades.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
7.1. Estrategia de desarrollo territorial sostenible para la equidad y la paz territorial
Mediano plazo
49. Al Congreso, al Gobierno Nacional y a las autoridades territoriales, diseñar e implementar una estrategia de desarrollo territorial sostenible para la paz territorial, que revierta las grandes desigualdades que han caracterizado históricamente la configuración de los territorios rurales y construya una relación equitativa entre el país urbano y el rural, y que se fundamente en un proceso de ordenamiento territorial participativo, sostenible y multicultural que permita construir una visión compartida de territorio y de futuro. Se recomienda que esta estrategia, además:
- Dé cumplimiento a las disposiciones del Acuerdo Final de Paz entre el Estado colombiano y las FARC-EP, especialmente aquellas sobre Reforma rural integral y sustitución de cultivos de uso ilícito, así como otras destinadas a lograr una mayor equidad como fundamento para la paz territorial.
- Promueva relaciones de confianza entre las comunidades rurales y las instituciones del Estado.
- Garantice los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de las poblaciones del campo, en particular el acceso a la tierra, al territorio y a los bienes y servicios públicos, en paz y en condiciones de igualdad.
- Garantice los enfoques diferenciales transversales e interseccionales, y promueva medidas afirmativas para los pueblos étnicos, el campesinado, las mujeres, las personas LGBTIQ+, las personas en condición de discapacidad o diversidad funcional, los niños, niñas, adolescentes y jóvenes, las personas de la tercera edad, y los demás grupos y comunidades históricamente violentadas.
- Garantice la participación incidente de la ciudadanía, particularmente de las autoridades territoriales, los pueblos étnicos, las organizaciones sociales y las comunidades locales.
- Garantice la seguridad y la soberanía alimentaria de toda la población del país.
- Conduzca al fortalecimiento y la reconstrucción del tejido social y económico, con énfasis en las regiones más afectadas por el conflicto.
- Contribuya a prevenir y gestionar los conflictos socioambientales, en particular los derivados de las actividades de megaminería, hidrocarburos, explotación forestal, agroindustria, megainfraestructura y ganadería extensiva, entre otras economías extractivas, de gran escala o intensivas en el uso de tierras y territorios. Esto implica una amplia discusión sobre los usos adecuados de los territorios y sus condiciones, de tal manera que se entienda el fortalecimiento económico y productivo desde su necesaria compatibilidad con el cuidado ambiental y el bienestar de las comunidades locales.
- Atienda los efectos del conflicto armado y de las actividades económicas legales e ilegales sobre la degradación ambiental y el cambio climático, a través de acciones encaminadas a su contención y, a la protección y el cuidado de los ecosistemas, del agua y de la tierra como bienes fundamentales para el interés general y el bien común.
- Incluya las recomendaciones relativas a justicia, seguridad y participación política de las comunidades rurales formuladas en otras secciones, así como las que proponemos a continuación.
7.2. Descentralización, autonomía territorial y organización político-administrativa Corto plazo
50. Al Gobierno Nacional, con el liderazgo del Ministerio de Interior, y al Congreso de la República, a las autoridades territoriales, incluyendo autoridades étnicas, profundizar el proceso de descentralización y la autonomía territorial, y reconsiderar la organización político-administrativa del país para que se dé efectivamente un debate en torno a la equidad territorial y al bienestar a nivel local y regional. Lo anterior, debe hacerse teniendo en cuenta las conclusiones y recomendaciones de la Misión de ordenamiento territorial[1273].
7.3. Acceso equitativo, democrático y ambientalmente sostenible a la tierra y los territorios
Corto plazo
51. Al Gobierno Nacional y los gobiernos territoriales, finalizar la formación del catastro multipropósito:
- A través de un proceso participativo y ágil que resuelva las inconsistencias con el registro de instrumentos públicos; que sea de utilidad para la planeación de políticas públicas; que garantice su actualización y conservación a lo largo del tiempo; y que conduzca a un sistema de información de fácil acceso y utilización para la ciudadanía.
- Apropiando los recursos financieros e institucionales necesarios para que se cumpla de manera prioritaria con el cronograma y las metas ya establecidas.
- Garantizando el derecho a la consulta previa que el mecanismo requiere en territorios étnicos.
Mediano plazo
52. Al Estado en general, revertir la alta concentración de las tierras y corregir los usos antieconómicos y antiecológicos de las mismas a partir de un plan de reforma agraria que parta del cumplimiento de las metas del Acuerdo de Paz y que incluya, además, las siguientes medidas:
52.1. Al Gobierno nacional, distribuir al menos tres millones de hectáreas -adicionales a las de formalización de baldíos- a campesinos y campesinas sin tierra o con tierra insuficiente que:
- Estén ubicadas dentro de la frontera agraria y dotadas de bienes y servicios básicos y cuya tenencia actual no esté en manos de sujetos de reforma agraria.
- Provengan de los procesos agrarios[1274] y también de la extinción judicial de bienes rurales asociados a actividades ilícitas con vocación para la reforma agraria a partir de un plan formulado conjuntamente con la Fiscalía General de la Nación. Este debe garantizar que la persecución de estos bienes sea una de sus prioridades de política criminal.
Mediano plazo
52.2. Al Gobierno Nacional y el Congreso de la República, a partir de un diálogo amplio, participativo y transparente, definir el trazado de la frontera agraria según necesidades ambientales, sociales y económicas y darle fuerza vinculante[1275]; y desarrollar regímenes especiales inspirados en prácticas tradicionales, que contemplen figuras jurídicas como la adjudicación, los contratos de uso, las concesiones de tierras, y los pagos por servicios ambientales, entre otras, para comunidades rurales ubicadas históricamente en áreas protegidas, de modo que se haga compatible su inclusión social y productiva con los fines de conservación.
Mediano plazo
52.3. Al Gobierno nacional y al Congreso de la República formular una legislación sobre acumulación indebida de baldíos, que contemple un tratamiento diferenciado para los sujetos de especial protección constitucional según su grado de vulnerabilidad, el tiempo y el modo de ocupación, entre otros criterios de equidad, y las características agroecológicas del predio[1276]. Esta debe ofrecer incentivos a ocupantes irregulares para que contribuyan a la recuperación, reversión o regularización de baldíos.
Mediano plazo
52.4. Al Gobierno Nacional, avanzar con los procesos de revisión y aprobación de las solicitudes de las Zonas de Reserva Campesina, garantizar la transparencia en el proceso de toma de decisiones al respecto; y concluir la actualización e implementación de sus planes de desarrollo y ordenamiento territorial, garantizando su financiación y articulación con los planes territoriales y el Plan Nacional de Desarrollo[1277].
Mediano plazo
52.5. Al Gobierno nacional, definir concertadamente con los pueblos étnicos un plan para dar respuesta oportuna a solicitudes de constitución, ampliación, saneamiento, titulación, demarcación, regulación de uso y resolución de conflictos relacionadas con sus territorios. Es necesario que este priorice a los pueblos en riesgo de extinción física y cultural o en un alto grado de vulnerabilidad.
Mediano plazo
52.6. Al Congreso de la República, Gobierno Nacional y gobiernos y concejos municipales, diseñar y ejecutar un plan de fijación y cobro del impuesto predial[1278] basado en el principio de progresividad, que aumente efectivamente el recaudo fiscal de los municipios, contribuya a una distribución más equitativa de la tierra y fomente la protección y el uso adecuado de ecosistemas y recursos naturales, y la producción ambientalmente sostenible de alimentos. Para lo anterior, se recomienda crear un sistema de incentivos que recompensen el aumento efectivo del recaudo por parte de las entidades territoriales.
7.4. Uso sostenible de tierras y territorios, y prevención y gestión de conflictos socioambientales
Mediano plazo
53. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, establecer mecanismos para superar y prevenir los conflictos de uso de suelos, subsuelos y cuerpos hídricos, para garantizar los servicios ecosistémicos esenciales, la disponibilidad de tierras de cultivo para garantizar la seguridad y la soberanía alimentarias de la población, y la pervivencia y el bienestar de las comunidades en sus territorios. Entre ellos, sugerimos:
- Ajustar el marco normativo e institucional que regula el régimen de utilidad pública y de conceptos análogos[1279], como interés nacional y estratégico, relacionados con proyectos a gran escala o intensivos en el uso territorial (en particular, las actividades de megaminería e hidrocarburos, entre otras). Lo anterior debe hacerse para garantizar la participación efectiva de las comunidades y autoridades territoriales en las decisiones que les afecten y la plena garantía de los derechos humanos, ambientales y territoriales.
- Definir estrategias y mecanismos eficientes para la coordinación y concertación de las diversas políticas públicas que afecten el suelo, subsuelo, el espacio aéreo, la plataforma submarina o cuerpos hídricos, y las políticas sectoriales del gobierno nacional (minero-energéticas, ambientales, agropecuarias, de vivienda, infraestructura, etc.) con los gobiernos y las autoridades territoriales, garantizando siempre una participación incidente de las comunidades locales.
- Crear espacios locales permanentes de diálogo multiactor entre las comunidades locales, las autoridades territoriales, autoridades étnicas y la sociedad civil y, cuando sea pertinente, el gobierno nacional, que conduzcan a pactos locales que permitan construir acuerdos y solucionar conflictos.
- Fortalecer el derecho a la consulta previa y demás mecanismos de participación, diálogo e interlocución con las autoridades y pueblos étnicos mediante, entre otras, una institucionalidad especializada en el diálogo intercultural. Esta debe contar con presencia territorial y con las capacidades técnicas y presupuestales suficientes para garantizar y proteger los derechos de los pueblos étnicos.
Corto plazo
54. Al Estado, bajo el liderazgo del Gobierno nacional, con el concurso de las autoridades territoriales y étnicas, impulsar sistemas agroalimentarios que sean económica, social y ambientalmente sostenibles; que estén basados en una relación equitativa, solidaria y armónica entre las zonas urbanas y rurales; que estén dirigidos a que las poblaciones vulnerables puedan participar como productoras o consumidoras de alimentos de calidad óptima para la salud humana; y que sean producidos, transportados y distribuidos en condiciones laborales y comerciales justas. Se recomienda incluir en los instrumentos de ordenamiento territorial y, en aquellos que definen el acceso y uso de la tierra, la delimitación de zonas para la producción de alimentos a pequeña y mediana escala. Esta debe acompañarse de medidas para el fortalecimiento de las economías campesinas y de los sistemas alimentarios étnicos.
Corto plazo
55. Al Congreso de la República y al Gobierno Nacional, ratificar el Acuerdo de Escazú como herramienta para reforzar la protección ambiental y de los derechos humanos a través de garantías de acceso efectivo y oportuno a la información, una participación pública incidente, la protección a los líderes y lideresas ambientales y el acceso a la justicia en estos asuntos.
Mediano plazo
56. Al Gobierno Nacional y al Congreso de la República, crear las políticas y realizar los ajustes normativos necesarios para prevenir, mitigar y reparar las violaciones de derechos humanos, ambientales y territoriales relacionadas con las actividades empresariales y de negocios, especialmente en contextos de violencia generalizada y de conflicto armado interno. Estas deben incluir:
- Una política de Estado de derechos humanos y empresas participativas, que sea mensurable, con recursos y mecanismos de seguimiento, acciones multiactor con especial presencia de la sociedad civil, y que fomente la debida diligencia empresarial en derechos humanos, ambientales y territoriales. Es necesario que esta tenga un énfasis en las regiones afectadas por el conflicto armado y la violencia generalizada, y debe incluir, entre otros, el deber de las empresas de: (i) realizar análisis periódicos, transparentes e independientes sobre los impactos en derechos humanos, ambientales y territoriales que se puedan derivar de su actividad y las de sus cadenas de suministro; (ii) realizar análisis del impacto de sus transacciones sobre tierras, de manera que no aumenten el riesgo de generar conflictos socioambientales o de concentración de tierras y acaparamiento territorial; (iii) analizar el riesgo de agudizar conflictos; (iv) verificar que los medios de seguridad pública y privada a los que acudan no escalen conflictos o hagan que las comunidades queden desprotegidas; y (v) reparar los daños que causen o, incluso, adelantar la restitución inmediata de bienes y tierras, cuando sea del caso.
- Una regulación integral de las obligaciones del Estado y de las empresas, en el marco de la debida diligencia de las empresas y sus cadenas de suministro en materia de protección, respeto y remedio de los derechos humanos, ambientales, y territoriales antes, durante y después de las actividades económicas, que debe estar reforzada en zonas afectadas por el conflicto armado o la violencia generalizada. Para ello, es importante, entre otros factores: (i) tener en cuenta el suministro de la información por parte del Estado y de las empresas para el cumplimiento de sus obligaciones y para el monitoreo por parte de la sociedad civil; (ii) regular la concesión de proyectos de utilidad pública y análogos con criterios de derechos humanos, ambientales y territoriales; (iii) garantizar capacidades efectivas de seguimiento por parte de los sectores económicos y de supervisión de la regulación adoptada por parte de la Defensoría del pueblo, las agencias nacionales y la Superintendencia de sociedades; y (iv) establecer un régimen de responsabilidad legal por el incumplimiento derivado de la debida diligencia empresarial a través de mecanismos judiciales y no judiciales. Se deberá prestar especial atención a los hechos y dinámicas incluidas en el presente Informe Final.
7.5. Desarrollo con enfoque territorial y provisión de bienes y servicios públicos para la ruralidad
Largo plazo
57. Al Gobierno Nacional, en general, y a todas las autoridades territoriales, reducir las brechas de desigualdad entre las zonas urbanas y rurales -y entre distintos sectores de la ruralidad-, en el acceso a bienes y servicios públicos mediante las siguientes acciones:
Corto plazo
57.1. Garantizar la implementación de las hojas de ruta construidas para las 16 subregiones PDET con participación activa y efectiva de las comunidades, incluyendo los pueblos étnicos y ampliar gradualmente la cobertura del programa para incluir otros territorios afectados por el conflicto.
57.2. Implementar, en consulta y con la participación de los pueblos, un plan específico y participativo considerando los 17 macroterritorios étnicos más afectados por el conflicto armado, identificados por la Comisión de la Verdad como corredores estratégicos de los grupos armados. Este plan debe consolidar el desarrollo territorial propio y el buen vivir para la construcción de paz con garantías de seguridad. Lo anterior debe hacerse en articulación con los planes existentes y con el fin de garantizar el fortalecimiento de la gobernanza comunitaria, el acceso a bienes y servicios públicos, la recuperación económica y la reconstrucción del tejido social, manteniendo la integralidad cultural de los territorios.
Largo plazo
57.3. Acelerar la implementación de la Reforma Rural Integral, garantizando el enfoque territorial de los Planes Nacionales Sectoriales y la participación efectiva de las comunidades.
Mediano plazo
57.4. Realizar los ajustes necesarios a la institucionalidad del orden local y nacional encargada de los distintos aspectos del desarrollo territorial -i.e., el uso adecuado del territorio según la oferta ambiental, el ordenamiento y la mejor distribución de la propiedad rural, y la provisión de bienes y servicios públicos--, de manera tal que se garantice la coordinación y la articulación entre las tres dimensiones que la componen. También se debe garantizar la capacidad presupuestal y operativa para atender las necesidades de inclusión social y productivas de la población directamente en el territorio. Esto debe hacerse en diálogo permanente con las comunidades y autoridades territoriales.
Mediano plazo
57.5. Hacer los ajustes normativos, institucionales y presupuestales necesarios para garantizar la cobertura, acceso, calidad, pertinencia y permanencia en la educación para los niños, niñas, adolescentes y jóvenes de las zonas rurales de todo el territorio nacional, con el fin de que logren trayectorias educativas completas que les permitan emprender proyectos de vida alejados de la confrontación armada y la ilegalidad, y consolidarse como generaciones para la paz. Para ello se recomienda:
- Diseñar e implementar un plan de choque con el fin de revertir la deserción escolar en zonas rurales, profundizada por la pandemia causada por el COVID- 19.
- Garantizar la implementación del Plan Especial de Educación Rural y su articulación con los Planes de desarrollo locales y los Planes de Acción para la Transformación Regional (PATR), de manera que se adopte una oferta educativa rural diferenciada, acorde con los propósitos y aspiraciones locales.
- Garantizar que, desde su autonomía, los pueblos étnicos fortalezcan sus procesos de educación propia e intercultural con disponibilidad de docentes especializados.
- Articular y realizar alianzas con instituciones de educación públicas y privadas que permitan garantizar cobertura, acceso y permanencia en la educación superior, profesional, técnica y tecnológica de las poblaciones rurales, así como la nivelación académica y la cobertura de los gastos de manutención.
- Cumplir estrictamente el derecho internacional y su disposición de impedir el uso de infraestructuras educativas con fines militares, y proteger la infraestructura y las personas de ataques en situaciones de conflicto armado.
Corto plazo
57.6. Desarrollar un enfoque diferencial e interseccional, y una política general que atienda las necesidades de niños, niñas, adolescentes y jóvenes rurales de cada territorio y que esté dirigida a garantizar sus derechos y a dotarles de las capacidades necesarias para desarrollar sus planes de vida en paz. Entre sus componentes esenciales, además de la educación, deben estar la salud física y mental y la generación de ingresos para jóvenes. Esta política también deberá tener un enfoque territorial y priorizar los territorios PDET y aquellos en los que se estén registrando ingresos de niños, niñas, adolescentes y jóvenes a agrupaciones armadas.
7.6. Prevención y reversión del despojo de tierras y territorios, y la reparación efectiva de sus víctimas
Corto plazo
58. Al Estado, en general, y en particular al Gobierno Nacional, el Congreso de la República, el Ministerio Público, y la Fiscalía General de la Nación, concertar con las organizaciones de Derechos Humanos y de víctimas medidas urgentes para prevenir y responder a nuevos ciclos de despojo de tierras y de desterritorialización, teniendo en cuenta lecciones aprendidas en la protección y restitución de tierras y de derechos territoriales; la tipificación, investigación, juzgamiento y sanción de delitos asociados al despojo, el desplazamiento forzado, el confinamiento y las finanzas criminales; las sanciones disciplinarias y otras de carácter administrativo; el monitoreo de graves violaciones a los Derechos Humanos; y la acción coordinada entre distintas instituciones para estos efectos.
Corto plazo
59. Al Gobierno Nacional, al Congreso, la rama judicial y las organizaciones de sociedad de víctimas y de derechos humanos, revisar el proceso de restitución para darle mayor agilidad a sus distintas fases (administrativa, judicial y posfallo), y acordar las modificaciones legales e institucionales que sean necesarias para ello.
Corto plazo
60. A la Unidad Administrativa Especial de Restitución de Tierras y a la Procuraduría General de la Nación para lo de su competencia, realizar un diagnóstico de las barreras de acceso al proceso de restitución y las razones para el bajo número de solicitudes en comparación con los estimados de hectáreas y personas despojadas o forzadas a abandonar sus tierras y territorios; y formular medidas para garantizar efectivamente los derechos a la justicia, el debido proceso y la reparación integral de las víctimas en la fase administrativa. Sugerimos las siguientes:
- Formular un plan para corregir decisiones rechazando solicitudes con cronograma, metas y criterios claros de priorización.
- Para hacer efectiva la inversión de la carga de la prueba a favor de las víctimas y en desarrollo del principio de buena fe, aplicar una regla de documentación, interpretación legal y duda favorable a las víctimas que rija la fase administrativa y que garantice que sea el operador judicial quien resuelva controversias de fondo.
- Establecer procedimientos de supervisión y medidas de control interno dentro de la Unidad para garantizar la aplicación uniforme de reglas y principios províctima en las distintas fases.
- Abstenerse de utilizar el desistimiento tácito para dar fin al trámite de solicitudes y reemplazarla por una regla de continuidad hasta tanto los reclamantes no manifiesten expresamente lo contrario.
Corto plazo
61. A las entidades que constituyen el Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral de Víctimas (SNARIV) y a la UARIV como su coordinadora, o quien haga sus veces, poner en marcha un plan de choque para darle cumplimiento oportuno y efectivo a las sentencias de restitución. Este debe contemplar medidas dirigidas a:
- Garantizar que el Gobierno Nacional y las entidades obligadas incluyan efectivamente en su planeación cuatrianual y anual los recursos necesarios para el cumplimiento de órdenes judiciales pendientes. También es importante que cuenten con una estrategia para atender aquellas que previsiblemente emitirán los juzgados y salas especiales a lo largo del año fiscal en cuestión[1280].
- Poner en marcha un sistema de información, con datos sobre las órdenes de las sentencias de restitución, su nivel de avance e indicadores de gestión y de impacto, que pueda ser consultado y actualizado en tiempo real por los distintos operadores de la política y por el Ministerio Público.
8. PARA LOGRAR UNA CULTURA PARA VIVIR EN PAZ
El primer acuerdo de paz que tenemos que tener los colombianos es desde cada uno de nosotros para nosotros. Creer y confiar en nosotros mismos y en la educación. La fortaleza más grande que le puede dar un presidente o un dignatario al país es la educación. Que crezcamos en la educación[1281].
La transformación cultural es un aspecto sustancial para la transición a la paz en una sociedad que, como la colombiana, ha vivido un largo periodo de conflicto armado. Entre cuatro y cinco generaciones del país han pasado el grueso de su trayectoria vital sumidas en el conflicto durante el cual, además de los profundos impactos individuales y colectivos causados por las vulneraciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario que se cometieron por parte de diferentes actores, también se han fijado, heredado y transmitido las identidades del enemigo; las lógicas de odio, miedo, estigmatización, venganza, señalamiento, resentimiento, rabia y deshumanización que caracterizan el conflicto; y las ideas de poder y movilidad social asociadas al narcotráfico, a las que se suman la profundización de las violencias estructurales relacionadas con el racismo y el patriarcado.
De lo anterior derivaron ideologías, percepciones y narrativas con las que se justificó la violencia hacia algunos sectores y territorios que se marcaron como «matables y eliminables», a la vez que se agudizó la anomia y el uso y la normalización de la violencia que, dada la larga duración del conflicto, empezaron a afectar capilarmente las relaciones sociales y políticas. Así, la guerra deterioró profundamente la cultura de la sociedad, sus valores, destruyó los arraigos y produjo que la democracia se desarrollara más en lógica de destrucción física y moral del adversario, que desde el diálogo constructivo.
La transformación cultural debe ser un compromiso de toda la sociedad en su diversidad y multiculturalidad de manera que contribuyan al fin último de vivir en paz y no repetir las violaciones de los derechos humanos. Esta debe iniciar por la reflexión sobre la manera como las violencias se han enquistado en la cultura, convirtiéndose en una fuente de retroalimentación del conflicto con manifestaciones en lo afectivo y los comportamientos cotidianos. Así, para avanzar en la construcción de paz es necesario desarmar no solo las manos y los cuerpos, sino el lenguaje, la mente y el corazón, consolidar una nueva ética ciudadana, pública y formas de vivir en sociedad, para lo cual es fundamental la divulgación y la apropiación de otras narrativas, valores y elementos simbólicos.
Con base en lo anterior, la transformación propuesta busca que como sociedad asumamos una ética ciudadana y pública compartida que fundamente una cultura para vivir en paz. Esto implica que nuestros comportamientos y relacionamientos se basen en:
- Una noción «del otro» que reconozca la igualdad de dignidades y sea respetuosa de la diversidad, la pluralidad y la diferencia cultural, étnica, de género, política e ideológica;
- El rechazo de la violencia, la promoción del cuidado de la vida y del respeto de los derechos humanos sobre la base, entre otros, de la comprensión de lo ocurrido en el conflicto, de los impactos causados y los afrontamientos y resistencias de las comunidades.
- La capacidad de diálogo y deliberación argumentada que, por esta vía, contribuya a la recuperación de la confianza, la promoción de la convivencia y el fortalecimiento de la democracia.
Con este enfoque, las recomendaciones de este acápite inician con un llamado a la sociedad para que reconozca los elementos de la cultura que son efecto del conflicto o que contribuyen a que este persista, y se comprometa con su transformación. Adicionalmente, incluye cinco (5) recomendaciones que hacen alusión de diferentes maneras al sector educativo, la gestión cultural, los medios de comunicación, la iglesia y comunidades religiosas, pues son dispositivos fundamentales desde los que se crea y recrea la cultura como matriz de sentidos, y que tienen una enorme y cotidiana incidencia en la formación de los sujetos y las comunidades. Este énfasis no implica pasar por alto el rol que también deben asumir otras instituciones y sectores, como los líderes políticos y de opinión y las organizaciones defensoras de derechos humanos, ni desconocer los aportes que ya se han hecho desde los sectores mencionados.
La primera recomendación se enfoca en el sistema educativo que tiene un rol fundamental en la configuración de sociedades pacíficas y democráticas, pues en él se desarrollan prácticas y se abren espacios de socialización a través de los cuales se imparte a las personas herramientas esenciales, conocimientos básicos, valores y aptitudes que les permiten fortalecer su identidad, comprender la complejidad y la diversidad de su propia sociedad y desenvolverse en ella.
Si bien desde el sistema educativo colombiano se han desarrollado múltiples esfuerzos en relación con la reparación integral de las víctimas, la memoria y la construcción de paz, que se han materializado en medidas como la Cátedra de Paz, el Plan Nacional de Educación en Derechos Humanos y disposiciones actualizadas sobre la enseñanza de la Historia, solo por mencionar unos muy concretos, la Comisión considera que es necesario que el sistema avance en una reflexión amplia que tenga como centro la pregunta sobre el tipo de sujetos que es necesario formar para garantizar la convivencia pacífica.
En este sentido, se sugiere hacer énfasis en elementos de ciudadanía, reconciliación, habilidades socioemocionales, educación en derechos humanos y memoria que, aunque ya se abordan de diversas maneras en las acciones del sistema educativo, es importante garantizar que los esfuerzos se hagan de manera efectiva, integral y con enfoques diferenciales. De allí la importancia de que el proceso se fundamente en la participación de las comunidades e instituciones educativas. Así mismo, la Comisión considera que se deben tener en cuenta los diferentes aspectos sugeridos, sobre la idea de que el aporte desde el sistema educativo supone el abordaje de algunos temas en los currículos de las instituciones, pero no se limita a ello. Esta recomendación debe leerse en complemento con las recomendaciones del tema de transformación de los territorios que se refieren a garantías de acceso y calidad de la educación para los niños, niñas, adolescentes y jóvenes en el país, en el marco de garantías plenas de sus derechos y en la búsqueda de enfrentar la inequidad.
La tercera recomendación busca que, con el liderazgo del gobierno, se lleve a cabo una estrategia integral para que la transformación cultural se convierta en un proyecto de nivel nacional con acciones concretas a nivel territorial. Esta debe lograr que los principios y valores de la cultura para la paz propuesta por la Comisión lleguen a la sociedad y la permeen a través de diversas herramientas de comunicación, culturales, artísticas y narrativas. Para ello es importante retomar avances que se han logrado desde la política pública, como la elaboración y actualización del Plan Decenal de Cultura y garantizar la participación de diferentes instancias y sectores, como se enuncia en la recomendación.
La cuarta recomendación se dirige a los medios de comunicación públicos, privados, alternativos y comunitarios que tienen un papel importante en la difusión de narrativas y la garantía del derecho a la verdad. Por ello para la Comisión es importante que continúen las reflexiones sobre el papel que desempeñan en la sociedad y se avance en estrategias para garantizar que en desarrollo de su labor se interiorice y se difunda la cultura para la paz.
La quinta recomendación hace llamados a las iglesias y comunidades de fe, pues estas han tenido una influencia determinante en la configuración cultural de la nación y así lo es también el aporte que pueden hacer a la cultura para la paz desde sus narrativas, acciones e interlocución con la sociedad.
Estas recomendaciones complementan lo que se desarrolla en los demás temas, en los que se pueden hallar énfasis que también contribuyen a este propósito. Así, por ejemplo, las recomendaciones sobre régimen político tienen un enfoque en el fortalecimiento de las herramientas y capacidades democráticas desde el diálogo y la participación plural y hacen énfasis en acciones que contribuyan a la inclusión y la igualdad de grupos históricamente excluidos (campesinado, mujeres, personas LGBTIQ+, pueblos étnicos).
También las recomendaciones del tema de derechos de las víctimas, que contribuyen a sanar las heridas de la guerra desde el reconocimiento de la dignidad de las víctimas, su reparación integral, el apoyo a sus procesos de memoria y la inclusión en diferentes procesos participativos. Así mismo, lo referente a la atención psicosocial para la atención de los impactos del conflicto armado que tienen manifestaciones en la cotidianidad, en las actitudes individuales y colectivas, cuya atención contribuye tanto a la reparación de las víctimas como a la reconstrucción del tejido social.
Adicionalmente, cabe destacar la importancia de las recomendaciones en temas de impunidad y de seguridad que contribuyen a enfrentar el negacionismo de la responsabilidad que tuvieron diferentes actores en la ocurrencia de violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH en el marco del conflicto armado, pues este es un elemento fundamental para la reconstrucción de la confianza en la sociedad y hacia las instituciones. Desde estos temas se recomienda garantizar las investigaciones que permitan determinar las responsabilidades, incluidas las de miembros de las Fuerzas Militares y la policía; para que los procesos de memoria y pedagogía de las instituciones de la fuerza pública den cuenta de esas responsabilidades; y para que en el marco de la construcción de una nueva visión de seguridad se desmonten los enfoques y las acciones fundamentadas en la estigmatización de personas, poblaciones, comunidades y territorios. Esto, además de todos los llamados o reconocimientos con los que se abre cada uno de los temas que, de distinta manera, buscan que haya una comprensión ampliada sobre las características y los efectos del conflicto armado en el país.
Por último, todas las recomendaciones del Informe deben leerse como un aporte a la transformación cultural pues, de fondo, buscan aumentar la legitimidad de las instituciones estatales mediante acciones concretas que permitan avanzar hacia la garantía plena de los derechos y establecer nuevas formas de relacionarse con los territorios y las personas en su diversidad y autonomía. Esto es fundamental pues genera efectos positivos en los vínculos sociales, fortalece la confianza en los mecanismos institucionales y vigoriza las actitudes de corresponsabilidad y cumplimiento de las normas.
RECONOCIMIENTO - LLAMADO
Llamamos al Estado y a la sociedad en su conjunto a reconocer que el conflicto armado ha generado impactos profundos en las creencias, juicios, normas, valores, sentidos y supuestos que fundamentan el modo en que nos relacionamos, y que algunos de estos rasgos influyen en la persistencia del conflicto. Dentro de estos se encuentran:
- Afectaciones sobre las prácticas cotidianas, ancestrales, culturales y tradicionales, especialmente las de pueblos étnicos, que a su vez generan cambios en la identidad, desarraigos territoriales y ruptura en las redes de solidaridad.
La normalización y la legitimación de la violencia asociada a más de cinco décadas de conflicto armado, y que profundiza las violencias estructurales que le anteceden como el racismo, el clasismo y el patriarcado.
El concepto de enemigo, que marcó el escenario del conflicto armado y se instaló en las comprensiones cotidianas y en las relaciones sociales y políticas, generando efectos profundos en la democracia.
Así mismo, llamamos a la sociedad a que, como protagonista de la configuración de la cultura y por tanto de su transformación, evalúe sus sentires, valores, narrativas y en general el modo como se relaciona en sus entornos y haga los cambios que sean necesarios para contribuir desde su ser y ética a la convivencia pacífica y los esfuerzos de construcción de paz en los que avanzamos como país.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
8.1. Educación para la formación de sujetos que vivan en paz
Mediano plazo
62. Al Gobierno Nacional, a través del Ministerio de Educación y las secretarías de educación certificadas, con participación amplia de las comunidades educativas y la asesoría de personas expertas, nacionales e internacionales, realizar los ajustes normativos, institucionales y presupuestales necesarios para que el sistema educativo implemente una estrategia pertinente y efectiva para la formación de sujetos capaces de vivir en paz con énfasis en elementos de ciudadanía, reconciliación, habilidades socioemocionales y educación en derechos humanos, que incluya enfoques interculturales, de género y de derechos de las mujeres. En ese marco, se recomienda:
- Revisar y ajustar las diferentes herramientas, programas, proyectos transversales, áreas de conocimiento con las que se pueden abordar los elementos de la transformación cultural aquí propuestos, los cuales se relacionan con el reconocimiento y valoración de la igualdad de dignidades así como de la diversidad, la pluralidad y la diferencia cultural, étnica, de género, política e ideológica; la comprensión de los impactos del conflicto armado y la visibilización de los afrontamientos y resistencias; el rechazo de la violencia, el cuidado de la vida; y el desarrollo de la capacidad de diálogo y deliberación.
- Incluir las adaptaciones didácticas del informe final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, la transmedia y los demás componentes de su legado, como herramientas para el abordaje de los temas del conflicto armado.
- Definir indicadores de evaluación, con enfoque intercultural y de género, que permitan hacer seguimiento periódico sobre la aprehensión y apropiación de una cultura para la paz por parte de las y los estudiantes.
- Promover la formación y actualización profesional docente para brindarles las herramientas adecuadas, con perspectiva de acción sin daño, para desarrollar los contenidos y orientaciones relacionados con la transformación propuesta.
- Acompañar y consolidar las redes de maestros, maestras, estudiantes, directivos docentes y educadores no formales, así como las pedagogías comunitarias y comunidades de aprendizaje que se han conformado en torno a temas como la convivencia, la promoción de los derechos humanos, la paz, la memoria y la verdad.
- Garantizar la presencia de orientadores y orientadoras en las instituciones educativas, y en sus diferentes sedes cuando sea el caso, y formarlos permanentemente de manera que en desarrollo de su labor puedan abordar adecuadamente enfoques como el de derechos humanos, género y derechos de las mujeres.
- Dar pautas desde las Secretarías de Educación certificadas y acompañar a las instituciones educativas en la actualización participativa de sus manuales de convivencia, incorporando enfoques restaurativos de resolución de conflictos y una concepción de convivencia democrática sobre los principios de corresponsabilidad, solidaridad, reconocimiento y justicia.
Corto plazo
63. Al Ministerio de Educación, Secretarías de Educación certificadas e instituciones educativas, promover al interior de las instituciones educativas el desarrollo de pactos para la paz, de manera que se promueva la diversidad, la pluralidad, el cuidado de la vida y la igualdad de dignidades, con participación de diferentes actores de las comunidades e instituciones educativas. Garantizar que en su desarrollo se hagan reflexiones sobre los valores que permiten la convivencia y se plasmen compromisos por la igualdad de género, la desestructuración del patriarcado y el rechazo a cualquier tipo de discriminación y estigmatización. Con base en los pactos que se hagan a nivel territorial, elaborar y firmar un pacto educativo nacional como compromiso desde la educación en la construcción de paz.
8.2. Estrategia y promoción de la gestión cultural que permita consolidar la cultura para la paz
Corto plazo
64. Al Gobierno Nacional, crear una instancia encabezada por el Ministerio para la Paz y la Reconciliación[1282], en la que concurran el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Educación, el Ministerio del Interior y el Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones que se encargue, en articulación con gobiernos territoriales, el Consejo Nacional de Paz para la Reconciliación y la Convivencia y los consejos territoriales, de estructurar, implementar y evaluar una estrategia de largo plazo con alcance nacional, regional y local para la consolidación de una cultura para la paz que sea pertinente y acorde con los diferentes contextos y regiones. En este proceso se deberá garantizar la participación de víctimas y sus organizaciones, medios de comunicación públicos y privados de nivel nacional y local, comunidades educativas, magisterio, colectivos culturales y artísticos, niños, niñas, adolescentes y jóvenes, mujeres, pueblos étnicos, personas LGBTIQ+, organizaciones de Derechos Humanos, sector empresarial, sindicatos, comunidades religiosas y personas reincorporadas.
Esta estrategia deberá contemplar, entre otras acciones:
- Campañas masivas en medios de comunicación públicos y privados, y estrategias de difusión territoriales para garantizar una cultura de respeto por la vida que contribuyan a: i) garantizar el respeto de la diversidad, la diferencia y la igualdad de dignidades, que incluya la igualdad de género y el reconocimiento de la diversidad étnica; ii) visibilizar la magnitud de los impactos del conflicto armado y el valor de las resistencias, con perspectiva diferencial e interseccional; iii) superar las violencias estructurales (racismo y el patriarcado) y iv) y rechazar la violencia armada, para enfrentar su naturalización.
El desarrollo de espacios seguros de encuentro entre personas de diferentes sectores, en los que se promuevan el respeto, la igualdad de dignidades, la diversidad, la capacidad de diálogo y deliberación argumentada y que, por esta vía, contribuyan
a: i) transformar narrativas de enemistad, discriminación y estigmatización; y ii) superar los dogmatismos, intolerancias y «odios políticos».
- Llevar a cabo estrategias de pedagogía y sensibilización con medios de comunicación y funcionarios públicos para garantizar que sus mensajes públicos no sean estigmatizantes o discriminatorios.
Medidas para garantizar el cumplimiento de los compromisos internacionales y la normatividad nacional en materia de lucha contra el racismo y la discriminación,
- Medidas para acompañar y fortalecer técnica y financieramente las organizaciones y colectivos culturales y artísticos a nivel territorial, respetando su autonomía, cualificando sus liderazgos y consolidando redes de apoyo gubernamentales y no gubernamentales, incluyendo al sector empresarial.
8.3. Contribuciones a la cultura para la paz desde medios de comunicación y comunidades de fe Corto plazo
65. A los medios de comunicación públicos, privados, alternativos y comunitarios e instituciones educativas con programas de comunicación social, llevar a cabo un diálogo nacional para definir estrategias que permitan fortalecer el papel de los medios de comunicación y el oficio periodístico en la construcción de una cultura para la paz y en la garantía del derecho a la información como parte del derecho a la verdad.
Corto plazo
66. A las iglesias, comunidades religiosas y comunidades de fe promover desde su prédica, congregaciones e instituciones educativas, narrativas y prácticas que fomenten el valor de la dignidad de las personas, el respeto de los derechos humanos, el diálogo y el reconocimiento y respeto de la diversidad, con especial énfasis en la transformación de las percepciones y el trato hacia las mujeres y las personas LGBTIQ+, que contribuyan a desinstalar las narrativas de odio que legitiman y aceptan la eliminación física de las personas.
9. SOBRE EL LEGADO DE LA COMISIÓN DE LA VERDAD
La CEV debe asegurar que el Informe Final tenga la más amplia y accesible difusión para que sea escuchada por los diferentes sectores de la sociedad y para que sea apropiada por la sociedad. Esto se lograría, a través de estrategias de comunicación y pedagogía con enfoque diferencial y con estrategias que incluyen el desarrollo de actividades culturales y educativas, que involucren diferentes medios de comunicación. La difusión del informe serviría a que los hallazgos y las revelaciones de la CEV se conviertan en una memoria colectiva, asumida por la sociedad como parte del reconocimiento de las víctimas y de la prevención de las violaciones de derechos humanos[1283].
Tras cumplir su mandato la Comisión consolidó un conjunto de hallazgos, de recomendaciones y aprendizajes, que se expresan a través de narrativas, acciones, procesos y productos, dentro de los que se encuentra el Informe Final. Esto constituye el legado que la Comisión pone a disposición de la sociedad, del Estado, del Sistema Integral para la paz, de la comunidad internacional y del Comité de Seguimiento y Monitoreo a la implementación de las recomendaciones para la no repetición. Este legado reposa en i) la entidad depositaria que recibe el archivo de derechos humanos organizado por la Comisión; ii) la plataforma transmedia y; iii) la exposición permanente en el Museo de Memoria de Colombia.
Para la Comisión de la Verdad asimilar y apropiar los hallazgos, las recomendaciones y aprendizajes que resultan de su trabajo, contribuye a que haya cambios en las percepciones y decisiones políticas de la sociedad respecto a asuntos fundamentales de la historia, del presente y de la posibilidad de la vida en comunidad hacia el futuro. Por ello, es indispensable mantener este legado accesible y vigente como fuente de conocimiento, reflexión y acción social y política en los diversos estamentos de la sociedad, de manera que contribuya a la transición del país, y más específicamente, a la implementación de las recomendaciones para la no repetición.
La recomendación sobre el legado insta a la sociedad en general y a las instituciones a conocer el legado de la Comisión de la Verdad, difundirlo y darle continuidad a nivel territorial, nacional e internacional, teniéndolo en cuenta en el desarrollo de su trabajo y al momento de implementar las recomendaciones contenidas en este Informe.
Por lo anterior RECOMENDAMOS:
67. A los diversos actores sociales, particularmente quienes se desempeñan en labores de pedagogía, educación y gestión cultural; a los medios de comunicación públicos y privados; al Gobierno Nacional, Congreso de la República y la institucionalidad pública en general; y dentro de ellos a quienes apoyaron y acompañaron de cerca los procesos de la Comisión, se les insta a conocer el legado de la Comisión de la Verdad, difundirlo y darle continuidad a nivel territorial, nacional e internacional de acuerdo con lo que atañe a sus deberes, objetivos y misiones concretas y apoyarse en este para implementar las recomendaciones que se les ha hecho en el presente Informe. En esa medida se recomienda:
- Conocer. Aproximarse a los lugares físicos y digitales donde reposa el legado de la Comisión de la Verdad, así como a los actores y sectores que participaron en su desarrollo, para identificar y comprender sus contenidos a profundidad.
- Difundir. Poner en circulación la información sobre las fuentes, características y contenidos del legado de la Comisión de manera que este llegue a conocimiento de más personas, organizaciones e instituciones.
- Darle continuidad. Incluir en sus procesos el desarrollo de acciones asociadas al legado de la Comisión de la Verdad, lo que comprende reflexiones, narrativas, metodologías, procesos y productos de esclarecimiento de la verdad, convivencia, reconocimiento y no repetición.
BIBLIOGRAFÍA
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Entrevista 216-VI-00018. Víctima, agricultor, Pradera. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
Entrevista 080-VI-00028. Víctima, ama de casa, Medellín. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
Entrevista 222-VI-00082. Víctima, campesino, Mercaderes. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2020.
Entrevista 238-VI-00009. Víctima, candidato de elección popular, Pailitas. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
Entrevista 001-VI-00004. Víctima, exilio, España. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
Entrevista 417-VI-00002. Víctima, funcionario público, Buenaventura. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
Entrevista 070-VI-00024. Víctima, líder campesino, El Bordo. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2019.
Entrevista 646-VI-00005. Víctima, mujer, Yolombó. Tomada por Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición - CEV. 2020.
1. Los comisionados seleccionados inicialmente fueron Francisco de Roux S. J., presidente y director; Patricia Tobón Yagarí; Ángela Salazar; Alejandra Miller; Lucía González; Marta Ruiz; Alfredo Molano; Alejandro Valencia Villa; Carlos Martín Beristain; Saúl Franco y Carlos Ospina. En octubre de 2019 falleció el comisionado Alfredo Molano y fue reemplazado por Alejandro Castillejo. En agosto de 2020 murió la comisionada Ángela Salazar y fue reemplazada por Leyner Palacios. En mayo de 2022 renunció el comisionado Carlos Ospina.
2. Presidencia de la República, Decreto 588 de 2017.
3. «Vuelve» es una creación artística de víctimas del conflicto colombiano exiliadas en colaboración con la cantautora Marta Gómez, a partir de los talleres organizados por el ICIP y el Nodo Catalunya de apoyo a la Comisión de la Verdad de Colombia, en 2020. La canción es la respuesta imaginada que Colombia da a las personas en el exilio «Marta Gómez - Vuelve», 19 de septiembre de 2021.
4. El número de personas por hecho victimizante no refleja el total de víctimas únicas, debido a que una persona pudo haber sufrido más de un hecho victimizante.
5. Gobierno de Colombia, «Registro Único de Víctimas (RUV)».
6. De ese monto de demandas ya han sido 7.075 sentencias de restitución que equivalen a 185.471 hectáreas y un total de 34.687 personas beneficiadas con esta medida de reparación. También se registran 22 sentencias que corresponden a territorios colectivos para un total de 358.609 hectáreas y 44.278 cobijadas con la restitución. Unidad de Restitución de Tierras, «Estadísticas de Restitución - URT».
7. Entrevista 578-VI-00004. Hombre, exiliado, familiar de mujer desaparecida.
8. Según reportes de la Unidad para las Víctimas, el 48,9 % de las víctimas son mujeres; el 18,1 % pertenece a pueblos étnicos; el 22,1 % tiene entre 0 y 17 años; el 22,7 % está entre 18 y 28 años; y de acuerdo con el DANE, el 23,8 % de las personas en el país viven en las zonas rurales, de las cuales el 48,2 % son mujeres. De esta población que habita en zonas rurales, el 37,1 % de las mujeres y el 36,9 % de los hombres son menores de 20 años. La Encuesta Nacional de Calidad de Vida de 2020 menciona que el 75,3 % de las mujeres y el 78,6 % de los hombres mayores de 15 años que viven en las zonas rurales se identifican como población campesina. Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) y Gobierno de Colombia; Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (Uariv) y Gobierno de Colombia, «Reportes».
9. Entrevista 137-VI-00003. Hombre, agricultor, líder comunitario.
10. Puntualmente, frente al acceso a la justicia y los avances en materia de sanción a los responsables, alrededor del 83 % de las personas que dieron su testimonio a la Comisión de la Verdad hicieron referencia a este aspecto y destacaron que no ha existido ningún tipo de sanción, cerca del 6,5 % refiere que ha existido una sanción penal y el 6,1 % ha resaltado que la respuesta ha sido insuficiente. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. Bases de datos de entrevistas a víctimas, familiares y testigos (fichas). Corte del 9 de junio de 2022.
11. Entrevista 29-OI-623b69004fbc441b4622dc22. Hombre, exmilitar, responsable de ejecuciones extrajudiciales.
12. Responsable, firmante del Acuerdo de Paz, participante en el Reconocimiento Caldono Cuenta la Verdad, diálogo privado, 17 de noviembre 2020. «Encuentro por la Verdad 'Reconocimiento por la vida: Caldono cuenta la Verdad'», 20 de marzo de 2021.
13. Entrevista 001-VI-00066. Político, exmiembro de la UP, caso de asesinato, amenazas contra la vida, atentados y exilio.
14. Entrevista 037-VI-00001. Mujer, lideresa, afrocolombiana.
15. Baró y Samayoa, Psicología social de la guerra.
16. Entrevista 139-VI-00085. Hombre, mestizo, comerciante.
17. Entrevista 118-VI-00004. Mujer, indígena, familiar de víctima de ejecución extrajudicial.
18. Baca Baldomero y Cabanas, «El proyecto Fénix».
19. Eisenman et al.
20. Entrevista 188-VI-00004. Hombre, campesino, caso de amenazas, desplazamiento forzado, despojo, homicidio y tortura.
21. Entrevista 199-VI-00021. Mujer, afrocolombiana, caso de amenazas, desaparición forzada y homicidio.
22. El exgerente de campaña por el No del Centro Democrático, en entrevista con el periódico La República dijo «apelamos a la indignación, queríamos que la gente saliera a votar berraca (de mal genio)», pero el ejemplo fue más contundente: «un concejal me pasó una imagen de Santos y 'Timochenko' con un mensaje de por qué se les iba a dar dinero a los guerrilleros si el país estaba en la olla. La publiqué en Facebook y tuvo un alcance de seis millones». 6/10/2016. El Espectador, «La cuestionable estrategia de campaña del No».
23. Entrevista 236-VI-00001. Hombre, afrocolombiano, activista juvenil.
24. Entrevista 216-VI-00017. Mujer, campesina, caso de amenaza, atentado y desplazamiento forzado.
25. Entrevista 040-VI-00011. Mujer, activista, caso de desplazamiento forzado, homicidio, reclutamiento.
26. Comisión de la Verdad, «Contribución a la verdad y reconocimiento de responsabilidades de integrantes del Ejército», 1 de diciembre de 2021.
27. Entrevista 190-VI-00077. Hombre, funcionario público, caso de amenazas.
28. Entrevista 240-AA-00013. Hombre, excombatiente, excomandante del Bloque Central Bolívar.
29. Entrevista 241-VI-00002. Hombre, campesino, caso de desplazamiento forzado y masacre.
30. Entrevista 109-VI-00005. Mujer, campesina, caso de violencia sexual y amenazas.
31. Entrevista 084-PR-00331. Hombre, coronel del Ejército, responsable de ejecuciones extrajudiciales.
32. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-629909e129e5207e167b2cb0, «Contribuciones a la verdad y reconocimiento de responsabilidades de integrantes del Ejército Nacional de Colombia: espacio público».
33. Comisión de la Verdad, «Víctimas y responsables de El Carmen de Atrato dieron un paso hacia la reconciliación».
34. Mujer, lideresa, participante en diagnóstico sobre mujeres y diversidad sexual, Diagnóstico comunitario 440- DC-00014. Mujer, lideresa, participante en diagnóstico sobre mujeres y diversidad sexual.
35. Entrevista 059-VI-00014. Mujer, campesina, caso de amenazas, desplazamiento forzado y despojo de tierras.
36. El geoportal sobre el sistema de alertas tempranas por megaproyectos en Colombia creado por el grupo de investigación Cultura y Ambiente de la Universidad Nacional evidencia que los departamentos con más alertas son Antioquia (497), Santander (327), Tolima (258) y Meta (220). No obstante, estas cifras solo incluyen proyectos legales y se considera que existe un subregistro. Asociación Ambiente Sociedad y Sistema de alertas tempranas por megaproyectos en áreas prioritarias de conservación en Colombia, «Mapa de alertas tempranas».
37. Molano, Desterrados.
38. Entrevista 311-PR-00427. Hombre, sindicalista, caso de amenazas, persecución y seguimientos.
39. Octavo Informe de Seguimiento al Congreso de la República. Comisión de Seguimiento y Monitoreo a la Implementación de la ley 1448 de 2011.
40. De esos pocos casos que refirieron haber contado con atención psicosocial, 4 de cada 10 fueron atendidos por organizaciones de víctimas y ONG, y 2 de cada 10 refirieron haber contado con apoyo por parte de instituciones del Estado, como el Programa de Atención Psicosocial y Atención Integral a Víctimas, la atención psicosocial de la Unidad de Atención para las Víctimas, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, personerías o programas de atención de gobernaciones y alcaldías; 1 de cada 10 manifestó haber recibido atención psicológica o psiquiátrica a través de las EPS, en hospitales y clínicas.
41. Datos obtenidos del Informe de Evaluación del Programa de Atención Psicosocial y Salud Integral a Víctimas-PAPSIVI (2020). Ministerio de Salud y Protección Social (Minsalud), 90, 135.
42. Entrevista 1041-CO-00501. Funcionarios del Ministerio de Salud.
43. Entrevista 136-VI-00039. Hombre, presidente de JAC, caso de amenazas, desplazamiento forzado, homicidio, secuestro y tortura.
44. Módulo de Catalogación Colaborativa Código pendiente por carga.
https://docs.google.com/document/d/1uUZvM7xCoUPL7kQndsva6YidjNmbOOhQ/edit.
45. Hablamos de (re)conciliación aquí para enfatizar que no se trata de volver a las relaciones antes de la fractura de la guerra, porque muchas veces no eran equitativas y conciliadas. La (re)conciliación hace énfasis en un proceso que mira al futuro de nuevas formas de convivencia.
46. Este texto es una síntesis analítica de No matarás. Relato histórico del conflicto armado, uno de los volúmenes del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
47. Algunas de estas rentas son el narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando, la trata de personas y también las rentas legales de la contratación pública y las regalías.
48. En 2018, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) estableció que en Colombia persistían por lo menos cinco conflictos armados; cuatro de ellos entre fuerzas del Estado, el ELN, el EPL, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y las antiguas estructuras del Bloque Oriental de las FARC-EP que no se acogieron al proceso de paz; y un quinto conflicto entre el ELN y el EPL, en el Catatumbo. Para mayor ilustración, consultar Colombia adentro. Colección de relatos territoriales y también el volúmen étnico del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
49. Expresión acuñada por el dirigente liberal Darío Echandía el 5 de noviembre de 1979 en una entrevista con la periodista Margarita Vidal.
50. Ejemplo de ello son los estados de sitio y el Estatuto de Seguridad, ambos dictados al amparo de la Constitución de 1886.
51. En el volumen No matarás, del Informe Final de la Comisión de la Verdad, se puede observar cómo desde 1946 comenzó una ola incremental de violencia local de origen electoral.
52. Con el Plan de Rehabilitación para los cuatro departamentos más afectados por la última etapa de la Violencia, y la Comisión sobre Causas de la Violencia que firmó 52 pactos locales de paz.
53. Congreso de la República de Colombia, Ley 135 de 1961.
54. El plan fue diseñado por el general Ruiz Novoa. Existen dos versiones al respecto, la del propio Ruiz, que afirma que surgió del análisis de la situación colombiana, y la de numerosos expertos y académicos que atribuyen el diseño del plan al asesoramiento de Estados Unidos.
55. Se produjeron en Tolima, Huila y Cauca, particularmente en Marquetalia, El Pato y Riochiquito.
56. La decisión del PCC de combinar las formas de lucha se tomó en su IX Congreso, en 1961. En 1964, luego de los bombardeos del Plan Lazo, se fundó el Bloque Sur como una guerrilla de autodefensa y, en 1966, nacieron oficialmente las FARC.69 El término lo acuñó Otto Morales Benítez, presidente de la Comisión de Paz de Betancur que renunció en 1983 sin dar detalles al respecto. En los años noventa, poco antes de su muerte, en una entrevista con la periodista María Isabel Rueda, Morales dijo que estos enemigos eran las élites económicas.
57. Las acciones armadas de las guerrillas fueron esporádicas, mientras los paros, huelgas y protestas fueron en aumento.
58. El Pacto de Chicoral firmado en 1972 reformó la Ley 135 de 1961 y tuvo un impacto en la división de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) en una línea de izquierda y una gobiernista. Para mayor detalle consultar Colombia adentro. Colección de relatos territoriales del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
59. Las FARC en el sur del país, el ELN en el oriente y el EPL en el noroccidente.
60. El M-19 surgió en 1974 como un movimiento político-militar. Nació de la convergencia de militantes urbanos que desertaron de las FARC y de un grupo de militantes de la Anapo que decidió alzarse en armas luego del fraude en las elecciones presidenciales de 1970.
61. Al respecto, Carlos Noriega, el ministro de Gobierno en ese momento, afirmó en los años noventa que el fraude sí existió y que para el gobierno liberal de Carlos Lleras era imposible no entregarle el poder al conservador Misael Pastrana, dado que estaría incumpliendo el acuerdo fundante del Frente Nacional. En el libro Fraude en la elección de Pastrana Borrero el exministro explica que el fraude se dio en algunas regiones.
63. En 1963, se produjeron las masacres de Santa Bárbara y, en 1971, la represión al movimiento de estudiantes y las detenciones también a los campesinos que luchaban por la tierra.
64. Se destacan los asesinatos de Jaime Arenas y Ricardo Lara, por parte del ELN; de José Raquel Mercado, por parte del M-19, y de Rafael Pardo Buelvas, por parte de la Autodefensa Obrera (ADO).
65. Término usado con frecuencia en las organizaciones al margen de la ley para referirse a delatores.
66. El concepto de «orden público» está anclado a la Constitución de 1886.
67. Una expresión de este pensamiento fue el propio Estatuto de Seguridad, pero también la manera como el Ejército actuó frente al proceso de paz, y la resolución dada a la toma del Palacio de Justicia.
68. Se instauró el concepto del «síndrome de la Procuraduría» para hablar de las investigaciones por violaciones de derechos humanos. Más adelante este evolucionó a «guerra jurídica».
69. El término lo acuñó Otto Morales Benítez, presidente de la Comisión de Paz de Betancur que renunció en 1983 sin dar detalles al respecto. En los años noventa, poco antes de su muerte, en una entrevista con la periodista María Isabel Rueda, Morales dijo que estos enemigos eran las élites económicas.
70. En marzo de 1986, la UP se convirtió en la tercera fuerza política con cinco senadores y nueve representantes a la Cámara. En 1988, obtuvo 23 alcaldías.
71. Esta expulsión se materializó con la persecución a Pablo Escobar Gaviria, lo que derivó en una guerra de un sector del narcotráfico contra el Estado colombiano. Otro sector continuó aliado con el narcotráfico a través de los grupos paramilitares.
72. Para los años ochenta, se destacaron el Magdalena Medio, que se convirtió en un laboratorio contrainsurgente, pero también Antioquia (Urabá), Córdoba, Magdalena, Cesar y Meta.
73. Este concepto enarbolado por la llamada Trilateral (ELN, PRT, MIR-PL) planteaba que el poder no se toma, sino que se construye. Influyó lo que estaba ocurriendo en El Salvador, donde la guerra interna estaba prácticamente en un empate militar y la guerrilla tenía control de territorios donde desarrolló un modelo de poder dual.
74. En 1983, el procurador Carlos Jiménez Gómez reveló que el MAS estaba compuesto por narcotraficantes y miembros de la fuerza pública.
75. En 1987, un destacado grupo de intelectuales le entregó al presidente un informe (Colombia, democracia y guerra) en el que se analizan los diferentes tipos de violencia que existían en ese entonces en el país.
76. El segundo partido con más personas asesinadas durante el conflicto armado interno es el Liberal. En esa combinación de armas y política, por ejemplo, las FARC-EP asesinaron a Pablo Emilio Guarín, congresista liberal, excomunista, quien formó parte del proyecto paramilitar del Magdalena Medio.
77. Ciudad de Valencia, España, donde se firmó el pacto que dio origen al Frente Nacional, entre Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez.
78. Álvaro Gómez, hijo de Laureano; Horacio Serpa, dirigente liberal; y Antonio Navarro, exguerrillero del M- 19.
79. Vale la pena destacar que, en 1992, se publicó el informe de la Comisión de Superación de la Violencia, Pacificar la paz, como parte del acuerdo de paz con el EPL y el Quintín Lame. En este documento, los autores llaman la atención sobre los riesgos de que las regiones donde estos grupos actuaron mientras estuvieron en armas fueran copadas por otros grupos al margen de la ley y no por el Estado. Estas regiones eran Cauca, Putumayo, Catatumbo, Urabá-Córdoba, Catatumbo. Las mismas en las que ha persistido el conflicto hasta hoy.
80. El epílogo de estos intentos fue el bombardeo a Casa Verde, sede de las FARC-EP, el 9 de diciembre de 1990, justo cuando el país elegía a los constituyentes.
81. Un sector de las autodefensas del Magdalena Medio se desarmó. En Córdoba, hubo un proceso sui géneris fruto de un acuerdo entre el EPL y el jefe paramilitar Fidel Castaño.
82. Los diálogos se rompieron en 1992 y solo hasta 1998 hubo un nuevo intento de negociación.
83. El detalle sobre este momento crucial a comienzos de los años noventa se puede leer en el volumen No matarás. Relato histórico del conflicto armado, del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
84. Esta dinámica se profundiza en el apartado de reconfiguración del territorio del mismo capítulo mencionado en la nota al pie anterior y en Colombia adentro. Colección de relatos territoriales del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
85. Un desarrollo completo de esta dinámica de los años noventa se puede leer en el relato histórico de la Comisión de la Verdad: “La guerra contra la paz”.
86. En esta categoría pueden entrar los asesinatos de Álvaro Gómez, de Jesús Bejarano e Isaías Duarte, entre otros.
87. Esta dinámica se profundiza el apartado sobre órdenes insurgentes del mismo capítulo de relato histórico.
88. Emularon la estrategia de las guerrillas centroamericanas, especialmente del FMLN en El Salvador que logró el control de algunos territorios.
89. Solo por mencionar algunos casos, los paramilitares asesinaron a Tirso Vélez, candidato a la gobernación de Norte de Santander; a Luis Fernando Rincón, exalcalde de Aguachica; al defensor de derechos humanos Eduardo Umaña Mendoza, a los defensores Elsa Alvarado y Mario Calderón; al humorista Jaime Garzón; al defensor Jesús María Valle.
90. La lista es inmensa, pero para los años 90 basta con recordar los asesinatos de Jesús María Valle, Eduardo Umaña, Jaime Garzón, entre otros.
91. Este patrón de despojo está ampliamente documentado en el volumen Hasta la guerra tiene límites. Violaciones de los derechos humanos, infracciones al derecho internacional humanitario y responsabilidades colectivas, del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
92. Representado en la presencia de la coalición tanto en el Congreso como en otros cargos de elección popular y gobernanza.
93. Los protocolos I y II de los Convenios de Ginebra tardaron casi dos décadas en ser ratificados.
94. Los detalles de este proceso pueden leerse en el volumen Colombia adentro, del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
95. Identificados en el volumen étnico del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
96. Diversos testimonios recibidos por la Comisión demuestran que hubo también pactos entre las guerrillas y grupos de narcotraficantes.
97. El mayor reciclaje de estos grupos se produjo en la región de Urabá donde una larga trayectoria de conflicto armado sigue vigente con el Clan del Golfo.
98. Para lograr las mayorías en el Congreso, el Gobierno también incurrió en la compra de por lo menos el voto de tres congresistas. Ver más desarrollos en el volumen No matarás. Relato histórico del conflicto armado, del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
99. Luego del desarme de 30.000 combatientes de las AUC en 2005, el Estado tampoco logró el control territorial de las regiones donde estas actuaron y en pocos meses ejércitos residuales y emergentes del narcotráfico tomaron el control. En algunos lugares, lo mantienen hasta hoy.
100. El equilibrio de los poderes cumplió un rol claramente democrático durante el gobierno de Álvaro Uribe, en particular, la Corte Constitucional consideró riesgoso una segunda reelección y cerró esa posibilidad.
101. Congreso de la República de Colombia, Ley 1448 de 2011.
102. Un ejemplo de ello fue la masacre cometida en abril de 2022, en Putumayo, por miembros del Ejército contra un grupo donde estaban mezclados civiles con supuestos disidentes de las FARC-EP rearmados.
103. Destacado dirigente político del Magdalena Medio asesinado en 1985 por el ELN, quien le cobraba su deserción de las filas guerrilleras, y también el carisma con el que estaba cautivando para su proyecto legal y democrático a las bases sociales bajo influencia de este grupo armado.
104. Para información más detallada se recomienda ir al capítulo de violaciones de derechos humanos e infracciones del DIH. También estas violaciones e infracciones se ilustran en los diferentes volúmenes del Informe Final. Por ejemplo, los pueblos étnicos han padecido un continuo de violencias, que en el marco del conflicto armado se profundizaron por parte de los actores armados, en el cual se afectaron sus derechos individuales y colectivos, generando violaciones de sus derechos humanos, al derecho internacional humanitario y a sus derechos territoriales, culturales y de autonomía.
105. Proyecto conjunto de la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz, junto con el Grupo de Análisis de Datos en Violaciones de Derechos Humanos (HRDAG, por su sigla en inglés). Para mayor información, ver los anexos técnicos.
106. Esta gráficas y las cifras que presenta la Comisión sobre las cinco violaciones analizadas son el resultado final de la integración, por el proyecto CEV-JEP-HRDAG, de 112 bases de datos existentes en Colombia, 17 de instituciones del Estado, como el Centro Nacional de Memoria Histórica, Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, la Agencia para la Reincorporación y la Normalización; el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses; Jurisdicción Especial para la Paz; la Procuraduría General de la Nación (PGN); la Policía Nacional; el Registro Único de Víctimas; entre otras; y 25 de organizaciones de la sociedad civil, como la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, la Coordinación Colombia Europa Estados Unidos; el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz; la Organización Nacional Indígena de Colombia; y País Libre, entre otras.
107. La Comisión definió utilizar el dato “más probable” de un rango de incertidumbre relativamente reducido, resultado del ejercicio final de integración de datos, que incluye la estimación de los campos faltantes. Se presentarán también de manera general referencias al posible universo real de cada una de las violaciones analizadas, calculado estimando el potencial subregistro de documentación. Todo ello está disponible en el Anexo estadístico del Informe Final.
108. Se excluyó el dato de víctimas de desplazamiento ya que, debido a su alto número, no permite visualizar cómo el resto de las violaciones de derechos humanos han afectado a la población civil en Colombia.
109. En esos dos años el Proyecto JEP-CEV-HRDAG no presenta datos de desaparición forzada, al no tener datos adecuados en las bases de datos originales para su integración.
110. En homicidio, el 91 % de las víctimas es masculino y el 9 % femenino; en desaparición 83 % masculino y 17 % femenino; secuestro 78 % masculino y 22 % femenino; reclutamiento 70 % masculino y 30 % femenino; en desplazamiento 48 % masculino y 52 % femenino. En cuanto a la edad, en homicidio el 86 % de las víctimas son adultos y el 14 % menores de edad; en desaparición el 77 % adultos y 23 % menores; secuestro 87 % adultos y 13 % menores; en desplazamiento 51 % adultos y 49 % menores; en reclutamiento por definición el 100 % son menores. En cuanto a la pertenencia étnica, las víctimas de homicidio son 91 % mestizas, 6 % negros, afrodescendientes, raizales y palenqueros, 3 % indígenas; en desaparición forzada 87 % mestizo, 9 % negros, afrodescendientes, raizales y palenqueros, 5 % indígenas; en secuestro 86 % mestizo, 9 % negros, afrodescendientes, raizales y palenqueros, 5 % indígenas; en desplazamiento 82 % mestizo, 14 % negros, afrodescendientes, raizales y palenqueros, 4 % indígenas; en reclutamiento el 80 % de las víctimas son mestizas y el 20 % tienen alguna pertenencia étnica (negros, afrodescendientes, raizales y palenqueros, indígenas o Rrom).
111. El dato referido a pueblos étnicos, sin embargo, merece un análisis adicional sobre el subregistro de las bases de datos en relación con esta variable. Para profundizar en el tema, véase el capítulo étnico.
112. Entrevista 162-VI-00002. Víctima, mujer, masacre de La Chinita.
113. Este dato general de homicidios se refiere a diferentes tipologías como masacres, ejecuciones extrajudiciales, asesinatos selectivos y también incluye combatientes y/o civiles que murieron en el contexto de fuego cruzado. Por falta de datos de las bases de datos originales, no es posible desagregar el dato en las diferentes tipologías, por esta razón se utilizarán bases de datos específicas al abordar específicamente cada tipología. El proyecto JEP-CEV-HRDAG, además, a estimar el subregistro potencial, este número podría casi aumentar, llegando a alrededor de 800.000 víctimas.
114. La cifra del Proyecto de integración y estimación de datos JEP-CEV-HRDAG incluye también combatientes muertos y no ha sido posible a la fecha estimar el porcentaje de víctimas civiles y combatientes.
115. Dado el alto porcentaje de datos desconocidos sobre los responsables en las bases de datos originales (52 %), el ejercicio de integración de datos tiene alta incertidumbre en tema de responsabilidad. Se utiliza el dato más probable en un rango de incertidumbre identificado que se refiere en cada apartado correspondiente.
116. La categoría múltiple se refiere a registros en los que aparecen combinaciones de actores responsables. Esto puede deberse: 1) a que la víctima relata que hubo actuación en conjunto; 2) a que la victimización se produjo en medio de enfrentamientos entre varios actores y 3) a que la víctima apareció en diferentes bases de datos al momento de la integración, y cada base de datos registraba responsables diferentes.
117. Los distintos registros analizados señalan como masacre el asesinato de tres o más personas, otros registros las caracterizan cuando se trata de cuatro o más personas.
118. Entrevista 295-VI-00012. Víctima, campesino.
119. Centro Nacional de Memoria Histórica. La masacre de Bojayá, un compromiso contra el olvido. 2021.
120. Cifra tomada de la base de datos del CNMH: municipios con registros de víctimas.
121. Indepaz. Observatorio de DD.HH., conflictividad y paz. Masacres en Colombia durante 2020, 2021 y 2022. 18 de junio de 2022. Las masacres registradas por Indepaz se cuentan desde 3 víctimas en adelante. https://indepaz.org.co/informe-de-masacres-en-colombia-durante-el-2020-2021/
122. Con corte al 25 de mayo de 2022
123. Es importante anotar que esta cifra registrada es mínima en comparación al notable subregistro que presentan las bases de datos.
124. Entrevista 132-VI-00003. Víctima, mujer.
125. También pueden calificarse como ejecuciones extrajudiciales los asesinatos perpetrados por particulares que son instigados, consentidos expresamente o que son producto de la tolerancia manifiesta de agentes del Estado, hechos que por demás comprometen la responsabilidad del mismo Estado.
126. Misión de Verificación de Naciones Unidas en Colombia. Informe trimestral del Secretario General. Abril 2022, p.2.
127. Programa Somos Defensores. Informes anuales desde 2017 hasta 2021.
128. Estas cifras deben considerarse con atención, pues los criterios del CNMH para atribuir responsabilidades se basaron, en cierta medida, en la existencia de procesos judiciales y disciplinarios, así como sentencias y fallos, lo que aumenta las cifras de paramilitarismo. En el mismo sentido, una práctica generalizada fueron los asesinatos selectivos que eran ordenados por militares y ejecutados por paramilitares, lo que en su momento la Defensoría del Pueblo caracterizó como una forma de «violencia por delegación». El Defensor del Pueblo, en 1997, señaló: «[los grupos paramilitares] se han convertido en el brazo ilegal de la fuerza pública para la que ejecutan el trabajo sucio que ella no puede hacer por su carácter de autoridad sometida al imperio de la ley. Se trata de una nueva forma de ejercer la represión ilegal sin cortapisas que algunos analistas han llamado, muy acertadamente, la violencia por delegación». Defensoría del Pueblo, Cuarto informe anual del Defensor del Pueblo al Congreso de Colombia, 1997, Serie de documentos No. 11, Bogotá 1997, pp. 59 y 60.
129. Aquí vale la pena tener en cuenta que la persecución política en conexidad con el asesinato es un crimen de lesa humanidad según el artículo 7(1) (a) y (h) del Estatuto de la Corte Penal Internacional.
130. Comisión para el esclarecimiento de la verdad CEV. La Comisión de la Verdad y JEP revelan cifras de la violencia contra la Unión Patriótica. Marzo 04 de 2022.
131. La cifra da cuenta de 4.171 homicidios en contra de militantes, 445 de no militantes y 1.024 desapariciones forzadas de militantes y 93 no militantes. JEP. Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas. «Auto N. 075». 7 de abril de 2022.
132. Según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, fueron cinco los planes de exterminio: los planes Esmeralda (1988) y Retorno (1993) que habrían tenido como objetivo desaparecer las seccionales de la UP en los departamentos del Meta, Caquetá y en la región de Urabá. La operación Cóndor (1985) y los planes Baile Rojo (1986) y Golpe de Gracia (1992) probablemente se dirigieron a socavar las estructuras de dirección nacional del movimiento y a asesinar o secuestrar a sus dirigentes elegidos a las corporaciones públicas (Campos Zornosa, Yezid. El Baile Rojo. Anexo 42, 17-18. Corte Interamericana de Derechos Humanos. «Caso Manuel Cepeda Vargas vs. Colombia, sentencia de 26 mayo de 2010»).
133. Tribunal Superior de Bogotá. Sala de Justicia y Paz. «Sentencia del 30 de octubre de 2013 en el caso del postulado Hébert Veloza García», párrafo 372.
134. Entrevista 220-VI-00053. Víctima, político, líder sindical, Cesar.
135. Entrevista 646-VI-0001. Víctima de desaparición forzada, desplazamiento forzado y homicidio, Vigía del Fuerte, Antioquia.
136. De esta época no hay datos sólidos.
137. Si se tiene en cuenta el subregistro, la estimación del universo de desaparición forzada puede llegar a ser casi el doble, alrededor de 210.000 víctimas.
138. Centro Nacional de Memoria Histórica (2016), Hasta encontrarlos. El drama de la desaparición forzada en Colombia, CNMH, Bogotá. Pág. 75.
139. Entre otros: Informe 748-CI-00775. Colectivo Sociojurídico Orlando Fals Borda - Colectivo OFB; Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR); Comisión Intereclesial de Justicia y Paz. «Seguimos desenterrando la verdad en los Llanos Orientales: análisis de patrones y máximos responsables de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y otras graves violaciones a los derechos humanos». Informe 066-CI-01218. Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado - MOVICE. «Las caras de la desaparición forzada y la violación del derecho a la vida en Vista Hermosa y Lejanías, Meta». Informe 066- CI-01284. Movimiento Social Dignidad Humana. «Que los falsos positivos no terminen en falsas verdades: caso de asesinatos de civiles indefensos cometidos por miembros del Ejército de Colombia en los departamentos de Casanare, Meta y Vichada». Informe 119-CI-00327. Mesa Humanitaria Departamento del Meta. Pastoral Social Regional Suroriente Colombiano. «Por la verdad de la desaparición y el homicidio en Mesetas, Meta».
140. Dado el alto porcentaje de datos desconocidos sobre los responsables en las bases de datos originales (54 %), el ejercicio de integración de datos tiene alta incertidumbre en tema de responsabilidades. Se utiliza el dato más probable en un rango de incertidumbre identificado. Sin embargo, es importante destacar como se presenta el dato. Algunas de las víctimas de falsos positivos fueron desapariciones forzadas. Sin embargo, por ser ejecuciones, están incluidas en la cifra de víctimas por parte del Estado de homicidio.
141. Entrevista 261-VI-00016. Víctima, mujer, Meta.
142. Las gráficas solo incluyen victimizaciones que ocurrieron al mismo tiempo en el mismo lugar.
143. Villa y Houghton, Violencia política, 22.
144. Informe 26921-OE-210565. Centro de Cooperación Indígena. La tierra contra la muerte. Conflictos territoriales de los pueblos indígenas en Colombia. 2008. Pág. 213.
145. Entrevista 442-PR-02129. Víctima, mujer, política, San Vicente del Caguán, Caquetá.
146. Si se calcula el subregistro potencial, se estima que el universo de víctimas de secuestro podría estar alrededor de las 80.000 víctimas.
147. El porcentaje de responsables desconocidos para esta violación es del 29 %. En este caso, la incertidumbre del ejercicio de integración es inferior al dato de homicidio y desaparición forzada, ya que se cuenta con información más completa sobre el responsable. Aun así, se utiliza el dato más probable en un rango de incertidumbre identificado.
148. La categoría “otros grupos puede referirse a grupos criminales identificados en las bases de datos como “Bacrim”, “Bandolerismo”, “Grupo armado no identificado”, etc.
149. De los 1.663 hechos de secuestro registrados por la Comisión, 495 son contra mujeres (22,9 %, prácticamente corresponde al dato general).
150. Informe 365-CI-01362, «Víctimas del conflicto armado en Colombia en la razón de su vinculación al sector productivo», 35.
151. Informe 18069-OE-11-1, Génesis Tomo I. Fiscalía General de la Nación, Ley 002 sobre tributación, 195.
152. Entrevista 335-CO-00278. Víctima, hombre afrocolombiano.
153. Entrevista 222-VI-00071. Víctima, agricultor.
154. Aunque los registros de la Comisión no necesariamente son representativos, son una muestra de la escucha.
155. Presidencia de la República, Decreto n.o 1923 del 6 de septiembre de 1978.
156. Información a profundidad se encuentra en el caso La práctica de la tortura por parte de agentes del Estado durante el Estatuto de Seguridad 1978-1982, que se encuentra en la plataforma transmedia.
157. De esto dan cuenta las denuncias públicas expresadas en diversos escenarios: el Informe de la Comisión Accidental de la Cámara de Representantes sobre violaciones de derechos humanos (noviembre de 1978), el Primer Foro de Derechos Humanos (marzo de 1979), la visita del Concejo de Bogotá a las cárceles de La Modelo, La Picota y El Buen Pastor, en Bogotá (abril de 1979), la visita y el informe de visita presentado por Amnistía Internacional (1980) y la visita y el informe de visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (1981).
158. Entrevista 160-VI-00036. Víctima, mujer.
159. Entrevista 190-VI-00002. Víctima, campesino.
160. Por su parte, en el documento entregado a la Comisión por el Instituto de Ciencias Políticas (ICP) donde analiza los testimonios presenciales de 775 niñas, niños y adolescentes que fueron parte de las FARC-EP antes de cumplir 18 años, se identifican 64 casos de aborto forzado y 241 mujeres obligadas a planificación forzada. Reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes por parte de las FARC-EP. ICP, noviembre 2021.
161. Hombre LGBTI, víctima de amenaza verbal, desplazamiento forzado y violencias sexuales. Barrancabermeja, Santander. 1990 - 2016. 224-VI-00004.
162. Este aumento considerable coincide con el inicio de las labores de la Unidad de Víctimas y la conformación del Registro Único de Víctimas (RUV). Es probable que, al declarar las víctimas han priorizado el desplazamiento forzado y, en segunda instancia, la amenaza más cercana en el tiempo. Por tal razón, y comparando la tendencia del conflicto armado general, el subregistro de amenazas en la época más violenta del conflicto (1995-2004) es muy alto y el dato general de amenazas del RUV no refleja la real dimensión de esta violación de derechos humanos.
163. Las gráficas solo incluyen victimizaciones que ocurrieron al mismo tiempo en el mismo lugar.
164. Entrevista 394-VI-00004. Adolescente, víctima de reclutamiento.
165. Ver capítulo No fue un mal menor, del informe de la Comisión dedicado a la niñez y adolescencia afectada por el conflicto armado.
166. El Proyecto JEP-CEV-HRDAG estima que el universo de niños, niñas y adolescentes víctimas de reclutamiento podría ser alrededor de 30.000 víctimas.
167. Entre otras las de Miraflores (en Guaviare); las Delicias (Putumayo) con 60 militares retenidos; Puerres (Nariño) y Chalán (Sucre), Patascoy (Nariño),18 militares retenidos; un ataque a Armada Nacional, en Juradó (Chocó),18 militares retenidos. Y el ELN aumentó operaciones en la Costa Atlántica.
168. Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia (Coalico), comunicado público: La realidad de las niñas y los niños en Colombia, pese al Acuerdo de Paz Bogotá 24 de noviembre de 2021.
169. El proyecto JEP-CEV-HRDAG no incluye fuerza pública en los responsables porque hay muy pocos hechos que se registren como reclutamientos ilegales por parte de estos actores, y no es posible diferenciar los reclutamientos legales de los ilegales.
170. El porcentaje de responsables desconocidos para esta violación es del 19 %. En este caso, la incertidumbre del ejercicio de integración es muy reducida en comparación con las demás violaciones analizadas por el Proyecto JEP-CEV-HRDAG, ya que se cuenta con información más completa sobre el responsable. Aun así, se utiliza el dato más probable en un rango de incertidumbre identificado.
172. Comisión de la Verdad, «Sobreviviente relató a la Comisión de la Verdad cómo fue la masacre de Santo Domingo», 25 de septiembre de 2020.
173. En la base de datos de ataques terroristas del Observatorio de Memoria y Conflicto (OMC) del CNMH se incluye la modalidad “ataque a objetivo civil con efecto indiscriminado” para distinguir esos eventos de los ataques contra objetivos militares.
174. Otro 7 % tiene responsable desconocido.
175. Cuyas funciones están a cargo de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz (OACP).
176. Entrevista 189-VI-00190. Víctima, soldado.
177. Entrevista 061-VI-00007. Víctima, mujer, indígena, gobernadora awá.
178. El Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) tiene una base de datos con un amplio registro de daños a bienes civiles en la que incluyen variables sobre modalidad del ataque, tipo de bien y presunto responsable, así como el reporte de civiles lesionados en cada caso.
179. Entrevista 267-VI-00007. Mujer, desplazada, Guaviare. Mujer, víctima de desplazamiento forzado, despojo, ataque indiscriminado y amenazas. San José del Guaviare, Guaviare. 1997 - 2019.
180. A diferencia de los apartados de homicidios, desaparición, secuestro y reclutamiento, en los que se usa la integración final de datos - que incluye la asignación del valor más probable de los campos sin información de diferentes variables -, en el apartado de desplazamiento se utiliza únicamente la integración de datos, ya que la información disponible no permite la asignación estadística de valores para los datos faltantes. El Proyecto JEP- CEV-HRDAG incluye en su base de datos integrada víctimas únicas, identificadas con nombre y apellido, deduplicadas y que tengan información mínima sobre el departamento y el año del hecho. Por esa razón, por la fecha de corte diferente y por otros ajustes en la calidad de datos, la cifra final es ligeramente inferior a la que presenta el RUV en sus estadísticas: sin embargo, la tendencia es la misma.
181. El exilio es abordado en el Informe Final en el capítulo de Las verdades del exilio. La Colombia fuera de Colombia.
182. https://www.unidadvictimas.gov.co/es/registro-unico-de-victimas-ruv/37394 Revisado el 27 de junio de 2022
183. JEP-CEV-HRDAG, «Proyecto conjunto de integración de datos y estimaciones estadísticas sobre violaciones ocurridas en el marco del conflicto armado colombiano», corte al 16 de junio de 2022.
184. https://codhes.wordpress.com/2021/12/22/2021-el-ano-con-mayor-numero-de-victimas-de-desplazamiento-en-5-anos/
185. De los datos conocidos, el 17 % refieren a la responsabilidad de grupos guerrilleros, el 12 % a grupos paramilitares y menos del 1 % a agentes del Estado. Estos datos no son representativos por diferentes factores, entre otros, a muchas víctimas se les decía por ejemplo que si señalan responsabilidades de los grupos paramilitares no tendrían derecho ninguna reparación porque los paramilitares ya no existían puesto que se habían desmovilizado bajo el proceso de Justicia y Paz.
186. Entre otros casos: Peñas Coloradas: https://comisiondelaverdad.co/actualidad/noticias/penas-coloradas- estado-declaro-fuerzas-militares-duenas-del-caserio-condeno-destierro. Cacarica:
https://www.corteidh.or.cr/CF/Jurisprudencia2/ficha.cfm?nId_Ficha=377&lang=es.Ricaurte: https://asociacionminga.co/comunidad-indigena-awa-se-desplaza-por-presencia-del-ejercito-en-su-territorio/.
187. Las gráficas solo incluyen victimizaciones que ocurrieron al mismo tiempo en el mismo lugar.
188. Entrevista 1121-EE-00180. Entrevista colectiva comunidad indígena.
189. Base de datos de entrevistas a víctimas, familiares y testigos recogidas por la Comisión de la verdad, con corte al 9 de junio de 2022. Las gráficas solo incluyen victimizaciones que ocurrieron al mismo tiempo en el mismo lugar.
190. Acnur. Informes sobre confinamiento desde 2019 hasta marzo de 2022.
191. Entrevista 212-VI-00021. Víctima de desplazamiento forzado, mujer.
192. Comisión de la Verdad. «Catálogo de microdatos». Contraloría General de la República. Primera encuesta Nacional de víctimas CGR-2013. Fecha de consulta: 24 de junio de 2021.
193. Fundación Forjando Futuros, «Sistema de Información Sembrando Paz».
194. Tal estrategia ha implicado la comisión de múltiples violaciones a derechos humanos que encarnan: 1) la violencia directa o indirecta ejercida contra niños, niñas, mujeres, hombres, ancianos, jóvenes y liderazgos comunitarios de pueblos étnicos o campesinos; 2) la destrucción de sus viviendas, cultivos, animales y demás bienes materiales; y 3) la afectación de su entorno simbólico y espiritual por el vaciamiento de territorios enteros.
195. Ver Caso Zona de Despeje en la plataforma transmedia de la Comisión.
196. Codhes, «Propuestas frente a las restricciones estructurales y políticas para la reparación efectiva de las tierras perdidas por la población desplazada».
197. Responsabilidades extrajudiciales en el informe final de la comisión de la verdad. Algunos parámetros para su establecimiento frente a hechos y casos. Comisión de Esclarecimiento de la Verdad. Febrero de 2021.
198. Es importante tener en cuenta que no todos los miembros del EPL se desmovilizaron; dentro del remanente que existe todavía se destaca el Frente Libardo Mora en el Catatumbo.
199. Noriega, Fraude en la elección de Pastrana Borrero.
200. En 1993 se desmovilizó un sector del ELN conocido como la Corriente de Renovación Socialista (CRS).
201. En este contexto es posible establecer que había una relación de identidad de la población civil con las FARC en las zonas rurales, donde tuvieron acogida o un buen funcionamiento las columnas de marcha, especialmente en El Pato y El Guayabero. En estas zonas la guerrilla logró tener presencia y control donde convergían las identidades políticas, veredales y territoriales con las redes familiares.
202. Estas dinámicas muestran la importancia de ciertas regiones para desarrollar los proyectos insurgentes de las guerrillas, en los que la inserción territorial y la relación con la población civil fueron determinantes (posibilidades de permanencia, control de corredores, disposición de recursos, pero también poblaciones con las que en algunos casos mantenían una relación de años de convivencia más o menos forzada, en algunos casos de apoyo y en otros de control mediante violencia).
203. Si en 1983 el ELN tenía redes urbanas en dieciséis departamentos y cuatro frentes rurales, con unos 200 integrantes en las ciudades y 150 en el campo, tres años más tarde (1985) tenía 600 combatientes agrupados en ocho frentes rurales y 200 más en sus regionales urbanas. Para 1990 esta guerrilla contaba con 60 estructuras conformadas por dieciocho frentes guerrilleros, ocho proyectos de frente, cuatro estructuras militares en el campo (compañías), dieciocho estructuras urbanas, tres estructuras especiales, ocho comisiones nacionales, la Dirección Nacional y el Comando Central (COCE). Aguilera, «ELN: entre las armas y la política»; Ortiz, «La guerrilla mutante».
204. Partido político conformado por una coalición diversa de miembros del Partido Comunista, sectores populares e incluso de partidos tradicionales.
205. Redes urbanas de civiles que apoyaban la actuación de las FARC-EP.
206. Esta plataforma condensa los planteamientos políticos y programáticos de las FARC-EP formulados en la Octava Conferencia.
207. Vásquez, Una vieja guerra en un nuevo contexto; Vásquez, «Esbozo para una explicación espacial y territorial del conflicto armado».
208. Informe 365-CI-01570. Universidad EAFIT, «Empresa y conflicto armado en Colombia», 50.
209. Ibíd.
210. Ibíd., 52-53.
211. Ospina Ovalle, Los años en que Colombia recuperó la esperanza.
212. FARC-EP,Circular del comandante Manuel Miembros del Estado Mayor Central y mandos, 2002. En Génesis de las FARC. Tomo III.
213. González, Poder y violencia en Colombia; González et al., «Acercamiento a la evolución territorial de los actores armados»; Gutiérrez Sanín, ¿Un nuevo ciclo de la guerra en Colombia?.
214. Comisión de la Verdad, «Informe de violencia contra excombatientes de las FARC (2017-2020)», Dirección de Diálogo Social, 2021.
215. Primero, todo indica que el Frente de Guerra Oriental ha decidido insertarse de forma definitiva en las instancias de dirección nacional para incidir de fondo en la organización en ese nivel. Segundo, este reposicionamiento del Frente de Guerra Oriental se plasma en una mayor comunicación y coordinación con otras estructuras del territorio nacional. Tercero, la vinculación con las economías territoriales de algunos frentes, así como su comunicación con el Oriental, permiten pensar que se está ante un relevo generacional de mandos, que en poco o nada beneficia a la línea tradicional de la etapa fundacional y del momento de recomposición. Cuarto, nos hallaríamos frente a una insurgencia derrotada estratégicamente, pero cada vez más criminalizada en sus medios para proseguir con sus fines políticos. Y, quinto, su presencia territorial en Venezuela es una variable cada vez más pronunciada y determinante, al punto que algunos afirman que se trata de una guerrilla binacional.
216. Ministerio de Defensa Nacional, PDS.
217. Basta remarcar las disputas armadas en el Catatumbo (contra el EPL y contra las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia [AGC]), en Cauca (contra la disidencias de las FARC-EP Carlos Patiño), en Nariño (contras las Guerrillas Unidas del Pacífico [GUP] y el Frente Oliver Sinisterra), en Arauca (contra las disidencias de las FARC-EP, del Frente 10), en el sur de Bolívar (contra las AGC), en el Bajo Cauca (contra las AGC) y en Chocó (contra las AGC), por dar algunos ejemplos.
218. CNMH, Guerrilla y población civil.
219. Ejemplo de ello son los casos de alias Edgar Tovar, Argemiro Martínez, Jhon 40.
220. El porcentaje de responsables desconocidos para esta violación es del 29 %. En este caso, la incertidumbre del ejercicio de integración es inferior al dato de homicidio y desaparición forzada, ya que se cuenta con información más completa sobre el responsable. Aun así, se utiliza el dato más probable en un rango de incertidumbre identificado.
221. La categoría «otros grupos» puede referirse a grupos criminales identificados en las bases de datos como «Bacrim», «Bandolerismo» y «Grupo armado no identificado», etc.
222. Comisión de la verdad, «El secuestro, aproximación analítica».
223. Entrevista 399-PR-00939. Víctima, político, exdiputado secuestrado por las FARC-EP.
224. Entrevista 223-VI-00028. víctima, pescador.
225. Entrevista 056-VI-00045. Hombre, víctima.
226. Declaración citada en JEP, Auto 029 de 2019, 1.o de marzo de 2019, 4.
227. Con base en datos del «Proyecto de integración de datos y estimaciones estadísticas» referenciados en Informe 25-OI-628e9e066af2982b77e41f42. CEV, «Las heridas de las FARC-EP».
228. La cita hace referencia a los departamentos de Meta, Guaviare y Caquetá. Ibíd., 102.
229. Entrevista 091-HV-00001. Actor armado, mujer, FARC-EP.
230. Comisión de la Verdad, «La masacre de Tacueyó y el impacto de lo ocurrido en el movimiento guerrillero en Colombia».
231. Comisión de la Verdad,«Caso, confrontación entre las dos guerrillas en el departamento de Arauca».
232. Entrevista 209-CO-00002 (Líder social); Entrevista 209-CO-00201 (Defensor del Pueblo); Entrevista 480- PR-00260 (Líder política).
233. CSJ,Violencia contrainsurgente, 55.
234. Ibíd., 57.
235. Entrevista 123-PR-00559. Actores armados, miembros del Secretariado de las FARC-EP.
236. La comunidad de San José Apartadó se declaró en los años noventa como Comunidad de Paz, exigiendo con ello el retiro de todos los actores armados.
237. Ocampo, La instauración de la ganadería en el valle del Sinú.
238. Entrevista 196-VI-00051. Hombre, víctima.
239. Entrevista 199-VI-00012. Hombre, víctima, campesino.
240. Como señala Ana María Arjona, se han estudiado bastante los determinantes de la violencia rebelde, pero han sido escasos los autores que se han centrado en la actuación no violenta de la guerrilla (Arjona, Rebelocracy).
241. Informe 1180-CI-01017. ACONC, Memoria del conflicto y resistencia, 33.
242. Entrevista 666-VI-00008. Hombre, víctima, índígena.
243. Comisión de la Verdad, «Informe de hallazgos en Taraira, Vaupés».
244. Entrevista 311-VI-00001. Mujer, víctima, Taraira.
245. Entrevista 311-VI-00004. Hombre, víctima, minero desplazado, Taraira.
246. Informe 365-CI-00993. Red Compaz, «Lxs nadie».
247. Comisión de la Verdad, «Capítulo territorial», 122. Vásquez, Territorios, conflicto armado y política en el Caquetá.
248. Comisión de la Verdad, «Capítulo territorial», 121. Catálogo de Fuentes de Archivo Externas 18069-OE-23. «Génesis. Documentos rectores FARC-EP Tomo XVI».
249. Comisión de la Verdad, «Capítulo territorial», 121. Catálogo de Fuentes de Archivo Externas 18069-OE-23. «Génesis. Documentos rectores FARC-EP Tomo XVI».
250. Entrevista 457-VI-00020. Hombre, víctima, líder social. Citada en Comisión de la Verdad, «Cuando la guerrilla FARC-EP quiso ser Estado. Zona de despeje: Vistahermosa, San Vicente del Caguán. Posdespeje: Región Armando Ríos y Desplazamiento de Peñas Coloradas (1998-2004)».
251. Entrevista 098-VI-00010. Citada en Comisión de la Verdad, «Cuando la guerrilla FARC-EP quiso ser Estado. Zona de despeje: Vistahermosa, San Vicente del Caguán. Posdespeje: Región Armando Ríos y Desplazamiento de Peñas Coloradas (1998-2004)».
252. Entrevista 173-VI-00002.
253. Celis, Luis y Gutiérrez, Omar, “Daniel”, Volvería a vivir la vida que viví. 2019.
254. Celis E. Las dinámicas de la colonización campesina del Sarare, la organización comunitaria, la acción colectiva y el devenir de parte de este movimiento campesino en guerrilla. 1959- 1980. 2009.
255. Larratt-Smith, Charles, El ELN en Arauca: el fortín guerrillero en la sombra de los Andes. En A. Aponte et al. ¿Por qué es tan difícil negociar con el ELN? Las consecuencias de un federalismo insurgente, 1964-2020. CINEP-DIAKONIA, 2021, 259-330.
256. Sin embargo, para Andrés Peñate, el nacimiento del Frente Domingo Laín está dado por la dispersión sucedida ante lo acontecido en la operación Anorí (1973); años más tarde, en 1979, un grupo de quince hombres llegan al Sarare y conforma el Domingo Laín (Peñate, «El sendero estratégico del ELN»).
257. Entrevista 752-AA-00002. Actor armado, excombatiente en Norte de Santander. Comisión de la Verdad. Capítulo territorial. Septiembre 6 del 2021, 170.
258. Entrevista 752-VI-00011. Dirigente político.
259. Entrevista 752-VI-00011. Dirigente político. Capítulo territorial. Septiembre 6 del 2021.
260. García, Clara. El Bajo Cauca antioqueño: cómo ver las regiones. Bogotá: CINEP-INER, 1993
261. Rincón, John Jairo. Diversos y Comunes: elementos constitutivos del conflicto entre comunidades indígenas, campesinas y afrocolombianas en el departamento del Cauca. Análisis Político, 22(65). 2009, 53-93.
262. Barrera, Víctor. Las vicisitudes de la integración. Trayectorias de desarrollo y conflicto armado en el Cesar. En Fernán González, Diego Quiroga, Támara Ospina-Posse, Andrés Aponte, Víctor Barrera y Eduardo Porras, Territorio y conflicto en la Costa Caribe. Bogotá: Odecofi-Cinep, 2014.
263. Aponte, Andrés. Cúcuta y el Catatumbo: entre la integración y la marginalización. Disputas territoriales, arreglos institucionales e imposición de un orden social de la guerra. En Fernán González, Omar Gutiérrez, Camilo Nieto, Andrés Aponte y José Cuadros, Conflicto y territorio en el Oriente colombiano. Bogotá: Odecofi- Cinep, 2012, 302-362.
264. Entrevista con habitante del sur de Bolívar.
265. Equipo de Investigación Colombia Nunca Más, Colombia Nunca Más. Crímenes de Lesa Humanidad en la Zona Quinta. p.80.
266. Organización política y social de diferentes movimientos sindicalistas, estudiantiles y campesinos con fuerte influencia en el nororiente colombiano.
267. Base de datos, Violencia contra movimiento A Luchar, consolidada Equipo 3.
268. Cámara de Representantes. Gaceta del Congreso. Año V, n.°371. 9 de septiembre de 1996.
269. Vásquez, Entre las armas y la política, 2013; CNMH, Todo pasó frente a nuestros ojos: el genocidio de la Unión Patriótica, 1984-2002, 2018; Carroll, Democratización violenta, 2015; Dudley, Armas y urnas: historia de un genocidio político, 2008; Romero, Unión Patriótica: expedientes contra el olvido, 2011.
270. Entrevista 001-VI-00016. Exalcaldesa de Segovia, miembro de la UP.
271. Documento entregado a la Comisión de la Verdad. El Comunismo en armas: un tronco político victimario en Colombia.
272. En efecto, en los años cincuenta, el debate giraba «alrededor de la principal forma de lucha que en el periodo debía orientar al partido, protagonizada entre Pedro Avella, quien absolutizaba la lucha armada, y Gilberto Viera, que argumentaba la importancia de no renunciar a la legalidad» Pablo Emilio Escobar Polania, La colonización armada en El Pato: génesis, rutas y protagonistas, 1. ed (Neiva, Colombia: Fundación Social Utrahuilca, 2019). Pp. 26.
273. Ibíd.
274. Aguilera citado en Cárdenas, Jose Armando. En Bogotá nos pillamos. La vida-escuela de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (Farc-EP) a través de sus cuatro generaciones 1950-2018, pág 12, 2019.
275. Entrevista 084-PR-02378. Actor armado, excombatiente FARC-EP.
276. Entrevista 084-PR-02882. Actor armado, excombatiente FARC-EP.
277. Ibíd.
278. Corte Interamericana de Derechos Humanos Caso Manuel Cepeda Vargas Vs. COLOMBIA. Sentencia de 26 de mayo de 2010 (Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas) https://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_213_esp.pdf
279. Relato basado en el caso presentado por José Cardona Jiménez, hijo del asesinado José Cardona Hoyos, que hace parte de los casos entregados por Las 2 Orillas a la Comisión de la Verdad en 2019.
280. Cárdenas Sarrias, «En Bogotá nos pillamos», 159.
281. Delgado, Todo tiempo pasado fue peor, 2007; Vásquez, Entre las armas y la política, 2013; CNMH, Todo pasó frente a nuestros ojos: el genocidio de la Unión Patriótica, 1984-2002, 2018; Carroll, Democratización violenta, 2015; Dudley, Armas y urnas: historia de un genocidio político, 2008.
282. Entrevista 123-PR-00559. Actores armados, exmiembros del Secretariado de las FARC-EP.
283. Entre las modalidades documentadas hay 254 asesinatos políticos, seis de «violencia extrajudicial», 80 víctimas de desaparición forzada, 165 detenciones arbitrarias, 58 casos de tortura, 59 allanamientos, 20 atentados, 26 lesiones físicas, además de amenazas colectivas e individuales y un caso de violencia sexual. La región donde más se presentaron estos hechos, según el informe, fueron Santander (233) y Valle del Cauca (131), seguidos de Cesar, Antioquia, Córdoba, Bogotá, Huila, Cauca, Atlántico, entre otros departamentos de todo el país. Además, se señaló que hechos victimizantes fueron cometidos por paramilitares, con 208, seguidos de hechos cometidos por la fuerza pública, sicarios y autores desconocidos. Informe 748-CI-00644. Colectivo por la Recuperación de la Memoria de ¡A Luchar!, «Esta generación está en peligro: experiencia y genocidio».
284. La Opinión, «Ecos del paro del nororiente».
285. Entrevista a Carlos Velandia, julio de 2020, Bogotá.
286. Romero, Mauricio. Paramilitares y autodefensas, 2003; Sánchez, Fabio y Mario Chacón, Conflicto, Estado y descentralización, 2006.
287. Consultoría No. 104794. “Conflicto armado y democracia en Colombia. Una mirada a los patrones de la violencia política” por Manuel Alberto Alonso Espinal. 2020. Pp. 79.
288. Velásquez, Fabio E. (ed), Las otras caras del poder. Territorio, conflicto y gestión pública en municipios colombianos. 2009.
289. Velásquez, Fabio E. (ed), Las otras caras del poder. Territorio, conflicto y gestión pública en municipios colombianos. 2009.
290. Consultoría No. 104794. “Conflicto armado y democracia en Colombia. Una mirada a los patrones de la violencia política” por Manuel Alberto Alonso Espinal. 2020. Pp. 79.
291. Entrevista 631-VI-00049. Víctima, ija de concejal asesinado.
292. Rutas del Conflicto. Masacre de Campoalegre 2002. 2019.
293. Ibíd.
294. Masacre Rivera, documento CEV, 2022
295. Entrevista 778-VI-00008 (Hijo concejal).
296. Rutas del Conflicto. Masacre de Puerto Rico 2005. 2019. Las víctimas fueron los concejales José Ausencio Olarte Flores, Silvia Plaza, Gerardo Collazos Betancourt, William Villegas González, Jorge Horacio Supremo, John Fredy Rosales y Germán Rodríguez Carabalí, secretario del Consejo.
297. Centro Nacional de Memoria Histórica. El caso de la Asamblea del Valle: Tragedia y reconciliación. Bogotá. 2018.
298. Entrevista 001-VI-00067. Exfuncionario.
299. La acción comunal en el país surgió en la década de 1950 y se institucionalizó con la Ley 19 de 1958. Si bien ha sido una figura legal de participación política, los líderes comunales han sido objeto de estigmatización y persecución en el marco del conflicto armado por parte de todos los actores en contienda, han quedado en la mitad del juego cruzado por acusaciones de colaboración con los combatientes. De igual forma, según el informe «Entre la paz y la guerra» presentado a la Comisión de la Verdad, desde la década de los sesenta han sido base de redes políticas tanto del bipartidismo como del Partido Comunista y otros movimientos políticos. Informe 365-CI-01187. Programa Somos Defensores, «Entre la paz y la guerra: agresiones contra líderes y lideresas comunales en Colombia», 18.
300. Entrevista 123-PR-00559. Actores armados, exmiembros del Secretariado de las FARC-EP.
301. Velásquez, Fabio E. (ed), Las otras caras del poder. Territorio, conflicto y gestión pública en municipios colombianos. 2009. Pp. 387.
302. Entrevista 261-VI-00075. Víctima, exconcejal de Vistahermosa, Meta.
303. Peñate, «El sendero estratégico del ELN»; Aguilera, «ELN: entre las armas y la política».
304. Larratt-Smith, Charles, El ELN en Arauca: el fortín guerrillero en la sombra de los Andes. En A. Aponte et al. ¿Por qué es tan difícil negociar con el ELN? Las consecuencias de un federalismo insurgente, 1964-2020. CINEP-DIAKONIA, 2021, 259-330.
305. Entrevista virtual, dirigente político UP, por codificar, 2020.
306. El Espectador. El Frente Domingo Laín, mitos y realidades de una máquina de guerra. 7 de julio 2014
307. Peñate, «El sendero estratégico del ELN»; Larratt-Smith, Charles. Agrarian Social Structures, Insurgent Embeddedness, and State Expansion: Evidence from Colombia. [PhD Dissertation]. University of Toronto, 2020.
308. Gutiérrez, Omar. El auge del paramilitarismo en el Sur de Bolívar o la malograda integración al orden. Universidad Externado de Colombia. Ministerio de Relaciones Exteriores, Instituto de Altos Estudios para el Desarrollo. Bogotá, 2003; Alonso, M. Conflicto armado y configuración regional. El caso del Magdalena Medio. Universidad de Antioquia. Medellín, 1997.
309. Vanguardia Liberal, “Guerrilla liberó a dos concejales”, noviembre 8, 1994
310. Romero, M (SF). El Conflicto Político en el Magdalena Medio.
311. Vanguardia Liberal, “La guerrilla ordenó renuncia de candidatos”, septiembre 11, 1997; El Mundo, “Guerrilla no cesa ofensiva electoral”, agosto 19, 1997; El Heraldo, Renunciaron 1.200 jurados en Bolívar, septiembre 22, 1997.
312. Esto supuso que el COCE tuvo que cambiar de lugar de ubicación y trasladarse al Catatumbo. Amaya, D., & Forero, J. El ELN en el sur de Bolívar: la pérdida de un bastión militar (pp. 197-258). En A. Aponte et al. ¿Por qué es tan difícil negociar con el ELN? Las consecuencias de un federalismo insurgente, 1964-2020. CINEP-DIAKONIA, 2021
313. Este movimiento puede ser considerado como una liga de diversos sectores sociales, políticos y económicos (campesinos, mineros, políticos locales y regionales, propietarios rurales, etc.), que, de la mano de las AUC, se vincularon y aunaron fuerzas para oponerse a la petición del ELN de despejar una zona del Magdalena Medio para iniciar diálogos de paz con el Gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). Bolívar, Ingrid (2006).
Transformaciones de la política: movilización social, atribución causal y configuración del Estado en el Magdalena Medio. En Archila, Mauricio y otros, Conflictos, poderes e identidades en el Magdalena Medio 1990-2001. Colciencias, Cinep/PPP.
314. Entrevista 311-PR-02117. Bogotá, 2020-2021, fuerza pública.
315. Comisión de la Verdad. (2022) Las FARC entre la guerra, la paz y la política: sus transformaciones y la disputa por el Estado 1964-2020. Pp. 3; Aponte, Andrés F. (2019). El Mito de la Unidad de las FARC, en Razón Pública, enero 13, 2020. Disponible en: https://razonpublica.com/mito-la-unidad-las-farc/
316. Informe de caso. Contexto y patrones de la violencia contra ex combatientes de las FARC entre 2017 y 2020. Entrevista con lideresa social de Llorente, Palmira, Valle del Cauca, 22 de febrero del 2021.
317. Barrera, Víctor, Aponte, Andrés F., Larratt-Smith, Arauca en perspectiva nacional, en El Espectador, febrero 14, 2022. Disponible en:
https://www.elespectador.com/colombia/mas-regiones/arauca-en-una-perspectiva-nacional/
318. La vigilancia de los grupos armados dentro de los barrios es abierta, con campaneros a veces armados poco dentro de las entradas. Es común también ver menores de entre diez y catorce años entre los campaneros.
319. Varios hechos han mostrado la letalidad de dichos órdenes armados y su carácter militarizado: la masacre de ocho jóvenes, en Samaniego, el 15 de agosto de 2020, sin un responsable claro; el asesinato de seis personas, en Barbacoas, luego de ráfagas indiscriminadas del Frente 30 de la Segunda Marquetalia, en agosto del 2020; o el rapto y asesinato de un gobernador indígena y un familiar, de la comunidad de El Panelero del Resguardo El Gran Sábalo (Tumaco), a manos de desconocidos, en julio de 2020.
320. Comisión de la Verdad, «Contexto y patrones de la violencia contra excombatientes de las FARC-EP entre 2017 y 2020». Entrevista con lideresa social de Llorente, Palmira, Valle del Cauca, 22 de febrero del 2021.
321. Actualmente hacen presencia cinco grupos armados: el ELN (en los municipios de El Tarra, Convención, Hacarí, San Calixto y Sardinata), el EPL (alto Catatumbo), la disidencia del Frente 33 de las FARC-EP (Tibú y El Tarra y algunas incursiones en San Calixto, Convención y Sardinata), las AGC (Sardinata) y, la Segunda Marquetalia (alto Catatumbo y Ocaña).
322. Tales son los casos del atentado a manos de las disidencias de las FARC, con un carro bomba, el 6 de febrero de 2022, en Padilla, que dejó 43 personas heridas; la explosión de otro carro bomba en Corinto, el 26 de marzo de 2021, presuntamente hecho por las disidencias, arrojando un saldo de 17 heridos; el asesinato de seis personas en una gallera, en Buenos aires, luego de un grupo lanzara una granada e hiciera ráfagas con armas largas, el 20 de septiembre de 2020; la tortura y masacre de seis campesinos en zona rural del Tambo, a manos de las disidencias en agosto de 2020; también, debemos tener en el lente la captura de alias “Azul, presunto miembro de las disidencias frente 48, quien bajo la modalidad de sicariato habría asesinado a cerca de 11 líderes sociales en Cauca y Putumayo.
323. Comisión de la Verdad, «Contexto y patrones de la violencia contra excombatientes de las FARC-EP entre 2017 y 2020». Entrevista con lideresa social de Llorente, Palmira, Valle del Cauca, 22 de febrero del 2021.
324. De acuerdo con la Dirección de Acuerdos de la Verdad del Centro Nacional de Memoria Histórica, «corresponden a 34 estructuras desmovilizadas en el marco de los Acuerdos entre el Gobierno Uribe y los grupos paramilitares en San José Ralito, y 5 estructuras no desmovilizadas Centro Nacional de Memoria Histórica. Análisis cuantitativo sobre el paramilitarismo en Colombia. Hallazgos del Mecanismo no Judicial de Contribución a la Verdad. Bogotá: CNMH, 2019, pág. 43.
325. El Decreto 3398 de 1965 y la Ley 48 de 1968 ordenan la creación de grupos de defensa compuestos por civiles para tareas contrainsurgentes con salvoconductos, equipos de comunicación y entrenamiento militar. Para otros, la persistencia del bandolerismo en algunas zonas de Colombia y la aparición de guerrillas comunistas en la década de los sesenta promovieron la aparición de ejércitos privados con carácter reactivo.
326. En Colombia también han existido formas de autodefensa campesina e indígena que reaccionaron a la violencia de las guerrillas que no se vincularon al paramilitarismo; sin embargo, como lo indica Pizarro: «Es probable que, en sus etapas iniciales y en algunas regiones de Colombia, esta modalidad de vigilantismo ciudadano espontáneo con raíces locales hubiera estado en el origen de algunos grupos de autodefensa regional.
Sin embargo, más allá del origen espontáneo o inducido (ya sea por miembros de las Fuerzas Armadas, por hacendados o por mafias locales del narcotráfico o las esmeraldas), lo cierto es que el fenómeno rápidamente desbordó el marco local propiciando el surgimiento de un actor armado con amplia incidencia en todo el territorio nacional». Eduardo Pizarro Leongómez. Una democracia asediada. Balance y perspectivas del conflicto armado en Colombia. Bogotá: Norma, 2004. pág. 116.
327. Una forma de explicar las distintas etapas del paramilitarismo identifica rupturas y continuidades: la primera, en el origen de las de grupos paramilitares en el sur del Magdalena Medio; la segunda, asociada a la confederación de las AUC y la tercera generación o grupos armados posdesmovilización. Centro Nacional de Memoria Histórica. Paramilitarismo. Balance de la contribución del CNMH al esclarecimiento histórico. Bogotá: CNMH, 2018.
328. Las responsabilidades del Estado colombiano por la existencia y fortalecimiento del paramilitarismo han sido señaladas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Tercer Informe sobre la Situación de los Derechos Humanos en Colombia. OEA/Ser.L/V/II.102 Doc. 9 rev. 1, 26 de febrero de 1999, Cap. IV, párr. 236.
329. Esta frase, ya conocida, fue mencionada por exparamilitares del Magdalena Medio refiriéndose a la noción de guerra irregular que promovió un sector de la fuerza pública en los ochenta, haciendo alusión a una guerra enfocada en las que se percibían como bases sociales de la guerrilla (el «agua») que hacían posible la existencia y crecimiento del grupo armado subversivo (el «pez»). Dicha metáfora, a su vez, viene de su uso en algunas guerrillas desde la idea de Mao Zedong de que el campesino es a la revolución lo que el agua al pez.
330. Una suerte de delegación hacia arriba que se ha manifestado en la adopción de recomendaciones y políticas de seguridad y defensa internacionales, especialmente estadounidenses, para definir y afrontar las responsabilidades estatales en seguridad y defensa; al tiempo que una delegación hacia abajo expresada en desplazar esas mismas hacia grupos privados de seguridad.
331. Decreto 3398 de 1965 (24 de diciembre) «Por el cual se organiza la defensa nacional»
332. Ejército Nacional de Colombia, 2020, pág. 50.
333. Centro Nacional de Memoria Histórica. Paramilitarismo. Balance de la contribución del CNMH al esclarecimiento histórico. Bogotá: CNMH, 2018, págs. 34-39.
334. Por ejemplo, el grupo de alias Chispas en el Quindío «ejercía un poder ilegítimo que ni los propietarios ni los peones analfabetas discutían». Gonzalo Sánchez y Donny Meertens. Bandoleros, Gamonales y Campesinos: el caso de la Violencia en Colombia. Bogotá: El Áncora Editores, 1983, pág. 52. Algunos de estos grupos también actuaron en vías de control territorial, construcción de órdenes sociales y uso del terror.
335. Gonzalo Sánchez y Donny Meertens. Bandoleros, Gamonales y Campesinos: el caso de la Violencia en Colombia. Bogotá: El Áncora Editores, 1983, pág. 81.
336. Manuel Alberto Alonso Espinel. Conflicto armado y democracia en Colombia. Una mirada a los patrones de la violencia política. 29 de abril de 2020. Consultoría 104794. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. pág. 16.
337. Global Firepower (GFP) es una organización privada que analiza comparativamente la capacidad militar de distintos países en el mundo. Los datos correspondientes a los 142 países pueden ser consultados en el rango de capacidades de las fuerzas paramilitares en el mundo en: https://www.globalfirepower.com/manpower- paramilitary.php. De acuerdo con estos datos, Colombia se ubica en el rango 14 de países con fuerzas paramilitares con mayor capacidad bélica.
338. En 1962 vino a Colombia otra misión conformada por militares de Fort Bragg, una base militar estadounidense especializada durante la Guerra Fría en guerras no convencionales, operaciones especiales y guerra psicológica. Dicha misión estuvo al mando del brigadier general William P. Yarborough, quien le hizo seguimiento y amplió las recomendaciones entregadas en 1959.
339. Decreto por el cual se crea el Comité Nacional de Acción Cívico Militar.
340. Esta medida hizo parte de las transformaciones de las competencias y funciones de la fuerza pública colombiana que inició el gobierno de Guillermo León Valencia (1962-1966), a partir de las recomendaciones de las misiones estadounidenses que visitaron el país en el marco del gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962) y de la asistencia militar y económica de Estados Unidos a Colombia.
341. «Reglamento de Combate de Contraguerrillas -EJC 3-10» (aprobado por medio de la Disposición 005 del 9 de abril de 1969, del Comando General de las Fuerzas Militares) y el «Manual de Instrucciones Generales para Operaciones Contraguerrillas» (ratificado por la Disposición 0014 del 25 de junio de 1982 expedida por el comandante general del Ejército y el director de Instrucción y Entrenamiento del Ejército). Comisión Colombiana de Juristas. Organizaciones sucesoras del paramilitarismo. Bogotá: 2018, pág. 24 https://www.coljuristas.org/documentos/tmp/organizaciones_sucesoras_del_paramilitarismo.pdf
342. Cómo se verá, estas medidas no tuvieron efectos prácticos, entre otras razones porque no se reconoció que existieran grupos paramilitares, sino que se acudió al término «mal denominados paramilitares». Así mismo, como lo establece la Comisión Colombiana de Juristas «se suspendió la vigencia de la norma que servía de sustento jurídico para la existencia del paramilitarismo (el parágrafo 3° del art. 33 del Decreto 3398 de 1965); se creó un comité de ministros para diseñar una política contra el paramilitarismo (comité que nunca funcionó en la práctica); y se ordenó la creación de un cuerpo élite de mil hombres bajo la autoridad del Director de la Policía Nacional para enfrentar el paramilitarismo (grupo que nunca se constituyó)». Coljuristas. Organizaciones sucesoras del paramilitarismo. Bogotá: 2018, pág. 28,
https://www.coljuristas.org/documentos/tmp/organizaciones_sucesoras_del_paramilitarismo.pdf
343. Se establecieron mediante la Resolución 68 del 27 de abril de 1995. Las Convivir fueron una figura legal a través de la cual se unificaron los «servicios especiales de vigilancia y seguridad privada» y «los servicios comunitarios de vigilancia y seguridad privada». El nombre de 'Convivir', según Daniel García Peña, fue puesto por el mismo ministro Fernando Botero Zea, quien, además era cercano a Álvaro Uribe Vélez. Entrevista 122- PR-03473 (historiador, periodista y alto comisionado de Paz en el gobierno de Samper).
344. Entrevista 651-AA-00001 (excomandante de las AUC).
345. Revista Alternativa, N.° 8, marzo 15- abril 15 de 1997, pág. 12. Citado en: Cinep. «Las Convivir: la legalización del paramilitarismo». En: Deuda con la humanidad: Paramilitarismo de Estado en Colombia 1988-2003. Bogotá: Centro de Investigación y Educación Popular, 2004. pág. 260.
346. Francisco Gutiérrez. «Centrismo y represión homicida en Colombia: las Convivir, los paramilitares y el sistema político». En: El orangután con sacoleva. Cien años de democracia y represión en Colombia. Bogotá: IEPRI, 2014, págs. 361-390.
347. Para profundizar en los entramados de las Convivir para el centro del Cesar y el Urabá, consultar el caso ACCU en la plataforma transmedia.
348. Informe 748-CL-00812. Ejército Nacional de Colombia. Informe para la Comisión de la Verdad. Análisis sobre el fenómeno de las Autodefensas en los territorios desde la perspectiva del Ejército Nacional. Bogotá: 2020, pág. 128. Sobre la pertenencia de exjefes paramilitares a los grupos paramilitares dice Coljuristas: «varias de las Convivir autorizadas por el entonces Gobernador fueron dirigidas o integradas por reconocidos jefes paramilitares cuando estos ya pertenecían a la estructura paramilitar» Boletín No. 27: Serie sobre los derechos de las víctimas y la aplicación de la ley 975. Bogotá, 20 de junio de 2008. https://www.coljuristas.org/documentos/boletines/bol_n27_975.pdf
349. 'Cadena', Rodrigo Mercado Pelufo. Verdad Abierta (11 de junio de 2010). https://verdadabierta.com/cadena-rodrigo-mercado-peluffo/
350. Víctor Hugo Olaya M. De la guerra a la incertidumbre: niños, niñas y adolescentes desvinculados de grupos armados ilegales post desmovilización. Universidad Santo Tomás, Maestría en defensa de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario ante organismos, cortes y tribunales internacionales. Bogotá, 2016, pág. 22.
351. Datos de la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada. Citado en: Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Consultoría interna: Juan Diego Restrepo E. «Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá: surgimiento, transformación, consolidación y financiación 1994-1998». 2021.
352. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Consultoría interna: Juan Diego Restrepo E. «Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá: surgimiento, transformación, consolidación y financiación 1994-1998». 2021.
353. Entrevista 651-AA-00001 (Salvatore Mancuso).
354. Documento Comisión de la Verdad. 119-CI-00252. Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP); Corporación Jurídica Libertad (CJL); Fundación Forjando Futuros (FFF); Instituto Popular de Capacitación (IPC), 2019.
355. Documento Comisión de la Verdad. 748-CI-00855. El Espectador, citado en Fundación Cultura Democrática (Fucude) & Corporación Opción Legal, 2020, pág. 311.
356. Amparados en la Ley 975 de 2005. Ver sentencias de Justicia y Paz: Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Sentencia. Magistrado ponente Eduardo Castellanos, Postulado Hebert Veloza García, Bogotá, 30 de octubre de 2013.; Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Sentencia. Magistrada ponente Uldi Teresa Jiménez, Postulado José Barney Veloza García, Bogotá 31 de enero de 2012; Unidad Nacional de Fiscalías para la Justicia y la Paz, Audiencia de Versión libre Salvatore Mancuso, Medellín, 19 de diciembre de 2006.
357. Esta empresa se declaró culpable de haber realizado pagos a los paramilitares colombianos, en un juicio realizado en Estados Unidos por el juez federal Royce Lamberth, por lo que fue condenada a pagar una multa de 25 millones de dólares. Fuente: 119-CI-00252.
358. Tribunal Superior de Medellín. Sala Justicia y Paz. Postulado: Jesús Ignacio Roldán Pérez. Radicado: 110016000253-2006-82611. 09 de diciembre. 2014. Par. 494.
359. Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Violencia y la violación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario. Capítulo IV-E.
http://www.cidh.org/countryrep/Colom99sp/capitulo-4e.htm
360. Ley 2197 de 2022 (25 de enero) «Por medio de la cual se dictan normas tendientes al fortalecimiento de la seguridad ciudadana y se dictan otras disposiciones el congreso de Colombia». Diario oficial CLVIII, 25 de enero 2022. https://www.suin-juriscol.gov.co/viewDocument.asp?ruta=Leyes/30043812
361. «Legítima defensa privilegiada. Se presume también como legítima la defensa que se ejerza para rechazar al extraño que usando maniobras o mediante violencia penetre o permanezca arbitrariamente en habitación o dependencias inmediatas, o vehículo ocupado. La fuerza letal se podrá ejercer de forma excepcional para repeler la agresión al derecho propio o ajeno». Ibíd. Título II, artículo 3.
362. Como lo enunció ante la Comisión de la Verdad uno de los excomandantes de las AUC, por ejemplo, respecto a aquella desmovilización: «Lo que pasó en el gobierno de Uribe fue la desmovilización del ala armada, el paramilitarismo como fenómeno cultural, político, social y criminal ¡sigue vigente en este país! Incrustada, incrustada en el seno de la alta sociedad». Entrevista 240-AA-00005 (excomandante paramilitar).
363. Informe 240-CI-00384. Fundación Aulas de Paz. El Bloque Central Bolívar en sus propias voces. Capítulo: Magdalena Medio.
364. Desde los sesenta, las FARC incursionaron en la región a través del Frente 4 en los límites entre Boyacá, Cundinamarca, Santander y Antioquia; y se expandieron en la primera mitad de los ochenta, a través de los frentes «11, 12, 20 y 23 en Santander, el 24 en el Sur de Bolívar, el 22 en Cundinamarca y el 9 en Antioquia; este último acabó compartiendo su influencia con el 4 que se desplazó desde el sur de la región en dirección al nordeste antioqueño. En la primera mitad de los noventa nacieron el 37 en Bolívar y el 46 en los límites de Santander y Bolívar». Consejería Presidencial para los Derechos Humanos. Panorama actual del Magdalena Medio Observatorio del Programa Presidencial de DDHH y DIH. 2001.
365. GMH-CNRR. La Rochela. Memorias de un crimen contra la justicia. 2010; Fiscalía General de la Nación. Dossier BMM (Bloque Magdalena Medio). (s. f.-a); Fiscalía General de la Nación. Dossier BPB (Bloque Puerto Boyacá). (s. f.-b).
366. GMH-CNRR. La Rochela. Memorias de un crimen contra la justicia. 2010, pág. 280.
367. En Medellín, el 12 de noviembre de 1981, el M-19 secuestró a Martha Nieves Ochoa, hermana de los narcotraficantes del Cartel de Medellín Fabio, Juan David y Jorge Luis Ochoa Vásquez. Frente a este hecho, el Cartel reunió a 223 narcotraficantes, en el Hotel Intercontinental de Medellín, para crear un proyecto militar que diera respuesta a las acciones de los grupos guerrilleros que afectaban sus intereses. Ese día nació el MAS (Muerte a Secuestradores), un ejército privado de más de 2.000 hombres dirigido a los secuestradores y a lo que llamaron delincuentes comunes o subversivos.
368. Es en el marco de estas capacitaciones que llegan exmilitares mercenarios como el israelí Yair Klein, el australiano Terry Tagney y el excoronel inglés Peter Mc Aleese, que lideraron algunos de los cursos que se ofertaron en las múltiples escuelas creadas. Journeyman Pictures. «Colombia Drug Cartel Mercenaries» Short - 4 min The Westerners Training Escobar's Medellín Cartel, nota periodística desde Londres transmitida por el noticiero estadounidense NBC el 1 de octubre de 1989. https://www.journeyman.tv/film/1952
369. «La penetración de paramilitares en la región de Urabá se inició en agradecimiento de que Uniban apoyó hacer los cursos, y entonces se acordó enviar un grupo de paramilitares a Necoclí, Carepa y Arboletes [...] el señor que estaba representando a Uniban dijo que estaba dispuesto para representar la empresa y a prestar el nombre para el pago de los mercenarios, pero a cambio había que mandarles a un personal para Urabá para combatir la guerrilla en Urabá, entonces Luis Rubio dijo junto con los Pérez que eso no había problema, que se podía hacer». Tribunal Superior del Distrito Judicial. Sentencia segunda Yair Klein. Rad: 1999-0076-01. 22 de junio. 2002, pág. 32.
370. Entrevista 001-VI-00027 exfuncionaria judicial en el exilio.
371. En la madrugada del 4 de marzo de 1988 un grupo de 20 hombres armados pertenecientes al grupo paramilitar del Movimiento Obrero Estudiantil Nacional Socialista (MOENS) irrumpieron de forma violenta en la finca conocida como Honduras, en el corregimiento de Currulao, municipio de Turbo, en Antioquia, donde vivían campesinos con sus respectivas familias. Con lista en mano, apartaron a 17 trabajadores y los asesinaron, únicamente se salvaron 9 campesinos cuyos nombres no aparecieron en la lista de los paramilitares. Posterior a esto, continuaron hacia la finca vecina, conocida como La Negra, donde de forma similar asesinaron a 3 trabajadores. Todos eran o bien pertenecientes al Sindicato de Trabajadores Agrarios de Antioquia (Sintagro) o bien simpatizantes de movimientos y organizaciones políticas de izquierda como la Unión Patriótica (UP) y el Frente Popular. Aunque en un inicio se llegó a pensar que la masacre respondía a un enfrentamiento entre las guerrillas que hacían presencia en la zona, FARC-EP y EPL, esta fue desmentida, tanto por los efectos que una masacre así pudiera haber generado en las votaciones del 13 de marzo siguiente, como también porque el grupo paramilitar MOENS, a cargo de Fidel Castaño, se atribuyó la masacre en las dos fincas.
372. Verdad Abierta. «Los inéditos viajes de hijos de bananeros de Urabá a campamentos de Henry Pérez». Verdad Abierta. 1 de febrero de 2015. Centro Nacional de Memoria Histórica. El Estado suplantado, las autodefensas de Puerto Boyacá. Bogotá: CNMH, 2019, pág. 214.
373. Informe Confidencial del DAS del 20 de julio de 1988. Citado en: Equipo Nizkor y Derechos Human Rights. Proyecto Nunca Más. 2001.
374. Centro Nacional de Memoria Histórica. «Violencia paramilitar en la Altillanura: autodefensas campesinas de Meta y Vichada. Informe N.° 3». Serie: Informes sobre el origen y actuación de las agrupaciones paramilitares en las regiones. Bogotá: CNMH, 2018.
375. Entrevista 123-PR-00025 (hombre, filósofo, asesor de la familia Castaño). «Quedamos en que íbamos a descansar un poquito de la guerra esa y que en enero del 94 nos veíamos en Urabá para comenzar por allá, otra vez, la guerra contra las FARC». Aldo Cívico. «No divulgar hasta que los implicados estén muertos». Las guerras de «Doblecero». Bogotá: Intermedio Editores, 2009, pág. 53.
376. Entrevista 123-PR-00016 (Empresario, hombre, testigo).
377. La existencia de pequeños grupos armados locales no era un fenómeno raro para los años ochenta e inicios de los noventa en regiones como Córdoba, ni era exclusivo de los Castaño. Esto se explica por las historias territoriales de colonización, conflicto e inserción estatal, pero también por la estrategia antisubversiva de la fuerza pública que consistió en la delegación de sus funciones y el uso de civiles para estrategias de ataque, control, inteligencia y saboteo de las supuestas bases de la insurgencia.
378. Hernán Darío Moreno Calle, oriundo de Frontino, conocido con los alias de 'Mateo Rey' y 'El Coronel', quien era «miembro de una familia muy influyente y acomodada del municipio de Frontino. Este señor era dueño de grandes extensiones de tierras y fincas. Fue el contacto directo con alias H. H. y los Castaño Gil para que les suministraran personal y armamento, y les dieran la anuencia para operar en la zona». Unidad Nacional de Fiscalías para la Justicia y la Paz, Unidad Especial Policía Judicial, Informe de Policía Judicial, Medellín, 21 de junio de 2012. Citado en: Consultoría Interna. Juan Diego Restrepo. Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá: surgimiento, transformación, consolidación y financiación 1994-1998.
379. Consultoría Interna. Juan Diego Restrepo. Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá: surgimiento, transformación, consolidación y financiación 1994-1998, pág. 11.
380. National Security Archive. Trip report to Montería, a Colombian «para»-dise (part I: The paramilitaries propose a national assembly. Diciembre 1998. Código 19981218-22122-Monteria-TripRpt1 de 1998.
381. Salvatore Mancuso. Ante los tribunales de justicia y la historia. Origen, desarrollo y desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, Memorias inéditas. 2007, pág. 76.
382. Este plan, según Salvatore Mancuso, consideraba estrategias para la expansión y consolidación territorial, militar, fortalecimiento económico, consolidación social, política y una dimensión explícitamente paraestatal. Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Sentencia. Procesado Salvatore Mancuso y otros. Bogotá, 31 de octubre de 2014, párr. 133.
383. 'El Mexicano', quien también era aliado inicial del esmeraldero Gilberto Molina, fue un puente entre mafias de esmeralderos, donde se encontraban Víctor Carranza y Puerto Boyacá. Según la Fiscalía, para esos años «ya tenía estructuras de autodefensa (contraguerrilla), de defensa privada (cuidado de propiedades) y de seguridad privada al servicio del narcotráfico (que cuidaban laboratorios y caminos para salida del narcótico)». Tribunal Superior de Bogotá, Sala Justicia y Paz. Sentencia. Ramón María Isaza Arango y Otros. 2014, pág. 214.
384. CNMH. El Estado Suplantado. Las autodefensas de Puerto Boyacá. Bogotá: 2019b, pág. 133.
385. El primer grupo de paramilitares que saldría de Puerto Boyacá estaba conformado por 23 hombres, que a inicios de 1986 fueron enviados a Monterrey (Casanare), y posteriormente trasladados a Meta y Putumayo. Para este mismo año, otro grupo fue enviado a San Martín y Vista Hermosa (Meta). CNMH. El Estado Suplantado. Las autodefensas de Puerto Boyacá. Bogotá: 2019b, pág. 136.
386. Según los registros de la DEA desclasificados por el National Security Archive (NSA), Henry Pérez, junto con Ariel Otero, mediante el Grupo Élite de la Policía Nacional, había tenido acercamientos con la DEA, desde principios de 1991, a través del suministro de información contra el Cartel de Medellín. DEA, Drug Enforcement Administration. «19920204». Informe, National Security Archive. 1993.
387. Entrevista 001-VI-00044. Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.
388. Entrevista 185-PR-00771. Exintegrante Bloque Centauros.
389. Entrevista 185-PR-00771. Actor armado, hombre, Bloque Centauros AUC.
390. Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Sentencia Indalecio José Sánchez Jaramillo. Rad. 11001-60-00 253-2006 80536. 23 de mayo de 2017, párr. 306.
391. Fiscalía General de la Nación. «Tribunal Superior de Justicia y Paz de Medellín excluyó a alias Gordolindo». Boletín 3994. 17 de septiembre de 2013.
392. Tribunal Superior de Medellín. Sala de Justicia y Paz. Radicado 110016000253-2006-82611. 09 de diciembre de 2014, pág. 142.
393. Acuerdo de Santa Fe de Ralito para contribuir a la paz de Colombia firmado entre el Gobierno Nacional y las Autodefensas Unidas de Colombia. 15 de julio de 2003.
https://peacemaker.un.org/sites/peacemaker.un.org/files/CO_030715_Acuerdo %20de %20Santa %%20 de %20Ralito.pdf
394. Comisión de la Verdad. Consultoría «Tránsitos Intergrupales de combatientes en el conflicto armado». Luisa Fernanda Reyes Quesada. 31 de agosto de 2021.
395. El Colombiano. «Las Águilas Negras amenazaron a los magistrados de la Corte que votaron a favor del aborto», 8 de marzo de 2022; El Tiempo. «Águilas Negras estarían detrás de amenazas a jóvenes de Facatativá». 9 de junio de 2021; WRadio. «Águilas negras amenazan a líderes indígenas y organizaciones sociales del Cauca». 9 de marzo de 2022; El Heraldo. «“Deje de contar lo que no debe”: la amenaza de las 'Águilas Negras' a Mancuso». 9 de septiembre de 2021; Natalio Cosoy. «¿Qué o quiénes son las temidas Águilas Negras y por qué las autoridades en Colombia dicen que no existen?». BBC. 17 de abril de 2017.
396. Esta unidad fue creada con el objetivo de «superar la dispersión de las investigaciones penales» y ante la «debilidad institucional para enfrentar el crimen organizado» y «hacer frente a las demandas de la Comunidad Internacional en materia de la lucha contra la impunidad». Alejandro Ramelli Arteaga. «La nueva Unidad Nacional de Análisis y Contextos UNAC». 4° Conferencia internacional sobre análisis y persecución penal.
397. Esta unidad fue creada en el 2017 con el objetivo de desmantelar los grupos armados existentes, entre ellos los grupos paramilitares; sin embargo, ha tenido profundas críticas desde diversos sectores y ha sufrido múltiples cambios de dirección. Según la Jurisdicción Especial para la Paz «resulta que es bajo el grado de avances en relación con el desmantelamiento de organizaciones criminales. Asimismo, en la actualidad aún no existen los Lineamientos y el Plan de Acción de la Política pública y criminal en materia de desmantelamiento de las organizaciones o conductas criminales que debían haberse adoptado hace 2 años [...] aunque haya esfuerzos realizados por la UEI [Unidad Especial de Investigación], estos no se ejecutan en el marco de una política para el desmantelamiento de las organizaciones criminales, que haría más efectiva las acciones pues dependerían del trabajo articulado de varias organizaciones». Jurisdicción Especial para la Paz. Sección de Ausencia de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad. «Ordena medidas en el trámite de oficio de MC de protección de comparecientes forzosos ante la JEP». Expediente 2020340161400008E. 26 de febrero de 2021.
398. Este total de víctimas corresponde a las modalidades de: asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, masacres, violencia sexual, secuestro y reclutamiento de menores. La cifra solo tiene en cuenta las víctimas para las cuales se tiene identificado el responsable y el año de ocurrencia, y excluye víctimas de agentes extranjeros, bandoleros, milicias, acciones conjuntas entre grupos insurgentes, contrainsurgentes y Fuerzas Militares y civiles.
399. Base de datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica.
400. Ibíd.
401. «Lo que nosotros buscábamos era crear terror. Seguíamos las orientaciones de Carlos Castaño de actuar como una fuerza irregular. La población civil le empezó a tener terror a las autodefensas, abandonaba sus casas y salían aterrorizadas a las cabeceras municipales; y así comenzamos a ganar espacio en sitios que antes habían estado bajo control de las FARC. Esto se logró infundiendo terror en la población civil, porque considerábamos que esta constituía la base de apoyo a la guerrilla. Actuábamos a veces con información, pero otras con muy poca, y así lográbamos sacar a la gente» Entrevista a Alexander González Urbina, exparamilitar de las ACC. En: Miguel Ángel Beltrán Villegas, «Paramilitares: Buscábamos Crear Terror.» En La vorágine del conflicto colombiano: Una mirada desde las cárceles. CLACSO, 2018, págs. 73-94.
402. Entrevista a Hébert Veloza García, Audiencia de Control de Legalidad de los Cargos del postulado Jesús Ignacio Roldán Pérez, 7 de febrero de 2014, segunda sesión. Citado en: Tribunal Superior de Medellín. Sala Justicia y Paz. Postulado Jesús Ignacio Roldán Pérez. Radicado: 110016000253-2006-82611. 9 de diciembre de 2014, pág. 245.
403. Estas instalaciones y los eventos de capacitación que se hacían llegaron a ser tan notorios que desde el Urabá enviaban jóvenes de las familias de empresarios a «paseos» para recorrerlas, entre los que estuvo Raúl Hasbún Mendoza, quien luego comandó estructuras de las AUC bajo el alias de 'Pedro Bonito'. Verdad Abierta. «Los inéditos viajes de hijos de bananeros de Urabá a campamentos de Henry Pérez». Verdad Abierta. 1 de febrero de 2015. Centro Nacional de Memoria Histórica. El Estado suplantado, las autodefensas de Puerto Boyacá. Bogotá: CNMH, 2019, pág. 214.
404. Entrevista 240-AA-00001. Antiguo líder de escuelas de entrenamiento paramilitar en Magdalena Medio.
405. Tribunal Superior de Medellín. Sala Justicia y Paz. Postulado Jesús Ignacio Roldán Pérez. Radicado: 110016000253-2006-82611. 9 de diciembre de 2014, pág. 254.
406. Entrevista 442-VI-00001. Asesor de paz del gobierno.
407. Estos mapas muestran los municipios del país que sufrieron al menos dos acciones violentas como homicidios, masacres, violaciones, desapariciones y atentados en las cuales el responsable reportado fue una de las estructuras de las AUC. No muestran los municipios en que lograron una presencia consolidada, sino exclusivamente en los que desarrollaron acciones violentas.
408. «Empecé a decirles a los muchachos: “Vea, muchachos, ustedes no van a ser comandantes. Ninguno de ustedes se va a llamar comandante. Nosotros lo que necesitamos es una cercanía con la comunidad, entoes no nos llamamos comandantes. Primero que todo, ustedes, en su manual de función, está lo siguiente: '[...] Ustedes tienen que ser muchachos, primero, bien presentados'. Toes, si ustedes... no quiero muchachos de pelo largo, no quiero muchachos que estén mal vestidos. [...] Ninguno de ustedes va a portar armamento. Les queda totalmente prohibido el porte de armas. Lo único que ustedes van a portar es un radio de comunicaciones”. ¿Por qué lo hice de esa manera? Porque fue un lineamiento del comandante Alemán, y segundo, porque en la zona de Córdoba, Antioquia, que eran municipios ya liberados de guerrilla, no se necesitaba que estos muchachos estuvieran armados». CNMH. Transcripción de la entrevista a alias Juan Diego (secretario de Carlos Castaño y comandante del Elmer Cárdenas). 2016.
409. Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Sentencia. Magistrada ponente Uldi Teresa Jiménez López, Condenado Fredy Rendón Herrera. Bogotá, 16 de diciembre de 2012, pág. 220.
410. Artículo de Dejusticia. «Por fin entendí el iceberg de la parapolítica». 2010. https://www.dejusticia.org/por- fin-entendi-el-iceberg-de-la-parapolitica/, donde Claudia López explica los resultados de la investigación sobre parapolítica en el libro de: Corporación Nuevo Arcoiris, Dejusticia, Grupo Método y MOE. Y refundaron la patria... de cómo mafiosos y políticos reconfiguraron el Estado colombiano. Bogotá: Penguin Random House Grupo Editorial, 2012.
411. Entrevista 185-PR-00608 (exmilitar que denunció relaciones entre militares y paramilitares).
412. Periódico 15. «“Lo que Hugo H. Aguilar nunca calculó es que Julio César Prieto no es pendejo”, dice el excomandante del Batallón de San Vicente de Chucurí (Santander)». 27 de febrero de 2018.
413. Entrevista 346-AA-00001. Excomandante financiero de varios bloques de las AUC.
414. Entrevista 084-PR-00429. Exmilitar encargado de la articulación con grupos paramilitares.
415. Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso de la Masacre de La Rochela vs. Colombia. Sentencia del 11 de mayo de 2007 (Fondo, Reparaciones y Costas).
416. Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso de las Masacres de Ituango vs. Colombia. Sentencia del 26 de mayo de 2010.
417. Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso de las Masacres de Ituango vs. Colombia. Sentencia del 1 de julio 2006.
418. Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso de la Masacre de Mapiripán vs. Colombia. Sentencia del 15 septiembre de 2005.
419. Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso de las Comunidades Afrodescendientes desplazadas de la cuenca del río Cacarica (Operación Génesis) vs. Colombia. Sentencia del 20 de noviembre de 2013 (Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas).
420. Entrevista: 224-VI-00070. Mujer habitante del área, víctima.
421. Entrevista 185-PR-00206. Exoficial del Ejército responsable de una de las unidades del territorio.
422. Entrevista 274-CO-00694. Poblador de la zona de la Trocha Ganadera.
423. Álvaro Lobo Pacheco, Gerson Javier Rodríguez Quintero, Israel Pundor Quintero, Ángel María Barrera Sánchez, Antonio Flórez Contreras, Víctor Manuel Ayala Sánchez, Alirio Chaparro Murillo, Álvaro Camargo, Gilberto Ortiz Sarmiento, Reinaldo Corzo Vargas, Luis Hernando Jáuregui Jaimes, Luis Domingo Sauza Suárez, Juan Alberto Montero Fuentes, José Ferney Fernández Díaz, Rubén Emilio Pineda Bedoya, Carlos Arturo Riátiga Carvajal, Juan Bautista, Alberto Gómez (posiblemente de segundo apellido Ramírez) y Huber Pérez (posiblemente de segundo apellido Castaño).
424. Por violación a la libertad personal, a la integridad personal y al derecho a la vida (artículos 7, 5 y 4 de la Convención Americana de Derechos Humanos). «Esta Corte tuvo por probado (supra párr. 86.b) que miembros de la fuerza pública apoyaron a los “paramilitares” en los actos que antecedieron a la detención de las presuntas víctimas y en la comisión de los delitos en perjuicio de éstas. Ha quedado demostrado (supra párr. 85.b) que los altos mandos militares y “paramilitares” creían que las primeras 17 presuntas víctimas vendían armas y mercancías a los grupos guerrilleros de la zona del Magdalena Medio. Esta supuesta relación con los guerrilleros y el hecho de que estos comerciantes no pagaban los “impuestos” que cobraba el referido grupo “paramilitar” por transitar con mercancías en esa región, llevaron a la “cúpula” del grupo “paramilitar” a realizar una reunión, en la cual se tomó la decisión de matar a los comerciantes y apropiarse de sus mercancías y vehículos. Ha quedado también demostrado (supra párr. 85.b) que esta reunión se realizó con la aquiescencia de algunos militares, ya que éstos estaban de acuerdo con dicho plan. Inclusive hay elementos probatorios que indican que en dicha reunión participaron algunos militares». Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso 19 comerciantes vs. Colombia. Sentencia del 5 de julio de 2004, pág. 76. https://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec109esp.pdf.
425. Entrevista 001-VI- 0028. Exilio en Europa.
426. Estos nexos han sido documentados por la Comisión de la Verdad en el caso sobre el entramado paramilitar en el Magdalena Medio.
427. Fue asesinado en 1991 por las revelaciones que hizo sobre la participación del Ejército en las masacres de Segovia, Honduras y La Negra.
428. Rodrigo Pérez Alzate, alias Julián Bolívar, en Entrevista 240-AA-00006 (entrevista colectiva con excomandantes del Bloque Central Bolívar).
429. Entrevista 185-PR-00206. Integrante de la fuerza pública que tuvo participación directa en incursiones paramilitares).
430. Entrevista 142-PR-03259. Exparamilitar de las ACC.
431. Entrevista 185-PR-00771. Exparamilitar de Bloque Centauros.
432. Entrevista 185-PR-00206. Integrante de la fuerza pública que tuvo participación directa en incursiones paramilitares.
433. Entrevista 240-AA-00013. Excomandante en el BCB.
434. Entrevista 084-PR-00429. Exmilitar encargado de la articulación con grupos paramilitares.
435. Tribunal Superior de Distrito Judicial de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Sentencia de 31 de octubre de 2014, Postulados: Salvatore Mancuso Gómez y otros, Radicado No. 11001600253200680008 N.I. 1821, párr. 315.
436. En 2005 fue nombrado subdirector del DAS.
437. José Miguel Narváez Martínez en su testimonio ante la Comisión de la Verdad negó esta información.
438. Versión libre de Salvatore Mancuso Gómez, de febrero 2009, ante Justicia y Paz; Versión libre de Jorge Iván Laverde, de 17 de junio de 2008, ante Justicia y Paz.
439. Declaración rendida por Freddy Rendón Herrera, el 11 de agosto de 2009, ante la Unidad Nacional de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la Nación.
440. Comisión de la Verdad. Contribución a la verdad y reconocimiento de responsabilidades: Salvatore Mancuso y Rodrigo Londoño. 04 de agosto. Transmitido por YouTube. 2021.
441. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal. Acta aprobada n.° 84. Sentencia contra el exsenador Álvaro Araújo Castro, 18 de marzo de 2010, pág. 108.
442. Refiriéndose a los comicios legislativos del 2006.
443. Vicente Castaño. «Habla Vicente Castaño». Semana.. 4 de junio de 2005. https://www.semana.com/portada/articulo/habla-vicente-castano/72964-3/
444. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal. Sentencia. Procesados Jesús María Imbeth y otros. Bogotá, 12 de enero de 2012, pág. 3. Resaltado propio.
445. Por nombrar algunos, hospitales como el José Prudencio Padilla, de Barranquilla; el Materno Infantil, de Soledad (Atlántico), y el Central Julio Méndez Barreneche, de Santa Marta, fueron parte del botín al que se hizo el Bloque Norte.
446. Supersalud. Comunicado de prensa «Supersalud ordena liquidación de la EPS indígena Manexka». 28 de marzo de 2017. https://www.supersalud.gov.co/es-co/Noticias/listanoticias/supersalud-ordena-liquidacion-de- la-eps-indigena-manexka
447. «El Bloque Elmer Cárdenas igualmente creó y canalizó a través de la institución sin ánimo de lucro Asociación Comunitaria del Norte de Urabá y Occidente Cordobés (Asocomún), recursos y personal con el fin de intervenir en la vida política y social de la región del Urabá». Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Sentencia. Magistrada ponente Uldi Teresa Jiménez López, Condenado Fredy Rendón Herrera. Bogotá, 16 de diciembre de 2012, pág. 217.
448. Un exrector refiriéndose al que también fuera rector de la Universidad, Claudio Sánchez: «Claudio era de la organización, Claudio era AUC cien por ciento [...] Claudio sí era de la organización y era también como de una relación como familiar, de la familia de Mancuso y la familia de él». Entrevista 331-PR-02869 (hombre, docente, exrector Universidad de Córdoba).
449. Entrevista 142-PR-02479 (exsenador/procesado).
450. Este pacto fue diferente a los Acuerdos de Ralito, que fueron los acuerdos del proceso de desmovilización de las AUC.
451. Francisco Gutiérrez-Sanín. Clientelistic Warfare: Paramilitaries and the State in Colombia (1982-2007). Oxford: Peter Lang, 2019, pág. 273.
452. Los partidos de los imputados fueron: Partido Conservador, Partido Liberal Colombiano, Cambio Radical, Colombia Democrática, Convergencia Popular Cívica, Movimiento de Inclusión y Oportunidades, Partido de la U, Movimiento Integración Popular, Movimiento Renovador de Acción Social, Alas - Equipo Colombia, Convergencia Ciudadana y Movimiento Político por la Seguridad Social. Consultoría interna sobre parapolítica. Juan Diego Restrepo E. «Partidos políticos y paramilitarismo: “el Estado de autodefensa”».
453. Partido Conservador, Partido Liberal Colombiano, Cambio Radical, Colombia Democrática, Convergencia Popular Cívica, Movimiento de Inclusión y Oportunidades, Partido de la U, Movimiento Integración Popular, Movimiento Renovador de Acción Social, Alas - Equipo Colombia, Convergencia Ciudadana y Movimiento Político por la Seguridad Social. Comisión de la Verdad. Consultoría Juan Diego Restrepo E. «Partidos políticos y paramilitarismo: “el Estado de Autodefensa”», pág. 16.
454. Informe 365-CI-01914. Fiscalía General de la Nación. Informe sobre financiadores, colaboradores y socios del paramilitarismo en Antioquia, Córdoba y Chocó. Tomo I: Surgimiento, expansión, auge y desmovilización del paramilitarismo en Antioquia, Córdoba y Chocó. Informe inédito de uso interno. 2017, párr. 127.
455. Entrevista 001-VI-00044. Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.
456. Entrevista 185-PR-00771. Exintegrante Bloque Centauros.
457. Los paramilitares de múltiples rangos eran conscientes de que las alianzas eran parte de su accionar. La expresión «pedaleros» de la guerra, por ejemplo, era usada por Rodrigo Mauricio García, alias Doblecero, para referirse a las personas que hacían parte de las alianzas con el paramilitarismo, hacía referencia a una multiplicidad de actores que estaban detrás del grupo armado y que tenían intereses en que la guerra se diera y se expandiera. Actores que, en su expresión, hacían girar los pedales que movían el conflicto.
458. Base de datos Corporate Accountability and Transitional Justice-Colombia, febrero de 2018, citado en DeJusticia. «Cuentas Claras: El papel de la Comisión de la Verdad en la develación de la responsabilidad de empresas en el conflicto armado colombiano». 13 de febrero de 2018.
https://www.dejusticia.org/publication/cuentas-claras-empresas/
459. De un registro de 9.615 solicitudes de restitución, 3.000, equivalentes al 31 % del total de casos analizados, tuvieron oposición, y de estos tan solo 317 (10 % de los casos con oposición) acreditaron su «buena fe exenta de culpa», según base de datos de restitución de tierras aportada a la Comisión por la Fundación Forjando Futuros.
460. Procuraduría Delegada para el Ministerio Público en Asuntos penales. «Foro 10 años de la Ley de Víctimas ¿Qué nos hace falta?». 25 de febrero de 2022. https://www.youtube.com/watch?v=Nrz7HUCK5NY
461. Raúl Emilio Hasbún Mendoza, alias Pedro Bonito, excomandante paramilitar. «El hombre que fue el cerebro de la paraeconomía». Semana. 30 de marzo de 2012.
462. Comisión de la Verdad. «La verdad del pueblo negro, afrocolombiano, palenquero y raizal». Transmitido el 11 de diciembre del 2020 por YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=CpkLuBhZlhk. 02:46:40.
463. Informe 365-CI-01914. Fiscalía General de la Nación. Informe sobre financiadores, colaboradores y socios del paramilitarismo en Antioquia, Córdoba y Chocó. Tomo III: La participación de terceros financiadores, colaboradores y socios no estatales de los grupos paramilitares en Antioquia, Córdoba y Chocó. Informe inédito de uso interno. 2017, párr. 214.
464. Ibíd., párr. 209.
465. Entrevista 185-PR-00771. Actor armado, hombre, Bloque Centauros AUC.
466. Ibíd.
467. Entrevista 240-AA-00003(39961). Exparamilitar del Bloque Central Bolívar.
468. Entrevista 346-AA-00001. Excomandante financiero de varios bloques de las AUC.
469. Comisión de la Verdad. Entrevista 001-VI-00069 (Exfuncionario judicial en el exilio). Entrevista realizada el 20 de marzo 2021.
470. Comisión de la Verdad. Entrevista 001-VI-00040. Exfuncionaria pública en el exilio. 20 de enero 2020.
471. En la sentencia del Bloque Catatumbo se le compulsa una copia a la Fiscalía para que investigue al fiscal Osorio. Así mismo, Jorge Iván Laverde lo nombra en Tribunal Superior de Bogotá (Sentencia Bloque Catatumbo. Radicado 11001600253200680008. 31 de octubre. 2014. Pp. 221).
472. Centro Internacional de Toledo para la paz (CITpax). La verdad en las sentencias de Justicia y Paz, un estudio cuantitativo sobre los hechos, sus principales narradores y las redes de apoyo develadas. Bogotá: Universidad Javeriana, 2018.
473. Fiscalía General de la Nación. «Fiscalía concluye estudio sobre terceros civiles vinculados al conflicto armado». Boletín 27004. 23 de mayo de 2019. https://www.fiscalia.gov.co/colombia/noticias/fiscalia-concluye- estudio-sobre-terceros-civiles-vinculados-al-conflicto-armado/
474. José Salomón Strusberg en: Procuraduría General de la Nación. «Encuentro nacional de procuradoras y procuradores judiciales penales. Mesa 04. “10 de años de la Ley de Víctimas ¿qué nos falta?”». 2022.
475. Otra fuente resaltó que «La impunidad es alta y también se atribuye a que es tanto el volumen de situaciones y casos que la Fiscalía General de la Nación se queda corta para poder lograr una identificación plena de lo sucedido, y esta gente se oculta detrás de las amenazas y la coacción. Además, que se asuma o no que estas empresas actuaron bajo coacción depende también de los fiscales; si [se trata de] un fiscal acucioso, buscará bajo todos los medios lograr las pruebas para poder vincularlos y poder terminar su proceso de manera correcta; hay otros fiscales que, por el volumen de su trabajo o por sus posturas personales, no logran hacer esa profundización y simplemente las investigaciones se caen». Citado en: Laura Sofía Celis Irurita. «Justicia y Paz: ¿un círculo de impunidad?». Directo Bogotá. 6 de marzo de 2021.
476. Entrevista 240-AA-00005 (Iván Roberto Duque, excomandante del BCB bajo el alias Ernesto Báez).
477. Procuraduría General de la Nación. Informe de la Procuraduría General de la Nación sobre el MAS: Lista de integrantes y la conexión MAS-militares. 1983.
478. Los resultados serían parcialmente publicados en la prensa nacional (El Espectador y El Tiempo, ediciones del 20 de febrero de 1983) y en el Informe de la Procuraduría General de la Nación sobre el MAS de febrero de 1983 (reproducido en Oficina del Alto Comisionado para la Paz - Presidencia de la República de Colombia, El proceso de paz en Colombia 1982-1994, pág. 514).
479. El comunicado sería reproducido en El Tiempo, 24 de febrero de 1983, 6-A.
480. Anales del Congreso. De la sesión ordinaria del miércoles 19 de octubre de 1988. Año XXXI- N.° 150. Bogotá, jueves 3 de noviembre de 1988, pág. 47. Otra pregunta en el marco del debate del congreso fue: «“¿Cuántos combates entre esos 148 [sic] 'grupos paramilitares' y las Fuerzas Armadas se han registrado?” A esto se respondió que “A partir de agosto de 1986 se han llevado a cabo por parte de las Fuerzas Armadas aproximadamente 39 combates con antisociales (conocidos comúnmente como sicarios) que bien pueden ser integrantes de alguno de los 138 grupos a que se refiere la primera pregunta; además de la gran cantidad de operaciones de captura con los resultados citados en la respuesta anterior”».
481. Aproximadamente ocho páginas con amenazas de las AUC contra miembros de la Fiscalía.
482. Amelia Pérez Parra, exfiscal de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía. 002-VI-00040.
483. La decisión de allanamiento del lugar se llevó a cabo sin el pleno conocimiento de la importancia de esa oficina. El allanamiento fue consecuencia de una incautación de alrededor de 150 uniformes de dotación militar que iban a ser entregados a un frente de las ACCU, allí los investigadores descubrieron que se habían enviado desde Medellín. Siguiendo las rutas de aquellos insumos encontraron que el lugar donde estaban siendo coordinadas era un parqueadero en el centro de la capital antioqueña, en la carrera 55 con 45A.
484. Entrevista 001-VI-00044 (exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia).
485. Informe sobre la declaración de Murillo Bejarano. Fiscalía General de la Nación, Dirección de Fiscalía Nacional Especializada de Justicia Transicional, Despacho 15, Medellín, 16 de abril de 2015. En: Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Consultoría interna: Juan Diego. Restrepo E. «Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá: surgimiento, transformación, consolidación y financiación 1994-1998». 2021, pág. 94.
486. Ibíd.
487. IPC & Corporación Jurídica Libertad. Informe Memoria de la impunidad en Antioquia: lo que la justicia no quiso ver frente al paramilitarismo. 2010, pág. 114.
488. Entrevista 001-VI-00044. Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.
489. Para más información, ver los casos que la Comisión de la Verdad ha construido sobre paramilitarismo: el caso sobre paramilitarismo en el Magdalena Medio, el de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, el de las AUC, etc.
490. Por ejemplo, Córdoba y Urabá tienen características en su historia que posibilitaron la aparición del paramilitarismo, como: 1) La expansión del modelo hacendario en los valles del Sinú y San Jorge desde comienzos del siglo XX; 2) la persistencia de conflictos agrarios no resueltos; 3) la contrainsurgencia del Estado y los sectores de poder de la región y, 4) la segunda ola de colonización en Córdoba desde los ochenta: el narcotráfico. Otro caso que ejemplifica esto, es el Magdalena Medio: la geografía (zona de frontera interna); los procesos de poblamiento (múltiples procesos de colonización y migraciones); el modelo económico (grandes haciendas y modelo económico excluyente, enclaves petroleros y economía extractivista); los conflictos sociales que se gestaron en la región, de manera endógena (violencia como forma de solución ante falta de respuesta institucional-estatal); y la militarización del territorio.
491. Para más información, ver el informe de la FIP, Colombia: un gran mercado de armas sin incentivos para reducirlo. Notas estratégicas n.° 18. Julio de 2020, pág. 10.
492. Para más información sobre la sistematicidad de este fenómeno de negación y la profundidad de la impunidad, véase el apartado de Impunidad.
493. Específicamente de excomandantes financieros o sociales del Bloque Central Bolívar (AUC) o las Autodefensas Campesinas del Casanare y posteriormente el Bloque Centauros de las AUC.
494. Para estudiar un caso más a fondo, ver estudios regionales a los órdenes sociales, como los que ha producido la Comisión con enfoques territoriales, o bibliografía como: Patricia Madariaga. Matan y matan y uno sigue ahí. Control paramilitar y vida cotidiana en un pueblo de Urabá. Bogotá: Uniandes, 2006.
495. Según el Mecanismo No Judicial de Contribución a la Verdad del Centro Nacional de Memoria Histórica, el 59 % de los exparamilitares entrevistados (9.021) manifestó haberse vinculado a un grupo paramilitar debido a factores exclusivamente económicos (Centro Nacional de Memoria Histórica. Análisis cuantitativo sobre el paramilitarismo en Colombia. Hallazgos del Mecanismo No Judicial de Contribución a la Verdad. Bogotá: CNMH, 2019, pág. 89-93). Dentro de esta categoría se encontraban factores como desempleo», «falta de trabajo» o «en los paramilitares pagaban mejor». Estas cifras se relacionan con otro de los factores por los cuales se indagó: «la percepción de las personas entrevistadas sobre su situación económica e ingresos antes de entrar a la estructura paramilitar». El 74,3 % de la muestra, es decir, 6.705 exparamilitares afirmaron que sus ingresos «no alcanzaban para solventar las necesidades del hogar antes de vincularse a la estructura paramilitar». Ibid. Pág. 41.
496. MAPP/OEA. «Vigésimo Informe Semestral del secretario general al Consejo Permanente sobre la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia de la Organización de los Estados Americanos». 30 de octubre de 2015, pág. 22.
497. Para realizar este texto se hicieron varias entrevistas colectivas e individuales con líderes de las marchas campesinas de 1996, con campesinos cultivadores de coca en departamentos como Córdoba, Nariño, Bolívar y víctimas de la política antidrogas y de la guerrilla en los Parques Nacionales durante el conflicto y que siguen siendo violentadas en el posacuerdo. Se hicieron unos ejercicios de escucha con organizaciones que representan a las mujeres en cárceles acusadas de tráfico de drogas, entrevistas con funcionarios públicos que han trabajado en el tema antinarcóticos, de desarrollo alternativo y del Plan Colombia-Plan Patriota-Plan Consolidación, así como con funcionarios y partícipes de la implementación de los acuerdos de paz. Se realizaron entrevistas colectivas e individuales a participantes de pueblos étnicos, en relación con las plantas sagradas y los mercados de la cocaína; se entrevistaron algunas personas de las Fuerzas Militares y policías que quisieron colaborar con su experiencia; pilotos, personas involucradas con el tráfico de cocaína; presos en los Estados Unidos por tráfico de drogas; extrabajadores o personas relacionadas con los carteles de cocaína en los años ochenta. También se hicieron entrevistas con actores extranjeros que formaron parte de estas políticas, con excombatientes y exparamilitares. Además, la Comisión recolectó testimonios de políticos, jueces, abogados, víctimas, protagonistas o críticos del narcotráfico, la política antidrogas y las economías de la cocaína. También se hizo una revisión documental de archivos -algunos inéditos en el país- como el Proyecto Colombia del National Security Archive, archivos del Ministerio de Defensa y de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, entrevistas a excombatientes de la Agencia de Reincorporación Nacional, actas de la Aerocivil, sentencias de Justicia y Paz-Sala de Casación Penal, actas del Consejo Nacional de Estupefacientes, actas del Consejo de Ministros, actas del Ministerio del Medio Ambiente, correos de Vicente Castaño y Salvatore Mancuso, casos de la Unidad de Inteligencia y Análisis Financiero (UIAF), archivos de la Dirección Federal de Seguridad (México), bases de datos del Observatorio de la Escuela de las Américas (SOWA), School of Americas Watch y los tomos del Informe Génesis del Ministerio de Defensa.
498. Entrevista 442-PR-03356. Experto, político.
499. Un análisis somero se hace en Ocampo. En la última historia económica de Colombia de Kalmanovitz se hace alusión al narcotráfico y la agricultura colombiana. El país aún carece de un análisis sobre la historia financiera o del desarrollo económico o de una historia económica del país y de las economías de la marihuana; entre otras razones, por la dificultad para tener estadísticas confiables, dada la ilegalización de esta actividad (Ocampo, Historia económica de Colombia).
500. En 2021, la Organización de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) reportó que 275 millones de personas en todo el mundo consumieron drogas el año anterior, lo que significa un aumento del 22 %, cuando la población mundial creció solo un 10 %. También aumentó el número de personas con trastornos por consumo de drogas, el cual pasó de 27 a 36 millones. Solo una de cada ocho personas con este tipo de trastornos recibe ayuda profesional. En cuanto a los cultivos de coca, estos han disminuido, si bien el volumen de fabricación mundial de cocaína se duplicó entre 2014 y 2019. Además, los últimos informes muestran que la productividad en el negocio de la cocaína aumentó (UNODC, Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SimciI), Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos, 13 y 14.
501. Uprimny, Las transformaciones de la administración de justicia en Colombia.
502. Al año siguiente se publicó el Informe de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia y en 2010, investigaciones que mostraron los beneficios de la descriminalización de la posesión personal de todas las drogas en Portugal, llevada a cabo desde 2001.
503. Steiner (1999) dedujo que esta cifra giró en torno al 3-4 %, Mejía y Rico (2010) establecen que en 2008 el valor de la base de coca era del 0,35 % y el de la cocaína, del de 0,7 % como proporción del PIB; en total, todo el mercado equivalía al 2,3 % del PIB. A través del análisis de las utilidades repatriables, Rocha calculó que en promedio, entre 1999 y 2004, los ingresos del narcotráfico representaron el 1,8 % del PIB y, entre 2005 y 2010, el 0,2 %. Montenegro (2021) calculó que su aporte al PIB alcanzaría el 1,88 % del total en 2018, dos veces el del café. Entre 2011 y 2014 representó un promedio del 0,42 % del PIB total. En 2017 subió a 0,88 % y en 2018 al 1,06 %.
504. Estos datos provienen de la información compilada para todos los países del Banco Mundial, disponible en: https://datos.bancomundial.org. La industria representó en 1989 el 36,9 % del PIB y cayó en menos de una década al 26,4 %. Después de recuperarse en el 2012 con un 33,4 %, en el 2020 cayó a un 23,9 %, la más baja en la historia.
505. La Comisión de la Verdad conversó con expertos en esta medición y pidió información a instituciones oficiales sobre sus datos como la UIAF pero no encontró que el gobierno colombiano tuviera una cifra oficial sobre la cual pudiera dirigir la política pública.
506. UNODC, 2020, pg. 21.
507. Simci UNODC, 2020.
508. El marco normativo vigente son la Ley 30 de 1986, el Decreto 3788 de 1986, 2272 de 1991, 2150 de 1995, 2530 de 2009, 3990 de 2010, Decreto Ley 19 de 2012, la Circular Única 050 de 2012, Decreto 0925 de 2013 y Resolución 0001 de 2015. La mayoría regula el certificado de carencia de tráfico de estupefacientes, controla licencias de importación y trámites de venta (CIENA- Policía Nacional, 2017, pg. 4).
509. Estudios en Colombia señalan que el 20 % de la población carcelaria (24 mil personas aproximadamente) lo está por delitos de drogas. Hay un consenso entre instituciones del Estado e independientes de América Latina y Colombia sobre el impacto negativo del encarcelamiento por delito de drogas en familias pobres y mujeres, expresado, por ejemplo, en la «feminización del encarcelamiento». «En Colombia, a mayo de 2016, de acuerdo con datos del Inpec (2016), el 79,3 % de las personas privadas de la libertad no había concluido su educación media y apenas el 42 % había cursado la primaria. Cabe señalar que, en 2013, los niveles de pobreza para el caso de familias cuyo jefe de hogar tenía máximo educación primaria o secundaria eran del 41,9 y el 27 %, respectivamente (DANE, 2013, 14), lo que sugiere que muchas de estas personas provienen de familias pobres».
Múltiples instituciones oficiales o independientes han llegado a un consenso sobre la irracionalidad de las penas y el impacto del encarcelamiento por delitos de drogas en Colombia y América Latina (Uprimny, et al., Penas alucinantes, CICAD/OEA, Informe técnico sobre alternativas al encarcelamiento para delitos relacionados con las drogas; CEED,Castigos Irracionales.
510. Entrevista 001-VI-00037. Hombre, víctima, juez. La desprotección de jueces y juezas ha sido también materia de análisis en Cerosetenta (Uniandes).
511. Las investigaciones de la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Crimen (UNODC) sugieren que la «tasa de intercepción» de los esfuerzos anti-lavado a nivel global es baja. Globalmente, menos del 1 % del dinero que procede del crimen lavado a través del sistema financiero es incautado o congelado.
512. Al analizar la base de datos sobre sanciones administrativas impuestas por la Superintendencia Financiera en el periodo 1995-2020, se puede apreciar que algunas organizaciones han incurrido en comportamientos merecedores de subvenciones en reiteradas ocasiones. Particularmente, ocho de estas (Skandia, Allianz, Dann Financiera, Alianza Fiduciaria, Bickentach S. A., VML S. A., Fiduciaria Colmena y Corficolombia) han recibido sanciones por parte de la Superintendencia Financiera en más de una ocasión. La reiteración de estos comportamientos nocivos para los sistemas financieros pone en cuestión la efectividad de las sanciones impuestas por la Superintendencia. Vale la pena preguntarse si, tratándose de una multa monetaria, estas empresas podrían incluir dichas sanciones como un costo asociado a sus comportamientos, que bien puede ser tenido en cuenta en un análisis costo-beneficio para evaluar la viabilidad de operar de forma irregular en los mercados. Requerimiento realizado por el equipo Narcotráfico a la Superintendencia Financiera. Número de Radicación 20200095771-003-000. 2020-05-19.
513. En 2014, entre enero de 2007 y diciembre de 2013, fueron reportadas a la entidad 816.690 operaciones notariales sospechosas de lavado de activos, que registraban un valor de 416 billones de pesos.
514. UIAF, Riesgo de lavado de activos y financiación. Terrorismo en el sector notariado, 2.
515. UIAF, Riesgo de lavado de activos y financiación del terrorismo en el sector inmobiliario.
516. Corporación Claretiana Norman Bello, Tierra y despojo en los Llanos.
517. UIAF, casos 3876 y 9257.
518. UIAF, casos 9412, 8747, 3032 y 9451.
519. UIAF, casos 8781 y 9187.
520. El punto 4 de los acuerdos de paz es la «Solución al problema de las drogas» y se divide en tres partes. La primera trata sobre la manera de resolver el tema de los cultivos de coca, la segunda sobre el consumo y la tercera sobre cómo atacar a las organizaciones que más se lucran de esta actividad.
521. La expansión de la coca en territorios de agricultura consolidada se dio en un contexto particular de deterioro de las exportaciones de café y agropecuarias desde 1986, la caída de las hectáreas de cultivos transitorios como algodón, arroz, trigo, cebada, soya, sorgo y hortalizas en el periodo de la apertura económica y el aumento del banano de exportación, la caña de azúcar, la palma africana y los frutales que afectó críticamente la estructura agrícola del país y destruyó empleos agrícolas (Ocampo, 321-323). Esto también coincide con las entrevistas a campesinos que reconocen el fin de sus cultivos legales por falta de mercado y la llegada de la coca. Entrevista (hombre, líder social, Nariño).
522. «Entre 1960 y 1984, los poseedores de predios de menos de 20 hectáreas representaron entre el 84 % y el 87 % del total de propietarios rurales, pero solo poseían entre un 16 % y un 18 % de la tierra. Por el contrario, el 3-4 % de los propietarios con más de 100 concentraban entre el 55 % y el 60 % de la propiedad rural» (Ocampo, Historia económica de Colombia).
523. Entrevista 433-VI-00004. Campesino y negociador durante las marchas cocaleras de 1996.
524. Entrevista 433-PR-03218. Campesino habitante de Llorente, Nariño.
525. Entrevista 433-VI-00004. Campesino y negociador durante las marchas cocaleras.
526. Entrevista 225-VI-00021. Víctima de secuestro, hombre, Nariño; entrevista 462-HV-00046. Víctima de desplazamiento, mujer, Mapiripán); entrevista 139-VI-00038. Víctima de desplazamiento, mujer, Puerto Asís.
527. Entrevista 240-AA-00015. Excombatiente grupo paramilitar, hombre.
528. Entrevista colectiva 433-CO-00273. Campesina, hija de líder de las marchas cocaleras.
529. Los corredores identificados son: 1) corredor Sierra Nevada y serranía del Perijá, Guajira (conexión con el mar Caribe, departamentos de La Guajira, Cesar y Magdalena); 2) corredor Serranía de San Jacinto (conexión con el Caribe, departamentos de Bolívar y Sucre); 3) corredor Nudo de Paramillo (conexión con el Golfo de Urabá, departamentos de Córdoba y Antioquia); 4) corredor de Serranía del Darién (conexión con Centroamérica, municipios del norte del Chocó); 5) corredor Costa Pacífica chocoana (conexión con el océano Pacífico (municipios de Chocó: Juradó, Bahía Solano y Nuquí); 6) corredor cordillera Occidental y Serranía del Baudó (conexión con el Pacífico, departamentos de Valle del Cauca, Risaralda y Chocó); 7) corredor norte del Cauca (conexión con el Pacífico, municipios del norte del Cauca); 8) corredor cordillera Central y cañón de Las Hermosas (departamentos de Tolima, Huila, Cauca y Valle del Cauca); y 9) corredor sur del Cauca y norte de Nariño (conexión con el Pacífico, municipios del sur del Cauca y municipios del norte de Nariño).
530. Unodc, «Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2020». Consultado en: https://www.unodc.org/documents/crop-monitoring/Colombia/Colombia_Monitoreo_de_territorios_afectados_por_cultivos_ilicitos_2020.pdf.
531. 686-VI-00001, entrevista de 686. Entrevista a Líder Raizal; 686-VI-00004, entrevista de 686. Entrevista a Abogada/Escritora; 686-VI-00007, entrevista de 686. Líder Juventud Raizal; 686-VI-00011, entrevista de 686. Entrevista a Docente Universitaria.
532. Informe 1306-CI-02017, «Mar, guerra y violencia: el conflicto armado en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina».
533. UIAF, caso 9203 de 2017.
534. Modelo de regresión panel realizada por el equipo Narcotráfico con efectos fijos por municipios y año con información de UIAF, DANE, Ministerio de Defensa, ODC y Noche y Niebla. Juan Felipe Godoy y Eduard Martínez. Inteligencia financiera, economías ilícitas en Colombia y Conflicto Armado” Analítica SIM y Equipo Narcotráfico. ID 58-OI-6298eaee29e5207e167b2c7b.
535. Juan Felipe Godoy y Eduard Martínez. Inteligencia financiera, economías ilícitas en Colombia y Conflicto Armado, Analítica SIM y Equipo Narcotráfico. ID 58-OI-6298eaee29e5207e167b2c7b.
536. Godoy, Violencia en la producción de cocaína: laboratorios y grupos armados.
537. Un primer rastro de las redes, las élites y el tráfico de drogas ilegalizadas es el de los hermanos Herrán Olózaga en la década de los cincuenta. (Sáenz Rovner, Conexión Colombia,45-52. Para una historia de la legislación sobre el control de drogas en Colombia, véase López, Remedios nocivos).
538. Sáenz Rovner, Conexión Colombia, 46 y Britto, Marijuana Boom, 79.
539. Entrevista 090-VI-00011. Víctima, familiar o testigo, hijo de dirigente político de la costa Caribe asesinado; Atehortúa, El narcotráfico en Colombia. Pioneros y capos; Eddy et al., Las guerras de la cocaína; Castro Caycedo, Nuestra guerra ajena; Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz, Sentencia, Magistrado ponente Eduardo Castellanos Roso, Condenado José Gregorio Mangones Lugo y otro, pág. 677; Sáenz Rovner, Conexión Colombia, 89.
540. Mingueo. Acta de visita. University of California Press. Britto, Marijuana Boom, 161.
541. Fuente de Archivo Externa [ID Interno].
542. Fuente de Archivo Externa [ID Interno]. Procuraduría General de la Nación, «Informe al Gobierno 1982»; Fuente de Archivo Externa [ID Interno], Procuraduría General de la Nación, «Informe del Procurador General de Nación Dr. Guillermo González Charry al Congreso Nacional».
543. Report. Congreso de los Estados Unidos. «Committee on Foreign Relations United States Senate. Submmittee on Terrorism, Narcotics and International Operations. Drugs, Law enforcement and Foreign Policy». National Security Archive, 26.
544. A raíz de unas denuncias expuestas por el periódico El Bogotano que involucraban al más grande contrabandista del periodo. Congreso de la República, Anales del Congreso, año XVIII, n.o. 4, lunes 10 de marzo de 1975, 85.
545. Report. Central Intelligence Agency. Latin America. Regional and Political Analysis. «Colombia: Narcotics Meeting with President Lopez». 4 august 1977. Secret. Confidential, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.; Cable. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a Departamento de Estado (Washington). «Outlook for the remainder of the Lopez Administration». Noviembre de 1977. Confidential, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.; Cable, U. S. Embassy Bogota to State Department, «Held forth at some length concerning his stands on corruption, law and order, and narcotics trafficking and committed himself specifically to close collaboration and cooperation with the U.S. Narcotics' interdiction», Confidential, November 1977, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.; Report. Central Intelligence Agency. Latin America. Regional and Political Analysis. «Colombia: Narcotics Meeting with President Lopez», 4 august 1977. Secret. Confidential, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.
546. Cable. UN Mission Geneva a Departamento de Estado (Washington), «Discussions with Colombian narcotics officials», febrero 1978, Confidential, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.
547. Anales del Congreso, viernes 3 de agosto de 1984, 414.
548. Memorandum. De Stansfield Turner, Admiral, U.S. Navy, Director, CIA a Honorable Zbigniew Brezezinski, Asistente del Presidente para National Security Affairs, «Impact of the US Stand on Humans Rights», 11 de mayo de 1977. Desclasificado/Liberado. Colombia Documentation Project. National Security Archive, D. C.; Message Text. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a Departamento de Estado (Washington), «Falco-Bourne Visit-Narcotics Program», junio de 1977; Cable. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a Departamento de Estado (Washington), «Texto of presidential AIDE Memoire», febrero de 1978, Confidential, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.; Message Text. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a Departamento de Estado (Washington), «Meeting with President Lopez», junio de 1977, Desclasificado/Liberado. Colombia Documentation Project. National Security Archive, Washington D. C.; Message Text. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a Departamento de Estado (Washington), «Bourne- Flaco meeting with Minister of Justice and Attorney General», junio de 1977, Desclasificado/Liberado. Colombia Documentation Project. National Security Archive, Washington D. C.; Message Text. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a Departamento de Estado (Washington), «Human rights action plan for Colombia», junio de 1977, Desclasificado/Liberado. Colombia Documentation Project. National Security Archive, Washington D. C.; Message Text. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a DepartamentEstado (Washington), «Mrs. Carter's meeting with President Lopez», junio de 1977. Text Message. Departamento de Estado (Washington, D. C.) a Embajada de Estados Unidos en Colombia (Bogotá), «Colombia: Cocaine and the corruption issue», junio de 1977, Desclasificado/Liberado. Colombia Documentation Project. National Security Archive, Washington D. C.
549. «El hecho de que los traficantes tengan una enorme liquidez y se estén volviendo activos políticamente (el alcalde de Bogotá me dio su estimación de que la próxima legislatura tendrá al menos 10 diputados que estarán directamente en deuda con los traficantes) está asustando a muchos políticos tradicionales. Estoy convencido de que este factor y el potencial desafío a la autoridad de la élite gobernante tradicional son los elementos más importantes en la creciente preocupación con respecto al tráfico y la creciente cooperación que estamos recibiendo en su interdicción”. Cable. Embajada de Estados Unidos (Bogotá) a Departamento de Estado (Washington), «Held forth at some length concerning his stands on corruption, law and order, and narcotics trafficking and committed himself specifically to close collaboration and cooperation with the U.S. Narcotics' interdiction», noviembre de 1977, Confidential, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.
550. Anales del Congreso, viernes 3 de agosto de 1984, 413.
551. Sobre este tema véase el libro de Ernesto Samper Pizano Contribuciones a la Comisión de la Verdad. Cuellar Editores, Bogotá, 2022.
552. Jácome, «Política y narcotráfico en Colombia».
553. Caracol Radio, «Mancuso: “el 35 por ciento del Congreso fue elegido en zona de influencia de las AUC”».
554. Caso Parapolítica. Consultoría.
555. Entrevista 142-PR-00073. Mujer, actor armado, política.
556. Entrevista 001-VI-00044. Abogado.
557. Para profundizar en el caso de parapolítica, véase el documento particular realizado por la CEV.
558. Por ejemplo, Carlos Náder Simmonds fue congresista cordobés del Partido Liberal acusado y condenado en Estados Unidos por tráfico de drogas. Pagó cárcel en ese país por ese delito y después, durante la persecución a Pablo Escobar, se convirtió en un interlocutor. César Pérez fue congresista del Partido Liberal en Antioquia condenado por su responsabilidad en la Masacre de Segovia y fue acusado de ser financiador de esta.
559. El Parqueadero Padilla fue un parqueadero donde la Fiscalía y el CTI descubrieron el centro financiero de contabilidad de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). Oficina de Unicentro. Funpazcor era una ONG de Montería, dirigida por una hermana de Carlos Castaño, que era parte del entramado paramilitar. Profundizar en el hallazgo sobre paramilitarismo e impunidad.
560. Ver Caso Parqueadero Padilla en Anexo de casos.
561. Riesgo de lavado de activos y financiación del terrorismo en el sector notariado. Documentos UIAF. 2014.
562. Grupo Muerte a Secuestradores MAS.pdf ID 1003720-FS-2.
563. Asuntos Legales, «Corte Suprema dejó en firme condena del ex subdirector del DAS, José Miguel Narváez», consultado en: https://www.asuntoslegales.com.co/actualidad/corte-suprema-dejo-en-firme-condena-del-exsubdirector-del-das-jose-miguel-narvaez-3121582.
564. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencia Jorge Noguera. Consultado en:
https://cortesuprema.gov.co/corte/wp-content/uploads/2017/09/Sentencia-Jorge-Noguera-6-sep-2017.pdf.
565. Entrevista 229-AA-00001. Excombatiente del M-19, mujer.
566. Entrevista 345-VI-00007. Víctima, mujer.
567. Entrevista 417-VI-00002. Víctima, hombre; entrevista 402-PR-00871. Experto en temas de narcotráfico y política.
568. Casos UIAF 9250, 9759, 1474 y MTC 001-03-01.
569. Julio César Turbay inaugura el discurso del «narcotráfico como asunto de seguridad nacional» y desplega la primera gran operación antinarcóticos en el país: la Campaña de la Guajira, operación Dos Penínsulas o Fulminante. Por ello, fue considerado por los Estados Unidos como un comprometido con la tarea.
570. El gobierno colombiano no desaprovechó la oportunidad, pues no tenía muchas objeciones para hacer parte de «la guerra contra las drogas»; el ministro de Defensa -el general Vega- reportó que para «la guerra contra las drogas» en 1984 se recibieron 11 millones de dólares. Entre 1978 y 1984, de acuerdo con el general Vega, el gobierno recibió 22,5 millones de dólares en asistencia de los Estados Unidos para tropa aérea, entrenamiento y otras actividades antidrogas. Además, esperaba recibir 15,8 millones de dólares más de «asistencia bilateral» y préstamos de 24,4 millones que serían usados para mejorar las aeronaves (Cable. Ministers of Justice and Defense Speaks on anti-narcotics campaign. De la Embajada de los Estados Unidos en Bogotá al Departamento de Estado en Washington, 180435Z, septiembre de 1984).
571. Por ejemplo, ver las actas del Consejo Nacional de Estupefacientes del Ministerio de Justicia: Acta 2-4 de 2003 [1000380-FS-36]; Acta 1 de 2007 [1000384-FS-66]; Acta 1-4 de 2004 [ 1000381-FS-108]; Acta 8-10 de 2003; [1000380-FS-51]
572. El programa de familias Guardabosques es una iniciativa de desarrollo alternativo que el gobierno colombiano ha ejecutado desde el año 2003 en 121 municipios y que ha involucrado a 105.494 familias. Su principal objetivo se basa en que comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes abandonen voluntariamente sus cultivos de coca, amapola o marihuana y se comprometan a nunca insertarse en esta actividad a cambio de una remuneración por el cuidado de los ecosistemas.
573. En las actas del Consejo Nacional de Estupefacientes, el ministro de Justicia adujo: «La infraestructura carcelaria actual tiene una capacidad de 48 mil cupos y hay 64 mil internos. En desarrollo del programa de seguridad democrática, mensualmente se capturan mil personas; si la estadística se mantiene, al final del año tendremos 12 mil internos más y cuando termine el gobierno del presidente Uribe habrá 31 mil más» (Actas 14, 2004, 5, febrero de 2004).
574. Actas 1 2003, 27 de febrero de 2003, 12.
575. Por ejemplo, diez años después del asesinato de Pablo Escobar, en el 2003, se reportó la custodia de recursos entregados por Juan Carlos Ramírez Abadía, alias Chupeta, a título de indemnización por un monto en dos depósitos que alcanzaron la suma de US$2.929.531 de dólares a favor de la Nación. En ese mismo año, estaba por declararse la extinción de dominio de otro monto que alcanzaba la suma de US$5.000.000. El general Óscar Naranjo recordó que a este narcotraficante le incautaron en 2007 170 mil millones de pesos, «el golpe más grande a las finanzas del narcotráfico», según el ministro Juan Manuel Santos (Naranjo, 2021, 49). Ese mismo año, el CNE recibió del presupuesto aportes de la nación (2 %) por 2 mil millones de pesos, pero manejó en recursos propios (98 %), 93 mil millones de pesos. En inversión se asignaron 70 mil millones. Los dineros del narcotráfico que entran a las arcas del Estado colombiano son cifras relevantes y es preciso preguntarse qué pasa con este dinero.
576. Fuente de Archivo Externa (81945-FS-286222). AEROCIVIL.
577. Anales del Congreso Número 39. Miércoles 22 de agosto de 1984. pp 8.
578. El Tiempo, «Exembajador Fernando Sanclemente no aceptó cargos imputados por Fiscalía». De este caso la UIAF también tiene un caso abierto 9759.
579. Entrevista 220-AA-00008.
580. Entrevista 001-VI-00025. Teniente coronel de la Policía.
581. Se estrechó también el vínculo entre los oficiales de la fuerza pública, en especial de la Policía, y los carteles del narcotráfico en el suroccidente del país. La posterior creación del Cartel del Norte del Valle hizo más evidente el poder obtenido por los exoficiales de Policía, ahora narcotraficantes. No solo Danilo González - exoficial del Bloque de Búsqueda que sirvió de enlace entre el Cartel de Cali, la Policía y los Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes)- pasó oficialmente a integrar el Cartel del Norte del Valle, sino que también estaban Orlando Henao Montoya, alias el Hombre del Overol; Wilber Varela, alias Jabón, y Víctor Patiño Fómeque, conocido como el Químico. Entrevista Hugo Aguilar.
582. De un total de 163 personas. Hay evidencia de 59 miembros, pero solo se obtuvieron los nombres completos de los siguientes: cinco miembros del Batallón Bárbula, Puerto Boyacá; cuatro del Batallón Patriota de Honda; uno de la Base Aérea Germán Olano, en Puerto Salgar; seis en el Batallón Bomboná de Puerto Berrío; tres del Batallón Bomboná de la Base Segovia; uno de la Cuarta Brigada de Medellín; uno de la Base Militar de Arauca; y cuatro del Comando Operativo n.o 10 de Cimitarra; además de cuatro miembros de la Policía Nacional en Cali y tres militares en retiro en Arauca (Informe Procuraduría General de la Nación, febrero de 1983, Grupo Muerte a Secuestradores MAS.pdf ID 1003720-FS-2, 49-54).
583. Gildardo Vanegas, La saga del narcotráfico en Cali 1950-2018, 220.
584. Entrevista 084-PR-00402. Actor armado, fuerza pública.
585. Entrevista 001-VI-00032. Exfuncionario del CTI.
586. Caracol, «Fiscalía dice que el general (r) Leonardo Barrero sería alias Padrino», https://caracol.com.co/radio/2022/02/15/judicial/1644925338_011595.html.
587. Entrevista 432-AA-00001. Exmilitar, hombre.
588. Entrevista 433-PR-03244. Hombre, indígena, Nariño.
589. «May-05-06». Documento tipo declaración. Fuente SIM. Archivos Vicente Castaño.
590. Informe 240-CI-00389, ABC PAZ, «Narrativas de excombatientes de organizaciones insurgentes y autodefensas», 218.
591. Ibíd., 212.
592. Entrevista 142-PR-00398. Hombre, actor armado, fuerza pública.
593. Ibíd., 210.
594. Ibíd., 211.
595. Verdad Abierta, «El Capitán Victoria, el enlace de los Castaño».
596. Rutas del Conflicto, «Masacre de El Placer».
597. Rutas del Conflicto, «Masacre de La Gabarra».
598. Romero Vidal, La economía de los paramilitares, 223.
599. Entrevista 123-PR-00025. Exasesor de las AUC.
600. Entrevista 185-PR-00771. Hombre, actor armado, exparamilitar.
601. Verdad Abierta, «Bloque Calima, un “depredador” paramilitar marcado por el narcotráfico», consultado en: https://verdadabierta.com/bloque-calima-depredador-paramilitar-marcado-narcotrafico/.
602. «May-05-06», Documento tipo declaración. Fuente SIM. Archivos Vicente Castaño.
603. Entrevista 084-PR-00429. Hombre, actor armado, exguerrillero y exparamilitar.
604. Entrevista 001-VI-00050. Mujer, agente CTI en el exilio.
605. Entrevista 185-PR-00771. Hombre, actor armado, exparamilitar.
606. Entrevista 084-PR-00429. Hombre, actor armado, exguerrillero y exparamilitar.
607. Entrevista 084-PR-00402. Hombre, actor armado, fuerza pública.
608. Casos UIAF 3876, 9257, 9764 y 3558.
609. Casos UIAF 9266, 9245 de 2016, 9247 de 2016, 9267 de 2017, 1736 de 2008, 1763 de 2008, 8781de 2012 y 8832 de 2012.
610. Caso UIAF 1474 de 2008.
611. Casos 9182, 9579 y 9687.
612. Caso UIAF 8672 en 2014.
613. Casos UIAF MT17, 8678, 9162, 9164, MT16, 6240 de 2012, 9554, 8877 de 2013, 9785 (1 y 2) de 2020.
614. Casos UIAF 9638 (1-7) de 2015, MTC 001-00-02 de 2019.
615. Casos UIAF 1644 de 2008, 8680 de 2012, MT 15 de 2011 y 9085 de 2014, NTC 001-00-01 de 2019.
616. Informe Procuraduría General de la Nación, febrero de 1983, «Grupo Muerte a Secuestradores MAS.pdf ID 1003720-FS-2»
617. Poloff es abreviatura de Political Officer. Cable Embajada de Estados Unidos en Colombia 291903Z DEC 98, «The paras fight back against guerrillas and narcos (part II of trip report to Montería, a Colombian paradise)».
618. Por medio del Decreto-Ley 356 de 1994, «Por el cual se expide el Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada» y la resolución número 368 del 27 de abril de 1995 de la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada
619. Tribunal Superior de Bogotá, Sala de Justicia y Paz, Sentencia contra Hébert Veloza García, 30 de octubre de 2013.
620. Entrevista 671-PR-02282. Actor armado, familiar o testigo, exnarcotraficante y antiguo integrante de Los Pepes). Murphy S. y Peña, J., Caza al hombre. Cómo atrapamos a Pablo Escobar. Bowden, Matar a Pablo.
621. Un informe de la Embajada de Estados Unidos en Colombia cuenta que este enfrentamiento entre 1992 y 1993 dejó un saldo de 147 Policías asesinados, 129 miembros del Cartel de Medellín asesinados por las fuerzas estatales o grupos rivales, 132 miembros del Cartel de Medellín arrestados y 27 miembros del Cartel de Medellín que se entregaron a las autoridades.
622. Embassy cable, «Gomez Padilla Resigns; Impact on Future Operations Against the Cali Cartel», Secret/Exdis, December 17, 1993; Embassy cable, «New National Police Chief Appointed», Confidential, December 20, 1993.
623. Como el de Carlos Castaño, jefe principal de las AUC, cuya intención de depurar a esta organización de cualquier conexión con el narcotráfico terminó fracasando, l punto que él se convirtió en uno de los principales sacrificados en la búsqueda de una resolución de la paradoja entre narcotraficantes o contrainsurgentes, pero no los dos cosas a la vez (Téllez y Lesmes, Pacto en la sombra).
624. El Espectador, «La receta criminal del Clan del Golfo: los factores detrás de su poderío».
625. Las presuntas redes de blanqueo estudiadas por la UIAF para las FARC-EP son seis casos en los que se cuentan posibles testaferros en establecimientos comerciales y otros donde se involucran un frente y dos comandantes. Se estudió, por ejemplo, un entramado de negocios que entregó recursos al Bloque Sur.
626. Entrevista 084-PR-03529. Hombre, comandante del Clan del Golfo.
627. Las historias entrelazadas con la coca de estos departamentos se pueden leer con más detenimiento en los apartados El empiezo: vida campesina antes de la coca y la marihuana. La historia de Caquetá también continúa en Enclave Tranquilandia en la Cuenca Sur (1977-1981) y Putumayo, El Azul, enclave cocalero del Medio Caquetá (1977-1991).
628. Unodc, Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos, 2021.
629. Presentación Técnica Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, Colombia: monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos, Gobierno de Colombia, julio de 2021. Ver en: https://www.unodc.org/documents/colombia/2021/Julio/PPT_Presentacion_Tecnica.pdf.
630. Presentación Técnica Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, Colombia: monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos, Gobierno de Colombia, julio de 2021. Ver en:
https://www.unodc.org/documents/colombia/2021/Julio/PPT_Presentacion_Tecnica.pdf.
631. Entrevista 123-PR-00025. Exasesor de las AUC.
632. Guzmán y Muñoz, El gran cartel.
633. Entrevista 433-CO-00529. Exintegrantes del secretariado de las FARC-EP.
634. Esa idea dicotómica de guerras puramente por rentas o guerras puramente ideológicas ha venido superándose en el debate académico. Ver Kalyvas, «“New” and “old” civil wars. A valid distinction?», 99-118. Y Gutierrez Sanín, ¿Un nuevo ciclo de guerra en Colombia?
635. Entrevista colectiva 433-CO-00284. Hombre, campesino participante de las marchas cocaleras.
636. Entrevista 433-CO-00529. Exintegrantes del secretariado de las FARC-EP.
637. Entrevista 153-PR-02026. Hombre, exfinanciero de las FARC-EP.
638. Entrevista 432-AA-00001. Exmilitar, hombre.
639. Entrevista 153-PR-02026. Hombre, exfinanciero de las FARC-EP.
640. Entrevista 280-VI-00023. Víctima, exrecolector de hoja de coca.
641. Entrevista 402-AA-00001. Excombatiente, FARC-EP.
642. Cable. Departamento de Estado (Washington) a Embajada de los Estados Unidos (Bogotá), «P 192200Z», septiembre de 1994. Confidential, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.
643. NSA, Almirante James T. Loy. 1999.
644. Entrevista 433-PR-03354. Hombre, excomandante de las FARC-EP.
645. Entrevista 068-AA-00001. Excombatiente FARC-EP, hombre.
646. Entrevista 084-PR-00430. Excombatiente, FARC-EP.
647. Entrevista 153-PR-02026. Excombatiente, FARC-EP.
648. Información reservada allegada a la CEV en el marco del convenio 002 del 2019 con el Ministerio de Defensa Nacional. Certificado 0065-13 del GAHD, Bloque Magdalena Medio de las FARC-EP.
649. Entrevista 089-AA-00004. Hombre, excombatiente del ELN.
650. Unodc, Sistema de Monitoreo de Cultivos Ilícitos en Colombia 2021.
651. Fundación Conflict Responses, Las caras de las disidencias. Cinco años de incertidumbre y evolución. 2021; Indepaz, Informe sobre presencia de grupos armados en Colombia; Fundación Ideas para la Paz, Segunda Marquetalia: disidencias rearmados y un futuro incierto.
652. Se contempló: 1) asumir un deslinde categórico con las mafias del narcotráfico, 2) buscar un camino soberano para resolver el problema en Colombia que diferencia el intervencionismo de la política antidrogas de los Estados Unidos, 3) no a la extradición, 4) favorecer políticas de sustitución de cultivos, restricción de comercio de narcóticos, rehabilitación de drogadictos y educación acerca de los daños que acarrea el consumo de drogas, 5) confrontar a la burguesía narcotraficante, 6) buscar una posición común en el movimiento revolucionario colombiano en términos de diferenciarse del narcotráfico, con la finalidad de legitimarse ante la comunidad internacional, y 7) propender hacia acuerdos que busquen crear instrumentos internacionales para superar el problema.
653. Cable, Departamento de Estado (Washington) a Embajada de los Estados Unidos (Bogotá), «Elements of Colombian Insurgencies Increasingly Involved In Narcotics Trafficking», septiembre de 1994. Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.
654. Entrevista 045-VI-00165. Víctima, mujer.
655. Procuraduría General de la Nación «Informe del Procurador General de la Nación Dr. Guillermo González Charry al Congreso Nacional», 28.
656. Resolución Defensorial Nacional n.o 026, Acta 1-5 2002, octubre 9 de 2002; Acta 1-5 2002, 22 de noviembre de 2002; Acta 05, 510. También «Acta n.o 4. 1.o de noviembre de 2002». En Acta 1-5 2002; Actas 1-4 2004, 4, febrero de 2004; Una guerra adictiva, El experto antidrogas con pies de barro; Acta 1 2003, 27 de febrero de 2003.
657. Cable, UN Mission Geneva to State Department, «Discussions with Colombian narcotics officials», Confidential, February 1978, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.
658. Acta CNE 1983, tomo 3, 34. Votaron por a favor el brigadier general (r) Álvaro Arenas Suárez (DAS); el mayor (r) Daniel Gómez Téllez, jefe de la División de Estupefacientes de la Aduana Nacional; Leonor Uribe de Villegas, de Bienestar Familiar; el coronel Jaime Ramírez Gómez; Nazly Lozano Eljure, ministra de Justicia encargada; y el coronel Miguel Alfredo Maza Márquez, jefe del F2 de la Policía Nacional. La ministra de Salud encargada, María Cristina Aitken de Taborda, y Vicky Colbert de Arboleda (viceministra de Educación), votaron negativo. Acta n.o 8 del Consejo Nacional de Estupefacientes. 14 de mayo de 1984. Actas CNE 1984, tomo 1, 178.
659. Acta n.o 21. CNE, 20 de septiembre de 1984, 147. Actas CNE 1984, tomo 3, «Constancia de oposición del Inderena. Carta de Margarita Marín de Botero al General Víctor Delgado Mallarino. Director General. Policía Nacional», 8 de agosto. Disponible en: http://www.mamacoca.org/docs_de_base/Fumigas/Constancia_de_198nderena_a_fumi gacion.html
660. Cable, U.S. Embassy Bogota to the State Department (Washington). Counternarcotics Center (CNC), visit to Colombia April, 23-28, 3 April 1997. Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C.
661. Resolución Defensorial Nacional n.o. 026.
662. Acta 1-5 2002, 1.o de noviembre de 2002.
663. Resolución Defensorial Nacional n.o 026. Acta 1-5 2002. 9 de octubre de 2002, 276.
664. Programa social y político para la construcción de paz y desarrollo, heredado de la experiencia exitosa del mismo programa en el Magdalena Medio (Pdpmm).
665. Acta 2-4 2003, 4 de abril, 166, 175.
666. Acta 2-4 2003, 4 de abril, 166, 167.
667. Acta CNE 1-5 2002, 22 de noviembre de 2002, acta 1, 514.
668. El Consejo Nacional de Estupefacientes, en su Resolución 0015 de 2005, dijo: «1) sea sometida a consideración del CNE la caracterización previa del parque respectivo; 2) se efectúen las respectivas consultas previas con los pueblos indígenas; 3) se certifique por parte de la Policía Nacional-Dirección Antinarcóticos el crecimiento de cultivos ilícitos; 4) se informe por parte de la Policía Nacional- Dirección Antinarcóticos que existen riesgos para la erradicación manual o que las condiciones topográficas no permiten que se desarrolle esta como se tiene previsto. Al respecto existen tres documentos adelantados por la unidad de PNN: 1) el Auto 062 de 1006; la resolución 1742 de 2006 el cual da inicio a una investigación de carácter administrativo y ambiental contra el DNE y la Dirección de antinarcóticos de la Policía Nacional» (González-Plazas, La erradicación manual de cultivos ilícitos en la sierra de La Macarena: un ejercicio sobre la futilidad de las políticas, 23.
669. Entrevista 727-PR-03328. Exfuncionario.
670. Una Guerra Adictiva, «El experimento antidrogas con pies de barro»,. 2021, disponible en: https://una- guerra-adictiva.elclip.org/el-experto-antidrogas-con-pies-de-barro.html.
671. Los Informes Defensoriales 1 y 2 de febrero y abril de 2001, de la Delegada para los Derechos Colectivos y del Ambiente; la Resolución Defensorial n.o 4 de febrero de 2001, las comunicaciones al Ministro de Justicia y el Derecho de mayo y julio de 2001. Lacera Rúa, Registro de anormalidades congénitas. Lacera Rúa, Sierra Nevada, Marihuana, Glifosato y otras cosas.
672. Lacera Rúa, Sierra Nevada, Marihuana, Glifosato y otras cosas, 90-91.
673. Los Informes Defensoriales 1 y 2 de febrero y abril de 2001, de la Delegada para los Derechos Colectivos y del Ambiente; la Resolución Defensorial n.o 4 de febrero de 2001, las comunicaciones al Ministro del Justicia y el Derecho de mayo y julio de 2001.
674. Entrevista 267-VI-00010. Víctima; entrevista 061-VI-00007. Gobernadora awá); entrevista 060-VI-00003. Víctima; entrevista 232-VI-00023. Víctima, mujer.
675. Los impactos de las fumigaciones en la frontera ecuatoriana, Adolfo Maldonado, acción ecológica junio de 2001.
676. Tribunal Distrital n.o 1 de lo Contencioso Administrativo de Quito. Acción de Amparo Constitucional por fumigaciones en frontera colombo-ecuatoriana.
677. Adolfo Maldonado, Daños genéticos en la frontera de Ecuador por las fumigaciones del Plan Colombia.
678. Entrevista 232-VI-00026. Víctima, mujer.
679. Entrevista 070-VI-00046. Víctima; entrevista 267-VI-00010. Víctima; entrevista 070-VI-00044. Víctima.
680. Fuente de información suministrada por el Ministerio de Defensa Nacional en 2017.
681. Elaboración Analítica SIM con base en datos del Observatorio de Drogas de Colombia.
682. Entrevista colectiva 432-CO-00965; entrevista colectiva 432-CO-00966; entrevista colectiva 432-CO- 00969.
683. Entrevista 188-VI-00013. Víctima, hombre.
684. Entrevista 198-VI-00022. Víctima.
685. Entrevista 061-VI-00007. Gobernadora awá.
686. https://www.wola.org/es/analisis/aun-si-el-glifosato-no-fuera-cancerígeno-las-fumigaciones-aéreas-todavía-serían-una-mala-idea/.
687. Entrevista 442-PR-00078. Expresidente.
688. Este tipo de doble rasero en el combate a esta economía tiene varios espejos en la historia, por ejemplo, en el escándalo IRÁN-Contras. Mientras ocurrían los señalamientos a los sandinistas en la revolución nicaragüense, la «contra» se financió con fondos del narcotráfico dirigidos por la DEA y la CIA. Ver Byrne, «Irán -Contra»
689. Uribe, Á. (5 de Diciembre de 2002). Presidencia. Obtenido de presidencia.gov.co:
http://historico.presidencia.gov.co/discursos/discursos2002/diciembre/ascensoejercito.htm; Uribe, Á. (10 de Septiembre de 2002). Presidencia. Obtenido de presidencia.gov.co: http://historico.presidencia.gov.co/discursos/discursos2002/septiembre/honores.htm; Uribe, Á. (31 de Marzo de 2009). Presidencia. Obtenido de presidencia.gov.co:
http://historico.presidencia.gov.co/discursos/discursos2009/marzo/terrorismo_31032009.html
Uribe, Á. (12 de Octubre de 2002). Presidencia. Obtenido de presidencia.gov.co:
http://historico.presidencia.gov.co/discursos/discursos2002/octubre/vive_colombia.htm Uribe, Á. (13 de Septiembre de 2002). Presidencia. Obtenido de presidencia.gov.co: http://historico.presidencia.gov.co/discursos/discursos2002/septiembre/onu.htm
690. https://www.state.gov/foreign-terrorist-organizations/ Posteriormente Esta narrativa y representación de la realidad se fortaleció tras el atentado de las Torres Gemela en 2001.
691. En el prólogo a la primera edición del libro El cartel de las FARC, Bedoya plantea que «hemos olvidado que desde hace casi dos décadas, una vasta y compleja red de delincuencia organizada opera en nuestros campos. Sucesivamente la hemos llamado subversión, guerrilla, insurgencia. En realidad, se trata de gánsteres con ruana y a veces sin ella. Han basado su negocio en el desarrollo sistemático del tráfico de drogas bajo todas sus modalidades y con ello se han enriquecido. Sobrevivieron a la guerra de los carteles contra los carteles, a la del Estado contra los carteles y ahora son prácticamente el único y más poderoso de todos. Para lograrlo le apostaron a la mentira y al olvido y al parecer apostaron bien». Prólogo del general Harold Bedoya Pizarro en Villamarín Pulido, El cartel de las FARC, 7. Según Tate, el libro contó con la aprobación del Ejército y fue publicado de manera paralela tanto en español como en inglés y distribuido a «formuladores de la política pública norteamericana». Tate menciona que «cuando yo trabajaba en WOLA, recibí una copia como regalo del agregado de las fuerzas armadas colombianas». Tate, Drogas, bandidos y diplomáticos, 58-59.
692. Leal Buitrago, La Inseguridad de la seguridad.
693. Villamarín Pulido, El cartel de las FARC, 7. En otras palabras, lo que podemos observar en este proceso es la manera en que la denigración del enemigo se convierte en una estrategia, muy tradicional, para la justificación de la guerra.
694. El término es utilizado por primera vez por Lewis Tambs, un embajador de Estados Unidos en Colombia en los años ochenta. El término lo acuñó cuando en 1984 se desmanteló el complejo de producción de cocaína llamado Tranquilandia y donde se encontraron, supuestamente, pruebas de la participación de las guerrillas ahí.
695. Tate, Drogas, bandidos y diplomáticos, 57. A finales de la década de los noventa, en particular desde la creación de las AUC en 1997, el gobierno estadounidense a través de la DEA se encontraba acumulando pruebas sobre lo que para ellos era una clara y profunda relación de los grupos paramilitares con el narcotráfico; sin embargo, está acusación no tuvo la misma profundidad e impacto que los nexos de las FARC con esta economía ilegal (Téllez y Lesmes, Pacto en la sombra, 62-65).
696. Fuente de Archivo Externa [ID Interno]. Anexo 1985-1987, acuerdos de cooperación USA-Colombia".
Archivo CEV. Programa de control de narcóticos.
697. Con renuencia de varios sectores del Ejército.
698. Testimonio del general del Ejército Nacional Jorge Enrique Mora Rangel en: Nova, Memorias Militares, 129.
699. Vargas Meza, «Colombia: usos y abusos de la guerra a las drogas», 75-90.
700. Vargas Velásquez, El papel de las fuerzas armadas en la política antidrogas colombiana, 1985-2006.
701. Dávila Ladrón de Guevara, «La militarización de la policía nacional de Colombia, el conflicto armado y las violaciones a los derechos humanos». Consultoría CEV (Bogotá: Contrato PN016-2021, 2021).
702. Ver Pizarro Leongómez, Una democracia asediada; Eduardo Pizarro Leongómez, De la guerra a la paz; Borda Guzmán, La internacionalización de la paz y de la guerra en Colombia durante los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe y Juan Gabriel Tokatlian, «La construcción de un “Estado fallido” en la política mundial», 67-104.
703. «Recorren Vereda por Vereda, finca por finca, pueblo por pueblo, y con la pistola en la mano, con el fusil en la espalda, los obligan a salir a las marchas, los obligan a salir con las familias, los obligan a que coloquen a sus mujeres a sus niños por delante para que la marcha tenga una connotación social y para que conmueva, como evidentemente lo hace, además colocan líderes que no son líderes, son simplemente quienes transmiten sus órdenes y pues naturalmente aprovechan los líderes comunales ya existentes y estos líderes comunales organizan las veredas, organizan estos nuevos esclavos a los esclavos de este siglo y los obligan hacer estas marchas”». Anales del Congreso, 9 de septiembre de 1996, 16.
704. Gaceta del Congreso, Anales del Congreso, 9 de septiembre de 1996,. Gaceta del Congreso. Año V, n.° 371.
705. Entrevista 172-VI-00004. ¿Identificadores?; Entrevista 084-PR-00430. Hombre, excombatiente FARC-EP; Entrevista 084-PR-00430. Hombre, excombatiente FARC-EP; Entrevista colectiva 433-CO-00284. Hombre, campesino participante de las marchas cocaleras; Entrevista colectiva 432-CO-00806. Mujer, lideresa y participante de las marchas cocaleras del 96; Entrevista colectiva 433-CO-00527. Hombre, líder recolector de coca, «raspachín» del Caguán.
706. Gaceta del Congreso, Cámara de Representantes, 9 de septiembre de 1996a, año V, n.° 371.
707. Entrevista 433-PR-0218. Negociador del gobierno en las marchas campesinas; entrevista 433-CO-00273. Campesinos marchantes de las movilizaciones de 1996; entrevista 671-PR-00938. Hombre, político liberal.
708. Entrevista 686-VI-00011. Docente universitaria.
709. Entrevista colectiva 433-CO-00284. Campesino participante de las marchas cocaleras; entrevista colectiva 432-CO-00806. Lideresa social y participante de las marchas cocaleras del 96. Entrevista colectiva 433-CO- 00527. Líder recolector de coca del Caguán.
710. Traducción propia. Memorandum, from Phil Chicola to Peter F. Romero, United States Department of State, «The Colombian Peace Process: Opportunities and Challenges», 19980914-DOS-24203, Confidential, September 14, 1998, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C., 2.
711. Programas de entrenamiento militar de SOAW 1998-2001.
712. Memorandum, from Phil Chicola to Peter F. Romero, United States Department of State, «The Colombian Peace Process: Opportunities and Challenges», 19980914-DOS-24203, Confidential, September 14, 1998, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C., 4.
713. En ese momento era asistente del secretario de Estado; entre 2007 y 2010 fue el embajador estadounidense en Colombia.
714. Traducción propia. Cable, From American Embassy Bogota to Secretary of State Washington, «The GOC's First Look at Plan Colombia», 2000BOGOTA00273, Confidential, January 13, 2000, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C., 2.
715. Cable, American Embassy to Secretary of State, «Plan Colombia update April 13, 2000», 01 OF 02 BOGOTA 003244, Confidential, 15 april 2000, Colombia Documentation Project, The National Security Archive, Washington, D. C., 3.
716. Informe 066-CI-00897, Fundación Colombia con Memoria, «Una mirada del atentado al avión de Avianca. Narcotráfico y narcoterrorismo en el conflicto armado colombiano», 2020, 10.
717. Entrevista 429-VI-00011. Exfuncionario de la rama judicial.
718. Entrevista 001-VI-00027. Víctima, exfuncionaria de la rama judicial.
719. Véase el caso sobre la UP.
720. Véase el eexto sobre impunidad.
721. Anales del Congreso, martes 7 de noviembre de 1989, constancia del representante Henry Millán. Tomado de La Prensa El País, jueves 21 de septiembre de 1989. Documento secreto n.o 123, 3.
722. Entrevista 001-VI-00037. Víctima, exiliado.
723. Entrevista 001-VI-00035. Víctima, exiliada.
724. Hay escasa información previa o estadística sobre este fenómeno. Se suma a los hallazgos de la JEP en cuanto a las ejecuciones extrajudiciales («falsos positivos») y del Centro Nacional de Memoria Histórica en cuanto a la denominada «limpieza social». En ambos casos, algunas de las víctimas fueron perfiladas con criterios como el de ser consumidores de drogas ilícitas; no obstante, la CEV utiliza el fenómeno de los crímenes por discriminación a los usuarios de drogas para abrir una discusión sobre las maneras en que la «lucha contra las drogas» transformó la manera en que se libra el Conflicto armado.
725. Entrevista 223-AA-00001. Excombatiente de las FARC-EP, Barrancabermeja.
726. Ejército de Liberación Nacional, carta abierta al Departamento de Estado, a la Fiscalía Federal de los Estados Unidos y al gobierno colombiano, 9 de octubre de 2020.
727. Centro Nacional de Memoria Histórica, Buenaventura: Un puerto sin comunidad.
728. Entrevista 326-PR-00588. Testigo, lideresa social, Buenaventura.
729. Jurisdicción Especial para la Paz, Auto n.o 125 de 2021,120.
730. Entrevista 064-VI-00001. Víctima, mujer, Huila.
731. El Espectador. «Masacre de El Tandil: tres años sin condenas ni sanciones por el asesinato de siete campesinos», disponible en: https://www.elespectador.com/colombia-20/paz-y-memoria/masacre-de-el-tandil- tres-anos-sin-condenas-ni-sanciones-por-el-asesinato-de-siete-campesinos-article/.
732. Édgar Bermúdez, «El costo de la erradicación forzada», Pacifista, 23 de marzo de 2018.
733. E. 1-01 Cultivador de El Plateado, Argelia (Cauca).
734. Entrevista 432-AA-00001. Exmilitar, hombre.
735. Comisión de la Verdad. Análisis de los discursos presidenciales de posesión en colombia según términos referentes a temáticas y ministerios. (Bogotá: CEV, 2021). Se empelaron técnicas de trabajo de procesamiento de lenguaje natural (PLN). Debido a que no se logró acceder al discurso de Misael Pastrana Borero (1970-1974) este no fue incluido en este análisis.
736. Ver capítulo «Democracia» de este volumen y el volumen Narrativa histórica.
737. Alberto Lleras. Antología. (Bogotá: Villegas, 2006), vol. 3, 381-393.
738. Ibíd.
739. Ibíd.
740. Ibíd.
741. Comisión de la Verdad y Consejo de Estado. Verdades en Convergencia. Análisis de la jurisprudencia del Consejo de Estado en diálogo con la Comisión de la Verdad. (Bogotá: Consejo Superior de la Judicatura, 2021).
742. Los “pájaros” se convirtieron en un referente de horror y bajo su calidad de civiles armados. Llevaron a cabo acciones de persecución y exterminio que llegaron a impactar extensas zonas del territorio nacional (el caso, por ejemplo, del Valle del Cauca), donde la sola mención a personajes como León María Lozano 'el Cóndor', trae a la memoria una época de pueblos arrasados por las violentas cuadrillas. Rubén Darío León Pineda. La violencia conservadora en el Valle del Cauca durante el Gobierno de Mariano Ospina Pérez: 1946-1950. (Cali: Universidad del Valle, 2004), 103.
743. La Policía chulavita, fue un cuerpo civil armado creado por poderes locales, políticos y gobiernos en varias regiones del país, bajo el auspicio de la Policía.
744. Comando del Ejército. Manual de operaciones contra las fuerzas irregulares. (Bogotá: Imprenta de las Fuerzas Militares, 1962), 3.
745. Ibíd., 8-10.
746. Ibíd., 27.
747. Ayudantía General del Comando del Ejército. Manual de instrucciones generales para operaciones contraguerrillas. (Bogotá, Imprenta de las Fuerzas Militares, 1979), 188.
748. Ibíd., 195.
749. Gustavo Gallón Giraldo. Quince años de estado de sitio en Colombia: 1958-1978. (Bogotá: Editorial América Latina, 1979).
750. Sin embargo, el recurso del estado de sitio para reprimir manifestaciones y reivindicaciones sociales no era novedoso en nuestra historia. Por ejemplo, la masacre de las bananeras (1918) se ejecutó por los militares tras la declaración del estado de sitio, que había calificado la huelga del sindicato de la United Fruit Company como un problema de orden público.
751. Comisión de la Verdad. Patrones de violencia, casos y responsables de victimización de defensores y defensoras de derechos humanos ocurridos en Colombia en el marco del conflicto armado. (Bogotá: CEV). pp. 8, 32 y 33.
752. Informe Azadones contra fusiles: cómo el conflicto armado ha obstaculizado los esfuerzos del campesinado por gozar de una vida digna.
753. Comisión de la Verdad. Universidades y conflicto armado en Colombia, Bogotá: CEV. p. 14.
754. “El genocidio de la Unión Patriótica”. Ver Anexo de casos de la Comisión.
755. DIVO2-G2-CI-219. Fuerzas Militares de Colombia. Ejército Nacional. Bucaramanga, 6 de julio de 1998. Firmado por el Comandante de la Segunda División, en comunicación dirigida al comandante de la Brigada 14 de Puerto Berrío, p. 3.
756. En la nota al pie del documento dice: «COPIA LISTA ONG's obtenidas vía INTERNET (Anexo 5)», p. 4.
757. Entrevista 232-VI-00033.
758. Comisión de la Verdad y Consejo de Estado. Verdades en Convergencia. Análisis de la jurisprudencia del Consejo de Estado en diálogo con la Comisión de la Verdad. (Bogotá: Consejo Superior de la Judicatura, 2021).
759. Álvaro Uribe Vélez. «Discurso en la posesión del comandante de la Fuerza Aérea Colombiana», septiembre del 2003.
760. Al respecto ver el texto «Narcotráfico como actor del conflicto, como factor de su persistencia y como forma de degradación del poder», acápite 6.2: «El péndulo moral de la estigmatización de las familias campesinas cocaleras».
761. Ver caso de Sindicalismo. Anexo de casos Comisión de la Verdad.
762. Ver caso de Universidades. Anexo de casos Comisión de la Verdad.
763. Ver caso de Sindicalismo. Anexo de casos Comisión de la Verdad.
764. Ver volumen Territorios del Informe Final de la Comisión de la Verdad.
765. Ver Caso de Despojo. Anexo de casos Comisión de la Verdad.
766. Pedro Javier Rojas, «Doctrina Damasco: eje articulador de la segunda gran reforma del Ejército Nacional de Colombia». Revista Científica General José María Córdova 15, n.° 19, (2017, enero-junio): 95-119. DOI: http://dx.doi.org/10.21830/19006586.78.
767. Ver caso «Despojo» en Anexo de Casos de la Comisión de la Verdad.
768. En las protestas sociales de 2019, 2020 y 2021 se registró el uso desproporcionado de la fuerza por parte de la Policía, en especial del Esmad, así como falta de neutralidad en la función, pues tendieron a defender a las instituciones contra las cuales se protestaba y la infraestructura pública, incluso por encima de la protección de los protestantes, cometiendo graves violaciones a derechos humanos entre las que se encuentran la tortura, la detención arbitraria, el homicidio, la violencia sexual y la desaparición forzada. También se reportaron ataques a la prensa y a quienes transmitían en vivo las protestas. Al respecto, se pueden consultar el Informe final de la relatoría independiente para el esclarecimiento de los hechos ocurridos los días 9 y 10 de septiembre en Bogotá, el informe de la Oficina en Colombia de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos «El paro nacional 2021: Lecciones aprendidas para el ejercicio del derecho a la reunión pacífica en Colombia», el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos «Observaciones y recomendaciones, visita de trabajo a Colombia» de junio del 2021, el Informe de los concejales Diego Cancino y Susana Muhamad sobre nuevos hallazgos de torturas y detenciones ilegales en TransMilenio; la Sentencia de la Corte Suprema de Justicia STC7641, 22 de septiembre de 2020; el informe Temblores, 20 años de claroscuros del Esmad, 2019; el Informe 748-CI-00615. Temblores, Silencio oficial. Un aturdido grito de justicia por los 20 años del Esmad. 2019; entre otros.
769. Comisión de la Verdad: «La Policía Nacional en el Conflicto Armado», 2021.
771. En el marco del Comité Nacional de Acción Cívico-Militar, establecido mediante el Decreto 1381 de 1963. (República de Colombia. Diario Oficial. Decreto 1381 de junio 24 de 1963. Bogotá: Imprenta Nacional, julio 9 de 1963, Año C- Número 31126).
772. Ver casos en anexos sobre Injerencia internacional: el caso de EEUU.
773. Álvaro Valencia Tovar, Historia de la Fuerzas Militares de Colombia, (Bogotá: Planeta, 1993), tomo III, 124.
774. Informe 748-CL-00810. Departamento de Acción Integral y Desarrollo, Ejército Nacional de Colombia. Informe para la Comisión de la Verdad. Aportes a la construcción de país: un compromiso del Ejército Nacional. (Bogotá: Ejército Nacional, 2020), tomo I, 53.
775. Informe 066-CI-01554, p. 201.
776. Entrevista 984-PR-02751. Experto, académico en seguridad y defensa.
777. Casos de tortura en regiones como el Meta, el Magdalena Medio y Urabá se encuentran registrados en los tomos por territorio del «Proyecto Colombia Nunca Más» realizado por diferentes organizaciones de derechos humanos y de base y publicados en http://www.derechos.org/nizkor/colombia/libros/nm/.
778. Constitución Política de 1991, artículo 213. Ley Estatutaria de Estados de Excepción 137 de 1994.
779. En la Constitución de 1991 se hizo una reforma profunda al estado de sitio, que dejó de llamarse así y pasó a llamarse «estado de conmoción interior». Su declaratoria tiene el control político del Congreso y el judicial de la Corte Constitucional, por un término no mayor a 90 días, aunque puede ser prorrogable dos veces. La declaratoria debe ser comunicada a la OEA y a Naciones Unidas. También tiene un control inmediato de la Corte Constitucional, que revisa y exige el cumplimiento de todos los requisitos formales y sustantivos de los decretos. El diseño constitucional fue muy estricto; sin embargo, en la práctica no en todos los casos se acató.
780. De allí que acciones como la Operación Colombia o Toma de Casa Verde, se blindaron desde lo jurídico con las herramientas que se establecieron en los decretos emitidos bajo estado de sitio y que se dirigían a la intervención y accionar militar bajo la política de control y restablecimiento del orden público, pero también, desde el punto de vista discursivo con las posturas tanto del presidente Gaviria, como de su ministro de Defensa, Rafael Pardo, acerca de la autoridad que poseían la fuerza pública y el Gobierno para llegar a cualquier parte del territorio.
781. Decreto 1155 de 1992 y Decreto 1793 de 1992.
782. «Esto permitió la supresión gradual del alistamiento de soldados bachilleres, la que pasó de 29.315 en 1999 a aproximadamente 3.000 desde 2001». Departamento Nacional de Planeación. Plan Colombia. Balance 19992002. (Bogotá: DNP, 2003), 18.
783. Ver apartado de Narcotráfico.
784. Volumen Narrativa histórica. Informe Final Comisión de la Verdad.
786. Ley 684 de 2001, artículo 54.
787. Corte Constitucional de Colombia, Sentencia C-251 de 2002.
788. Ibíd.
789. Ministerio de Defensa. Política de Defensa y Seguridad Democrática. (Bogotá: MDN, 2003).
790. Las «zonas de rehabilitación y consolidación» eran áreas geográficas afectadas especialmente por la violencia armada en las que el Gobierno consideraba «necesaria la aplicación de una o más de las medidas excepcionales» expuestas.
792. Corte Constitucional de Colombia, Sentencia C-1024 de 2002.
793. Acto Legislativo 02 de 2003.
794. En entrevista con la Comisión de la Verdad, el expresidente Uribe habló de 4 millones de cooperantes e informantes.
795. Diego Andrés Molano Aponte y Juan Pablo Franco, «La coordinación interagencial: el arma secreta de la seguridad democrática», Desafíos, 14, 2006, 338-381. Recuperado de https://revistas.urosario.edu.co/index.php/desafios/article/view/744
796. «[...] la Acción Integral a través de sus disciplinas, asuntos civiles, cooperación civil y militar y operaciones de apoyo a la información militar (OPAIM) tiene la capacidad de fortalecer la presencia militar en regiones aisladas, pero de gran importancia para los objetivos nacionales, que requieren la protección de los recursos estratégicos de la Nación y áreas de reserva forestal y patrimonio ambiental, la recuperación social y consolidación de zonas afectadas por el conflicto interno». Ejército Nacional. Informe de gestión 2021 (Bogotá: Ejército Nacional, 2022).
797. José Daniel Vásquez Hincapie, El Ejército Nacional. Transformaciones, multimisionalidad, vacíos legales y sus principales consecuencias en Colombia (Bogotá: Universidad Militar Nueva Granada, 2020), 35.
798. Ejército Nacional, Informe de gestión 2021.
799. Rojas, «Doctrina Damasco: eje articulador de la segunda gran reforma del Ejército Nacional de Colombia».
800. Andreu,Federico, consultoría Documento No. 7 Doctrina de inteligencia militar y los procesos de victimización de sectores y personas. 2020.
801. Testimonios con los que contó la Comisión de la Verdad y varios casos de ejecución extrajudicial ilustran esta modalidad: Josué Giraldo Cardona (13 de octubre de 1996, Villavicencio), Jesús María Valle (27 de febrero de 1998, Medellín), José Eduardo Umaña Mendoza (18 de abril de 1998, Bogotá) y Mario Calderón y Elsa Alvarado (9 de mayo de 1997, Bogotá).
803. Aunque la Ley 504 de 25 de junio de 1999 suprimió los jueces secretos e incorporó algunas mejoras procesales, mantuvo la posibilidad del anonimato de los fiscales y testigos, así como la detención preventiva obligatoria y las restricciones al habeas corpus.
804. Ver, entre otros casos: el asesinato de Óscar William Calvo, secretario del PCC-ML; de los militantes de la Juventud Revolucionaria de Colombia, Alejandro Arcila y Ángela Trujillo, el 20 de noviembre de 1985; la desaparición forzada de Augusto Lara Sánchez, dirigente del M-19, el 11 de febrero de 1986, en Bogotá; la desaparición forzada y el asesinato de Antonio Hernández Niño, miembro de las Comunidades Cristianas de Base y trabajador de la revista cristiana Solidaridad; la desaparición forzada y el intento de asesinato de Guillermo Marín, en Bogotá, el 10 de abril de 1986; la desaparición forzada, tortura y asesinato de Jairo de Jesús Calvo Ocampo ('Ernesto Rojas'), comandante del EPL, el 15 de febrero de 1987, en Bogotá; la desaparición forzada y asesinato de Víctor Manuel Nieto Campos, Bertel Prieto Carvajal y Francisco Luis Tobón en junio de 1987, en Bogotá; la desaparición forzada y el asesinato de Nydia Erika Bautista de Arrellana, exmilitante del M-19, el 30 de agosto de 1987, en Bogotá; la desaparición forzada y posterior asesinato de Luis Enrique Rodríguez, el 30 de septiembre de 1987, en Bogotá; el secuestro de José del Carmen Cuestas, militante del M-19, el 18 de junio de 1988, en Bogotá; la desaparición forzada y asesinato de Beatriz Elena Monsalve Ceballos y Luz Mila Collantes, militantes del Frente Popular, el 11 de agosto de 1988, en Bogotá; la desaparición forzada de Horacio Flórez Silva, militante de la UP, el 20 de octubre de 1988, en Bogotá; la desaparición forzada y el asesinato de Amparo del Carmen Tordecilla Trujillo y la desaparición forzada y tentativa de asesinato de Carlos Uribe, enlaces del EPL con el Gobierno en las negociaciones de paz, el 25 de abril de 1989, en Bogotá; y la desaparición forzada de Alirio de Jesús Pedraza Becerra, el 4 de julio de 1990.
805. Ministerio de Defensa Nacional, Comando General de las Fuerzas Militares. Directiva N° 200-05/91, «Organización y funcionamiento de las redes de inteligencia», abril de 1991.
806. Ibíd. La Misión estuvo integrada por 14 representantes de la Misión Militar de la Embajada de los Estados Unidos, del Comando Sur de las Fuerzas Militares estadounidenses y de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Human Rights Watch/Américas, Las redes de asesinos en Colombia. La asociación militares- paramilitares y los Estados Unidos. (Nueva York, 1996),
http://www.hrw.org/spanish/informes/1996/colombia.html
807. Tribunal Nacional, Sala de Decisión, Sentencia del 6 de noviembre de 1998, Radicación 7.377.
808. Procuraduría Delegada para la Defensa de los Derechos Humanos, Resolución del 30 de septiembre de 1998, Expediente 008-153183, Letra F.
809. Ver, entre otros: Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencia de 3 de diciembre de 2009, Única Instancia 32672, Salvador Arana Sus; Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencia de 19 de diciembre de 2007, Única Instancia 26.118, Éric Julio Morris Taboada; Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencia de 23 de febrero de 2010, Única instancia 32805, Álvaro García Romero; Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencia del 31 de marzo de 2011, Única Instancia No. 26.954, José María Conde Romero.
810. Ver, entre otros: Declaración del capitán de la Policía Fabián Ríos Cortés, comandante del Segundo Distrito de Policía de Aguachica (Cesar) en 1994, del 6 de febrero de 1995, expediente 397 de la Unidad Nacional de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la Nación de Bucaramanga, cuaderno 2.
811. Ver, entre otros: Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencia de 6 de septiembre de 2017, SP13920-2017 Radicado 39931, Proceso Jorge Aurelio Noguera Cotes; Fiscalía Novena de la Dirección de Análisis y Contextos, Resolución de Acusación contra Rodolfo Medina Alemán y Ronal Harvey Rivera Rodríguez, Radicado 0002 DINAC, de 21 de julio de 2015; y Procuraduría General de la Nación, Fallo en única instancia, de 2 de octubre de 2009, María del Pilar Hurtado, Jorge Noguera Cotes y otros -Departamento Administrativo de Seguridad DAS- Años 2004 a 2009, Radicación IUS 2009-57515 IUC D 2010-4-105231.
812. Así lo establecieron la jurisdicción ordinaria y la Procuraduría General de la Nación. Fallo en única instancia, del 2 de octubre del 2009, María del Pilar Hurtado, Jorge Noguera Cotes y otros -Departamento Administrativo de Seguridad DAS- Años 2004 a 2009, Radicación IUS 2009-57515 IUC D 2010-4-105231).
813. Procuraduría General de la Nación, Fallo en única instancia, de 2 de octubre de 2009, María del Pilar Hurtado, Jorge Noguera Cotes y otros -Departamento Administrativo de Seguridad DAS- Años 2004 a 2009, Radicación IUS 2009-57515 IUC D 2010-4-105231.
814. Así, por ejemplo, fueron asesinados los profesores Alfredo Correa De Andreis y Fernando Pisciotti Van Strahalen y la periodista y líder sindical Zully Codina Pérez por miembros de las AUC, por órdenes impartidas por el director del DAS, Jorge Noguera Cotes, como ha sido establecido judicialmente.
815. Decreto 1923 de 1978.
816. En el proceso de contrastación se identificaron coincidencias en los nombres de 266 personas incluidas en las actas del Consejo de Ministros. De ellas, 54 personas fueron incluidas en más de un acta.
817. El número de hechos de tortura registrados no corresponde con el de víctimas porque en el proceso de contrastación y sistematización de las fuentes en la base de datos, la Comisión pudo identificar 17 personas que fueron detenidas y torturadas en más de una oportunidad.
818. Antecedente Estatuto: Hechos ocurridos en julio de 1978, aún no había entrado en vigencia el Estatuto. Tribunal Contencioso Administrativo de Cundinamarca, Ernesto Sendoya Guzmán contra Ministerio de Defensa, Exp. 84-D-1740, Magistrado ponente: Jaime López Morales, 8 de abril de 1985. Hechos ocurridos en enero de 1979: Consejo de Estado, Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección Tercera, Sentencia Olga López contra Ministerio de Defensa, 27 de junio de 1985. Hechos ocurridos en febrero de 1980: Consejo de Estado, Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección Tercera, Mariela Torres de Zambrano contra Ministerio de Defensa Nacional, Radicado 3009, Consejero ponente: Carlos Betancur Jaramillo, Bogotá, 5 de febrero de 1988.
819. En una carta firmada por varios defensores de detenidos en la Escuela de Caballería en los primeros días de enero señalan: «se viene aplicando retroactivamente la norma constitucional», como lo demuestra un oficio de la BIM (N.° 0181) del 15 de enero de 1979, dirigido al Juzgado 17 Penal Municipal de Bogotá, en el que se señala que Alfonso Castro Pedraza, Augusto Lara Sánchez, Rafael M. Polo, Raúl Leoni, Antonio Robayo y Virginia Robayo «fueron privados de su libertad mediante operativo realizado por elementos adscritos a Brigada Militar antes señalada el día 3 de enero del presente año y puestos a disposición de la justicia solamente 5 y 10 días después, al amparo supuestamente del artículo 28 de la Constitución Nacional. Como puede verse claramente, se hizo retroactiva a una situación anterior al ocho de enero la aplicación del citado dispositivo de la Carta». Carta de abogados defensores de presos políticos dirigida al Procurador General de la Nación, en: archivo CIDH115.3, 29. En otra denuncia dirigida al presidente de la República, Julio César Turbay Ayala, varios abogados solicitaron incorporar al expediente el Acta del Consejo de Ministros correspondiente al 9 de enero de 1979, pues como abogados necesitaban «conocer los nombres de estas personas a quienes sí se les pueden aplicar los diez (10) días de investigación previa antes de ponerlos a disposición de los jueces competentes, ya que a las demás personas capturadas por los servicios secretos del Ejército y que no figuren en esta lista se les debe resolver situación jurídica en distinta forma y con diferentes términos procesales». Archivo de la Procuraduría General de la Nación, carpeta 21, 212.
820. Consejo de Estado, Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección Tercera, Sentencia del 27 de junio de 1985. Caso de Olga López contra el Ministerio de Defensa
821. Comisión de la Verdad, «La impunidad como factor de persistencia del conflicto armado interno colombiano», p.17. Anexo de casos.
822. Comisión de la Verdad, «La práctica de la tortura por parte de agentes del Estado durante el Estatuto de Seguridad (1978-1982)». Anexo de casos.
823. Constitución Política de 1991, artículo 213.
824. El Tiempo, 16 de febrero de 2004.
825. El Tiempo. «Informe del procurador sobre detenciones masivas. De 1957 han sido liberados 754», 24 de febrero de 2004.
826. Comisión Colombiana de Juristas. El deber de la memoria: imprescindible para superar la crisis de derechos humanos y derecho humanitario en Colombia. (Bogotá: CCJ, 2004).
827. I. Marín, «Lucha antiterrorista mundial y política de “seguridad democrática”. En: Políticas de terror: Las foras del terrorismo de Estado en la globalización. (Buenos Aires: Ad-hoc, 2007).
828. Capítulo de impunidad.
829. Corte Constitucional de Colombia, Sentencia C-392 de 2000.
830. Entre otros, Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-358 de 5 de agosto de 1997. Magistrado ponente: Eduardo Cifuentes Muñoz; Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-878 de 12 de julio de 2000. Magistrado Ponente: Alfredo Beltrán Sierra; Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-1184 de 3 de diciembre de 2008. Magistrado Ponente: Nilson Pinilla Pinilla.
831. Comisión de la Verdad, «La impunidad como factor de persistencia del conflicto armado interno colombiano», p. 18 y ss.
832. Ibid., 66.
833. Ibid., 97.
834. Ibid., 96.
835. Corte Constitucional de Colombia, Sentencia de Unificación SU-190 de 2021.
836. Comisión de la Verdad, «La impunidad como factor de persistencia del conflicto armado interno colombiano», Anexo de casos.
837. Comisión de la Verdad, «La impunidad como factor de persistencia del conflicto armado interno colombiano», Anexo de casos.
838. Los documentos desclasificados hablan del narcotráfico y el terrorismo, y aunque afirman que las FARC- EP, el ELN y las AUC hacen parte de los grupos narcoterroristas, la mayoría de las veces plantean solo planes de acción contra los grupos insurgentes; cuando se habla del paramilitarismo se concentran en planes contra las finanzas, a través de operaciones de inteligencia financiera.
839. Así llamadas por el entonces congresista Álvaro Gómez Hurtado. «Documentos de la semana. El discurso de Álvaro Gómez», 55.
840. En 1963, bajo el impulso del teniente coronel Charry Solano, se llevó a cabo el primer Curso de Inteligencia y Contrainteligencia para oficiales de las Fuerzas Militares y, posteriormente el primer Curso de Inteligencia para Suboficiales. Ese mismo año, se crearon las primeras unidades de inteligencia militar en varias ciudades, como Bogotá, Barranquilla y Cúcuta, bajo la dirección de la Dirección del Departamento E-2 del Comando del Ejército.
841. Decreto 3398 de 1965, Estatuto Orgánico de la Defensa Nacional
843. NSA-Summary of Colombia Policy Discussion Paper September 2, 2001. 16-20010907-DOD-33733
844. El apoyo de Estados Unidos proporcionó: un componente de aviación, apoyo de combate en tierra, dos helicópteros UH-60 Blackhawk, ocho helicópteros UH-II, apoyo logístico, instalaciones en tierra y entrenamiento de 1.600 soldados por parte de las Fuerzas Especiales de los Estados Unidos. Informe GAO.
845. El Tiempo. “E. U. cuidará sus intereses en Colombia”. 10 de febrero de 2002. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1324656.
846. Caso Injerencia de EE. UU. Anexo de casos Comisión de la Verdad.
847. Esta comparación es realizada incluso por el Comando Sur. Ver NSA US Southern Comand. Colombia: COLMIL Historical Perspectives. 45-20031231.
848. Bombardeo a Sucumbíos, también conocido como la Operación Fénix, donde la fuerza pública atacó un campamento de las FARC-EP en territorio ecuatoriano, en el que murió 'Raúl Reyes', y donde resultaron muertos cuatro estudiantes mexicanos y dejaron herida a una joven más, y una guerrillera de las FARC-EP. Por ese caso, Ecuador, inició ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el caso interestatal 12.779 en contra del Estado de Colombia, por la ejecución extrajudicial de un ciudadano ecuatoriano que resultó muerto en el bombardeo. Este proceso fue archivado por la CIDH el 4 de noviembre de 2013, tras haber recibido comunicación del Estado de Ecuador desistiendo del proceso iniciado, debido a que, según informó a ese organismo, «ambas partes llegaron “a un acuerdo tendiente al desarrollo social y económico y de reparación e inversión para la compensación social fronteriza”». Colombia, en las observaciones presentadas a la CIDH el 10 de octubre de 2013, indicó que el acuerdo evidenciaba la preponderancia que ambos Estados les dan a las soluciones amistosas. Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe 96/13. Decisión de Archivo, caso interestatal 12,779 Ecuador -Colombia. 4 de noviembre de 2013.
849. Ver Entramado paramilitar, en este volumen.
850. Parágrafos 2° y 3° del artículo 33 del Decreto 3398 de 1965. El Decreto 3398 de 1965 previó que «por conducto de los Comandos autorizados» se amparara «cuando lo estime conveniente, como de propiedad particular, armas que estén consideradas como de uso privativo de las Fuerzas Armadas». Esto permitió la conformación de grupos armados civiles que fueron centrales en las labores de inteligencia, así como en las acciones cívico-militares. En 1982 fueron reforzadas las instrucciones a las Fuerzas Armadas para organizarlas, instruirlas y apoyarlas como medio para fortalecer la lucha contrainsurgente en los territorios.
851. Fuente de archivo externa. 18244-OE-227295. Ministerio de Defensa Nacional. «Plan de Operaciones Lazo», 2020. Anexo M: «Las unidades de autodefensa civil estarán organizadas con personal escogido en el que se pueda confiar en caso de emergencia para reaccionar positiva y favorablemente. Como guía general para la selección de personal los candidatos serán escogidos entre exmiembros de las Fuerzas Militares o de la Policía Nacional, e individuos sobresalientes de algunos negocios y otras figuras importantes de la sociedad que satisfagan la condición básica de confianza. No se deben entregar armas inicialmente sin antes llevar a cabo un adoctrinamiento psicológico completo a los miembros de dichas fuerzas».
852. Decreto 1194 de 1989.
853. Ver capítulo Entramado paramilitar.
854. Constitución Política de Colombia, Acto Legislativo 05 de 2017.
855. Ver capítulo Entramado paramilitar.
856. Ley 2197 de 2022, artículo 3.
857. En los años setenta y ochenta, la crisis de derechos humanos se puso en evidencia por la denuncia pública del emergente movimiento de derechos humanos, a través del Primer Foro de Derechos Humanos, en 1979; por el acompañamiento de organizaciones internacionales, como Amnistía Internacional; y por la denuncia de algunos medios de comunicación y de organismos intergubernamentales de derechos humanos, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En los años noventa y en las décadas siguientes, el rol del periodismo, de las organizaciones sociales, de los movimientos de derechos humanos, de la rama judicial, de los organismos intergubernamentales de derechos humanos de la OEA y Naciones Unidas ha sido crucial para que los crímenes no sean ocultados ni permanezcan en la impunidad.
858. Entrevista 001-VI-00044. Ex magistrado de la Corte Suprema de Justicia..
859. Semana, «Gabo y la misión de sabios que marcó un rumbo de país».
860. El 11 de junio de 2019, en la ciudad de Bogotá se hizo el encuentro denominado 'Larga vida a los hombres y mujeres líderes sociales, y defensores de derechos humanos'
861. El Espectador, «2020: Un año marcado por las masacres», elespectador.com.
862. Varios ejemplos de esto pueden encontrarse en la segunda parte del capítulo de Impactos, afrontamientos y resistencias del Informe Final.
863. Fuente de Archivo Externa 79984-FS-258406, «Inventarios del conflicto armado». Informe entregado por la Fiscalía General de la Nación da cuenta de las investigaciones de las que tiene registro en ente investigador, relativas a las conductas cometidas con ocasión del conflicto armado hasta antes del 01 de diciembre de 2016, a partir de las bases de datos de los sistemas misionales de información de la Fiscalía: SIJUF, SIJYP, SPOA y SAGITARIO.
864. Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (Uariv), «Registro Único de Víctimas (RUV)».
865. El número de casos reportado es notablemente bajo. La propia Fiscalía reconoce en su informe general un problema de subregistro y pérdida de procesos particularmente acentuado frente a procesos llevados por la justicia antes de 1991. En efecto, la Comisión conoció los vacíos de información producidos cuando se creó la Fiscalía General de la Nación frente a procesos que se llevaban anteriormente, además de problemas de archivos que han hecho que diversos documentos judiciales se hayan deteriorado o hayan extraviado.
866. Fiscalía General de la Nación (2018) Inventario del conflicto armado interno.
867. Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, Sentencia parcial contra el Alexi Mancilla García, 15 de junio de 2016.; Tribunal Superior de Bogotá, Sentencia 1001225200020140005800, 16 de diciembre de 2014.; Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, Radicado: 110016000253201400103 Postulados: Atanael Matajudíos Buitrago y otros, 7 de diciembre de 2016.; Tribunal Superior del Distrito, 0016000253-2008-83308, 0016000253-2010-84398, 0016000253-2006-80893, 30 de enero de 2017.; Tribunal Superior Distrito Judicial de Barranquilla, Radicación:111-001-60-002253-2008-83160 Sentencia Condenatoria Ferney Alberto Argumedo Torres -Alias “el tigre, Camilo, Veintiuno (21), Mata tigre o Andrés", 13 de julio de 2015.; Tribunal Superior de Medellín, Radicado. 110016000253 2007 82701, 17 de mayo de 2018.; Tribunal Superior de Medellín, Radicado: 110016000253-2010-84502 Acusado: Germán Antonio Pineda López, 25 de enero de 2019.; Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, Radicado110016000253200680450 Guillermo Pérez Alzate y otros.; Tribunal Superior Sala Penal de Bogotá, Sentencia de Corte Suprema de Justicia - Sala de Casación Penal no 38222 de 12 de Diciembre de 2012, 12 de diciembre de 2012.
868. Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), AUTO No. 029 de 2019 Se avoca conocimiento del Reclutamiento y utilización de niñas y niños en el conflicto armado como un caso priorizado por la Sala, Caso No. 007., 1 de marzo de 2019.
869. Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), Caso No. 01. Toma de rehenes y graves privaciones de la libertad cometidas por las FARC-EP (renombrado por medio de este Auto), 26 de enero de 2021.
870. Procuraduría Delegada con Funciones de Coordinación de Intervención para la Paz. Observaciones del Ministerio Público. Caso No. 01. Pág. 107-108
871. Consejo Superior de la Judicatura, 2019, 19.
872. https://www.ramajudicial.gov.co/web/consejo-superior-de-la-judicatura/-/consejo-superior-de-la-judicatura-presento-a-camara-de-representantes-el-informe-sobre-el-estado-de-la-rama-judicial.
873. https://www.ramajudicial.gov.co/web/consejo-superior-de-la-judicatura/-/consejo-superior-de-la-judicatura-presento-a-camara-de-representantes-el-informe-sobre-el-estado-de-la-rama-judicial.
874. Respuesta UDAEO21-225 del 10 de febrero de 2021.
875. Entrevista 001-VI-00049. Abogado, exfiscal en el exilio.
876. Entrevista 312-VI-00005. Médico legal.
877. Ver el trabajo compartido entre la Comisión de la verdad y el Consejo de Estado en Consejo de Estado, 2021.
878. Entrevista con exfiscal tomada por la Comisión de la Verdad.
879. Fiscalía General de la Nación, Resolución 0-2725 - mediante la cual se creó la Unidad Nacional de Derechos Humanos, adscrita a la Dirección Nacional de Fiscalías.
880. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), «“Estaba más preparada la sociedad que las instituciones para el posconflicto”».
881. Entrevista 001-VI-00049. Abogado, exfiscal en el exilio.
882. Entrevista 001-V1-00040.
883. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), «“Estaba más preparada la sociedad que las instituciones para el posconflicto”».
884. Entrevista 001-VI-00026. Exfiscal de DD. HH. en el exilio.
885. Fiscalía 14 de la UDH. Resolución de 12 de septiembre de 2008 mediante la cual se resuelve la situación jurídica de Rito Alejo Del Río.
886. Comisión Interamericana de Derechos Humanos, «Comunicado de Prensa 21/01 Preocupación de la CIDH por cambios en la Unidad Nacional de Derechos Humanos en Colombia».
887. Entrevista 001-V1-00040.
888. Entrevista 001-VI-00069. Hombre, exfuncionario CTI, víctima de exilio.
889. Entrevista con exfiscal para la Comisión de la Verdad.
890. Human Rights Watch, 2002.
891. Según constató el Juzgado 56 penal del circuito programa de descongestión OIT, Bogotá D. C., 16 de diciembre de 2010. Ref: 110013104056201000103.
892. El Espectador, «Los hornos del horror en el Catatumbo», elespectador.com.
893. Tribunal Superior de Medellin- Sala de Justicia y Paz, Radicado: 110016000253201084442 Postulado: Fredi Alonso Pulgarín Gaviria, 9 de septiembre de 2016.
894. Tribunal Superior del Distrito Judicial de Barranquilla, Sentencia Condenatoria, contra los postulados del extinto Frente José Pablo Díaz del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia -AUC-, 18 de diciembre de 2018.
895. Tribunal Superior del Distrito, Radicados: 0016000253-2007-82700, 0016000253-2008-83269, 0016000253-2007-82699, 0016000253-2008-83275, 0016000253-2006-80864, 0016000253-2008-83275 y 0016000253-2008-83285, 24 de septiembre de 2015.
896. Tribunal Superior de Bogotá, Sentencia Salvatore Mancuso, 20 de noviembre de 2014.
897. Consultar en: www.fiscalía.gov.co/justiciaypaz
898. Comisión Colombiana de Juristas, Colombia: la metáfora del desmantelamiento de los grupos paramilitares.
899. Contraloría General de la República (CGR), «Análisis sobre los resultados y costos de la Ley de Justicia y Paz».
900. Comisión Interamericana de Derechos Humanos y OEA, Verdad, justicia y reparación.
901. Centro de Memoria Histórica (CNMH), 2012. p. 310.
902. Comisión de la Verdad.
903. Centro Nacional De Memoria Histórica (CNMH), ¡Basta ya! Colombia, memorias de guerra y dignidad.
904. Salas de Justicia y Paz de Bogotá, Medellín y Barranquilla (2020) Respuesta al Oficio No. C.P.C.P.3.1. 1040- 20 de las tres Salas de Justicia y Paz a la Comisión Primera Constitucional Honorable Cámara de Representantes.
905. Casa Editorial El Tiempo, ««Paras» extraditados seguían delinquiendo e incumplían compromisos de ley de Justicia y Paz: Uribe», El Tiempo.
906. Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia, «Pronunciamiento sobre la extradición de 13 ex jefes paramilitares y su impacto en la lucha contra la impunidad».
907. Corte Penal Internacional, pág. 10.
908. Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), «Comunicado de prensa No 21/08 CIDH expresa preocupación por extradición de paramilitares colombianos».
909. Cfr. Semana, «Habla Vicente Castaño». Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso Cepeda Vargas Vs. Colombia. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas., 26 de mayo de 2010. Serie C No. 213, párr. 216. Ver también Corte Interamericana, Caso de la Masacre de Mapiripán Vs. Colombia. Supervisión de Cumplimiento de Sentencia, 8 de julio de 2009, 40 y 41.
910. Cfr. Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso de las Masacres de Ituango Vs. Colombia. Supervisión de Cumplimiento de Sentencia, 21 de mayo de 2013.
911. Casa Editorial El Tiempo, «Asesinado presidente del Comité de Desplazados del municipio de Cotorra (Córdoba)», El Tiempo.
912. Human Rights Watch (HRW), «Colombia: Asesinatos de Representantes de Víctimas Le Restan Credibilidad a Desmovilización Paramilitar (Human Rights Watch, 1-2-2007)».
913. OMCT World Organisation Against Torture, «Asesinato de la Sra. Carmen Cecilia Santana Romaña».
914. Semana, «Habla Vicente Castaño».
915. Entrevista 001-VI-00044. Hombre, abogado, ex magistrado de la Corte Suprema de Justicia.
916. Entrevista con exfiscal para la Comisión de la Verdad.
917. Entrevista 001-VI-00058.
918. Casa Editorial El Tiempo, «Negro balance del poder judicial: siete exiliados y 240 víctimas», El Tiempo.
919. Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso de la Masacre de La Rochela Vs. Colombia, 11 de mayo de 2007, 14.
920. Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, Centro por la Justicia y el Derecho Internacional, y Comisión Intereclesial de Justicia y Paz.
921. La Comisión de la Verdad y Forensic Arquitecture realizaron un trabajo conjunto sobre lo sucedido en el Palacio de Justicia, que puede verse en la plataforma Transmedia de la Comisión.
922. Corte IDH. Caso de la Masacre de La Rochela Vs. Colombia. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 11 de mayo de 2007. Serie C No. 163. p. 55
923. Centro Nacional De Memoria Histórica (CNMH), Tomas y ataques guerrilleros (1965 - 2013).
924. Entrevista 312-VI-00009.
925. Entrevista con exjuez tomada por la Comisión de la Verdad
926. Carretero Pérez, Informe de una Misión de Amnistía Internacional a la República de Colombia.
927. Guzmán Campos, Fals Borda, y Umaña Luna, La violencia en Colombia. Tomo 2.
928. i.a. Corte Constitucional de Colombia, Sentencia C-358/97, 5 de agosto de 1997; Corte Constitucional de
Colombia, C-878-00;Corte Constitucional de Colombia, Sentencia C-1184/08, 3 de diciembre de 2008.
929. Presidencia de la República, Decreto 1631 de 1987, «Por el cual se crean unos Juzgados de Orden Público y se dictan otras disposiciones».
930. Corte Constitucional de Colombia, Sentencia C-392/00, 6 de abril de 2000.
931. Entrevista con exjueza tomada por la Comisión de la Verdad.
932. Indepaz, «Informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas - Indepaz».
933. ACNUDH, «Relator Especial sobre la independencia de los magistrados y abogados».
934. Departamento Administrativo Nacional de Estadistica (DANE).
935. Según la encuesta de 2016, las principales barreras para acceder a la justicia por lo cual las personas deciden no hacer nada sobre sus necesidades jurídicas son el tiempo que toma la resolución de los asuntos (31 %), la idea de que el problema no era importante (20 %), y el desconocimiento (17 %).
936. Cirirí o Sirirí. Un pequeño pájaro que cuando el gavilán se lleva sus crías, lo persigue hasta que logra liberarlas con un canto enormemente estridente e insistente, fue el nombre que ella puso a su acción durante años en la búsqueda de su hijo Luis Fernando, y que fue adoptado por los familiares de desaparecidos y víctimas en la lucha por la justicia.
937. El Espectador, 7 de marzo, 2004. Disponible en: www.elespectador.com/2004/20040307/judicial/nota3.htm
938. Defensoría del Pueblo, «Informe de riesgo N° 010-17 A.I.».
939. Naciones Unidas, «Doc. E/CN.4/2000/11».
940. Entrevista con una víctima, tomada por la Comisión de la Verdad.
941. Entrevista: 173-VI-00014.
942. Entrevista 280-VI-00001. Víctima.
943. Programa Somos Defensores, «Informe anual SIADDHH 2015 sobre agresiones contra defensores de Derechos Humanos en Colombia».
944. Entrevista 402-AA-00001. Excombatiente, FARC-EP.
945. Centro Nacional de Memoria Histórica, Medellín: memorias de una guerra urbana.
946. Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, Sentencia parcial contra el Alexi Mancilla García, 15 de junio de 2016.
947. Entrevista 068-AA-00001. Actor armado, hombre, excombatiente FARC.
948. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), «En acto de reconocimiento, Partido FARC habló de las masacres y violaciones cometidas contra pueblos indígenas - Comisión de la Verdad Colombia».
949. Entrevista a exjuez tomada por la Comisión de la Verdad.
950. Ver Capítulo «Hasta la guerra tiene límites».
951. Como se presenta en el apartado sobre la democracia -en este volumen- la democracia colombiana ha estado en permanente construcción, en medio de una disputa entre fuerzas sociales y políticas y sectores de las élites que buscan la democratización, y aquellas que defienden el statu quo de exclusión. El resultado es un sistema político en el que coexisten aspectos incluyentes de las instituciones con aspectos que facilitan la exclusión y desposesión de amplios sectores de la población y del territorio nacional.
952. El modelo de acumulación por desposesión que, frente a la incapacidad y limitaciones de acumular mediante la reproducción ampliada del capital, funciona mediante la privatización de servicios e infraestructura social, la extracción irracional de bienes naturales y el acaparamiento de tierras, despojando de sus bienes a la población a través de medios legales e ilegales, y recurriendo a la violencia, la criminalidad, el fraude y prácticas depredadoras. Harvey, David. (2007). Breve historia del neoliberalismo. Madrid: Akal
953. Según el DANE, la pobreza multidimensional en los centros poblados y rural disperso fue de 37,1 % en el 2020, mientras que en las cabeceras de las principales ciudades fue de 12,5 %.
954. Este hallazgo se soporta en el proceso de esclarecimiento de la Comisión de la Verdad, las investigaciones adelantadas previamente por la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (CHCV) e investigaciones académicas y judiciales.
955. Luis Jorge Garay, señala cómo la problemática colombiana está marcada históricamente por la progresiva subordinación de lo público a favor de los intereses privados, mediante la imposición de estos intereses por grupos tanto legales como ilegales, creándose una cultura productiva, no de naturaleza capitalista, sino rentística, en la que se propende por la búsqueda de ganancias y la satisfacción de objetivos individuales adquiridos por medio del aprovechamiento de su capacidad de actuación en el mercado y la coacción que disponen ciertos grupos determinantes dentro del ordenamiento político y económico para la aplicación de políticas públicas y colectivas, aun a costa del interés público La historia y las ciencias sociales. Madrid: Alianza Editorial. Garay, Luis Jorge. (1999), p. 18
956. Las políticas sobre desarrollo rural y regulación de los derechos de propiedad sobre la tierra y los intentos de poner tributos progresivos a la propiedad rural, han fracaso en movilizar la tierra como factor productivo y en constituir un verdadero mercado de tierras con elementos económicos de formación de precios y dinamización de la oferta y la demanda. También fracasaron en corregir la desigualdad en la apropiación de la tierra.
957. Ejemplos de estas situaciones pueden leerse tanto en el capítulo territorial del informe, Colombia adentro, como en el capítulo sobre territorios y pueblos étnicos, así como en el capítulo «Hasta la guerra tiene límites».
958. [...] la ciudad-refugio como urbanismo de guerra, es decir de la fase moderna, actual, de la urbanización del país [...] nada nuevo siendo que este ciclo reproduce el precedente, y prosigue la urbanización salvaje “a la brava”. Desde luego, de la “descomposición” social del campesinado, inevitablemente brotó la descomposición de la forma urbana original, bajo la presión y el desespero de los destechados. Sánchez-Steiner, La ciudad refugio, xxii.
959. Para una aproximación profunda de los impactos del conflicto armado en la vida cotidiana revisar el capítulo testimonial del informe final de la Comisión de la Verdad.
960. El corazón de este modelo fue el régimen señorial de la metrópoli, expresado en un eficiente ordenamiento territorial que favorecía la administración de los territorios de ultramar, como virreinatos, intendencias, capitanías, audiencias, provincias, ciudades, villas y parroquias, por una parte. Y, por otra, en la adjudicación de territorios con fines de aprovechamiento económico, mediante figuras como las mercedes de tierras para premiar servicios prestados a la Corona.
961. La Hacienda es un sistema económico y social, derivado de la Colonia, que según Fals Borda ha logrado sobrevivir en la evolución histórica, adaptándose a diversas formas de producción. Esta institución inició en la Colonia como una relación de explotación y subordinación, y ha pasado por diversas etapas hasta llegar a la construcción de relaciones de producción capitalistas. Ya en la república, la expansión territorial de las haciendas contribuyó a la expropiación de tierras a la población campesina. El estudio de las haciendas. Un balance historiográfico. Catalina Ahumada Escobar. Publicaciones Universidad del valle. Julio 2010. P. 7
962. Gutiérrez, Francisco «¿Una historia simple?» En: Comisión Histórica del conflicto y sus víctimas, Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia, Ediciones desde abajo, Bogotá 2017 (tercera reimpresión). Op. cit., p. 527.
963. Ibíd.
964. Gutiérrez, Francisco. El orangután con sacoleva. Cien años de democracia y represión en Colombia (19902010). Bogotá: IEPRI-Debate. 277.
965. Norbert Elias afirma que la construcción de las naciones implica la combinación de y los de integración de los estratos sociales. En cada nación estos procesos tienen particularidades que a la postre definen las características del sistema político y social. Norbert Elias. El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 333-446.
966. Ver Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Capítulo territorial Colombia adentro, Los campesinos en el conflicto armado.
967. Legrand, Catherine. (2016) Colonización y protesta campesina en Colombia 1870-1950. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. 115-116
968. Ibíd. 116
969. Mediante la sentencia, expedida en abril de 1926, la Corte Suprema de Justicia resolvió un recurso de apelación interpuesto contra una sentencia que había sido expedida el primero de noviembre de 1924 por el Tribunal Superior de Santa Marta. En la sentencia apelada, el tribunal negó la solicitud de desembargo de dos bienes inmuebles de gran extensión ubicados en el departamento del Magdalena, en inmediaciones de la Ciénaga de Zapatosa, conocidos con el nombre de Santa Rosa y Buenavista. El embargo se dictó en el marco de un proceso ejecutivo de cobro que el señor Ignacio Uribe inició contra el señor William Archer. Este último se reputaba como dueño de los predios embargados y tenía una deuda no pagada con el primero; por lo tanto, el Juzgado del Circuito de El Banco (Magdalena) ordenó el embargo para asegurar el pago de la deuda. Sin embargo, el funcionario que entonces ostentaba la competencia para representar los intereses de la nación ante dicha instancia se opuso a la orden de embargo dictada, ya que según «órdenes e instrucciones del Gobierno» estos predios eran baldíos y por lo tanto no podrían entenderse como respaldo de la deuda perseguida. El desembargo se solicitó mediante un instrumento jurídico denominado «articulación», figura instituida en el artículo 204 de la Ley 105 de 1890. Mediante esta norma toda persona distinta al deudor embargado podía reclamar como suyos los bienes objeto del procedimiento; por lo tanto, si el articulante (persona que inicia la articulación de desembargo), en el marco de esta operación jurídica, lograba demostrar plenamente que el bien le pertenecía, se debía proceder inmediatamente al desembargo. El acreedor interesado en embargar el bien podía insistir en mantener esta medida solamente si lograba demostrar que el deudor ejecutado gozaba de un título válido y correctamente registrado adjuntando el título y el certificado de registro. El caso llegó a conocimiento de la Corte Suprema de Justicia donde a pesar de que le correspondió ponencia al magistrado de origen liberal Luis Felipe Rosales, la sentencia fue aprobada por una sala -conjunto de tres magistrados- de mayoría conservadora gracias los magistrados Julio Luzardo Fortoul y Francisco Tafur.
970. Con la Ley 110 de 1912 se expidió un Código Fiscal, es decir, un conjunto de normas que regulaban el manejo de los bienes y rentas de la Nación. En el artículo 44 de esta norma se estableció lo que la Corte Suprema consideró, en virtud del artículo 66 del Código Civil, como una presunción legal en favor del Estado: «son baldíos, y en tal concepto pertenecen al Estado, los terrenos situados dentro de los límites del territorio nacional que carecen de otro dueño, y los que habiendo sido adjudicados con ese carácter, deban volver al dominio del Estado, de acuerdo con lo que dispone el artículo 56».
971. Al contrario, la corporación determinó que cuando el Estado consideraba que un predio era baldío, hacía una «negación indefinida», es decir, negaba que aquel predio alguna vez hubiese salido de su poder. Por lo tanto, la carga procesal de probar que un terreno era propiedad privada recaía en quien quisiera ser reconocido como propietario.
972. Becerra, Dayana. (2011) Historia de la policía en Colombia: actor social, político y partidista. Revista Diálogos de saberes, N° 34. Bogotá.
973. Fajardo, Darío. Estudio sobre los orígenes del conflicto social armado, En: Comisión Histórica del conflicto y sus víctimas, Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia, desde abajo, Bogotá: Desde abajo, 2017 (tercera reimpresión), 366.
974. Múnera, Alfonso. Fronteras imaginadas. La construcción de las razas y de la geografía en el siglo XIX colombiano. Bogotá: Planeta, 2005, p. 103.
975. Al llegar al poder, el presidente Santos Montejo se mostró menos reformista, más moderado, y marcó distancia de los movimientos sociales y de sus crecientes demandas con lo que se denominó como una «pausa» a la Revolución en Marcha de López Pumarejo.
976. Los latifundistas se apoyaron en los artículos 13 y 14 de la Ley 100 de 1944 para adelantar procesos policivos de expulsión de los colonos, el único requisito que exigía la ley era la ocupación de una cuarta parte del terreno que se pretendía reclamar como propio; además, se eliminaban formalidades legales con el propósito de facilitar la intervención de la fuerza pública en las disputas por la propiedad de la tierra.
977. Legrand, Catherine. Colonización y protesta campesina en Colombia 1870-1950. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. 1988, 249.
978. Centro Nacional de Memoria Histórica, Tierras y conflictos rurales. Historia, políticas agrarias y protagonistas, Bogotá: CNMH. 2016, pp. 83- 84.
979. Ibíd, p. 86.
980. Oquist, Paul. (1978) Violencia, conflicto y política en Colombia Bogotá: Instituto de Estudios Colombianos.
981. Ibíd.
982. Ibíd.
983. Gutiérrez, Francisco. ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia 19582016. Bogotá: Norma, 2007, p. 78
984. Ver Capítulo de Narrativa Histórica del Informe Final Hay futuro si hay verdad, de la Comisión de la Verdad.
985. El inmovilismo se refiere a la tendencia a mantener sin cambios la situación política, social económica o ideológica.
986. La Alianza para el Progreso fue un programa de ayuda económica, política y social de Estados Unidos para América Latina efectuado entre 1961 y 1970. Se proponía “mejorar la vida de todos los habitantes del continente” para lo que se promovían medidas de carácter social, político y económico. El programa se creó también con el objetivo de contrarrestar la influencia de la revolución cubana y apoyar medidas reformistas de los gobiernos latinoamericanos. Entre las principales medidas estaba la reforma agraria, la modernización de la infraestructura de comunicaciones, reforma a los sistemas de impuestos, acceso a la vivienda, acceso a la educación y erradicación del analfabetismo entre otros.
987. La Ley 135 de 1961 buscaba que los grandes propietarios agrícolas modernizaran la explotación de sus tierras y les dieran un uso más adecuado, y corregir los defectos de la estructura de tenencia para eliminar la excesiva concentración. Asimismo, intentaba dar una solución a la violencia que azotaba al país desde 1946, generar empleo y asegurar el abastecimiento de alimentos.
988. Tai, H.-C. (1974). Land reform and politics. Berkeley, EE. UU.: University of California Press, p. 227.
989. Molano, Alfredo. Fragmentos de la historia del conflicto armado (1920-2010) En: Comisión Histórica del conflicto y sus víctimas, Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia, Ediciones desde abajo, Bogotá 2017 (tercera reimpresión). Op. cit p. 600.
990. Ibíd., p. 149.
991. Centro de Memoria Histórica, Tierras y conflictos rurales. Historia, políticas agrarias y protagonistas, p. 107, 149, 150.
992. Uribe, M. “El veto de las élites rurales a la distribución de la tierra en Colombia”, Revista de Economía Institucional 21, 2009, pp. 93-106, p. 94.
993. El coeficiente de concentración varió tan solo en 0,024 entre 1960 y 1970, es decir, el efecto reformador fue casi nulo. Tamayo, B. H. La reforma agraria en Colombia. Una base para su evaluación, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1970, p. 165.
994. Machado, C. A. Problemas agrarios colombianos, Bogotá, Siglo XXI, 1991, p. 100.
995. Para acceder al análisis hecho por la Comisión de la Verdad sobre el Frente Nacional, revisar el capítulo de Narrativa Histórica del Informe Final.
996. Gutiérrez, Francisco ). El orangután con sacoleva. Cien años de democracia y represión en Colombia (19902010). Bogotá: IEPRI-Debate, 2014,. 278-279.
997. Esta ley revivió la aparcería que había sido implementada con la Ley 100 de 1944.
998. Entrevista 139-VI-00039. Exfuncionario Incora, abogado, víctima.
999. Entrevista 200-PR-00847. Hombre, exfuncionario, Puerto Asís.
1000. Igualmente, una parte de los asesores y líderes de la ANUC fue acusada injustamente de haber participado en el secuestro y asesinato de Gloria Lara en 1982, lo que supuso un enorme impacto en la organización y que algunos de sus líderes del Caribe salieran al exilio.
1001. Currie Lauchlin. La política urbana en un marco macroeconómico, Bogotá: BCH, 1983, 16.
1002. Se hace referencia a los ciclos fundacionales de ciudades registrados: el primero, durante el siglo XVI como consecuencia de la colonización, y el segundo, entre el siglo XVII y XIX, como consecuencia de la dinámica económica y la posterior instauración de la república.
1003. Jaramillo y Cuervo, La configuración del espacio regional en Colombia, 17.
1004. UNFPA, Ciudad, espacio y población, 13.
1005. Planes y programas de Desarrollo (1969-1972). En https://www.dnp.gov.co/Plan-Nacional-de- Desarrollo/Paginas/Planes-de-Desarrollo-anteriores.aspx
1006. Ver Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la convivencia y la no Repetición, Colombia adentro, Conflicto armado en los territorios, Dinámicas urbanas del Conflicto armado. Capítulo Territorial del Informe Final.
1007. Para estas elecciones la opinión pública insistió en un posible fraude electoral, pues el General Rojas Pinilla obtuvo una votación muy pareja con el electo presidente Misael Pastrana. Ambos conservadores, tuvieron una diferencia del 2 % en los comicios. No obstante, la disidencia conservadora (Anapo) pudo comprobar una vez más, su capacidad de movilización electoral en cabeza del ex dictador.
1008. Ver Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la convivencia y la no Repetición, Colombia adentro, Conflicto armado en los territorios, Historia Regional de la Orinoquia. Capítulo Territorial del Informe Final.
1009. González, Fernán, Bolívar, Íngrid y Vásquez, Teófilo. La Violencia política: de la nación fragmentada a la construcción del Estado. Colombia: Cinep, 2004.
1010. Fazio, Hugo. La globalización en su historia, Bogotá, Universidad Nacional, 2002, p. 174.
1011. Tobasura, Isaías. «La crisis cafetera, una oportunidad para el cambio en las regiones cafeteras de Colombia», en Revista Agronomía, vol. 13, núm. 2, Bogotá, julio-diciembre, 2005, p. 39.
1012. Departamento Administrativo Nacional de Estadística. La minería en Colombia: impacto socioeconómico y fiscal, Bogotá, Fedesarrollo, abril 2008.
1013. Perfetti, Juan José. Crisis y pobreza rural en Colombia, Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural e Instituto de Estudios Peruanos, núm. 43, noviembre, 2009. En http://www.ri- misp.org/FCKeditor/UserFiles/File/documentos/docs/pdf/DTR/N43_2009_Perfetti_crisis-pobre za-rural-caso- Colombia.pdf.
1014. Reyes, Alejandro. «La cuestión agraria en la guerra y la paz», en Álvaro Camacho y Francisco Leal [comps.], Armar la paz es desarmar la guerra, Bogotá: CEREC/DNO/FESCOL/IEPRI, Misión Social, Presidencia de la República, 2000, p. 216.
1015. Ocampo, Sebastián. «Agroindustria y conflicto armado. El caso de la palma de aceite», en Revista Colombia Internacional, núm. 70, julio-diciembre, 2009, p. 180.
1016. Casos como estos se desarrollan en el capítulo territorial del informe final de la Comisión de la Verdad, Colombia Adentro. Igualmente, en el capítulo étnico y en el capítulo sobre violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario.
1017. La creación de las cooperativas Convivir, es un buen ejemplo de esta situación.
1018. En los primeros años de la década del 90, asistimos a la privatización de empresas públicas en las áreas de puertos marítimos, aeropuertos, ferrocarriles, telecomunicaciones y seguridad social (ley 1 de 1990 y decretos presidenciales 2156 a 2171 de 1992), la cual causó miles de despidos de empleados públicos; alrededor de 40.000 según el gobierno. “El Estado colombiano en los noventa: Entre la legitimidad y la eficiencia”. Luis Javier Orjuela. Revista de Estudios sociales. Universidad de Los Andes. Diciembre de 1998. P. 58)
1019. De acuerdo con la Cepal, la pobreza por ingresos en Colombia durante la década del 90, se mantuvo por encima del 50 %, teniendo su pico más alto en el año 2000, con el 60 %. Determinantes de la pobreza en Colombia. Años recientes. Jairo Nuñez M. Juan Carlos Ramírez J. CEPAL. Bogotá. Diciembre de 2002.
1020. Informe 1306-CI-01879 Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro), Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc), Coordinador Nacional Agrario de Colombia (CNA), Proceso de Unidad Popular del Suroccidente Colombiano (PUPSOC), Comité de Integración del Macizo Colombiano (CIMA), Mesa Nacional de Unidad Agraria (MUA), Instituto de Estudios Interculturales (IEI), Centro de Estudios de Derecho Justicia y Sociedad (De justicia). «Guerra contra el campesinado (1958-2019): dinámicas de la violencia y trayectorias de lucha»
1021. Pécaut, Daniel. Crónica de cuatro décadas de política colombiana, Bogotá: Norma. 2006, p. 236.
1022. Reyes, Alejandro. Guerreros y Campesinos. Despojo y restitución de tierras en Colombia. Bogotá: Ariel, 2016.
1023. Ver Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la convivencia y la no Repetición, Colombia adentro, Conflicto armado en los territorios, Conflicto armado en el Valle del Cauca y Norte del Cauca. Capítulo Territorial del Informe Final.
1024. Francisco Gutierrez, ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia 19582016. Bogotá: Norma, 2007, 212.
1025. García Villegas, Mauricio y Espinosa, José Rafael, El derecho al Estado. Los efectos legales del Apartheid institucional colombiano, Bogotá: Dejusticia, 2013.
1026. Ramírez Tobón, William. «¿Un campesino ilícito?». Análisis políticos (No. 29 septiembre-diciembre, 1996): 54-62.
1027. Ver Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la convivencia y la no Repetición, Colombia adentro, Conflicto armado en los territorios, Campesinos y conflicto armado. Capítulo Territorial del Informe Final.
1028. Urrutia, Miguel, Análisis costo-beneficio del tráfico de drogas para la economía colombiana. Fedesarrollo, Revista Coyuntura Económica. Octubre, 1990, 120.
1029. FARC-EP, Comisión Internacional, 1999, Bosquejo Histórico. Colombia, Rústica.
1030. Pizarro, Eduardo, «Las FARC-EP: ¿Repliegue estratégico, debilitamiento o punto de inflexión?» en Nuestra guerra sin nombre, Bogotá: IEPRI-Norma, 2006 y A. Rangel, «Las FARC-EP: una mirada actual», en Malcon Deas y M. Llorente (comp.) Reconocer la guerra para reconstruir la paz, Bogotá: Uniandes, Cerec, Norma, 1999
1031. Gutiérrez; Francisco. «¿Una historia simple?». En: Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia. Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (2015) 508.
1032. Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (2015). Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia. Página 64 (versión digital).
1033. Gutiérrez, Francisco. «¿Una historia simple?». En: Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia. Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, 509.
1034. Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (2015). Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia. Página 64 (versión digital).
1035. Sólo hasta 1999 fueron declarados inexequibles los Decretos 2535 de 1993 y 356 de 1994, que eran la base legal de las Convivir.
1036. Ver Hasta la guerra tiene límites, capítulo de violaciones a los derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario.
1037. Ibíd, 368.
1038. El caso Bellacruz, entre mucho otros, ilustra estas situaciones. Ver transmedia de la Comisión.
1039. Entrevista 795-PR-03214 (24 de mayo de 2012. Cartagena de Indias).
1040. Fuente de archivo externa 1875144-FS-9. Juzgado 45 administrativo del circuito judicial de Bogotá. «Sentencia AG 8 de octubre de 2021. Primitivo Pérez y Pedro Santana vs La Nación, Ministerio de Defensa».
1041. El proceso de titulación colectiva comenzó en 2006, el mismo año en el que se declaró en desplazamiento la vereda La Bonga por parte de la Alcaldía de Mahates. Dos años después, la Unidad Nacional de Tierras Rurales (UNAT), expidió la Resolución No. 1847 de 2008, mediante la cual se adjudican como territorio colectivo 7.303 hectáreas + 2.680 metros cuadrados. En 2012, el Incoder adoptó la Resolución 0466 de 2012 que redefine los límites del territorio palenquero a 3.353 hectáreas y 9.957 metros cuadrados, sin que en el curso del proceso se hayan presentados opositores.
1042. Fuente de archivo externa. Juzgado Tercero Civil Especializado en Restitución de Tierras del Carmen de Bolívar. «Expediente judicial proceso de restitución de derechos territoriales Consejo Comunitario Ma-Kankamana», 2020.
1043. o e. Velázquez, Fabio (coord), Las otras caras del poder. Territorio, conflicto y gestión pública en municipios colombianos, Fundación Foro Nacional por Colombia -GTZ, Bogotá, 2009, p. 182
1044. Francisco Gutiérrez, ¿lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia 19582016. Bogotá: Norma, 2007, pág. 212
1045. Ver caso sobre el genocidio de la Unión Patriótica en la transmedia de Comisión de la verdad. También ver el libro Campesinado: conflicto, tierra y democracia, del volumen territorial del informe final, Colombia adentro.
1046. Fabio Sánchez y Mario Chacón, “Conflicto, Estado y Descentralización: del progreso social a la disputa armada por el control local, 1974 -2002”, en Varios, Nuestra guerra sin nombre. Transformaciones del conflicto en Colombia, Bogotá, Universidad Nacional, 2006, p. 347-403, p. 349
1047. Debilidad dada por su precaria presencia en los territorios, por la cooptación de muchas de sus instituciones locales, por la corrupción, y en el caso de la fuerza pública, por no garantizar el monopolio de la fuerza y de las armas como ordenaba la constitución, entre otros factores.
1048. Romero, M., Paramilitares y autodefensas. 1982-2003, Bogotá, IEPRI -Planeta, 2003, p. 127
1049. González, Fernán, Bolívar, Íngrid y Vásquez, Teófilo. Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, 194 y ss. Bogotá: Cinep, 2003.
1050. Ibíd, p. 200
1051. Grupo de Memoria Histórica. ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Imprenta Nacional, 2013, p. 160.
1052. Verdad Abierta. «La historia detrás del Pacto de Ralito». Acceso el 15 de abril de 2022. https://verdadabierta.com/la-historia-detras-del-del-pacto-de-ralito/.
1053. Grupo de Memoria Histórica. ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Imprenta Nacional, 2013, p. 180.
1054. Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) (2009). El despojo de tierras y territorios. Aproximación conceptual.
1055. Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) (2009). El despojo de tierras y territorios. Aproximación conceptual. pp. 68-71.
1056. Ibíd. pp.72-73.
1057. Corte Constitucional, Sentencia SU 235, 12 de mayo de 2016. Ver Caso Hacienda Bellacruz.
1058. Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cartagena, Sala Civil Especializada en Restitución de Tierras (2017); Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cúcuta Sala Civil Especializada en Restitución de Tierras (2015).
1059. Informe 119-CI-00334, Pax for Peace, «El lado oscuro del carbón», 19.
1060. Son varias las estructuras armadas y periodos identificados por la Comisión de la Verdad que ponen en evidencia la funcionalidad del archipiélago y sus aguas para los intereses de la guerra. Desde la década de los 80 los carteles de la droga, luego las AUC y las FARC y finalmente los grupos posdesmovilización han tenido injerencia en las islas. No mediante la presencia de bloques o frentes, sino mediante redes de apoyo logístico o de crimen que les permitían el transporte de drogas, armas o dinero con destino al conflicto armado que se vivía al interior del país. Al respecto puede consultarse: Informe 1306-CI-02017. Centro de Estudios Afrodiaspóricos et. al. «Mar, Guerra y Violencia».
1061. Defensoría del Pueblo de Colombia, «Informe de Riesgo N°001-14», 8; Entrevista 812-PR-02092. San Andrés. 18 de julio de 2020.
1062. Informe 686-VI-00011. Víctima, mujer habitante de San Andrés Islas, docente universitaria. Embassy of Bogotá, «USMILGP Colombia», 10.
1063. Uno de los episodios más recordados a nivel nacional vinculó a varios integrantes de la cúpula de la Armada Nacional y personal administrativo en el suministro de información de inteligencia, en particular posicionamiento de naves de patrullaje y control en el mar caribe, a estructuras del narcotráfico para que de esta forma evitaran ser interceptadas. Corte Suprema de Justicia, «Sentencia de 3 de diciembre de 2009», 134. U.S. Department of Justice, «Former colombian naval petty officer Extradited to United States». U.S. Department of Justice, «Former colombian naval petty officer Extradited to United States». Presidencia de la República de Colombia, «Resolución No. 199 de 2018».
1064. En los que hicieron presencia los Frentes 29, 8, la Columna Móvil Daniel Aldana y la Columna Móvil Mariscal Sucre del Bloque Occidental de las FARC-EP en Nariño, junto a los Frentes 32 y 48 del Bloque Sur de las FARC-EP que operaron en Putumayo.
1065. Entrevista 397-VI-00007. Mujer, víctima, Roberto Payán.
1066. Ver Capítulo de pueblos y territorios étnicos.
1067. Especialmente en sectores como el de tierras, construcción, inmobiliario, comercio
1068. En la década de los ochenta ese proceso de reconfiguración territorial se reflejó en la compra masiva de tierras por parte de narcotraficantes en 500 municipios del país. Consultaría #20-OI- 620bd7dce336bb3ab4aa1463. Alejandro Reyes, Violencia y tierra en el conflicto armado. Diciembre de 2021, página 13.
1069. Informe 066-CI-00549, Ejército Nacional de Colombia, La Sexta División del Ejército Nacional en el conflicto armado interno colombiano, 2020.
1070. La Financial Action Task Force (FATF) ha declarado que existen tres grandes mecanismos para esconder fondos ilícitos e introducirlos a la economía legal: Instituciones Financieras, contrabando físico de dinero de un país a otro y vía transferencia de comercio de bienes. El análisis de la Comisión a la información proporcionada por la UIAF muestra varias conclusiones útiles para entender la magnitud de las relaciones financieras y sospechosas de nuestro país con el mundo.
1071. UIAF.
1072. Para profundizar en información específica sobre territorios, periodos y actores, revisar las historias regionales que hacen parte del capítulo territorial del Informe final de la Comisión.
1073. La estructura de la tierra en Colombia se ha caracterizado históricamente por su concentración, su estructura bimodal (es decir, que coexisten la agricultura capitalista liderada por empresas con la de subsistencia y comercio a baja escala desarrollada por campesinos y poblaciones étnicas) y una vocación agrícola ineficiente.
1074. A manera de contrastación del 0,92 de concentración de la tierra en Colombia, para 2021 el Gini de tierras en Europa era de 0,57; en África de 0,56; en Asia de 0,55; y en América Latina de 0,79. Además, en América Latina las personas que viven de la agricultura familiar, campesina e indígena son propietarias del 13 % del total de la tierra explotable. En Colombia este porcentaje baja dramáticamente al 4 %. Datos de la organización We Effect incluidos en el documento América Latina tiene la mayor desigualdad del mundo en concentración de la tierra, extracto del informe Luchas de alto riesgo. Disponible en Internet:
https://latin.weeffect.org/news/america-latina-tiene-la-mayor-desigualdad-del-mundo-en-distribucion-de-la-tierra/.
1075. Suescún, Carlos Alberto, Fuerte Posada, Andrés, La escandalosa desigualdad de la propiedad rural en Colombia. En: Razón Pública, mayo 15 de 2017. Disponible en Internet: https://razonpublica.com/la-escandalosa-desigualdad-de-la-propiedad-rural-en-colombia/.
Descargado: 22/05/2022.
1076. Oxfam (2017). Radiografía de la desigualdad. Lo que nos dice el último censo agropecuario sobre la distribución de la tierra en Colombia.
En: https://www-cdn.oxfam.org/s3fs-public/file_attachments/radiografia_de_la_desigualdad.pdf
1077. Semana (22 de abril de 2019). “Los bosques concentran más de la mitad del uso de la tierra en Colombia”. En: https://www.semana.com/medio-ambiente/articulo/los-bosques-concentran-mas-de-la-mitad-del-uso-de- la-tierra-en-colombia/43888/
1078. Los bosques ocupan 60.703.476 hectáreas, correspondientes al 53,2 % del territorio nacional.
1079. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), es una asociación de gobiernos que tiene por misión diseñar mejores políticas para una vida mejor. Su objetivo es promover políticas que favorezcan la prosperidad, la igualdad, las oportunidades y el bienestar de las personas. Está conformada por 38 países, entre ellos cuatro latinoamericanos. Colombia es miembro oficial desde abril de 2020.
1080. World Bank Group, 2021 (Octubre). Hacia la construcción de una sociedad equitativa en Colombia. Disponible en Internet: https://documents1.worldbank.org/curated/en/602591635220506529/pdf/Main- Report.pdf.
Descargado: 22/05/2022.
1081. DNP (2014). Bases para una Política General de Ordenamiento Territorial, 8.
1082. Machado, A. (2021). La ruralidad que viene y lo urbano, un despertar de la conciencia. Siglo del Hombre.
1083. Ibíd., 210.
1084. Ibíd., 18.
1085. Estos informes fueron retomados por los Documentos Técnicos de Soporte y posteriores textos del Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022 “Pacto por Colombia, pacto por la equidad”, del gobierno del Presidente Iván Duque.
1086. Ocampo, J. A. (2014). Misión para la transformación del campo, 4.
1087. DNP (2014). Bases para una Política General de Ordenamiento Territorial, 23.
1088. Rey, «Las dinámicas del hormiguero».
1089. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU nombró en 2012 a Pablo de Greiff como el primer relator especial para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. Estas palabras las dijo en un seminario sobre recomendaciones de la Comisión de la Verdad- 2021
1090. Orozco, Seminario sobre recomendaciones. Comisión de la Verdad. 2021.
1091. Ídem.
1092. Bar-Tal y Halperin, «Barreras sociopsicológicas para la paz»
1093. Sánchez, Gonzalo. Investigador social. Aportes a Recomendaciones, Comisión de la Verdad.
1094. Melo González, Colombia, las razones de la guerra, 14.
1095. Galtung, Tras la Violencia, 3R.
1096. Según un informe de Oxfam el coeficiente de desigualdad Gini en la distribución de la tierra en Colombia es de los más altos del mundo: 0,88. Superamos el Gini de América Latina que es de 0,79 y ni que decir los de Europa (0,57); Asia (0,55) y África (0,56) (CPT Colombia, «La propiedad de la tierra»).
1097. Según un informe de Oxfam El 0,44 % de los propietarios de tierra controlan el 40,1 % de la misma en el país. Entre tanto el 69,9 % de los propietarios apenas tienen el 5 % de la tierra del país. Representan propiedades menores a las 5 hectáreas (ibíd.).
1098. Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) es un método directo para identificar carencias críticas en una población y caracterizar la pobreza. El Colombia lo mide el DANE
1099. Gobernación del Chocó, «Analfabetismo».
1100. Ministerio de Educación, «Tasa de analfabetismo en Colombia a la baja».
1101. DANE y UNFPA, «Estudios Poscensales de jóvenes investigadores Censo Nacional de Población y Vivienda 2018».
1102. DANE, «Guía para la inclusión del enfoque diferencial e interseccional».
1103. Semana rural, «La pobreza campesina casi dobla al resto del país».
1104. Intervención del Comisionado Leyner Palacio en taller sobre Recomendaciones.
1105. Testimonio mujer negra, Montes de María Comisión de la Verdad, «La verdad del pueblo negro, afrocolombiano, palenquero y raizal», 11 de diciembre de 2020.
1106. Entrevista 477-AA-00002. Exintegrante AUC.
1107. Entrevista 795-PR-00823. Funcionaria pública, afrocolombiana.
1108. Entrevista 236-VI-00001. Joven negro, víctima.
1109. Entrevista 477-AA-00002. Exintegrante AUC.
1110. Testimonio mujer Barí Comisión de la Verdad, «Encuentro por la Verdad #LaVerdadIndígena», 23 de octubre de 2020.
1111. Rivas Ortiz, «La Memoria Histórica en la violación sobre el derecho a la vida».
1112. Ministerio del Interior, «Plan de caracterización del Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Cacarica», 72.
1113. Entrevista 651-AA-00001. Actor del conflicto armado, paramilitar.
1114. Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, «Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos Colombia», 14.
1115. Entrevista 236-PR-00237. Experto, periodista.
1116. La Corte Constitucional alertó, en el Auto 092, cómo la violación a los derechos reproductivos es un «riesgo de género, de los diez riesgos a los que se enfrentan las mujeres y niñas en el marco del conflicto armado, incluyó el aborto y la anticoncepción forzadas; que las niñas y mujeres que son reclutadas o son parte de grupos al margen de la ley enfrentan el riesgo de sufrir diversas formas de violencia reproductiva de forma reiterada y sistemática». La planificación reproductiva forzada -a través de distintos medios, pero principalmente mediante la colocación de dispositivos intrauterinos y el uso de otros métodos anticonceptivos, en contra de su voluntad y sin información sobre las consecuencia de su implantación, en tanto «orden» de obligatorio cumplimiento-, iii) la esclavización y explotación sexuales, iv) la prostitución forzada, v) el abuso sexual, vi) la esclavización sexual por parte de los jefes o comandantes, vii) el embarazo forzado, viii) el aborto forzado Colombia. Corte Constitucional de Colombia, Auto 009 de 2015, 27 de enero de 2015.
1117. Women's Link Worldwide, «Una violencia sin nombre», 6.
1118. Centro Nacional de Memoria Histórica, La guerra inscrita en el cuerpo, 16.
1119. CIDH, «Las mujeres frente a la violencia y la discriminación derivadas del conflicto armado en Colombia». 682
1120. Entrevista 1026-PR-02505. Docente universitario, activista LGBTI, Cartagena de Indias.
1121. Entrevista 167-VI-00004. Hombre, indígena, gay.
1122 Informe 262-CI-00531, Center for Reproductive Rights, «Violencia reproductiva en el conflicto armado colombiano», 2020.
1123. Entrevista 167-VI-00005. Mujer, víctima.
1124. Entrevista 169-VI-00005. Mujer, rrom, víctima.
1125. Entrevista 240-CO-00959. Excomandante de las AUC.
1126. Entrevista 627-VI-00005. Joven afrocolombiano, Nariño.
1127. Consejo de Estado, Sentencia 22 de mayo de 2020. Rad. 52001-23-31-000-2011-00229- 01(58477) Heriberto Estupiñán y otros Vs Nación - Ministerio de Defensa - Policía Nacional y Ejército Nacional, 22 de mayo de 2020.
1128. Tribunal Superior de Bogotá, Sentencia primera instancia - Postulado: Orlando Villa Zapata, 16 de abril de 2012.
1129. Entrevista 070-VI-00051. Mujer, madre, campesina.
1130. Tomado de No es un mal menor. Niñas, niños y adolescentes en el conflicto armado, parte del Informe Final.
1131. Angarita Cañas et al., La construcción del enemigo.
1132. Entrevista 975-PR-02938. Excombatiente M19.
1133. Entrevista 337-PR-02648. Habitante, testigo de Nariño.
1134. Informe 262-CI-01224, Corporación Ensayos, «La guerra no es una balacera», 2021, 121.
1135. Entrevista 238-VI-00057. Mujer, Guajira.
1136. Entrevista 542-VI-00021. Gestor cultural, Valledupar.
1137. Entrevista 084-PR-03529. Comandante de un grupo posdesmovilización.
1138. Notas de Carlos Beristaín. Equipo de trabajo sobre impunidad.
1139. Mapa sistémico del Grupo de Informe Final. Documento de trabajo. Mayo 2021
1140. Entrevista 169-PR-02428. Defensor de derechos humanos, Catatumbo.
1141. Entrevista 307-VI-00027. Habitante, Resbalón, Guaviare.
1142. Entrevista 001-VI-00026. Exfiscal de DD. HH. en el exilio.
1143. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623a2ea44fbc441b4622da34, «Relatoría jornada de seguimiento reconocimiento San Adolfo Huila. 2021»; Comisión de la Verdad, «Construyendo caminos de dignificación y no repetición en Acevedo, Huila», 17 de septiembre de 2021.
1144. Entrevista 056-VI-00050. Mujer, campesina, madre de víctima de ejecución extrajudicial.
1145. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623a271f4fbc441b4622da23, «Seguimiento a participantes de los reconocimientos que ofrecen su testimonio en el acto público y/o privado: víctimas Palestina, Huila»; Comisión de la Verdad, «Encuentro por la Verdad 'El valor de la verdad en la búsqueda de desaparecidos en Palestina, Huila'», 15 de agosto de 2021.
1146. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-6239ec5d4fbc441b4622d942, «Entrevista experiencia de reconocimientos: Mujer firmante del acuerdo de paz, participante de proceso de reconocimiento».
1147. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-6239e4184fbc441b4622d91d, «Entrevista experiencia de reconocimientos: Mujer firmante del acuerdo de paz, participante de proceso de reconocimiento».
1148. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623b69b94fbc441b4622dc26, «Entrevista experiencia de reconocimientos: Hombre, exmilitar, responsable de ejecuciones extrajudiciales»; Comisión de la Verdad, «Reconocimiento de responsabilidades sobre las ejecuciones extrajudiciales en Bogotá y Soacha», 10 de mayo de 2022.
1149. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623b69004fbc441b4622dc22, «Entrevista experiencia de reconocimientos: Hombre, exmilitar, responsable de ejecuciones extrajudiciales».
1150. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623b6bde4fbc441b4622dc2c, «Entrevista experiencia de reconocimientos: Hombre, exmilitar, responsable de ejecuciones extrajudiciales».
1151. Comisión de la Verdad, «Reconocimiento de responsabilidades en el caso de asesinato de Yolanda Cerón», 25 de junio de 2021.
1152. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623b69634fbc441b4622dc24, «Entrevista experiencia de reconocimientos: Hombre, exmilitar, responsable de ejecuciones extrajudiciales».
1153. Entrevista 142-PR-00225. Hombre, teniente retirado, responsable de ejcuciones extrajudiciales.
1154. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-6239fa744fbc441b4622d985, «Reconocimiento de las afectaciones e impactos individuales y colectivos del municipio de Palestina en el departamento del Huila».
1155. Módulo de Catalogación Colaborativa 1000050-OIMBMB-61313c8fbfd4c44dfe1f869d, «Memoria reconocimiento voluntario de responsabilidades entre responsables Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - FARC y liderazgos del municipio de Caldono»; Comisión de la Verdad, «Encuentro por la Verdad 'Reconocimiento por la vida: Caldono cuenta la Verdad'», 20 de marzo de 2021.
1156. Comisión de la Verdad, «Contribución a la verdad y reconocimiento de responsabilidades de integrantes del Ejército», 1 de diciembre de 2021, 01:14:55-02:13:25-02:14:30.
1157. En este marco han tenido que pagar años de prisión o estar vinculados a procesos interminables. Los niveles de sevicia que utilizaron en las distintas formas de victimización.
1158. Palabras de Braulio Vásquez Fonseca, alias Jaime Barragán, excomandante de la Columna Móvil Jacobo Arenas de las FARC-EP en Comisión de la Verdad, «Encuentro por la Verdad 'Reconocimiento por la vida: Caldono cuenta la Verdad'», 20 de marzo de 2021, 02:01:26-02:03:16.
1159. Palabras de Herney Ortiz Dagua, alias Silvestre en Comisión de la Verdad, 02:15:00-02:16:37.
1160. Entrevista 837-AA-00010. Hombre, responsable, excomandante FARC.
1161. Módulo de Catalogación Colaborativa 29-OI-623b69b94fbc441b4622dc26, «Entrevista experiencia de reconocimientos: Hombre, exmilitar, responsable de ejecuciones extrajudiciales».
1162. Comentarios de personas que se conectaron por YouTube a la transmisión de Comisión de la Verdad, «Encuentro por la Verdad 'El valor de la verdad en la búsqueda de desaparecidos en Palestina, Huila'», 15 de agosto de 2021.
1163. Comentario de una persona que se conectó por YouTube a la transmisión de Comisión de la Verdad.
1164. Palabras de Braulio Vásquez Fonseca, alias Jaime Barragán, excomandante de la Columna Móvil Jacobo Arenas de las FARC-EP, en Comisión de la Verdad, «Encuentro por la Verdad 'Reconocimiento por la vida: Caldono cuenta la Verdad'», 20 de marzo de 2021, 03:48:35-03:58:07.
1165. Grupo conformado por países europeos y latinoamericanos, además de representantes de organismos intergubernamentales como la Unión Europea y las Naciones Unidas.
1166. Según lo relataron ante la CEV, miembros de ambos equipos negociadores, muy al inicio de la negociación, estando en Cuba, las negociaciones se alcanzaron a romper, pero el rol de Noruega y Cuba fue central para que ambos cedieran y volvieran a la mesa.
1167. Por supuesto la diplomacia fariana iba más allá de América Latina, hubo un trabajo importante en Europa, pero su énfasis indiscutiblemente fue en los latinoamericanos. Para profundizar sobre el tema ver el Anexo «Vecindades y Diplomacias Insurgentes».
1168. Entrevista 311-PR-00411, excanciller y periodista.
1169. Entrevista 311-PR-03101, actor armado, miembro del equipo negociador de las FARC.
1170. Desde la visita realizada por Amnistía Internacional en 1980 en el marco de las detenciones arbitrarias, torturas y otras violaciones de derechos humanos cometidas en el marco del Estatuto de Seguridad del presidente Julio César Turbay (1978-1982) pasando por las visitas e informes de la CIDH, los relatores temáticos de Naciones Unidas y hasta el establecimiento de la OACNUDH y ACNUR en el gobierno de Ernesto Samper, en 1997.
1171. La realidad del exilio es heterogénea, compleja y responden a diferentes variables como la forma de migración, la trayectoria del desplazamiento, los miedos, el escenario legal del país de acogida y otras determinaciones. Véase al respecto: Comisión de la Verdad. (2022). Las verdades del Exilio: la Colombia fuera de Colombia. Volumen Exilio, Macro Territorial Internacional.
1172. Se recibieron 10.093 propuestas de recomendaciones con corte a 4 de abril de 2022. La base de datos sigue en proceso de actualización.
1173. El equipo está trabajando con la Transmedia para generar insumos digitales que le permitan a un público amplio acceder a las recomendaciones del Informe Final, la base de datos anonimizada y análisis estadísticos descriptivos de esta. Así mismo, comenzamos a conformar un equipo de apoyo para la escritura de una cartilla pedagógica que dé cuenta del proceso de recolección de recomendaciones, su sistematización y resultados en términos generales.
1174. Entrevista 417-VI-00002. Víctima, funcionario público, Buenaventura.
1175. Instituto Kroc, Cinco años después de la firma del Acuerdo Final: Reflexiones desde el monitoreo a la implementación.
1176. Sistema Integrado de Información para el Posconflicto, «Reporte del Sistema Integrado de Información para el Posconflicto»
1177. Instituto Kroc, Cinco años después de la firma del Acuerdo Final: Reflexiones desde el monitoreo a la implementación; Contraloría General de la Nación, 2021.
1178. Hallazgo recurrente en los diferentes informes oficiales de seguimiento a la implementación (Instituto Kroc, CINEP y CERAC, Contraloría General de la Nación y Procuraduría General de la Nación).
1179. Instituto Kroc, Cinco años después de la firma del Acuerdo Final: Reflexiones desde el monitoreo a la implementación.
1180. Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia, «Informe Trimestral del Secretario General».
1181. Estas recomendaciones se complementan con recomendaciones incluidas en Transformación Integral de Territorios, medidas sobre participación ciudadana e inclusión en Régimen Político y Participación y las recomendaciones hacia una política de seguridad para la paz.
1182. En cumplimiento del Acuerdo de Paz se tramitó y aprobó en el Congreso de la República la Ley 1908 de 2019. Congreso de la República, Ley 1908 de 2019.
1183. El acuerdo previó la creación de dos instancias. Por una parte, la Instancia Especial de Alto Nivel para Pueblos Étnicos (IANPE) como órgano consultor, representante e interlocutor de primer orden ante la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación del Acuerdo Final de Paz (CSIVI) y la Instancia Especial de Mujeres para el Enfoque de Género en la Paz encargada de dar insumos y hacer recomendaciones a la CSIVI y hacer seguimiento a la implementación.
1184. Cumplimiento integral del punto 3.2.2 del Acuerdo de Paz, que alude a las garantías para la reincorporación económica y social.
1185. Teniendo en cuenta lo ordenado en las medidas cautelares de la JEP (Auto AT-057 del 29 de abril de 2020, Auto SAR AI 067 del 11 de noviembre 2021) y en la Sentencia SU-020 de 2022 de la Corte Constitucional con respecto a la reincorporación de excombatientes de las FARC-EP.
1186. Esta recomendación se relaciona con la Recomendación 11: «Cooperación Internacional sobre Política de Drogas».
1187. «Retos Humanitarios 2022, Colombia».
1188. El punto 3.4.3. del AFP establece la Comisión de Garantías de Seguridad, y el Decreto Ley 154 de 2017 en el Art. 3 numeral 14 que es función de la Comisión: «Diseñar, políticas para el sometimiento a la justicia de las organizaciones criminales y sus redes de apoyo a que hace referencia el artículo 1o del presente decreto, definiendo tratamientos específicos para los integrantes de dichas organizaciones y redes, incentivando y promoviendo un rápido y definitivo desmantelamiento de las mismas». Dichas medidas nunca significarán reconocimiento político.
1189. En 2018, se sancionó la Ley 1908 de 2018 que contenía medidas para el sometimiento de GAO. No obstante, no fue efectiva, pues ninguna organización se acogió. Adicionalmente, en el 2020 mediante el Decreto 965 el Gobierno dispuso la creación de medidas para la desmovilización individual que no tiene en cuenta la dimensión colectiva del fenómeno criminal.
1190. Ver orden del Auto SAR AI-013-2022 del 28 de febrero de la Sección de Primera Instancia para casos de Ausencia de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad de la JEP que ordena a la Oficina del Alto Comisionado para la paz a convocar sesión plenaria del CNGS para discutir y aprobar el plan de acción de la Política de desmantelamiento. En autos posteriores de seguimiento, la JEP ha verificado que el Gobierno Nacional no ha cumplido con la orden de poner en marcha una política de desmantelamiento de organizaciones criminales.
1191. Entrevista 341-VI-00014. Estudiante de derecho, hijo de militar víctima de secuestro y desaparición.
1192. El reto en este tema es grande, pues, en el proceso de sistematización de las recomendaciones recolectadas por la Comisión, al menos un 27 % de ellas, es decir, 2.449 recomendaciones, apuntan a acciones para la garantía de diversos derechos de las víctimas. Entre ellas, al menos 1.053 se relacionan con temas de fortalecimiento de la reparación integral; 409 a temas de fortalecimiento de la construcción de memoria y memorialización; 380 al reconocimiento de la dignidad de las víctimas; 309 a avanzar en procesos de reconocimiento de responsabilidades; y 216 a fortalecer la atención psicosocial para víctimas y comunidades en general (lo anterior, en un análisis preliminar con corte a 4 de abril de 2022).
1193. «Observaciones de la Procuraduría General de la Nación frente al proceso de ajuste de los indicadores de goce efectivo de los derechos de la población desplazada».
1194. Diaz, Sánchez, y Uprimny, Reparar en Colombia: los dilemas en contextos de conflicto, pobreza y exclusión.
1195. Un desarrollo de estas medidas se encuentra en el Volumen La Colombia fuera de Colombia: Las verdades del exilio, que da cuenta de estas realidades y personas de tantas maneras invisibles.
1196. El Espectador, «La crisis económica de la Casa de la Memoria de Tumaco por la que nadie responde».
1197. Pompilio Peña, «Víctimas de San Carlos serán desalojadas del Care, su lugar de memoria», Hacemos Memoria.
1198. Los reconocimientos de responsabilidad a cargo del Gobierno deben ser liderados por el Ministerio para la Paz y la Reconciliación. Creemos que estas funciones podrían radicarse en este Ministerio una vez este se cree, sin embargo, mientras eso ocurre el Gobierno Nacional debe asegurar la continuidad de estos procesos. Es fundamental que para el ejercicio de estas funciones se puedan articular con la Unidad para la Atención y la Reparación Integral de las Víctimas, el Museo de Memoria de Colombia, la Jurisdicción Especial para la Paz, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y la Defensoría del Pueblo, así como con las entidades territoriales, especialmente sus oficinas de víctimas, paz y personerías.
1199. Ver en este Volumen de Hallazgos y Recomendaciones de la Comisión de la Verdad, el capítulo de Reconocimientos.
1200. Ley 1448 de 2011, Decretos 4633, 4634 y 4635 de 2011 y la Ley 2078 de 2021 que prorroga por 10 años la vigencia de la Ley de Víctimas.
1201. Los recursos adicionales podrían provenir de una reforma tributaria que incluya un impuesto transitorio con destinación específica o de un reajuste de la distribución actual del presupuesto general de la Nación, incluyendo el ajuste que debe darse al presupuesto del Ministerio de Defensa. Por ejemplo, CODHES propone implementar una reforma tributaria de paz mediante un pacto fiscal pro reparación económica de las víctimas.
1202. La Comisión es consciente de que esto implica destinar al menos 328,3 billones de pesos, constantes del 2021, según la Contraloría General de la República en el Octavo Informe de Seguimiento a la Ley 1448.
1203. El punto 5.1.3.7 del Acuerdo Final de Paz trae el compromiso de la modificación de la Ley 1448 de 2011, sin embargo, esto no se ha cumplido pues la Ley se prorrogó sin modificaciones.
1204. Relacionado con el Punto 5.1.3.7: Adecuación y fortalecimiento participativo de la Política de atención y reparación integral a víctimas en el marco del fin del conflicto y contribución a la reparación material de las víctimas.
1205. De conformidad con lo establecido en el punto 5.1.3.5. del Acuerdo Final de Paz, Procesos colectivos de retornos de personas en situación de desplazamiento y reparación de víctimas en el exterior.
1206. De conformidad con el Punto 5.1.3.7. del Acuerdo Final de Paz, Adecuación y fortalecimiento participativo de la Política de atención y reparación integral a víctimas en el marco del fin del conflicto y contribución a la reparación material de las víctimas.
1207. De conformidad con el Punto 5.1.3.7. del Acuerdo Final de Paz.
1208. El Plan Nacional de Rehabilitación para la Convivencia y la No Repetición se acordó en el punto 5.1.3.4.2 del Acuerdo Final de Paz con el fin de «aumentar la cobertura y elevar la calidad de las estrategias de rehabilitación comunitaria para la reconstrucción del tejido social», con énfasis en procesos comunitarios que lograran generar proyectos de vida en común y fortalecer la confianza entre los ciudadanos y las instituciones. Sin embargo, aún no ha sido aprobado por el Gobierno Nacional.
1209. En concordancia con el Punto 5.1.3.4.2, Plan de rehabilitación psico-social para la convivencia y la no repetición.
1210. Entre ellos, transformar en lugares de memoria y dignificación de las víctimas los sitios de secuestro, violencia sexual, desaparición forzada, detención arbitraria o ilegal y tortura identificados en informes internacionales de mecanismos de Naciones Unidas y del Sistema Interamericano, el informe de la Comisión, y sentencias judiciales.
1211. A nuestro juicio el Museo debería asumir varias de las funciones del CNMH, que entonces debería suprimirse, así como recibir y asumir el legado del Grupo de Memoria Histórica y de la Comisión de la Verdad.
1212. Podría ser a través de una junta directiva en la que participen el Gobierno, representantes de la academia y organizaciones de víctimas, a manera de ejemplo.
1213. Relacionado con el Punto 5.1.3.7. del Acuerdo Final de Paz. Adecuación y fortalecimiento participativo de la Política de atención y reparación integral a víctimas en el marco del fin del conflicto y contribución a la reparación material de las víctimas.
1214. Es fundamental la inclusión del Departamento Administrativo Nacional de Estadística en esta tarea para promover el ejercicio de consolidación, contrastación y estimación por sistemas múltiples. Con esto no se busca promover la unificación de bases de datos, sino un ejercicio juicioso de consolidación y contrastación que respete y promueva el trabajo independiente de cada una de las entidades y organizaciones que se encargan de las diversas bases de datos.
1215. Actualmente, se encuentra vigente la Política Pública de Archivos de Derechos Humanos, publicada en 2017 por el CNMH, que viene siendo implementada por la entidad desde su creación a través, principalmente, de la conformación del Archivo.
1216. Actualmente, se encuentra vigente el Protocolo de Gestión Documental de los Archivos referidos a graves violaciones a los DDHH e infracciones al DIH en el marco del conflicto armado de febrero de 2017, creado por el CNMH y el Archivo General de la Nación. Esto, por tanto, se debe adelantar en coordinación con el AGN.
1217. Es clave que en el desarrollo de la política pública se pueda fortalecer la articulación con los procesos de levantamiento de la reserva, desclasificación y depuración de archivos de inteligencia y contrainteligencia, que tengan valor histórico. Frente a este tipo de archivos, sugerimos revisar las recomendaciones que al respecto se proponen en el subtema de seguridad.
1218. Entrevista 238-VI-00009. Víctima, candidato de elección popular, Pailitas.
1219. Instituto Kroc, Cinco años después de la firma del Acuerdo Final: Reflexiones desde el monitoreo a la implementación.
1220. Relacionado con los Puntos 2.2.1«Garantías para los movimientos y las organizaciones sociales» y «Garantías para la movilización y la protesta pacífica» 2.2.2 del Acuerdo Final de Paz.
1221. Incluye y va más allá de lo establecido en el punto 3.4.2 «Pacto Político Nacional» del Acuerdo Final de Paz.
1222. De acuerdo con el Informe de la Misión Electoral, la utilización del voto preferente o lista abierta atenta contra la democracia interna de los partidos. «Informe Misión Especial Electoral (2016)».
1223. Misión de Observación Electoral (MOE).
1224. Es importante avanzar en el reconocimiento de la legitimidad de la Minga indígena como una institución étnica de concertación y diálogo entre autoridades, y garantizar, por parte de los representantes del Estado y de la sociedad civil, la no estigmatización de esta expresión válida de gobierno.
1225. Relacionado con el Punto 2.2.1. Garantías para los movimientos y organizaciones sociales del Acuerdo final de paz que establece medidas como el fortalecimiento, intercambio de experiencias exitosas, agendas de trabajo locales, metodologías de incidencia, entre otras, para garantizar una sociedad democrática y organizada como una condición necesaria de la construcción de paz.
1226. Relacionado con el punto 2.2.2: «Garantías para la movilización y la protesta pacífica» del Acuerdo Final de Paz.
1227. Corte Constitucional, Sentencia C-281/17, 3 de mayo de 2017.
1228. Para garantizar lo anterior, las Procuradurías Delegadas, Provinciales, Regionales y Distritales, deben dar prevalencia en sus actuaciones a las quejas relacionadas con las mencionadas conductas por parte de servidores públicos, de conformidad con la Directiva 002 de 2017 de la Procuraduría General de la Nación.
1229. Relacionado con el Acuerdo Final de Paz en el 3.4.9, aunque esta medida apunta a ir más allá de lo pactado en dicho punto.
1230. Presidencia de la República, Decreto 660 de 2018.
1231. Ministerio de Interior, Resolución 0845 de 2018.
1232. Entrevista 222-VI-00082. Víctima, campesino, Mercaderes.
1233. Comisión Global de Políticas de Drogas, 2018.
1234. Relacionado con el punto 4.3.5. Conferencia Internacional y espacios de diálogo regionales del Acuerdo Final de Paz.
1235. La Corte Constitucional en el Auto 387 de 2019, estableció como criterio adicional a tener en cuenta por el Consejo Nacional de Estupefacientes para la reactivación de la aspersión aérea que «la decisión deberá tomarse dentro del marco de la política pública que se deriva del Punto Cuarto del Acuerdo Fi nal para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, en los términos del Acto Legislativo 02 de 2017, del Decreto-Ley 896 de 2017 y demás instrumentos de implementación y desarrollo».
1236. Ministerio de Salud y Protección Social (Minsalud), Resolución 089 de 2019.
1237. Violaciones a DDHH e infracciones al DIH.
1238. El liderazgo en el debate internacional debería realizarse sobre la base de una estrategia de incidencia con organizaciones civiles nacionales e internacionales, con representantes de pueblos étnicos y campesinos, universidades y expertos. Relacionado con el punto 4.3.5 «Conferencia Internacional y espacios de diálogos regionales» del Acuerdo Final de Paz.
1239. Esto implica eliminar la erradicación por parte del Ejército Nacional.
1240. Esta recomendación se relaciona con lo planteado en el tema de transformación integral de los territorios y con los puntos 1 Reforma Rural Integral y el 4.1 Programa de Sustitución de Cultivos de uso Ilícito del Acuerdo Final de paz. Esto incluye inversión social, bienes y servicios públicos, acceso a tierra y formalización, integración a mercados legales y garantías de seguridad.
1241. Relacionado con el punto 4.2. «Programa de Prevención del Consumo y Salud Pública» del Acuerdo Final de Paz.
1242. La atención del consumo problemático debería enfocarse no solo en lo urbano sino en pueblos étnicos (indígenas y afrodescendientes) y campesinas y en sectores como las fuerzas armadas y la población de excombatientes.
1243. Se relaciona con la propuesta sobre verdad y judicialización del Narcotráfico que se encuentra en el tema de «Impunidad».
1244. Se relaciona, aunque va más allá, con el compromiso asumido en el punto 6.1.9. g del Acuerdo final de paz relacionado con el trámite de un proyecto de ley de tratamiento penal diferencial de cultivadores y cultivadoras y mujeres que se encuentren en prisión por delitos menores de drogas.
1245. Entrevista 080-VI-00028. Víctima, ama de casa, Medellín.
1246. Corte Constitucional, Sentencia C-674/17, 14 de noviembre de 2017.
1247. En la sentencia C-674 de 2017, la Corte Constitucional estableció que la JEP solo tenía competencia sobre los terceros civiles que se acojan voluntariamente. Sin embargo, precisó que las autoridades que mantienen la competencia de investigarlos deben priorizar esas conductas. Al respecto indicó que: «En dicho régimen deberá priorizarse la investigación y el juzgamiento de aquellas personas sobre las que existan señalamientos serios de haber participado en los crímenes más graves en el marco del conflicto armado interno, las cuales conservarán la posibilidad de acogerse de manera oportuna a la JEP, para acceder a los beneficios que esa jurisdicción ofrece y con el pleno sometimiento al sistema de condicionalidades en ella previsto». En consecuencia, en la Sentencia C-080 de 2018, la Corte Constitucional ordenó en el resolutivo que en el artículo 71 de la Ley Estatutaria de la JEP se entendiera que la priorización no era una facultad sino un deber.
1248. La creación de la Unidad Especial de Investigación (UEI) fue acordada en el punto 3.4.4 del Acuerdo de Paz «con el fin de asegurar la efectividad de la lucha contra las organizaciones criminales y sus redes de apoyo, incluyendo las que han sido denominadas sucesoras del paramilitarismo, que representen la mayor amenaza a la implementación de los acuerdos y la construcción de paz» (pág. 82). El mandato y las funciones de la UEI se desarrollaron en el Decreto Ley 898 de 2017. Sin embargo, la ley estatutaria de la JEP derogó el numeral 11, que establecía la competencia para estudiar las compulsas de Justicia y Paz y de la justicia ordinaria.
1249. Esta se relaciona con el punto 1.1.8. «Algunos mecanismos de Resolución de conflictos de tenencia y uso y de fortalecimiento de la producción alimentaria» del Acuerdo Final de Paz, en el que el Gobierno se comprometió a poner en marcha una nueva Jurisdicción Agraria.
1250. Artículo 246 de la Constitución.
1251. Esto incluye recursos financieros, de infraestructura y humanos.
1252. Dentro de estos actores se incluyen las juntas de acción comunal y otros que puedan ejercer liderazgo comunitario.
1253. Comisión de la Verdad, «Barrancabermeja conversa por la vida, la dignidad y la verdad en el Magdalena Medio», 13 de octubre de 2021.
1254. Entrevista 216-VI-00018. Víctima, agricultor, Pradera.
1255. La doctrina se refiere a los principios que guían a las fuerzas en sus operaciones y en las acciones que desarrollan en cumplimiento de sus objetivos y quehacer institucional. Según el concepto de las Fuerzas Militares, dicha doctrina también incluye sus tácticas, técnicas, procedimientos, términos y símbolos. (Colombia, Ejército Nacional, 2017a, Manual fundamental del ejército MFE 1-01 Doctrina. Ejército Nacional. 1-12). En lo que respecta a la Policía, su doctrina incluye el conjunto de ideas, enseñanzas, preceptos éticos, legales y conceptos. (Artículo 5. Resolución 01785 de 2019 por la cual se expide el manual de gestión de la doctrina de la Policía Nacional).
1256. En consonancia con la agenda 'Mujeres, paz y seguridad' de las Naciones Unidas.
1257. Implica garantizar que las funciones de las Fuerzas Militares y de la Policía sean acordes con las necesidades de la ciudadanía, lograr una relación fluida con las autoridades civiles, fortalecer el control civil sobre el sector y mejorar las capacidades de los civiles de incidir en la toma de decisiones en seguridad y defensa, todo dentro del marco de la democracia, el Estado de derecho, la transparencia, la rendición de cuentas y el respeto por los derechos humanos.
1258. Con su implementación, se daría cumplimiento a las recomendaciones obligatorias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. OEA/Ser/V/II. Doc. 49/13 (2013). Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Informe Verdad, Justicia y Reparación: Cuarto informe sobre la situación de derechos humanos en Colombia. Capítulo 2. Vida, integridad personal y libertad personal. Recomendaciones. Párrafo 199. «En virtud de lo señalado en la presente sección, la Comisión recomienda al Estado de Colombia que: [...]
2. Adopte las medidas pertinentes para que los miembros de las fuerzas de seguridad que alegadamente resulten comprometidos en casos de violaciones a los derechos humanos y/o DIH sean suspendidos del servicio activo, hasta tanto se emita una decisión final en los procesos disciplinarios o penales que se tramiten».
1259. Los delitos típicamente militares son los que afectan la disciplina y el servicio, y están definidos en el Código Penal Militar.
1260. La fuerza pública es la garante del orden público y esa función no puede ser trasladada a los particulares. Los deberes de colaboración de la ciudadanía, que han sido previstos por la propia Constitución (CP arts. 95 y 217), no puede convertir a los ciudadanos en garantes de la seguridad y la defensa, pues esa responsabilidad corresponde exclusivamente a la fuerza pública.
1261. Principios básicos sobre el empleo de la fuerza y de armas de fuego por los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.
1262. A juicio de la Comisión, la transformación de la cultura institucional implica, tanto cambios en la doctrina, fortalecimiento de los controles para lograr un compromiso e implementación efectiva de la nueva visión de seguridad para la paz, la Constitución y los derechos humanos, y que se evidencie en las prácticas cotidianas de los integrantes de la fuerza pública.
1263. Ese mecanismo podría ser el recurso de insistencia previsto en el artículo 26 de la Ley 1755 de 2015.
1264. Esta norma fue demandada ante el Consejo de Estado por no haber tenido en cuenta las recomendaciones de la Comisión Asesora para la Depuración de Datos y Archivos de Inteligencia y Contrainteligencia.
1265. El Sistema Nacional de Depuración fue creado mediante el Decreto 2149 de 2017.
1266. En consonancia con el artículo 1 del Decreto 154 de 2017.
1267. En este esfuerzo es importante fortalecer la figura de inspectores de Policía, así como el servicio de vigilancia. En ello, tener en cuenta lo establecido en la política marco de convivencia y seguridad ciudadana, que incluye el sistema integrado de seguridad rural y cuya integración en los planes de desarrollo y los PISC es fundamental.
1268. Entrevista 001-VI-00004. Víctima, exilio, España.
1269. Entrevista 070-VI-00024. Víctima, líder campesino, El Bordo.
1270. En el pasado el INCORA y el INCODER, y actualmente la Agencia Nacional de Tierras.
1271. Estos datos son del 2017 y son los más actualizados con los que cuenta el país a la fecha. Provienen del informe de la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA) del gobierno nacional que fue finalizado en 2020 y publicado en 2021 y cuyo título es “Distribución de la Propiedad Rural. Colombia 2017”: https://catalogometadatos.upra.gov.co:8443/uprageonet/srv/spa/catalog.search#/metadata/d737b808-efbc-44e7-960e-4276dc38afbe
1272. Este dato lo formuló el Centro Nacional de Memoria Histórica en su informe de 2016 “Tierras y conflictos rurales: Historia, políticas agrarias y protagonistas”, pp. 244 y 245. Advierte que esta cifra no incluye los datos para los años 2001, 2002 y 2003, pues no fue posible localizarlos en los archivos institucionales.
1273. Esta recomendación se debe implementar de la mano con aquellas que buscan garantizar los derechos territoriales de los pueblos étnicos.
1274. Los procesos agrarios son la extinción administrativa del dominio por incumplimiento de la función social y ecológica de la propiedad, la adquisición de tierras por enajenación voluntaria o expropiación con indemnización, clarificación y deslinde de la propiedad rural, la recuperación de baldíos indebidamente apropiados, entre otros.
1275. Esto implica desarrollar un sistema efectivo de control, vigilancia, pedagogía, resolución de conflictos y sanción para el cierre de la frontera agrícola.
1276. Para un mayor desarrollo, ver la propuesta de la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes en Velásquez, Mauricio. (2017). «Transferencia de propiedad y formalización de ocupaciones sobre terrenos baldíos: experiencias comparadas y articulado propuesto para su implementación». Documento de Trabajo Número 52, diciembre. Escuela de Gobierno Alberto Lleras Restrepo, Universidad de los Andes: https://repositorio.uniandes.edu.co/bitstream/handle/1992/8803/u789958.pdf?sequence=1&isAllowed=y.
1277. El cierre de la frontera agrícola y la protección de Zonas de Reserva Campesina se consignó en el punto 1.1.10. del Acuerdo Final de Paz.
1278. Esta recomendación recoge lo establecido en el punto. 1.1.9. del Acuerdo Final de Paz y lo complementa. 872
1279. Entre ellos, los proyectos de utilidad pública e interés social (reglamentados en el Decreto 2201 de 2003), los macroproyectos de interés social nacional (definidos en la ley 1469 de 2011) y los proyectos de interés nacional estratégico, PINES (CONPES 3267 de 2013 y artículos 49 y 50 de la ley 1753 de 2015).
1280. Son especialmente urgentes medidas para lograr la articulación de las órdenes judiciales con las políticas de titulación, vivienda y de desarrollo rural, debido al grave rezago que existe en esos tres frentes en materia del cumplimiento de las sentencias de restitución.
1281. Entrevista 646-VI-00005. Víctima, mujer, Yolombó.
1282. Se recomienda la creación de este Ministerio en el tema de Construcción de paz como proyecto nacional. Independientemente del momento en el que se haga este ajuste institucional, garantizar que los demás Ministerios se encarguen del desarrollo e implementación de esta estrategia.
1283. Informe 086-CI-01277. Ruta Pacífica de las Mujeres. «Construyendo el camino de la convivencia y la reconciliación desde la verdad de las mujeres». Módulo de captura, Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. 2021. 20.